EL HACEDOR DE MITOS

LISA GOLDSTEIN

Leí por primera vez a J.R.R. Tolkien en octavo curso, cuando una compañera de clase hizo una reseña de El Señor de los Anillos. Me impresionó su pasión, el evidente placer que había sentido al leer el libro, y por eso —a pesar de que ella contaba el final— pedí prestado un ejemplar de La Comunidad del Anillo a un amigo. (Nunca olvidé el nombre de la niña que escribió la reseña del libro, y si alguna vez la vuelvo a ver pienso decirle un par de cosas por haber contado ese final).

Mi amigo aún estaba con el segundo tomo cuando yo terminé el primero. Estaba loca de inquietud. ¿Qué le había pasado a Gandalf? Fui corriendo a la tienda de la esquina y compré Las Dos Torres. Lo recuerdo como uno de los primeros libros que compré en mi vida.

Terminé leyendo la serie cada año de mi adolescencia. La leí hasta gastar esas primeras ediciones de bolsillo; la leí hasta casi aprendérmela de memoria, y —por desgracia— fui incapaz de volver a hacerlo durante mucho tiempo, porque llegué a conocer cada giro, cada detalle, cada frase poética.

Luego supe que no fui la única en hacerlo. Una vez hasta leí un libro en el que, para demostrar lo tonto que es uno de los personajes, el autor menciona que leía El Señor de los Anillos todos los años. Vale, entonces somos unos tontos. Una vez me hice una capa; incluso salí con un tío que se hacía llamar Bilbo. Soy culpable. Pero lo que el autor de ese libro —no recuerdo el título, pero seguía el pensamiento general, obviamente— no había comprendido en realidad es el poder de El Señor de los Anillos.

Sin embargo, la cuestión es el porqué. ¿Por qué la gente lee estos libros una y otra vez? ¿Por qué son tan populares? ¿Qué nos dan ellos que no nos den los otros? ¿Cómo pudo un hombre que trabajaba solo crear un género entero, toda una industria editorial?

Yo creo que es porque necesitamos mitos. No sólo porque los mitos son relatos entretenidos, o porque algunos tengan una moraleja. Los necesitamos, del mismo modo que necesitamos las vitaminas o la luz del sol.

Leí El Señor de los Anillos a finales de los años sesenta, cuando todo el mundo parecía estar buscando con entusiasmo un mito, una religión, una manera de hallar el significado del mundo. Mi escuela estaba completamente invadida por niños que llevaban la Biblia, o libros de Alan Watts, o el pequeño libro rojo del presidente Mao. Teníamos la sensación de que nuestros padres nos habían fallado de alguna manera, de que nos habíamos perdido algo, de que ahí fuera había un mundo mucho más grande de lo que nos habían contado.

Habíamos crecido en la década de los cincuenta; nuestros padres habían sobrevivido a la Depresión y a los horrores de la segunda guerra mundial, y ahora sólo querían llevar una vida corriente en la nueva prosperidad norteamericana. La difícil cuestión sobre mitos y significados, los dragones que se deslizaban desde la psique, no estaba hecha para ellos. Los cuentos de hadas se convirtieron en los relatos más cómodos para contar a los niños; los enanos de Blancanieves ya no eran misteriosos y a veces temibles habitantes de la tierra, sino unos hombrecillos encantadores llamados Gruñón y Mocoso. Incluso la religión pasó a ser algo en lo que se pensaba unos pocos días al año y se olvidaba el resto del tiempo.

Se creía que la ciencia había triunfado, que vivíamos en una Edad de la Ciencia. Las enfermedades que habían aterrorizado a la gente durante siglos estaban casi erradicadas; la fisión del átomo iba a proporcionarnos una fuente ilimitada de energía.

La Edad de la Ciencia comportó por cierto muchos beneficios; no digo que la viruela y la polio fueran algo bueno. Pero de algún modo se extendió la idea de que la ciencia y los mitos no podían coexistir, de que mito era lo mismo que superstición y debía ser eliminado. Y creo que esta pérdida de los mitos fue una de las razones por las que mi generación buscó con tanto ahínco y tomó, en algunos casos, caminos desastrosos.

No obstante, los mitos habían comenzado a declinar mucho antes de los años cincuenta. El mismo Tolkien, en su famoso ensayo «Sobre los cuentos de hadas», sitúa el comienzo de esa declinación en la época isabelina. Había un tiempo en que la gente llamaba Hermoso Pueblo a las hadas para aplacarlas, y las consideraban caprichosas e imprevisibles, hermosas y aterradoras, cualquier cosa menos justas[7]. Pero en las obras de Michael Drayton y el propio Shakespeare se convirtieron en seres diminutos, delicados, simplemente bonitos. Perdieron la capacidad de sorprender y asustar; se redujeron, tanto en estatura como en importancia. Se convirtieron en cosa de niños y, con el tiempo, tal como dice Tolkien, fueron relegadas «al cuarto de los niños».

No debe extrañar que esto sucediera aproximadamente cuando la gente comenzaba a comprender algunas cosas sobre el mundo en que vivía, empezaba a experimentar, emprendía el camino que la llevaría de la alquimia a la química, de la astrología a la astronomía.

La necesidad de mitos se agudizó sobre todo después de la primera guerra mundial, cuando todas las certezas de los viejos valores fueron arrasadas, cuando, no por casualidad, Tolkien empezó su relato. Parte de su genio consistió en que se dio cuenta de que esa hambre todavía existía, a pesar de todas las maravillas del mundo moderno. Él sabía que la gente necesita historias épicas de viajes, dragones, tesoros, magia, maravillas, horrores, pérdida y redención, de héroes exigidos hasta más allá de su capacidad de resistencia. Las necesitamos porque son historias magníficas, por supuesto, historias tan antiguas como la gente. Pero también las necesitamos porque tratan del héroe que viaja a un lugar oscuro y vuelve transformado, y ésa es una historia que todos conocemos personalmente, una historia que cada uno de nosotros experimenta en la vida. Esos dragones son nuestros dragones, esos ayudantes mágicos son nuestros ayudantes. Y en ocasiones los dragones están dentro de nosotros, forman parte de nosotros, y ésa es la pelea más aterradora de todas. No es extraño que una generación entera no quisiera saber nada de los mitos.

Si eso fuera todo, probablemente nunca habríamos oído hablar del tal Tolkien. Pero su genio también radicaba en que él fue capaz de satisfacer ese apetito. En el siglo XX, una época de coches, aviones y radios, él revivió una antigua forma y de algún modo la hizo hablar para el presente. Se pasó décadas, literalmente, construyendo un mundo, haciéndolo coherente, dándole lenguas, poesía, historia y arte, haciéndolo tan real que da la impresión de que lo descubrió en lugar de inventarlo. Le dio personajes de gran talla —metafóricamente hablando, si no literalmente—, gente que encajaba con la grandeza del lugar. Y puso en marcha una historia que leemos una y otra vez.

¿Cómo lo hizo? ¿Cómo pudo escribir una obra épica en una época en que las obras de ese tipo estaban casi olvidadas? ¿Cómo pudo dar con el inconsciente colectivo de tanta gente? No lo sé. Lo siento. Podéis fijaros en El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell, otra respuesta a la falta de mitos del siglo XX. Campbell confeccionó un esquema para el viaje del héroe: del Comienzo de la Aventura al Descenso a la Oscuridad —el Viaje por el Mar de la Noche— y por último el Nacimiento del Héroe Renacido; se advierte que en El Señor de los Anillos hay por lo menos tres descensos de este tipo: Gandalf en Moria, el viaje de Frodo y Sam a Mordor y Aragorn en los Senderos de los Muertos. Pero Tolkien, evidentemente, no utilizó un esquema; para empezar, El Señor de los Anillos estaba casi terminado cuando el libro de Campbell salió a la luz. Y lo que es más importante, el inconsciente no sigue regla alguna; no es posible forzarlo dentro de un esquema.

El propio Tolkien, en la introducción de El Señor de los Anillos, afirma que quiso escribir una historia «que mantuviera la atención del lector, lo divirtiera, lo deleitara, y a veces incluso lo entusiasmara o lo conmoviera profundamente. No tenía otra guía que mis propios sentimientos sobre lo atractivo o lo conmovedor…». Creo que eso es lo más cerca que estaremos de saber cómo lo hizo. De algún modo se internó en su inconsciente —otro Descenso a la Oscuridad—, se introdujo en esa parte de su mente de la que proceden las historias y regresó al mundo cotidiano con la que nos cuenta. Por eso era un genio; en realidad no hay manera de explicarlo.

Sin embargo, me veo capaz de dar una explicación de su éxito, de iluminar un pequeño fragmento del misterio. Creo que tiene que ver con el lenguaje. Una historia épica necesita una voz épica, una voz poética, una voz que se alce por encima del murmullo y las trivialidades del mundo cotidiano. En esa voz debe insinuarse el mundo antiguo, la conciencia de que el narrador está hablando de una edad heroica, con personas que eran, si no mejores, más que nosotros. (Pero apenas una insinuación. Una pizca de arcaísmo puede llegar muy lejos).

Tolkien, profesor de lengua y conocedor de la palabra, sabía todo eso; también lo sabía Homero, y el autor de Beowulf, y quien escribió las partes más poéticas de la Biblia. Él volvió a estos ejemplos al escribir, algo que resulta más impresionante cuando uno se da cuenta de que estaba en una época en que se adoraba a Hemingway y la prosa desmantelada y sin sentido. (Los genios, por supuesto, no prestan atención a las modas). Escuchad estas líneas, el ritmo, el hechizo que entreteje en estos fragmentos:

[Frodo] Estaba allí, inmóvil, como había estado otras veces escuchando las hermosas voces de los Elfos, pero ahora el encantamiento era diferente, menos punzante y menos sublime, pero más profundo y más próximo al corazón humano; maravilloso, pero no ajeno.

—¡Hermosa dama Baya de Oro! —repitió—. Ahora me explico la alegría de las canciones que oímos.

La Comunidad del Anillo

—¡Horcas y cuervos! —siseó Saruman, y todos se estremecieron ante aquella horripilante transformación—. ¡Viejo chocho! ¿Qué es la Casa de Eorl sino un cobertizo hediondo donde se embriagan unos cuantos bandidos, mientras la prole se arrastra por el suelo entre los perros? Durante demasiado tiempo se han salvado de la horca. Pero el nudo corredizo se aproxima, lento al principio, duro y estrecho al final. ¡Colgaos, si así lo queréis!

Las Dos Torres

—¡Vete de aquí, dwimmerlaik, señor de la carroña! ¡Deja en paz a los muertos!

Una voz glacial le respondió: —¡No te interpongas entre el Nazgûl y su presa! No es tu vida lo que arriesgas perder si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré conmigo muy lejos, a las casas de los lamentos, más allá de todas las tinieblas, y te devorarán la carne, y desnudarán la mente, expuesta a la mirada del Ojo Sin Párpado.

Se oyó el ruido metálico de una espada que salía de la vaina.

—Haz lo que quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.

—¿Impedírmelo? ¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede impedirme nada!

Lo que Merry oyó entonces no podía ser más insólito para esa hora: le pareció que Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero…

El Retorno del Rey

Si ninguno de ellos nos hace estremecer, tal vez estemos muertos.

El primer ejemplo describe una pequeña parte de la belleza de la Tierra Media, los otros dos son de terror. (Tolkien, a diferencia de muchos escritores, era experto en ambas cosas). Y yo no bromeaba con la capacidad de estremecer de estos fragmentos. El último es especialmente estremecedor para mí, una descripción del heroísmo contra todas las adversidades, del triunfo, algo que el hecho de que trate de uno de los escasos personajes femeninos de Tolkien lo hace todavía más dulce. Ni siquiera es necesario saber qué significa «dwimmerlaik»; es uno de esos arcaísmos de los que he hablado antes, que nos recuerda que nos hallamos en otro tiempo, otro lugar. Por su sonido (pronunciadlo en voz alta), y el contexto, sabemos que significa algo horrible, algo aterrador.

Sin embargo, decís, Tolkien ha tenido muchos seguidores; algunos lo imitaron de un modo servil, otros siguieron su propio camino, pero ninguno utilizó un lenguaje poético. A veces emplearon lo contrario, de hecho; a veces la ineptitud de su escritura puede hacernos temblar. Yo no he podido mantenerme al día con todos los escritores de épica fantástica —no creo que nadie pueda hacerlo, actualmente—, pero los únicos que conozco que comprenden la importancia del lenguaje son Ursula K. Le Guin, Patricia McKillip y Greer Gilman. (Le Guin incluso ha escrito un maravilloso ensayo sobre el tema, llamado «From Elfland to Poughkeepsie»). Ésta es una cuestión muy cercana y muy cara a mi corazón, así que espero me permitáis que me despache un poco.

(Pero antes una digresión. Hay algunos libros que se venden como épica fantástica aunque en realidad son relatos históricos, si bien ambientados en lugares imaginarios. Tienen poca o ninguna magia, y tratan de hechos históricos, intrigas, invasiones y cosas similares. Están, o deberían estar, escritos en lenguaje histórico. Por eso soy capaz de leer las novelas de Guy Gavriel Kay con placer y sin despotricar —para gran alivio de mi marido, que ha tenido que aguantarme demasiadas veces— y estoy disfrutando mucho con la serie de George R. R. Martin).

Después de leer El Señor de los Anillos, busqué más de lo mismo. En aquella época había muy pocas cosas que despertaran la misma emoción: algunos libros infantiles, la serie de Terramar, la asombrosa colección de Lin Carter publicada por Ballantine Adult Fantasy. Por último, a finales de los setenta, salieron varios libros con una fuerte influencia de El Señor de los Anillos.

Cuando digo «una fuerte influencia» quizá me quede corta; por lo menos en uno de ellos hay escenas que parecen sacadas por entero de Tolkien. Cuando apareció, yo trabajaba en una librería, y la publicidad anterior me tenía muy emocionada. Tal como he dicho antes, me moría por la fantasía, y no se puede estar siempre releyendo a Tolkien. Pedimos un expositor, lo que los editores llaman «dump»[8] (eso da una idea de lo que ellos piensan de los libros que publican), que contenía, creo, dieciocho ejemplares. Conseguí una copia previa, me preparé para caer bajo su hechizo y me encontré leyendo una burda imitación de El Señor de los Anillos.

Alguna vez estuve resentida con ese libro; pensaba (y todavía pienso, en cierto modo) que tiene parte de la culpa de todas las tonterías baratas que vinieron después. Ahora, sin embargo, pienso de otra manera, sobre todo en los momentos en que evito el cinismo. Un mito es la historia del viaje de un héroe a la oscuridad y su regreso. Todos los mitos son iguales en este aspecto; sólo las trampas son diferentes. Tal vez el autor de ese libro, como todos nosotros, se sintió conmovido por esa historia y quiso volver a contarla; tal vez al hacerlo se sintió como los antiguos bardos, que cantaban las historias que habían escuchado a un público transfigurado en torno al fuego. Antaño los mitos se contaban una y otra vez, y se modificaban continuamente; la propiedad intelectual es un concepto bastante reciente. Que acabara siendo un mal bardo en comparación con el maestro no cambia la naturaleza del relato.

Pero cuando leí mi ejemplar previo me desesperé, y no sólo porque pensara que el libro era poco original y tenía un lenguaje torpe. Temía que nadie comprara esa cosa, que hubiéramos pedido demasiados ejemplares y que hubiera que devolverlos todos, pagando los gastos de correo de lo que era, al fin y al cabo, algo que pesaba bastante (aunque no tanto como los tochos que siguieron). La librería acababa de abrir, y una cosa tan insignificante como los gastos de correo representaba mucho dinero en ese entonces.

Para mi absoluta sorpresa, el libro empezó a venderse, y se vendió sin cesar. Nos libramos del pedido entero y tuvimos que pedir más ejemplares a nuestro distribuidor local. Sin embargo, yo me veía en un dilema cuando los clientes me preguntaban si era bueno, y acababa diciendo algo como: «Si lo que le gustó de Tolkien fue el lenguaje, este libro no le gustará. Pero si leyó a Tolkien sólo por la historia, lo encontrará muy parecido, quizá demasiado». Dije esto a un hombre y una mujer, y compraron el libro.

Luego las compuertas se abrieron. Desde entonces se han publicado centenares de obras de fantasía épica, tal vez incluso millares. Muchos se dieron cuenta de que podían escribirlas sin prestar atención al estilo, que no tenían que pasarse décadas construyendo un mundo, y que bastaba con hacer uno de cartulina o, aún más fácil, tomarlo prestado de un escritor mejor. Algunos de estos libros eran tan malos que ni siquiera servirían para hacer un vertedero decente. Y también los compraron y devoraron.

Es la historia: la historia es lo importante. La gente tiene tanta hambre de estos relatos que los lee y los convierte en éxitos de ventas por malos que sean. Algunos son pobres imitaciones, pero tal es el poder del viaje del héroe que la gente los lee de todas formas. Incluso Hollywood se ha puesto en acción. Gracias al éxito de La Guerra de las Galaxias, que en parte se inspiró en El héroe de las mil caras, es posible oír a los productores, con sus trajes de Armani, sus gafas de sol y sus teléfonos móviles hablar seriamente sobre el viaje del héroe. O, como dijo un conocido mío que trabaja allí: «Como vuelva a oír el nombre de Joseph Campbell en esta ciudad…».

Entonces, ¿me equivoco con el lenguaje épico? No lo creo, aunque admito que la cuestión me tiene intrigada. La gente disfruta de veras con un libro bien escrito, aun cuando no se den cuenta de ese placer. (Podría decirse que es una especie de sugestión subliminal). Sin embargo, hay algo más importante: ¿cuántos de estos libros fantásticos recientes superarán el paso del tiempo? ¿Cuánta gente los leerá dentro de cien años?

Muy pocos, creo. En cambio, si en el siglo XXII la gente tiene algo de buen gusto, seguirá leyendo a Tolkien. Les maravillará su don para la narración, su mundo sólidamente construido, su comprensión de la belleza y el terror. Y su uso del lenguaje. El lenguaje es una de las cosas que lo convierten en un verdadero hacedor de mitos. Hemos tenido unos pocos y preciosos hacedores de mitos en nuestra época; a éste debemos honrarlo. Me alegro de que así sea.