EL ANILLO Y YO
HARRY TURTLEDOVE
Descubrí El Hobbit y El Señor de los Anillos en el verano de 1966. Tenía diecisiete años; acababa de terminar el instituto y estaba a punto de ir al California Institute of Technology. El Hobbit me gustó bastante: lo suficiente, al menos, para que me comprara la trilogía con el fin de ver qué otras cosas había escrito J.R.R. Tolkien. El Señor de los Anillos me dejó completamente hechizado, y todavía lo estoy desde aquel día. Lo que más me impactó de la trilogía fue la asombrosa profundidad de la creación de Tolkien. No se había limitado a imaginarse el presente ficticio en el que vivían sus personajes, sino también una historia que abarcaba miles de años, además de no una sino varias lenguas ficticias. Y lo que había sucedido en el débil y distante pasado de su mundo creado seguía burbujeando y tenía una gran relevancia en el presente ficticio, de igual modo que la derrota de las legiones romanas por Arminio el Germano en el bosque de Teutoburgo el 9 d. J.C. sigue teniendo una gran relevancia en la historia de Europa de este siglo.
Leí obsesivamente El Hobbit y la trilogía. El año siguiente, quizá los leyera, con los Apéndices y todo, unas seis u ocho veces. Aquél era, evidentemente, mi primer año en una institución académica muy exigente. Haberme enamorado por completo de El Señor de los Anillos no fue la única razón por la que abandoné Caltech. Ni siquiera fue la más importante. Pero el tiempo que pasé con Frodo y Sam y Merry y Pippin no lo dediqué a lo que debería haberlo dedicado: la física, el cálculo y la química.
Tampoco era el único alumno de Caltech atrapado por el hechizo de Tolkien. Éramos unos diez, de los cuales tres o cuatro, quiso la suerte, estaban en mi residencia. Nos reuníamos siempre que podíamos para desafiarnos unos a otros a recordar oscuras citas, intentar averiguar los significados de las palabras élficas y discutir sobre cosas tan abstrusas y difíciles de comprobar como las aventuras de una legión romana súbitamente transportada al universo de El Señor de los Anillos; de esto último hablaré dentro de poco.
Buscábamos en los libros indicaciones de cómo podría seguir la historia no escrita de la Cuarta Edad con la misma diligencia que los teólogos del siglo V examinaban el Nuevo Testamento en busca de pistas sobre la naturaleza o las naturalezas de Cristo. Yo llegué a la conclusión de que el poder maligno más importante de la Cuarta Edad sería el Señor de los Nazgûl. Evidentemente, esto no es más que una absoluta herejía, pero, al igual que los arríanos o los nestorianos de los primeros años de la historia del cristianismo, tenía algunos textos de mi parte.
Supongamos que la Cuarta Edad sea la Edad del Hombre, con los elfos y las otras razas antiguas desaparecidas o con un poder muy reducido. Los Nazgûl, hombres orgullosos esclavizados por las maquinaciones de Sauron, son el azote de la humanidad. Cuando Merry golpeó al Señor de los Nazgûl en el tendón que está detrás de la rodilla, lo hizo con una espada de las Quebradas de los Túmulos, una espada hecha especialmente con hechizos contra el lugarteniente de Sauron, que había sido el Rey Brujo de Angmar en el Norte. Pero cuando Éowyn dio el golpe que terminó con el Espectro del Anillo, ¿qué espada utilizó? Pues una espada ordinaria de los rohirrim. Y cuando el espíritu del Nazgûl lo abandonó, «un grito se elevó en el aire estremecido y se transformó en un lamento áspero, y pasó con el viento una voz tenue e incorpórea que se extinguió, y fue engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella edad del mundo [las cursivas son mías]». En la Tercera Edad no, desde luego, pero ¿y en la cuarta?
También se puede decir que, al haber perdido el cuerpo, El Señor de los Anillos no fue atrapado, como fueron los otros ocho, en la erupción del Monte del Destino después de que el Anillo cayera en el fuego. Y, en una nota a pie de página de la carta 246 de la colección de Carpenter, Tolkien, que estaba hablando de cómo le habría ido a Frodo de haberse enfrentado a los ocho Nazgûl restantes, escribe: «El Rey Brujo [el Señor de los Nazgûl] había sido reducido a la impotencia». Tolkien no dice que el Espectro del Anillo hubiera sido destruido, así que tengo, por lo menos, un argumento a favor.
Ése fue mi razonamiento. En este punto también debería observar que ya quería convertirme en escritor. Había intentado escribir tres novelas diferentes, y de hecho había terminado una (cualquiera de ellas, me apresuro a añadir, estaba a años luz de ser publicable). El verano de 1967 estuvo entre las peores épocas de mi vida. No tenía la menor idea de cómo afrontar el fracaso académico; pensar que podía sacar buenas notas sin estudiar mucho, como había hecho en el instituto, contribuyó, y no poco, a que tuviera que abandonar Caltech.
Así que me sumergí en una nueva novela. Era, por supuesto, un ejercicio de un orgullo desmesurado, completo y sin adornos. Ahora me doy cuenta de ello. No lo hice a los dieciocho años. Hay muchas cosas de las que uno no se da cuenta a los dieciocho años, y la menor de ellas no es la cantidad de cosas de las que uno no se da cuenta cuando tiene dieciocho años. A partir de algunos de los argumentos de la residencia de Caltech, mi interés creciente por la historia y mi convicción de que el Señor de los Nazgûl había sobrevivido, puse un par de centurias de legionarios de César (y un ruidoso celta) en lo que me imaginaba sería Gondor durante la Cuarta Edad.
Que Dios me ayude, todavía tengo el manuscrito. Lo único que puedo decir sinceramente es que no tenía malas intenciones. (Me desdigo de esto último. Puedo decir una cosa más: no soy la persona mencionada en la carta 292 de Cartas de J.R.R. Tolkien, el chico que no sólo pretendía escribir una continuación de El Señor de los Anillos, sino que además envió a Tolkien un boceto detallado. La carta es de diciembre de 1966, antes de que parte de la misma mala idea pasara por mi cabeza).
La escribí. La terminé: tiene unas cien mil palabras, y fue con mucho el proyecto más largo que yo había emprendido hasta entonces. Aun cuando me hubiera inspirado en mi propia imaginación, no podría haberlo vendido. Ni el estilo ni la caracterización llegan al nivel de lo que alguien estaría dispuesto a leer. Sin embargo, todavía puedo decir que el argumento no era un auténtico desastre. Tenía una historia aceptable, pero aún no sabía cómo contarla o dónde ambientarla.
Pasaron más de diez años. Hice muchas de las cosas que hace la mayoría de la gente de los dieciocho a los treinta años. Encontré algo que me gustaba y lo estudié. (En mi caso, resultó ser la historia del Imperio bizantino, que, admito, no es un tema que suela considerarse fascinante). Me enamoré varias veces. Algunas veces fui correspondido, otras no. En una de estas últimas me casé. Aquello duró algo más de tres años y medio. No mucho después de que mi primera esposa y yo nos separáramos, conocí a la mujer con la que estoy casado en la actualidad. Dicho en pocas palabras, crecí, o empecé a hacerlo.
Después de doctorarme en historia bizantina, estuve dando clases en la UCLA durante dos años mientras el profesor que me había enseñado a mí estaba de profesor invitado en la Universidad de Atenas. Continué escribiendo y, ocasionalmente, empecé a vender alguna obra: una novela corta de ciencia ficción a una revista que expiró antes de que la obra fuera publicada; una novela fantástica que no debía a Tolkien más que, evidentemente, gratitud por haber ampliado de forma considerable el mercado para este tipo de novelas.
En otoño de 1979 estaba prometido con la mujer que ahora es mi esposa y desempleado —una combinación siempre especialmente atractiva para un futuro suegro— y esperaba encontrar un trabajo, del tipo que fuera, antes de que se me acabaran los ahorros y tuviera que enfrentarme a la indignidad máxima de mi generación: verme obligado a volver a la casa donde me había criado. Como no tenía trabajo, me sobraba tiempo y decidí ponerme a escribir otra novela fantástica. Con mucha suerte, incluso podría ayudarme a pagar las facturas.
Mientras reflexionaba sobre el tema que abordaría, recordé la novela en la que había trabajado en un momento de crisis anterior, la que soltaba a unos romanos de las legiones de César en el Gondor de la Cuarta Edad. Ahora que había llegado a los treinta años era lo bastante inteligente para imaginarme que utilizar el universo de otra persona —sobre todo sin su permiso— no era la mejor manera de hacer las cosas. Además, había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a mi propia especialidad. Esta vez situé a los legionarios en un mundo creado por mí y no por Tolkien. Debería haberlo hecho desde el principio, pero más vale tarde que nunca, esperaba.
El mundo que construí se basaba en el Imperio bizantino de finales del siglo XI, en la época de la crucial batalla de Mantzikert, con la diferencia de que en el mío había magia. En ese lugar puse a mis romanos y a un celta desmadrado. Las líneas generales del argumento de lo que se convirtió en el Ciclo de Videssos son las mismas que las de mi acto anterior de apropiación literaria no autorizada. Ésa es la razón por la cual The Misplaced Legion, el primer libro del Ciclo de Videssos, está dedicado a mi esposa, al profesor que me enseñó historia bizantina, a L. Sprague De Camp (cuyo Que no desciendan las tinieblas fue lo que despertó mi interés por Bizancio) y a J.R.R. Tolkien. Mi temperamento y mi obra suelen parecerse mucho más a los de De Camp que a los de Tolkien, pero pensé que tenía que mencionar a todas las fuentes de la serie. Hay que tener cuidado.
Estirar y recortar el argumento para adaptarlo a la nueva situación no fue tan difícil. La situación de Gondor en la Cuarta Edad que yo había imaginado habría sido comprensible para los bizantinos: antiguo, orgulloso; con menos territorio que en días pasados; en conflicto constante con los pueblos vecinos, de los que algunos eran nómadas que vivían en las llanuras. Todavía hoy me parece razonable. El propio Tolkien, en la carta 131 de la colección de Carpenter, escribe: «En el sur, Gondor se eleva a la cúspide del poder y llega a ser casi un reflejo de Númenor; luego se va apagando lentamente hasta alcanzar una deteriorada Edad Media, una especie de Bizancio orgullosa y venerable, aunque cada vez más impotente». Él también tenía la analogía en mente. La diferencia es que él tenía derecho a tenerla, pero yo no, al menos en su universo.
Uno de los problemas que tuve con el Ciclo de Videssos fue la naturaleza de mi villano. El Señor de los Nazgûl era, tal como he mencionado antes, la principal potencia del mal en mi imaginada Cuarta Edad. Cuando se dejaba ver entre los hombres, necesariamente iba velado y enmascarado, porque carecía de un rostro que pudiera enseñar al mundo. Incorporé ese rasgo de su aspecto al nuevo mundo que estaba construyendo: lo incorporé sin preguntarme antes «¿Por qué lo haces?».
Cuando me hice esa pregunta, mi villano enmascarado y velado se había convertido en una parte integral del mundo que había creado. Eso significaba que tenía que inventarme alguna razón que lo llevara a ocultarse, una razón que debía ser muy diferente de la razón por la que nunca se mostraban los Nazgûl. Espero que lo haya conseguido. De no haber transferido tan concienzudamente el mundo de Tolkien al que yo estaba creando, el problema no habría surgido jamás. Y, de hecho, no debería haberlo hecho.
Además de explotar a cielo abierto mi impublicable homenaje a El Señor de los Anillos para dar forma a una obra que pudiera mostrar al mundo honradamente, sólo recuerdo haber usado motivos tolkienescos una vez, en un cuento llamado «After the Last Elf is Dead». En esa ocasión, el préstamo fue intencionado y, creo, necesario. Tolkien y muchos de sus imitadores menores describen la lucha del Bien y el Mal, con un Bien triunfante y, al final, la necesidad de pagar algún precio.
Así es, evidentemente, cómo queremos que sea el mundo. La cuestión que planteé en «After the Last Elf is Dead» es: ¿qué pasa si no es así? ¿Qué aspecto tiene el mundo si el Mal derrota al Bien? Para un escritor, dar la vuelta a los temas suele ser una de las cosas que causan más placer y reflexión.
Sin embargo, una de las cosas más provechosas que puede hacer un escritor es repetir esos temas. La influencia de Tolkien en la literatura fantástica desde la publicación y el gran éxito de El Señor de los Anillos no ha sido completamente positiva. No es culpa suya, me apresuro a decir. Pero tiene muchos imitadores, e imitadores de imitadores, e imitadores de imitadores de imitadores, hasta el punto que algunas obras épicas de este género no parecen más que fotocopias borrosas de sexta generación de su gran obra, de la que toman no sólo la estructura, sino también elementos circunstanciales como elfos nobles e inmortales y orcos brutales y malvados, como si hubieran surgido del folclore tradicional y no de la imaginación de un escritor que ha muerto hace menos de treinta años.
Un imitador de mucho éxito —al menos en términos económicos— afirmó abiertamente en una entrevista que su método era emular todos los elementos de aventuras de El Señor de los Anillos y eliminar todos los temas mitológicos, teológicos y lingüísticos: cada uno de los fragmentos de la tradición, erudición y profundidad que daban forma al original. Leí sus palabras con asombro, incredulidad y consternación. Y sin embargo, ha demostrado ser un sagaz adivino de lo que quería o satisfaría a una parte sustancial de los lectores. Sus libros sólo son superados en ventas por apenas unos pocos escritores del género.
La diferencia esencial, a mi parecer, es que Tolkien creó primero un mundo para sí mismo, y sólo después para los demás. Empezó a construir las baladas y leyendas de la Tierra Media más de veinte años antes de que El Hobbit entrara en la imprenta. Transcurrieron casi veinte años más antes de que apareciera El Señor de los Anillos. Todo lo que encontramos en esos libros es fruto de un largo proceso de reflexión y perfeccionamiento. Se nota. ¿Cómo podría no notarse?
Por esa razón es único, y probablemente siga siéndolo. La mayoría de los libros salen a la luz mucho más rápido, y con por lo menos un ojo puesto en el mercado. Siempre ha sido así, desde los primeros días de la imprenta. Varias obras de Shakespeare, por ejemplo, se publicaron originalmente en lo que hoy llamamos «folletos»: apresuradas ediciones pirata que tenían el propósito de enriquecer al impresor rápidamente. Si sólo tuviéramos el «folleto» de Hamlet, el inmortal soliloquio del príncipe de Dinamarca diría:
Ser o no ser. Ay, ésa es la cuestión,
morir o dormir, ¿es eso todo? Ay, todo:
no, dormir, soñar, ay casarse va a parar allí,
porque en ese sueño de muerte, al despertar,
y nos presentamos ante el Juez eterno,
de donde no ha regresado ningún pasajero,
el país por descubrir, ante cuya visión
los felices sonríen, y los malditos blasfeman.
Pero en cuanto a éste, la alegre esperanza de éste,
¿quién soportaría las burlas y lisonjas del mundo,
bajo las burlas de los ricos, los ricos maldecidos por los pobres?
La diferencia entre este texto lamentable —probablemente publicado a partir de la mala memoria de uno de los actores de la obra— y lo que Shakespeare escribió es como el abismo que separa a quienes imitan a Tolkien de Tolkien mismo. Es la diferencia entre la prisa y el cuidado, entre el comercio y el amor. (No pretendo sugerir que Tolkien fuera inmune a la preocupación por el comercio; cualquier examen de sus cartas demuestra lo contrario. Pero había construido su mundo mucho antes de que el comercio empezara a preocuparle. Eso no sucede con frecuencia, y no puede suceder con frecuencia).
Como he comentado antes, quizá la mayor deuda que los escritores de literatura fantástica de todo tipo —insisto, no sólo los imitadores— tenemos con J.R.R. Tolkien es lo que su éxito significó para el género en su conjunto. Un par de generaciones atrás, hablando en términos generales, esta literatura era algo que los escritores hacían de vez en cuando entre dos novelas llenas de naves espaciales. Comercialmente, la ciencia ficción le llevaba una ventaja considerable.
Ahora ya no es así. Las novelas fantásticas, aparecen en las listas de ventas con mucha más regularidad que sus equivalentes de ciencia ficción. Y la subida de la marea arrastra a todos los barcos. Novelas fantásticas que no hubieran tenido esperanzas de hallar un hogar en los años cincuenta o sesenta, ahora tienen más posibilidades de ser publicadas, porque —en gran medida gracias a la obra de Tolkien— la fantasía se ha convertido en un género reconocido por derecho propio. No es casual que la organización profesional de quienes hacen ficción especulativa haya cambiado recientemente el nombre de Escritores de Ciencia Ficción de América por Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de América.
La siguiente pregunta que podemos hacernos es: ¿por qué ha ocurrido? ¿Qué ha hecho que la popularidad de Tolkien sea tan duradera? ¿Qué ha hecho que la literatura fantástica en general sea tan popular, además del ejemplo de Tolkien? Parte de la respuesta, en mi opinión, se encuentra en los cambios, cada vez más rápidos, que tuvieron lugar en la vida estadounidense —en realidad, en la vida de todo el mundo industrializado— durante el siglo XX y sobre todo después del final de la segunda guerra mundial. En la actualidad todos somos viajeros. Cuando volvemos la vista hacia nuestra infancia, recordamos un mundo bastante distinto de aquel en el que vivimos ahora.
Yo, por ejemplo. Cuando escribo estas palabras tengo cincuenta y un años. Entre las cosas que hoy damos por supuestas y que no existían o acababan de ser descubiertas se encuentran la televisión; las vacunas de la polio, las paperas, el sarampión y la varicela (a mí me las pusieron todas menos la primera, aunque no contraje la varicela hasta los cuarenta y tres años); los alimentos congelados; los aviones a reacción; el divorcio sin culpa; la mayoría de los antibióticos, aunque no todos; las cintas de audio y vídeo; los viajes espaciales y la mayor parte de las cosas que sabemos de astronomía (en los años cincuenta, los canales de Marte y los océanos de Venus eran temas propios de ciencia ficción dura); las píldoras anticonceptivas; los hornos de microondas; los derechos civiles, los derechos de las mujeres, los derechos de los homosexuales y los movimientos ecologistas; las autopistas y el sistema de carreteras interestatal; el rock and roll; los láser; los discos compactos; las misas en lengua vernácula y no en latín; los ordenadores, la pornografía legal; el correo electrónico; la bomba de hidrógeno; los trasplantes de órganos e Internet. La lista es breve y está lejos de ser exhaustiva.
No es extraño, pues, que cada cierto tiempo sintamos la tentación de detenernos y preguntarnos: ¿qué diablos estoy haciendo aquí? A lo largo de casi toda la historia humana, la gente moría en un mundo muy parecido a aquel en el que había nacido. Había cambios, pero éstos eran progresivos, lentísimos. Los artistas medievales vestían a los soldados romanos que rodeaban a Jesús crucificado con las armaduras de su época y no veían nada incongruente en ello. Que los estilos y las técnicas de ese tipo de cosas hubieran cambiado en el tiempo no entraba en su horizonte mental.
Sólo en los últimos doscientos años el cambio se ha acelerado tanto como para hacerse visible en el transcurso de una generación. No es casualidad que la ficción histórica —la ficción que resalta las diferencias entre el pasado y el presente— surgiera casi al mismo tiempo que la revolución industrial remontó el vuelo. La suave continuidad entre pasado y presente se había roto; el pasado se convirtió en un país separado, interesante precisamente por eso.
Tampoco me parece casualidad que la fantasía haya adquirido tanta popularidad en una época de cambios sin precedentes. Ofrece al lector un atisbo de un mundo en el que perviven las verdades subyacentes a la sociedad, en el que los valores morales son fuertes (y, volviendo directamente a Tolkien, quienes niegan las bases morales de su obra cierran los ojos a una parte considerable del mundo que él construyó), en el que la elección entre el Bien y el Mal es más sencilla que en el mundo real, y en el que el Bien tiene esperanzas de salir vencedor al final. Es un ancla en un mar embravecido. A veces puede ser una muleta.
A pocos de nosotros, creo —¡espero!—, nos gustaría vivir permanentemente en un mundo así. Pero, sobre todo cuando está presentado de un modo tan magnífico como el de Tolkien, es un lugar fantástico para visitar. Podemos disfrutar de las intrincadas aventuras por sí mismas, y por el respiro que nos permiten ante las complicaciones y frustraciones de la vida mundana. Y, tal vez, aun después de dejar los libros a un lado, nos hallemos un poco más dispuestos a enfrentarnos con buen ánimo al mundo en el que vivimos. ¿Qué más se le puede pedir a una obra que es fruto de la imaginación?