NUESTRO ABUELO:
REFLEXIONES SOBRE J.R.R. TOLKIEN
RAYMOND E. FEIST
Si se ha leído alguna novela fantástica de alguien que no sea J.R.R. Tolkien, hay muchas posibilidades de que al menos en una reseña hayan comparado a su autor con Tolkien. Si no es que la comparación aparece en una nota de la sobrecubierta, escrita por alguien del departamento de publicidad de la editorial. Es un hecho del mundo editorial y nada tiene que ver con el estilo, las ambiciones o los deseos del autor en cuestión. A todo el mundo se lo compara con Tolkien.
Es frecuente que a los críticos les guste emplear una piedra de toque conocida para informar a sus lectores de la naturaleza del libro que se reseña. No es raro leer alguna de ellas en la que un libro de misterio es comparado con una obra de Raymond Chandler, o un western con la obra de Louis L’Amour. A mí los críticos me han acusado de ser «demasiado parecido a Tolkien» y de «no ser lo bastante parecido a Tolkien». No estoy exagerando; lo cómico del asunto es que la editorial me pasó esas dos reseñas el mismo día.
Los escritores de notas caen con frecuencia en la trampa de utilizar diferentes variantes de «ningún escritor desde J.R.R. Tolkien…». Es fácil y permite que el lector potencial del libro se haga una idea de lo que puede esperar: magia, proezas, grandes aventuras, etc.
¿Por qué esta comparación constante con J.R.R. Tolkien? ¿Por qué es la piedra de toque frente a la cual debemos demostrar nuestra valía todos los que trabajamos en el género de la literatura fantástica? La razón es simplemente que muchos consideran que es nuestro padre.
Yo no estoy de acuerdo. Desde mi punto de vista, Fritz Leiber fue mi padre espiritual, junto con el resto de los escritores que influyeron en mi infancia: sir Walter Scott, Robert Louis Stevenson, Rafael Sabatini, Anthony Hope, Samuel Shellabarger, Mary Renault, Thomas Costain y algunos más. Para otros escritores de libros fantásticos, fueron H. P. Lovecraft, Edgar Rice Burroughs, Robert E. Howard, A. Merritt o H. Rider Haggard; no obstante, no hay duda de que Tolkien fue nuestro abuelo. Es posible que mi opinión no encuentre muchos adeptos, pero lo cierto es que siempre soy una minoría de uno en cualquier cosa. Sin embargo, permitidme que os exponga mis razones y os explique por qué pienso que, a la larga, considerarlo nuestro abuelo espiritual es mucho más respetuoso con los autores actuales.
Cuando era niño, mis gustos literarios se limitaban a lo que entonces se conocía como «libros de aventuras para chicos», una curiosa variante de las novelas clásicas del siglo XIX. Me recuerdo acurrucado bajo las sábanas con una linterna cuando supuestamente estaba durmiendo, o escondiendo un ejemplar manoseado de alguna vieja novela en el cuaderno del colegio y fingiendo que estudiaba. El profesor hablaba sin parar mientras yo leía Capitán Blood, de Sabatini, o El castillo peligroso, de Scott. Recuerdo haber devorado toda la saga de Calzas de Cuero de James Fenimore Cooper, y esa experiencia me acompañó tanto tiempo que cuando el editor me pidió una rúbrica para mi primera trilogía le propuse Saga de Riftwar. Es probable que mis hijos no lleguen a entender nunca el placer que me procuraban esos libros. Si leyeran cualquiera de ellos, lo más seguro es que les parecería «curioso».
El realismo moderno de principios del siglo XX marcó el comienzo del declive de este delicioso género. El cine y la televisión acabaron con él.
Cooper podía pasarse diez páginas describiendo una cabaña de troncos de una habitación, porque sus lectores contemporáneos querían detalles. Vivían en sus casas de Boston y Londres y no habían visto nunca una cupana o una casa flotante. La imagen que más los acercaba a un nativo indígena era la del indio que estaba en la puerta del estanco del barrio. La riqueza de las imágenes era imprescindible para el éxito. Los lectores actuales han visto las reposiciones de películas y series sobre Davy Crockett y Daniel Boone, y no tienen necesidad de ese tipo de descripciones detalladas y lentas. Quieren acción y diálogo, y lo quieren ya.
A medida que fui creciendo —me niego a afirmar que fui madurando—, descubrí la literatura de aventuras «clásica» —Twain, Cooper, Scott— y luego a los escritores de «aventuras para chicos». Más tarde tropecé con la ciencia ficción, luego con la literatura fantástica, y las adopté como herederas lógicas de un género que todavía echo de menos. Incluso recuerdo mi introducción a la ciencia ficción y la literatura fantástica.
En el octavo curso debía escribir una reseña literaria de una novela elegida de una lista aprobada, libros que unos generosos editores ponían a disposición de mi escuela a través de una publicación escolar llamada My Weekly Reader. La lista era corta y tenía un par de títulos de Hardy Boys y Nancy Drew, además de algún otro nombre igualmente sospechoso; pero uno de los títulos atrajo mi atención: El ciclo de fuego, de Hal Clement. Lo único que recuerdo de la nota de la sobrecubierta es la palabra «aventura», y creo que también aparecían «alienígena» y «espacio». Así que lo pedí, y el libro llegó unas dos semanas después.
Me quedé enganchado. La ciencia ficción era exactamente el tipo de aventuras que yo necesitaba; además me proporcionaba una sensibilidad más moderna en cuanto a la ética y la moralidad. Los personajes no eran tan nobles como en Ivanhoe, ni el bien y el mal estaban tan invariablemente bien definidos. Pero, en fin, había mucha acción y un montón de cosas divertidas que incluían espías, batallas en el espacio y grandes imperios. E. E. Doc Smith era un buen sustituto de sir Walter Scott o de Robert Louis Stevenson, en mi infantil opinión. Y cuando llegué a Robert A. Heinlein e Isaac Asimov me habían dejado de interesar los caballeros de brillante armadura y los piratas del Caribe.
Descubrí a Tolkien en torno a 1966. Un amigo me prestó un ejemplar de La Comunidad del Anillo. Al principio no me impresionó. Las referencias a El Hobbit y la lentitud del ritmo del primer capítulo estuvieron a punto de hacerme desistir. Pero la narración tenía su encanto; y aunque no sabía quién era Bilbo ni Gandalf, estaba dispuesto a seguir para saber qué sería de ellos. Al cabo de un rato descubrí un maravilloso estilo narrativo del siglo XIX, y mucho más tarde se me ocurrió que quizá J.R.R. Tolkien también había leído novelas de «aventuras para chicos» cuando era joven. Su elección del estilo y el ritmo era como si un viejo tío muy querido me estuviera leyendo una historia maravillosa de caballeros y empresas románticas.
Sólo que los caballeros no eran campeones de la corte del rey Arturo; eran unos interesantes personajillos llamados hobbits, y su papel en la destrucción del Anillo Único no era exactamente como el de Parsifal en el Santo Grial.
Cuando la Comunidad se rompió, dejé el primer libro y dije: «¿Qué ocurre después?».
Fui a la librería de segunda mano a la que solía ir y allí encontré el segundo tomo, Las Dos Torres. Además, hallé El Retorno del Rey y decidí comprarlo también, porque me imaginaba que probablemente querría terminar toda la historia.
Un día o dos después había descuidado mis estudios y el resto de mis obligaciones para leer los dos últimos tomos. Luego regresé a la librería y compré El Hobbit. La historia no me pareció tan profunda o magnífica como la de El Señor de los Anillos pero era divertida.
Así que volví a la librería y pregunté qué más había escrito Tolkien.
La respuesta fue «Nada». Ahora sé que había obras eruditas y poesía, pero aquélla era una librería de segunda mano estadounidense, no lo olvidéis. Entonces pregunté por otras obras parecidas a las de Tolkien.
Y así es como conocí a Robert E. Howard, a A. Merritt, a H. Rider Haggard y a Fritz Leiber. Me enganché a la literatura fantástica tanto como lo había estado a la ciencia ficción.
¿Qué es lo que me enganchó de El Señor de los Anillos? Lo principal fue un motivo clásico: que el desvalido y diminuto Frodo fuera el único que siguiera adelante tras la disolución de la Comunidad. Él, junto con Sam, Meriadoc y Pippin, estuvieron dispuestos a enfrentarse a dificultades que los personajes más fuertes, más «clásicos», no quisieron afrontar: las obvias maldades de Sauron, la ambición retorcida de Saruman, el trágico Gollum y la insidiosa codicia de poder del propio Anillo Único.
Se trataba de un argumento clásico. Lo tenemos en El crepúsculo de los Dioses de Wagner y en Beowulf. Es de una heroicidad similar a la de los relatos artúricos de Malory y Tennyson o los textos del Mabinogion, pero con un tinte decididamente moderno.
Frodo no coincide con la imagen que solemos tener del «héroe». Lancelot y Orlando le harían mucha sombra. Es amable, como todos los de su raza; le gustan la comida, la bebida y la comodidad. En muchos aspectos, representa a los probables lectores de Tolkien, pertenecientes a las seguras, bien educadas y satisfechas clases alta y media-alta de la Inglaterra inmediatamente anterior a la segunda guerra mundial.
Mucho se han estudiado los aspectos aleccionadores de El Señor de los Anillos como metáfora de los sufrimientos de Gran Bretaña antes y durante la segunda guerra mundial. Es algo que se repite una y otra vez porque Frodo, el «hombre corriente» de la saga, se enfrenta al mal creciente poniendo su propia alma en peligro. Él y sus compañeros regresan a casa como héroes después de la destrucción del Anillo Único, y ese heroísmo y sus consecuencias se demuestran en la limpieza de la Comarca; no tenemos aquí unos hombrecillos tímidos, sino unos veteranos endurecidos por la lucha que se hacen cargo de las cosas y liberan sus hogares de los tiranos nativos que han venido para atormentar a sus familias mientras los héroes salvaban el mundo.
Era una historia deliciosa y llena de fuerza, una historia que exigía una relectura de vez en cuando.
¿Y cómo me afectó en mi condición de escritor?
Ante todo, indirectamente. El mundo de Midkemia, en el que se sitúa la mayor parte de mi obra, es un mundo lúdico, es decir, un mundo creado por mis amigos de la universidad para ambientar nuestra variante personal de Dungeons & Dragons. Como tal, tiene mucho «material tolkieniano». Los orcos, por ejemplo, junto con los balrogs, por mencionar dos robos evidentes. En los libros que ambienté en Midkemia omití la mayor parte de las criaturas que tenían su origen en Tolkien, pero la influencia, el «aroma», persiste.
En Midkemia hay elfos y enanos, como en la Tierra Media, pero con mi propio sesgo peculiar. Mis razas élficas son un poco más carnales, menos místicas que las de Tolkien, y mis enanos se parecen mucho más a los duros mineros del carbón escoceses que se instalaron en el oeste de Pennsylvania que a los enanos de la Tierra Media. Escogí unas variantes de sus prototipos menos míticas, más reconociblemente humanas, y estoy satisfecho con mi decisión, aunque tomé nombres directamente del léxico de la lengua de los elfos de Tolkien que aparece en El Silmarillion. Los elfos de la luz son eledhel, los elfos oscuros son moredhel, por citar dos préstamos. Fue una manera de «quitarme el sombrero» ante el gran y viejo maestro.
Para mí, como escritor en activo, la mayor influencia de J.R.R. Tolkien en mi obra fue su impacto en la industria editorial. Él es el origen de toda la riqueza de la que proviene toda mi recompensa.
Antes de Tolkien no había bestsellers internacionales escritos por autores fantásticos, al menos no en el sentido que damos al término «bestseller» en la actualidad.
El éxito de El Señor de los Anillos empezó lentamente y alcanzó su punto álgido a finales de la década de los sesenta y a principios de los setenta. Mirando atrás, ahora se lo puede contemplar como un «acontecimiento» monolítico, condensado en el tiempo y marcado por la publicación de El Silmarillion. Si la memoria no me falla, la brillante promoción de la editorial Random House/Del Rey en la época creó una demanda de una «primera edición» norteamericana que llevó a hacer una edición de alrededor de un millón de ejemplares sólo en Estados Unidos.
A mediados de los años setenta, eso era una hazaña editorial. Fue seguida de calendarios, libros de ilustraciones, otros artículos de merchandising, un especial televisivo, películas y todo lo demás. La industria derivada de la Tierra Media tiene hoy en día las proporciones de la de La Guerra de las Galaxias. No siempre fue así.
Lo que recuerdo de El Señor de los Anillos a finales de la década de los sesenta es un crecimiento lento, boca a boca, sobre todo en los campus universitarios. Durante un tiempo el hecho de haber leído la trilogía era casi un signo de ser hippy, porque no eran libros de lectura común.
Eran, por decirlo en una palabra, «guays».
Pero en la actualidad mi éxito se debe en gran parte al deseo de universitarios dispersos, hippies y aficionados a la literatura que querían leer algo que fuera «guay». Poder ir a esa fiesta a la que no asistirían deportistas y miembros de comunas, y hablar de esa historia tan «guay», El Señor de los Anillos.
Más que las obras de los autores que he mencionado antes, la historia de Frodo y sus compañeros, brillantemente ejecutada por J.R.R. Tolkien, despertó un apetito por la literatura fantástica que permitió que muchos escritores fueran «descubiertos» por los lectores que en un principio los habían pasado por alto.
Lin Carter había editado una serie para Random House con el sello de Ballantine Adult Fantasy, con obras de James Branch Cabell y Lord Dunsany, entre otros, y de repente empezaron a volar de las librerías de segunda mano, devoradas ansiosamente por los nuevos adeptos a la literatura fantástica. Los grandes escritores de la versión «mala» de esta literatura, A. Merritt, H. Rider Haggard, George Sylvester Viereck y Paul Eldridge, Robert E. Howard, así como los libros del Profesor Challenger de Arthur Conan Doyle y las obras de Edgar Rice Burroughs no relacionadas con Tarzán, fueron adoptados décadas después de su publicación gracias a la sed de fantasía creada por J.R.R. Tolkien.
De esos escritores, Robert E. Howard disfrutó de un renacimiento que terminó por sobrepasar su modesto éxito original en múltiples aspectos: sus libros de Conan hallaron nuevos lectores; otras obras que continuaban sus historias surgieron de por lo menos un par de talentos como L. Sprague De Camp y Robert Jordán, y creó su propia comercialización paralela, incluyendo dos películas y una serie de televisión. Y mi héroe personal, Fritz Leiber, halló nuevos lectores para sus relatos de Fafhrd y Gray Mouser.
Pero las historias de civilizaciones perdidas, antiguos dioses y bárbaros errantes carecían de la grandeza y de la base mítica de Tolkien. Es cierto que los relatos de los Antiguos de H. P. Lovecraft trataban de seres malignos de siglos de antigüedad, que acechaban bajo la superficie de nuestro mundo cotidiano, pero los conflictos se daban siempre a escala personal, una pobre alma a la que las circunstancias llevaban a enfrentarse a horrores inimaginables. Y nunca había victoria, sólo supervivencia tras la confrontación.
H. Rider Haggard y A. Merritt escribieron sobre grandes civilizaciones, pero siempre eran civilizaciones desaparecidas, descubiertas siglos después por personajes contemporáneos de principios del siglo XX que se enfrentaban a males intemporales, diosas inmortales o espíritus que poseían a sus compañeros exploradores.
Sólo Burroughs logró acercarse con sus historias de John Carter, pero ni siquiera el heroico ex oficial de la Confederación que viajaba a Marte, con sus marcianos de más de dos metros de altura y seis brazos y sus exóticas princesas, tenía la misma categoría que Tolkien. Ésta también era la versión «mala».
Tolkien ocupa la cúspide de la pirámide editorial en el género de literatura fantástica. Tenía contemporáneos de valía —E. R. Eddison, T. H. White y C. S. Lewis— pero, de alguna manera, Tolkien había dado en el clavo con su mezcla de tradición, historia antigua y personajes.
En su Tercera Edad, en su «mito para Inglaterra», resonaban los ecos de una antigua majestad. Tolkien, ese hombre extraño, un místico cristiano británico, tenía creencias personales que influyeron claramente en su cosmología, la idea del bien y el mal absolutos, el conflicto intemporal y las tentaciones de poderes oscuros que acechaban incluso a los más puros e inocentes. Sin embargo, era evidente que al final el bien obtendría la victoria.
Los escritores de mala literatura fantástica de los años veinte y treinta hablaban de hombres modernos que tropezaban con antiguos peligros y horrores, exploraban tumbas perdidas en el corazón de antiguas selvas o enterradas bajo las arenas movedizas de desiertos remotos, pero Tolkien cambió ese paradigma. Creó un mundo extraño y familiar al mismo tiempo. La Comarca era el «hogar». No importaba que el lector viviera lejos de las verdes praderas de los condados del oeste de Inglaterra o nunca hubiera contemplado la puesta de sol desde las orillas del Támesis: la Comarca era su hogar.
Frodo y los hobbits eran «personas comunes», simples, graciosas, pacíficas y humildes. Eran arquetipos que rozaban estereotipos: Frodo el Héroe Valeroso, Sam el Bueno y el Fiel, Gandalf la eminencia que no podía ser más gris, Merry y Pippin, un par de oportunos compañeros tan sanos como los que se podrían encontrar en el Beau Geste de Percival C. Wren o Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, ignorantes de los motivos por los que forman parte del drama pero dispuestos a dejar a un lado su seguridad personal en aras de la amistad. Eran dos de mis personajes favoritos de la serie, dos jóvenes inexpertos que hallaron fuerza y determinación en la adversidad y se convirtieron en héroes.
Tom Bombadil, los Ents, los Nazgûl, el Balrog y los Elfos eran las entidades imaginarias de la estructura de ese universo que aportaban un elemento sobrenatural en una historia ya llena de fantasía. Incluso los personajes humanos se crearon algo ajenos, para que los hobbits resultaran más familiares al lector.
Todo está ahí, heroísmo y humildad, miedo y victoria, un misterioso rey que regresa para gobernar con sabiduría y generosidad, una princesa destinada a luchar junto a su prometido; todo proviene directamente de Richard Wagner.
Esta maravillosa historia despertó en los lectores de obras futuras un apetito de proporciones verdaderamente épicas. A pesar de estar demasiado utilizado en las notas editoriales, en este contexto es correcto emplear el término «épica», porque la historia de El Señor de los Anillos produce profundos cambios en una cultura o sociedad. Los hobbits nunca volverán a ser los mismos y podemos ver vislumbres de la llegada de la Cuarta Edad, la que supuestamente Tolkien consideraba la nuestra.
Mi obra se centra más en los personajes, con «actores» contemporáneos disfrazados. Pero el trasfondo de la cosmología de mi universo, la lucha titánica entre antiguos dioses, es una historia pasada tan larga como la de Tolkien. Subyace en todos los libros que escribo, a veces como parte fundamental del relato, otras como un eco distante, pero siempre está allí.
Ese deseo de lo wagneriano, la gran ópera, en oposición al gran guiñol de Robert E. Howard y H. P. Lovecraft, fue el legado más tangible que he heredado de Tolkien como escritor. Dejaré que la posteridad decida si he superado la prueba.
En cualquier caso, no importa cómo lleguemos allí, todos tenemos la obligación de admitir que, aunque es posible que Tolkien no fuera el «padre» de la fantasía heroica moderna, sí fue el abuelo, y como tal su influencia directa en el estilo, el número de lectores y el mercado fue en muchos aspectos más importante para mi carrera que lo que otros escritores hayan podido influir directamente en lo que escribo. En mi humilde opinión, por supuesto.
Así, aunque señalaré a los otros como «padres» espirituales, especialmente a Fritz, me quitaré el sombrero una vez más ante J.R.R. Tolkien por ser nuestro abuelo espiritual colectivo.
Gracias, abuelo. No podría haberlo hecho sin ti.