Dolor de Joaquín y de Ana
II 1. Y sucedió que, un día de fiesta, Joaquín se encontraba entre los que tributaban incienso y otras ofrendas al Señor, y él preparaba las suyas. Y, acercándose un escriba del templo llamado Rubén, le dijo: No puedes continuar entre los que hacen sacrificios a Dios, porque éste no te ha bendecido, al no otorgarte una posteridad en Israel. Y, habiendo sufrido esta afrenta en presencia del pueblo, Joaquín abandonó, llorando, el templo del Señor, y no volvió a su casa, sino que marchó adonde estaban sus rebaños, y llevó consigo a sus pastores a las montañas de una comarca lejana, y, durante cinco meses, su esposa Ana no tuvo ninguna noticia suya.
2. Y la triste lloraba, diciendo: Señor, Dios muy fuerte y muy poderoso de Israel, después de haberme negado hijos, ¿por qué me arrebatas también a mi esposo? He aquí que han pasado cinco meses, y no lo veo. Y no sé si está muerto, para siquiera darle sepultura. Y, mientras lloraba abundantemente en el jardín de su casa, y levantaba en su plegaria los ojos al Señor, vio un nido de gorriones en un laurel, y, entreverando sus palabras de gemidos, se dirigió a Dios, y le dijo: Señor, Dios omnipotente, que has concedido posteridad a todas las criaturas, a los animales salvajes, a las bestias de carga, a las serpientes, a los peces, a los pájaros, y que has hecho que todos se regocijen de su progenitura, ¿por qué has excluido a mí sola de los favores de tu bondad? Bien sabes, Señor, que, desde el comienzo de mi matrimonio, hice voto de que, si me dabas un hijo o una hija, te lo ofrecería en tu santo templo.
3. Y, a punto de terminar su clamor dolorido, he aquí que de súbito apareció ante ella un ángel del Señor, diciéndole: No temas, Ana, porque en el designio de Dios está que salga de ti un vástago, el cual será objeto de la admiración de todos los siglos hasta el fin del mundo. Y, no bien pronunció estas palabras, desapareció de delante de sus ojos. Y ella, temblorosa y llena de pavor, por haber tenido semejante visión, y por haber oído semejante lenguaje, se echó en el lecho como muerta, y todo el día y toda la noche permaneció en oración continua y en terror extremo.
4. Al fin, llamó a su sierva, y le dijo: ¿Cómo, viéndome desolada por mi viudez y abatida por la angustia, no has venido a asistirme? Y la sierva le respondió, murmurando: Si Dios ha cerrado tu matriz, y te ha alejado de tu marido, ¿qué puedo hacer por ti yo? Y, al oír esto, Ana lloraba más aún.