Estancamiento indrustrial e intervencionismo económico durante el primer franquismo (José Luis García Delgado)

JOSÉ LUIS GARCÍA DELGADO

ESTANCAMIENTO INDUSTRIAL

E INTERVENCIONISMO ECONÓMICO

DURANTE EL PRIMER FRANQUISMO

INTRODUCCIÓN

Tanto el debate económico actual —centrado, una vez más y con renovada intensidad, en el coste del intervencionismo y de la protección—, como los más recientes avances en el estudio de la economía española del siglo XX y, en particular, de su evolución durante el franquismo, suscitan el interés por las características y los resultados de la política económica de los años cuarenta; esto es, el período de la industrialización española que mejor revela —dígase sin dilación— las penosas limitaciones de un intervencionismo económico exacerbado, expresión final del introvertido nacionalismo económico español del medio siglo precedente, síntesis última de autarquía y máxima extensión de las facultades estatales de ordenación y regulación de la economía. Recuperado interés al que tratan de corresponder estas páginas, que amplían y matizan lo ya adelantado en otras ocasiones[1].

No estará de más, en cualquier caso, una primera precisión acerca de los límites temporales de lo que denominamos, «primer franquismo».

Es hasta cierto punto un lugar común dividir la evolución de la economía española durante todo ese régimen en dos grandes mitades (autarquía primero, apertura económica después), situando el gozne de enlace en el plan de estabilización y liberalización de 1959, punto nodal éste hasta el que se hace durar, consecuentemente, la primera parte del franquismo en términos de política económica. Pero no es difícil afinar más, sin negar que esa simple y en buena medida simétrica división tiene la virtualidad de realzar la indudable bipolaridad que a grandes rasgos presenta la economía española entre 1939 y 1975.

En efecto, la mera observación de los principales indicadores y hechos económicos sobresalientes revela que deben cuando menos distinguirse tres etapas: la primera es la que, tras el prólogo sangriento de la guerra civil, se extiende desde 1939 hasta el final del decenio de 1940; la segunda se inicia con los años cincuenta y llega hasta el decisivo verano de 1959; y la tercera, la de los años sesenta, se prolongará hasta finales de 1973, cuando la muerte de Carrero Blanco —tal vez el momento a partir del cual, y al margen de la evolución de cualesquiera macromagnitudes, la suerte del régimen franquista para sus propios valedores es ya una derrota aceptada— se combina con los primeros impactos de la crisis económica del último largo decenio. (De hecho, 1974 y 1975, con el debilitamiento físico, primero, y la atroz agonía, después, del dictador superpuestos a la crisis del propio régimen, no hacen sino abrir el período de la economía española que presencia, en la escena política, la transición a la democracia).

Triple distinción que refleja con mayor nitidez las cambiantes tonalidades de la política económica franquista y que capta también con mayor tersura los muy diferentes resultados que se consiguen en unos y otros momentos. En particular, la singularización de los años cincuenta permite realzar no sólo el cambio que en la orientación predominante de la economía española se introduce entonces —de forma expresa desde las primeras declaraciones del nuevo gobierno formado a mediados de 1951—, en el sentido de abandonar paulatinamente las pretensiones autárquicas y de disminuir gradualmente los dispositivos interventores, sino también el muy distinto pulso de la actividad productiva. De forma que es todo el decenio de 1950 —y no sólo su último eslabón, 1959, por importante y crucial que éste sea—, con su entrecortado avance hacia la liberalización, con su mantenida tensión entre medidas a favor y en contra de la apertura económica, lo que constituye una bisagra, una alargada bisagra entre los a su vez extensos extremos de la trayectoria de la economía española durante el régimen anterior.

Se entiende aquí como «primer franquismo», pues, la etapa de los años cuarenta, que, no obstante admitir ciertas subdistinciones —bien diferenciando los dos quinquenios separados por la terminación de la segunda guerra mundial, bien desglosando del conjunto decenal un tramo inicial, hasta 1942, de establecimiento de las bases legales e institucionales de la economía del «nuevo Estado»[2]—, presenta frente a las etapas siguientes del propio régimen dictatorial un doble rasgo distintivo: el nulo o muy corto crecimiento industrial y la extraordinaria intensidad del intervencionismo económico en el marco de un aislamiento económico y político sin precedentes. A glosar algunos aspectos de uno y otro enunciado se dedican precisamente los dos epígrafes siguientes.

«LA NOCHE» DE LA INDUSTRIALIZACIÓN ESPAÑOLA

El todavía reciente trabajo de Albert Carreras construyendo un índice de la producción industrial española (IPI) desde 1842 a 1981[3], junto a la estimación que él mismo ha efectuado del gasto nacional bruto y de sus componentes para el período 1849-1958[4], permiten precisar los ritmos de crecimiento económico en diversas etapas de la España contemporánea; en particular, y toda vez que aquel índice rectifica ampliamente los cálculos oficiales del Consejo de Economía Nacional y del Instituto Nacional de Estadística, que habitualmente han servido para cifrar la evolución económica del período aquí estudiado, la investigación de Carreras obliga a una valoración más ajustada de la política económica del primer franquismo en el sector industrial.

Efectivamente, el nuevo y más completo índice de la producción industrial española expresa, sin asomo de duda, un sostenido estancamiento económico durante el decenio de 1940, dejando al descubierto de paso (véase el cuadro 1[c1]) el sesgo «optimista» muy acusado de las mediciones oficiales[5]. Los datos son, en verdad, escalofriantes. A los resultados ya negativos que arroja el primer quinquenio de los años treinta en España —aunque, debe subrayarse, sólo moderadamente negativos, tanto en términos absolutos como en términos comparados, lo que no habla mal de la capacidad de la economía española durante la segunda República para asimilar el impacto de la crisis internacional, con profundos cambios en los precios relativos y en la estructura interindustrial, y para hacer frente a las dificultades y tensiones que provoca, simultáneamente, el cambio de régimen político—; a esa evolución negativa del quinquenio 1931-1935, repetimos, se suma la prolongada depresión de los tres lustros siguientes, desde 1936 hasta el final del decenio de 1940. En concreto, el estancamiento posbélico que conoce la economía española en los años cuarenta no tendrá parangón en la historia contemporánea de Europa[6], donde el período de reconstrucción, a partir de devastaciones y daños mayores causados por la guerra[7], es mucho más rápido, sobre todo desde 1948, con la puesta en marcha del plan Marshall. En España, tanto la primera como la segunda mitad de los años cuarenta arrojan resultados muy pobres. De 1941 a 1945 el promedio quinquenal de la tasa de crecimiento del IPI es negativo, del —0,8 por 100 en comparación con la tasa promedio de los primeros años treinta (pues no se dispone de datos fiables para el período 1936-1940). Y en la segunda mitad del decenio de 1940, cuando la retirada de embajadores renueve las pretensiones aislacionistas de la política económica del régimen de Franco, aunque la tasa de crecimiento del IPI ya registre valores positivos, lo más destacable es la cuantía mucho menor de éstos en comparación con los de la inmensa mayoría de los países europeos, incluidos los mediterráneos (véase el cuadro 2[c2]). Así, mientras Italia, Grecia y Yugoslavia duplican o casi duplican sus respectivos índices de producción industrial entre el final de 1946 y el de 1950 (Italia lo multiplica por 1,7, Grecia por 2 y Yugoslavia por 2,1), España apenas consigue multiplicarlo por 1,1. De forma que, considerados en conjunto los 15 años que van de 1936 a 1930, ambos incluidos, «no se trata de un estancamiento, sino de una verdadera depresión»[8]; y no sólo en términos de producción industrial sino también en términos de renta real por habitante, pudiéndose subrayar el hecho de que en los últimos 150 años, los decenios de 1930 y 1940 «constituyen la única fase en que se produjo un retroceso de los niveles de bienestar de la población a largo plazo»[9].

El significado último en cuanto a ritmo de crecimiento económico que ofrece la primera etapa del franquismo tiene, en consecuencia, una doble dimensión. Por una parte, supone el final del proceso de crecimiento moderado pero mantenido que se prolonga en España durante el último tercio del XIX y el primero del XX; expansión lenta pero tenaz —por encima de determinadas fluctuaciones a corto plazo— que sobre todo desde el inicio del novecientos implica ya notorios cambios estructurales (demográficos, productivos e institucionales)[10]. Por otra parte, la segunda consecuencia es el ensanchamiento de la brecha que separa la trayectoria de España respecto a la de otros países europeos; una diferencia que, en ritmos de crecimiento y de producto real por habitante, se amplía enormemente durante esos años, tras una larga serie histórica de avances y retrocesos, de aproximaciones y distanciamientos. Como concluye Carreras, «el período 1935-1950 resulta ser el único que puede explicar satisfactoriamente el atraso industrial de España», al menos en los tramos más recientes de la historia económica: es ahí, en suma, donde cabe situar «la noche de la industrialización española»[11]. Como es ahí donde se encuentra el pasaje más sombrío de nuestra historia social contemporánea, con la cruenta eliminación de los partidos políticos y organizaciones de clase —la suma de la represión y de la lucha por la supervivencia acalló la protesta[12]—, con rígida disciplina laboral —la huelga «es un delito», dijo en alguna ocasión el propio jefe de Estado, y como tal fue tratada hasta el final de su mandato[13]— y con drástica fijación de salarios en una situación que registra simultáneamente fuertes tensiones alcistas en los precios —«la inflación incontrolada combinada con los salarios controlados»[14]—. Y ahí donde se escribe, asimismo, el más infecundo capítulo de la historia intelectual y cívica española del siglo XX, con cercenamiento de las libertades individuales y con la pérdida, en unos casos, y marginación, en otros, de un capital humano irrecuperable. El fracaso económico —«un fracaso sin paliativos»[15]— corrió entonces paralelo a la postración cultural y a la regresión política y social[16].

De hecho, y volviendo otra vez al nuevo índice de la producción industrial disponible, habrá que esperar a 1950 para que su nivel sobrepase holgada e irreversiblemente el alcanzado en la preguerra, abriéndose a partir de entonces, y al compás del escalonado final del aislamiento y de las más rígidas prácticas intervencionistas, una etapa de recuperación: la de los años cincuenta[17], durante la que casi se dobla el valor de aquel indicador (entre 1950 y 1958 se multiplica por 1,9, un avance semejante al de Italia, Grecia y Yugoslavia en el mismo período) y durante la que, ahora sí, la política de sustitución de importaciones consigue objetivos apreciables, como ya señalara Donges[18]. No es ocioso, en todo caso, recordar las líneas con que Carreras sintetiza esta última cuestión que ha suscitado posiciones encontradas: «la mayor parte de la información estadística utilizada en los índices oficiales para el período 1940-1960 se refiere a las industrias productoras de bienes intermedios y de energía eléctrica, y no a las productoras de bienes de consumo final ni a las de bienes de equipo. Como los principales esfuerzos en materia de política industrial se dirigieron hacia los primeros sectores, la valoración del período ha podido distorsionarse en algunas ocasiones, exagerando la magnitud de los avances conseguidos, lo que equivale a la aceptación de las tasas de crecimiento del producto industrial implícitas en los índices oficiales. La consideración más atenta de las industrias manufactureras, vinculadas, por una parte, a los niveles interiores de consumo —que se hundieron entre 1935 y 1940 y luego permanecieron estancados durante una década— y, por otra, a los niveles de la formación interior bruta de capital fijo, que no se hundieron pero sí permanecieron básicamente estancados, modifica radicalmente esta imagen. No hay que olvidar, finalmente, que la industrialización sustantiva de importaciones, con todas sus limitaciones y sus virtualidades, no fue característica de la primera década de la posguerra, sino de la segunda»[19].

LA POLÍTICA INDUSTRIAL INTERVENCIONISTA

Tan desolador balance de los años cuarenta, detrás del que hay que ver el marcado retroceso del consumo privado[20] y, durante una buena parte de la década, el sacrificio de las escasas posibilidades de reequipamiento e importaciones energéticas e industriales a las exigencias del abastecimiento de productos alimenticios de primera necesidad[21], no es ajeno, desde luego, a los efectos negativos de un intervencionismo económico extremado al servicio de la opción aislacionista del régimen y de la política autárquica del primer franquismo. A su caracterización, ya se anticipó, se dedica este epígrafe dada la relevancia que muchas de las medidas intervencionistas entonces adoptadas van a tener como consumación de tendencias anteriores, de un lado, y, de otro, como origen de no pocas malformaciones, difícilmente extirpables, de la actuación del Estado en la economía española y de las pautas de comportamiento de los agentes sociales en los decenios siguientes.

Cuatro son las notas más llamativas de la política intervencionista del período aludido, particularmente en el terreno industrial.

1) En contra de muchas declaraciones retóricas de los portavoces del «Nuevo Estado», es un intervencionismo, por lo que se refiere a instrumentos utilizados, muy poco original en relación a las prácticas que la orientación nacionalista de la política económica española ha ido ensayando desde comienzos de siglo. Las novedades son muy escasas: con unos y otros retoques, las disposiciones fundamentales de la inmediata posguerra enlazan con normas precedentes que jalonan el itinerario seguido por la industrialización española. Así, las originarias medidas de apoyo y estímulo a la producción nacional con objeto de conseguir la nacionalización de las materias primas y la sustitución de importaciones, constitutivas de la denominada política directa de fomento de la industria nacional del primer tercio del novecientos, con puntales principales en las leyes de 14 de febrero de 1907 y de 2 de marzo de 1917 y en el decreto-ley de 30 de abril de 1924, encuentran plena continuidad en la ley de 24 de octubre de 1939 sobre nuevas industrias de interés nacional y en la ley de 24 de noviembre de ese mismo año sobre ordenación y defensa de la industria. Y en cuanto a las limitaciones a la libertad de industria impuestas por los decretos de 20 de agosto de 1938 y 8 de septiembre de 1939, estableciendo expresamente un régimen generalizado de autorización previa para las iniciativas e inversiones industriales (régimen confirmado poco después por la ley ya citada de ordenación y defensa de la industria), el precedente es asimismo bien conocido: la real orden de 4 de noviembre de 1926 que crea el Comité Regulador de la Producción Industrial, determinándose que a partir de ese momento no podrá constituirse sociedad o negocio industrial alguno, ni se podrán ampliar o trasladar las instalaciones ya existentes, sin la debida autorización. El enlace, mimético en muchos puntos, de los resortes de la intervención del Estado franquista en la industria con el instrumental puesto a punto en períodos anteriores es, pues, un primer aspecto que no puede nunca dejar de destacarse, si bien la creación, sobre el modelo de IRI italiano, del Instituto Nacional de Industria por ley de 25 de septiembre de 1941[22], al definir e impulsar la participación directa del Estado como inversor y empresario en el proceso de industrialización, suponga, en la medida en que sobrepasa algunos ensayos previos puntuales, un paso cualitativo, con rasgos propios diferenciadores, en el largo trayecto recorrido por el nacionalismo económico y el intervencionismo en la España contemporánea. De ahí que sea más apropiado, al situarse en el plano doctrinal, hablar de «nacionalismo tradicionalizante» —como escribe Moya[23]— que de «nacionalismo fascistizante», como en tantas otras ocasiones se ha propuesto[24], para caracterizar la ideología inspiradora del intervencionismo del primer decenio franquista[25]; un nacionalismo tradicionalizante que se presenta, como ocurre también con la cobertura ideológica del régimen primorriverista[26], como sincretismo, como amalgama de diversas influencias doctrinales, que van desde el regeneracionismo —que es a su vez un auténtico amasijo— hasta el conservadurismo maurista, desde el nacionalismo económico de entreguerras hasta el fascismo, que tiene asimismo muy heterogéneas manifestaciones[27]. Carácter híbrido, en suma, que otorgará al régimen, por lo demás, una especial versatilidad para adaptar el lenguaje oficial a las diferentes situaciones por las que atraviese, y para asumir «políticas flagrantemente contradictorias entre sí», al menos en el ámbito económico[28]. En todo caso, lo que ahora interesa dejar anotado es que el intervencionismo practicado durante el período específico que se está considerando responde todavía en medida muy considerable al «paternalismo tradicional» del Estado español del que hablaba Madariaga[29], o a esa suerte de «patriarcalismo económico» al que se refiere Morodo en su estudio de los orígenes ideológicos del franquismo, donde destaca el papel de Acción Española durante los años treinta como aglutinante y vehículo de diversas influencias doctrinales[30]. Se trata, en otros términos, de una celosa política reglamentista al servicio de viejos objetivos proteccionistas, aunque con los aditamentos de ocasión consustanciales a la «adopción de un patrón autoritario y burocrático de asignación de recursos entre las diversas categorías y subcategorías del gasto nacional»[31].

2) En el exceso está precisamente su elemento más distintivo. Mucho más que el de Primo de Rivera, el intervencionismo de los dos primeros lustros del régimen franquista se distingue, en efecto, por su carácter extremoso. Si aquél representa —en palabras de Carr— «una exageración de la fe de los proteccionistas del siglo XIX en las virtudes del mercado nacional»[32], éste responde a la «exacerbación de la política de sustitución de importaciones»[33], con una desmesura que, aun conocidos «los límites a que puede llegarse en la extensión del sistema productivo en función de la dotación interna de factores y de la accesibilidad a tecnologías que necesariamente han de importarse», no vacila en el empleo del término «autarquía»[34]. De Autarquía «con mayúscula», como señaló Estapé[35], entendida como medio para alcanzar la independencia económica, pero también como sublimación del aislamiento político y de una «desconfianza casi alérgica hacia cualquier relación exterior»[36]. Énfasis retórico que se corresponde con el afán ordenancista de una administración que hereda «hábitos militares en la dirección de la economía»[37] y, también, por qué no, con los hábitos cuarteleros del propio Franco y de sus más estrechos colaboradores[38]. El «rasgo exclusivo» de la economía española en esos años —ha podido por eso escribirse— «no consistía en el racionamiento de los artículos que escaseaban, ni en el control de precios, sino en la torpeza del aparato que administraba los controles y en el hecho de considerar el dirigismo y la autarquía no como expediente temporal, sino como política correcta y permanente para un Estado imperial militar»[39]. De hecho, más que el de ninguna época anterior, el intervencionismo de los años cuarenta tiene no pocos elementos de una «economía de intendencia», con una especie de «autarquía cuartelera» como desiderátum[40]. Si España, en suma, «de 1936 a 1951 vive en una situación de economía de guerra»[41], no es sólo, desde luego, por obligaciones y condicionamientos no buscados.

3) El paralelismo con la dictadura de Primo de Rivera es muy acusado si se considera el efecto que la política intervencionista del primer franquismo tiene a favor de situaciones de monopolio en la industria española. Y no sólo porque en una y otra situación «la aplicación de la legislación de la libertad de industria favorezca a las empresas ya establecidas», dado que la necesidad de autorización previa, unida a la prolijidad de formalidades administrativas e instalaciones burocráticas, se convierte en una «barrera legal de entrada»[42], al dificultar la apertura de nuevas empresas y desalentar nuevas inversiones. También, y sobre todo, porque en uno y otro régimen se favorece la proliferación y el reforzamiento de prácticas monopolísticas al concederse a los grupos patronales una participación efectiva en las medidas de la política económica en materia de instalación industrial y de asignación de cupos de materias primas. Dicho engarce decisorio en los años veinte se materializa en la tupida red corporativa del régimen primorriverista; y en el primer franquismo lo aseguran las Comisiones Reguladoras de la Producción inicialmente (se crean en julio de 1938), y después una «cascada de artilugios burocráticos», que enlaza las decisiones gubernamentales con la «venta» de «pequeños favores» a escala provincial por parte de los organismos sindicales, a los que se les traspasa teóricamente las competencias de aquellas comisiones[43]. Y es fácil la eliminación de posibles competidores cuando son las propias empresas establecidas y los grupos empresariales más fuertes dentro de cada sector quienes informan las solicitudes de nuevas instalaciones y aconsejan la distribución de cupos de materias primas. Todo inclina a la creación de auténticos statu quo sectoriales. Todo invita, en suma, a marginar de las preocupaciones del empresario la reducción de costes. En un mercado radicalmente distorsionado por «la múltiple ortopedia de las prohibiciones, permisos y subvenciones», esto es, en la «economía discrecional y recomendada» del «intervencionismo arbitrista imperante» en los años cuarenta[44], la consecución de influencias políticas o administrativas deviene tarea prioritaria; y en un mercado reservado por «la práctica de un proteccionismo generalizado, guiado por la conservación garantizada de todo el tejido empresarial existente»[45], para incrementar los beneficios de una industria débil y en condiciones de monopolio, no se buscará tanto la reducción de costes como el aumento de los precios de una producción con destino preestablecido. Con el «rango legal» dado a «la oligopolización y al bajo nivel técnico existente» —en expresión de Palafox referida al régimen primorriverista, pero del todo aplicable también a la política industrial del decenio de 1940[46]—, difícilmente puede impulsarse un desarrollo competitivo de la industria y esperarse una respuesta positiva de ésta en términos de crecimiento y di versificación[47]

4) Dominio asfixiante de la burocracia y múltiples irregularidades administrativas serán, en esas condiciones, una secuela ineludible, componiendo otro rasgo definitorio del régimen intervencionista aludido. Que no deriva sólo del carácter preventivo y generalizado de la intervención; también de la multiplicidad de órganos con funciones ejecutivas o asesoras de regulación económica, que desemboca «en la desorganización y en el caos producido por la suma de actuaciones públicas parciales o sectoriales incoherentes»[48]. En un «régimen de expediente» —al que también se aludiera al final de la dictadura de Primo de Rivera[49]— tan pretencioso como, ironía previsible, escasamente efectivo en muchas ocasiones. Se han alegado como atenuantes de esa «deficiente intervención en la economía, que pudiera conducir al favoritismo», la «carencia de conocimientos importantes sobre las cuestiones económicas, tanto por parte de los viejos funcionarios públicos como de los nuevos» y la desorganización burocrática causada por la guerra[50]. Pero el principal motivo de ineficacia tiene su raíz en las características mismas del sistema de intervención que además, y no debe pasarse esto por alto, establecido con carácter provisional y extraordinario, va a prolongar su vigencia durante largo tiempo, en particular, como ya se ha repetido, durante los años cuarenta[51]. De ineficacia y también de la corrupción que se refleja en la profusa ramificación de actuaciones irregulares que eluden o burlan las normas interventoras. En algunos casos, dichas prácticas pueden dar lugar a la formación y desarrollo de mercados clandestinos paralelos («negros») a los intervenidos; en otros, a la aparición de una suerte de precoz «economía subterránea», en sectores donde la pequeña empresa y el trabajo doméstico conservan todavía amplias posibilidades de mantenimiento; y en los más, finalmente, a prácticas de corrupción, sin paliativos. El ejemplo máximo del primer tipo de comportamiento, provocado en buena medida por la propia intervención del Estado, se tiene durante el decenio de 1940 fuera del ámbito industrial, en el «mercado negro» del trigo, cuya amplitud y persistencia con tanto detalle ha estudiado recientemente Barciela[52]; pero no han de faltar así mismo muestras, bajo modalidades en cada caso específicas, en la comercialización de productos industriales, toda vez que, como se ha acertado en definir, el mercado negro no es sino «la otra cara de la intervención»[53]. He aquí un tema que bien podría ser objeto de algún esfuerzo investigador, aunque su análisis sea especialmente difícil, como lo es el estudio de los otros dos tipos de actuaciones apuntadas. Con los testimonios fragmentarios de que por ahora se dispone, lo que sí puede sostenerse, en todo caso, es la generación de «rentas de situación» que se derivan de una intervención tan «drástica» como «transgredible»[54], cuando el tráfico con divisas, con licencias de importación, con cupos y con cualesquiera «otros expedientes arbitrados para sortear la penuria», se convierten en actuaciones particularmente lucrativas[55]; y cuando, por decirlo de otra forma, los «negocios» y las prácticas especulativas y fraudulentas —«el afán de ganancias inmediatas» alimentado por un «intervencionismo corrupto y aberrante»[56]— sustituyen a la actividad empresarial convencional. Y podrán hacerse distintas valoraciones de la acumulación de capital generada a través de unos u otros procedimientos —en una situación, no se olvide, en la que los salarios se rezagan ampliamente respecto de las alzas de los precios[57]—; pero no admite discusión el hecho mismo de la redistribución de la renta durante la etapa considerada a favor de quienes pudieron aprovecharse de las situaciones mencionadas. Como tampoco podrá ponerse en duda que, en esas circunstancias, la corrupción es un cultivo espontáneo, la inevitable consecuencia del «ejercicio arbitrario de un poder discrecional»[58].

A MODO DE EPÍLOGO

La identificación que se acaba de efectuar de las características del intervencionismo practicado por el primer franquismo —tan expresivas de la sordidez y de las limitaciones económicas de esa etapa— abre algunas líneas de reflexión que, de modo muy sintético, pueden esbozarse como apartado final de estas páginas.

Cuatro son también aquí los puntos que interesa destacar:

1) El intervencionismo industrial de la política económica del primer franquismo actúa, muy al contrario de su declarada finalidad, como «factor limitativo» en el esfuerzo de reconstrucción de la posguerra[59]. La rigidez ordenancista retrae y cohíbe entonces también las posibilidades de expansión del sistema productivo, de la misma forma que —creo haberlo argumentado en otro lugar[60]— la potencialidad de crecimiento de la industria española en los años veinte, en el marco de una fase expansiva de la economía mundial, se vio recortada por el «corsé corporativista» de la dictadura de Primo de Rivera. Intervencionismo y aislamiento imponen, conjuntamente, un precio altísimo, «un precio que no puede pagarse», en palabras de Estapé[61]. Es más, así como a largo plazo «no parece existir paralelismo entre industrialización y proteccionismo»[62], si alguna relación puede establecerse de forma inequívoca contemplando la evolución de la economía española durante todo el franquismo es el paralelismo entre crecimiento industrial y liberalización económica, tanto en el ámbito del comercio exterior como en la regulación de la producción y del comercio interiores, dado que dicha apertura condiciona el aprovechamiento por parte española de los impulsos expansionistas de la economía internacional en sus fases de auge. En términos negativos lo demuestra, como se ha tratado de glosar en lo que antecede, la coincidencia del período de mayor depresión del comercio exterior español durante todo el siglo[63] con la etapa de mayor estancamiento y escasez de toda la economía española contemporánea. Y en sentido contrario esa relación se verá confirmada cumplidamente en los años cincuenta y sesenta; y durante el primero de estos dos decenios no en menor medida que en el segundo, por cuanto la sólo leve y titubeante apertura que en la década de 1950 se produce —cuando el signo de las economías occidentales lo marcan la cooperación internacional, el pleno empleo y el crecimiento autosostenido en cada país— es lo que explica el notorio avance de la producción industrial española, prueba bien elocuente, insisto, de la marcadísima sensibilidad de la economía española respecto de todo influjo exterior y de su capacidad de aprovechamiento de los reclamos del mercado internacional. No se exagera, pues, cuando se afirma que bajo las pretensiones de autarquía y omnirregulación económica del primer franquismo subyace «un desprecio profundo por la racionalidad en la gestión económica y, en paralelo, una ignorancia crasa sobre las interrelaciones fundamentales de la economía»[64].

2) En línea con lo anterior, debe subrayarse, como apostilla asimismo Carreras, que si bien el franquismo preside un intenso y prolongado proceso de crecimiento industrial y cambio económico muy profundo en el tercer cuarto del novecientos —cuando la flexibilización de su inicial política económica permite la incorporación de España al duradero y excepcional ciclo expansivo de las economías occidentales, repítase una vez más—, dicho régimen es también el escenario de la etapa más sombría —la de los primeros lustros de la posguerra— de toda la industrialización: una etapa cuyos negativos resultados explican más satisfactoriamente que ningún otro hecho el atraso industrial de la economía española contemporánea en términos comparativos[65].

3) Con mayor fuerza que el del régimen primorriverista, el intervencionismo del primer franquismo contribuye a malformar, y con efectos tan perturbadores como duraderos, la administración económica y ámbitos enteros de actuación del sector público. Más que a una ampliación sistemática de las competencias económicas del Estado y más que a la paulatina y generalizada sustitución del capitalismo liberal decimonónico por el capitalismo corporativo y organizado que Keynes observa en los países occidentales y contribuye a conceptualizar desde mediados de los años veinte[66], la España de los años cuarenta presencia la incierta difuminación de fronteras entre lo público y lo privado, con consecuencias perversas para el conjunto. Se está, en definitiva, ante una modalidad de intervención estatal de la que cabe afirmar no sólo que sus efectos contradicen la función histórica que desempeñó el Estado en la mayor parte de los países europeos —también en España— durante las primeras etapas de la industrialización: el establecimiento de un marco institucional adecuado para «crear un ambiente capitalista», empleando los términos bien conocidos de Supple[67]; sino también que se trata de una suerte de caricatura de lo que es o puede ser la intervención estatal en una economía capitalista contemporánea. Por eso, tal vez para los años sesenta sea válida la caracterización del español como uno de los ejemplos máximos de capitalismo corporativo —en el sentido antes aludido— dentro de un sistema político autoritario; pero no lo es, en mi opinión, a pesar de su rotundidad, para identificar el caótico sistema de intervenciones estatales y mediaciones corporativas vigentes en los cuarenta, al servicio, bien de una «delirante autarquía», bien de una «rígida sustitución de importaciones»[68].

4) La falta de homogeneidad del régimen franquista en lo que se refiere a política económica y al propio balance de la actividad industrial y económica, en general, no debe interpretarse como expresión de una alta capacidad adaptativa y, menos aún, de sentido anticipatorio a cambiantes situaciones internas y exteriores. Lo dicho más arriba acerca de la asunción por el régimen de políticas flagrantemente contradictorias entre sí, no implica necesariamente facilidad de acomodación a circunstancias diferentes. Por el contrario, lo que sobresale al examinar en su conjunto la evolución de la política económica franquista —aunque no sólo ni principalmente de la económica— es la resistencia a cambiar, la fuerza de la inercia, siempre el régimen a remolque de los acontecimientos. Los cambios, se ha dicho expresivamente respecto al procedimiento de gobierno y a la mantenida ausencia de voluntad institucionalizadora de Franco, «se producían con la, lentitud con que se depositan las capas geológicas»[69]; y algo parecido puede anotarse en lo relativo específicamente a las decisiones con mayor trascendencia en la orientación de la economía. Una lentitud que se corresponde, no hace falta demostrarlo, con la rigidez de criterio y la opacidad del propio Franco, muy notoriamente en relación con los problemas económicos: considérese, por ejemplo, que fue su personal resistencia a aceptar la necesidad de una nueva política económica el último gran escollo que hubo de superarse para dejar el paso expedito al plan de estabilización de 1959[70]. En consecuencia, el repaso de la política económica del período estudiado y de los años inmediatamente posteriores revela —coincidentemente con la revisión que también se está haciendo desde la óptica de la historia política— el escaso pragmatismo y el magro sentido de la oportunidad de quien «tardó 20 años en convencerse de que su sistema no funcionaba» y de que la solución estaba en la liberalización económica que tanto había criticado[71].