Falange y franquismo (Sheeelagh M. Ellwood)

SHEELAGH M. ELLWOOD

FALANGE Y FRANQUISMO

INTRODUCCIÓN

En noviembre de 1985 se cumplió el décimo aniversario de la muerte de Franco. Fue también el décimo aniversario de la proclamación del príncipe Juan Carlos de Borbón como «rey de todos los españoles». Así, en lo que va de siglo, España ha vivido el reinado y la caída de un monarca, el establecimiento y la caída de una república, dos dictaduras y, finalmente, el retorno de la monarquía.

Ochenta años es poco tiempo para una carrera tan variada. Sin embargo, lo que impresiona al observador externo no es tanto su intensidad como el hecho de que la mitad de esos ochenta años fueron ocupados por un solo régimen. Cuarenta años cuya aridez política, social y cultural contrasta notablemente con la vitalidad de los otros cuarenta. Casi medio siglo dominado por un solo hombre, el general Francisco Franco Bahamonde, comparado con la multitud de figuras destacadas que han influido decisivamente en el curso de la historia de los años que preceden y siguen a la época franquista.

No era habitual en España que un jefe de Estado estuviera tanto tiempo en el poder. ¿Cómo fue posible que durara tanto el régimen encabezado por Franco? Tres años de guerra contra la democracia liberal, seguidos de tres décadas y media de persecución tenaz de las gentes, realizaciones, ideologías y valores que hasta 1939 habían sido sus componentes, efectivamente aniquilaron, enterraron o volvieron inefectivo todo rastro de ella. Como es evidente, tal destrucción de las posibles fuentes de oposición tenía que contribuir mucho a la duración de la dictadura franquista. La desaparición física de la mayor parte de las personas que habían ocupado puestos importantes en las organizaciones políticas y sindicales republicanas, marxistas y anarquistas durante la segunda República, más la impotencia a la que fueron reducidos los supervivientes por el exilio o la clandestinidad y la precariedad de la vida cotidiana en los años inmediatamente posteriores a la guerra civil, dejaron pocas alternativas viables a la aceptación del régimen establecido y legitimado por la victoria en esa guerra.

La lucha contra la democracia, de la que la guerra civil fue el sangriento inicio, sin duda constituía uno de los principales ejes sobre los cuales se movía el régimen franquista. De hecho, incluso los aspectos militares de esa lucha siguieron estando presentes durante mucho tiempo después de firmado el último parte de guerra. Ése era el eje «externo» del régimen, el que le daba su razón de ser. Si bien la represión —tanto la sutil como la sangrienta— era un punto de apoyo fundamental del régimen, no era el único. Una mirada al conjunto de la historia del período franquista sugiere que también estaba asentado sobre la competencia entre los diferentes grupos que en él participaban por conseguir y mantener una parcela de poder dentro del marco de un sistema político, supuestamente de partido único, que no permitía la hegemonía absoluta de ningún grupo en solitario. Éste era el segundo eje, que proporcionaba la dinámica interna del franquismo, dándole su peculiar capacidad para adaptarse a circunstancias exteriores e interiores cambiantes, sin cambiar su carácter básico de régimen autoritario conservador y permitiéndole tomar el relevo a sí mismo. Así, daba la impresión de ser un sistema no estático cuando, en realidad, no se produjeron cambios políticos profundos hasta después de la muerte del dictador.

Será este segundo eje del franquismo el objeto de examen del presente trabajo. Se prestará atención particular a la carrera de los falangistas, por cuanto en ellos ambas facetas del quehacer político del franquismo —la represiva y la competitiva— estaban especialmente ligadas, llegando a ser a veces incluso inseparables. Entre 1933 y 1936, se habían mostrado incapaces de acceder al poder mediante el juego electoral libre y democrático y fueron aupados a aquél (aunque a medias con otros partidos) por una guerra civil y un dictador. La supervivencia de la Falange como grupo coherente y con posibilidad de influir en el rumbo socio-político del país dependía del mantenimiento de las condiciones que le habían salvado de la desaparición en 1936. Examinaremos aquí la contribución de los falangistas a la consecución de tal fin a lo largo de las diferentes fases de «la contradanza de los franquistas»[1] que es la historia del Movimiento Nacional.

EL EMPUJE FINAL PARA LA CONQUISTA DEL ESTADO, 1936-1939

Con un solo mando político y militar, un solo partido, un solo gobierno y un solo objetivo, la unidad del bando vencedor al final de la guerra civil contrastaba notablemente con la desunión del bando perdedor. Sin embargo, la unidad que quedaba reflejada en las tribunas de autoridades que presenciaban los desfiles de la victoria en la primavera de 1939 no era tan real como podría creerse a primera vista. Ciertamente, todas las fuerzas que habían hecho la guerra en el lado nacionalista tenían el común interés de la destrucción de la segunda República; pero nunca habían compartido un único criterio en cuanto a qué sistema poner en su lugar. Falangistas, carlistas, alfonsinos, cedistas y corporativistas católicos diferían mucho entre sí en cuanto a sus metas ideológicas. Si bien al sumarse al alzamiento mostraban que no eran tan diferentes en su metodología para la consecución de esas metas, seguramente ninguna de estas fuerzas lo hizo con la intención expresa de establecer una dictadura militar de duración indefinida. Como escribiría el monárquico marqués de Valdeiglesias años más tarde, «ninguno de los que impulsamos el 18 de julio pensamos que la gesta iba a desembocar en el régimen personal de Franco»[2].

De hecho, habían sido necesarias durante la guerra civil una serie de disposiciones de la autoridad castrense para imponer la unión política sin la cual peligraba la victoria militar. Un decreto del 25 de septiembre de 1936 prohibía tajantemente «toda actividad política … que signifique inclinación o parcialidad a favor de determinadas ideologías …»[3]. La actividad partidista seguía, no obstante, protagonizada fundamentalmente por falangistas y carlistas, en ausencia de los líderes de las otras corrientes, cuyos militantes en gran parte se habían ido incorporando a estos dos partidos a partir de la derrota electoral sufrida por aquellos en que militaban en febrero de 1936[4]. A pesar del decreto del 23 de septiembre de 1936, falangistas y carlistas mantuvieron aún durante siete meses sus propios símbolos, uniformes, milicias, Prensa, jerarquías y organizaciones en todos los ámbitos. Los falangistas incluso montaron su propia productora cinematográfica que, naturalmente, se dedicaba a rodar las actividades de los ejércitos nacionales, pero con una notable preponderancia de las milicias falangistas. La red propagandística de «Altavoces del frente» también la llevaba la Falange, y todas las corrientes tenían sus propios órganos de Prensa. Ninguno de estos recursos se utilizó de una manera que pudiera ser interpretada como contraria a los intereses del bando antirrepublicano, pero existían fuera del control estrictamente militar[5] y ello probablemente no dejaba de inquietar a los militares, que no se habían fiado nunca del «politiqueo» civil.

Cuando, a finales de 1936, tanto carlistas como falangistas pretendieron establecer sus propias academias militares para sus respectivas milicias, dejó de parecer inofensiva la independencia política. Un nuevo decreto, de diciembre de 1936, acabó con la autonomía de las milicias, que pasaron a depender directamente de la jerarquía y autoridad militares. Así se imposibilitaba apoyar cualquier acción política partidista con una acción militar también partidista. Cuatro meses después, esta medida era rematada con otra de contenido e intención más claramente políticos, pero con matices disciplinarios.

El decreto número 255, llamado de Unificación de Partidos, del 19 de abril de 1937, unía a falangistas y carlistas en un solo partido (FET y de las JONS), disolvía todas las demás organizaciones políticas y nombraba a Franco jefe nacional de la nueva entidad. Venía siendo preparado desde el otoño del año anterior, pero la lentitud de esa preparación y del desarrollo posterior del contenido político del decreto sugieren que se pensaba para después de la guerra. Si se adelantó, no era porque de pronto en el Cuartel General se viera como una necesidad urgente el inicio del «nuevo Estado», basado en un sistema político de partido único, sino porque una situación de indisciplina persistente obligaba a tomar medidas inmediatas y radicales.

Franco, que ante todo era hombre de obediencia cuartelera, había tolerado las múltiples reuniones, viajes, gestiones de canjes, declaraciones en la Prensa, elecciones de jerarquías, etcétera, de falangistas y carlistas (sobre todo de los primeros) durante seis meses, a pesar de la prohibición de tales actividades decretada en septiembre de 1936. En parte, sin duda, semejante tolerancia debía mucho a que, en contrapartida, los partidos proveyeron hombres para el frente y escuadras de «limpieza» para la retaguardia[6]. En la primavera de 1937, empero, hubo una escalada en la actividad política «extrabélica» de falangistas y carlistas, probablemente debida precisamente a los rumores que por entonces circulaban acerca de las intenciones políticas, a corto o largo plazo, de Franco. El faccionalismo siempre presente en la Falange se acerbó en torno a la decisión de elegir un nuevo jefe nacional, ante la evidencia de que el hasta entonces jefe, José Antonio Primo de Rivera, no iba a volver a ocupar el puesto nunca. También los carlistas se involucraron en unas oscuras maniobras entre facciones de ambos partidos, en un intento de llegar a un acuerdo que supusiera un freno a las ambiciones de las otras facciones y a las intenciones del Cuartel General[7].

El catalizador final fue la movilización en Salamanca de determinadas escuadras de falangistas la noche del 16 de abril de 1937 y un enfrentamiento esa misma noche en el cual murieron dos falangistas. Todas las fuentes consultadas por esta investigadora explican lo sucedido como un asunto puramente intrafalangista. Hay otra versión, sin embargo, que señala que el Cuartel General estaba preocupado por la existencia dentro de la Falange de un grupo de «jóvenes turcos», que tenían gran influencia en las milicias y que no eran partidarios fervientes del generalísimo Franco. Según esta versión (de un militar destinado a la sazón en Salamanca), los militantes movilizados en Salamanca la noche del 16 de abril pertenecían a esta rama de la Falange. Además, siempre siguiendo esta versión, los dos falangistas no murieron en un simple encuentro entre rivales políticos, sino cuando uno de ellos intentaba penetrar en el Cuartel General. No ha sido posible confirmar estos datos en ninguna otra fuente pero, de ser ciertos, apuntarían hacia un intento de golpe de mano falangista contra Franco. El posterior procesamiento del hasta entonces jefe provisional de la Falange, Manuel Hedilla, y varios falangistas más, bajo la acusación de «manifiesta actuación de indisciplina y de subversión frente al mando y el poder únicos e indiscutibles de la España nacional»[8] sugiere que se trataba de algo más grave que la negativa de Hedilla a aceptar el puesto ofrecido en el nuevo partido. Mientras no se pueda localizar y/o consultar la documentación del Cuartel General y de la Guardia Civil sobre este asunto, quedarán muchos puntos por esclarecer.

El objeto inmediato del Decreto de Unificación fue el de congelar las competencias dentro del bando nacional. No significaba, sin embargo, un corte ni tan profundo ni tan castrante como han afirmado posteriormente muchos observadores y la mayoría de los afectados. Imponía un nuevo sistema, en cuanto significaba el desmantelamiento del sistema partidista hasta entonces vigente. Pero la destrucción de la democracia había sido el objetivo de estos mismos antirrepublicanos hasta 1936 y para eso finalmente se recurrió a la fuerza de las armas. Para los partidos de la derecha, la unificación era una dosis de su propia medicina con la que no habían contado, pero no alteraba el contenido básico del juego antirrepublicano. Simplemente cambiaba el marco dentro del cual había de desarrollarse ese juego, imponiendo a todos los participantes el corsé de la estructura del Movimiento Nacional y la libertad común de la ausencia de competidores de signo verdaderamente opuesto. Así, aunque las actividades partidistas estuviesen prohibidas y la desobediencia al nuevo jefe fuese un delito, los antiguos integrantes de esos partidos y los diferentes credos que suscribían seguían existiendo, disimuladas las diferencias por la aquiescencia de todos, una vez decretada la unificación.

Semejante igualdad de criterio venía aconsejada en primer lugar por las consideraciones de tipo pragmático inherentes en una situación de guerra: nadie quería ser responsable de una posible derrota frente a lo que era, al fin y al cabo, el enemigo común. En términos de política a largo plazo, sin embargo, la aquiescencia general obedecía a motivos bien diferentes. Para los falangistas se trataba de su oportunidad de oro para acercarse al poder estatal y gubernamental. Era el «empuje final para la conquista del Estado»[9]. De ahí que, cuando, entre 1937 y 1939, algunos falangistas radicales intentaron formar núcleos «puristas» al margen del partido oficial encontrasen muy poco eco dentro del propio círculo falangista. Recuérdese también que la Falange, para la que la presencia de un líder carismático era fundamental, se había quedado «huérfana» en 1936; Franco venía a ser el padre adoptivo del partido. Los demás grupos, en cambio, si bien alguno había perdido su líder político (Renovación Española había perdido a Calvo Sotelo y los Legionarios de España al doctor Albiñana), no habían perdido a su candidato a la jefatura del Estado. Para ellos, en consecuencia, se trataba de esperar hasta concluida la guerra, para luego proceder a la sustitución de Franco al frente del Estado. En julio de 1936, todos se habían sumado al alzamiento para proteger sus intereses de clase y, a la vez, habían promovido a los de un grupo profesionalmente ajeno pero socialmente identificado con esos mismos intereses: el ejército. Ahora, en 1937, volvían a cerrar filas alrededor de su salvador. Esta vez, fortalecían no solamente el poder de un grupo, sino también y de manera especial al de un miembro en particular de ese grupo: su Generalísimo. Es revelador del oportunismo mutuamente beneficioso para ambos, ya que el objetivo último de Franco —perpetuarse en el poder— y el de gran parte de sus seguidores —sustituirle cuanto antes por un monarca— eran totalmente opuestos.

CONSPIRACIONES «A GO-GO», 1939-1945

Terminada la guerra civil con el ejército «rojo» ciertamente «cautivo y desarmado» era de esperar, pues, que cada uno de los grupos políticos que habían delegado en el ejército «azul» para el logro de este primer objetivo quisieran pasar seguidamente al logro del objetivo último: la implantación de sus respectivos sistemas ideológicos. Como es sabido, no ocurrió tal cosa y hubieron de pasar treinta y seis años para que uno de esos grupos viera cumplida su meta con la instalación de un monarca de la dinastía alfonsina.

Otro desenlace era objetivamente difícil. En primer lugar, los cambios políticos habidos durante la guerra civil hacían que cualquier proyecto de futuro tuviera que salvar el escollo de que la posición de Franco al final del conflicto era casi inexpugnable. Además, el inicio casi inmediato de la segunda guerra mundial actuó como factor aglutinador alrededor del Caudillo y parecía justificar la continuación en la jefatura del Estado de un militar profesional.

En segundo lugar, era la voluntad de Franco mantenerse en el poder, por estar convencido de que estaba «llamado» a ocupar su cargo vitaliciamente. Ni siquiera sus colaboradores más cercanos supieron, al principio, comprenderlo. Su propio cuñado y varias veces ministro, Ramón Serrano Súñer, escribió al respecto: «pese a mi amistad y relación familiar con él, anterior a la guerra, no conocía en profundidad su entidad política, su psicología, la firmeza de su propósito de permanecer vitaliciamente en su puesto»[10].

En tercer lugar, las propias fuerzas que acompañaban a Franco en la empresa antirrepublicana eran incapaces solas de derrocar a éste e igualmente incapaces de unirse para hacerlo.

En consecuencia, mientras de puertas afuera la solidaridad alrededor del Caudillo estaba a la orden del día, en vista del aislamiento político y económico en que vivió España durante y después de la segunda guerra mundial, la década de los años cuarenta fue pródiga en conspiraciones y complots dentro de las propias filas franquistas. Muchos de ellos contemplaban la desaparición (incluso física, si fuera menester) de Franco como paso previo al establecimiento de un régimen político diferente.

Así, a partir de 1939, algunos falangistas crearon sucesivos grupos y juntas clandestinos. Entre los fines de algunos de ellos se incluía el de matar a Franco como paso previo a la implantación de un Estado totalitario nacional-sindicalista. Hasta 1942, desistieron siempre por temor a provocar una invasión alemana y, a partir de esa fecha, porque ya no era propicio el contexto internacional[11]. Otros falangistas, en cambio, lejos de temer una excesiva influencia alemana, querían que el régimen franquista demostrara más fervor en su simpatía hacia el Eje. En dos ocasiones, en 1941 y 1943, planearon un asalto al peñón de Gibraltar y en otra, en agosto de 1942, organizaron un ataque a los partidarios de una política exterior más aliadófila[12].

Los monárquicos alfonsinos, que tenían su fe puesta en el triunfo de las potencias aliadas como circunstancia favorable para la dimisión o derrocamiento de Franco, actuaban con más cautela. Por una parte, la situación exterior de la que dependían sus planes no se aclaró a su favor (pensaban) hasta finales de 1942, o incluso hasta 1943. Por otra parte, no se ponían de acuerdo sobre cuál debía ser la línea adoptada por su candidato, don Juan de Borbón, pretendiente al trono español desde la abdicación de Alfonso XIII en enero de 1941. No obstante, los representantes de la causa alfonsina, encabezados por José María Gil Robles y Pedro Sainz Rodríguez, estaban en negociaciones con el gobierno británico a partir de 1941 y no fue hasta la emisión de la célebre Nota Tripartita de 1946, firmada por Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos, que quedó definítivamente descartada la posibilidad de una intervención externa para la restauración de la monarquía española[13].

El oportunismo con el que el gobierno británico maniobraba para conseguir la ayuda de parte de las fuerzas franquistas queda patente en la utilización que, durante la segunda guerra mundial, hicieron de ciertos carlistas. A cambio de promesas acerca de ayuda para conseguir la restauración del pretendiente carlista, un grupo de carlistas navarros fue involucrado en la preparación por los servicios de inteligencia británicos de dos operaciones para impedir la posible utilización del territorio español como base o punto de cruce para tropas alemanas[14]. Dicho sea de paso, a los monárquicos alfonsinos no les agradaba la relación entre los carlistas y el gobierno británico, aunque, en teoría, la sustitución de Franco era una meta de interés común.

Los compañeros de armas del Generalísimo tampoco se mantenían al margen a la hora de conspirar contra él. Los generales Orgaz, Aranda y Asensio mantuvieron frecuentes contactos con los representantes de la monarquía alfonsina también alentados por la convicción de que una victoria aliada traería a renglón seguido la desaparición de Franco. Estimaban deseable la destitución de Serrano Súñer y la abolición de la Falange. Aranda era particularmente antifalangista. Al parecer, llegó incluso a fusilar a algunos de ellos durante su mandato como gobernador militar de Valencia, por causa de las «sacas» que estaban practicando en la cárcel de la plaza[15]. Cuando Serrano Súñer sugirió una restauración monárquica bajo tutela falangista, Aranda, entre otros generales, rechazó tal idea. Los militares, al parecer, preferían una regencia militar o una restauración con gobierno militar, propuesta que se encontraba con la oposición del antiguo jefe de la CEDA, José María Gil Robles[16]. Nuevamente en agosto de 1942, tras el choque entre falangistas y carlistas en Begoña, Aranda aconsejó a Franco que repudiase a la Falange. Franco no solamente no la repudió sino que incluso destituyó de su cargo como ministro de la Gobernación al enlace de los alfonsinos con los falangistas, el general Galarza[17].

Aranda volvió a la carga contra los falangistas en 1943. En junio de aquel año, comunicó a sus contactos británicos los objetivos de un frente unido antifranquista, entre ellos la abolición de la Falange. En septiembre del mismo año, con ocasión de una carta colectiva enviada a Franco por un grupo de generales, Aranda propuso la unión de partidos y grupos opuestos a la Falange para la composición de un gobierno mixto entre cuyos objetivos estaría, nuevamente, la disolución de la Falange. Finalmente, en septiembre de 1944, Aranda indicó a Gran Bretaña y a Estados Unidos que el momento era propicio para una intervención contra Franco, ya que éste estaría apoyado incondicionalmente por sólo un diez por ciento de los generales, en su mayoría falangistas[18].

Es difícil de saber si la estimación de Aranda era cierta. Lo que sí es comprobable es que no todos los militares de simpatías falangistas eran tan incondicionales como Aranda pensaba. A pesar del deseo de Franco de mantener una postura ambigua en cuanto a la participación de España en la segunda guerra mundial, quien estaba a la cabeza de los grupos falangistas que querían decidir la suerte de España con un asalto a Gibraltar era el general Muñoz Grandes[19]. Se rumoreaba además que mientras estaba en Rusia, en 1942, como comandante en jefe de la División Azul, estaba involucrado en la preparación de un golpe contra Franco[20].

Más sorprendente, por cuanto las maniobras eran del signo opuesto, el general Yagüe intentaba, a principios de los años cuarenta, llegar a un acuerdo con los monárquicos alfonsinos para el establecimiento de una regencia de don Juan bajo tutela falangista. La correspondencia que sobre el particular mantenía Yagüe con el falangista José Antonio Girón, entonces ministro de Trabajo y delegado nacional de Excombatientes, y con la Casa Real en el exilio, indica claramente que se consideraba necesario eliminar previamente a Franco[21].

Huelga decir que todo este insólito conjunto de intrigas no cuajó en nada. En primer lugar, los servicios de información franquistas estaban al tanto de todo. En segundo lugar, si bien existían descontentos en las filas antirrepublicanas el número mucho mayor de personas que se estaban beneficiando de los efectos de la política autárquica de esta época del franquismo era infinitamente mayor y más que suficiente como contrapeso. En tercer lugar, la utilidad a las potencias aliadas de una oposición entre las fuerzas franquistas era de interés muy limitado, sobre todo a partir de 1943 cuando la importancia estratégica de España disminuyó considerablemente con respecto al resultado final de la segunda guerra mundial. Finalmente, incluso los insatisfechos, «antes de que volvieran los “rojos” preferían que estuviera Franco»[22].

BIEN VENIDO, GENERAL EISENHOWER; ESTO YA ES UN REINO, 1945-1959

La derrota del Eje sin duda provocó un cambio en el escaparate del régimen franquista y alentó las esperanzas de los monárquicos de una pronta restauración de la monarquía en España. Desapareció de la vista pública gran parte de la parafernalia externa falangista, pero la Nota Tripartita emitida en 1946 pronto dejó claro que los antiguos simpatizantes del Eje nada tenían que temer de los aliados. No obstante, era prudente, cuando no simplemente de un pragmatismo lógico, irse distanciando de toda apariencia fascista. En 1947 se iniciaron conversaciones entre Franco y don Juan de Borbón y en ese mismo año se presentó ante las Cortes (creadas en 1942) una Ley de Sucesión. En ella se especificaba que España era un reino; pero Franco retenía vitaliciamente la jefatura del Estado y cualquier futuro monarca había de ser nombrado por él como su sucesor. Cuando, al año siguiente, llegó el hijo de don Juan de Borbón, el príncipe Juan Carlos, para ser educado en España, no fue difícil adivinar que éste era el futuro ocupante del trono vacante. Haciendo cálculos, tampoco era difícil adivinar que Franco tenía la intención de que siguiera vacante durante varios años más, puesto que en 1948 el príncipe contaba sólo diez años.

La maniobra desde luego era hábil. Se daba la impresión de un paso importante hacia la liberalización del régimen (impresión reforzada con la celebración de un referéndum «popular» para aprobar la Ley de Sucesión) sin modificar en absoluto las estructuras y relaciones del poder. A los monárquicos se les daba una esperanza, aunque lejana; y a los no monárquicos se les aseguraba que la sucesión todavía iba para largo. En 1947, por segunda vez, el falangista Dionisio Ridruejo pidió a Franco que se «licenciara» a la Falange y por segunda vez fue ignorada la petición[23].

Desde sus puestos en la administración central, local y sindical, los falangistas aún eran necesarios como servidores y garantes del orden y estabilidad socio-laborales que favorecían el enriquecimiento de la oligarquía nacional y podrían atraer al capitalismo internacional. Hacia finales de la década de los años cuarenta, el estancamiento de la economía española empezaba a indicar que era necesario renunciar a la autarquía practicada hasta entonces y sustituirla por un política que estimulara la entrada de las materias primas, capital y tecnología extranjeros de los que España carecía. Al mismo tiempo, en el mundo occidental, el fascismo había sido sustituido por el comunismo como «enemigo» de la democracia, haciendo que España recobrara interés estratégico para las potencias occidentales y aumentando la conveniencia de que perdurara allí un régimen no solamente estable sino también rabiosamente anticomunista. La década de los años cincuenta se caracterizó, en consecuencia, por la reinserción de España en el sistema capitalista internacional.

La reacción de los miembros de la clase política española fue cuando menos de consentimiento. Los carlistas prácticamente habían desaparecido como grupo reconocible y los alfonsinos ya no emitían manifiestos ni enviaban cartas colectivas al Generalísimo sugiriendo su dimisión[24]. Muchos de los simpatizantes de ambas ramas fueron a parar a los altos cargos de las empresas industriales, financieras y de servicios cuya expansión tuvo su «despegue» en estos años. Al fin y al cabo, su ideología no era incompatible con el capitalismo.

Los falangistas, de los cuales, por razones ideológicas, se podría haber esperado alguna respuesta contraria al «estrechamiento de lazos» entre España y el resto del mundo capitalista, dejaron convenientemente olvidada su «revolución pendiente» con su nacionalización de la Banca y su asignación de la plusvalía al sindicato de productores. Mantuvieron, eso sí, su control del aparato sindical, a fin de asegurar la estabilidad y bajos precios laborales que hacían rentable el capitalismo español. Lejos de protestar contra la «injerencia extranjera» que suponía el establecimiento de bases militares norteamericanas en suelo español y la firma con los Estados Unidos en 1953 de los acuerdos militar y económico conocidos como los «Pactos de Madrid», los falangistas encontraron muchas semejanzas e intereses comunes entre los dos países, sobre todo, claro está, como «centinelas de Occidente». Según el primer Congreso Nacional de la Falange, celebrado en 1953, la «misión nacional» de ésta se había convertido así en «misión universal»[25].

A pesar de haber fenecido la época totalitaria en la Europa occidental, los falangistas aún podrían prestar servicios útiles al régimen y a sus nuevos aliados, servicios que no podían prestar los demás componentes del Movimiento por carecer de la capacidad movilizadora necesaria; porque, a largo plazo, no convenía enturbiar su imagen pública; porque no interesaba, a corto plazo, darles demasiada cancha; y porque, a la hora de estimular la memoria colectiva en cuanto a las «consecuencias negativas» del liberalismo nadie estaba mejor preparado que los falangistas. Actuaban como elementos represivos contra la creciente inquietud político-intelectual en las universidades durante los años cincuenta. Organizaban las manifestaciones multitudinarias de «adhesión inquebrantable» al Caudillo. Asumieron la defensa de los «valores del 18 de julio» contra sugerencias a favor de la «monarquía social» y contra cualquier «desviación liberal»[26].

En 1956 fueron encargados de la redacción de una especie de carta magna: los Principios Fundamentales del Movimiento. Como en 1947, cara al exterior esto daba la sensación de que el régimen se guiaba por principios democráticos, recogidos en una serie de disposiciones constitucionales. En realidad, los principios en los que se basaba el régimen franquista en 1956 eran igual de antidemocráticos que veinte años antes. Cara al interior, revelaban que las relaciones de poder no habían cambiado, con la Falange todavía como proveedor oficial de doctrina. No las tenía todas consigo, empero, y el proyecto producido por la Secretaría General del Movimiento, que buscaba reforzar el papel político del partido frente a las demás esferas del poder, fue vetado por los representantes de la iglesia y del ejército, con las críticas del monárquico almirante Carrero Blanco (a la sazón subsecretario de la Presidencia) y del ministro de Justicia, el carlista Antonio Iturmendi. Los Principios Fundamentales finalmente aprobados en 1958 fueron obra del equipo de Carrero[27]. Una vez más, un proceso político importante se había realizado y decidido no en función del bien común, sino manifiestamente en función de las rivalidades internas de los elementos que componían el bando franquista y al servicio de la pervivencia del sistema que daba de comer a todos ellos.

Fue a partir del descalabro de los Principios Fundamentales cuando la figura de los falangistas de primera hora retrocedió sensiblemente y avanzó la de una nueva generación de expertos en economía y finanzas. Sus vínculos entre sí y con algunos miembros del gobierno (notablemente Carrero Blanco y Laureano López Rodó), a través de su asociación con el Opus Dei, los acercó al poder gubernamental a partir de 1957. Al poner el acento sobre el desarrollo económico, era lógico que se realzara el peso relativo de los encargados de las esferas económicas. Éstas nunca habían correspondido a la Falange ya que la mayoría de sus hombres cualificados pertenecían a una generación y a unas clases sociales para las cuales «cualificarse» equivalía a hacerse abogado, médico, notario, ingeniero de caminos o arquitecto pero nunca economista o experto en asuntos financieros. Se trataba, pues, de un cambio estratégico en la colocación o utilización de las fuerzas disponibles, con una quinta más joven en la vanguardia; pero ni la composición básica del ejército, ni sus objetivos, ni —sobre todo— su Generalísimo habían cambiado. Como ya era habitual, los falangistas vieron con recelo la redistribución de peso específico dentro del régimen, pero ninguno dimitió en señal de protesta.

Como broche de oro para, a la vez, dar por definitivamente terminado el aislamiento internacional y dar el sello de aprobación occidental al new look franquista, en diciembre de 1959 el presidente de los Estados Unidos, el general Eisenhower, vino en visita oficial a España. Los españoles pudieron contemplar el abrazo efusivo que le dio Franco, lo mismo que, menos de veinte años antes, habían contemplado el encuentro histórico y cordial entre Franco y Hitler.

«PLUS ÇA CHANGE», 1960-1975

Paradójicamente, la estrategia adoptada a partir de 1957 para asegurar la continuidad política del régimen —el progreso socioeconómico, gestionado por los llamados «tecnócratas del Opus Dei»— llevaba dentro el germen de la posible destrucción del franquismo. En primer lugar, el desarrollo se consiguió al coste de una inflación galopante. Los efectos de ésta, amén de los de las medidas estabilizadoras introducidas en 1959, 1965, 1966 y 1967 para combatirla, fueron factores importantes en la creciente conflictividad laboral de la década de los años sesenta. En segundo lugar, el contacto con personas e ideas de más allá de las fronteras geopolíticas españolas fue un estímulo para el interés y la oposición de aquellos españoles (sobre todo en los medios universitarios e intelectuales) que sentían la necesidad de formas de expresión política alternativas a las que ofrecían los estrechos límites del franquismo. En tercer lugar, la crisis socio-económica no era «buena para el negocio»; las clases patronales empezaban a perder confianza en un sistema cuyas únicas respuestas —la represión y la organización sindical oficial— eran de eficacia cada vez menor.

Ya no era una simple cuestión de supervivencia y continuidad. Las presiones que venían acumulándose bajo la superficie artificiosamente tranquila de la sociedad española derivaban su fuerza no solamente de una situación objetivamente adversa, sino también de la conciencia subjetiva de que Franco tenía casi ochenta años y que, por lo tanto, su muerte era un acontecimiento muy probable en un próximo futuro. La tensión política, que aumentaba progresivamente según avanzaba la década, era a la vez resultado y reflejo de esta conciencia por parte de franquistas y oposición. En respuesta a estas presiones, en 1966 se promulgó la Ley Orgánica del Estado, en la que se reafirmaba la vocación monárquica de España y, en 1969, se nombró al príncipe Juan Carlos de Borbón sucesor de Franco. Eran dos medidas políticas pensadas para «terminar con toda especulación sobre el futuro del régimen»[28]. Como en 1947, el referéndum celebrado en 1967, mediante el cual se pretendía lograr el aprobado plebiscitario para la labor del Caudillo, contó con una inmensa campaña propagandística a favor. El peso de su preparación recayó fundamentalmente en los Servicios de Prensa y Propaganda organizados por los falangistas desde la Secretaría General del Movimiento y el Ministerio de Información y Turismo.

Si bien la década de los sesenta se caracterizó políticamente por el avance de los monárquicos alfonsinos y el ocaso de los «camisas viejas» falangistas, también vio la emergencia de una nueva generación de falangistas. Nacidos tarde para participar en la guerra civil, criados en los años del hambre y nutridos con la doctrina falangista en el Frente de Juventudes y el SEU, los Fraga, Martín Villa, Suárez González (Adolfo y Fernando), Elorriaga, Ortí Bordás, Cisneros, Castro Villacañas, etcétera, eran —para darle la vuelta al dicho— vino viejo en odres nuevos. Mantenían la fidelidad a los valores que habían dado pie al régimen franquista y eran partidarios de la continuación de éste, incluso después de muerto su fundador. Al mismo tiempo eran realistas y creían que, para asegurar la continuación del franquismo, era necesario adaptarlo a un contexto nacional e internacional muy diferente al de los años treinta. De ahí que considerasen compatibles «revolución» y «restauración», «monarquía» y «Movimiento». De ahí también que, en la primera mitad de la década de los sesenta, mientras algunos falangistas creaban grupos para reivindicar la doctrina de los fundadores de su partido en su más puro estado, los «camaradas» de corte moderno, por el contrario, se ocupaban de escalar puestos en las estructuras del Movimiento, en un esfuerzo previsor de participar desde dentro en la preparación del posfranquismo. Su presencia en las delegaciones de la Secretaría General del Movimiento, las centrales y servicios sindicales, la administración provincial y local y los medios de comunicación social oficiales aseguraba la permanencia del marco de unicidad política establecido durante la guerra civil. Así, era formalmente cierto cuando, en 1970, el propio Franco equiparaba la estructura política entonces vigente con la creada por el Decreto de Unificación en 1937[29]. El conservadurismo de la «generación de Fraga»[30] garantizaba la continuación de la batalla contra los «enemigos» ya tradicionales del régimen e hizo que actuara como muro de contención frente a la presión de las múltiples corrientes a favor del cambio que empezaron a surgir a lo largo de los años sesenta.

La emergencia hacia finales de la década de una «oposición tolerada» dentro del propio campo franquista suele interpretarse como una indicación de hasta qué punto el régimen había evolucionado desde sus inicios. En realidad, como hemos visto, siempre habían existido diferentes corrientes dentro del monolito aparente del Movimiento Nacional y siempre había insatisfechos. Al igual que los neofalangistas, la «oposición tolerada» —compuesta fundamentalmente por hombres de simpatías demócrata-cristianas y colectivamente más reconocible en el grupo «Tácito»— tenía sus orígenes en las filas de la derecha franquista y defendía posturas reformistas, pero no radicales. Al igual que los disidentes de los años cuarenta, esta oposición era «tolerada» porque era a la vez «controlada» por los servicios de información franquistas, por el marco político dentro del cual funcionaba y por sus propios intereses. Si, en los años setenta, era más abierta que sus predecesores, en gran medida esto era posible gracias a la labor de zapa que venía haciendo la oposición no tolerada desde el final de la guerra civil. Si ahora era más audible, aireando sus opiniones en artículos colectivos publicados en la Prensa diaria de gran tirada, era porque hasta entonces el régimen no les había estorbado; al contrario, les había facilitado una posición social, profesional y económica totalmente vetada a los perseguidos miembros de la oposición de izquierda.

A principios de los años setenta, las múltiples limitaciones del régimen franquista frustraban las ambiciones de unos hombres ya en edad de tomar las riendas del poder. Sin embargo, ya no se trataba, como en los años cuarenta, de complots y conspiraciones para desterrar o asesinar a Franco para traer después a algo aún sin precisar. Se trataba de esperar a que llegara lo que se venía preparando desde 1947 y, mientras tanto, de irse situando lo mejor posible con respecto al nuevo régimen, previsible para los próximos cinco a diez años. Así, aunque deseosos de un futuro de cariz más europeo-atlantista, a ninguno de los miembros de la «oposición tolerada» se le hubiera ocurrido adelantar su llegada mediante el asesinato de un miembro del propio bando franquista, como se les ocurrió a miembros de ETA al asesinar al presidente del Gobierno, almirante Carrero Blanco, en 1973. Tal vez no se les ocurrió, además de por razones humanitarias, por temor a la fuerza —residual pero real— de los representantes del reaccionarismo franquista más puro (falangistas y carlistas «sixtinos»[31]), amén de la de las fuerzas armadas a cuya cabeza seguía estando Franco.

No carecían de fundamento tales temores. Carrero Blanco había sido considerado por todos como el delfín de Franco y destinado a ser el mentor del futuro rey. Su muerte sin duda supuso un paso grande hacia la frustración de este plan, pero el tímido reformismo que empezó a asomarse después de su muerte —capitaneado por Carlos Arias Navarro— era muy limitado y en ningún caso preveía el desmantelamiento del régimen franquista. Ante las promesas de asociación política libre, mayor libertad de expresión y mayor tolerancia hacia la oposición no comunista hechas por el gobierno Arias, los excombatientes sacaron su mejor léxico de reacción amenazante por boca de su delegado nacional y exministro de Franco, José Antonio Girón[32]; el ministro de Información y Turismo, Pío Cabanillas, fue cesado por lo que se consideró su exceso de celo en la aplicación de criterios liberales a los asuntos de Prensa y cultura; y se declaró un estado de excepción en el País Vasco, en abril de 1975. Había treinta años de adaptaciones estratégicas entre, el franquismo que negociaba con Hitler en 1941 y el que daba la bienvenida al secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger en 1973; pero ideológicamente no había ninguna diferencia entre el régimen que fusiló a miles de republicanos en los años cuarenta y el que ejecutó al anarquista Puig Antich en 1974 o a militantes de ETA y FRAP en 1975.[33]

Los ejes de la política franquista seguían siendo, como en 1936, la lucha contra la democracia y por conservar la parcela de poder conseguida dentro de las estructuras del sistema establecido para llevar a cabo aquélla. La lucha de los falangistas era más enconada a principios de los años setenta que en muchos años antes porque, a diferencia de los demás componentes políticos del régimen, les iba a ser sumamente difícil conservar su parcela una vez desaparecido su patrocinador vitalicio, Franco. La suya era literalmente una lucha a muerte. Su declive definitivo comenzó el 20 de noviembre de 1975 con la muerte de Franco, y hasta qué punto franquismo y falangismo habían sido mutuamente dependientes quedó demostrado por la rapidez y facilidad con las que fueron desmanteladas las estructuras burocráticas que habían sostenido a ambos. Irónicamente, lo fueron desde el Consejo Nacional del Movimiento, por antiguos miembros del propio partido, y para dejar lugar al liberalismo que habían combatido tan duramente durante cuarenta años. Para colmo, todo el proceso estaba presidido por un descendiente de la monarquía por ellos declarada «gloriosamente fenecida», a quien ellos mismos, mediante su apoyo a Franco, habían ayudado a regresar.

Así, los que al principio del régimen franquista parecían los ganadores eran, después de muerto Franco, los grandes perdedores; mientras que los que en 1939 menos parecían haber avanzado hacia el establecimiento de su ideal, al final, se salieron con la suya. Una no puede por menos de preguntarse si con más decisión, más comprensión, más flexibilidad o simplemente menos egoísmo por parte de unos y otros no se les podía haber ahorrado a los ciudadanos de a pie los sufrimientos del camino.