Sobre los comienzos del sindicalismo franquista, 1939-1945 (Miguel A. Aparicio)
MIGUEL A. APARICIO
SOBRE LOS COMIENZOS DEL SINDICALISMO
FRANQUISTA, 1939-1945[1]
INTRODUCCIÓN: EL ESTADO FASCISTA Y SUS ORGANIZACIONES SINDICALES
Sin más pretensiones que encuadrar los elementos de análisis que introduciré posteriormente, deseo empezar esta comunicación con el enunciado de alguno de los rasgos caracterizadores del sindicalismo fascista. Esta necesidad de estudio previo se presenta ante todo como una exigencia en la comprobación del paralelismo, aparente o real, entre los modelos sindicales fascistas y la organización sindical española. Entre otras razones porque ese paralelismo ha sido invocado, bien para defenderlo o bien para rechazarlo, por la mayor parte de los autores que han tratado algún aspecto del régimen político impuesto tras la guerra civil. Lo curioso es que en este campo no hay unanimidad entre los distintos bandos ideológicos. Incluso dentro de los agiógrafos del régimen ha habido quienes no han dudado en calificar de «residuo fascista» a la organización sindical. Brian Crozier, uno de estos intelectuales europeos de media fila que logró captar el franquismo en sus postrimerías, indicaba, como sin darle importancia, que «los sindicatos verticales siguen siendo todavía uno de los más permanentes adornos fascistas del régimen de Franco». Esto se publicaba en 1969, fecha en la que también aparecía una obra del catedrático de Derecho Político —R. Fernández de Carvajal— (La Constitución española) con el sano propósito de demostrar el carácter constitucional del régimen y su carácter relativamente adaptable a los demás sistemas europeos.
La primera característica común en los Estados fascistas clásicos ha sido la de crear sus propias organizaciones sindicales como aparatos insertos en el propio Estado. Su sistema político, reproducción en buena parte de una estructura militar modernizada gracias al papel del partido único (segunda gran característica común), culminaba un proceso de integración coactiva del movimiento obrero cuyos rasgos ya se habían apuntado en épocas políticas anteriores. En definitiva y en este aspecto, los aparatos sindicales fascistas son la versión contemporánea de la actitud del viejo Estado liberal frente a la lucha de clases: la de la prohibición radical de las organizaciones sindicales. Naturalmente que el fenómeno es mucho más complejo y que no pretendo ningún tipo de asimilación hipostática entre ambas formas estatales; pero lo que sí es indudable es que nos hallamos ante dos maneras de tratamiento de la lucha de clases que parten de una visión común: la de su rechazo y la instrumentación de medios pertinentes (distintos en cada momento histórico) para impedir que aflore políticamente.
Esta radical negación de la lucha de clases (lo que en términos funcionalistas se llamaría negación a la institucionalización del conflicto) cruza de arriba abajo la estructura política e ideológica del Estado fascista que si, por un lado, concentra el poder político, por otro mantiene y profundiza la propia estructura de la sociedad civil. En definitiva, el poder se ejercerá para lograr un doble núcleo de objetivos: en el ámbito interior, la consolidación política de las clases dominantes bajo la hegemonía de una de sus fracciones y, en el exterior, facilitar las vías de salida de la expansión imperialista.
Este doble espectro de objetivos, en el que coinciden la mayor parte de los comentaristas, fue acompañado de respuestas derivadas de esas necesidades. La fundamental de ellas y premisa necesaria para satisfacerlas fue la creación y articulación especial de los aparatos de dominación de la clase obrera. De todas formas, se hace preciso distinguir entre los fines generales pretendidos y las consecuencias accesorias de los medios utilizados; pero, también, a su vez, hay que distinguir entre las pretensiones de las fuerzas que apoyaron y mantuvieron la subida del fascismo al poder y los fines del propio movimiento fascista. En la primera distinción, los fines generales del Estado fascista se concretan en el logro de esa finalidad última que corresponde al capitalismo en su estadio monopolista: la remoción de obstáculos que impidan el desarrollo de las relaciones de producción capitalista y la continuación del proceso de acumulación y concentración. En este sentido, el Estado fascista no supone sino una articulación especial de las diversas instancias políticas en torno a la aceleración de ese desarrollo. En la segunda, los fines del propio movimiento fascista dado su específico contenido de base inicial pequeño burguesa se mueven esencialmente en el terreno del ejercicio del poder al servicio, con determinadas contradicciones, de los intereses anteriormente indicados.
Las consecuencias de este entrelazamiento de objetivos vinieron expresadas en los medios excepcionales utilizados para su consecución.
Estos medios excepcionales se explican en virtud de la coyuntura concreta en que se encontraban los respectivos capitalismos nacionales, en su estructuración interna y en el ámbito internacional. Es indudable, por ejemplo, que la subida del fascismo liquidó el reformismo, pero no como finalidad preferente —en contra de lo que señalaba Rosemberg— sino más bien como una consecuencia general de la opción escogida por el gran capital.
Sin entrar en la complejidad de la articulación de clases que el fascismo potencia (subordinación del medio capital y de la propiedad media agraria), lo cierto es que, con el Partido Único como gran auxiliar, su funcionalidad general de carácter bonapartista requirió de una reestructuración de sus aparatos políticos en línea con los objetivos a que respondía. En un primer acercamiento nos encontramos con una organización sumamente centralizada que liquida poderes locales y refuerza los mecanismos jerárquicos de la administración. Todo ello favorece una mayor homogeneidad en la toma de decisiones aunque, como es obvio, no se consiguiera la eliminación de las distintas contradicciones internas. La segunda característica está representada en el rol jugado por el partido fascista, especialmente en la primera fase del asentamiento del Estado. Se trata de un rol múltiple que enlaza la base social de apoyo con los aparatos estatales, integra a los funcionarios de la ideología y despliega los medios coercitivos necesarios en el proceso de dominación. Sin embargo, el partido no es un simple instrumento en manos del gran capital, como lo pone de manifiesto su carácter de partido de masas en la etapa de consolidación. En realidad, su principal función vendrá dada por el mantenimiento del apoyo al Estado por parte de las clases medias, de un lado, y de otro por la cohesión general que ideológicamente proporciona a la mayor parte de los aparatos del Estado. Como es sabido, una vez estabilizada la dictadura fascista, la comunicación con las capas medias ya no será un factor institucional indispensable aunque siga, en cambio, siendo necesaria la función ideológica. En todo caso, pasada la fase de estabilización, el partido se diluye en cierta forma en el interior de los aparatos estatales o funciona como uno más de entre ellos.
Alrededor de las notas que acabo de enumerar, se produce progresivamente una reestructuración general del conjunto de esos aparatos estatales: la represión se convierte en un centro básico de aseguramiento del poder político, excediendo ampliamente los instrumentos de coacción tradicionales del Estado; la unificación ideológica es proyectada no sólo por los aparatos estrictamente especializados en ella sino por todo el conjunto de organismos estatales. Y, sin embargo, el aspecto de mayor importancia es el de la organización de la dominación de la clase obrera a través de todos los expedientes a su alcance.
Este hecho fundamental es el que, por encima de todos los demás, caracteriza al Estado fascista. No se trata de que únicamente se persiga la dominación física de esta clase. Se trata, sobre todo, de lograr su sometimiento incondicional en el proceso productivo y al poder político. La organización del consentimiento y la coacción, la supresión de organismos obreros autónomos y su sustitución por órganos estatales especializados modulan en la práctica estatal fascista el objetivo expresamente fijado de «suprimir la lucha de clases».
Como es lógico, cada uno de los dos Estados fascistas-tipo (el italiano y el alemán) siguieron unas pautas organizativas distintas en materia de organización sindical obrera. El primero fue implantando progresivamente el sistema de centralización e integración de los sindicatos dentro del Estado siguiendo los mismos pasos que el propio proceso de transformación fascista del Estado. El segundo, lo impuso con gran celeridad, como correspondió a su propio proceso de consolidación.
Pero es que, incluso, aunque las finalidades eran las mismas los modelos organizativos fueron diferentes. En el supuesto italiano, donde hasta la Ley de 1926 no se establece el principio de unidad sindical, se mantuvieron separadas las organizaciones patronales y las organizaciones obreras. Incluso hasta 1928, en que es separado Rossoni de la dirección sindical fascista, los sindicatos mantuvieron ciertas veleidades populistas con algún enfrentamiento con la patronal. Por el contrario, en el Estado nazi fue eliminado cualquier tipo de organización sindical desde el primer momento y sustituido por una organización sui generis —el Frente Alemán del Trabajo—, con la misión estricta de conseguir la «paz en el trabajo», consistente en la aplicación estricta del Führer-prinzip dentro de cada una de las empresas.
Dado el carácter de estas notas, no puedo extenderme en perfilar ambos modelos y destacar sus principales elementos. Baste indicar este carácter común de constituir, en los dos casos, un instrumento específico de dominación política y social en la línea de «eliminar la lucha de clases» y ese carácter diferencial de articularse con sistemas orgánicos distintos como aparato de Estado.
EL PAPEL POLÍTICO DEL SINDICALISMO VERTICAL
Dadas las peculiaridades de este tipo de trabajo, pretendo desarrollar únicamente dos de los puntos posibles: la construcción normativa del sindicalismo vertical en el período que nos sirve de referencia y algunos aspectos de su expresión ideológica. Sin duda, es una visión demasiado escueta para un fenómeno tan importante y tan diverso a la vez.
El proceso de creación de los sindicatos verticales
Lo que resultaría finalmente el edificio orgánico de la Organización Sindical española adquiere su expresión más gráfica en las sucesivas disposiciones normativas que la van apuntando primero, creando después y adaptándola más tarde hasta una consistente estabilización.
Tal vez la perspectiva de hacer alusión a tales normas jurídicas sea excesivamente parcial e incapaz de poner de manifiesto el plural entramado histórico en el que y mediante el cual la Organización Sindical aparece. Pero, sin embargo, posee una virtualidad a mi juicio muy señalada: no hay que olvidar que nos enfrentamos con un período una de cuyas características más importantes reside en el ejercicio desnudo de la fuerza; en el que en buena parte la ideología son ideas y valores no sólo de justificación sino también de definición y exteriorización de esa misma fuerza. Y, por eso, la mayor parte de las disposiciones jurídicas adoptan un doble carácter: por un lado, se alejan voluntariamente de las técnicas jurídicas liberales, con todo su peso ideológico encubridor, y, por otro, exponen de forma muy directa los propósitos que mueven a adoptar las decisiones. No quiero decir que siempre sea así; lo único que quiero es resaltar este aspecto (a mi juicio no lo ha sido suficientemente) que de por sí puede aportar bastante luz sobre los contenidos objetivos del franquismo.
La primera disposición de carácter general que afecta a las actividades sindicales aparece en el primer «bando» de la Junta de Defensa Nacional, de 28 de julio de 1936, por el que se declara el «estado de guerra»: «Se considerarán como rebeldes … Los que coarten la libertad de contratación o de trabajo o abandonen éste, ya se trate de empleados, patronos u obreros».
Más decisivo y conceptualmente elaborado es el Decreto de 13 de septiembre de 1936, en el que aparece una clara concepción del adversario («entidades que, bajo la apariencia política, envenenaron al pueblo con el ofrecimiento de supuestas reivindicaciones sociales, espejuelo para que las masas obreras —subrayado mío— siguieran a sus dirigentes, quienes las aprovecharon para medrar a su costa…», etcétera) y en el que se declaran fuera de la ley todos los partidos y agrupaciones políticas o sociales que hubieran formado parte del Frente Popular o se hubieran opuesto a las fuerzas que cooperaban al Movimiento Nacional. Con esta norma se iniciaba el proceso de allanamiento que facilitaría las construcciones políticas del bando insurgente.
Pocos días después, el Decreto de 25 de septiembre se aplica en crear una escala de necesidades y justificar las medidas a tomar: bajo el lema del «carácter netamente nacional del Movimiento salvador», se impone la exigencia primordial de «una abstención absoluta de toda actividad política y sindical» —subrayado mío—. Pero a la vez, marca un objetivo que se convertirá en la línea directriz de todo el proceso posterior: «Día llegará —dice el mencionado decreto— en que el Gobierno que rija los destinos de España sabrá desarrollar la única política y la única sindicación posible en toda nación bien organizada: la política y la sindicación que rijan y controlen los directores de la cosa pública, como depositarios de la confianza del pueblo» —subrayado mío—. La consecuencia de toda esta motivación no se hacía esperar: «Quedan prohibidas, mientras duren las actuales circunstancias, todas las actuaciones políticas y las sindicales obreras y patronales de carácter político, aunque se autoricen las agremiaciones profesionales sometidas exclusivamente a la autoridad de esta Junta de Defensa Nacional y de sus delegados».
A partir de aquí sucesivas normas irán despejando el camino de obstáculos en la construcción del nuevo aparato político y sindical: la Ley de 10 de enero de 1937 regula la incautación, censo y administración de los bienes pertenecientes a las organizaciones políticas y sindicales del Frente Popular y, tras sucesivas órdenes de la Junta Técnica del Estado, se va confeccionando la lista de las organizaciones afectadas hasta llegar a la Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939, que declara «la pérdida total de sus derechos de toda clase y la pérdida total de sus bienes». Finalmente, la Ley de 29 de septiembre de 1939 cierra este primer desarrollo normativo declarando: «Los bienes de los antiguos sindicatos marxistas y anarquistas no pueden ser destinados a ningún fin más propio que el de constituir el patrimonio de aquellos otros que, bajo la dirección política de FET y de las JONS y agrupados bajo la Delegación Nacional de Sindicatos de la misma, han de constituir la base de la futura organización económica nacional». Esta ley todavía tuvo posteriores especificaciones (creación, por ejemplo, de la Comisión Calificadora de Bienes Sindicales Marxistas), pero fueron meros detalles para su mejor puesta en práctica.
Junto con esta línea de supresión de obstáculos, aparece confluyentemente una segunda de formulación de directrices y adopción de decisiones tendentes a plasmar la organización sindical propia. Existe todo un proceso de unificación interna de las diversas opciones sindicales en el seno insurgente que culmina en un primer estadio con el conocido Decreto de Unificación de 19 de abril de 1937 (en el que no entraré) y que va a marcar luego una serie de peripecias muy ilustradoras del propio papel político jugado por este sector del régimen.
Por lo pronto, el artículo 1 de la Orden de la Presidencia de la Junta de Defensa Nacional, de 23 de junio de 1937, excluía de las disposiciones unificadoras y de la prohibición de realizar actividades sindicales a «las asociaciones cooperativas y sindicatos agrícolas, por lo que en lo sucesivo se admitirá y tramitará normalmente la documentación que los agricultores y ganaderos presenten para la constitución de los referidos organismos con sujeción a las disposiciones vigentes». De esta manera surgía un primer obstáculo a la unificación interna al dejar libres a las organizaciones patronales del medio rural, monopolio de la CESO y bastión del sindicalismo católico.
Mas, si por un lado se dejaba subsistente el esquema sindical rural católico, por otro se abordaba con prontitud la unificación en otras instancias: «Procederá a la inmediata reunión bajo su presidencia —decía un telegrama-circular del secretario político de FET y de las JONS, en mayo de 1937— sindicatos patronos y obreros afectos a Falange Española y Obra Sindical Corporativa y a su unificación con arreglo a las normas siguientes…». Y a continuación indicaba la necesidad de agrupación de los obreros por profesiones y localidades, cuyos directivos debían ser nombrados por el jefe provincial de Falange y de actuar de la misma forma con los sindicatos y asociaciones profesionales. En realidad, esta disposición se refería a los sindicatos falangistas casi exclusivamente ya que la Obra Nacional Corporativa (el telegrama confunde el adjetivo) apenas tuvo implantación alguna.
Como quiera que sea, la primera norma que acomete la tarea global de perfilar los caracteres y organización de los futuros sindicatos verticales se halla contenida en el Decreto de 4 de agosto de 1937, por el que se aprobaban los estatutos de FET y de las JONS. En éstos, los sindicatos son regulados como un servicio necesario del Partido Único (artículo 23) «para encuadrar el trabajo y la producción y reparto de bienes. En todo caso, los mandos de estas organizaciones procederán de las filas del Movimiento y serán conformados y tutelados por las jefaturas del mismo como garantía de que la Organización Sindical ha de estar subordinada al interés nacional e infundida de los ideales del estado» (artículo 29). Se encuentran aquí las líneas generales de conformación de la Organización Sindical durante todo el período que estudiamos: el artículo 30 establecía que «la jefatura nacional de sindicatos será conferida a un solo militante y su orden interior tendrá una gradación vertical y jerárquica, a la manera de un ejército creador, justo y ordenado». Estos estatutos fueron luego modificados por dos decretos (de 26 de noviembre del mismo año y de 31 de julio de 1939), pero este principio fundamental quedó incambiado. De esa forma, la futura Organización Sindical se estructuraba como un servicio del partido, dirigido por un delegado nacional, nombrado y destituido por el jefe nacional del Movimiento, es decir, por el general Franco, en quien, como es de sobra sabido, convergían «todos los poderes del Nuevo Estado».
En principio, pues, ninguna autonomía se concedía al proyecto sindical; más bien todo lo contrario, y en cualquier supuesto no mayor que el que hubiera podido tener el Partido Único. Las cosas, sin embargo, no fueron así y, como ya he escrito en otras ocasiones, se asistió a un intento de lograr un cierto margen de maniobra propio aglutinando un sector de la élite política que pretendía un mayor poder. Pero en esta cuestión no podemos entrar. Ahora nos interesa señalar muy brevemente unas cuantas normas que expresan bastante bien la confusión en que se desenvuelve este inicial proceso.
Porque, en efecto, durante la guerra civil y mientras se dictaban las normas anteriores, habían ido apareciendo varias disposiciones —normalmente bajo el rótulo de «órdenes»— creadoras de un buen número de «organismos sindicales», que también son llamados «sindicatos», donde aparecen algunos tan peculiares como el Sindicato de la Hoja de Lata y el Estaño, o el Sindicato de Importación de Abonos, también llamado, este último, de Fertilizantes. En realidad se trataba de organismos de intervención económica que en determinados momentos se superpusieron a las Comisiones Reguladoras de la Producción (creadas el 21 de abril de 1938). La mejor muestra de este carácter es fijarse en la composición de sus comités sindicales: estaban formados exclusivamente por miembros del gobierno, un vocal por los empresarios del sector afectado y un delegado de FET y de las JONS.
Al margen de estos «sindicatos» ningún otro organismo especial aparecerá durante la guerra civil. Incluso existe una amplia variedad de interpretaciones sobre qué estructura debían adoptar al término de la misma, según veremos más adelante, hasta el límite de que el mes de mayo de 1937 el secretario político de FET y de las JONS dicta una circular ordenando que «las delegaciones sindicales provinciales y las delegaciones provinciales de Prensa y Propaganda se abstendrán en absoluto de publicar escrito alguno que pretenda interpretar el contenido del citado punto» (circular de 2 de mayo de 1937). El citado punto no era ni más ni menos que uno de los Veintisiete Puntos de FET y de las JONS que habían sido reducidos a veintiséis en el Decreto de Unificación y que justamente trataba de qué Sindicatos pretendía la Falange.
De esta forma surge, al compás del proceso de reorganización del Estado, una reformulación del proyecto sindical. Por Ley de 30 de enero de 1938, a la par que se volvían a consagrar los plenos poderes del general Franco, se daba una nueva estructuración a la administración del Estado y se creaba el Ministerio de Organización y Acción Sindical con la misión de asumir las competencias sindicales que, en principio, tenía otorgadas el Partido Único. Y aunque la existencia de este nuevo organismo no aclaró demasiado el panorama sindical sí que, en cambio, puso de relieve cómo el inicial proyecto falangista no tan sólo no era patrimonio exclusivo de ese sector sino que en cualquier momento le podía ser sustraído.
Las aportaciones de esta fase son en resumen pocas y hasta en ocasiones grotescas. La creación de las Centrales Nacional-Sindicalistas por Decreto de 21 de abril de 1938, que pretendían «terminar con el confusionismo existente en la actualidad» —según rezaba la exposición de motivos— marca una sugerente organización dual en que los delegados provinciales de sindicatos son miembros del partido y, simultáneamente, delegados del ministerio. Esta clásica vía de la centralización por medio de los delegados no tuvo apenas desarrollo. Lo más peculiar fue la creación de los llamados «síndicos económicos» por Decreto de 5 de agosto de 1938, que aparecieron como la piedra filosofal para conseguir la intervención de los organismos sindicales en «la ordenación de la vida económica nacional». Pues bien, tales síndicos («es un título de honor, el honor más alto a que pueden aspirar los elementos productores», decía el n.º 19 de la revista Vertical) no era más que un desmesurado organismo consultivo cuyos miembros eran designados por el gobierno y que debían operar exclusivamente mediante encargo. El número 1 de la revista Organización y Acción Sindical parece que no compartía este juicio. Por el contrario, para ella «los síndicos económicos —nombre de rancia estirpe española, grave y austera— responden a todas las exigencias de la doctrina nacional-sindicalista y sirven al mismo tiempo a las necesidades de un estado moderno». Naturalmente, carecían de cualquier competencia que no fuera consultiva.
Más importante fue, como es de suponer, el Fuero del Trabajo, que expresó en este ámbito unas directrices lo suficientemente ambiguas como para que pudieran ser moldeadas en el futuro sin excesivos problemas, y ello a pesar de las aparentemente rotundas afirmaciones que se contienen. Su Declaración XIII, tras indicar que la organización nacional-sindicalista del Estado se inspirará en los principios de unidad, totalidad y jerarquía, ordenaba el encuadramiento de todos los factores de la economía en sindicatos verticales, que sus directivos serían militantes del Partido Único y especificaba como caracteres de la Organización Sindical el ser un instrumento al servicio del Estado, a través del cual «realizará principalmente su política económica», definiendo al sindicato vertical como «una corporación de derecho público que se constituye por integración en un organismo unitario de todos los elementos que consagran sus actividades al cumplimiento del proceso económico, dentro de un determinado servicio o rama de la producción, ordenado jerárquicamente bajo la dirección del Estado». Recordemos que esta norma fue de 9 de marzo de 1938. Desde luego, el Fuero del Trabajo, tal como se promulgó, constituyó más la expresión de un determinado pacto ideológico («norma programática») que una norma de contenido institucional. Pese a lo cual sirvió como punto de referencia a los intentos sindicales una vez que hubo terminado la guerra civil.
Con toda esta serie de disposiciones podemos percibir, al menos, una cierta ebullición en las diversas alternativas que se proponen para la definitiva estructuración sindical. Lo cierto es que la guerra civil marcó más las pautas de una cierta lucha ideológica que los rasgos perfilados de la institución que estamos comentando. Entre otras razones porque las finalidades que habría de cumplir con posterioridad la Organización Sindical estaban siendo cubiertas por los propios mecanismos militares bélicos.
Es, en consecuencia, al término de la guerra cuando el proceso legislativo nos permite ver con mayor claridad los elementos básicos del papel que va a otorgarse a la Organización Sindical. Según veremos más tarde, es el momento en que se crea la primera Delegación Nacional de Sindicatos y es el momento también en que comienzan a dibujarse con cierta precisión las funciones políticas generales que se atribuyen al nuevo aparato.
De esta forma, la cadencia legislativa continúa con dos normas fundamentales: la Ley de Unidad Sindical, de 26 de enero de 1940, y la Ley de Constitución de los Sindicatos, de 6 de diciembre del mismo año. Entre una y otra se desenvuelve un período muy rápido de construcción sindical con ciertos aires de disidencia política. Previamente, en una nueva reestructuración de la administración, el Ministerio de Organización y Acción Sindical había sido sustituido por el Ministerio de Trabajo, separándose así la rama laboral que quedaba en éste de la rama sindical que pasaba de nuevo al Partido Único. Pero veamos, en primer término, los rasgos generales de las dos leyes anteriormente apuntadas.
La Ley de Unidad Sindical sentaba el principio del monopolio sindical por el Partido Único: «La Organización Sindical de FET y de las JONS —decía— es la única reconocida con personalidad suficiente por el Estado …». Monopolio relativo, sin embargo, porque a continuación añadía que: «No obstante lo dispuesto en el párrafo anterior, las corporaciones de derecho público y los organismos de índole social que ejerzan, por disposición emanada del poder público, representación profesional económica, subsistirán en el ejercicio de sus funciones hasta que se acuerde lo contrario por ley o decreto, según los casos, acordado en consejo de ministros» (artículo 1, párrafos 1 y 2). Por otro lado, también quedaban excluidas de la unificación las entidades que con anterioridad al mes de octubre de 1938 (Ley de Cooperativas) viniesen funcionando como tales cooperativas.
Ello no fue obstáculo para que desde el equipo de sindicatos se iniciase una amplia y rápida operación unificadora que le trajo no pocos problemas poniendo de relieve un cierto enfrentamiento entre élites políticas del que luego daremos cuenta.
Como quiera que sea, lo cierto es que la Delegación Nacional de Sindicatos comenzó a emitir una serie de disposiciones dotándose de una organización interna dividida en «servicios», tres «secciones» especializadas, una asesoría jurídica, una secretaría de despacho y un consejo asesor, y desarrollando la creación de los primeros Sindicatos Nacionales y de los llamados Servicios Nacionales (que más o menos eran idénticos a dichos sindicatos).
Hay que advertir que en el período que transcurre entre las dos leyes que acabamos de indicar toda la operación creativa se dirigió, aparte de la reestructuración interna, a fundar tales Sindicatos Nacionales con fines esencialmente de control económico. Para ello, al tiempo de promulgarse la Ley de Constitución de los Sindicatos, o Ley de Bases, se había procedido a una organización unitaria de cada sindicato que adoptaba la estructura siguiente: ámbito nacional, con sus jefaturas, dividido a su vez en «ciclos» (de producción, de industria y de comercio) y éstos, a su vez, en «grupos» variables; a continuación se hallaba la zona económica en que cada «grupo» se extendía territorialmente; se terminaba con el ámbito provincial, que seguía una división muy similar a las anteriores. La provisión de los cargos se efectuaba directamente bien por el delegado nacional (jefes, subjefes, secretarios y vicesecretarios nacionales de cada sindicato), bien por el jefe nacional del sindicato que nombraba todos los demás cargos inferiores.
Ahora bien, mientras tanto subsistieron las Centrales Nacional-Sindicalistas, que tenían un ámbito provincial y local y que estaban destinadas al «encuadramiento» de las «masas» y que también fueron reordenadas: al frente de cada provincia, el delegado provincial de sindicatos era el jefe de la CNS provincial correspondiente, dependía y era nombrado por el delegado nacional y tenía bajo su mando los delegados comarcales y locales. Su estructura orgánica general era la siguiente: un secretario provincial como segundo jefe; una administración encargada de recoger las cuotas y coordinar la actividad de los enlaces sindicales; inspección provincial; cuerpo de delegados administrativos; asesoría jurídica; servicio de estadística y colocación; jefatura de obras sindicales, etcétera. Como se ve, emerge un aparato administrativo bastante desarrollado que se plantea como expresión de la organización central encarnada en la Delegación Nacional de Sindicatos.
Pues bien, estas líneas organizativas van a ser recogidas y fijadas por la Ley de Sindicatos de 6 de diciembre de 1940. Las Centrales Nacional-Sindicalistas como órganos de masa y los Sindicatos Nacionales como órganos económicos u órganos sin masa. Las primeras, encargadas de «establecer la disciplina social de los productores sobre los principios de unidad y cooperación» (artículo 16), tenían una estructura de mando basada en un estricto principio jerárquico con un escalamiento sucesivo de jefaturas individuales con poder cuasi absoluto en la propia esfera. Los segundos poseían una estructura algo más compleja: en cada Sindicato Nacional un jefe asistido por una Junta Central Sindical (integrada por un número indeterminado de «jerarquías», jefes de los diversos «ciclos», «secciones» y «grupos económicos» además de un representante de cada ministerio afectado por la rama o servicio afectado por cada sindicato). Otra novedad importante era que se cambiaba el sistema de designación de los cargos: el jefe de cada sindicato era nombrado por el jefe nacional del Movimiento (es decir, el general Franco), las «jerarquías» por el secretario general del Partido Único; los representantes ministeriales por el gobierno; y quedaba en manos del delegado nacional el nombramiento de los jefes de los diversos «ciclos», «secciones», etcétera. Las otras subdivisiones orgánicas quedaban como hemos apuntado líneas atrás.
A partir de esta ley se «formaliza» la Organización Sindical, no sin antes sufrir modificaciones sus órganos de dirección central como consecuencia de la caída del primer delegado nacional, Gerardo Salvador Merino. El Decreto de 28 de noviembre de 1941 reorganizaba la Secretaría General del Movimiento y el 29 del mismo mes una orden de dicha secretaría reestructuraba la Delegación Nacional de Sindicatos mediante la creación de una Secretaría Nacional de Sindicatos y cuatro vicesecretarías (Ordenación Social, Ordenación Económica, Obras Sindicales y Organizaciones Administrativas), en un camino de progresiva centralización y afianzamiento de la autoridad única de la Secretaría General del Partido. Se prosiguió de esta forma el desarrollo organizativo sindical, cuya característica común (en cuyo detalle no podemos entrar) fue la de la proliferación burocrática y de órganos de la más variada tipología.
Por fin, dos decretos de la Jefatura del Estado de 17 de julio de 1943: uno regulaba las funciones generales de los organismos sindicales, distinguiendo entre «línea política de mando» y «línea económico social», que en adelante se convertirían en los dos grandes principios teóricos de la Organización Sindical. Estas funciones se reputaban autónomas, para lo cual se concedía a las organizaciones sindicales personalidad jurídica pero «sometidas a la disciplina política de FET y de las JONS». Declaraba, por último, dicha norma la separación entre el patrimonio sindical y el patrimonio del Partido Único. El otro versaba sobre «provisión de jerarquías en las unidades sindicales» y supuso la introducción de un restringido sistema electoral cuyo esqueleto era el siguiente: por elección directa los afiliados a los sindicatos escogían únicamente los puestos a cubrir de primer grado (cofradías, sindicatos de empresa, gremios y hermandades locales) entre una lista de candidatos, elaborada por el delegado local de sindicatos, que debía contener el triple de nombres de los puestos a cubrir. Realmente, no se podía pedir más.
Tras estas disposiciones, por un nuevo Decreto de 17 de julio de 1944, se convocaron las primeras elecciones sindicales, que tuvieron lugar el 22 de octubre siguiente. Definitivamente, la Organización Sindical había adquirido la estructura más adecuada a la función política que se le exigía.
Mas ¿cuál era ésta?
Las funciones y el juego político de la Organización Sindical en su expresión ideológica
Es evidente que afrontar este problema exige tener en cuenta, al menos, una serie de elementos que se superponen: la expresión ideológica, el juego del aparato sindical dentro del Estado y las funciones concretas que va desempeñando.
Lo primero que hay que indicar es que la novedad más importante que introduce el régimen franquista sobre el período anterior de la restauración y, más en concreto, sobre la dictadura de Primo de Rivera es la aportación del Partido Único. Y que dentro del Partido Único el conjunto institucional y político más destacado ha sido siempre la Organización Sindical. De forma que en esta última ha confluido gran parte de la propia andadura del régimen y, a mi juicio, ha seguido con bastante fidelidad sus cambios o adaptaciones. Lo que ocurre es que en cada fase la Organización Sindical ha tenido que cumplir objetivos diferentes, pero siempre, en cambio, bajo la directriz de la absoluta coherencia con las necesidades del sistema por el que y para el que fue creada.
Y partiendo de la formulación ideológica sería bueno también distinguir varios niveles: la teorización del sindicato y de lo que tal institución debía representar en el proyecto de Estado dentro de categorías más generales, así como el producto teórico que la propia institución, una vez construida expande hacia fuera. En otras palabras, cuál es la ideología sobre la Organización Sindical y cuál es la ideología de la Organización Sindical. Obviamente, ambos planos se confunden en muchas ocasiones y además adquieren expresiones diversas según los momentos concretos.
En estos sentidos valga una afirmación inicial que después irá siendo matizada: parece claro que una de las fuentes de que se nutre la teorización del sindicato provino de los antes citados puntos de Falange. El noveno rezaba así: «Concebimos a España en lo económico como un gigantesco sindicato de productores. Organizaremos corporativamente la sociedad española mediante un sistema de sindicatos verticales por ramas de la producción, al servicio de la integridad económica nacional».
Sin embargo, como es bien sabido, las influencias teóricas provinieron también del corporativismo católico y, de hecho, en las diversas publicaciones que aparecen en la guerra civil se entabla una curiosa lucha de influencias ideológicas en la que aparecen opiniones para todos los gustos y en las que el caballo de batalla se encuentra en determinar si el punto de inflexión organizativo futuro va a radicar en la «corporación» o en el «sindicato». De hecho, ambas posturas, con matices de grado que no de calidad, se hallan de acuerdo en dos postulados básicos: un Estado autoritario y la erradicación completa de la lucha de clases. José M.ª Gil Robles lo decía muy claramente en un prólogo del año 1937 a la obra de Ruiz Alonso: «El régimen corporativo, sobre todo en el período forzosamente largo de su implantación y consolidación, exige un poder político fuerte … capaz de superar las desviaciones de las fuerzas sociales y encaminarlas coactivamente a los fines colectivos». Y más adelante: «un sistema de organización corporativa no será nunca eficaz si no acierta a arrancar de raíz el principio disolvente de la lucha de clases». Un repaso a las obras de Prieto Castro, el jesuita Joaquín Azpiazu, el propio Eduardo Aunós o el entonces joven Alberto Martín Artajo marcan esas mismas pautas: de hecho, hay una invocación al fascismo italiano por lo que se le interpretaba de contenido corporativo en un esfuerzo, no demasiado difícil todo hay que decirlo, por combinar los viejos postulados corporativistas católicos de finales de siglo, la nueva doctrina social de la iglesia y las realizaciones de dicho régimen político. En estos postulados, la corporación engloba al sindicato que se organizaría dentro de ella por brazos distintos de obreros y patronos. Y en este sentido de defensa de la corporación continúa la polémica incluso después de publicado el Fuero del Trabajo: artículos y publicaciones como las del citado Prieto Castro, Ignacio Serrano y Serrano o Sancho Izquierdo acerca de ese mismo «Fuero» son también muestra del esfuerzo interpretativo de las nuevas normas desde la óptica del corporativismo católico.
Estos puntos básicos comunes se hallan también con al menos igual fuerza en los pensadores falangistas, al margen de las indefiniciones que, por falta de directrices oficiales, tenían sus ideólogos en el campo de la estructuración orgánica. Por eso, las aportaciones más claras surgieron tras la publicación del Fuero del Trabajo. Por lo pronto, Fernández Cuesta manifestaba en Sevilla: «queremos montar la vida económica sobre la base sindical, elemento necesario para la producción, y con la propiedad privada, siempre que sea consecuencia legítima de un esfuerzo personal». Nada más decía sobre qué carácter concreto habrían de tener los sindicatos. Sin embargo, por la misma época, surgen dos categorías íntimamente ligadas con la concepción del sindicato: la de Comunidad Nacional-Sindicalista y el concepto de «relación de trabajo». La primera supone la comunidad de todos los productores que deben, obligatoriamente, tener intereses confluyentes; la segunda, en palabras de su introductor, A. Polo —que luego sería ampliada por Legaz Lacambra—, «la relación duradera y permanente, de carácter eminentemente personal, establecida a base de lealtad y confianza recíprocas, que une a todos los colaboradores de la empresa en una comunidad de intereses y fines; sintiéndose todos ellos solidarios en una obra común de interés nacional y colectivo».
En cualquier caso, y desde el principio, se pone de manifiesto que las diferencias entre los grupos que acabamos de señalar residen más en la cristalización orgánica que en los fines a cumplir. Ambos están de acuerdo: los sindicatos han de tener como misión primordial la eliminación de la lucha de clases.
Esto se aprecia con gran transparencia inmediatamente después de la guerra civil. La propia Ley de Sindicatos lo había dejado bien claro: «Expresa la ley una concepción originalmente española de la disciplina política de la economía —al considerar— a cuantos españoles participan en la producción como constituyendo una gran comunidad nacional y sindical —que es— la forma concreta de la unidad de los hombres de España en el servicio a su potencia económica; el pueblo entero de España ordenado en milicia de trabajo». Era lo que después iba a introducir su artículo 1 al indicar que «los españoles, en cuanto colaboran en la producción, constituyen la Comunidad Nacional-Sindicalista, como unidad militante en la disciplina del Movimiento».
Y no se crea que estas afirmaciones eran vistas como mera retórica. Los comentaristas de la ley lo percibieron con exactitud. Diez del Corral señalaba que ese precepto era «un imperativo de carácter moral, que se articula jurídicamente en el texto de una ley, mediante la atribución de facultades disciplinarias a las entidades por ella creadas» (es decir, a los sindicatos). Era, pues, un curioso imperativo moral con facultades coactivas. Y más tajante aún era Pérez Botija (de perspectiva corporativista católica, por lo demás) cuando decía, comentando también el mismo precepto, que «si no surgen espontáneamente la convivencia y la armonía económica serán impuestas por la coacción. Y para ello —añadía— no se recurre a la coacción estatal, al clásico intervencionismo administrativo, sino que se atribuye la garantía de ese buen orden a los organismos sindicales».
La comprensión de los fines del sindicato era, por tanto, singularmente directa. No se quedó, sin embargo, la Organización Sindical, en la aceptación de estas finalidades. En realidad, quienes formaron su primera estructura daban por supuesta en gran parte la función del encuadramiento de la clase obrera. Y puesto que, como la Ley de Bases advertía: «Vencida ya toda ilusión democrática, los organismos sindicales se constituyen por quienes voluntariamente se movilizan para el servicio de constituirlos y mandarlos», la organización inicial se aprestó no sólo a elaborar el nuevo cuadro organizativo sino también a elaborar todo un cuerpo teórico que iba bastante más allá del mero panorama sindical. A tal efecto se celebró el primer Consejo Sindical de la Falange, presidido por el delegado nacional de Sindicatos, en el que se pretendió formular un cuerpo completo de doctrina referido a todo el conjunto social y político: temas como la concepción del Estado, la lucha de clases, el concepto de empresa, la política agraria, la idea de nación, unidad, etcétera, sobrepasan ampliamente la teorización interna para proyectarse como conjunto ideológico orgánico general. Por otro lado, a este congreso asistió toda la plana mayor de los nuevos sindicatos e incluso personajes como Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar o José M.ª de Areilza. En síntesis, en este congreso se formularon análisis sobre el capitalismo (algunos bastante chocantes), sobre el Estado, sobre la necesaria autonomía de los sindicatos, sobre la lucha de clases (que se considera producto de doctrinas nefastas y no de una realidad estructural), sobre la vocación imperial de España, así como sobre la formulación de políticas concretas entre las que destaca la política industrial y agraria.
Es imposible ampliar en estas líneas el anterior resumen. No obstante, para seguir con el hilo anterior se hace imprescindible recoger algunas notas sobre la concepción de este Consejo sobre «las masas». Decía Jesús Suevos que «la Falange, forzosamente, ha de basarse también sobre la masa proletaria si quiere tener, de verdad, un futuro … Necesitamos que la conquista de las masas se realice inexorablemente». Lo mismo indicaba Carlos Pinilla («reconquistar para la patria las masas proletarias»), o Martínez Sánchez Arjona con una expresión mucho más directa: «somos, como falangistas genéricamente y como sindicalistas específicamente, los conductores del pueblo que no puede salvarse a sí mismo». Pero tal vez la formulación más precisa y exacta la efectuó el propio delegado nacional, G. Salvador Merino: «Pues bien, camaradas, a ello, con el empeño previo de ganar la confianza de las clases dirigentes que han de formar con nosotros el bloque directivo, y a merecer luego por nuestra conducta y fe la confianza de las clases populares para que nos sigan con el entusiasmo y brío de quienes se sienten soldados de una misma doctrina militante».
Creo que este último párrafo es todo un tratado sobre la concepción política y social de ese primer equipo dirigente de los sindicatos y pone bien de manifiesto el pretendido carácter «izquierdizante» que algunos comentaristas (sobre todo Ridruejo en «Escrito desde España» y aun el propio Payne) han querido atribuirle después. Lo que en realidad planteó este equipo fue un problema de ampliación de su propio margen de poder y no, en cambio, una disidencia ideológica profunda. El mismo delegado nacional abundaba en sus conclusiones en el papel político que como tal institución debían desempeñar los sindicatos. El párrafo es largo pero merece la pena transcribirlo:
De la misma manera, no podemos dejarnos llevar de nuestras ilusiones y confiar que, en plazo más o menos breve, surgirá en el corazón y en la inteligencia de cada productor una noción exacta del modo de prestar más eficientemente el servicio que se le encomienda. Ninguna eficacia tendrá la actuación de cada productor sin un encuadramiento en el que, debidamente jerarquizados con sometimiento a imperiosa disciplina —no olvidemos que la Falange es milicia y que todas sus realizaciones deben ir impregnadas de tal carácter— vayan conociendo en cada momento y en cada fase de la producción las exigencias nacionales para una total y perfecta coordinación de su actividad con las demás que integran el complejo estatal. Este encuadramiento se hace en los sindicatos …
En consecuencia, la inflexión ideológica posterior, cuando este equipo haya sido eliminado, adoptará unas connotaciones distintas, pero no tanto porque se haya modificado el papel político asignado al sindicato sino porque entra en una fase de adecuación subordinada al sistema político general en el que están presentes los distintos sectores sociales e ideológicos que habían resultado vencedores en la contienda civil. El catolicismo como ideología adquiere su máxima capacidad expansiva y la legitimación sindical ya no se busca por categorías políticas estrictas sino por la afirmación de estar realizando los valores clásicos de la religión. De ahí que aparezca de nuevo el corporativismo como núcleo permanente de aportación de ideas y elementos que sirven para identificar las realizaciones sindicales con los objetivos católicos. En este sentido, José Luis Arrese fue un vivero inagotable: desde el «queremos espiritualizar la vida», al que «la Falange está al servicio de la España auténtica y la auténtica es la España teológica de Trento frente a la España volteriana del siglo XIX», la mayor parte de sus discursos y escritos se hallan transidos por un pietismo realmente notable. Ello no obsta para que se siga viendo en el sindicato el gran instrumento de eliminación del conflicto social. Si se quiere puede notarse ahora más un discurso que adopta el tono de un sermón con intenciones convincentes que la consigna violenta de la anterior etapa. Pero el mensaje es el mismo: «Y entonces, camaradas, ¿quién es el explotador y quién el explotado?, ¿dónde están las clases?, ¿a qué viene agrupar al empresario y al obrero en ejércitos diferentes? Ya no habrá para unos y para otros sindicatos distintos, horizontales, dispuestos como en plano de batalla, sino unos mismos sindicatos verticales del nacional-sindicalismo, en los que habremos conseguido la más perfecta armonía, la más perfecta unión, porque el empresario y el obrero ya no serán dos poderes en lucha sino dos colaboradores igualmente interesados en el éxito de la empresa; no representarán intereses opuestos sino comunes».
Menos místico se mostraba Fermín Sanz Orrio, segundo delegado nacional de Sindicatos y que cubrió toda esta etapa sin el más mínimo problema. Su teorización sigue también muy parecidos caminos aunque, con una visión más pragmática, se centra, por un lado, en deshacer las pretensiones de intervención económica de los sindicatos, propias de la anterior fase, y, por otro, a insistir en la función integradora de la Organización Sindical. Valga una cita por todas: «Los sindicatos verticales no son instrumentos de lucha clasista. Ellos, por el contrario, sitúan como la primera de sus aspiraciones, no la supresión de las clases, que siempre han de existir, pero sí su armonización y la cooperación bajo el signo del interés general de la patria». La estructura desigual de la sociedad como elemento natural de la misma había sido siempre un leit motiv del corporativismo católico. Pero hay otras muchas invocaciones directas al mismo que no podemos recoger en este momento. Valga siquiera otra referencia a ese planteamiento: «Las relaciones entre empresarios y obreros se parecen a las de un padre con sus hijos».
Por fin, dentro de este mismo dirigente, comienza a destacarse también de manera expresa otro aspecto que en la fase anterior había sido ocultado. Aquí ya el papel del empresario surge con su verdadero contenido tradicional y expresa también lo que los sindicatos podían servir para sus intereses. Sanz Orrio retoma la línea del viejo conservadurismo —que había expuesto Pemartín aplicándolo a la nueva situación política— y señala cómo el empresario «es una interesante y compleja figura, pivote fundamental de todo el sistema, de tal modo que a sus facultades de mero gestor del negocio, concedidas por el derecho mercantil privado, asocia las de representante sindical de un grupo de productores, depositario de la autoridad del Estado y del Movimiento en aquel sector de la riqueza pública confiado a sus cuidados y a su diligencia, que ejerce sobre sus subordinados una autoridad directamente protegida por la fuerza del Estado y del Movimiento». Es decir, en esta visión (expresada en un discurso del año 1944) se elimina cualquier referencia al «jefe de empresa» que, como tímido proyecto, había sacado el propio Sanz Orrio dos años antes a imitación de la correspondiente figura en el nazismo. Aquí, las funciones políticas que se otorgaban a tal figura pasan sin más al empresario, uno de los beneficiarios del propio sistema sindical tal como definitivamente se había consagrado.
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En las breves páginas anteriores, según se ve, únicamente he podido abordar el aspecto que, a mi juicio, fue el determinante del papel político asignado a los sindicatos verticales.
Como se puede comprobar, nos hallamos ante un complejo institucional destinado esencialmente a la organización de la clase obrera mediante su encuadramiento coercitivo. Tal finalidad cubría tanto el frente económico como el frente puramente político. En el primer aspecto, la Organización Sindical sustituirá los mecanismos de funcionamiento tradicional del mercado de trabajo poniendo en manos del Estado la regulación directa del mismo (reglamentaciones laborales) e impidiendo el juego de la organización corporativa obrera; en el segundo, los sindicatos oficiales asumen la misión de impedir el conflicto social en el campo laboral y de impedirlo de una forma especialmente política: el sometimiento de toda la clase obrera a la organización y directrices emanadas de este complejo aparato estatal.
Es obvio que se dejan de lado otros muchos elementos de análisis (el papel asistencial que se les otorga, el contenido de promoción de sectores de la pequeña burguesía como clase de apoyo a través de la propia burocracia sindical e incluso la propia peripecia histórica como aparato que cubre la tan teorizada «fase izquierdista» del fascismo, etcétera). Sin embargo, por encima de todos ellos destaca ese fundamental objetivo de eliminación política de la lucha de clases (de alguna forma nos hallamos ante una lucha de clases «invertida», donde todo su contenido se precipita en la misma dirección política del Estado) que fue la razón de la creación y existencia misma de la Organización Sindical.
Y para finalizar estas líneas sólo me queda indicar cuál ha sido mi intención al escribirlas (o, mejor dicho, reescribirlas). Ha sido la del simple recordar, porque volver al pasado es siempre, como decía Adorno, un momento de la crítica del presente y porque, a pesar del optimismo de Brecht, todavía sigue siendo imprescindible demostrar lo evidente.