La reaparición de la conflictividad en la España de los sesenta (Juan Pablo Fusi)

JUAN PABLO FUSI

LA REAPARICIÓN DE LA CONFLICTIVIDAD

EN LA ESPAÑA DE LOS SESENTA

La idea de esta intervención es clara: que fue en los años 60 y no antes cuando el régimen de Franco tuvo que hacer frente a niveles de conflictividad importantes como para afectar decisivamente la vida pública y la dinámica política del propio régimen. Esta conflictividad tuvo una manifestación cuádruple: laboral, estudiantil, regional y eclesiástica.

La reaparición de los conflictos de masas fue consecuencia de causas y factores de orden muy distinto: sociales, políticos, estructurales, institucionales, coyunturales, etcétera. Pero, básicamente, todo ello respondió a una última realidad: la incapacidad de una estructura política autoritaria —el régimen de Franco— para responder a una sociedad —la española— en vías de desarrollo y de evolución. El régimen de Franco no pudo resolver armónicamente la alta conflictividad generada en un país en transformación acelerada, aunque pudiera convivir con ella. Es más, la propia naturaleza autoritaria del sistema contribuyó a exacerbar la conflictividad: ante la escalada de conflictos, el régimen no tuvo más respuesta —salvo algunos tímidos retoques institucionales— que una rígida política de orden público. Los conflictos, finalmente, no derribaron el régimen de Franco, pese a la gravedad, intensidad y frecuencia que llegaron a alcanzar. Pero erosionaron seriamente la legitimidad del régimen. Al menos, pusieron en entredicho uno de los fundamentos del franquismo: la idea de que el régimen de Franco representaba una etapa de paz sin precedentes en la historia de España, tal como la propaganda oficial sancionó al celebrar, con inusitado fasto, en 1964, los «25 años de paz».

La afirmación inicial —que fue en los años 60 cuando la conflictividad adquirió carácter endémico en la España de Franco— implica otros puntos que deben ser igualmente debatidos:

1) que las manifestaciones de descontento y oposición al régimen fueron, antes de aquella década, aislados, ocasionales y esporádicos, y en ningún momento llegaron a inquietarle seriamente (lo que no significa ni disminuir su importancia, ni desconocer el excepcional valor moral y político de quienes los protagonizaron): una represión dura y eficaz bastó para deshacer y contener los distintos episodios de agitación y conflicto;

2) que la represión no basta para explicar la amplia desmovilización de la opinión (y la falta, por tanto, de una oposición mayoritaria y popular al régimen) en los años cuarenta y cincuenta: el régimen de Franco tuvo mayores apoyos sociales de los que sus enemigos pensaron, en razón no de sus instituciones e ideología —posiblemente ignorados por una mayoría del país—, sino porque representó la restauración de valores tradicionales sobre la educación, la religión, la familia y el orden, profundamente arraigados en la sociedad española;

3) que la oposición política clandestina tuvo un papel comparativamente menor en la escalada de conflictos de los años 60 (con las excepciones que luego se indican). El papel de dicha oposición fue preservar los valores y principios de la democracia y de la libertad, pero su acción apenas afectó la dinámica cotidiana del régimen de Franco. El Partido Comunista (y el PSUC en Cataluña) fue, tal vez, la principal excepción: tuvo al menos una función importante en la coordinación y continuidad de los conflictos laborales y universitarios; ETA, creada en 1959, fue el catalizador del problema vasco, principal —casi único— problema regional serio que tendría que afrontar el régimen. Pero la conflictividad no reapareció como consecuencia de la acción de la oposición: fue, como se ha dicho, consecuencia del propio desarrollo de la sociedad española y de la imposibilidad del régimen de Franco de adaptar su estructura política a las nuevas realidades sociales del país. De la conflictividad de los años 60 surgiría, precisamente, una nueva oposición antifranquista, esto es, una nueva tradición democrática, nuevas ideologías y nuevos organismos («nuevos», en el sentido de no vinculados con las fuerzas democráticas anteriores a la guerra civil): en el orden laboral, CCOO, HOAC y JOC; en el orden regional, ETA; en el orden ideológico-político, el FLP, germen de toda una «nueva izquierda», la renovada democracia cristiana, el PSI, los grupúsculos de izquierda comunista, la labor de algunas personalidades de significación liberal y socialdemócrata. En contraste, fuerzas «históricas» como PSOE (exterior), grupos republicanos, CNT, UGT, PNV, Generalitat en el exilio, Esquerra Republicana y similares, o desaparecerían o se desdibujarían y, en cualquier caso, tendrían una importancia verdaderamente irrelevante (lo que no impediría que algunos de ellos reaparecieran con extraordinaria fuerza en los últimos años de la vida de Franco);

4) que la conflictividad no llegó, ciertamente, a terminar con el régimen de Franco, que, si no pudo ni resolverla ni canalizarla, llegó a convivir con ella (una imagen de los últimos quince años del franquismo que sólo diera cuenta de la proliferación de conflictos, y que no tuviera en cuenta ni el crecimiento económico, ni los relativamente altos niveles de bienestar y consumo logrados, ni la integración de una gran masa de la sociedad española en el sistema, falsearía la verdadera realidad histórica de aquel período). Pero la conflictividad erosionó sensiblemente la legitimidad y la credibilidad política del franquismo, y generalizó fuera y dentro del régimen —sobre todo, en las nuevas generaciones del franquismo— la convicción de que el régimen no podría continuar a la muerte de Franco.

Veamos, pues, los factores que pueden explicar, en cada caso, la aparición de la nueva conflictividad de los años 60.

LA CONFLICTIVIDAD LABORAL

Además, lógicamente, del descontento social —que es, como es bien sabido, la raíz última de la conflictividad laboral en toda sociedad industrial—, lo que hizo que los conflictos de trabajo alcanzaran intensidad y frecuencia sin precedentes desde 1959-1962 fue el nuevo sistema de relaciones laborales introducido, a partir de aquellos años, por el régimen de Franco.

El nuevo sistema vino a reemplazar al entramado fascistizante de los sindicatos verticales del nacional-sindicalismo, cuya inviabilidad había quedado de relieve en la grave crisis económica social de los años 1956-1959. El nuevo sistema vino a hacer de la negociación colectiva de los convenios laborales la clave del sindicalismo: la Ley de Convenios Colectivos de 1958 potenció los jurados de empresa y los enlaces sindicales y determinó que, en adelante, salarios y condiciones de trabajo se regularan en convenios directos entre los representantes de los empresarios y de los trabajadores (y no, como hasta entonces, por el Ministerio de Trabajo). A partir de ahí, las huelgas se multiplicaron (aunque hasta 1975 seguirían oficialmente prohibidas). Hubo 777 conflictos en 1963, 484 en 1965, llegándose a la cifra record de 1595 huelgas en 1970. Por provincias, las más conflictivas fueron —en la década de 1960— Barcelona, Madrid, País Vasco y Asturias; por sectores, la minería, la metalurgia y la construcción (aunque al final de la década las huelgas se habían extendido a provincias sin tradición obrerista, a sectores nuevos —como el automóvil— y a grupos sociales de las clases medias). La negociación colectiva propició el crecimiento de los sindicatos clandestinos que acertaron a percibir la importancia que para los trabajadores tenía el nuevo sistema: CCOO —el más importante de todos— surgieron como comités para negociar los convenios colectivos al margen del sindicalismo oficial, pero dentro del nuevo sistema: el PCE fue decisivo en la transformación de CCOO de un movimiento espontaneísta en una organización estable, lo que ocurrió hacia 1964.

LA AGITACIÓN DE LOS ESTUDIANTES

La agitación en las universidades españolas —que tuvo el precedente de los sucesos de 1956— adquirió carácter endémico, sobre todo en Madrid y Barcelona, desde 1963-1964: la policía ocupó las universidades de 1966 a 1973, la agitación estudiantil sirvió de coartada oficial para la declaración del estado de excepción en febrero de 1969, manifestaciones, huelgas y alteraciones del orden público se hicieron casi permanentes en todos los campus del país, centenares de estudiantes —y algunos profesores— fueron detenidos, sancionados y/o expedientados; rara fue la universidad que no fue cerrada, por algún tiempo, en algún momento u otro.

La rebelión universitaria surgió, en origen, en demanda de sindicatos democráticos para los estudiantes (y de la desaparición del sindicato oficial, el SEU): reclamaría en todo momento tanto la democratización de la universidad, como la democratización de la sociedad española. Tales demandas revelaban las raíces últimas del conflicto: la reacción de la élite de las nuevas generaciones contra un sistema político autoritario y conservador, la contradicción entre las exigencias de una España nueva, europeísta y moderna y un régimen viejo, aislado y arcaico. La rebelión de los estudiantes puso en evidencia el fracaso educativo del franquismo: demostró la incapacidad de una universidad inspirada en los principios de aquel régimen para satisfacer las demandas científicas, culturales y políticas del sector más formado de la sociedad. El régimen de Franco trató el problema universitario como un problema de orden público: respondió a la protesta estudiantil con sanciones, multas y detenciones. El único intento de reforma llegó demasiado tarde, en 1970. Incluso los propios autores de la reforma tuvieron que reconocer que el problema universitario no era sino el reflejo de un problema más hondo, que no era sino la expresión de los desequilibrios provocados por un sistema educativo tradicional, rígido, mal planificado, cerrado y pobre en una sociedad en marcha acelerada a su democratización. A juzgar por lo ocurrido fuera de España (Berkeley, Berlín, París), podría argumentarse que la rebelión de los estudiantes españoles no fue sino un episodio más en un problema generacional de ámbito universal y que, por tanto, no tuvo relación con el régimen político español. Y, sin duda, que hubo algo de eso. Pero la naturaleza del régimen de Franco y su reacción ante la agitación estudiantil contribuyeron a hacer de aquella rebelión un problema político de primer orden y a extender la conflictividad; reveló el divorcio entre el franquismo y los cuadros llamados a dirigir España; puso de relieve la opción evidentemente democrática de la España del desarrollo y la prosperidad.

LA REBELIÓN DE LOS VASCOS: ETA

La década de 1960 vio también el retorno de otro de los fantasmas del pasado con el que el régimen de Franco creía haber acabado para siempre: el problema regional. La conciencia «nacional» catalana se mantuvo viva y despierta merced al vigor excepcional de la lengua y la cultura catalanas: escritores, artistas, ensayistas, intelectuales, editoriales, músicos, la propia iglesia, el Club de Fútbol Barcelona, fueron los depositarios de un sentimiento de identidad fuerte y ampliamente extendido en la sociedad catalana. Que el hecho diferencial catalán no se tradujera en conflictos graves y resonantes —incluso sucesos como la campaña y el proceso Pujol en 1960, la expulsión de Escarré, abad de Montserrat, en 1965, o la marcha contra la tortura de 130 sacerdotes en Barcelona en 1966, no deben ser exagerados— resultó engañoso: ocultaba la realidad del profundo rechazo del franquismo en Cataluña y la intensidad que la conciencia catalanista tenía entre una amplia mayoría de la población catalana (como quedó de relieve, por ejemplo, en los conflictos en la universidad catalana de los años 60, y en la misma fuerza que tuvieron las tendencias unitarias de la oposición clandestina. Una de las razones del éxito del PSUC fue su capacidad para integrar, junto a los planteamientos sociales de la ideología comunista, las aspiraciones y preocupaciones «nacionales» del catalanismo intelectual).

Pero fue en el País Vasco donde la protesta regional adquiriría proporciones más graves para el régimen de Franco. Eso se debió, fundamentalmente, a la aparición de ETA y su estrategia de lucha armada: entre 1968 y 1975 murieron, víctimas de acciones de ETA, 47 personas (entre ellas, el presidente del gobierno Carrero Blanco) y habían muerto, al mismo tiempo, 27 «etarras»; ETA había protagonizado secuestros espectaculares (el cónsul Beihl, el industrial Huarte), multitud de atracos y atentados, centenares de vascos habían sido encarcelados y el País Vasco había sido testigo de infinidad de acciones de masas en apoyo de ETA. Las más amplias de todas ellas tuvieron lugar justo en el año que cierra el período aquí estudiado: en 1970, con ocasión del juicio de Burgos contra 16 jóvenes vascos (entre ellos dos sacerdotes), para los que se pidieron nueve penas de muerte y 518 años de cárcel. Las fechas confirman, por tanto, que el problema ETA fue también un problema nacido en la década de los sesenta (ETA, de hecho, fue creada en 1959).

Hay, también, algún punto que debería tenerse en cuenta para centrar el problema de la aparición de ETA. Por lo menos, dos: 1) La aparición de ETA fue una respuesta a la falta de libertades políticas del régimen de Franco (toda la legislación de 1939-1975 desconoció la personalidad histórica y cultural de la región vasca y suprimió sus instituciones anteriores); pero fue también una reacción ante la patente crisis de sentimientos «nacionales» vascos y ante la pasividad e inoperancia del nacionalismo histórico en la clandestinidad; 2) ETA fue la creación de un grupo reducido de militantes, sin apoyo inicial en la opinión vasca. Fue una durísima e indiscriminada represión lo que alteró sustancialmente el problema: amplió la base popular de apoyo a ETA, provocó el resurgimiento de la conciencia nacionalista vasca, crispó y politizó radicalmente a la sociedad vasca y dañó profundamente toda idea nacional española en el País Vasco.

El juicio de Burgos fue un verdadero revulsivo de la conciencia vasca. Probó que la represión no sólo no terminaba con ETA sino que le daba una legitimidad doble: legitimidad como punta de lanza de la lucha antifranquista; legitimidad como vanguardia en el resurgimiento del vasquismo. El error histórico del régimen de Franco fue tratar el problema ETA como un problema de orden público, caer en la trampa de la espiral acción-represión-acción tendida por la organización vasca, y no percibir las mutaciones que se estaban operando en la sociedad vasca. La política de estados de excepción seguida por el régimen desde 1968 —con sus terribles secuelas— jugó irónicamente en beneficio de ETA: terminó por alienar del régimen de Franco a una parte importante de la opinión vasca y, lo que es peor, generó en ella sentimientos claros de hostilidad a la idea de España.

LA DESERCIÓN DE LA IGLESIA

Con todo, el régimen de Franco continuó hasta la muerte de su titular, en 1975. Pero continuó privado de un elemento decisivo para su supervivencia y perpetuación: falto de una fundamentación democrática, el régimen de Franco careció de verdadera legitimidad moral y política (por más que el régimen se dotara de numerosas «leyes fundamentales», hablara de «democracia orgánica» y reivindicara una doble legitimidad, de origen y de ejercicio). En eso, sin duda, tuvo un papel no menor el evidente apartamiento del régimen que inició la iglesia católica en los años 60, una iglesia que, previamente, había sido instrumento central en la legitimación del Estado franquista al definir la guerra civil de 1936-1939 como cruzada.

Por eso el conflicto eclesiástico, último de los problemas aquí estudiados, fue particularmente irritante y dañoso para el régimen. No fue la menor de las ironías ver que, en un régimen cuyo titular solemnizaba las grandes festividades religiosas entrando en los templos bajo palio, se pidiera a gritos, en las calles —en el entierro del presidente Carrero Blanco en 1973— que se llevara al primado de España, cardenal Tarancón, «al paredón». Ello era la culminación de una larga cadena de conflictos: en mayo de 1960, carta de 339 curas vascos denunciando la falta de libertades; en 1963, declaraciones contra el régimen, en Le Monde, del abad de Montserrat; apoyo de algunos obispos a HOAC y JOC; fricciones del régimen con Juan XXIII y Pablo VI, ambos simpatizantes de la oposición demócrata-cristiana vinculada al exministro Ruiz Jiménez; apertura de algunos teólogos al marxismo (Diez Alegría, Dalmau, González Ruiz, etcétera); colaboración de algunos curas vascos con ETA (cinco procesados en 1969 y condenados a fuertes penas de cárcel, y otros dos procesados en Burgos); apoyo de algunos curas a CCOO (como el caso García Salve) y a los estudiantes (como el episodio de la «capuchinada» y la marcha de los sacerdotes, ambos en Barcelona, en 1966); en 1970, oposición de los obispos vascos al juicio de Burgos; en 1971, resolución de la Asamblea Episcopal contra el «espíritu de cruzada», al pedir públicamente perdón por la parcialidad de la iglesia en la guerra civil; en 1973, documento de los obispos a favor de la independencia entre la iglesia y el Estado.

El distanciamiento de la iglesia respecto del régimen de Franco respondió básicamente a una razón: a que el aggiornamento emprendido por la iglesia española, aun siendo tardío e incompleto, configuró una iglesia comparativamente renovada y progresiva o, por lo menos, abierta a una concepción pluralista de la vida y de la sociedad, y, por ello, difícilmente compatible con los principios antidemocráticos y autoritarios del Estado del 18 de julio. Ese aggiornamento fue, en España como fuera de España, la respuesta de la iglesia al proceso de secularización de la sociedad y a la propia crisis interna de la iglesia en la época contemporánea, procesos que tuvieron su sanción oficial en la voluntad reformadora de los papados de Juan XXIII y Pablo VI y que se concretaron en el Concilio Vaticano II. En España, la renovación de la iglesia se produjo después, y no antes, de dicho concilio, aunque una parte importante de la base de la iglesia española había mostrado ya su voluntad de cambio antes de aquel acontecimiento. Lo decisivo fue la renovación de la jerarquía episcopal —una jerarquía, salvo alguna excepción individual, sólidamente comprometida con el régimen de Franco—, acometida a partir de 1964 por los nuncios Riberi y Dadaglio. Entre 1964 y 1974 fueron nombrados un total de 53 obispos nuevos. El nombramiento clave fue la designación de monseñor Enrique y Tarancón —un liberal muy próximo a Pablo VI y partidario decidido de la ruptura de la iglesia con el franquismo— como primado de España, primero (en 1969), y como arzobispo de Madrid y presidente de la Asamblea Episcopal, después.

Los conflictos más graves, en los años aquí considerados, fueron los protagonizados por el obispo de Bilbao, monseñor Cirarda: en abril de 1969 se negó, en nombre del Concordato, a que se procesara a varios sacerdotes de su diócesis; al año siguiente, se negó a celebrar la misa solemne que conmemoraba la entrada de las tropas de Franco en Bilbao durante la guerra civil; aún más, en diciembre de ese último año, 1970, hizo leer en todas las iglesias vascas una homilía pidiendo clemencia para los procesados en el juicio de Burgos.

Estos actos provocaron una reacción casi histérica en los medios oficiales del franquismo, indicación de la irritación que producía la oposición de la iglesia en un régimen ultracatólico que había hecho de la defensa de la religión uno de los puntos justificadores del levantamiento militar de 1936. A principios de los 70, hubo numerosas explosiones verbales, y aun físicas, de un anticlericalismo de la ultraderecha, una ultraderecha incapaz de asimilar las críticas que a su régimen le caían ahora desde los púlpitos. Quien sin duda nunca entendió lo que sucedía fue el propio Franco, convencido de que ningún otro régimen había hecho tanto por la iglesia como el suyo. El régimen no pudo resolver los problemas que le planteaba una iglesia posconciliar; se negó en todo momento a revisar el Concordato de 1953 —casi un imperativo después del Vaticano II—, particularmente por la negativa de Franco a renunciar a su derecho de veto en la nominación de los obispos. Franco gobernó los últimos años de su dominio sin el concurso de la iglesia (aunque no le faltara el de algunos monseñores «azules» como Guerra Campos). Franco debió pensar que él era responsable ante Dios, pero no ante su iglesia.

Quedan así esbozados los principales conflictos que tuvo que afrontar el franquismo desde 1960. Ello sería bastante para llegar a una primera conclusión: que el régimen de Franco se vio confrontado con niveles de conflictividad significativos —comparables sin duda a los de las democracias occidentales—, lo que, evidentemente, desmentía en los hechos a una propaganda oficial que hacía del franquismo la garantía de la paz de los españoles. Pero convendría no olvidar, igualmente, lo que quedó apuntado en algunas de las hipótesis iniciales propuestas: que el régimen de Franco llegó a convivir con la conflictividad, que probablemente su supervivencia nunca se vio seriamente amenazada, que la sociedad española estaba, pese a todo, cómodamente instalada en la sociedad de desarrollo, consumo y relativa prosperidad que se fue creando a partir de los años 60. El régimen de Franco no sobrevivió a su titular porque, en última instancia, carecía de legitimidad moral en una Europa definida por los principios de la democracia liberal y ante una sociedad, la española, radicalmente modernizada. Los conflictos de los años 60 contribuyeron decisivamente a poner en evidencia las contradicciones del franquismo. Nada menos, pero tampoco nada más.