Elizabeth Bowen
Los felices campos del otoño

EN esta excursión, la familia, por numerosa que fuera, no se desplegó ni se rezagó por la rastrojera, sino que se mantuvo en una procesión de dos o tres. Papá, que llevaba su bastón alpino, llevaba la cabeza, con Constance y el pequeño Arthur a sus lados. Robert y el primo Theodore, embebidos en una conversación erudita, llevaban a Emily, aunque ésta no caminara exactamente a su altura. Luego venían Digby y Lucius, que, a derecha e izquierda, apuntaban en su imaginación a los cuervos. Henrietta y Sarah cerraban la marcha.

Fue Sarah la que vio a los otros en la rubia rastrojera. Los conocía y sabía lo que eran los unos y los otros, y conocía sus nombres y el suyo propio. Fue ella la que sintió el rastrojo bajo sus pies y que lo oía dar, bajo los pasos de los demás, un crujir distinto, continuo, más distante. El campo y todos los campos contiguos que se podían ver —sabían, como lo sabía Sarah— pertenecían a Papá. La cosecha había sido buena y estaba ya recogida. Papá estaba satisfecho, pues esta tarde había hecho la elección instintiva de la hija más femenina y del hijo más cerca de la infancia. Arthur, cuya mano estrechaba la de Papá, daba tres impacientes brincos tras el gran hombre. En cuanto a Constance, Sarah veía a menudo el destello de su sombrero con plumas, cuando volvía la cabeza, y la curva de su ajustado corpiño, cuando volvía el torso. Constance prestaba atención a Papá, pero no sus pensamientos, pues ya la habían pedido en matrimonio.

Las hijas del terrateniente, de Constance para abajo, caminaban con su falda color verde, topo o castaño, recogidas y levantadas encima del suelo, excepto Henrietta que todavía enseñaba los tobillos. Caminaban dentro de un espeso y continuo sonido, pero dejaban detrás de ellas el silencio. Tras ellas los cuervos, que se habían elevado y volaban en círculo, con el sol arrancando destellos azules de sus alas negroazuladas, planeaban uno a uno, dejándose caer al suelo y se ponían de nuevo a picotear, papá y los chicos vestían de colores oscuros, como los cuervos, pero sin brillo, salvo por el de sus cuellos blancos.

Fue Sarah la que localizó los pensamientos de Constance, la que se daba cuenta de cuán agitada era la mano presa de Arthur en la de su padre, la que sentía el profundo resentimiento de Emily por la desatención del primo Theodore, la que se alegraba con Digby y Lucius de la imaginaria caída de tantos cuervos. En cambio se apartaba, como de un borde rocoso, de la conversación de Robert y el primo Theodore. Y sabía, más que nada, que desbordaba de cariño por la proximidad de la joven y vivaz cara de Henrietta y por sus ojos, que brillaban con el cielo e interrogaban la tarde.

Reconocía el color de la despedida, saboreaba la dulce tristeza, mientras, desde la casita detrás del biombo de árboles, se elevaba el humo de leña acre y azul. Era la víspera del regreso a la escuela de sus hermanos. Era como un domingo, y Papá había guardado libre el atardecer. Todos (salvo uno) rodeando a Robert, Digby y Lucius, pasearon por las tierras de la familia que los hermanos no verían en mucho tiempo. Podía percibirse que a Robert no le desagradaba regresar a sus libros; al año siguiente, iría a la universidad, como Theodore; además, todos sabían que no era el heredero de todo esto. Pero Digby y Lucius, con su puntería y sus brincos, ocultaban una pena casi física, una repugnancia de víctima, aunque estaban más lejos que Robert de ser los herederos.

Sarah dijo a Henrietta:

—Y pensar que no estarán aquí mañana.

—¿Es eso lo que estás pensando? —preguntó Henrietta, con su sutil afición a la verdad.

—Más aún: pensaba que tú y yo estaremos de nuevo juntas a la mesa.

—Es curioso, siempre nos ponemos tristes cuando los chicos se van, pero nunca lo estamos cuando se han ido.

La dulce y culpable sonrisa recíproca que comenzó en los labios de Henrietta terminó en los de Sarah.

—Además —dijo la hermana más joven—, sabemos que esto es sólo algo que vuelve a suceder. Sucedió el año pasado y sucederá el que viene. Pero ¿cómo me sentiría y cómo te sentirías tú si fuera algo que nunca hubiese ocurrido antes?

—Por ejemplo, ¿cuando Constance se case y se marche?

—¡Oh! No, no me refiero a Constance —remachó Henrietta.

—Con tal —precisó Sarah reflexionando— de que lo que sea nos ocurra a las dos.

Nunca quería despertarse a primera hora de la mañana sin los movimientos como de pájaro de Henrietta, ni que, en la noche, le rozaran la mejilla los volantes de otra almohada en que no descansara la mejilla de Henrietta. Rezaba para que, más que dejar de dormir en la misma cama, descansaran en la misma tumba.

—Tú y yo seguiremos como somos —continuó— y entonces nada podrá afectar a la una sin que afecte a la otra.

—Eso dices. Eso te oigo decir —exclamó Henrietta, que entonces, con los labios abiertos, envió a Sarah su mirada más atormentadora—. Pero no puedo olvidar que elegiste nacer sin mí, que no quisiste esperar...

Aquí se interrumpió, se echó a reír abiertamente y exclamó:

—¡Oh, mira!

Delante de ellos la fila se había dislocado. Emily se aprovechó de haber llegado a la cresta para arrodillarse a atar el cordón de su bota y lo hizo tan abruptamente que Digby casi cayó encima de ella, lanzando una exclamación. El primo Theodore había tenido la cortesía de detenerse al lado de Emily, pero Robert, ausente para todo menos lo que estaba diciendo, siguió andando y casi tropieza con Papá y Constance, que se habían vuelto a mirar atrás. Papá, asombrado, soltó la mano de Arthur y éste cayó de bruces en los rastrojos.

—¡Santo Dios! —dijo a Robert la indignada Constance.

Papá preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Puedo preguntarte, Robert, adonde vas? Digby, recuerda que es tu hermana Emily.

—La prima Emily tiene problemas —comentó el primo Theodore.

La pobre Emily se había enredado en su falda y, sonrojada bajo el ala de su sombrero, indicó con voz apagada:

—Es sólo el cordón de mi bota, Papá.

—¿El cordón de tu bota, Emily?

—Lo estaba anudando.

—Pues anúdalo de una vez. ¿He de pensar —inquirió papá, mirándolos a todos—, que todos perdéis el paso, como unos cachorros, sólo porque Emily tiene que detenerse?

Al oír esto, Henrietta profirió un gritito, echó los brazos al cuello de Sarah, descansó su cara contra la de su hermana y casi se ahoga al refrenar la risa. Ya no pudo contenerla y se desternilló. Papá, que encontraba a Henrietta tan desordenada que no le prestaba atención excepto en la mesa, no le hizo caso ahora, al dar la señal a los demás de que reanudaran la marcha. El primo Theodore, ayudando a Emily a levantarse, dejó ver que veía cuánto le favorecía el sonrojo, pero ella rechazó fríamente su mano, miró a otro lado, tocó el broche prendido del cuello de su vestido y dijo:

—Gracias, no he tenido un accidente.

Digby pidió perdón a Emily, Robert se lo pidió a Papá y a Constance, Constance levantó a Arthur, sacudiéndole el pantalón con su pañuelo. Todos volvieron a su propio ritmo y lugar y reanudaron la marcha.

Sarah, sin saber cómo calmar la risa, suspiró:

—¡Vamos, vamos, vamos!... —susurrándolo al oído de Henrietta.

Aumentó la distancia entre las dos muchachas y los demás; parecía como si fueran a dejarlas solas.

—Y ¿por qué no? —preguntó Henrietta, levantando la cabeza y respondiendo al pensamiento de Sarah.

Miraron a su alrededor con los mismos ojos. Las peladas tierras altas parecían flotar en la distancia, que se extendía deslumbradora hasta las diminutas colinas cristalinas y azuladas. No había límite a la tarde, cuya luz seguía madurando ahora que ya habían segado el trigo. La luz llenaba el silencio que, ahora, con Papá y los otros lejos, era completo. Sólo biombos de árboles se entrecortaban y pequeñas lomas formaban islas en los vastos campos. La mansión y la granja se habían hundido para siempre debajo de ellas, en la extensión de los bosques, de modo que apenas si unas ondulaciones indicaban dónde vivían las chicas.

La sombra del mismo cuervo que volaba en círculos pasó primero por encima de Sarah y luego de Henrietta, que, a su vez, proyectaban juntas una sola sombra a través de los rastrojos.

—Pero, Henrietta, no podemos quedarnos aquí para siempre.

Henrietta volvió inmediatamente los ojos hacia el único penacho de humo que salía de la casita.

—Pues vayamos a visitar al pobre viejo. Se está muriendo y los otros son felices. Un día pasaremos por aquí y ya no veremos humo; luego el tejado se hundirá y siempre nos dolerá no haber ido.

—Pero si ya no nos recuerda.

—De todas maneras sentirá que estamos ahí, en la puerta.

—Pero no podemos olvidar que hoy es el paseo de despedida de Robert y Digby y Lucius. Sería despiadado olvidarlo.

—Entonces, qué despiadado es Fitzgeorge —sonrió Henrietta.

—Fitzgeorge es él mismo, el mayor, y está en el ejército. Me temo que Fitzgeorge no nos sirve de excusa.

Un suspiro resignado —o acaso la imitación de uno— salió del pecho todavía estrecho de Henrietta. Con el fin de demorar las cosas un instante más, se puso una mano a modo de visera encima de los ojos para otear la distancia, como un marinero buscando una vela. Miró con esperanza y celo en todas direcciones, excepto aquella hacia la que ella y Sarah debían ir. Y luego:

—¡Oh, ahí están, ahí vienen, Sarah! —gritó.

Sacó el pañuelo y comenzó a agitarlo de un lado a otro en el aire inmóvil.

En la distancia cristalina aparecieron dos jinetes trotando por un camino de hierba entre dos campos. Cuando el sendero se hundió en una depresión, se hundieron con él, pero ya no dejó de oírse el sonar de los cascos.

La reverberación llenó el campo, el silencio y el cuerpo de Sarah; sin esperar a que los jinetes reaparecieran, fijó los ojos en el pañuelo de su hermana, que, lacio mientras su hermana esperaba con intensidad, mostraba un ángulo mordido, así como una mancha de ciruela. De nuevo se convirtió en una bandera ondeando furiosamente.

—Saca tu pañuelo, Sarah, el tuyo también. Haz que brille tu brazalete.

—Ya nos deben de haber visto, si es que... —dijo Sarah, inmóvil como una piedra.

Cesó en seguida el movimiento del pañuelo de Henrietta. De cara a su hermana, hizo una bola con él como para impedir que continuara representando una mentira.

—Ya sé que eres tímida —comentó con voz apagada—. Pero ¿tan tímida que ni siquiera saludas a Fitzgeorge?

Su manera de no decir el otro nombre tenía cien significados; y los reunió todos en su modo de no mirar a Sarah a la cara. La impulsiva respiración que había contenido salió de nuevo silenciosamente, mientras sus ojos, hasta ahora de lo más brillantes y expresivos, se apagaron con una solitaria alarma de incomprensión. Así, la prueba de esperar la llegada de Eugene se convirtió, de momento en momento, en una tortura para Sarah.

Fitzgeorge, el heredero de Papá, y su amigo Eugene, el joven terrateniente vecino, quitándose el sombrero, salieron del sendero y siguieron trotando. El sol, ya en el horizonte, convirtió en coral la cara de Fitzgeorge e hizo que los oscuros ojos de Eugene parpadearan. Los jóvenes detuvieron su cabalgadura y los muchachos miraron hacia arriba.

—¿Y mi padre, y Constance y los demás? —preguntó Fitzgeorge, como si la rastrojera se los hubiese tragado.

—Más adelante, camino de la cantera, al otro lado de la colina.

—Nos dijeron que ibais todos juntos —señaló Fitzgeorge, al parecer descontento.

—Los seguimos.

—Pero ¿cómo? ¿A solas? —inquirió Eugene, hablando por primera vez.

—Abandonadas —se rió Henrietta, levantando burlona las manos.

Fitzgeorge reflexionó y dijo con severidad:

—Bueno.

Hizo un gesto a Eugene, indicando que continuaban, pero ya era tarde. Eugene había desmontado. Al verlo, Fitzgeorge se encogió de hombros y continuó al trote, mientras Eugene caminaba, guiando por la brida a su caballo, entre las dos hermanas. Mejor dicho: Sarah caminaba a su izquierda, luego venía el caballo a su derecha y luego Henrietta, al otro lado del animal. Henrietta como si estuviera sola, miraba el cielo, sosteniendo distraídamente uno de los estribos vacíos. Sarah miraba al suelo, con Eugene inclinado como para hablar, pero callado. Envuelta, cegada, aturdida como dentro de una ola, podía sentir sus rasgos, esculpidos en luz, encima de ella. Al lado de su caballo al paso, Eugene igualaba sus pasos, naturalmente largos, a los de ella. Tenía el codo entre las riendas, y con los dedos apartó el mechón que, al inclinarse ella, había hecho caer sobre su frente. Ella notó este acto sublime y adivinó la sonrisa que moldeaba sus labios. De modo que cada uno, sin mirar, temblaba ante una imagen, mientras las curvas de las mejillas de la muchacha se iban sonrojando lentamente. La consumación vendría cuando sus ojos se encontraran.

Al otro lado del caballo, Henrietta empezó a cantar. Inmediatamente su pena, como un rayo científico, pasó a través del caballo y de Eugene para penetrar en el corazón de Sarah.

Sobrepasamos la línea del horizonte: la familia se hace visible y nos ve. Se han detenido, esperando en la pendiente, mirando hacia la cantera. El hermoso grupo esculpido en la fuerte luz amarilla del sol poniente, encabezado por Papá y coronado por Fitzgeorge, vuelve sus ojos inquisidores hacia las retrasadas, esperando para cerrar filas en torno a Sarah, Henrietta y Eugene. Un momento más y será demasiado tarde, no habrá comunicación posible. «Detén, Henrietta. ¡Oh! Detén tu desgarradora canción. Vuelve a abrazarla fuerte. Di la única palabra posible. Di... ¿Decir qué? ¡Oh, la palabra se ha perdido!»

—Henrietta...

Un estallido de dolor en los nudillos de la mano extendida. ¿La de Sarah? Los ojos, al abrirse, vieron que la mano había golpeado en vez de ser golpeada, en el canto de una mesa. El polvo, blanquecino y arenoso, sobre la mesa y sobre el teléfono. Una luz blanca, mortecina, penetrante, llenaba la habitación y lo que quedaba del techo. Su primer pensamiento fue que debía haber nevado. De ser así, era el invierno.

A través de la tela de calicó tendida y clavada sobre la ventana, llegaba el sonido de un piano; alguien tocaba Chaikovski muy mal, en una estancia sin ventanas ni puertas. De alguna otra parte, en lo hondo, llegó una cascada de martillazos. Cerca, una voz:

—¡Oh! ¿Estás despierta, Mary?

Venía del otro lado de la puerta abierta, que se interponía entre ella y quien hablaba, él en el umbral, ella tendida en el colchón descubierto de una cama. El que hablaba agregó:

—Me marchaba ya.

Sacando las palabras de alguna parte dijo:

—¿Por qué? No sabía que estabas aquí.

—Evidentemente. Dime: ¿quién es «Henrietta»?

Lágrimas de desesperación arrasaron sus ojos. Apartó su mano herida, comenzó a lamerse los nudillos y sollozó:

—Me hice daño yo misma.

Un hombre, sabía que era «Travis», pero no conseguía distinguirlo muy bien, salió de detrás de la puerta, diciendo:

—La verdad es que no me extraña.

Sentándose en el borde del colchón, apartó la mano de la mujer de sus labios y la retuvo; este acto, en sí mismo suave, iba acompañado por una mirada de preocupación casi hostil.

—Escucha, Mary —comentó—. Mientras dormías he recorrido otra vez la casa y estoy menos convencido que nunca de que sea segura. Si estuvieras en tus cabales, nunca intentarías quedarte aquí. Ha habido alertas, y más que eso, todo el día. Una nueva explosión en las cercanías, lo que puede ocurrir en cualquier momento, derribaría la casa por completo. No paras de decirme que tienes que ocuparte de ciertas cosas, pero ¿te das cuenta del caos en que están todos los cuartos? Mientras no hayan quitado todos los escombros, ¿por dónde puedes empezar? Y si hubiera algo que hacer, no podrías hacerlo. Tus nervios lo saben, si tú no te das cuenta. Cuando miré hace un momento, casi me asuste al ver cómo duermes... Te has encerrado en ti misma, en tu silencio, Mary.

Ella miraba el calicó de la ventana por encima del hombro del hombre. Éste continuó:

—No te gusta estar aquí. A tu ser no le gusta. Tu voluntad sigue arrastrando tu ser. Puedes forzar tu ser, pero no puedes hacerlo hasta el final, porque tiene su propio escape: el sueño. Quiero que duermas tanto como realmente lo haces. Pero no aquí. De modo que he reservado un cuarto para ti en un hotel. Voy a buscar un taxi. Podrás mudarte sin despertar prácticamente.

—No, no puedo subirme en un taxi sin despertarme.

—¿Te das cuenta de que eres la única persona que queda en la calle?

—Entonces ¿quién toca el piano?

—Es uno de los obreros de la mudanza, en el número seis. No los contaba a ellos; hacen lo que les da la gana, sin que nadie los vigile; van y vienen constantemente, se lo pasan en grande. Cuando vine a ver lo que hacías, hace diez minutos, estaba destruyendo el invernadero del otro extremo de la calle. Rompían los cristales a sangre fría..., brutalmente. Ni parpadeaste. De hecho me pareció que te sonreías —prestó oídos—. Sí, el piano, son muy refinados... ¿Sabes que hay un obrero abajo, tendido en tu sofá azul, mirando las ilustraciones de uno de tus libros franceses?

—No —dijo ella—. No tengo ni idea de quién está allí.

—Claro que no. Con la cerradura de la puerta de entrada destrozada, cualquiera a quien se le ocurra puede entrar y salir.

—Incluso tú.

—Sí. He hablado con alguien para que vuelva a colocar la cerradura antes del anochecer. Y tú no sabes ni siquiera lo que está sucediendo.

—Lo supe —repuso ella, entrelazándose los dedos delante de los ojos.

La irrealidad de esta estancia y de la presencia de Travis la reconcomían como lo hacen los fragmentos de sueños que uno sabe que son sueños. Que la vecindad estuviera medio en ruinas la impresionaba menos que el que fuera una especie de trampa. De alegrarse de algo, se alegraba de su decrepitud. En cuanto a Travis, participaba en la conspiración para tenerla alejada de las dos queridas criaturas. Advirtió que él empezaba a notar que ya no tenía sentido lo que decía. Se esforzaba en no condenarlo, en no despreciarlo por su ignorancia de Henrietta, de Eugene, de su pérdida. Su posesivo y enojado afecto era parte, desde luego, de la historia de él y de Mary, que recordaba claramente, pero con indiferencia, como ocurre con un libro ya leído. Frenética por verse detenida allí, cuando la esperaban en el trigal, casi se permitió una sonrisa por lo grotesco de verse cargada con el cuerpo de Mary, su amante. Levantando la cabeza de la almohada sin funda, miró hasta los pies cruzados, la forma dentro de la que se veía atrapada: el cuerpo irrelevante de Mary, pesando sobre la cama, lucía un corto vestido negro a la moda, espolvoreado de estuco. Las puntas de los zapatos de ante negro indicaban, con su enfermiza blancura, que Mary debió de haber trepado por techos caídos; las líneas de las palmas de las manos estaban marcadas de polvo.

Esto la indujo a decir:

—Pero ya he comenzado. He estado sacando cosas de valor o cosas que quiero guardar.

En respuesta, Travis se volvió, bajó los ojos para mirar expresivamente algunos objetos en el suelo, al lado de la cama, fuera de la vista de ella.

—Ya veo —comentó—: una mohosa caja de cuero abierta, con quién sabe qué dentro..., cartas ilegibles, diarios, fotografías amarillentas y, sobre todo, yeso y polvo. Vamos, Mary: ¿acaso estás buscando un testamento perdido?

—Todo lo que se desentierra parece tener la misma antigüedad.

—Entonces, ¿qué es todo esto? ¿De dónde viene? ¿Cosas de la familia?

—Ni idea —bostezó en la mano de Mary—. Tal vez ni sean mías. Tener una casa como ésta, con cuartos vacíos, debió inducirme a guardar más cosas de lo que me di cuenta, durante años. Encontré éstas y me pregunté qué eran. Míralas, si quieres.

El se inclinó y empezó a examinar el contenido de la caja, no sin suspicacia, según le pareció a ella. Mientras él soplaba para quitar el polvo de los paquetes y se entretenía deshaciendo lazos, ella se quedó tendida, mirando los listones visibles del techo, calculando. Luego dijo:

—Lo siento si he sido terca sobre eso del hotel. Vete un par de horas y regresa con un taxi, y me iré sin chistar. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Pero ¿por qué no ahora mismo?

—Travis...

—De acuerdo. Se hará como dices. Hay cosas muy morbosas en esa caja, Mary, por lo que veo a primera vista. Las fotografías parecen más de tu gusto. Cómicas, pero líricas. Todos de un mismo grupo de personas, una barba, una escopeta y un sombrero hongo, un escolar con bigote, un faetón delante de una mansión, un grupo en unos escalones, una carte de visite de dos jovencitas cogidas de la mano delante de un campo pintado.

—¡Dame eso!

Intentó instintivamente desabrochar el corpiño del vestido de Mary, pero no lo logró: no ofrecía ninguna hospitalidad a la fotografía. De modo que sólo pudo echarse sobre el colchón, lejos de Travis, cubriendo los dos rostros con su cuerpo. Sacudida por la oblicua mirada de Henrietta, que recordaba, se dio cuenta también de una especie de choque personal al ver por primera vez a Sarah.

La mano de Travis se posó sobre ella y la hizo estremecerse. Herido, el hombre dijo:

—Mary...

—¿No puedes dejarme en paz de una vez?

No se movió ni miró hasta que él se hubo marchado, diciendo:

—Bueno, de acuerdo, dentro de dos horas.

No lo vio, por tanto, recoger la peligrosa caja, que se llevó bajo el brazo, fuera de su alcance.

Estaban de vuelta. Ahora el sol se ponía detrás de los árboles, pero sus rayos pasaban, deslumbradores, por entre las ramas, hasta el hermoso y cálido cuarto rojo. Las puntas de los helechos de la jardinera eran curvas de oro, y Sarah, de pie al lado de la jardinera, pellizcó la hoja de un perfumado geranio. La alfombra tenía, al centro, una gran corona de granadas, sobre la cual no había ninguna mesa ni silla, y este círculo la separaba de los demás.

Todavía no habían encendido el fuego, pero allí donde estaban reunidos había una chimenea. Henrietta se hallaba sentada en un taburete bajo, descansando el codo, por encima de su cabeza, en el brazo del sillón de Mamá, la mirada apartada, fija, como si, ociosa, contemplara un fuego. Mamá estaba bordando y su aguja casi se detenía por sus pensamientos; el largo de encaje que ya había bordado de rosas pasaba, rígido, por encima de su suave falda. Tendido en la alfombra, a los pies de Mamá, Arthur miraba un álbum de paisajes suizos que no le gustaban, pero obedecía a la orden de estarse quieto. Sarah, desde donde se encontraba, veía humeantes cataratas e inútiles nieves eternas, mientras el pobre Arthur seguía dando vueltas a las páginas, separadas entre sí por papel de seda.

Contra la repisa de mármol de la chimenea se apoyaba Eugene. Las sombras, de un rojo oscuro, que se acumulaban en la estancia, mientras los árboles se anegaban más y más de sol, llegarían a él en último lugar, tal vez nunca. A Sarah le parecía como si una lámpara estuviera encendida detrás de su rostro. Era el único caballero con las damas. Fitzgeorge había ido a la cabelleriza; Papá, a dar una orden; el primo Theodore consultaba un diccionario; y Robert y Digby, en la sala de armas, cumplían con el triste rito de guardar sus escopetas. Se sabía que todo esto estaba pasando, pero nada de ello se oía.

Esta hora especial de sutil luz —que no fijaba el reloj, pues ocurría más temprano en invierno y más tarde en verano, y en primavera y ahora, en otoño, marcaba el momento para Arthur de irse a acostar— siempre había sido, para Sarah, la hora de Henrietta. Estar con ella, dentro o fuera de la casa, arriba o abajo, era compartir el mismo crepitar. Su espíritu se adelantaba al propio con un estremecimiento risueño hacia un elemento que le era propio. Las hojas y las ramas y los espejos de los cuartos vacíos se animaban. Las hermanas corrían, se alejaban, se ocultaban donde no había nada, en un juego lleno de temores, temores llenos de juegos. Sin embargo, haciendo que sus corazones latieran violentamente, perdían tanto toda razón humana, Henrietta plenamente y Sarah casi por completo, que a veces Mamá las miraba escrutadoramente, sentada para la velada entre las tranquilas lámparas de ámbar.

Pero ahora Henrietta había encerrado la hora en su pecho. Al pasarla sentada al lado de Mamá, en juvenil imitación de Constance, la hija distinguida rechazaba para siempre cualquier otra cosa. Siempre había sido ella la que, con un acto arrebatado, destruía cualquier juguete que pudiera parecer demasiado infantil para ellas. Estaba sentada erguida, apoyando con aire ausente la mejilla en un dedo. Sólo con no mirar a Sarah reconocía la pérdida eterna para ambas.

Eugene, de regreso hacía poco de un viaje al extranjero, hablaba de éste, dirigiéndose a Mamá, que pensaba, pero sin expresarlo, en su propio viaje de bodas. Pero de vez en cuando tenía que pedir a Henrietta que le pasara las tijeras o la bandeja con las madejas de lana, y Eugene aprovechaba esos momentos para mirar a Sarah. En sus ojos siempre brillantes de melancolía se atrevía a no permitir que asomara ninguna otra expresión. Pero esto, por sí mismo, declaraba la conspiración de un amor todavía no declarado. Por su parte, ella lo miraba como si, transfigurado por la extraña luz, fuera de veras un retrato, un retrato que no podía verla. La pared ahora llameaba escarlata, detrás de Eugene. Mamá, Henrietta y hasta el ingenuo Arthur no tenían prisa en levantar la cabeza.

Henrietta dijo:

—Si fuera hombre, llevaría a mi esposa a Italia en luna de miel.

—En Suiza hay mulas —informó Arthur.

—Sarah —preguntó Mamá, volviéndose a medias en su sillón—, ¿dónde estás, querida? ¿No quieres sentarte?

—A Nápoles —continuó Henrietta.

—¿No es en Venecia en la que piensas? —inquirió Eugene.

—No —replicó Henrietta—. ¿Por qué habría de hacerlo? Me gustaría subir al volcán. Pero, claro, yo no soy un hombre y dudo mucho que llegue un día a ser esposa.

—Arthur —empezó a decir Mamá.

—¿Sí, Mamá?

—Mira el reloj.

Arthur suspiró cortésmente, se levantó y colocó el álbum en la mesa circular, en equilibrio sobre los demás. Tendió la mano a Eugene, la mejilla a Henrietta y a Mamá, y se dirigió a Sarah, que se acercó a su encuentro.

—Dime, Arthur —le preguntó, abrazándolo—, ¿qué hiciste hoy?

Arthur le clavó sus diminutos ojos azules.

—Tú también estabas. Fuimos a dar un paseo por los trigales con Fitzgeorge en su caballo, y me caí.

Se apartó de sus brazos y comentó:

—Debo volver a la habitación.

Como siempre, le costó dar la vuelta a la manija de la puerta de caoba. Mamá esperó hasta que hubo salido de la estancia y luego dijo:

—Arthur es ya un hombrecito. Ya no viene corriendo a que lo consuele cuando se ha hecho daño. Si ni siquiera sabía que había caído. Antes de que nos demos cuenta, también él se marchará para ir a la escuela —suspiró y, mirando a Eugene, agregó—: Mañana será un día muy triste.

Eugene expresó su propia pena con un gesto. Los sentimientos de Mamá sólo podían expresarse aquí, en el salón que, pese a sus dimensiones y su aire formal, era lírico y casi exótico. En las partes más oscuras del aire había un tono como aterciopelado; las sombrías cortinas de las ventanas dejaban pasar brisas de encajes; las partituras en el piano tenían tiernos títulos, y el arpa, aunque nadie la tocaba, brillaba en un rincón, detrás de los sofás, las mesillas, las vitrinas y los sillones, que se sostenían todos sobre frágiles patas. En cualquier momento podía tintinear un colgante de la araña del techo, araña de días más alegres, vibrar uno de los instrumentos musicales o estremecerse flecos y helechos. Pero los altos floreros encima de las consolas, los álbumes amontonados sobre las mesas, las conchas y las estatuillas sobre las repisas, tenían todos, como la alabastrina torre inclinada de Pisa, un equilibrio propio. Nada caería ni cambiaría. Y todo en el salón estaba amortiguado, sopesado por Mamá, y todo giraba en torno a ella. Cuando añadió:

—No nos parecerá igual —había que dar por sobreentendido que no hubiese dicho esto en la mesa del comedor, del lado opuesto al de Papá.

—Sarah —inquirió con curiosidad Henrietta—, ¿qué te hizo preguntar a Arthur lo que había hecho? No puede ser que hayas olvidado el día de hoy.

Pocas veces se oía a las hermanas hablándose o preguntándose algo delante de otras personas; se daba por supuesto que una sabía lo que la otra pensaba. Mamá, aunque imperturbable, pasó la vista de una a otra.

Henrietta continuó:

—Ningún día, y menos el de hoy, es como los demás días, ¿no crees? —añadió, dirigiéndose a Eugene—. Nunca olvidarás cómo agité el pañuelo.

Antes de que Eugene hubiera encontrado la respuesta, se volvió hacia Sarah.

—Ni olvidarás verlos cabalgando por los campos ¿verdad?

Eugene volvió lentamente sus ojos hacia Sarah, como esperando, con algo parecido al temor, su respuesta a la pregunta que él no había formulado. Sarah llevó una pequeña silla dorada hacia el centro de la corona de granadas de la alfombra, donde nadie se sentaba nunca, y se sentó. Dijo:

—Pero creo que he estado durmiendo desde entonces.

—Carlos primero caminó y habló durante media hora después de que le cortaran la cabeza —comentó burlona Henrietta.

Sarah, angustiada, apretó la palma de las manos, una contra otra, aplastando un pedazo de hoja de geranio.

—¿Cómo explicar, si no —dijo—, que haya tenido tal pesadilla?

—Ésta debe ser la explicación —contestó Henrietta.

—Me parece algo fantasioso —adujo Mamá.

Por muy atrevido que fuera hablar, Sarah deseaba ser capaz de hablar con mayor claridad. No podía soportar la oscuridad y la soledad de su turbación. ¿Cómo podía expresar en palabras la sensación de dislocación, el informe miedo que la acosaba desde que se hallaba en el salón? La fuente de ambas debía ser lo que sólo podía llamar su sueño. ¿Cómo podía explicar a los otros la vehemencia con que trataba de ligar su ser a cada segundo? No porque cada uno fuera singular en sí mismo, cada uno una gota condensada de la neblina de amor en la estancia, sino porque percibía que los segundos estaban numerados. Su esperanza era que los otros lo supieran, por lo menos a medias. Si Henrietta y Eugene fueran capaces de comprender cuán completamente, cuán casi para siempre, había sido apartada de ellos, ¿no habrían estrechado cada uno, sin falta, una de sus manos? Llegó incluso a alargar las manos, como si la alarmara una avispa. El pedazo de hoja de geranio cayó sobre la alfombra.

Mamá, atribuyendo la conducta de Sarah sólo a una causa, no podía menos de pensar reprobadoramente en Eugene. Por agradable que hubiese sido su conversación, habría sido mejor que hubiera hecho esta visita con el fin de hablar con Papá. Volviéndose hacia Henrietta, le pidió que tocara la campanilla para que trajeran las lámparas, pues el sol se había puesto.

Eugene, que ya no estaba donde antes, no pudo hacer ningún gesto hacia el cordón de la campanilla. Su cabeza estaba bajo la ola de oscuridad, arrodillado en el centro de la alfombra, buscando lo que había caído de las manos de Sarah. En el inevitable silencio podían oírse los cuervos de regreso de los campos, pasando en bandada por encima de la casa; su ruido llenaba el cielo y hasta la estancia, y parecía tan inútil llamar por las lámparas que Henrietta se quedó, estremecida, al lado del sillón de Mamá. Eugene se levantó, sacó su fino pañuelo blanco y, mientras todos lo observaban, envolvió cuidadosamente en él lo que acababa de encontrar y luego volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo de la pechera. Esto lo hizo tan hundido en el ensueño que acompaña un acto decisivo, que Mamá murmuró instintivamente a Henrietta:

—Pero tú serás mi niña cuando Arthur se vaya.

La puerta se abrió para dar paso a Constance. Detrás de su majestuosa figura se acercaban globos nadando en su propia luz. Eran las lámparas, para pedir las cuales Henrietta no había llamado, pero éstas eran las que primero se colocaban en las mesas del vestíbulo.

—Pero, Mamá —exclamó Constance—, si no puedo ni ver quién está contigo...

—Eugene está con nosotras —informó Henrietta—, pero a punto de pedir si puede mandar a buscar su caballo.

—¿De veras? —dijo Constance a Eugene—. Fitzgeorge preguntaba por ti, pero no sé dónde está ahora.

Las figuras de Emily, Lucius y el primo Theodore cruzaron la luz de las lámparas, en el vestíbulo, hasta formar una masa detrás de Constance en el umbral de la puerta del salón. Emily, por encima del hombro de su hermana, manifestó:

—Mamá, Lucius quiere pedirte si le permites llevarse su guitarra a la escuela.

—Un obstáculo, sin embargo —intervino el primo Theodore—, es que el baúl de Lucius está ya cerrado.

—Ya que Robert se lleva su caja de colores —observó Lucius—, no veo por qué no puedo llevarme mi guitarra.

—Pero Robert —explicó Constance— pronto irá a la universidad.

Lucius se abrió paso entre los demás hasta el salón, para mirar ansiosamente a Mamá, que comentó:

—Has pensado muy tarde en eso. Vamos a ver si...

Los otros se apartaron para dejar que Mamá saliera seguida por Lucius. Entonces, Constance, Emily y el primo Theodore se desplegaron y se sentaron en distintas partes del salón, a esperar las lámparas.

—Me alegro que los cuervos ya hayan acabado de pasar —adujo Emily—. Me ponen nerviosa.

—¿Por qué? —bostezó altivamente Constance—. ¿Qué crees que podría pasar?

Robert y Digby entraron silenciosamente.

Eugene dijo a Sarah:

—Volveré mañana.

—Pero..., ¡oh! —empezó ella. Y se volvió para llamar—: ¡Henrietta!

—¿Qué? ¿Qué pasa? —respondió Henrietta, invisible detrás del sillón dorado—. ¿Qué puede venir más pronto que mañana?

—Pero puede pasar algo terrible.

—Mañana no puede fallar —repuso Eugene gravemente.

—Ya me ocuparé de que mañana exista.

—¿No te alejarás de mí ni un momento?

Eugene, dirigiéndose a Henrietta, exigió:

—Sí, prométele lo que te pide.

Henrietta exclamó:

—Nunca me alejo de ella. ¿Quién eres tú, Eugene, para pedirme esto? Cualquier cosa que trata de interponerse entre yo y Sarah se convierte en nada. Sí, ven mañana, ven cuanto antes, cuando quieras, pero nadie estará completamente solo con Sarah. Ni siquiera sabes lo que tratas de hacer. Eres el que trata de que suceda algo terrible... Sarah, dile que es cierto. Sarah...

Los otros, en la oscuridad de los sofás y sillones, volvieron sus ojos de jueces hacia Sarah, que, como antes, no pudo hablar...

La casa se tambaleó. Simultáneamente, el calicó de la ventana se desgarró y cayeron más pedazos del techo, aunque no sobre la cama. El enorme ruido apagado de la explosión murió, dejando que se oyera todavía un gotear menor de derrumbes en partes de la casa. Hasta que el irritante y asfixiante polvo del yeso tuviera tiempo de posarse, se mantuvo quieta, tendida, con los labios apretados, sin respirar y con los ojos cerrados. Recordando la caja, Mary se preguntó si habría quedado otra vez sepultada. No, se dijo, mirando por el borde de la cama, no había podido ser, porque la caja había desaparecido. Travis, que debió de llevársela, sin duda explicaría por qué, cuando regresara. Miró el reloj, que se había parado, cosa nada sorprendente; no recordaba haberle dado cuerda en los dos últimos días, pero, de todos modos, no recordaba apenas nada. Por la ventana, con el calicó desgarrado, aparecía la eterna tarde impermeablemente nubosa, de fines de verano.

Como no quedaba ya nada, deseó que llegara para llevársela al hotel. El único posible regreso a los campos quedaba anulado por el hecho de que Mary sobreviviera a la caída del techo. Sarah tenía razón al dudar que habría un mañana. Eugene y Henrietta estaban perdidos en el tiempo para la mujer tendida allí, sollozante, que no recordaba ya quién era.

Por fin oyó el taxi y Travis subiendo de prisa la escalera cubierta de cascotes.

—Mary, ¿estás bien, Mary? ¿Otro?

La cara blanca que apareció por la puerta estaba tan alarmada que ella no pudo menos de tender los brazos y decir:

—Sí, pero ¿dónde has estado ?

—Dijiste dos horas, pero...

—Te he echado de menos.

—¿De veras? ¿Sabes que estás llorando?

—Sí. ¿Cómo vamos a vivir sin... sin personalidad? Ahora sólo tenemos incomodidades, y ya no penas. Todo se hace polvo tan de prisa porque está podrido y seco y me asombra que haga tanto ruido. La fuente, la savia, debió de haberse secado, o se paró el pulso, antes de que tú y yo fuéramos concebidos. Tanto fluyó a través de la gente y tan poco fluye a través de nosotros. Todo lo que podemos hacer es imitar la pena o el amor... ¿Por qué te llevaste mi caja?

Él solamente dijo:

—Está en mi despacho.

Ella continuó:

—Lo que ha sucedido es cruel... Me encuentro con un fragmento arrancado de un día, un día que no sé siquiera cuándo ni dónde existió. Y ahora ¿cómo podré ayudar a aplicar esto sobre la mediocridad de todo lo demás? O bien soy una persona agotada por un sueño, vaciada. No puedo olvidar el clima de esas horas. Ni la vida en ese tono, llena de acontecimientos..., no feliz, pero tensa como un arpa. He tenido una hermana llamada Henrietta...

—Y yo he mirado lo que había en tu caja. ¿Qué podías esperar, si no? He tenido que pasar por alto este día, desde el punto de vista del trabajo, gracias a ti. De modo que me permití sentarme y no hacer nada durante las últimas dos horas. De modo que nada más eché una ojeada. Sin embargo conozco a la familia.

—Dijiste que era morboso.

—¿De veras? Todavía creo que...

—Y además estaba Eugene.

—Probablemente. No creo haber encontrado mucho de él, excepto algunas notas que hizo, probablemente para Fitzgeorge, sobre un libro de agricultura científica. Bueno: clasifiqué todo, y lo he vuelto a poner en la caja, todo menos un mechón de cabello que cayó de un carta y no pude descubrir cuál era. Tengo el mechón en el bolsillo.

—¿De qué color es?

—Castaño claro. Desde luego, está algo... seco. ¿Lo quieres?

—No —negó ella estremeciéndose—. ¡Qué venganzas te tomas! Travis...

—No lo veo así —contestó él, desorientado.

—¿Está esperando el taxi?

Mary se levantó de la cama y, yendo de un lado a otro del cuarto, empezó a buscar las cosas que quería llevarse, deteniéndose de vez en cuando para sacudirse el polvo del vestido. Sacó de su bolso el espejito para ver cuán sucia tenía la cara.

—Travis —prorrumpió de repente.

—¿Sí, Mary?

—Sólo que... yo...

—Ya está bien. No imitemos nada, justamente ahora.

En el taxi, mirando por la ventanilla, ella añadió:

—Supongo, pues, que desciendo de Sarah.

—No —repuso él—, sería imposible. Debe haber alguna razón por la cual tengas esos papeles, pero ésta no lo es. Según todas las pruebas negativas, Sarah, como Henrietta, permaneció soltera. No encontré mención de ninguna de las dos, después de determinada fecha, en las cartas de Constance, Robert o Emily. Eso hace pensar que ambas murieron jóvenes. En una carta escrita a Robert, ya de viejo, Fitzgeorge se refiere a un amigo de su juventud que fue arrojado del caballo y murió, cabalgando de vuelta de una visita a su casa. El joven, cuyo nombre no aparece, estaba solo, y la tarde, que era de otoño, era clara hasta una hora muy avanzada. Fitzgeorge se extraña y dice que siempre se extrañará: ¿por qué razón se encabritó el caballo en aquellos campos vacíos?

Escritoras del siglo XX. Relatos de fantasmas
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