D. K. Broster
El monstruo
I
—De veras me parece, tía Flora, que nos encontraremos muy cómodas aquí. La señora Wannacott parece muy amable, y las habitaciones no están sobrecargadas ni demasiado aspidistrantes, como dijo ese ingenioso joven que conocimos la semana pasada en la vicaría. Y hay un vista espléndida del mar, mucho mejor porque nos encontramos en el primer piso..., y esto te compensará, ¿verdad?, por tener que subir y bajar. Pero me parece que no descansas tu pierna después de caminar, como te ordenó el doctor Philipson. Mira: aquí hay una pequeña silla que parece hecha a medida, mejor que ese taburete con abalorios..., pero qué encantador volver a ver un taburete con abalorios..., me recuerda a la abuela... ¿Estás cómoda así? Supongo que la señora Wannacott llegará de un momento a otro con el té..., porque lo demás está ya en la mesa..., bocadillos de pepinos..., qué amable...
La activa lengua que dentro de poco probaría esos bocadillos no era nueva en ninguna de sus funciones principales. La palabra había fluido copiosamente de ella, casi siempre alegre y afable, durante unos treinta y cinco años. Primrose Halkett, su propietaria, era una mujer aniñada, flaca, morena, vivaz, que compartía el bondadoso carácter, aunque no la abundancia de cuerpo, de su tía Flora, de más edad, con la que vivía en el campo. La señorita Flora Halkett misma, víctima de una molesta torcedura de tobillo, había venido a Middleport para un breve cambio de aires, después de su forzada reclusión en Grove Cottage y, como su médico le había recomendado que utilizara la pierna, con moderación, la cautelosa subida y bajada de un piso, junto con un poco de caminata, no le estaban prohibidas.
El miembro en cuestión, de una dimensión capaz de sostener un sólido cuerpo, estaba extendido sobre la silla que acercara su sobrina. La señorita Flora Halkett miró con satisfacción el cómodo saloncito, muy adornado, de «Bêche de Mer», pues el esposo de la señora Wannacott, después de leer una novela acerca de la isla del Pacífico, había dado este singular nombre a su casa, creyendo que era la expresión francesa para «playa de mar». La señorita Flora Halkett, la cincuentena bien avanzada, pertenecía a ese tipo de solterona británica que no hace mucho hubiera llevado un decente sombrero en forma de hongo, sujeto con cintas —y algo más atrás, una toca con abundantes trinitarias agrupadas debajo del ala—, había coronado su amplio rostro, cuadrado y rubicundo, y su rubia cabellera encanecida, con una boina negra, más sorprendente que favorecedora. Pues aunque (a despecho de la boina) parecía y era una de esas dignas e incansables mujeres que forman el meollo de las parroquias rurales, podría decirse con cierta exactitud que la tía Flora llevaba Dos Vidas y, además, con diferentes nombres. Si surgía la necesidad de ello, tomaba el lugar de su sobrina en el órgano de la iglesia, reinaba de forma suprema en el Instituto Femenino, pero era también escritora, y no precisamente escritora de relatos para la revista parroquial, si bien, en cuanto a moralidad, sus libros eran irreprochables.
El Don (como lo llamaban sus amigas) había descendido sobre la señorita Flora Halkett súbita y tardíamente, pues sólo hacía seis o siete años que la Musa había dejado caer una pluma de sus alas sobre el escritorio de la señorita Flora, al lado de su libro de cuentas. La pluma puesta de este modo en tan inesperada mano debía tener un tono carmesí, pues esta buena y amable señora, con sentido del humor, escribía novelas de misterio del tipo más improbable (y, además, las vendía), pero no bajo el nombre de señorita Halkett. Pues cuando se entregó a su inexperto arte literario, y descubrió la turbulencia de las aguas por las que parecía haber sido destinada a navegar, adoptó prontamente un seudónimo masculino, temiendo que si el vicario o algún miembro de la Asociación de Madres veía su verdadero nombre en la cubierta de La ciénaga del asesinato podría escandalizarse. Pero, con una satisfacción casi indigna, descubrió, andando el tiempo, que el vicario había leído la novela de misterio de Theobald Gardiner con avidez, aunque sin saber quién era su verdadero autor, y luego aceptó un nada despreciable donativo para el fuelle del órgano salido del rendimiento de la ciénaga en cuestión. Del mismo modo, el adelanto de los derechos de autor de Tigre o daga, terminada durante la reciente reclusión del señor Gardiner, se destinaba a pagar estas vacaciones para ella misma y su fiel Primrose.
Cuando apareció el té, en una amplia tetera de peltre enriquecida con rosas repujadas, la señorita Halkett se trasladó de la silla a la mesa, con ánimo de hacer honor a la merienda. Pues en verdad su actividad de cronista de hechos de terror nunca afectó su apetito, y nunca se sentaron al lado de su cama ni le quitaron el sueño las «cosas» que en sus novelas caminaban detrás de sus protagonistas en solitarias llanuras o esperaban, tal gorilas, para estrangular a sus heroínas en siniestros subterráneos.
Después del té, la tía y la sobrina se sentaron frente a la ventana abierta y contemplaron la meca de su peregrinación: el océano, limitado en el lado de acá por el interminable cemento del paseo marítimo, y los refugios con paredes de vidrio llenos de formas que leían, hacían ganchillo o descansaban aletargadas, y la notable arquitectura del nuevo pabellón del muelle, que recordaba unas veces a Bizancio, otras a Mandalay. Primrose husmeó con deleite el salobre aire marino, sin dar descanso a su lengua, y la señorita Halkett fumó su cigarrillo de después del té (uno de los cuatro diarios que nunca rebasaba), y afirmó que creía que pronto podría caminar hasta el acantilado del oeste, de cuya belleza inmaculada había oído hablar mucho.
—Pero todavía no, tía Flora —adujo Primrose, pronta a contener el ardor que no hacía mucho condujo a la voluminosa señorita Halkett por el arduo sendero de Ben Nevis—. Debes tomarlo con calma, por una vez, empezar caminando hasta el final del paseo y regresar en una silla de ruedas con capota. Hay muchas aquí, puedo ver una hilera de ellas por allá...
—Pues tendría que ser una silla de ruedas muy sólida —replicó riéndose la señorita Halkett, mientras aplastaba lo que quedaba del cigarrillo—. Oye, Primrose: ¿has contado el número de objetos de porcelana que hay en la repisa de la chimenea? Pues hay veintitrés, incluyendo la camada de cerditos. Tengo que tomar nota de esto, pues me parece que situaré mi próxima novela en una ciudad de la costa de Middleport.
—Porque aquí nunca suceden cosas como las que cuentas —interpretó Primrose, admirativa—. Tía Flora, ¡qué original eres!
—No estoy segura —admitió Theobald Gardiner con loable sinceridad— que la clase de historias que cuento pueda ocurrir en ninguna parte.
Al apacible atardecer de la llegada de las señoritas Halkett sucedió una mañana de lluvia torrencial. Un mar plomizo se abatía con sucia hostilidad contra el largo ciempiés del muelle y golpeaba con vigor contra su inveterado enemigo, la escollera del frente del mar. De vez en cuando, una nube de espuma rociaba el suelo del paseo y Primrose, con una alegría algo infantil, observaba desde la ventana lavada por la lluvia las víctimas de esa ducha entre los pocos que recorrían el paseo marítimo, arriba y abajo, a despecho del tiempo.
En la mesa, Theobald Gardiner luchaba, como Laocoonte, con las galeradas de una anterior obra maestra, La escalera de la muerte, de la cual había vendido recientemente los derechos para un segundo folletín a un pequeño diario provincial. Era algo que estaba a punto de lamentar, pues los impresores del Bulsworth Gazette and Springshire Advertiser estaban dotados de una rara facultad para convertir la tragedia en comedia, metamorfosis que en realidad no era muy difícil de realizar.
—Primrose —gritó súbitamente la indignada autora—, ¡esto pasa ya de castaño oscuro! No les basta con haber convertido a mi rico banquero en un vaquero, esos pillastres han transformado «el espantoso lazo que los ligaba» en «el pantanoso lago que les legaba».
La mirada de Primrose no se apartó del mar.
—¡Qué latosos! —asintió casi sin fijarse—. Desde luego, tenía que ser «el espantoso lago», ¿no?
—Es evidente que no prestas atención, querida. No se trata de un lago. Es un lazo: l, a, z, o. ¡Vaya! ¡Dios mío!
Otra errata al final de la frase. En vez de hombre de noble cuna, tenemos un hombre de noble cena... ¿Qué es lo que te interesa tanto, Primrose, que no puedes prestar atención a las increíbles villanías de los tipógrafos?
Primrose se volvió de un brinco.
—Lo siento, tía Flora. ¡Qué mal educada soy!... Y las galeradas se te han caído. —Se arrodilló para recoger las galeradas, dotadas, como de costumbre, de una resbaladiza vida propia—. Miraba una silla de ruedas que iba de un lado a otro del paseo y me preguntaba qué clase de inválido es bastante valiente para salir con este tiempo.
—Majadero debe ser, quienquiera que sea. ¿Tienes la siguiente galerada, la que empieza: «Agarraba febrilmente...»? Ésta es. ¿Quién iba en la silla de ruedas, un hombre o una mujer?
—No pude distinguirlo, tía Flora, porque, claro está, tenía la capota puesta... Tía Flora, debería poner de patitas a la calle al tipógrafo de estas galeradas... Acabo de ver algo que todavía no has revisado..., algo que estoy segura de que nunca escribiste... «Tomando su mano, la condujo, tonta borrega, hacia...» ¡Oh! —La voz de Primrose se quebró con una nota de horror.
—Tonta borrega —exclamó Theobald Gardiner, furiosa de nuevo—. ¡Santo cielo! Debería decir todavía dormida. Es allí donde el misterioso Sylvester, habiendo puesto a Miranda en trance hipnótico, ¿te acuerdas?, la lleva al cabinet que ha dispuesto que se lleven cuando ella esté adentro y así secuestrarla. No me digas que ese criminal ha convertido cabinet en otra cosa. ¡No es posible! ¿Por qué te has sonrojado?
—Bueno —contestó la sobrina con un sonrojo realmente Victoriano—, no ha cambiado la palabra, pero, por alguna razón, la ha puesto en cursiva, de modo que parece francés, y ya sabes lo que significa en francés, ¿verdad, tía Flora?35
A la señorita Halkett no le resultó tan fácil como había previsto volver a caminar cierta distancia y, aunque al principio se opuso a la idea de tomar una silla de ruedas cuando se cansara, pronto empezó a encontrar agradable este medio de transporte, aunque deseaba, para el mozo que empujaba su silla, que su peso fuera algo menor.
—Por lo demás, Primrose —observó tras su primera experiencia—, hay una especie de sensación cleopatresca en pasear así, sólo que estoy segura de que los esclavos de Cleopatra eran más jóvenes y más robustos.
Los encargados de las sillas de ruedas de Middleport no eran, ciertamente, ni jóvenes ni vigorosos, ni se esforzaban en exceso —con la excepción de un viejo, el de aspecto más frágil de todos, que siempre parecía ir a buscar a un cliente o volver de dejar a uno, de modo que la señorita Halkett nunca vio a nadie ocupando su vehículo, tanto más cuanto que, cualquiera que fuese el tiempo que hiciera, siempre tenía puesta la capota.
—Tal vez esto es lo que significa «estar a la espera de clientes» —observó Primrose un día, mientras regresaban a pie a «Bêche de Mer» y habían visto a ese viejo arrastrando su silla de ruedas por el paseo—. Tiene más energía que los demás viejos y estoy casi segura que fue él que...
—¡A él, Primrose! —corrigió la autora.
—... a él, desde luego, que vi aquel día bajo la tormenta. ¿Te has fijado, tía Flora, que, si bien nunca vemos a nadie en su silla de ruedas, siempre la arrastra, como lo hace ahora, como si hubiese algo pesado dentro? Quiero decir que casi siempre se puede saber, por el modo de caminar de esos mozos...
—Sí, sí, claro que sí. Pero, aunque personalmente nunca se me ocurriría contratarlo, porque no parece bastante fuerte para mí, no me había fijado en eso que tú dices.
En realidad, la capacidad de observación de la señorita Flora iba algo apagada últimamente, debido a la nube extendida sobre sus facultades por los pecados del impresor del Springshire Advertiser.
Dos o tres días más tarde, sin embargo, algo atrajo indirectamente su atención hacia el buscador de clientes de la silla de ruedas. Ella y Primrose habían andado casi hasta el final del paseo marítimo, cuando un denso chaparrón las obligó a ampararse en uno de los refugios, que ya estaba casi lleno. Cuando cesó la lluvia, se quedó el suelo del paseo tan mojado que Primrose temió que su tía resbalara, pero la proximidad de la hora de comer no las permitía esperar a que se secara. La parada de las sillas de ruedas estaba lejos y Primrose se ofreció a parar una silla de ruedas que pasara y, después de quedarse un rato delante del refugio, regresó para anunciar que veía uno acercándose, al parecer vacío; volvió a salir.
Pero después de apostarse en el camino de la silla que progresaba lentamente y de darse cuenta de que estaba realmente vacía, se dio cuenta, asimismo, de que la arrastraba «su» viejo, y pensó que la tía Flora no querría contratarlo.
—Pero es sólo hasta la casa de la señora Wannacott y no está muy lejos —se dijo Primrose, y avanzó, gritando—: Deténgase, hay una señora que lo espera en ese refugio.
No pareció que el viejo la oyera, pues pasó delante de ella con la cabeza gacha, arrastrando su silla, como si se tratara de un autómata que llevara una pesada carga. Pero la silla de ruedas estaba vacía, aunque protegida por la capota contra la lluvia. Primrose se colocó delante de la silla y el viejo tuvo que detenerse.
—Hay una señora que quiere que la lleve cerca de aquí... y en la dirección que usted lleva.
Sin levantar los ojos, el viejo contestó, con una voz que no pasaba de un susurro:
—Lo siento, señorita, pero esta silla está alquilada.
—Pero si va a recoger a un cliente —insistió Primrose—, podría llevar a esa señora de camino y dejarla en la pensión. Cojea y me temo que resbale en este suelo mojado.
El viejo levantó a vista. Eran unos ojos de color azul pálido, claros, de un azul inocente, casi como de un niño, aunque nadie hubiera podido confundirlos con los apacibles ojos de la niñez.
—¿Cojea? ¿Dijo usted que cojea, señorita? ¿Es una que va con un bastón? —preguntó, en un tono que por un momento sugirió que iba a acceder a su petición.
Pero luego movió la cabeza, debajo de su viejo sombrero de paja, que contrastaba con su decoroso y poco usado traje negro.
—No, señorita, lo siento, pero a la señora Birling no le gustaría que otra persona empleara su silla.
Primrose se apartó.
—No sabía, claro, que era una silla particular —dijo—. Lo siento.
—No tiene por qué excusarse, señorita —contestó el viejo con cortesía y hasta dignidad y, volviendo a tirar de nuevo de la silla de ruedas, con ligero esfuerzo, continuó lentamente su camino.
—No hay manera —anunció Primrose, al regresar algo jadeante al refugio—. No hay nadie en la silla, pero no quiere llevarte. Dijo que a una señora no sé qué no le gustaría.
Apenas había dicho esto, cuando una mujer, de ese inconfundible tipo que abunda en los refugios del paseo marítimo, con una larga chaqueta de ganchillo color magenta, alzó los ojos de su libro y comentó:
—Es perder el tiempo, si no le importa que se lo diga, tratar de que el viejo Cotton la lleve en su silla de ruedas. Se comporta de un modo extraño, ¿sabe?, desde que murió la señora Birling.
—La señora Birling. Ese es el nombre que me dijo —exclamó Primrose—. Pero ¿está muerta? Si acaba de decirme que la silla es de ella..., o así lo dio a entender, por lo menos.
—Es en eso que se porta de modo extraño —explicó la dama, que tenía evidentemente la ventaja de ser residente o frecuente visitante de Middleport.
Los demás que se encontraban en el refugio comenzaron a prestar atención, salvo un anciano caballero que, en un rincón, hacía el crucigrama del Daily Telegraph.
—La señora Birling usaba siempre la silla del viejo Cotton... Lo hizo durante años. Era una vieja malhumorada, pero rica... y maliciosa. Pero cuando murió, hace un par de años, le dejó un legado en su testamento, una bonita suma, creo..., y desde entonces ha arrastrado esa silla de ruedas vacía, haga el tiempo que haga, y no deja que nadie se suba a ella... Y, teniendo en cuenta cómo está el pobre, no creo que me gustaría subirme —agregó la dama, como para sí misma.
Pero esta observación no la oyeron las señoritas Halkett, pues la señorita Flora empezó a decir en seguida que, si tenía licencia para su silla de ruedas, estaba obligado a dejar subir a cualquier persona que quisiera alquilarla.
—¡Bah! —dijo la dama magenta, volviendo a su libro—. Nadie toma en cuenta esas cosas aquí. Siempre fue un anciano tan respetable que la gente siente lástima por él y, además, no se pone en la fila de la parada. Se habrán fijado que nunca está allí...
Sólo cuando las señoritas Halkett hubieron salido del refugio, el anciano caballero del crucigrama levantó los ojos y preguntó:
—¿Por qué no les dijo a esas señoras, sin tapujos, que lo que hace que la gente no pida a Cotton que la lleve es que sabe lo que pasó en esa silla de ruedas?
Los no residentes, que escuchaban boquiabiertos, emitieron un simultáneo:
—¿Qué pasó?
II
—La comida está lista, padre —anunció la señora Sims, apareciendo en la puerta del cobertizo—. Y si no dejas para después el desempolvar tu vieja silla, no encontrarás caliente tu pastel de conejo, y el pastel de conejo te gusta, ¿verdad?
El cobertizo estaba en el patio, detrás de la pequeña tabaquería-confitería, cuya propietaria, Mabel Cotton, se había casado mientras servía en una casa. Hacía casi dos años que su padre, después de la muerte de su madre, había venido a vivir con ellos..., él, su silla de ruedas y su tornillo flojo. Pero, desde que Mabel y Will Sims habían llegado a la conclusión de no luchar contra «las extrañas ideas de padre», la vida resultaba más fácil en la pequeña vivienda encima de la tienda. Mabel ya no estallaba en frases como «No seas absurdo, padre, no sirve de nada seguir así... No le tenías mucho afecto a la vieja, cuando estaba viva... ¡Vaya gruñona que era!», lo que provocaba un relampagueo de enojo en el viejo y lo llevaba a permanecer el mayor tiempo posible en el paseo marítimo, con su inseparable silla de ruedas. Pues su marido le aconsejó que no tocara aquel tema, que no alentara al pobre viejo, pero no lo contrariara tampoco. Y el plan parecía dar resultado; en todo caso, no había la tensión de las continuas protestas.
—¿Sabes, Will? —había dicho Mabel Sims una noche, meses después de adoptarse esta decisión—. Si la señora Birling no hubiese dejado a padre esas cincuenta libras, no creo que hubiera todo este jaleo. Lo... lo otro, por sí solo, no hubiese hecho que padre se condujera así. Es su gratitud, una gratitud bien tonta, me parece, lo que le hace conducir esa vieja silla de ruedas, haga el tiempo que haga, con la capota bajada. Y la cosa empeora, además.
Estaban cerrando la tienda.
—Si me lo preguntas —dijo el marido, al echar la llave al cajón del dinero—, no creo que lo haga por algo tan... tan humano como la gratitud.
—No lo crees, ¿eh? Y entonces, ¿por qué lo hace? ¿Por terquedad?
—La verdad es que no lo sé —replicó Will Sims—, pero creo que, por cosas que a veces le he oído murmurar para sí mismo, en el cobertizo..., creo que detesta todavía a la señora Birling.
Con el plumero en la mano, su mujer lo miró fijamente.
—Pues..., ahora que lo pienso, debió de darle un buen susto. No me extraña, digamos, que tenga un sentimiento especial por esa vieja silla. He pensado a menudo en aquel día en el Acantilado del Oeste. ¡Pobre padre! Bueno, de todos modos, seguiré aceptando tu consejo, Will, y no trataré de impedirle que haga lo que le dé la gana.
Esta conversación había tenido lugar el invierno anterior. Desde entonces, un proceso gradual de opresión se iba apoderando del pobre viejo. Cada día parecía más encogido; el atildado traje negro que llevaba desde la muerte de su esposa parecía colgar más ancho de sus hombros; la carne de su flaca y apacible cara se volvía más transparente y los tentáculos como de pulpo de su obsesión lo envolvían con más fuerza. Y, sin embargo, ni su hija ni su yerno lograban penetrar en el meollo de su obsesión, y hasta parecía que el propio Cotton estuviera demasiado sumido en la confusión para hacerlo. ¿Qué creía exactamente estar haciendo, al tirar de la vieja silla de ruedas? ¿Se imaginaba que la señora Birling estaba sentada en ella?
Mabel Sims se había hecho muchas veces esas preguntas. No estaban lejos de su mente ahora, al ver a su padre al otro lado de la mesa, donde estaba sentado, mirando, sin verlo, el contenido a medio comer de su plato. Se hallaban solos los dos, pues era día de cerrar temprano la tienda y Will Sims se había marchado a la feria de Shenstone, la ciudad vecina y rival de Middleport.
—No importa, padre, si no te puedes acabar el pastel. Tengo en el horno un sabroso pudín de leche. Ahora lo traeré.
El viejo, sin embargo, empujó su silla hacia atrás.
—No quiero comer nada más, Mabel, gracias. El pastel estaba muy bueno. Volveré al cobertizo y terminaré de pulir la silla. Hay que hacerlo más a fondo, después de la lluvia.
La miró de reojo, mientras ella se llevaba lo que quedaba del pastel, y continuó con voz carrasposa:
—Esta mañana sucedió algo muy molesto..., algo que a Ella no le hubiese gustado.
Su hija no necesitaba preguntar quién era Ella. La conversación de su padre (la poca que sostenía) daba vueltas cada día más en torno a este pronombre.
—¿Qué fue, padre? ¿Quieres decir que la lluvia era molesta? —preguntó Mabel, aunque prestando sólo a medias atención a la respuesta, como se hace con un niño, y se volvió con el pastel en la mano.
—No, no la lluvia..., aunque supongo que no habría sucedido de no ser por la lluvia. Una señora me detuvo en el paseo y quiso alquilarme.
—Bueno, eso sucede a veces, padre, ¿no te parece? —comentó la señora Sims, dirigiéndose al horno—. Me imagino que le dijiste que la silla no está libre, como haces siempre.
Su padre jugaba con una cucharilla en la mesa.
—No la quería para sí misma —explicó Cotton—. Era para otra señora, que no estaba allí y que, según me dijo, cojeaba.
—¿Y qué? —preguntó Mabel Sims, abriendo la puerta del horno.
—¿No te das cuenta, Mabel, de lo que parece? —dijo el viejo, con voz agitada—. ¿No ves lo que puede ser? Como si ella lo quisiera otra vez...
—Nunca oí una tontería como ésta, padre —replicó tajante la hija, dejando de retirar el pudín de leche del horno y abandonando al mismo tiempo su habitual actitud neutral. Estaba movida por el miedo de que se le hubiera aflojado otro tornillo—. Por aquí hay muchas señoras que cojean. Nunca he visto un lugar donde haya tantas señoras que cojean como en Middleton. A veces parece que ni una sola puede pisar como es debido con la planta del pie. Además —agregó triunfante—, acabas de decir que a la señora Birling no le hubiese gustado que esa señora quisiera alquilar la silla, de modo que no pudo ser ella la que la pedía. Vamos: vete a terminar de pulir la silla y luego vente a descansar un rato y a tomarte el té.
—No tendré tiempo de descansar. Esta tarde tengo que salir otra vez —replicó su padre con un suspiro—. Pero gracias, Mabel, de todos modos.
Salió lentamente del comedor y su hija empujó con la rodilla la puerta del horno con algo más de violencia de lo que permitía su voto de no interferir con su padre.
—¡Maldita sea esa bendita silla de ruedas! —exclamó por lo bajo.
En el patio, las capuchinas de Will Sims, trepando por las paredes alquitranadas del cobertizo, resplandecían bajo el sol. Muy lentamente, el viejo Cotton abrió la puerta del cobertizo que siempre cerraba con llave cuando la silla estaba dentro y a solas. Antes, Will guardaba allí una regadera y unos cuantos útiles de jardinería, pero ahora sólo consideraba a su bicicleta digna de compartir el descanso de la silla de ruedas de su suegro. Con una vacilación que casi era renuencia, el viejo entró, tomó de un estante el material para pulir y reanudó su tarea y, aunque ésta era prácticamente innecesaria, empleó más de un cuarto de hora antes de desistir y se apartó algo para examinar el resultado de sus esfuerzos.
El vehículo era del antiguo tipo, sólido y diseñado para proteger del tiempo a su ocupante tan bien como los extintos coches de punto, pero había sufrido modificaciones que le privaron de las cortinillas laterales que solían unirse encima de las piernas del pasajero y también de la ventanilla que podía cerrarse. Una especie de delantal de hule había sustituido a aquéllas y la ventanilla había desaparecido por completo, todo lo cual aligeraba el peso de la silla. Por lo demás, aquella antigualla transformada estaba tan bien cuidada que disimulaba su probable edad.
Tras un momento de contemplación, el viejo Cotton le habló, restregándose las nudosas manos, el cuerpo inclinado hacia delante, y con una pálida sonrisa en los labios:
—¿Al Acantilado del Oeste, señora? Sí, claro que sí, si eso es lo que desea. Déjeme que le sacuda un poco la nueva almohadilla.
Movió los resortes de la capota, enmohecida por el poco uso, y dobló este dispositivo de protección contra la barra de atrás que servía para empujar el vehículo. Podría verse entonces que un gran lazo de crespón negro estaba sujeto al respaldo de la silla. Debajo de este descansaba en relumbrante incongruidad, una nueva almohadilla barata, anaranjada, púrpura y negra, mientras una bien doblada manta a rayas, hecha de desechos de seda, ocupaba el asiento.
—¿Está segura de que quiere ir otra vez allí, señora, a pesar de...? No ha estado usted allí desde que... ¿De veras quiere ir? —murmuró, inclinándose hacia el lazo de crespón.
Su monólogo, sin embargo, terminó cuando, recordando algo al parecer, deshizo los lazos del delantal de hule de la parte baja de la silla y, tanteando debajo de él, sacó un libro encuadernado, con las tapas duraderas pero feas de la biblioteca pública. Se titulaba Enfermedades del corazón. Abriéndolo en una página indicada por una tira de papel, el viejo Cotton leyó varias veces unas cuantas líneas y luego, meneando la cabeza, retornó el libro a su escondite.
Su labio inferior temblaba y volvió a susurrar, pero ahora para sí mismo:
—Creo que era Ella esta mañana. Entonces se enojará... ¡Ahhh, es tan difícil saber lo que Ella quiere de veras!
Pero había una sonrisa, una sonrisa mecánica y fija, en sus labios, cuando sacudió la fea almohadilla y tendió la manta como si la pusiera sobre las piernas de alguien. Pero se desvaneció la sonrisa, como si la hubiesen apagado, tan pronto como levantó la capota, y con un hondo suspiro tomó de una percha su sombrero de paja de cinta negra y arrastró la silla de ruedas hacia el sol.
III
La tarde era tan tentadora que la señorita Flora y su sobrina alquilaron un automóvil y dieron un paseo por el campo. A su regreso se detuvieron en lo alto del famoso Acantilado del Oeste, antes de descender a la parte baja de Middleport. Esta punta rocosa constituía un notable fenómeno, con su aire vivificante, amplia vista y espacios cubiertos de aulagas, porque nunca se lo apropió el club local de golf, no lo echaron a perder pabellones y casas, fenómeno que sólo podía explicarse por el hecho de que el terreno fuera donado a la ciudad a condición de que se conservara siempre en su estado natural. Por tanto no estaba desfigurado —excepto, desde luego, por el repulsivo amontonamiento habitual, periódicamente recogido, de mondas de naranja, cajetillas de cigarrillos, papeles de emparedados, con que la democracia británica conmemora sus visitas a cualquier lugar bello o interesante. Había unos pocos asientos, un par de senderos de grava y nada más; incluso el camino principal atravesaba el lado interior del promontorio.
Las señoritas Halkett se sintieron tan complacidas de encontrar prácticamente desierto el Acantilado del Oeste (sin duda, presumieron, a causa de la feria de Shenstone), que despidieron el taxi, para disfrutar de la soledad con su arrobadora brisa y después descender a pie hasta la parada en que podían tomar el tranvía de Middleport. Lenta y apaciblemente, pues, las dos damas avanzaron por la hierba hasta el borde del acantilado, y cuando lo alcanzaron se sentaron en un banco y disfrutaron de la vista del pálido y sedoso mar. A lo lejos, en el horizonte, el humo de invisibles buques de vapor creaba fantasmas de costas nubosas; más cerca, puntas rocosas, que la tía y la sobrina trataron en vano de identificar, se extendían unas detrás de otras en la bruma, y, a sus pies, el césped, salpicado de flores rosadas y blancas, descendía en suave pendiente hasta el verdadero borde del acantilado, donde la roca se hundía a pique hasta una inaccesible playa.
Cuando por fin emprendieron el camino de regreso hacia la carretera, no podía negarse que la distancia a la misma parecía haber aumentado y, mientras en el camino descansaban en un banco, Primrose riñó suavemente a su tía y se lamentó de la inhabitual soledad que rodeaba el Acantilado del Oeste.
Hasta que se levantaron para continuar su ruta no se dieron cuenta de que el Cielo había enviado a la señorita Flora un medio de transporte. Rodeando un matorral de aulaga, a cierta distancia, apareció súbitamente a la vista una silla de ruedas, arrastrada —como de costumbre— por un viejo.
—¡Qué suerte! —exclamó la señorita Flora, agitando el bastón para atraer su atención.
—Pero, tía —advirtió dudosa Primrose—, me temo que es el viejo Cotton, ese que no quiere que nadie suba en su silla.
Con sorpresa de las dos damas, el viejo aceleró la marcha y, deteniendo su vehículo a algunos metros, vino hacia ellas agitando las manos.
—Supuse que la encontraría a usted aquí, señora —dijo, dirigiéndose a la señorita Flora.
Había un ligero toque de servilismo en sus modales.
—La silla está a su disposición, con confortables almohadones nuevos y todo lo demás.
—No le importa, pues... —empezó la señorita Primrose.
Tal vez al viejo le importaba. Su mirada se había fijado en la boina de la señorita Flora y durante un momento pareció un perro desorientado y perplejo.
—No sé... A fin de cuentas tal vez sea mejor que no.
Pero se quedó allí.
—¡Vamos, hombre! Cojeo, ¿sabe usted?..., aunque sólo temporalmente. Estoy segura de que me llevará hasta el tranvía.
Y con su alegre sonrisa, la señorita Halkett avanzó hacia la silla de ruedas.
—Pero debe subir la capota para que pueda entrar.
Repentinamente, sin razón aparente, el viejo se mostró ansioso de complacerla.
—Sí, sí, la llevaré abajo, señora, la llevaré abajo. Yo mismo pensaba ir. Es lo único que puedo hacer... De modo que si de veras quiere..., es decir, si Ella quiere...
Estaba levantando ya la capota; luego desató el delantal y se quedó con la manta a rayas sobre el brazo.
—Tía Flora —susurró Primrose, sujetándola por el brazo—, no subas a esta silla. No dejes que te lleve. Es un tipo muy extraño. Y mira: hay un lazo de crespón negro...
—¿Qué crees? ¿Que va a secuestrarme? —susurró la señorita Flora, conteniendo la risa—. Solamente las personas de poco peso corren el riesgo de que las secuestren. ¡Vaya: eso es una frase ingeniosa!
Se sintió tan complacida con su inesperado bon mot que no prestó al adorno funerario más atención que la de decir para sí: «¡Es muy morboso, pobre viejo!» Y se subió a la silla, que crujió bajo su peso.
—Pero ¿qué es eso duro debajo de mis pies? —preguntó, mientras el viejo Cotton se afanaba en extender la manta sobre sus piernas.
Se paró y sacó el obstáculo.
—Le pido perdón, señora, por dejarlo ahí. Es el libro que me asegura cómo acabaré muriendo. No acababa de creérmelo antes, eso de esas gotas en la cápsula esta...
—¿De qué diablos está hablando? —preguntó la señorita Flora, aunque no como si esperara respuesta.
El viejo Cotton se metió con dificultad el libro en el bolsillo.
—¿Está usted cómoda, señora? —inquirió—. ¿Tiene el bastón? Veo que no ha traído su cojín de aire hoy. Bueno, vamos abajo...
Cogió la barra de delante y la silla de ruedas empezó a avanzar en dirección al mar.
—No, por ahí no, señor Cotton —gritó Primrose, sujetando la barra de detrás, la barra con la que se empujaba la silla—. Queremos ir abajo, al tranvía, y no volver al borde del acantilado. Deténgase. ¡Deténgase! Tía Flora, baja en seguida.
La señorita Flora estaba gritando al unísono con su sobrina.
—No es por ahí. Vuelva. Dese la vuelta...
Pero como, al parecer, el viejo Cotton no oía, sino que continuaba firmemente y hasta con cierta prisa en dirección al mar, empezó a seguir el consejo de Primrose. Envuelta en la manta, como estaba, y además sujeta por el delantal de hule, no era cosa fácil, aunque Primrose hacía lo que podía para detener el avance de la silla de ruedas, pesando con fuerza sobre la barra de atrás. La escena terminó, tras un momento de confusión, con el vuelco de la silla y con la señorita Halkett rodando por el suelo.
El viejo Cotton, con la cara cenicienta y tembloroso, ayudó a la alarmada Primrose a desenredar y levantar a la postrada e indignada autora, cuyo tobillo afortunadamente no había sufrido ningún daño adicional.
—¡Oh, señora! No comprendo cómo sucedió —exclamó Cotton en el tono de quien está compungido—. ¡Qué espanto! ¡Qué espanto! ¿Fue la rueda la que se torció? Nunca me había sucedido una cosa así. Espero, señora, que no se haya hecho daño.
—¿Por qué no se detuvo cuando se lo dije? —preguntó, jadeante, la señorita Flora, con su boina inclinada, mientras la ayudaban a ponerse en pie—. Si se hubiese detenido, no habría pasado nada de esto.
—Pero creía que quería ir abajo, señora —repuso el viejo, de nuevo cariacontecido.
—Y eso quería..., hacia el tranvía. Se lo dije bien claro —replicó la exasperada y conmocionada dama.
Una expresión de asombro asomó a la cara de Cotton.
—¡El tranvía! La señora Birling nunca tomó el tranvía —contestó reprobadoramente.
—¡Pero yo no soy la señora Birling, buen hombre!... No, Primrose, estoy bien, de veras. No te preocupes.
El viejo se pasó la mano por la frente.
—Eso es lo que me extraña —murmuró—. Claro que no puede ser usted la señora Birling...
—No, porque está muerta, ¿verdad? —interrumpió más suavemente la señorita Flora.
—Murió, es bien cierto, señora —asintió el viejo en un tono como corrigiéndola—. Yo, más que nadie, debo saberlo, porque fue en esta silla donde murió. Pero no sé si está muerta.
—¿Murió en esta silla? —exclamaron a la vez las dos damas, mirando el vehículo que todavía estaba tumbado de lado sobre la hierba.
—Sí, señora. Murió del corazón, de una enfermedad que tiene un nombre del que nunca me acuerdo, algo así como anguila...
—Angina de pecho —sugirió la señorita Flora.
—Sí, señora, eso es. Pero dijeron que si hubiese tenido esa cosa para aspirar no hubiese muerto, al menos aquel día no.
—¡Ah! Nitrito de amilo. Sí, he oído hablar de eso.
—Sí, señora, creo que era eso. Gotas. Unas gotas de algo en una ampolla de cristal. No, no hubiera muerto.
El viejo, inclinándose, empezó a tirar de la silla, tratando de levantarla. Primrose, compadeciéndolo, hizo lo mismo y, entre los dos, no sin dificultad, la enderezaron sobre las ruedas y colocaron en su lugar los objetos dispersos por el suelo.
—Y esa señora Birling... —preguntó Primrose, atajando las humildes expresiones de agradecimiento de Cotton—, esa señora Birling murió en esta silla y ¿usted no pudo hacer nada? ¡Qué terrible! No me extraña que usted...
Se levantó trabajosamente.
—Sí, así fue, señora —asintió el viejo, pasando la vista de una dama a otra—. A menudo he pensado que fue terrible. Pero, verá usted, necesitaban tanto el dinero; mi pobre esposa estaba muriéndose, entonces existía un tratamiento que la hubiese aliviado y que podían administrarle en el hospital. Y yo sabía que la señora Birling me dejaba algo en su testamento. Muchas veces, antes de aquel día, había pensado, para mis adentros, sabiendo que estaba enferma del corazón, que si este corazón quisiera llevársela pronto, a la vez mi pobre Amy no tendría que sufrir tanto.
Ambas damas se hicieron para atrás.
—No estará usted..., no estará usted tratando de decirnos que asesinó a la señora Birling —exclamó horrorizada la señorita Flora, ella que escribía tan tranquilamente sobre casos de terror y asesinatos y que nunca se había encontrado, que supiera, a cien millas de un criminal.
La sugestión pareció escandalizar mucho menos al viejo del traje negro que a quien la formulaba.
—¡Oh, no, señora! —protestó sin energía—. Porque no creía de veras en las gotas. Pero este libro que saqué de la biblioteca pública dice que es verdad. Sí, es verdad —agregó repentinamente, en un tono muy distinto, en un tono de angustia, y se secó la frente con el pañuelo que sacó de su bolsillo.
La brisa traía, caliente, el perfume de la aulaga. Primrose, con el miedo en los ojos, mordía las cuentas de su collar. La señorita Flora se apoyaba pesadamente en su bastón, mirando fijamente al viejo, pero ninguna de las dos dijo nada. Fue el inofensivo viejo quien rompió el silencio, mirando no a sus oyentes, sino al perezoso mar más allá del borde del acantilado.
—Sí, hace dos años ya que tengo que arrastrar esta silla. A veces está sentada en ella, a veces no viene, pero siempre es pesada, cada vez más pesada. La señorita Sharpe..., su dama de compañía..., llevaba siempre esas pequeñas ampollas con las gotas, por si acaso la señora Birling tenía otro ataque. No había tenido más que dos y mucho tiempo atrás, no parecía que hubiera prosi... peligro de otro. Pero aquel día la señorita Sharpe tuvo una fuerte jaqueca, y no pudo venir caminando al lado de la silla, sino que se quedó en casa, pero, para estar tranquila, me dio la ampolla de cristal y me explicó cómo debía romperla debajo de la nariz de la señora, si tenía un ataque, aunque no era probable que ocurriera nada. Me dio un pañuelo limpio para ello. Aquel día, la señora Birling quería ir al Acantilado del Oeste, sabiendo que no habría casi nadie por allí, porque tenía lugar la feria de Shenstone..., como hoy... y me hizo llevarla arriba, aunque hacía mucho calor. Nunca tenía compasión. Solía decir: «Hay cincuenta libras para usted en mi testamento, Cotton..., puede preguntárselo a mi abogado, si quiere, de modo que no tiene por qué gruñir cuando le pido algo, sea lo que sea.»... Aquel día Amy estaba muy mal, de manera que volví a pensar que si pudiera conseguir aquellas cincuenta libras para ella, antes de que fuera demasiado tarde... Pero sabía que no serviría de nada pedírselas antes de tiempo a la señora; nunca se separaba de un penique si podía evitarlo. De modo que me pareció una oportunidad... para la pobre Amy, cuando llegamos aquí arriba sin nadie a la vista..., como hoy.
Sin dejar de mirar el mar, enrollaba el pañuelo, formando una bola, y repitió en voz baja, como pensándolo:
—Me pareció una oportunidad...
—¿Qué le pareció una oportunidad? —preguntó en un susurro la señorita Halkett, cuyo rostro nadie podría llamar rebosante de salud en aquel momento.
—Pues que tuviera uno de sus ataques aquí arriba... Un ataque muy fuerte... Yo nunca había visto uno. Rompí la ampolla en el pañuelo, como me había explicado la señorita Sharpe. Todavía puedo olerlo... Y entonces pensé en mi Amy y... yo me metí el pañuelo en el bolsillo y bajé la capota en seguida, para no verla, ni que nadie la viera, si alguien venía... y me quedé allí, al borde, un rato.
Una de sus manos dejó la otra y señaló.
—Sí, era exactamente allí... Le dije al doctor, luego, que las gotas no habían tenido ningún efecto, y él dijo que yo había hecho lo que pude por la vieja señora, porque ahí estaba el pañuelo con pedazos de cristal para que él lo viera. Echaron la culpa a la señorita Sharpe... Pero mi Amy murió antes de que me dieran el dinero. Y sé que es allí abajo donde la señora Birling quiere que yo vaya. Últimamente, hasta la silla parece empujar algo hacia allí. Sea como sea, me alegro de no tener que tirar ya más de ella y me alegro de haberlo contado a alguien. Pero siento mucho haberlas asustado, señoras... Buenas tardes y gracias por haberme escuchado.
Las dos damas estaban tan paralizadas que no dijeron nada cuando el viejo Cotton asió la barra de la silla de ruedas y avanzó, a paso ligero, hacia el borde del acantilado. Entonces se dieron cuenta de lo que quería hacer. Primrose volvió a sujetarse a la barra de atrás, la señorita Flora se aferró a un lado de la silla; ambas, como por alguna fatalidad, concentraron sus esfuerzos en la silla y no en el viejo que la arrastraba. Y por un momento, flaco y cansado como estaba, las arrastró unos pocos metros, hasta llegar al lugar donde el césped sembrado de flores rosadas y blancas empezaba a descender hasta el borde mismo, en cuyo punto el peso combinado de las dos fue demasiado para él. El viejo Cotton soltó la barra, les lanzó una breve mirada de triunfo y, sujetándose el sombrero, corrió en silencio pendiente abajo.
Ningún ojo humano lo vio saltar al vacío, pues las damas tenían los ojos bien cerrados. Pero media docena de gaviotas, gritando más fuerte que Flora y Primrose Halkett, aletearon indignadas en torno a sus nidos, en las escarpaduras de más abajo. Un momento después les llegó un nuevo aletear blanco y un nuevo clamor, cuando la silla de ruedas, soltada por las dos mujeres, a tiempo apenas para no verse arrastradas por ella, corrió, con una especie de torpe impaciencia, pendiente abajo y luego, cayendo a un lado, siguió a su esclavo al otro lado del borde del acantilado.