Hester Gorst
La casa de muñecas
LO que lo hace tan terrible es que no había ninguna razón para que ocurriera. Diríase que la tierra se abría de pronto, presentando un abismo al cual tendríamos que caernos. Debería haber algo que nos advierta cuando la vida prepara uno de sus abismos. Somos tan lastimosamente impotentes frente a ellos... Era yo tan feliz... El destino me había deparado todo lo que quería: amistad, suficiente dinero para poder dedicarme holgadamente a mis distintos pasatiempos y buena salud. ¿Puede un hombre desear más?
Mi trabajo era agradable, si bien no estimulante. Confeccionaba réplicas para el British Museum y, ahí mismo, daba charlas sobre las momias. Fue el hecho de que pasara tanto tiempo en el museo el que me dio el gusto por las antigüedades. Me encantaban la porcelana y el cristal antiguos y tenía una colección bastante buena de objetos de las dinastías Ming y Ling. Pero lo que más me interesaba era el mobiliario antiguo y en esta predilección no seguía la tendencia habitual. Mi interés se limitaba a cofres y espejos en miniatura que, en sus tiempos, fueran piezas de publicidad, antes de que se inventaran los catálogos. Me encantaban las cosas diminutas y, aunque hay muchos muebles para adultos cuya antigüedad es dudosa, rara vez encuentra uno un vendedor que considere que vale la pena copiar estas reliquias liliputienses. Además, mis ejemplares se encontraban casi siempre en buen estado. Esto os puede parecer muy infantil, pero todos somos infantiles en uno u otro aspecto. Así pues, asistía a subastas y buscaba en viejas tiendas con olor a moho, tratando de hallar lo que quería. Y un día encontré esa horrible cosa.
Se hallaba en un rincón de una sala de subastas: la reproducción perfecta de una casa. No era la típica casa de muñecas, cuya fachada entera se abre, sino una casa a la cual se podía entrar sólo por la puerta o por las ventanas. Era la maqueta de madera de un arquitecto: del estilo de los tiempos de los cuatro Jorges24, pintada de tal manera que parecía estar hecha de ladrillos rojos. Podía uno imaginarse al arquitecto enviándosela a un caballero con una carta adjunta: «Esta es una casa que puedo construir para usted. Le costará tanto.» Mediría alrededor de un metro y medio de altura y era de dos pisos. El porche tenía diminutos pilares de madera que, en la casa de tamaño natural, serían seguramente de piedra. Las pequeñísimas ventanas, en los cuatro lados, tenían hojas móviles de verdad, que se podía empujar hacia arriba y hacia abajo y, a través de éstas, podía uno ver unas habitaciones oscuras, misteriosas y vacías, cuyas puertas se encontraban entreabiertas. Miré mi catálogo para recabar información. «Lote 153 —leí—: reproducción bien conservada y excepcionalmente perfecta de una casa de fines del siglo XVIII.» Así pues, no era para publicidad, sino la auténtica réplica de una mansión de la época. Me atravesó un escalofrío de excitación. Estaría exquisita entre mis demás tesoros. Entusiasmado, busqué a mi agente especial. Este me miró desdeñosamente cuando le dije cuánto estaba dispuesto a pagar por ella.
—¡Vaya! Lo podrá conseguir por la mitad de eso, señor. Hoy en día no hay mucha demanda para esa clase de cosas. Ocupa demasiado espacio y no es la clase de cosa que podría usar un niño, ya que está toda encerrada.
Ocurrió como él había predicho. Adquirí el lote 153 por una suma ridículamente baja. Me lo entregaron en mi apartamento al día siguiente.
Dejé a un lado una réplica de una especie particular de sapo que estaba confeccionando para el museo, con el fin de desembalar e instalar mi preciosa adquisición. Jack Harland entró cuando estaba llenando la sala de papeles.
—¡Vaya! —exclamó—. ¿Qué tienes ahí?
Exhibí orgullosamente mi tesoro.
—Una mansión de la época de los Jorges. No existen muchas colecciones privadas que puedan alardear de algo así. Ni siquiera el Museo de South Kensington tiene una entera.
Jack estaba mirando a través de las pequeñas ventanas.
—Muy selecta —comentó—. Desearía poder entrar en la maldita casa. Puedo ver la escalera, y hay una chimenea enorme en el vestíbulo. Quien sea que la hizo se tomó muchas molestias. ¡Qué extraño que no haya modo de entrar!
—Ninguno, salvo la puerta —contesté, echándome a reír—. Deberías comer un pedazo de seta, como Alicia en el país de las maravillas, para tener el tamaño adecuado.
—Me pregunto para qué la hicieron construir —continuó mi amigo. Era más romántico que yo—. Me parece extraño que hicieran una réplica de una casa, cuando hubiesen podido contentarse con un dibujo. Quizá tenga una historia tenebrosa, una habitación encantada, o algo así.
—Entonces habrían tenido que hacerse confeccionar una réplica de fantasma de ese tamaño —señalé—. Estaré alerta esta noche, para ver si oigo huesos entrechocándose.
Jack y yo fuimos juntos a la universidad. De hecho nos conocíamos de toda la vida. Él daba clases de historia en varias escuelas y, en su tiempo libre, leía oscuras obras acerca de la alquimia.
Esa búsqueda de conocimiento lo llevaba al British Museum y, a veces, en los días en que yo daba charlas sobre las momias, se unía a los grupos y me seguía. Me volvía casi loco con sus preguntas idiotas. Tenía montones de amigos y, sin embargo, nunca parecía olvidar que me conocía desde hacía más tiempo que a los demás. Con todo y ser guapo e ingenioso, lo que le proporcionaba más oportunidades de las que yo tenía, decía siempre que le gustaba más estar conmigo. Era el amigo más sincero que pudiera uno tener.
Esa noche cenamos juntos. Me despedí de Jack a las dos de la mañana, diciéndole que tenía que regresar a mis réplicas. De hecho, la especie particular de sapo mantenía mi mente ocupada y sentía que debía acabarla. Jack sugirió regresar conmigo, pero yo sabía que, en tal caso, no trabajaría. Y tenía que enviar el reptil a los moldeadores por la mañana.
—Bueno, pero no olvides de mantenerte alerta para ver el fantasma en la casa nueva —advirtió Jack.
Y nos separamos.
Trabajé hasta cerca de las tres y entonces me acosté, Estaba muerto de cansancio, pues, ya que el sapo era de una especie casi extinta, lo tuve que reconstruir a base de diagramas, y ése es un trabajo agotador. Sin embargo, en el momento en que me dormí empecé a soñar. Un sueño de lo más extraordinario. Me había encogido asombrosamente y me hallaba dentro de la casa en miniatura, mirando hacia el amplio y oscuro vestíbulo que Jack y yo habíamos visto por las ventanas. Hasta ese punto, el sueño era bastante normal; pero luego cambió. Ya no era yo el apacible joven de todos los días. Me había convertido, más bien, en una persona intensamente viva, alguien que tenía un objetivo especial y horripilante. No sabía quién era ni cuál era mi objetivo, pero sí sé que subía a hurtadillas la escalera vacía, muy rápida y silenciosamente, para que no me oyera alguien que se encontraba en una de las habitaciones de arriba. Los polvorientos pasamanos estaban helados. Seguramente soy un canalla de la época, pensé, que llega a casa muy borracho y muy tarde. Dentro de un momento estaré con mi mujer inventando excusas. Pero ¿por qué se hallaba la casa sin muebles ni alfombras? Por más suave que pisara, las tablas desnudas crujían ligeramente. Llegué al primer piso y entré en una habitación vacía. Entonces me di cuenta de que, siempre un poco por delante de mí, se oía un ruido, como si alguien se deslizara, huyendo de mí. Cada vez que cerraba una puerta, se abría otra. De haberme encontrado en condiciones normales, estaría muerto de miedo; pero ahora sólo quería encontrar a ese alguien que se escondía. Todo mi ser se concentraba en la búsqueda. La parte de mi mente que seguía pensando como yo no se atrevía a preguntar lo que habría que hacer con la presa, cuando la encontrara. Sabía que empezaba a fundirme con ese otro ser, y que pronto haría mío por completo su siniestro propósito.
Cuando desperté, ya era pleno día y mi asistenta estaba tocando a la puerta. El ambiente que el sueño había generado me acompañó todo el día. Me sentía nervioso y sobreexcitado. Jack tenía una cita para cenar, pero dijo que pasaría a verme más tarde por la noche. Cuando le conté mi experiencia, pareció preocuparse.
—En tu lugar echaría a la basura esa cosa. Debe de haber algo malévolo en ella.
—Pero si es un tesoro —argumenté—. Nunca antes he visto nada semejante.
—Te creo —contestó Jack—. Pero uno nunca sabe lo que ha ocurrido en casos como éste. Quiero decir que no se sabe la clase de influencias que andan por ahí sueltas.
Jack estudiaba alquimia y creía mucho más que yo en lo sobrenatural.
—¿Para qué querría alguien hacer algo así? —prosiguió—. No se puede entrar... ni sirve para que juegue un niño.
—Bueno: ¿para qué crees tú que fue? —pregunté.
—Y ¿cómo voy a saberlo? Pero podría ser una especie de recuerdo. Un sinvergüenza que se sopló a alguien y quería recordarlo. Así que hizo construir una réplica de la casa. El matar a quien quiera que mató le proporcionó mucho placer.
—Pero ¿por qué he de soñar yo con ello?
—Y ¿cómo voy a saberlo? Es probable que persista su condenada influencia. Yo echaría la cosa esa, ya te lo dije.
Pero no pude hacerlo. Lucía tan maravillosamente entre mi colección de escritorios, finos espejos y sillas en miniatura. Quienquiera que la había diseñado era un artista.
Esa noche me encontré nuevamente en la casa. Sin embargo en esta ocasión me había fundido evidentemente con el cazador. Aumentaban mi astucia y la velocidad de mis pasos. Sabía que lo que intentaba hacer se podría lograr en una sola noche; no obstante, noche tras noche, durante la siguiente semana, seguí buscando sin obtener lo que deseaba. Mi odio hacia la criatura aterrorizada a la que perseguía se volvía más intenso. Me irritaba que frustrara continuamente mis planes. Ni una pizca de compasión obstaculizaba mi ardor. Una vez casi tuve a la criatura en mis manos. Era una forma menuda, fácil de manejar y fácil de matar, pero se esfumó nuevamente en la oscuridad. Podía oír su aterrorizado jadeo proveniente de la escalera de arriba.
—¿De qué sirve que sigas así? —preguntó Jack—. Yo la echaría al fuego.
—Quisiera saber lo que ocurre de noche —le dije—. Si salgo de la cama o si ocurre algo en el condenado edificio. Con todo el alboroto allí dentro, me parece imposible que el aspecto plácido que tiene ahora sea real.
Jack se frotó la barbilla.
—No veo para qué necesitas saberlo.
Me sorprendió que mi amigo, que generalmente se interesaba muchísimo por los temas ocultos, quisiera desviarse del caso, que debería haber sido de gran interés para él.
—Bueno —propuse—: intentémoslo una noche. Tú dormirás aquí y te enterarás si me levanto. Pase lo que pase, te prometo que la arrojaré entera al fuego a la mañana siguiente, aunque me parece un delito hacerlo.
—De acuerdo, lo haremos, si eso puede curarte. Sería extraño que los dos tuviésemos el mismo sueño y nos persiguiéramos el uno al otro.
—No veo cómo puede pasar eso. La persona a la que persigo es una mujer. No podríamos ser dos los que la buscamos.
Jack me miró con expresión de disgusto.
—Creo que todo esto es vil. Y hablas de ello con mucha frialdad. Espero que ese cerdo, fuese quien fuese, acabara en la horca.
—Pero no ha hecho nada todavía —argumenté—. Tal vez nunca hizo nada. Es probable que ella escapara y que llegara a vieja. Son sus sentimientos de odio los que han inundado la casa, pero no tuvo que ocurrir una tragedia.
Arreglé la cama para Jack en la sala y cenamos bastante temprano con el fin de poder acostarnos oportunamente. Jack llegó con un pesado palo para destrozar la casa si ésta armaba algún escándalo.
—O la arrojaré por la ventana si veo que andas deslizándote por ahí e impediré así tus pequeños juegos.
Ambos estábamos bastante excitados; yo acababa de publicar un libro mío sobre la anatomía de los animales prehistóricos, libro que había conseguido una crítica bastante buena, y Jack se había prometido en matrimonio. Esto último fue un duro golpe para mí, pero Jack se encontraba tan evidentemente en las nubes que traté de ser feliz por él.
—Diana odia todo lo espeluznante —me confió—. Esa es la razón principal por la que te desairé con lo de la casa. Me interesaba, pero a Diana no le gustaba. Dijo que era tremendamente peligroso ponerse en contacto con inteligencias malévolas, que pueden influir en la mente de uno.
—Estoy seguro de que tu prometida lloraría si conociera el destino que espera a esta exquisitez por la mañana. —Acaricié con ternura la casa del siglo XVIII—. ¿Cómo puedes ser tan cruel, exigiendo que cumpla mi promesa?
Para convencer a Jack de que se quedara esa noche no tuve más remedio que decirle que quemaría la casa a la mañana siguiente.
—No experimentarás la paz mientras no lo hagas. Creo que está poseída por un demonio.
Contemplé mi tesoro, ahí, en medio de mi colección, con la misma ternura con que una madre contemplaría a un niño malcriado. El sol vespertino brillaba a través de las pintorescas ventanas, iluminando el oscuro vestíbulo y la escalera. Metí un dedo debajo de la hoja de una de ellas y la alcé.
—Eso la ventilará para esta noche.
—No seas tonto —rezongó mi amigo.
Pese a nuestra decisión de acostarnos temprano, permanecimos hablando hasta tarde. Me amargaba la idea de que pronto ya no tendría a Jack sólo para mí. Estaba muy contento por él, pero sabía que se produciría un enorme vacío en mi vida cuando ya no lo pudiera ver tan a menudo. El amor nos hace muy humildes, pero me pregunté si algún día podría encontrar a alguien dispuesto a renunciar como yo a todo por él, o a compartir hasta el último céntimo.
Finalmente nos acostamos. Jack dijo que dormiría en el pequeño salón. Le había ofrecido mi cama.
—Más vale no cambiar la rutina habitual —adujo, echándose a reír—. No sé qué es lo que esperas que ocurra, pero más vale que te quedes en tu lugar de siempre.
Después de eso, se enroscó en el sofá y se durmió.
—Estoy seguro de que me despertaré si vienes aquí.
Tardé mucho tiempo en conciliar el sueño. No era el temor a la pesadilla lo que me mantenía despierto, pues ya la consideraba como un fenómeno curioso, aunque bastante inocuo. Diríase que mi ego se oponía a que desplazara el cazador, quienquiera que éste fuese, y se esforzaba por dejarlo fuera el mayor tiempo posible. Permanecí despierto pensando en Jack y en su compromiso. Traté de aceptar la idea de que muy pronto no podría entrar y salir de mi apartamento a cualquier hora, y casi odié a Diana y a Jack por hacerme sufrir. Sabía que lo echaría muchísimo de menos. Entonces, cuando pensé en la felicidad de su expresión y en todos los entusiastas planes que había hecho, me sentí como un egoísta por anteponer mi felicidad futura a su alegría. Empecé a preguntarme lo que debió de sentir ese extraño que aparecía en mi casita. ¿Sería su regreso una expresión de su subconsciente que salía a la superficie después de su muerte? ¿Será posible que los celos, el amor y el odio permanezcan ocultos para el que los alberga y, sin embargo, dejen su emanación en el lugar en que hayan morado? Seguramente esa cosa que llamamos el yo subconsciente, que, sin que lo sepamos, amontona impresiones y sensaciones, puede dominar nuestros actos. El cazador de mi casita tenía el asesinato en mente, pero tal vez no cometió ningún asesinato. O bien, ¿sería posible que hubiese cometido un asesinato y que la resistencia de mi ego retrasaba la reconstrucción del acto? De pronto supe que estaba mortalmente harto de esas divagaciones nocturnas. Que quería dormir naturalmente y soñar cosas normales. Me pregunté si el hecho de destruir la casa lo lograría. Si lo hacía, ¿dónde iría a parar el influjo que la invadía? Supuse que se desvanecería por la chimenea. Me poseyó un fuerte deseo de levantarme y quemar la casa en ese preciso instante. Sería interesante ver si cambiaban mis sueños. Quería que cambiaran. Me dirigí cautelosamente, de puntillas, hacia la puerta del salón. Si Jack se encontraba despierto, le contaría mi plan, le pediría que me ayudara. El fuego se había apagado y la estancia se hallaba totalmente a oscuras. «Jack», susurré.
Dormía. Habíamos colocado el sofá de tal manera que bloqueara el camino a la mesa donde se encontraba la casita. Jack tenía el sueño ligero y se despertaría si sentía que yo estaba buscando algo por encima de su cama. ¿De qué serviría despertarlo para nada? Esperaría al día siguiente antes de quemarla y tendría otro sueño dentro de la casa esa noche. Regresé a la cama y, al poco rato, me quedé dormido.
El vestíbulo era oscuro y siniestro. Nuevamente lo atravesaba a hurtadillas. Subía la escalera furtivamente. A medio camino del primer tramo sucedió algo distinto de lo que ocurría en los demás sueños. La luna brillaba a través de una ventana, en el descansillo. La suerte quiso que yo me hallara entre las sombras, pero vi claramente una figura agazapada e inclinada sobre el pasamanos. Sabía que me esperaba, temblando a cada paso mío. Lista para huir. Eternamente, durante el transcurso de su largo martirio, me había esperado, atisbando en lo alto de la escalera, por si me veía, y yo nunca supe que se encontraba allí. Me pregunté si había otra escalera en la casa por la cual pudiera subir. ¿Por qué no deslizarme por detrás de esa criatura temblorosa y, así, poner fin a la persecución? Manteniéndome entre las sombras, volví sobre mis pasos, bajando y atravesé con pasos sordos el oscuro vestíbulo. Debajo de la escalera se encontraba una puerta que nunca había traspuesto. Estaba abierta. No habría necesidad de hacer ruido. Ahora, silenciosamente, tanteé el camino pegándome a la pared. Me hallaba en un pasillo de unos metros de largo. Mi pie tropezó con algo. Era el primer peldaño de una escalera. Con gran cautela, subí sigilosamente. Mis manos buscaban cada peldaño. Era una escalera de pendiente más pronunciada que la del vestíbulo; la que utilizaba la servidumbre, sin duda. En lo alto, otra puerta. La abrí de un empujón. Estaba tapizada de bayeta, para que los sirvientes no molestaran a los amos al subir o bajar. La luz de la luna inundó el pasillo del otro lado de la puerta. Debió de ser algo terrible ver cómo esa puerta se abría tan silenciosamente en la casa vacía. La criatura seguía agazapada en lo alto de la escalera. Salté rápidamente hacia delante y le di un golpe certero en la cabeza. Oí un largo y ruidoso gemido. Una cara pálida que me parecía conocer muy bien clavó en mí su mirada. Entonces la cara desapareció y vi un montón retorcido en el suelo. Desperté.
Me encontraba de pie en el salón, de espaldas a la mesa donde se hallaba la casa. Me percaté de que llevaba bastante tiempo ahí y de que había estado golpeando algo con lo que tenía en la mano. Me miré la mano y me di cuenta de que asía el bastón de Jack. Lo tenía sujeto por la punta y el pesado mango colgaba hacia abajo..., roto.
Jack yacía en el suelo, enfundado en su pijama. Tenía los ojos cerrados y de sus labios salía un hilo de sangre.
—¡Jack! —susurré, presa de náuseas. Pero no hubo respuesta. Estaba muerto.