Henrietta D. Everett
La persiana carmesí

I

Ronald McEwan, de dieciséis años, recibió una invitación para pasar dos semanas de vacaciones en la rectoría de su tío. Posiblemente el remordimiento había tardíamente alentado al reverendo Sylvanus Applegarth a ofrecerle su hospitalidad, consciente de que, en el pasado, había desatendido al hijo de su hermana fallecida. Igualmente, pensando en el futuro, tal vez fuera bueno que Ronald conociera a sus dos hijos, que ahora estaban de vacaciones de sus colegios públicos ingleses.

El señor Applegarth era un caballero y un estudioso que amaba, por encima de todo, la tranquilidad y una casa silenciosa: pagaba de su propio bolsillo los servicios de un coadjutor para que éste se encargara de los asuntos de la parroquia de Swanmere, y él se enterraba entre sus libros. Cada uno de los tres períodos de vacaciones del año era para él una época de tormento, y no sería mucho peor, pensó, tener a tres adolescentes retozando por la casa y subiendo y bajando ruidosamente la escalera con sus pesadas botas, puesto que, de todos modos, era inevitable que tuviera a dos.

Los jóvenes Applegarth no eran chicos de mal carácter, pero tenían cierta tendencia a hacer objeto de sus burlas a su tímido primo escocés, cuya edad estaba a medio camino entre la de ambos y a quien habían criado y educado de modo distinto al suyo. A Ronald le parecía aconsejable escuchar mucho y decir poco, sin emitir sus propias opiniones, a menos que las desafiaran directamente. Pero en un asunto dio muestras de franqueza y deseó más tarde haberse mordido la lengua. Hablaban de las apariciones y descubrieron —fuente de diabólica alegría para los hermanos aliados— que Ronald creía en los fantasmas, como prefería nombrarlos más respetuosamente, así como en maravillas tales como advertencias de muerte espectros y clarividencia.

—Eso te pasa por ser montañés de Escocia —adujo Jack, el mayor—. La superstición es una tara que penetra la sangre y, por tanto, nace uno con ella. Pero te apuesto lo que quieras a que no tienes ninguna razón válida por creer en eso. La mejor prueba te viene de terceras personas, cuando no de cuarta o quinta mano. ¿Nunca has visto un fantasma?

—No —reconoció Ronald un tanto agriamente, pues ya lo habían molestado más de la cuenta—. Pero he hablado con gente que sí los ha visto.

—¿Te gustaría ver uno? Vamos: habla claramente por una vez. —Y Jack guiñó el ojo a su hermano.

—No me molestaría. —Y añadió con más firmeza—: Sí, me gustaría..., si tuviera la oportunidad.

—Creo que podemos proporcionarte la oportunidad de ver algo, aunque no sea exactamente un fantasma. No tenemos ningún castillo escocés para sacarlo a relucir, pero aquí en Swanmere existe una casa que está encantada, según dicen. Eso es algo perfecto para que lo investigues, ahora que estás aquí. ¿Te atreverás?

Hubiese sido fatal si hubiese dicho que no, dando así ocasión a esos primos de que lo tacharan de cobarde. Ronald reconoció nuevamente, aunque con renuencia, que no le molestaría. Entonces, ya que era domingo por la mañana, los chicos dijeron que lo llevarían allí después de misa y podría ver la ventana que había dado tan mala reputación a la casa. Luego, tal vez pudieran averiguar quién estaba encargado de las llaves, si se sentía dispuesto a pasar la noche adentro.

—Supongo que, como ninguno de vosotros creéis en fantasmas, no tendréis miedo de dormir allí —indicó Ronald, dirigiéndose a ambos primos.

—Claro que no tendríamos miedo. —Jack era valiente, de palabra al menos—. Pues creemos que no se trata más que de una farsa, como todos esos cuentos.

Alfred, el más joven de los chicos, no contradijo a su hermano, pero se podía notar que permaneció en silencio.

—Entonces haré lo que hagáis vosotros —fue el ultimátum de Ronald—. Si vosotros decidís dormir en la casa encantada, yo también dormiré allí.

No obstante, según resultaron las cosas, los Applegarth no insistieron hasta el punto de pedir las llaves prestadas al agente inmobiliario y acampar allí enrollados en mantas sobre el suelo desnudo..., atractiva imagen que Jack describió de la aventura a la que se había comprometido Ronald. Después de la misa de la mañana, los tres adolescentes caminaron unos ochocientos metros ya fuera del pueblo, rumbo a la costa. Allí había pocas casas y éstas se encontraban muy separadas las unas de las otras; pero se estaban construyendo dos o tres villas y más allá en otras parcelas se veían carteles anunciando su venta. Swanmere «progresaba»...; en otras palabras, lo estaban echando a perder. Colocada entre dos de dichas parcelas se hallaba una casa vacía por alquilar, bien situada, ya que estaba bastante apartada de la carretera principal, aislada detrás de unos espesos arbustos, y protegida en la parte trasera por un cinturón de árboles.

Una residencia deseable; ésa hubiese sido la primera impresión al verla, pero la cercanía era susceptible de producir un cambio de opinión. Las rejas de hierro del camino de entrada se encontraban cerradas con un candado y una cadena, si bien los jóvenes Applegarth efectuaron su entrada saltando por encima de las estacas del lado. Por todas partes se veía la vegetación invasora que había crecido de más, debido al largo abandono: malas hierbas que llegaban hasta las rodillas y ramas que se abrían paso a través de los senderos laterales, aunque la entrada para los carruajes había sido cuidada. La entrada principal se encontraba a un lado y, al frente, los postigos interiores de las ventanas en arco, en los dos pisos, se hallaban fuertemente cerrados y, por fuera, los cristales estaban empañados.

Los chicos se abrieron camino hacia la parte trasera, donde las dependencias de la cocina daban a un patio cercado. Pero entre la parte noble y la de servicio de la casa, una gran ventana apaisada del primer piso daba al jardín de flores y a unos arbustos. Esa ventana no tenía postigos, sino que estaba totalmente tapada por una ancha persiana de color rojo deslavado, bajada completamente hasta llegar al alféizar. Jack la señaló con un dedo.

—Ahí es donde se ve el fantasma..., no cada noche, sino sólo a veces. Acaso tengas que mirar durante una semana entera antes de que haya algo que ver. Pero si los rumores son ciertos, tendrás finalmente tu recompensa. Sea cual sea la aparición.

A Ronald le pareció que los hermanos intercambiaban un guiño. Iban a engañarlo de algún modo; de eso estaba seguro.

—Iré, si vamos los tres juntos: tú, Alfred y yo. Si hay un fantasma de verdad, vosotros lo veréis también. ¿Cómo dicen que es?

—Una luz se enciende detrás de la persiana roja y hay gente que ve una figura, o la sombra de una figura, en la habitación. Quizá se relacione con los ojos, unos ven menos, otros, más. Quizá tú veas todavía más, ya que naciste y te criaste en las montañas de Escocia. Muy bien, como has puesto esa condición, iremos juntos.

—¿Esta noche?

—Mejor no esta noche. Está el servicio de la tarde y la cena, y al viejo no le gustaría, pues es domingo. Iremos mañana. Eso te convendrá igualmente, ¿no?

La farsa, fuese cual fuese, no podría prepararse a tiempo para esa primera noche, pensó Ronald. No creía en absoluto lo de la persiana roja y la luz, pero estaba firmemente resuelto. Si iban a sacarlo a ver un fantasma, los primos Applegarth tendrían que ir también. A él no le importaba qué noche se escogiera para la expedición, así que acordaron que sería el lunes; el trío debería salir a la medianoche, cuando todos los habitantes respetables de Swanmere estuviesen acostados.

La noche del lunes, el cielo estaba claro y lleno de estrellas, pero la luna presentaba su cara oscura. Uno de los chicos poseía una linterna y Jack la guardó en el bolsillo. Cuando llegó el momento de salir, resultó que sólo Jack iría con él. Alfred, según su hermano, tenía dolor de garganta y la señora Dawson, el ama de llaves, le iba a aplicar una cataplasma, y eso sólo se podía hacer en la cama.

Así que el menor de los Applegarth era el que interpretaría al fantasma, concluyó de inmediato Ronald: no creía en absoluto en eso de la cataplasma, ni en que la señora Dawson se la iba a aplicar, aunque sí que recordaba que Alfred se había quejado más de una vez ese día que le dolía la garganta.

Los dos adolescentes hablaron poco de camino a la casa. Ronald estaba interiormente resentido y Jack parecía tener pensamientos privados que lo divertían, pues sonreía en la oscuridad. Cuando llegaron a la carretera de Portsmouth, saltaron la barda en el mismo lugar que antes; y ahora la linterna de Jack les resultó útil mientras se abrían camino a través del enmarañado jardín, hacia el sitio que, habían concluido, les proporcionaría la mejor vista de la ventana con la persiana roja. En ese momento no se veían ni la persiana ni la ventana; la casa se alzaba frente a ellos, una silueta más oscura contra la otra oscuridad, la de la noche.

—Podemos sentarnos en este banco mientras esperamos.

El joven Applegarth hizo brillar su linterna sobre una estructura rústica, debajo de unos árboles.

—Propongo que calculemos el tiempo y nos demos una hora para vigilar. Luego, si no has visto nada, podemos irnos y regresar otra noche. En cuanto a mí, como soy escéptico, no creo que veré nada.

Difícilmente podía ser uno más escéptico que Ronald en ese momento. Como preveía que le harían una jugarreta, todos sus sentidos estaban alertas desde que dejaron el camino y estaba seguro de que, mientras se abrían camino a través de ese desorden de arbustos, había oído pisadas siguiéndolos. No se negó a sentarse en el banco, pero se aseguró de que el tronco del árbol quedara a sus espaldas para protegerlo de cualquier asalto.

Pasaron unos cinco o seis minutos; Ronald prestaba poca atención a la casa y mucha a ciertos crujidos en los arbustos detrás de ellos, cuando Jack Applegarth exclamó, con voz alterada:

—¡Por Júpiter! ¡ que hay una luz, después de todo!

Ronald se percató de que el ancho paralelogramo de la ventana se hallaba ahora tenuemente iluminado detrás de la persiana carmesí, lo bastante para que se viera su forma y su tamaño, así como el color de la persiana. ¿Podría el joven Alfred haber encontrado algún modo de entrar y puesto una vela encendida en la habitación? Pero, por alguna razón, dudaba de que, sin su hermano para apoyarlo, el chiquillo se aventurara por sí solo dentro de la fantasmagórica casa. El engaño que anticipaba era de otra clase.

Mientras los chicos miraban, la intensidad de la luz aumentó, resplandeciendo a través de la persiana roja; el candelabro del interior de esa habitación debía de ser de muchas velas. Entonces, una sombra se hizo visible, como si se tratara de una persona que se moviera de un lado a otro frente a la luz; la sombra era muy débil al principio pero, gradualmente, se hizo más intensa y, al cabo de un rato, se acercó a la ventana y apartó la persiana para mirar hacia afuera.

Esta acción era tan corriente que no sugería nada de sobrenatural. Sin embargo, un momento más tarde, la estructura entera de la ventana pareció ceder y caer afuera con un estruendo de cristal roto. La figura ahora se veía claramente definida, de pie en el alféizar, con la iluminación roja a sus espaldas; pero su pausa allí duró sólo unos segundos, antes de que saltara al suelo y corriera hacia ellos; una figura tan semejante a un fantasma que parecía estar vestida de blanco. Después del estruendo de los cristales, se oyeron otros ruidos, un balazo y un grito, mas la carrera de la figura fantasmal no estuvo acompañada de ningún sonido. Pasó cerca del banco donde estaban sentados los chicos, y el joven Applegarth agarró el brazo de Ronald, con un terror muy bien interpretado, aunque irreal.

—Vamos —dijo con voz poco clara—. ¡Ya basta con esto! ¡Vámonos!

La luz detrás de la persiana decrecía y, al rato, la ventana se encontraba nuevamente en la oscuridad, pero los espectadores no se quedaron para verlo. Jack Applegarth arrastró a Ronald hacia el camino y el más joven salió de entre los arbustos y los siguió, sollozando con lo que parecía ser verdadero terror y apretando fuertemente un bulto blanco. Saltaron las estacas y corrieron hacia su casa, y no fue sino hasta que llegaron a medio camino que uno de ellos habló. Entonces Ronald dijo la primera palabra:

—¡Vaya, Alfred, creí que estabas en la cama! Espero que tu garganta no se resienta porque hayas venido a engañarme con un fantasma de farsa. Estaba seguro de que eso sería lo que haríais tú y Jack.

Alfred apretó más el bulto que cargaba: ¿temería que se lo arrancara y lo exhibiera?... Tenía todo el aspecto de ser una sábana blanca.

—No tuve nada que ver con esa cosa —dejó escapar entre dientes, que le castañeteaban—. No sé qué era ni de dónde vino. Pero juro que nunca regresaré cerca de ese odioso lugar, ¡ni de día ni de noche!

II

Si había una explicación natural para lo que había visto, Ronald nunca lo supo. La visita con sus parientes Applegarth estaba a punto de terminar y, poco después, el viejo rector murió repentinamente durante el servicio religioso. El hogar se dividió: los dos primos estudiantes tuvieron que abrirse camino en la vida y, si lo hicieron mal o bien, en esta historia no se sabe más de ellos. Entre el capítulo que acaba de concluir y este que apenas empieza, debe intercalarse un intervalo de veinte años.

Ronald había tenido éxito, entretanto. Se convirtió en un hombre de negocios despabilado y práctico, bastante indiferente al lado más suave de la vida para el cual, se decía, habría tiempo de sobra más tarde. Pero ahora, a los treinta y seis años, empezó a sentir otra llamada. Podía permitirse mantener a una esposa con todas las comodidades y le parecía que había llegado el momento de escogerla.

Éste no pretende ser un relato de amor, por lo que especificaré sólo brevemente que fue ese asunto de escoger a una esposa el que llevó de nuevo a Ronald a Swanmere. Ronald había sido el padrino en la boda de su amigo Parkinson, y una de las damas de honor le pareció increíblemente atractiva, una chica feliz que probablemente haría felices a los demás, lo que es mejor que la mera belleza. Es probable que hubiera dejado traslucir su deseo de ver de nuevo a Lilian; en todo caso, al cabo de un tiempo, lo invitaron a ir por el fin de semana a casa de los recién casados, un fin de semana en que se esperaba que Lilian estuviera también allí. Y, según resultó, los Parkinson se habían establecido en Swanmere.

—¿Conoces este lugar? —preguntó la señora Parkinson, que lo fue a buscar a la estación, en el pequeño carruaje de pony, del cual estaba muy orgullosa, así como de su habilidad como conductora.

—Estuve aquí una vez, hace muchos años —fue la respuesta de Ronald—. Sólo era un colegial, entonces, y visité a un anciano tío que era rector de la parroquia. Swanmere parece ser mucho más grande de lo que recuerdo, si la memoria no me falla.

—¡Oh, sí! Ha crecido. Los pueblos tienden a crecer ¿verdad? Hubo mucha construcción antes de la guerra. Villas, ¿sabes?, y casas por el estilo; pero mil novecientos catorce lo detuvo todo. Peregrine y yo fuimos afortunados al encontrar una casa vieja, en un delicioso jardín bien cuidado. ¡Oh, no! No es lo bastante vieja para ser incómoda y la han remodelado para nosotros. Tuvimos suerte al conseguirla, te lo aseguro: es tan difícil, estos días, encontrar algo de dimensiones moderadas. Se las llevan en el momento mismo en que están vacías; la demanda está tan por encima de la oferta.

Ronald no reconoció el camino que tomaron, ni siquiera cuando el pony traspuso de buena gana un par de verjas de hierro abiertas de par en par, verjas que Ronald había visto encadenadas y cerradas con candado... o, si no eran éstas, eran sus predecesoras, pues las verjas tienden a morir con los años de descuido. Adentro, todo se encontraba cuidado y el jardín constituía una exuberancia de colores, con sus flores veraniegas. Pero la fachada de la casa, con sus dobles arcos hasta el primer piso, lo llevaron a una asociación de ideas.

—¡Me pregunto...! —se dijo.

Pero el asombro se negó.

—No, no es posible; sería demasiada coincidencia.

Y apartó la idea de la mente.

No regresó durante la velada, ni siquiera cuando Ronald subió, apresuradamente y al último momento, para vestirse en el dormitorio que le habían asignado, espacioso y bien distribuido; habían deshecho su maleta y habían acomodado su ropa. Después de la cena se distrajeron con buena música: la señora Parkinson tocó el piano y Lilian cantó. No tenía en mente la experiencia que vivió en Swanmere veinte años antes cuando se retiró a dormir; unos pensamientos más agradables la habían empujado hacia el fondo y ocupaban el escenario. Pero evocó vagamente el recuerdo en el último momento, cuando apartó las cortinas, abrió la ventana y notó su extraordinaria forma apaisada, dividida verticalmente en tres secciones, dos de las cuales se abrían girando sobre bisagras.

Era la única ventana de la habitación, pero era tan amplia que casi ocupaba toda la pared de la fachada. Ciertamente su forma le recordaba la ventana de veinte años antes, con su persiana carmesí, y la vigilia en el jardín con Jack Applegarth. No era probable que olvidara esa noche, aunque no estaba nada seguro de que el fantasma fuera tal o un engaño inventado por los chicos Applegarth para desconcertarlo. Seguramente estas villas suburbanas estaban construidas todas según el mismo plano de moda, dictado por los cimientos más antiguos de una de ellas. Nunca supo el nombre ni el número de la casa encantada, ni su localización, sólo que se llegaba a ella por el camino de Portsmouth, por lo que no podía identificarla. Nuevamente rechazó la idea y trató de dormirse.

Ni ese recuerdo ni el inicio de su interés amoroso fueron lo suficientemente poderosos como para mantenerlo despierto. Durmió bien durante la primera parte de la noche y no despertó hasta que la mañana empezaba a clarear en el este. Entonces, al abrir los ojos y volverse hacia la luz, vio, y se asombró al verlo, que la ventana estaba tapada con una persiana carmesí, de arriba hasta el alféizar.

Podría haber afirmado que no había nada por el estilo al acostarse. Las cortinas, cuando las apartó, revelaron una persiana veneciana verde, bastante común, que él subió hasta que chasqueó al topar arriba. Según todas las apariencias, ésta era una persiana de tela, balanceándose con el aire que dejaba pasar la ventana abierta y sin ninguna luz detrás, más que la del amanecer veraniego. Sin embargo, Ronald permaneció acostado, a pesar de todo, mirándola fijamente, con los nervios de punta y el pulso que latía fuertemente en su oído y en su garganta: algo en su interior reconoció la naturaleza de la aparición y respondía con agitación, pese al escepticismo del hombre exterior. Se levantaría y se aseguraría de que la persiana era una cosa real, mundana, palpable; por supuesto, se había deslizado durante la noche debido a una cuerda floja y colgaba detrás de la veneciana verde.

Entonces descubrió que sus extremidades no tenían fuerza: era como si unos lazos invisibles lo ataran. Se debatió vanamente y, finalmente, no obstante el rápido latido del corazón atemorizado, cayó de repente en trance o se durmió.

Había sufrido una pesadilla, concluyó al despertarse más tarde, cuando el sirviente llamó a la puerta..., traía el té y el agua para que se afeitara..., al ver la ventana abierta, alegre y sin persiana, dejando pasar el aire veraniego.

Lo primero que hizo fue revisar el marco de la ventana, pero claro, se dijo, no había ninguna persiana carmesí, sólo la veneciana verde y las cortinas colgando de su varilla. Lo había soñado todo, sugestionado por el recuerdo de esa visita juvenil tanto tiempo atrás.

Estaba seguro de la locura que representaba todo eso y, sin embargo, una y otra vez tuvo que razonar y repetirse que era una locura..., en un coloquio consigo mismo. Eso fue aún más necesario cuando, durante la mañana salió a pasear al jardín y al sendero bordeado de arbustos Aunque habían recortado las plantas que antes crecían alocadamente y habían efectuado ciertos cambios, no le fue difícil encontrar el sitio —lo que le pareció ser el sitio— desde donde él y Jack Applegarth estuvieron observando. Había todavía un asiento rústico debajo de los árboles, a plena vista de la ventana apaisada de su dormitorio, en la cual ya no se veía la persiana roja. Se sentó para encender un cigarrillo y, al poco rato, llegó su anfitrión, con la pipa en la boca y se sentó a su lado en el banco, bajo la sombra.

—Tenéis una casa agradable —dijo Ronald, abriendo la conversación.

—Sí —convino Parkinson—. Me gusta, a Cecilia también y nos conviene en todos los aspectos. Para el negocio, ¿sabes?, y no es demasiado pretenciosa para unos jóvenes que empiezan. Los dos nos enamoramos de ella a primera vista. Pero el otro día oí algo —(metió el cuchillo en la pipa, que se negaba a tirar)—..., algo que me inquietó bastante. No es que lo crea, ¿sabes?; no soy de esa clase de persona. Sólo espero y confío en que ningún chismoso considere que es su deber informar a Cecilia.

—¿Qué fue lo que oíste?

—¡Vaya! Unos infelices decían que la casa solía estar encantada y que ésa fue la razón por la cual no pudieron alquilarla durante tanto tiempo y por la cual se descuidó tanto. Esa clase de historias se difunden siempre cuando una casa no le gusta a nadie, aunque el obstáculo real consista en murciélagos o lluvia, o bien alguien que la quiere mantener vacía en su propio interés. Como bien lo sabes. En este caso, yo diría que se trata de esto último. Porque el hombre me dijo que se veían luces cuando la casa estaba cerrada y vacía. Un almacén para ladrones, sin duda. O para falsificadores de moneda.

Todo esto lo soltó entre pausas, entre caladas a la pipa. Parkinson concluyó:

—No quiero que Cecilia lo sepa. Está encariñada con la casa y no me gustaría que se pusiera nerviosa o inquieta.

—¿No podrías advertírselo al hombre?

—Ya lo hice. Pero hay otros que lo saben. Y, lo que es peor, mujeres. No sabes cómo son las lenguas de las mujeres. Particularmente cuando creen que se han enterado de algo picante. ¡O algo que molestaría a alguien!

—¿Por qué no se lo dices tú mismo a tu esposa, y confías en que, gracias a su sentido común, no hará caso? Más vale que se entere así que por unos susurros que pueda oír de boca de un extraño. No le agradará saber que tú estabas enterado y guardaste el secreto.

Pero Parkinson negó con la cabeza. Por más amor que sintiera por Cecilia, tal vez su opinión en cuanto a su sentido común no había mejorado con la experiencia de cuatro o cinco meses de matrimonio. Ronald reprimió su propio impulso de comunicarle el relato de ese viejo episodio y del sueño —si fue un sueño— que tuvo la noche anterior. Pero se había enterado de algo: ahora ya no cabía la más mínima duda. Esta villa, tan elegantemente arreglada, con sus mejoras modernas, era la misma que la casa cerrada y descuidada de antaño.

Ese día era sábado. Lo habían invitado para el fin de semana, así que pasaría dos noches más en la casa. No le complacía anticipar lo que esas noches representarían, aunque un poco de incomodidad resultaba poco pago por el día intermedio que pasaría con Lilian. Y ¿qué daño le podría causar un fantasma? Y ¿qué importaba que la ventana estuviera con una persiana carmesí, o una blanca o una verde?

Tenía poca importancia cuando se consideraba de día, pero durante las vigilias de la noche esos asuntos toman otro cariz, aunque Ronald McEwan no era ningún cobarde. Despertó más temprano esa segunda noche; despertó dándose cuenta de que en su estancia había una tenue iluminación y —de esto se percató más tarde, aunque de momento casi no lo notó— vislumbró momentáneamente una figura que cruzaba el dormitorio de pared a pared. Lo que sí vio claramente fue que, cubriendo la ventana ¡colgaba de nuevo la persiana carmesí! Luego, en el intervalo de media docena de latidos, la tenue luz se desvaneció y la estancia quedó a oscuras.

Esta vez no hubo recurrencia de la parálisis de la noche anterior. Con todo cuidado había colocado a mano, al lado de la cama, lo necesario para encender su vela y al poco rato, ésta mostró la ventana sin persianas y abierta; la puerta estaba cerrada con llave, como la había dejado antes de acostarse. No apagó la vela; la dejó derretirse hasta el final y nada volvió a molestarlo.

El domingo debatió consigo mismo si debía o no hablar. Ese cuarto de invitados podría ocuparlo alguien para quien el terror de tal aparición resultara dañino; y sin embargo supuso que todo dependía de si el ocupante del dormitorio tenía el don (¿o deberíamos decir más bien la maldición?) de tener el ojo avizor. Agradeció que lo hubiesen alojado a él ahí y no a Lilian. Finalmente decidió que debía advertir a Parkinson, pero no hasta que él mismo estuviese a punto de marcharse..., no hasta que hubiese pasado una tercera noche, que lo molestaran o no. Después de todo, ¿qué tenía que alegar en contra, tan tardíamente? ¿Sería posible que una habitación sufriera la aparición de una persiana carmesí?

Todo el sábado había sido soleado, pero el domingo amaneció con inestabilidad y un viento húmedo que se abalanzaba desde el mar, no muy distante. Ronald se acostó esa noche resuelto a mantener una luz encendida a lo largo de las horas de oscuridad, pero le fue necesario cerrar la ventana debido a la tormenta. Luchó por razonar las cosas y sentir indiferencia y, así, prepararse para el sueño, que lo visitó más rápidamente de lo que esperaba y fue profundo durante un rato. Entre las dos y las tres de la madrugada despertó; estuvo totalmente despierto al instante, consciente de que algo malo ocurría.

No se trataba de la tenue luz de su vela que iluminaba la habitación, sino del feroz fulgor de unas llamas, si bien no podía distinguir de donde provenían. La persiana roja colgaba nuevamente de la ventana, pero ése era un asunto insignificante: por algún descuido suyo, la casa de los Parkinson se había incendiado y debía advertirles de ello. Se incorporó a duras penas, para encontrar que no se hallaba solo. Ahí, al pie de la cama, mirándolo fijamente, había un hombre, un extraño; lo vislumbró claramente a la luz de las llamas. Un hombre de semblante macilento, con el aspecto de alguien desesperado; vestía ropa blanca o de algún color pálido, posiblemente un pijama.

Ronald creyó haber intentado hablar con esa criatura, preguntarle quién era y qué hacía allí, pero no sabe si logró articular realmente las palabras. Durante lo que fue, tal vez, un minuto, los dos se miraron fijamente, el hombre de carne y hueso, y el que ya no era de carne y hueso; entonces este último saltó hacia la ventana, se paró sobre el alféizar y apartó de golpe la persiana carmesí. Se oyó un gran estrépito de cristal roto, como el estrépito que recordaba, un grito abajo en el jardín y una detonación semejante a un disparo de pistola; la figura había desaparecido, saltando a través del espacio roto. Entonces, todo cayó en el silencio y la habitación en la oscuridad; las feroces llamas se extinguieron repentinamente, así como la vela de Ronald.

Ronald buscó a tientas los fósforos y encendió uno. La persiana roja había desaparecido de la ventana, no había ningún cristal roto, ningún fuego y todo se encontraba como lo había dejado la noche anterior.

Nadie más parecía haber oído el balazo y el grito en plena la noche. Después del desayuno, Ronald se confió a Parkinson, quien escuchó su relato sombríamente, muy desconcertado, aunque sin querer creerlo.

—Tuviste razón al contármelo, estimado amigo, y estoy seguro de que crees que has vivido esas cosas imposibles. Pero veamos cuáles son las probabilidades. Esos chiquillos Applegarth te engañaron hace años; la impresión permaneció en tu mente y revivió cuanto descubriste que ésta era la misma casa. Ésa sencillamente fue la causa de tus visiones; cualquier médico te lo podría decir. En cuanto a lo que debo hacer, no lo veo nada claro. Es un asunto terriblemente incómodo y hemos gastado muchísimo para establecernos aquí. A Cecilia le gusta la casa y le conviene. ¡Mientras ella no lo sepa...!

—¡Vamos, Parkinson! Creo que hay una cosa que sí podría pedirte... sugerirte, al menos. Tienes otra habitación para invitados. No alojéis a nadie en la que he ocupado. ¿No podrías convertirla en despensa... en un cuarto para guardar maletas y cajas..., cualquier cosa que no se use de noche?

Parkinson seguía dudando: negó con la cabeza.

—No, sin explicárselo a Cecilia. Está particularmente enamorada de ese dormitorio, debido a la gran ventana Sólo por azar no puso a Lilian allí y a ti en la otra. Y, si en el futuro necesitamos un cuarto para niños, ésa es la habitación que tiene prevista para ello. Nunca aceptaría convertirla en un trastero o una despensa sin una razón de peso..., una muy buena, pero de veras muy buena razón.

Ronald ya no pudo hacer más: había advertido a su amigo, ya no era su responsabilidad. Sintió cierto alivio al saber que Lilian se marcharía dos días más tarde, para visitar a alguien más, y, hasta ahora, esa casa fatal no parecía haberla afectado.

Después de ese incidente pasaron un par de meses, durante los cuales los Parkinson no dieron señales de vida y Ronald, por su parte, mantuvo los labios sellados en lo referente a su experiencia en Swanmere. Podría ser, como dijo Jack Applegarth tanto tiempo antes, que su sangre de montañés escocés lo hiciera vulnerable a las influencias espectrales, y los Parkinson y sus amigos del sur podrían estar totalmente inmunes a ellas. Sin embargo, al cabo de dos meses, recibió la siguiente carta:

Querido viejo: Todo ha terminado para nosotros aquí y creo que querrás saber cómo ocurrió. Estoy tratando de subarrendar Ashcroft y espero encontrar a alguien que sea lo bastante tonto para alquilarla. No le encuentro ningún fallo al lugar, ninguno de los dos hemos visto u oído nada y realmente me parece absurdo. Los sirvientes oyeron unos chismes de que la casa está encantada y una de las doncellas se espantó...; la espantó su propia sombra, supongo, y se puso histérica. Después de eso, los tres juntos fueron a ver a Cecilia y dijeron que estaban dispuestos a renunciar a su sueldo y que lamentaban causarnos molestias, pero que nada los induciría a trabajar en una casa encantada..., ni siquiera si les pagáramos cientos de libras... y que querían marcharse en seguida. Entonces tuve que dar explicaciones a Cecilia y no le gustó que la hubiese mantenido en la ignorancia. Dice que la engañé, pero, si lo hice, fue por su bien; y cuando alquilamos la casa no tenía la menor idea de todo esto. Por supuesto, no se podía quedar cuando los sirvientes se habían marchado, y yo tampoco; así que ella ha ido a casa de su madre y yo estoy viviendo en un hotel..., y todo el mundo me hace preguntas, lo que, te aseguro, no es nada agradable. Me cuidaré de que no me vuelvan a pillar otra vez en una casa en la cual andan sueltos los fantasmas.

Existe un hecho que podría interesarte, ya que parece explicar tu propia experiencia. La casa la construyó un médico que daba albergue y cuidaba a pacientes desequilibrados —se suponía que eran inofensivos—, y él tenía todos los certificados apropiados y todo eso; no hubo ningún engaño que yo sepa. Un hombre de quien se creía que era un caso bastante tranquilo se volvió repentinamente violento. Se encerró en su dormitorio y le prendió fuego; entonces rompió una ventana —creo que fue esa ventana— y saltó. Sólo era el primer piso, pero resultó tan mal herido que murió: yo diría que ¡menudo alivio! ¡Un loco menos! No sé nada de una persiana carmesí ni de un disparo: parece que se ha inventado mucho al respecto. Pero reconozco que es una extraña coincidencia.

Nos complació enterarnos de tu noviazgo con Lilian y os envío felicitaciones y mis mejores deseos a ambos, a los que Cecilia se uniría si estuviese aquí. Supongo que pronto serás el clásico recién casado.

Tu amigo

PEREGRINE PARKINSON

Escritoras del siglo XX. Relatos de fantasmas
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