F. M. Mayor
La señorita Mannering de Asham

9 de octubre

Querida Evelyn:

Como dijiste que estabas realmente interesada por mi experiencia, hago lo que me pediste y te escribo un relato de la misma. Acéptalo como una prueba de amistad, pues, a decir verdad, he tratado de olvidarla, fuere lo que fuese. Espero que finalmente llegaré a convencerme de que nunca pasé por ella, aunque por el momento mi recuerdo es más vivido de lo que quisiera. Afectuosamente tuya,

MARGARET LATIMER

¿Recuerdas a mi amiga Kate Ware? Había estado enferma y me pidió que la acompañara y me quedara con ella en una pensión de una estación veraniega de la Costa Este... «Es simplemente Brixton by the Sea, con unas gotas de Kensington —me escribió Kate—, pero tengo que ir, porque mi tía vive allí y le gusta verme. De modo que ven, si puedes soportarlo.»

—Creo que podríamos tomarnos un día de descanso —dijo Kate una mañana, tras una semana de estancia allí—. Tanta playa me hace pensar que no existe otra Inglaterra que ésta. Llevémonos unos bocadillos y vámonos en bicicleta tan lejos como podamos.

Llegamos a una hostería al borde del camino, tan tranquila, tan apacible, que creímos haber encontrado por fin el lugar que necesitábamos para descansar y relajarnos. Sí, supongo que teníamos los nervios algo tensos. En todo caso, como éramos maestras de instituto, sabíamos lo que son los nervios. Pero hasta entonces me había considerado capaz de dominar los míos aunque, como dice Hamlet, tenía pesadillas. Y Kate es, de por sí, más bien extraña.

—Ahora —dijo Kate una vez terminada nuestra comida, pues siempre lo dispone todo— propongo que pidamos prestado el pony y la calesa de la hostería y que nos demos un paseo. No quisiera profanar estos senderos solitarios, que ya existían desde hace generaciones y generaciones, antes de la aparición de las bicicletas, sin que los haya pisado nada más moderno que ese Tommy.

Kate suele hacerse con un mapa, para saber exactamente adonde va, pero aquel día acordamos tomar el primer sendero a la izquierda y ver a dónde nos llevaría. Era una tarde soñolienta, y Tommy, el pony, trotaba tan suavemente que los tres estábamos dando cabezadas antes de haber recorrido una o dos millas. Llegamos a lo que habían sido magníficos portales de hierro forjado, con pilastras de piedra a ambos lados. Las pilastras estaban ahora en ruinas, y el muro que salía de ellas se derrumbaba. Kate indicó:

—Entremos.

Le objeté que era propiedad privada, pero entramos.

Llegamos a un camino bordeado de laureles, parecidos a los sepulcrales arbustos con que nuestros padres y los padres de nuestros padres se complacían en rodear sus residencias, aunque los de antaño solían ser más serpenteantes. Debían de estar ahí desde hacía muchos años, porque estaban muy crecidos y casi nos impedían ver el cielo. El camino era muy estrecho y su humedad, lo tupido de los laureles, el suelo negruzco que nunca se seca, esas cosas que siempre me habían deprimido en lugares como aquél, ahí se me hacían casi intolerables. Me parecía que nunca íbamos a llegar a la tenue luz que veíamos al final. Al mismo tiempo, tenía miedo al pensar en lo que íbamos a encontrar allí: una de esas enormes y lúgubres mansiones oscuras, como mausoleos, que tan a menudo son el complemento de las vallas de arbustos. Pero aquel camino de laureles parecía haber sido plantado al azar, pues sólo conducía a otro portal, que se abría sobre un parque abandonado. Vimos ante nosotras una extensión de mala hierba salvaje, con el horizonte completamente oculto por filas de densos árboles de un verde negruzco. Se veían otros árboles diseminados por ahí, al parecer muy viejos, algunos de los cuales habían sido alcanzados por rayos. Me dieron lástima sus heridas; diríase que a nadie le importaba si vivían o no.

En el ángulo izquierdo del parque había una pequeña iglesia, tan pequeña que debió de ser una capilla privada para los propietarios del parque. Pensamos que no le daban mucha importancia, pues ningún sendero conducía a ella; todo era hierba, larga, áspera y húmeda.

No sé cuándo me di cuenta de que aborrecía los parques, pero recuerdo que me abrumó de súbito esa convicción. Deseaba ansiosamente que Kate no se percatara de lo que yo sentía. Sin embargo le dije que esa grandeza me oprimía y que, a fin de cuentas, prefería los pequeños jardines.

—Sí —repuso Kate—, si una viviera en un parque sin duda se sentiría como encerrada, como si una nunca pudiera salir y como si otras cosas...

Aquí, Kate se calló. Le dije que continuara, pero contestó que era todo cuanto quería decir. No sé si te importa conocer estos detalles minúsculos, pero casi todo lo que tengo que contarte es una mera sucesión de detalles minúsculos. Recuerdo haber mirado el cielo, porque quería mantener la vista lejos de los distantes árboles. No me gustaba verlos —parece una razón muy baladí en una mujer de treinta y ocho años—, porque eran tan oscuros... A los seis años de edad me asustaba lo oscuro y, aunque me gustaba mucho el campo, solía sentir miedo y una sensación de aislamiento si no brillaba el sol y me encontraba sola en una pradera. Pero la mente infantil está abierta a todos los terrores o, mejor dicho, crea terror de cualquier cosa. Creía haber olvidado esos temores, como si nunca los hubiese experimentado. Debí suponer que el peso de mis muchos años de adulta me defendería, pero te aseguro que de repente sentí que me encontraba —y, a fin de cuentas, siempre nos encontramos así— tan a la merced del universo como un insecto.

Recuerdo que al mirar el cielo observé que había cambiado. Al llegar nosotras, tenía ese aspecto pálido, sin color, que ordinariamente tiene en una buena mitad de los días del año. Alguno se queja de esto, pero es un cielo muy inglés y, si no gusta, más aún, si no se deleita una con él no puede una deleitarse con Inglaterra. El cielo tenía ahora esa extraña apariencia que a veces adquiere en el norte, pues no creo que en Italia o en el sur de Francia conozcan nada parecido. Se me antoja que la súbita sensación de extrañeza y de violencia que se encuentra en nuestra literatura se debe a esos días, como si quisiera compensarnos de ellos.

Si digo que el día moría, pensarás en hermosas puestas de sol y, ciertamente, aquel día no podía morir aún, pues apenas eran las tres de la tarde, pero parecía enfermo, y el gris de la atmósfera no era el gris plateado, que me parece el más dulce de todos los cielos del año, sino un gris enfermizo, que hacía que los árboles parecieran todavía más oscuros. Me habría aliviado, creo, que hubiese comenzado a llover, pues por lo menos habría habido algún ruido. Todo estaba tan silencioso...

Cuando me preguntaba adonde dirigir la mirada, Tommy se detuvo de repente y casi nos echó de la calesa.

—¡Cuidado! —exclamó Kate—. Dejaste que Tommy tropezara.

Pero era simplemente que Tommy no quería avanzar. Y eso que era un pony apacible, deseoso, como decía Kate, de hacer lo que uno le pidiera aun antes de que se lo pidiera.

—Tommy está asustado —notó Kate—. Mira cómo tiembla y suda...

Kate se apeó y trató de calmarlo, pero durante un rato de nada sirvió.

—¡Vaya! Otro chasco para los científicos —comentó Kate—. Tommy ve un ángel en el camino. Los animales son extraños, ¿sabes? ¿No te has fijado en cómo los perros se escurren de los fantasmas, al anochecer? Me alegro de que no poseamos sus facultades.

Entonces Tommy nos sorprendió reanudando tranquilamente su marcha, tan apacible como antes.

Avanzamos algo más y llegamos a la mansión. La construyeron siglo y medio antes del período de los mausoleos, pero no hubiera podido ser más inhóspita, aunque en tiempos tuvo que ser una hermosa casa del estilo de los Jacobos... No era que se viera en mal estado, pues una casa puede ser muy acogedora —de hecho, más acogedora— si está algo deteriorada. Ahí vimos una terraza con plantas de invernadero en vasijas enyesadas colocadas a intervalos y un césped bien cuidado, de modo que recientemente debió de haber alguien habitándola, pero aun así daba la impresión de hallarse abandonada desde hacía años.

No puedo expresar el alivio que sentí cuando hizo su aparición un respetable joven en mangas de camisa. Kate es, generalmente, la que habla con los desconocidos, pero en cuanto lo vi me percaté de que debía aferrarme a él, para que me protegiera. Me daba cuenta de que Tommy y Kate no me proporcionaban protección alguna.

Pedí perdón por nuestra intrusión en una propiedad privada.

—No es ninguna intrusión, señorita, puede estar segura.

Agregó que deseaba que ocurriera más a menudo, puesto que el coronel Winterton, el propietario, apenas si se quedaba allí, aunque le gustara mantener la casa en condiciones, con servicio, y no sabía cómo se sentiría si no hubiera varios servidores para que la casa fuese animada, con un cuarto cerrado y todo eso...

No me pareció apropiado alentarle a hablar del cuarto cerrado y cambié de conversación, preguntándole por la iglesia.

Dijo que era muy antigua, con tumbas y todo eso, y que la gente venía de muy lejos para visitarla. Pero a él no le interesaba mucho.

Kate, a la que le gusta visitar monumentos, declaró que iría a ver la iglesia.

No quise ir, aunque me hubiera gustado ver las tumbas. Alegué que debía ocuparme del pony. El joven se ofreció para cuidarlo, ya que era mozo de cuadras. Entonces añadí que estaba cansada. Kate dijo que iría sola y emprendió la marcha.

—No vaya por ahí, señorita —advirtió el mozo—. La hierba está muy húmeda. Si da la vuelta por la derecha le irá mejor.

A mí me parecía que su camino era igual al de Kate, pero ésta siguió el consejo.

Hablé con el mozo, mientras Kate estaba en la iglesia y me alegré de saber que le gustaba el cine, con moderación, y que su padre era un talabartero y vivía en la calle Mayor de no sé qué pequeña ciudad. Todo esto era divertido y me distraía de mis tristes pensamientos; me distraje tanto con esta charla que fue él quien señaló:

—Ahí viene la señorita.

—Bueno: ¿qué te pareció la iglesia? —inquirí.

—Estaba cerrada —contestó Kate—. Pero el exterior es agradable.

—Pero, Kate —exclamé—, ¡qué pálida estás!

—Claro que lo estoy —replicó Kate—. Siempre lo estoy

El joven se apresuró a preguntar si Kate quería un vaso de agua.

—No, claro que no, gracias —fue la respuesta—. Pero creo que deberíamos marcharnos. ¿Hay otra salida? No quisiera volver por donde vinimos.

Había otra salida y la tomamos. Tan pronto como nos despedimos del joven mozo, Kate dijo:

—Hablemos de Grace Martin. ¿Qué probabilidades crees que tiene de obtener su título?

Hablamos de esto hasta llegar a la hostería.

En cuanto a mi sensación de opresión, me costaba en ese momento imaginar lo que había sido. Se había desvanecido y el mundo parecía tan alegre, seguro, irritante y cómodo como de costumbre. Aclaraba y los setos y árboles aparecían como suelen aparecer a fines de agosto, polvorientos y algo descuidados, con alguna hoja rojiza aquí y allá, algunos motes de linaria y todas esas florecillas amarillas cuyos nombres una olvida, pero que se recuerdan con ternura cuando se contempla la belleza de las tierras extranjeras. Mis pensamientos se alejaban, de vez en cuando, de nuestra conversación, y me preguntaba de qué pude haber tenido miedo.

Nos dieron té en casa de Tommy y la esposa del hostelero se alegró de tener con quien charlar.

—Sí, la pobre mansión esa..., es una lástima que el coronel venga tan poco. La compró hace sólo siete años y ya parece cansado de ella. Y, además, solamente trae caballeros. Los caballeros gastan más aquí, pero siempre he pensado que hay más vida cuando están las señoras. La casa ha cambiado de manos tan a menudo... Sí, hay un cuarto cerrado. Dicen que tiene que ver con una doncella, hace muchos años, y con un niño, si se me permite decirlo, pero no estoy segura. Si se escuchan todos los rumores de un pueblecito como éste..., en un lugar tan pequeño, uno dice una cosa y otro dice otra, ya se sabe. Yo misma vengo de Norwich...

—La iglesia parece muy mal cuidada —comentó Kate—. Y el cementerio está lleno de hierbas.

—Sí, el pobre señor Fuller es bien amable, aunque muy rígidamente ritualista y autoritario. Cuando vino, al principio, hubo mucha ceremonia, servicios y payasadas. Me dijo: «Dígame, señora Gage, ¿es por esto que la gente no viene?» Y yo le contesté: Yo, claro, he estado en otras partes y he visto mucho, de modo que no me fijo en si uno pertenece a la «High Church» o a la «Low Church»33. Le dije esto para calmarlo, pobre caballero, pero no era esto. No querían salir de casa después del anochecer, especialmente en noviembre: en diciembre todo vuelve a mejorar. Y para la comunión, que a él le importaba mucho, éramos muy pocos, a veces dos o tres, y esto lo deprimía. Ahora parece haber perdido por completo los ánimos.

—Pero ¿por qué es mejor en diciembre?

—No se lo sabría decir, señorita, pero siempre dice que esas cosas son peores en noviembre. Siempre oí que mi abuelo lo decía...

Temía que lo que había olvidado de día volviera de noche, y hacia las dos, cuando estaba leyendo Framley Parsonage34 con toda la voluntad posible, oí que llamaban a la puerta, y Kate entró.

—Vi que tenías luz —dijo—. Tampoco yo puedo dormir. Creo que en el parque tú también te sentías incómoda, ¿verdad? Tu expresión te traiciona fácilmente, ¿sabes? Yendo a la iglesia, bueno, a lo primero no, pero al acercarme y en el cementerio... ¡brrrr! Pero no quiero dejarme dominar por un pensamiento y quiero ir allí mañana. Pero creo que, si no te importa mucho, preferiría dormir aquí.

Le dije que se metiera en mi cama.

—Gracias —repuso—. Eres muy buena, Margaret, pues estoy segura de que te desagrada tanto como a mí compartir tu cama, pero tal como están las cosas...

A la mañana siguiente, Kate consultó la guía durante el desayuno.

—Aquí está —repuso—. Asham Hall es una hermosa casa de estilo de los Jacobos; la iglesia, situada en el parque, fue al principio la capilla privada de los Mannering. Muchos miembros de la familia están enterrados allí y sus tumbas bien merecen una visita. Las inscripciones, en franconormando, son de particular interés. Pueden pedirse las llaves al sacristán. No dice nada del cuarto cerrado. Supongo que no cabía esperar que hablara de eso. Hemos de visitar las tumbas, ¿no crees?

Kate raramente mostraba sus sentimientos y me abstuve de hacer cualquier referencia a la noche anterior.

Fuimos a la mansión en bicicleta. Era una mañana suave, brillante, con algo de viento, una mañana que hubiera agradado al poeta Wordsworth y que le hubiera inspirado más de un poema.

—Cuando lleguemos al parque —propuso Kate— llevaremos a pie las bicicletas por la hierba hasta la iglesia.

Empecé a caminar. Y me invadió exactamente la misma sensación que antes. No había nada en la tranquila y hermosa naturaleza que hubiese podido producirla. Los árboles, aunque oscuros, no parecían nada siniestros, sino majestuosos y benévolos, como suelen ser a fines de agosto y comienzos de setiembre. Fuera lo que fuese, estaba dentro de mí. Sentí que podía ir a la iglesia.

—Ve sola —le sugerí a Kate.

—Mejor que vengas —replicó mi amiga—. Sé lo que sientes, pero será peor si te quedas aquí, a solas.

Repuse que me consideraba una cobarde y Kate objetó que no tenía importancia ser cobarde. Quise avanzar, pero algo iba mal en la bicicleta. Me llevó cosa de media hora repararla, pero, mientras lo hacía, mi opresión se desvaneció y me sentí ligera y a gusto. Cuando estuve lista, Kate había visitado ya las tumbas y salía por la puerta de la iglesia. La miré avanzar por el sendero y vi que había otra mujer en el cementerio. Caminaba despacio. Alcanzó por detrás a Kate y la avanzó por su izquierda, muy cerca de ella. Estaba demasiado lejos para ver su rostro.

Me alegré de que Kate tuviera a alguien con ella. Monté en la bicicleta y, cuando volví a mirar, la mujer se había ido.

Me reuní con Kate fuera de la iglesia. Siempre tuvo unos ojos extraños; ahora le brillaban, medio asustados y medio excitados, lo cual me inquietó. Le pregunté si había hablado de la iglesia con la mujer.

—¿Qué mujer? ¿Dónde?

—La que estaba hace un momento en el cementerio.

—No vi a nadie.

—Tuviste que verla. Pasó por tu lado, muy cerca.

—¿De veras? —preguntó Kate—. Entonces pasó por mi izquierda.

—Sí, eso es. ¿Cómo lo sabes?

—¡Oh, no lo sé! Entreguemos las llaves aquí y volvamos rápidamente a la hostería. Ya hace frío.

Siempre pienso que Kate es hombruna y lo era en su humor cambiadizo en extremo. Si algo iba mal, se envolvía en su mal humor y se convertía en impenetrable. Ahora estaba de ese humor.

—No sé por qué nunca digo las cosas cuando ocurren —me dijo Kate al día siguiente.

Llovía y estábamos sentadas delante del alegre fuego de la chimenea, después del té.

—Creo que es señal de una gran debilidad mental... Pero si quieres oírme hablar de la iglesia de Asham, ahí va... Vi las tumbas, que son como cabía esperar. Espero que los Mannering fueran dignos de ellas. Pero la iglesia..., tal vez siendo hija de un vicario me lo hizo tomar tan a pecho..., en el altar había una sucia alfombra enrollada, todas las cortinas están llenas de agujeros, la pintura se descascarilla, está rota una parte de la barandilla frente al altar y parece que los insectos viven a gusto allí. No sabía que en Inglaterra hubiese iglesias tan abandonadas. Esto me echó a perder la buena impresión causada por las tumbas, y también la desagradable idea de que no deseaba mirar detrás de mí, no sé qué imaginé que iba a ver... Sin embargo me detuve delante de cada tumba. Luego, en el cementerio, tuve la misma sensación que la otra vez, no pude quitarme de la cabeza la idea de que iba a suceder inmediatamente algo que no me gustaría. Luego tuve esa sensación que en los libros describen como helarse la sangre en las venas, y que creo que significa que se para un instante el corazón y no se puede respirar y al mismo tiempo, tenía una percepción tan aguda de qué alguien estaba a mi lado izquierdo que casi creía que me empujaban, sin que hubiera nadie allí, ¿comprendes? Todo esto duró un segundo, no más, pero después de eso me sentí como una intrusa en el cementerio y me apresuré a salir de él.

Una tarde, una semana después, la tía abuela de la hostelera vino a llevarse las cosas del té. A lo primero era respetuosa e impresionada, pero nunca he conocido a nadie que sepa tratar a los viejos del campo como Kate. Al cabo de poco, la señora Croucher estaba sentada en el sofá, al lado de Kate.

—Ya, Asham Hall... —explicó—. Mi querida madre fue costurera allí cuando era muchacha. ¡Santo Dios, las veces que me lo contó!... Es un lugar muy hermoso, con sus espléndidos laureles en el camino principal, por el que la señorita Mannering paseaba muy a gusto. Fue el anciano señor Mannering quien los plantó. Tenían que llegar hasta la mansión, decían, tenía que hacer muchas mejoras, se proponía derribar la vieja casa y construir una mejor, y luego se encontró con que no tenía bastante dinero. Sí, entonces ya iba a menos, porque el señor William..., el único hijo, que vivía en el extranjero..., era un bala perdida. Sí, mi madre estuvo allí en los tiempos de la familia y no con esas criaturas que se han instalado allí ahora.

—Veo que no aprecia mucho al coronel Winterton.

—¡Oh, dicen que es un caballero muy amable y por Navidad es generoso con carbón y esas cosas, pero esa gente nueva va y viene y es natural que no sean como la vieja familia! En el pueblo los llamamos saltarines, pero la verdad es que no tengo nada que decir contra el coronel Winterton.

—¿Hay aquí todavía alguien de la familia?

—¡Oh, no, señorita! Todos se fueron. Dicen que todavía hay un señor Mannering en América, pero nunca ha estado aquí.

—¡Qué triste es cuando desaparecen las viejas familias! —comentó Kate con simpatía.

—Ya lo creo que lo es, señorita. ¡Pobre señor Mannering; pobre viejo! Pero la casa no la vendieron hasta después de su muerte. A mi madre le dolió mucho.

—¿Había un cuarto cerrado, en tiempos de su madre, señora Croucher?

—No cuando llegó a trabajar allí, señorita.

—Fue cosa de una doncella, ¿no es verdad?

—Nada de una doncella —adujo la señora con mucho misterio y dándose importancia—. Eso es lo que se dice y tanto mejor que se diga. No se lo diría a nadie, pero no me importa decírselo a una dama como usted. No era una doncella.

—¿No era una doncella?

—No. Mi madre me lo contó a menudo. La señorita Mannering era una persona de mucha posición..., bueno, era una verdadera dama, ¿sabe?, y debía de tener cuarenta y seis o cuarenta y siete años cuando cayó enferma. Su última enfermedad. Y la noche antes de que muriera, mi madre estaba cosiendo en el cuarto de la señora Packe (verá, ésa era la doncella de la señorita y mi madre era la costurera) y oyó cómo el doctor Mason decía: «No preste atención a lo que diga la señorita Mannering, señora Packe. Cuando se está enfermo se tienen ideas muy extrañas», dijo. Y ella va y le dice: «No, señor, no le prestaré atención», y va directamente a mi madre y le dice: «Si oyeras lo que dice... ¡Oh, mi bebé!, dice, si por lo menos lo hubiera visto sonreír. ¡Oh! Si hubiese vivido al menos un día, una hora, un minuto», y dice la señora Packe, dirigiéndose a mi madre: «Le dije: ¿su bebé, señorita? ¿De qué está usted hablando?» «Qué cosa tan extraña que dijera eso, dice la señora Packe. ¿No te parece, Bessie?» Bessie era mi madre. «La verdad es que no lo sé», contesta mi madre. Nunca le gustó esa señora Packe. «La señorita Mannering no me hizo caso», siguió diciendo la señora Packe. «Y luego va y dice: Si por lo menos la hubiesen enterrado en el cementerio. Y yo le digo: Pero ¿dónde lo enterró usted, señorita? Imagínate, se vuelve, me mira y me dice: Lo quemé.» Y ésta es la verdad, esto es lo que mi madre me contó, y mi madre siempre dijo... que la señora Packe no tenía por qué repetir esas cosas.

—Creo que su madre tenía razón —afirmó Kate—. ¡Quemado! La pobre señorita Mannering debía de estar delirando. Es algo tan horrible...

—No, a mi madre no le gustaba repetir rumores sobre la familia Mannering —aseguró la señora Croucher, pensando aparentemente en otra cosa muy distinta.

Ya fuera porque hubiese escuchado la historia muy a menudo, ya porque en el campo están todavía más acostumbrados a lo horrible —he observado que en el campo suceden cosas mucho más extrañas que en la ciudad—, la señora Croucher no tenía ni idea de que lo que estaba relatando era terrible. Al contrario, creo que lo encontraba familiar, recordando una parte feliz de su infancia.

—Entonces —prosiguió la señora Croucher—, la señora Packe le dice a mi madre: «Venga, escúchela», y mi madre le dice: «No quiero ir. ¿Qué diría la señorita?», y la señora Packe va y dice: «Ni se enterará. Venga y mire desde la puerta.» «De modo que fui —dijo mi madre— y eché una ojeada, pero no pude ver nada, sólo la señorita Mannering en la cama, pues no había ninguna vela, sólo el fuego de la chimenea. Pero oí cómo la señorita Mannering lanzaba un terrible suspiro al decir muy débilmente: ¡Oh, si por lo menos lo hubiese enterrado en el cementerio! No quise quedarme más —me dijo mi madre—, y la señorita Mannering murió al día siguiente a las siete de la noche.» Siempre que mi madre me contaba esto, me decía: «Me arrepentí de haber entrado en su cuarto una vez, una sola vez en toda mi vida. Era tomarme una libertad que nunca debí tomarme.»

—Pero —dijo Kate formulando la pregunta con dificultad— ¿nadie..., es que nadie sospechó que la señorita Mannering había...?

—No, señorita. La señorita Mannering siempre fue muy reservada, no era una dama de modales libres, como algunas señoras. No como usted, si me permite decirlo, señorita. No quiero decir que hubiese dicho algo a alguien, desde luego, y no tenía parientes, ninguna hermana, y en la casa no había nunca visitas, y el viejo caballero se había casado ya maduro, de modo que podía llamársele anciano, y los criados le tenían mucho miedo porque tenía mal carácter. Decía que hasta asustaba a la propia señorita Mannering.

»Hubo muchas habladurías entre los criados, después de lo que la señora Packe dijo, y había una doncella que llevaba mucho tiempo con la familia, y recordaba un invierno, dieciocho o veinte años antes, o algo así, en que la señorita Mannering se puso mala y despidió a su doncella y no durmió en su cuarto, sino en una habitación de otra parte de la casa, lejos de todos. Y éste es el cuarto que cerraron calladamente. Y recordaron una vez en que estuvo enferma meses y meses, y su enfermera, que vivía en Selby, cuando estaba ya muy vieja, se ponía a hablar, como lo hacen a veces los muy viejos..., murió años después de la señorita Mannering, y se le escapó lo que mejor se hubiese guardado para sí.

»No pasó mucho tiempo de la muerte de la señorita Mannering antes de que empezaran a decir que se la podía ver saliendo del cuarto cerrado, bajar la escalera, salir por la puerta principal, atravesar el parque, recorrer el camino de laureles, volver a la casa y dirigirse luego al cementerio. Desde luego, dicen que trata de encontrar un lugar para su bebé. Y hay algunos que dicen que el señor Northfield, el que vivió en Asham Hall antes del coronel Winterton, la vio. Dicen que por eso vendió la casa y se ha vuelto tan silencioso y retraído.

»Y luego hay los que dicen que..., como la señorita Jarvis, la que tenía la taberna El Jabalí Azul, cuando yo era niña..., que solía decir que la señorita Emily Robinson, la hija de sir Thomas Robinson, que compró la casa al señor Seaton, que la había comprado después de la muerte del señor Mannering...; la verdad es que no era un verdadero «sir» a mi modo de ver, sólo tenía una tienda de ropa en Londres..., lo que se decía era que sufrió un ataque repentino del corazón y la encontraron muerta, tendida cara al suelo, en el camino de laureles. Claro que, según los rumores, se había encontrado con la señorita Mannering, que ésta la tocó con la mano... El lacayo que servía a la señorita Robinson —era muy hinchada, muy orgullosa, y siempre se hacía seguir por un lacayo—, pues ese lacayo decía que había visto a una mujer surgir detrás de su ama, y que entonces el ama cayó. Se lo dijo al señor Jarvis... La pobre señora Dicey..., la que estaba en la casa antes de los Northfield, se murió de repente, al final, pero siempre había sido enfermiza y la verdad es que yo no hago caso de esos cuentos...

»Pero la gente se cree cualquier cosa. Fíjense, no hace mucho, bueno, debe hacer unos veinte años..., en tiempos de los Northfield, uno de los lacayos dejó a una doncella..., bueno, ya me entienden..., y la gente nueva del pueblo, la que no conoció a la antigua familia, dice que el cuarto lo cerraron con ella adentro. Esto es algo ridículo...

—¿La vio usted alguna vez, señora Croucher?

—Verla, lo que se dice verla, no, señorita. Pero más de una vez, caminando por el parque, la he oído detrás de mí. Fue en noviembre. Ya sabe, señorita, que noviembre es el mes de... —pude darme cuenta de que a Kate le agradaba que se supusiera que lo sabía— y pude oír el ruido de las hojas bajo sus pasos. No hay por qué asustarse, si no se hace caso, y se sigue caminando. No le hacen daño a una, solamente la asustan.

—¿Es que su madre la vio alguna vez?

—Si la vio, nunca lo dijo. Mi madre no toleraba rumores sobre la señorita Mannering. Decía que nunca tuvo quejas de ella. Había un muchacho que trató muy mal a mi madre y un día estaba ella llorando y la señorita Mannering la oyó y entró en el cuarto de costura y le dijo: «¿Qué te pasa?» Y mi madre se lo contó y la señorita Mannering habló con mucho sentimiento y le dijo: «Es muy triste, Bessie, pero la vida es muy triste.» En general, la señorita Mannering no hablaba con nadie.

»Mi madre compró un retrato de la señorita Mannering; si quieren ustedes verlo, jovencitas. A la muerte del señor Mannering todo estaba muy revuelto. No había tocado nada durante años y ahí estaban todos los vestidos y las cosas de la señorita Mannering. Nadie las había tocado desde su muerte. De modo que lo que mi madre pudo permitirse comprar, lo adquirió y me lo dejó al morir, y me encargó que vigilara que esas cosas nunca cayeran en manos que no las cuidaran. Hay muchos escritos, pero no soy muy leída, aunque mi madre sí que lo era, y no puedo decirle de lo que tratan, y mi madre no leyó los papeles de la señorita Mannering, porque decía que no habría estado en su lugar si lo hubiese hecho.

La señora Croucher fue a su dormitorio y trajo los papeles y el retrato. Era una acuarela fechada en Bath, en 1805. El artista se había esforzado en que el cinto azul de la señorita Mannering se fundiera con el azul del cielo, y para que el collar de coral hiciera juego con los labios de coral. El retrato era el de una joven de cabello negro, pálida, delgada, elegante, con porte señorial, nariz larga y rostro corriente. Por los cuadros de la época sabe uno que este tipo no era excepcional en aquel período. Me hubiese sentido temerosa ante la señorita Mannering, dado la mueca de su boca y el porte de su cabeza, tan orgullosas y aristocráticas; pero me encantaron sus ojos tristes y tímidos, que parecían pedir bondad y protección.

La señora Croucher insistía para que Kate se llevara el retrato, «porque a nadie le interesan mis cosas», pero ella lo rehusó.

—Pero cuando usted se haya ido —le dijo, sabiendo que las personas como la señora Croucher están siempre dispuestas a hablar abiertamente de su muerte—, si su sobrina me lo manda, me gustaría tener el retrato de la señorita Mannering y lo apreciaré mucho.

Luego, la señora Croucher se retiró, «porque debo estar cansándolas, jovencitas, con mi cháchara».

Conmueve ver cómo la gente vieja y pobre, por muy anciana y débil que sea, cree que cualquier cosa cansará a «una dama», por joven y robusta que sea.

Examinamos los papeles de la señorita Mannering. Resultaba extraño mirar algo escrito hacía más de un siglo, guardado por tanto tiempo y nunca leído. Yo tenía una terrible sensación de ser una intrusa, pero Kate pensaba que si íbamos a ser tan quisquillosas, la vida nunca continuaría. De modo que he copiado para ti la narración. Estoy segura de que si la señora Croucher te conociera, te consideraría digna de compartir el honor tan singular que nos confirió.

LA NARRACIÓN DE LA SEÑORITA MANNERING

Hace ya veintidós años, pero los acontecimientos del año 1805 están grabados en mi memoria con mayor exactitud que los de cualquier otro momento de mi vida. Para escapar a la presión que ejercen en mi mente, los consignaré en el papel, confiando a las páginas de una libreta lo que quizá nunca contaré a un ser humano.

Si mi destino hubiera estado más de acuerdo con el de otras muchachas de mi posición, habría podido salvaguardarme de la calamidad que me tocó en suerte. Pero estamos en manos de un misericordioso Creador, que señala a cada uno su camino. Pequé por mi libre voluntad y no busco mitigar mi pecado. Mi madre, lady Jane de Mannering, hija del duque de Poveril, murió cuando yo contaba cinco años de edad. Me confió al cuidado de una fiel ama de llaves y de una niñera y, debido a su afectuosa solicitud, apenas eché de menos el afecto de una madre durante mi infancia y adolescencia. A mi padre lo veía muy poco. Era violento y malhumorado. Mi hermano, catorce años mayor que yo, le causaba graves preocupaciones por su libertinaje. Algunas palabras de mi padre y alguna frase pronunciada con ligereza al alcance de mi oído me causaron una impresión imborrable. En la poco habitual soledad de mi existencia disponía de ocio abundante, demasiado abundante, para recordar cosas que mejor hubiese sido olvidar. Los pensamientos alegres, propios de mi edad, no hubieran debido dejarles espacio en mi corazón. Cuando tenía trece años, mi padre me dijo un día:

—No quiero verte tan callada, eres demasiado como los Poveril. Todos saben que un Poveril, con todo y el orgullo que mostraban, se rebajó a casarse con una criada francesa. Por eso todos los Poveril son de cabello negro y tez cetrina como tú.

Huí aterrorizada a mi cuarto.

Otro día, la señorita Fanshawe hablaba con la niñera de una muchacha que había venido a pasar la tarde conmigo. Caminaba detrás de nosotras y oí su conversación.

—¡Qué bonita es la señorita Maynard! —decía la señorita Adams—. Creo que su cabellera dorada y sus ojos brillantes causarán sensación, incluso en Londres. ¡Qué lástima que la señorita de Mannering sea tan morena! Las bellezas rubias están de moda, dicen, y sus ojos son demasiado pequeños.

—La belleza es algo muy deseable para una joven —replicó la señorita Fanshawe—, pero tal vez le dan demasiado valor. Cualquiera puede tener belleza, una lechera puede ser bella, pero hay un aire de rango y clase que dura más que la belleza, y creo que un hombre de gustos exigentes lo aprecia más. Y la señorita de Mannering posee ese aire en grado notable.

¡Mi bondadosa y querida Fan!... Pero, a los quince años, cuanto más hubiera deseado compartir los dones de una lechera... Desde entonces estuve segura de que no agradaría a nadie.

La señorita Fanshawe, que nunca dejaba de darme el estímulo y la confianza de que yo carecía, murió cuando tenía diecisiete años, y había llegado a esa edad en que, más que en otras de la vida de las mujeres, requieren el consuelo y la protección de una amiga femenina. Mi padre, más y más preocupado por sus dificultades financieras, no tomó ninguna disposición para mi presentación en sociedad. Él no tenía familia, pero las hermanas de mi madre me habían invitado varias veces a visitarlas. Mi padre, sin embargo, estaba en malas relaciones con esa rama de la familia y no me permitía ir a verla. Era necesaria una rígida economía. No toleraba que se invitara a nadie y, por tanto, que se aceptara ninguna invitación. Nuestra casa estaba situada en una parte muy solitaria del país y era raro que algún visitante encontrara el camino hasta ella. A mi hermano le estaba prohibida nuestra casa. Transcurrían los meses, los años, sin que yo viera a nadie. De repente, un día, mi padre me dijo:

—Tienes veinticinco años, por lo que me dice ese maldito abogado de los Poveril. Veinticinco años y todavía sin casar. No tengo nada que dejarte cuando muera. Escribe a tu tía en Bath que irás a visitarla y que te encuentre un marido.

Apartada de la sociedad como había estado, la perspectiva de dejar nuestra casa y sumirme en el mundo elegante me llenó de temores.

—Le ruego, señor, que no me obligue —exclamé—. Déjeme quedarme aquí. No le pido a usted nada, pero no puedo ir a Bath.

Caí de rodillas ante él, pero no hizo caso. Y, unas semanas después, me encontré en Bath.

Mi tía, lady Theresa Lindsay, una viuda, era una de las más alegres en esa ciudad alegre, y en especial aquella temporada, pues presentaba en sociedad a su hija, la señorita Leonora.

Mi padre me había dado diez libras para que me comprara un vestido para la visita, pero, con mi inexperiencia, no lo escogí bien.

—Mi querida amiga —me dijo mi prima, en un tono que no podía herir—, la pobre Nancy, la fregona, se sonrojaría si tuviera que vestirse así. Debes ocultarte completamente del mundo durante unos días, como los monjes de la Trapa, y ponerte en manos de mamá y en las mías. Después no dudo que la señorita Sophie de Mannering sea una digna rival de lady Charlotte Harper, que está tan de moda.

Mi querida Leonora hizo cuanto pudo para presentarme lo más ventajosamente posible, alabándome y animándome, y mi formidable tía se mostró muy bondadosa en recuerdo a mi madre. Pero no era fácil aliviar el terror que me embargaba a la vista del salón de mi tía, lleno de caballeros.

—Tiemblo cuando se me acercan —le dije a Leonora.

—¿Temblar cuando se acercan? Pero si son ellos los que han de temblar cuando nos acercamos, primita, temblar con la esperanza de que seremos afables, o con el temor de que no lo seremos. Te llamo primita porque soy una gigante —y, en efecto, era muy alta y exquisitamente hermosa—, y también porque soy vieja y experimentada y debes tomarme de modelo en todo.

Deseaba quedarme en un rincón, en el salón, pero Leonora siempre me llevaba con ella y me presentaba a sus parejas. Mas mi turbación y desmaña pronto los cansaban y, tras las atenciones impuestas por la cortesía, me dejaban e iban en busca de compañía menos aburrida. No podía, ciertamente, reprochárselo, pues era lo que había previsto. Pero me mortificaba y hería y le dije a mi prima:

—No sirve de nada, Leonora. No puedo esperar agradar, nunca jamás.

—Los que pescan con diligencia —me replicó— no quedan sin premio. Un caballero me dijo esta velada misma: «Su prima me atrae. Tiene tanta presencia...» Y al capitán Phillimore se le considera buen conocedor en esas cosas. Es pez gordo y te felicito de todo corazón.

El capitán Phillimore venía constantemente a casa de mi tía. Una vez conversó directamente conmigo. Después me buscaba; a lo primero me parecía imposible, pero me buscó una y otra vez.

—El capitán Phillimore es una relación que la antigua casa de los Mannering no debe menospreciar —indicó mi tía—. Es cierto que corren rumores de que es un derrochador y de otras cosas, pero su familia es rica y, además, ¿de qué hombres de distinción no se cuentan esas cosas? El matrimonio le hará sentar cabeza.

Transcurrieron las semanas. Llegamos a abril. Mi tía iba a marcharse de Bath al cabo de unos días y yo regresaría a mi casa, pues la temporada tocaba a su fin. Mi tía dio una recepción de despedida a sus amigos. El capitán Phillimore me llevó a la antesala de uno de los salones. Me dijo que me quería, que me quiso desde el mismo momento en que me vio. Me besó. Nunca, jamás, podré olvidar la dicha de aquel momento.

—Hay razones importantes —me explicó— por las que nuestro compromiso debe permanecer secreto entre nosotros dos. Tan pronto como sea posible, informaré a mi padre y me presentaré en Asham para obtener el consentimiento del señor de Mannering. Hasta entonces, ni una palabra a tu tía. Lo más seguro será que ni siquiera nos escribamos.

Me explicó que lo habían llamado repentinamente para que se uniera a su regimiento en Irlanda y que debía marcharse de Bath al día siguiente.

—Deseo verla otra vez, antes de irme. La noche es cálida, como si estuviéramos en verano. ¿Será usted bastante resuelta para reunirse conmigo dentro de una hora en el jardín? Hemos de gozar de un rato de soledad lejos de esa muchedumbre bulliciosa.

Yo, que solía ser tímida, no sentí entonces ningún temor. Salí fácilmente de la casa sin que lo notaran. Toda la casa estaba entregada a la recepción. Al final de una amplia terraza había una pérgola. En ella nos encontramos. Me pidió que me entregara completamente a él, empleando las malvadas razones puestas en circulación por los descreídos filósofos franceses, que el matrimonio es una forma de superstición que no tiene valor para los más inteligentes y cultos. Pero, ¡ay de mí!, no había ninguna necesidad de razones. Habría obedecido cualquier cosa que me propusiera, incluso que me arrojara a un precipicio. Lo amaba como no debería amarse a ningún débil mortal. Cuando sus brillantes ojos azules se clavaron en los míos, y sus manos me acariciaron, caí a sus pies como un adorador delante de un altar. Con los ojos bien abiertos, cedí.

Regresé a la casa. Nadie había notado mi ausencia. Mi prima vino a mi cuarto y me dijo con su sonrisa traviesa:

—No te pregunto nada. Soy demasiado orgullosa para pedir confidencias. Pero sé lo que sé. Dame un beso y recibe mi bendición.

Me retiré a descansar y no pude dormir en toda la noche, febrilmente exaltada. Hasta el día siguiente no reconocí mi culpa. Apenas si me atrevía a mirar a mi tía y a mi prima, pero no se fijaron en mi actitud, pues durante la mañana un noble ruso de la corte imperial, que cortejaba asiduamente a Leonora, vino a pedir su mano y lo aceptaron. Con la agitación consiguiente me olvidaron y se alegraron cuando propuse regresar a Asham un día o dos antes de lo previsto. Mi tía estaba impaciente por ir a Londres y comenzar los preparativos de la boda.

Me despidió cordialmente, invitándome a acompañarla a Bath al año siguiente.

—Pero, mamá —intervino Leonora—, sospecho que el capitán Phillimore tendrá algo que decir sobre esto. Sólo quiero la promesa de que el capitán y la señora Phillimore serán mis primeros visitantes en San Petersburgo.

Su bondad me hirió como un cuchillo y regresé a Asham con el corazón dolido.

—¿Dónde está tu marido? —me preguntó mi padre a modo de saludo.

—No tengo ninguno, señor —repuse.

—Tanto peor para ti —comentó y no me pidió detalles de mi visita.

Transcurrió el tiempo. Todos los días esperaba que se presentara el capitán Phillimore. En vano. No vino. La certidumbre dejó el lugar a la esperanza, la esperanza a la duda, la duda al temor. No quería ni podía desesperar... No tardé en darme cuenta de que iba a convertirme en madre. El horror de este descubrimiento, con mi ignorancia del paradero del capitán Phillimore, me tenía perturbada. Paseaba continuamente, empujada por la fiebre de la locura, por el camino de laureles y por el parque. Fui a la iglesia, con la esperanza de encontrar allí consuelo, pero las tumbas de los Mannering del pasado me recordaban penosamente que yo era la única de todas las mujeres de la familia que atraía la deshonra sobre nuestro nombre.

Ansiaba desahogarme de mi desgracia con alguien, aunque fuera exponiendo mi deshonra. En mi soledad, sólo había una persona en quien pudiera confiar: mi antigua niñera, que vivía en Selby, a tres millas. Una tarde de verano me encaminé hacia allí y con muchas lágrimas se lo conté todo. Mezcló sus lágrimas con las mías. No me rechazó. Yo era la niña que cuidó. Haría todo cuanto pudiera por mí. Conocía a una mujer discreta, en Ipswich, con la que se arreglaría para que, cuando llegara el momento, pudiera ir a verla; se encargaría luego del bebé. Me sugirió todo lo que debía hacer para evitar sospechas en casa y en el pueblo.

A lo primero, mi tía y mi prima escribían a menudo, y hasta después de la boda de Leonora seguí teniendo noticias suyas de Rusia. Mis cartas eran breves y frías. Cuando supe que iba a ser madre, no pude soportar seguir comunicándome con ellas. Mi tía me escribió bondadosamente, reprochándome mi silencio. No le contesté y poco a poco cesó la correspondencia. Y, con todo, sus afectuosas cartas eran todo cuanto tenía para animarme en la desesperación de los meses siguientes. Nunca la olvidaré. Aunque ya estábamos en verano, el tiempo era continuamente sombrío y tempestuoso. Hubo muchas tormentas que dañaron mucho los olmos del parque. El viento soplando por la noche, entre las ramas, y el golpear de la lluvia contra mi ventana me causaban un indescriptible sentimiento de miedo, hasta el punto de que, para no oír nada, ocultaba la cabeza debajo de las sábanas.

Pero más terribles eran los largos días de agosto, cuando el cielo plomizo oprimía mi espíritu y me parecía que yo y el mundo estábamos muertos. Luché contra estas imaginaciones —tal vez nada raras en mi condición— que apacigua en general la ternura de un esposo indulgente. Podía imaginar esa ternura. Noche y día, el capitán Phillimore estaba en mi pensamiento. El orgullo femenino no vino en mi ayuda; lo amaba más apasionadamente que nunca.

El 20 de noviembre nos visitaron unas damas, cuyas primas veía frecuentemente en Bath. Hablaron de nuestras amistades comunes. Por fin se mencionó el nombre del capitán Phillimore. ¿Cómo podría olvidar sus palabras?

—¿Ha oído usted lo que se cuenta del capitán Phillimore, del conquistador capitán Phillimore? El coronel Richardson, que era su amigo íntimo en Bath, le dijo a mi hermano que, al comienzo de la temporada, el capitán le había dicho: «¿Qué te apuestas que en una temporada me llevaré la virtud de las tres doncellas más inocentes e inmaculadas, jóvenes o viejas, de Bath? La virtud fácil no me atrae, prefiero lo difícil, pero me apasiono por lo «inexpugnable». Y el coronel Richardson aseguró a mi hermano que el capitán Phillimore ganó la apuesta. Ya ve usted qué escándalo, señor de Mannering: tres mujeres de estricta virtud caídas en una sola temporada, en Bath ¿Adónde vamos a parar?

Mi padre no parecía prestar mucha atención a su cháchara, pero ahora proclamó:

—Si una mujer permite que un libertino asalte su virtud, es que es también una libertina. Si esto le ocurriera a una hija mía, primero le daría de latigazos y luego la echaría de mi casa.

Durante esta conversación me dolía tanto el corazón que no podía ni hablar ni casi respirar. No sé cómo no se dieron cuenta nuestras visitantes. No me atrevía a moverme, ni a levantarme siquiera para tomar un vaso de agua que aliviara mi angustia. Pero creo que no mostré lo que me ocurría y, tan pronto como recobré el habla, me forcé a decir con tranquilidad aparente:

—El coronel Richardson cortejaba mucho a la señorita Burdett. ¿Es que su hermano ha dicho algo de esto?

Poco después, nuestras visitantes se despidieron. Me retiré a mi cuarto. Me había mudado a una de las partes más solitarias de la casa, lejos de mi padre y de los criados. Traté en vano de calmarme, pero por momentos mi fiebre se volvía más incontrolable. Envié un mensajero a mi niñera, pidiéndole que viniera sin demora. Ansiaba dejar manifestar mi pena y estallar en sollozos, con sus brazos estrechándome. Mi amor había muerto, pero aunque lo despreciara, no podía, no podía, realmente, odiarle.

Al atardecer, me sentí mal y aquella noche nació mi bebé. El cuarto estaba tan aislado que no tenía que temer que me descubrieran. Parecía que me dieran una fuerza anómala, de modo que pude hacer lo necesario para mi niño. Abrió los ojos y su carita me recordó exactamente la de mi madre. ¿Cómo describir mi gozo? Me consolaba la idea de que en mi hora de tormento mi madre estaba conmigo. Me acosté con mi bebé en los brazos, lo besé cien veces. Su suave y tierno llanto era la más melodiosa música para mis oídos. Pero mi alegría duró poco. Mi precioso tesoro no me fue concedido más que tres breves horas. Tardé mucho en convencerme de que había dejado de respirar. ¿Qué podía hacer con el encantador cuerpecito inmóvil?

El horror de pensar que pudieran invadir mi intimidad, que algún intruso encontrara mi bebé y que mancillara su cuerpecito sin vida con preguntas y reproches, me resultaba insoportable. Lo hubiera llevado al cementerio y cavado yo misma la fosa con mis manos, pero había caído la primera nieve del invierno y habría sido inútil aventurarse a salir.

El fuego de la chimenea ardía aún y le agregué carbón y leña. Envolví el cuerpecito en un pañuelo de casimir de mi madre, repetí lo que pude recordar de las oraciones fúnebres, consolándome y tranquilizándome con sus promesas. No pude mirar cómo las llamas lo destruían. Huí al otro extremo de la habitación y oculté el rostro contra el suelo. Recuerdo, después, una confusa sensación de que yo también ardía y que debía huir de las llamas. No supe nada más hasta que abrí los ojos y me encontré tendida en mi cama, con mi niñera a mi lado y el viejo Brooks, el boticario del pueblo, sentado junto a mí.

—¿Cómo se encuentra usted, señorita de Mannering? —inquirió.

—¿Es que he estado enferma?

—Muy enferma durante varias semanas —contó—, pero creo que ahora nos pondremos bien.

Mi niñera me explicó que tan pronto como llegó a su casa mi mensajero se encaminó a Asham, pero la nieve impidió que llegara y la obligó a pasar la noche en una hostería no muy lejos de Selby. Se levantó con el alba y llegó a Asham cuando los criados estaban quitando los porticones. Se apresuró a ir a mi cuarto y me encontró en el suelo, aplastada por una peligrosa fiebre. Me cuidó durante las muchas semanas de mi enfermedad, y no permitió que nadie, excepto el doctor, se me acercara, pues en mi delirio hablaba constantemente de mi bebé.

El doctor me visitó a diario. Al principio estaba tan débil que casi ni me fijaba en él, pero recobré fuerzas y, con ello, el recuerdo de lo sucedido. Una mañana me explicó el médico:

—Ha estado usted al borde de la tumba, señorita de Mannering. No creí posible que pudiéramos salvarla.

En mi angustia no pude contenerme y exclamé:

—¡Ojalá Dios me hubiese dejado morir!

—Nada de eso —replicó—. Ya que ha salvado la vida, no puede usted rechazar ese don del Altísimo.

—¡Ah! —exclamé amargamente—. No sabe usted que...

—Sí —me interrumpió, mirándome con seriedad—, lo sé todo.

Me aparté de él temblando.

—No tema —insistió—. Lo que sé nunca lo revelaré

Seguí con la cara pegada a la pared.

—Mi querida señorita —prosiguió con gran bondad— no se aparte de un viejo que la ha cuidado desde la infancia y que cuidó a su madre. Mi padre y su padre antes que él fueron médicos de los de Mannering. Y quiero hacer todo lo que pueda para servirla. Un médico puede, a veces, ayudar humildemente al alma lo mismo que al cuerpo. Déjeme que recuerde a su alma doliente que a nosotros los pecadores se nos ha prometido la misericordia gracias a nuestro Redentor. No se desaliente. Y ahora hablemos de lo que entiendo, del cuerpo. No debe pasar la convalecencia en este inclemente país nuestro. Debe buscar el sol y el calor, y cambiar de paisaje, para alegrar su espíritu.

Su bondad me conmovió y estallé en sollozos. Entre lágrimas le contesté:

—No tengo amigos, no tengo a donde ir.

—Eso no debe desanimarnos —repuso con una sonrisa—. Ya haremos algún plan. Déjeme que me siente al lado de mi chimenea, con un vaso de whisky, y se me ocurrirá algún medio.

Gracias a su generosidad, fui de visita a casa de su hermana, en Worthing. Me cuidó con la ternura de una madre y regresé a Asham completamente restablecida. La paz volvió a mi alma y aprendí a perdonar. Los años transcurrieron con aparente tranquilidad, pero cada noviembre, o siempre que soplaba el viento o el cielo se ensombrecía, sufría como sufrí en los meses que precedieron al nacimiento de mi bebé. Mi mente estaba llena de temores sin motivo, sobre todo el de que no me encontraría con mi hijo en el cielo, porque su cuerpecito no yacía en tierra consagrada. Los razonamientos de mi juicio y de mi fe no bastaban para conjurar las alucinaciones, pero yo había...

Aquí se detenía la narración.

—Mira —indicó Kate—, aquí hay una carta.

Leyó en voz alta lo siguiente:

3, Hen and Chicken Court

Clerkenwell

7 de marzo de 1810

Señora:

Me han advertido que mis días están contados. Hallándome, pues, en los confines de la eternidad, me atrevo a dirigirme a usted. Hace mucho tiempo que deseaba implorar su perdón, pero hasta ahora no me había atrevido. Le ruego que no desdeñe mi carta. Dios sabe que tiene usted motivo de sobra para odiar el nombre de quien la traicionó a usted. Sí, señora, mis palabras eran falsas. Pero incluso entonces vacilé, al ver vuestra confiada y afectuosa mirada y, a menudo, durante mi subsiguiente carrera de libertinaje, se me ha aparecido esa visión. Si hubiese aprovechado la ocasión que el destino me ofreció, de unir mi felicidad con una persona tan inocente y confiada como usted, tal vez me hubiese salvado de las desgracias que me han correspondido.

Quedo, señora, vuestro obediente servidor,

FREDERIC PHILLIMORE

No pude hablar por un rato, absorbida en tratar de imaginar lo que debió de sentir la señorita de Mannering al recibir esa carta.

Kate dijo:

—Me pregunto qué le contestó. Mira cuán a menudo la abrió y la cerró, la leyó y la releyó... ¿Ves aquí y aquí, donde las letras están borrosas? Creo que por las lágrimas... las lágrimas por ese villano.

Pero me pareció que podía imaginar mejor que Kate lo que debió de significar para la señorita de Mannering esta carta, con su estilo árido y anticuado.

—Mañana es nuestra última tarde aquí —repuso Kate—. ¿Qué te parece —agregó, tratando de convencerme— si hacemos una última visita de despedida a Asham?

Pero, aunque la señorita de Mannering es un fantasma apacible, no me gustan los fantasmas. Además, ahora que conozco su secreto, me sentiría una intrusa. De modo que no volvimos a Asham. Ahora estamos de regreso en la escuela y así termina esta historia.

Escritoras del siglo XX. Relatos de fantasmas
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