Phyllis Bottome
La sala de espera

ELAINE Marlowe se encontraba sentada en el Rohns Terrasse y contemplaba Gotinga. Tenía esa sensación de infinito que sigue a un largo viaje. Todo había llegado sin percance, había sido guardado y recobrado. Mientras se hallaba sentada, en esa deliciosa mañana de mayo, tenía la impresión de estar profunda y tiernamente instalada. La quieta y tranquila luz del sol descansaba sobre sus manos, sobre las recién nacidas hojas verdes de la haya, tan suave e insustancialmente como si las hojas y sus manos, ambas, fuesen transparentes..., la luz descansando sobre la luz.

Abajo yacía la pequeña ciudad rojiza, profundamente inmersa en jardines. La alta y maciza torre de la Jacobiokirche parecía tirar de su pesada iglesia hacia el impreciso aire azulado. Las torres alemanas carecían de la espigada gracia de las agujas inglesas o de la esbelta majestuosidad de los campaniles italianos, pero poseían una hermosura y una vivida fuerza muy particulares.

Las torres gemelas de la Johaniskirche nunca habían llegado a un acuerdo en cuanto a cuál de sus pintorescas y obstinadamente desiguales agujas debió realmente poder llegar a las alturas. Se elevaban por encima de la sólida, severa y antigua Rathaus, en una perpetua lucha silenciosa, piedra contra piedra. Elaine sabía cómo eran las pequeñas casas apaisadas de altos techos debajo de las torres: todas ellas talladas y pintadas, con sus toldos de madera en forma de almohada sobre las puertas, sus tejados empinados y pandeados, como si el tiempo jugara debajo de ellos como el viento, estirándolos por acá y enrollándolos para afuera por allá, por encima de sus vigas de madera.

Las ventanas sobresalían debajo de los aleros, como ojos hundidos bajo ceños fruncidos.

Las estrechas calles estaban aún empedradas y llenas de jóvenes con la cara cortada, valientes que habían participado recientemente en duelos, volando sobre sus bicicletas; sus increíbles gorras con aspecto de platillos parecían estar pegadas a su cabeza redonda o crecer de ellas. Había habido cambios, por supuesto, desde que Elaine estuvo antes allí. Estas personas gentiles, estiradas, sencillas y llenas de buen humor, limpias y honradas como sus primos anglosajones, se habían convertido en monstruos de iniquidad a los ojos del resto del mundo, y, a sus ojos, el resto del mundo se componía de una manada de opresores vengativos y desenfrenados. Había en ellas cierta torpeza, tanto antes como ahora, la torpeza característica de las mentes rígidas, de las voluntades inflexibles y excesivamente disciplinadas. En una ocasión, Dick había dicho a Elaine: «Es la fatalidad de lo bueno mezclado con lo estúpido. Todos la compartimos. Somos buenos para nosotros mismos y estúpidos para los demás; y de la estupidez surge la violencia, la sospecha, el odio, la crueldad y el pánico. A los malvados se los detiene, pero una persona torpe hace cosas tan inesperadas... que no puedes detenerla; y cuando, además, sus intenciones son buenas, naturalmente no se detiene a sí misma.»

Esta mañana Elaine no sentía la guerra como la había sentido siempre —aún ahora, después de tantos años—, como una renovada carga de compasión y de terror. Parecía demasiado alejada de la hermosa capa de la primavera. Pensaba amorosamente en la pequeña ciudad. Una felicidad casi ardiente le llenaba el corazón. No podía mover la mano sobre el ondeante mantel blanco sin sentir alegría.

Llevaba mucho tiempo a solas sin sentirse solitaria en absoluto; pues la Terrasse se hallaba rebosante del canto de los pájaros y la ocasional visita de abejas y de mariposas era un asunto personal. Llevaban en las alas parte de su felicidad.

De pronto oyó voces y vio, avanzando por la Terrasse, tres formas muy alargadas y corpulentas. Un hombre con un inmenso cuello rojo, seguido humildemente por dos mujeres gordas tocadas con diminutos sombreros, rostros sonrientes y extraña ropa que parecía haber pasado por siglos de modas sin tomar de éstas una sola idea coherente. Por lo general, Elaine no apreciaba mucho a las personas gordas y ruidosas, pero tuvo una extraña sensación cuando su mirada se posó en el grupo. Sintió un abrumador deseo de protegerlo, como si temiesen en secreto algo que, ella lo sabía, no debían temer y se sintió enternecida hasta casi el llanto, por su patetismo secreto. Representaba toda la diferencia entre ver una nota impresa en una página y oírla repentinamente en algún instrumento bellamente afinado. Le eran terriblemente reales. Se dirigieron hacia Elaine, ruidosos, rebosantes de alegría, con una curiosa solidez física, forzando su vasta circunferencia en la delicada luz. Elaine agradeció que hubiese mesas vacías a cada lado suyo, pues, pese a la simpatía, ansiaba salirse de su camino. Era una extraña sensación de culpabilidad, como si ella supiera algo que ellos habían olvidado, o como si hubiese olvidado algo que ellos sabían.

Siguieron avanzando, acercándose aún más; el alegre ruido que produjeron sus movimientos la envolvió. Llegaron a la mesa a la cual estaba sentada, como si ella no se encontrara ahí. Elaine hizo un vacilante gesto con las manos, señalándoles las mesas vacías. No tenían aspecto enfadado o brutal en absoluto; sin embargo pasaron por alto su gesto defensivo. Fueron directamente a su mesa y la más gorda de las damas se sentó en la silla de Elaine. Fue entonces cuando Elaine se dio cuenta de que estaba muerta. Ni siquiera tuvo que dejar el lugar a la dama. Sencillamente, no estaba allí. Allí había habido un pensamiento, y el pensamiento había desaparecido.

Elaine sentía que estaba zambulléndose en un oscuro mar. La inundó una ola de conciencia desconocida. La sobrecogió enterarse de que lo que había supuesto eran su mano y su vestido, la línea tan hermosa del vestido color glicina que acababa de comprar en París, existían sólo cuando ella misma les sugería su existencia. ¿Qué más le llegaría..., qué más la dejaría..., sin la protección de las paredes del sentido contra los extraños secretos del universo?

¿Cuándo había muerto? No recordaba nada del acontecimiento. Desde la muerte de Dick había sufrido ataques recurrentes en que le era imposible respirar, ataques para los cuales los médicos encontraron varias razones, pero ningún remedio. Eran muy angustiosos, pero el último fue el menos grave. Había pensado que sería muy malo y, de pronto, se detuvo.

Pero, si estaba muerta, ¿por qué se hallaba en Gotinga? Era el último lugar en el que se permitía a sí misma pensar. Había disciplinado su clamorosa mente tan severamente que el nombre mismo de Gotinga desapareció de su conciencia. Esos horribles recuerdos, que lucharon día y noche, como bestias salvajes, por su corazón prostrado, habían sido rechazados o perdidos. Nunca veía Gotinga, ni siquiera en sueños. Pero ahora, cuando el recuerdo se confundía con la realidad, cuando se había quedado sola y sin protección frente a la ciudad, no sentía ningún dolor. Nada, ni siquiera la solitaria frialdad de lo desconocido, sacudía su profunda seguridad central.

Contempló la escena del desastre de su vida sin angustia. ¡Fue una cosilla tan estúpida la que se metió de golpe en la cálida y tranquila mar de su felicidad como la aleta veloz e invisible de un tiburón! Estaban totalmente absortos el uno en el otro; y, con los años, esta condición de su amor se había profundizado y se había vuelto segura; sabían que ninguna diferencia de opinión podía sacudir la continuidad de su amor. Detrás de cualquier posible diferencia seguían siendo sólo Elaine y Dick. Elaine constituía el mundo entero de Dick, y Dick, el mundo entero de Elaine. No podía ocurrirles nada malo, salvo un accidente.

Cuando lo lograba —después del período en que no pensaba en nada más—, Elaine nunca se permitía recordar la causa de su discusión. Pero ahora se permitió recordarla, con una sonrisa de ternura por tal tontería. Habían reñido por la cuestión de cuál de las madres visitarían primero al regresar a Inglaterra. Ambos estaban encariñados con su propia madre y con la madre del otro.

No habían sufrido nunca un momento de dificultad acerca de esta afortunada relación. A los ojos de la madre de Dick, Elaine era tan perfecta para Dick como podía serlo una mujer que no fuera su madre. A los de la madre de Elaine, Dick era el mejor de todos los posibles esposos para su Elaine, esa mujer única.

Sin embargo, aunque estas relaciones eran ideales y necesitaban muy poca atención, el afecto de esas deseables suegras la una por la otra era definitivamente menos ideal. La madre de Elaine consideraba a menudo que era algo realmente extraordinario que un yerno tan encantador como Dick pudiese tener una madre tan codiciosa y exigente; la madre de Dick pensaba que era poco menos que un milagro que una nuera tan satisfactoria como Elaine pudiese haber sido procreada por una mujer como la madre de Elaine. A ambas las encantaba que sus hijos las visitaran y a ninguna de las dos le gustaba que sus hijos visitaran a la otra madre.

La madre de Elaine era una mujer delicada y, por ello, se le debía una consideración especial. La madre de Dick vivía más cerca de los puertos del Canal y, de las dos, era ligeramente la más irracional. Lo que Elaine temía, pero desafortunadamente no lo dijo, era que si visitaban primero a la madre de Dick, darían lugar a que la imagen que su propia madre se había forjado de Dick se empañara. Elaine luchaba secretamente por la reputación de Dick. Dick sentía lo mismo en relación con Elaine y su propia madre y luchaba por el limpio historial de Elaine.

Ninguno de los dos sospechó que en el otro el exquisito cuidado por la imagen del ser amado constituía la raíz de una absurda exigencia. Cada uno de ellos atribuyó al otro un increíble y torpe egoísmo, agravado por una irracional obstinación. Así que habían permanecido sentados, riñendo, bajo la cálida luz del sol —¡cuántos años hacía de ello!—, ¡apasionadamente queridos, salvajemente dolidos e hiriendo de modo igualmente salvaje! No había en absoluto ninguna razón para ello. A ninguno de ellos le importaba en lo más mínimo a cuál de las madres visitarían primero. Ninguno de los dos se detuvo a preguntarse si esa cosa tan odiada contra la que luchaban tras una máscara no era, después de todo, más que la cara del ser amado por el que darían la vida. Se dijeron cosas terribles. Finalmente, Dick, más sensible al poder de las palabras y que, en el fondo, sabía que su madre era la más irracional de las dos, se levantó y dijo:

—¡Ya no soporto esto! Me voy a pasear a solas. ¡Podemos acabar de hacer planes cuando regrese!

Elaine contestó fríamente:

—¡Hazlo si quieres! —en vez de: ¡Cariño, hagamos lo que quieras!, que había estado tan cerca de la otra declaración que casi no supo cuál había dicho, hasta más tarde.

Estaban sentados en la Theaterplatz, al abrigo de una haya cobriza; un astuto camarero había colocado macetas de geranios escarlatas contra el rojo mate broncíneo del árbol. Los rayos del sol jugueteaban a través del oscuro lustre metálico de las hojas y brillaban sobre los anchos y llameantes pétalos de los geranios. El recuerdo prosiguió, resuelto y sin ese frío terror que Elaine había sentido siempre al acercarse a cualquiera de las avenidas del pensamiento por las cuales pudiera vislumbrar el Architemor.

Dick bajó al camino sin mirar, tal vez sin que le importara, y un enorme coche llegó como un bólido de la blanca lejanía, lo alcanzó y lo mató ante la mirada de Elaine. No había habido tiempo de decir una sola palabra, de sonreír; ningún tiempo para nada, salvo la interminable y quisquillosa ayuda de las autoridades de Gotinga. Todas se habían mostrado muy amables. Elaine pudo, apoyándose en las alas del desastre, recordar lo que a Dick le hubiese gustado: causarles tan pocos problemas como fuera posible y reconocer su amabilidad.

El naufragio vino después. ¡Y ahora ya ni siquiera le molestaba pensar en eso! ¡Qué extraño! ¡El viaje debió de ser larguísimo; ella estaba muerta; y ésta era Gotinga! ¿Por qué se encontraba aquí? ¿Sería porque era una criminal y lo había matado y, por tanto, tendría que volver siempre a la escena de su crimen? Pero ¿no eran los asesinados, más que los asesinos, los que lo hacían? ¡Ah! ¡Si pudiese ser así! ¡Si pudiese verlo cara a cara sólo durante una fracción de lo que, según imaginaba, sería la Eternidad! Este había sido su perpetuo anhelo cuando era un ser humano: sólo saber que él existía; ¡sólo saber dónde se encontraba! Pero no acariciaba ninguna ilusión. Dick no había regresado a ella. No lo había encontrado ni entre los vivos ni entre los muertos..., si había otros muertos. Ahora se sentía solitaria —consciente del hecho de que había perdido no sólo a Dick, sino a todos los demás—. Incluso los seres humanos que veía no eran tan humanos a sus ojos como cuando ella era humana a los ojos de ellos.

Ahora sabía por qué había simpatizado tanto con los alemanes que llegaron a su mesa y por qué sentía tanta compasión por ellos. Lo que había querido decirles era que la Muerte no es tan horrible. Lo que había querido manifestarles era que era mucho más parecida a ellos de lo que jamás hubiese supuesto, era casi parte de ellos; sólo que, cuando uno estaba vivo, no entendía que todas las cosas vivas son iguales y que herirse el uno al otro es igual que herirse a sí mismo.

Dick le había dicho siempre que los pensamientos eran cosas y ahora Elaine se daba cuenta de cuán cierta era su extraña teoría. Sus pensamientos —que sentía que aún no habían empezado a crecer o cambiar para adaptarse a su nueva situación— se revestían todavía con apariencias familiares. Tenía su forma humana cuando pensaba en ella, y no cuando no pensaba ella. Olía, veía, oía y sentía, no con los órganos de esos sentidos, sino con un sentido intangible que le proporcionaba todo, una unidad que el espacio ya no dominaba y con la cual el tiempo ya no tenía nada que ver.

Se dijo a sí misma:

«Iré hasta la Theaterplatz.»

Pero se dio cuenta de que no caminó hacia allí. Se encontraba allí, justo igual que, si decidía pensar en ello, se hallaba en la Rohns Terrasse, y simultáneamente. No era algo que la confundiera porque aquello en lo que no pensabas dejaba automáticamente de existir; una veía sólo lo que escogía ver.

Otrora, una se hallaba en un sitio a la vez; ahora uno se encontraba siempre... en todas partes; y era algo menos extraño que el que antes una pudiera ir sólo de una habitación a otra. Vio el haya cobriza y, cerca de los brillantes geranios, con su antiguo aroma de flores calentadas por el sol, estaban las pequeñas filas de mesas blancas. Pensó en sí misma como era ocho años antes y ya no llevaba el vestido de color glicina, sino un hermoso traje gris verdoso pálido que Dick había seleccionado para ella, con un sombrero de crespón color de llama. Pensó metódicamente en los mismos zapatos y medias, en el anillo de esmeraldas en su mano sin guantes. Se preguntó si llevaba la misma sonrisa, la última que no tuvo que esbozar adrede. Pensó encontrar la mesa donde habían tomado café helado y donde habían reñido. Tal vez Dios la había enviado allí con el fin de apaciguar para siempre el fantasma de la riña, y tal vez para apaciguar los fantasmas tenía una que pasar por todas las cosas que hacían que el fantasma saliera de su tumba.

Encontró la mesa. Era la hora de la comida y no había ninguna mesa vacía. Alguien se encontraba sentado a la suya. Pero al cabo de un momento recordó que eso no importaba realmente. Ella los veía a ellos, pero resultaba obvio, de acuerdo con el incidente en la Rohns Terrasse, que ellos no la veían a ella. Si les hablaba, era como el murmullo de abejas de verano, y si los tocaba, creían que se trataba únicamente del viento que acariciaba sus mejillas.

Podía sentarse sin molestar a su compañero de mesa y, borrándolo de su campo de visión, podría revivir sus recuerdos hasta llevarlos todos hacia una extraña paz. Pero cuando llegó a la mesa él la había visto. Se levantó y sus miradas se encontraron. Supuso que eran sus miradas. Pues vio a Dick: lo vio de nuevo como si sólo hiciera un momento —sólo un momento— que la Muerte los había separado repentinamente debido a esa pequeña tontería que ya había desaparecido para siempre jamás.

Dijo lo que había ocultado en el corazón y que había querido salir de sus labios casi siempre desde entonces:

—¡Ah, Dick! ¿Dónde estuviste todo este tiempo?

Dick contestó:

—Cariño, nunca me marché de aquí. Sencillamente, me limité a esperar.

Escritoras del siglo XX. Relatos de fantasmas
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