Cynthia Asquith
El seguidor

LA señora Meade llevaba tres semanas en la clínica para ancianos, con una afección del corazón, y su médico, al que había confiado el terror que la obsesionaba, la había convencido, finalmente, de que consultara al famoso psicoanalista doctor Stone. Esperaba con impaciencia su visita. No le sería fácil contarle sus fantásticas experiencias o «alucinaciones», como insistía en llamarlas el propio médico.

Un cuarto de hora antes de la anunciada visita del doctor Stone, llamaron a su puerta.

—Llego algo temprano, señora Meade —dijo una voz suave desde detrás del biombo—, y le pido que me perdone si voy vestido como para un baile de disfraces. Cometí una imprudencia con una lámpara de alcohol y tengo que llevar esta máscara durante un tiempo.

Al acercarse su visitante a la cabecera de su cama, la señora Meade vio que éste tenía el rostro completamente oculto por una máscara negra, con dos agujeros redondos y uno horizontal para los ojos y la boca.

—Y ahora, señora Meade —prosiguió, sentándose en una silla cercana de la cama—, quiero que me lo cuente todo acerca de esa misteriosa perturbación que, según creen, afecta a su salud física. Por favor, sea franca conmigo. ¿Cuándo comenzó esa... digamos obsesión... y en qué consiste exactamente?

—Pues verá —comenzó la señora Meade—: trataré de explicárselo todo. Empezó hace unos años, cuando fui a vivir a Regent's Park. Una tarde me impresionó muy desagradablemente el aspecto de un hombre que haraganeaba delante de la estación de metro de la calle Baker. No puedo decirle cuán fuerte y horrible fue la impresión. Sólo puedo contarle que en su rostro había algo odioso sus ojos audaces y malévolos, ojos sin pestañas que me examinaron como luces sin pantalla. Parecía mofarse de mí con una mirada que decía: «Bueno, de modo que ahí estás»..., y lo extraño era que si bien nunca, que yo supiera, lo había visto antes, y que su aspecto, como le dije, me chocó, no era una sorpresa. En la violenta aversión que sentí por él había un leve elemento de... diríamos subconsciente identificación..., como si me recordara algo que hubiese soñado o imaginado alguna vez en el pasado. No sé... Noté vagamente que llevaba un sombrero de fieltro flexible negro y, en vez de corbata, una especie de bufanda verdosa en torno al cuello. Por lo demás, su traje era corriente. Como mister Hyde31, daba una impresión de deformidad sin que pudiera señalarse ninguna deformidad concreta. Su cara era horrible, lívida como un hongo venenoso. No sé. No puedo describirlo. Sólo puedo repetir que la aversión que me inspiró fue extraordinariamente violenta. Sentía su mirada al pasar por delante de él y correr hacia la escalera, y experimenté un gran alivio al entrar en el ascensor y perderme en el metro. Aunque aquel día tenía muchas cosas que hacer, no pude apartarlo por completo de mi mente, y cuando, al anochecer, regresé en metro, fue una horrible sorpresa encontrármelo mirando hacia abajo, desde la barandilla, como si estuviera esperándome... Esta vez no había duda: me miró con fijeza y creí ver que movía ligeramente la cabeza de un lado a otro. Pasé a toda prisa por delante de él y al poco tuve la horrible sensación de que me seguían y miré por encima del hombro. Y, en efecto, ahí estaba, a unos pocos pasos detrás de mí. Y al volverme levantó ligeramente el sombrero. Casi corrí hasta mi casa y no puede imaginarse qué alivio fue oír la puerta cerrarse detrás de mí. Bueno, pues volví a verlo al día siguiente y al otro, y al otro, y prácticamente todos los días. La aversión que me producía el verle se convirtió en un escalofrío y cada vez su cínica mirada parecía hacerse más audaz. Hice preguntas en las tiendas alrededor de la estación del metro, pero parecía que nadie se había fijado en él. El temor a encontrarlo se convirtió en una obsesión absoluta. Pronto dejé de tomar el metro y di largos rodeos para evitar la parte superior de la calle Baker.

—¿Le impresionaba tanto como esto? —preguntó el doctor.

—Ya lo creo.

—Continúe, no quiero interrumpirla.

—Durante un tiempo —prosiguió la señora Meade— no lo vi, y luego ocurrió un espantoso accidente. Al regresar un día de un paseo por el parque, vi a un grupo de gente en la entrada del metro. Habían atropellado a una niña. El hombre de la ambulancia llevaba en brazos el cuerpecito y un policía y algunas mujeres se ocupaban de la enloquecida madre. Entre aquellas caras impresionadas y compadecidas, vi súbitamente un rostro malévolo, burlón, con sus rasgos familiares horriblemente distorsionados por una sonrisa complacida. Con evidente regocijo, miró hacia la niña muerta y luego se volvió y clavó sus maliciosos ojos en mí.

»Puede estar seguro de que, después de este horrible encuentro, evité siempre la parte alta de la calle Baker. Pero un día, cuando iba a atravesar el parque, cayó una lluvia torrencial y corrí hacia la parada de taxis en la parte alta de la calle, y entré en el primero de la fila. Un chiquillo me abrió la puerta y, para que no se me mojara el sombrero, le di mi dirección, para que se la diera al chófer32. Con gran sorpresa mía, el auto emprendió una veloz carrera. Alcé la vista y vi una espalda encogida y una bufanda verdosa. Íbamos a una velocidad demencial y di golpes en la ventanilla. El chófer se volvió e imagine mi horror de pesadilla cuando reconocí la temida cara sonriéndome a través del vidrio. ¡Sabe Dios por qué no nos estrellamos! En vez de mirar la calle, la criatura al volante se volvía constantemente hacia mí para sonreírme y mofarse. Íbamos cada vez más deprisa, zigzagueando por entre el tráfico. Me sentía tan espantada que, a pesar de la velocidad, hubiese saltado del coche, pero, por mucho que me esforcé, no pude abrir la portezuela. Creo que grité, grité y ¡grité! La velocidad me arrojaba de un lado a otro del taxi. Hasta que finalmente hubo un choque...

»Sólo recuerdo el estampido de los vidrios al romperse y un fuerte dolor en la cabeza, y nada más.

»Al volver en mí, me encontré en el hospital, donde había estado durante horas inconsciente, a causa de la conmoción. Hice preguntas, pero sólo pude averiguar que me habían recogido entre los restos de un taxi que había chocado contra una barandilla metálica y que era un milagro que no me hubiese matado. En cuanto al taxista, había desaparecido inexplicablemente antes de la llegada de la policía y nadie parecía haberlo visto. El taxi no llevaba ningún número y no pudieron identificarlo. La policía estaba completamente desconcertada.

»Después de esto, insistí en cambiar de barrio y convencí a mi esposo de que nos mudáramos a Chelsea.

«Transcurrió casi un año y comenzaba a esperar que ya no volvería a verlo, pero enfermé y, después de varias consultas, se decidió que debían hacerme una operación bastante grave. Todo estaba arreglado y la noche antes de la fecha fijada me fui a la clínica con la sensación de abatimiento propia de las circunstancias. Llamé a la puerta y la abrió un hombre más bien bajo. Casi grité. A pesar de la incongruente librea, era él. Ahí estaba, lívido como siempre, y con esa horrible sonrisa malévola, íntima.

»Presa de pánico, me alejé de la puerta y subí otra vez al taxi, que estaba esperando con mi equipaje. Apenas llegué a mi casa, cancelé la operación. A pesar de la opinión de los médicos de la calle Harley, me repuse. La operación resultó innecesaria.

La señora Meade hizo una pausa. El que escuchaba su relato habló:

—Entonces, ese ser..., o lo que fuere..., puede decirse que en este caso le hizo a usted un favor, ¿no? —preguntó.

—Sí —contestó la señora Meade—, tal vez sí. Pero no por esto disminuyó mi miedo. ¡Qué espantosos sueños tuve..., que me habían dado anestesia y creían que estaba inconsciente, pero no lo estaba y veía al cirujano inclinarse sobre mí y su cara era LA CARA!

—¿Volvió usted a verlo, señora Meade?

—Lo siento —repuso apresuradamente la paciente—. Pero no puedo hablarle de la siguiente vez que lo vi. Todavía me resulta insoportable pensar en ello. Hay cosas de las que no se puede hablar. Fue entonces cuando comprendí por qué me había señalado a la niña muerta y por qué me miró fijamente con sus ojos malvados. De eso hace ya mucho tiempo, pero el miedo no me ha dejado ¿Sabe usted? Todavía me queda un hijo..., y siempre estoy buscando lo que temo. Nunca puedo dejar mi casa sin temer volverlo a ver. ¿Qué pasaría si un día me lo encontrara en mi casa?

—No creo que eso le ocurra nunca, señora Meade.

—Supongo que usted cree que todo eso es una ilusión doctor Stone. En todo caso, sospecho que no he logrado darle la impresión del aspecto que tiene ése..., esa criatura —suspiró la señora Meade.

El visitante se levantó y se inclinó sobre la enferma.

—Es que su cara es... ¿como ésta? —preguntó y, al decir esto, se quitó la máscara.

Nadie que lo oyera olvidó jamás el grito de la señora Meade.

Dos enfermeras acudieron corriendo a su habitación, seguidas por el doctor Stone, que, puntual como era, acababa de llegar a su cita.

La mujer yacía en la cama, muerta.

No había nadie más en el cuarto.

Escritoras del siglo XX. Relatos de fantasmas
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