Eleanor Scott
¿No regresarás?
LAS amistades de Annis Breck (que eran pocas y todas mujeres) hablaban generalmente con respeto de su Sólido Buen Sentido, de su Habilidad Práctica y de sus Capacidades. Sus enemigos (que eran más pero tampoco muchos) decían que era dura, que le atraía el aspecto comercial de las cosas y que carecía de imaginación. Todos los demás señalaban que uno no podía nunca conocer realmente a la señorita Breck: era tan..., y ahí se interrumpían. La idea que tuvo de abrir una residencia para jóvenes trabajadoras en Burley era, y todos estaban de acuerdo con ello, típico de ella, si bien lo decían por distintas razones. Había hecho tanto, de una u otra forma, para las jóvenes. Las mujeres y sus derechos (o, más a menudo, los agravios que padecían) constituyeron siempre su punto fuerte; y, por supuesto, añadían los enemigos, siempre tenía el ojo abierto para aprovechar las buenas oportunidades. Si Annis Breck se encargaba de algo, podía uno estar seguro de que había dinero de por medio. Haría de la residencia algo sumamente lucrativo, ya lo verían. Pero cuando se enteraron de que había comprado la casa Queen's Garth, se preguntaron si lo lograría. Entonces opinaron que «estas mujeres de negocios...» y, nuevamente, ahí se interrumpieron.
Porque, señalaban, Queen's Garth llevaba muchos años vacía. No había tenido suerte con sus propietarios. El último miembro de la familia original, la vieja señorita Campbell, fue la única superviviente de un clan que había vivido en la casa desde que la construyeron en el siglo XVII. Por lo visto, la familia se había especializado en mujeres de voluntad férrea que, muy ocasionalmente, se dignaron casarse, pero que mandaron a baqueta, ya que poseían una enraizada suspicacia en cuanto a los hombres se refería y estaban resueltas a mantenerlos firmemente bajo el yugo. De hecho, era asombroso que se hubiesen casado; sin duda fue por razones enteramente prácticas, nunca románticas. La familia había desaparecido, cierto, pero (agregaban maliciosamente los enemigos) diríase que persistía la tradición de las mujeres firmes y del mando a baqueta. Compadecían a las jóvenes de la residencia, añadían.
Y luego, las amigas: Annis era maravillosa, lo sabían, pero ¿se lo habría pensado bien realmente? ¿Se daba cuenta de lo que significaba? La casa había estado vacía tanto tiempo. Los muebles, lo sabían, fueron hermosos —Sheraton y Chippendale19 y toda suerte de objetos valiosos—, pero seguramente ya estarían cayéndose a pedazos. La casa era encantadora, por supuesto, y baratísima, y las habitaciones, agradablemente grandes, pero, ¡querida!, ¡piensa en el trabajo, con todas esas escaleras y todos esos pasillos retorcidos, y realmente sin ninguna comodidad! Además, circulaba una historia —¡oh! nadie creía en ella, claro, ya sabes cómo son las sirvientas: convertirían cualquier eco o cortina ondulante en un fantasma—. Y el agua: representaba siempre un gran problema en esos viejos caserones tan pintorescos... Sin embargo, Annis sabía lo que hacía. ¡Era tan práctica, la querida Annis!
La propia Annis no albergaba la más mínima duda en cuanto a su empresa. Nunca las albergaba; por ello, posiblemente, prosperaban tantos de sus proyectos. Adquirió Queen's Garth en seguida de verla, con todo y sus escaleras, su fantasma y el problema del agua. No echaba de lado esas desventajas; sencillamente, las aceptaba, porque supo, en el momento mismo en que vio la vieja casa roja, que era como si la hubiesen construido para ella. Lo sintió casi subconscientemente. Cerró el trato en el acto.
Tenía intención de inaugurar la residencia el día de Año Nuevo. Habría que llevar a cabo algunas reformas, por supuesto, y, también por supuesto, no terminarían a tiempo a menos que ella se encargara personalmente de que lo estuvieran. No se podía confiar en que los hombres cumplieran su palabra. Así que, a principios de diciembre, se mudó a Queen's Garth para vigilar a los obreros, hacer cortinas, etc., y para ponerlo todo a punto. La clave del éxito se hallaba, afirmó, en la organización. Se podía hacer cualquier cosa con una buena organización.
Esto se lo dijo a Lucy Ferrars, una antigua amiga de los días de las sufragistas, que había ido para pedir a Annis que hablara en una reunión. Lucy estaba siempre «organizando» reuniones y pidiéndole a Annis que hablara en ellas, y Annis, tarde o temprano, se irritaba siempre por la absoluta incapacidad de Lucy para organizar las cosas. Sus reuniones nunca tenían éxito. Así que le repitió su fórmula sobre la necesidad de organizarse à propos de la residencia, pero con la esperanza de que Lucy lo tomara a pecho. Por lo visto, Lucy no lo hacía; Annis pensaba que no quería hacerlo.
—Eres tan maravillosa —fue lo único que contestó, con esa voz parecida a un balido que tanto irritaba a Annis—. Maravillosa. Y qué muebles tan perfectos, Annis. Son tan pintorescos.
La señorita Breck se estremeció.
—Supongo que los tienes todos aquí —prosiguió Lucy.
Annis perdió la esperanza de impresionarla con la necesidad de organizarse y permitió que la charla se desviara hacia el mobiliario.
—¡Oh, no! —respondió, aburrida pero tolerante—. La casa está casi toda amueblada y con cosas del siglo dieciocho.
—¡Ay, querida! ¡Debió costarte una fortuna! —exclamó entrecortadamente Lucy.
—En absoluto. Nadie los quería. Verás: los muebles van con la casa. Es por una cláusula del testamento de la vieja... Parece que es una tradición de familia. Hace que sea algo muy... personal —añadió, casi para sí misma, al pasar los dedos por el respaldo de una elegante silla estilo Chippendale—. Tengo la gran suerte —continuó, en tono seco y una sonrisa— de que la gente sea tan estúpidamente supersticiosa. De otro modo nunca hubiese conseguido la casa...
Se interrumpió, volviendo repentinamente la cara.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lucy con un jadeo, boquiabierta y con los ojos saltones desorbitados.
—Nada —respondió Annis, relajándose—. Creí ver a alguien... Sin duda fue un reflejo en mis gafas. Durante un momento creí que uno de los obreros había regresado... Te quedarás a tomar el té, ¿verdad, Lucy? Claro que le faltan muchas cosas a esta casa de solera, pero me he instalado cómodamente.
—¿Te quedas aquí sola? —preguntó Lucy, que seguía con los ojos como platos.
—¡Oh, sí! No tiene sentido tener sirvientas para una persona..., ¡particularmente en vista de que he oído decir que será difícil lograr que se queden! Pero sé cocinar, ¿sabes? Te quedarás, ¿no?
—¡Oh, no, muchas gracias! —contestó rápidamente Lucy—. Yo..., se me hace tarde..., oscurece tan temprano ahora. Tengo tantas cosas que hacer... Esta reunión, ya sabes... Creo que debo irme, querida. Muchísimas gracias...
Siguió parloteando hasta llegar a la puerta y fastidió muchísimo a Annis al detenerse en el umbral, medio afuera y medio adentro, con el fin de presionarla para que fuera a dormir a su casa hasta que estuviese lista la residencia y tuviera «chicas, sirvientas y gente» que la acompañaran. No dio ninguna razón por la sugerencia... Lucy, meditó Annis divertida, no conocía el significado de la palabra «razón»..., pero era muy persistente e incoherente. Annis se deshizo de ella con gran dificultad.
Ya oscurecía cuando se metió nuevamente en la casa. Había establecido la costumbre de ir a cada una de las habitaciones todas las noches, para asegurarse de que ninguna ventana se quedaba abierta y de que ningún cigarrillo permanecía encendido («¡Ya sabéis cómo son los obreros!»)... Y ahora, gracias a las divagaciones de Lucy, tendría que hacerlo a la inadecuada luz de una linterna, pues las velas en la mano no eran muy seguras. Le pareció, al tropezar con escalones olvidados e innecesarios y al tantear el camino a lo largo de los retorcidos pasillos, que la casa era más incómoda de lo que pensara al principio. ¡Qué extraño que, con tantos zigzagues, en cierto modo le pareciera familiar! Pronto se acostumbraría a sus desigualdades. Y a las chicas no las molestarían. A las chicas, pensó amargamente, nada las molesta mucho. Las chicas se habían convertido en lo que hacían de ellas los hombres: atolondradas, volubles, despiadadas. Habían aprendido que la fidelidad, la lealtad y los sentimientos profundos no compensaban... gracias a los hombres.
—¡Hombres! —se quejó en voz alta, al cerrar de golpe una puerta—. ¡Hombres! ¡Todos son iguales! Sólo utilizan a las mujeres y las desechan..., se olvidan de que existen. No era de extrañarse que las chicas...
Se detuvo repentinamente. Un tenue sonido, como el débil eco de un sollozo, llamó su atención.
Permaneció inmóvil, escuchando atentamente. No. No se oía ni un sonido. O... sí, ahí estaba de nuevo..., un llanto ahogado, lastimero, desesperado.
Durante un momento se quedó quieta, forzando todos los sentidos. De pronto la inundó una sensación de alivio.
«Es un niño —pensó—. El hijo de uno de los obreros, que le trajo la merienda y que se quedó atrás... Estará por aquí.»
Caminó con determinación pasillo abajo, emitiendo sonidos de aliento, abriendo cada puerta, examinando cada habitación, dirigiendo el haz de su linterna a cada rincón. La casa se hallaba vacía y tranquila.
«¡Qué extraño! —pensó Annis, molesta—. Debió de ser un truco del viento.»
Terminó su recorrido y regresó a su acogedora salita, con mobiliario de la época del rey Jorge y siluetas victorianas, para estudiar catálogos e informes. Pasó una velada pacífica y ocupada y, a consecuencia de ello, durmió extraordinariamente bien.
La mañana estaba soleada y templada. Annis aprovechó la oportunidad para recorrer el jardín, que aún no había investigado, con la idea de hacer lo que más convendría a «sus chicas». Tendría que mandar cortar el césped y recubrirlo, convirtiéndolo en canchas de tenis y de badminton; el patio de grava delante de las cuadras sería excelente para el netball20; tal vez pondría una cancha de fives21 en la misma cuadra. Dejaría espacios de césped para que las chicas descansaran. Conservaría los viejos arriates que bordeaban el jardín, con sus fragrantes aromas de romero, lavanda y abrótano22. Romero significa recuerdo. Y abrótano... había una canción al respecto...
¿Qué son el abrótano y el amor de un jovenzuelo?
El abrótano es verde y gris;
el amor de un jovenzuelo es alegre y triste...
Ayer lo tenías... y hoy ya se fue.
¡La di da!
¡Ayer lo tenías... y hoy ya se fue!
Había algo tan melancólico como dulce en el abrótano. Tal vez debería quitarlo también...
Pero la vieja rosaleda, con sus arriates formales y sus bancos de piedra y su reloj de sol..., ésa la conservaría, seguro. Le gustaba el reloj de sol. Tendría un lema, estaba segura de ello... «El tiempo vuela, la esperanza muere»... ¿Porqué le llegaron las palabras a la mente? Que ella recordara, nunca antes las había visto.
Se acercó al reloj. Sí, tenía razón. Las palabras estaban casi borradas, desgastadas y llenas de musgo, pero ahí estaban. Se inclinó sobre la losa, trazándolas perezosamente con un dedo.
«El tiempo vuela, la esperanza...»
De pronto, Annis se puso rígida. Permaneció inmóvil con las manos descansando ligeramente sobre la vieja losa de piedra, la mirada clavada en el lema; ella también podría haber sido de piedra. Pues sintió, con una certeza tal que jamás había sentido en la vida, que alguien se encontraba a sus espaldas leyendo las palabras por encima de su hombro..., alguien que sonreía con desprecio, que la odiaba... Oía el pulso latir en la garganta..., no podía respirar...
Entonces, tan repentinamente como se manifestaron, esos síntomas desaparecieron. Se hallaba a solas bajo la luz solar del invierno y un petirrojo cantaba en tono dulce y agudo en los desnudos rosales. Aspiró hondo, miró lentamente a su alrededor y se encaminó meditabunda hacia la casa.
Tardó bastante tiempo en deshacerse de la impresión de esos segundos; pero, cuando lo logró, sintió mucha vergüenza y, por tanto, mucha ira.
—¡Idiota! —se dijo malhumorada a sí misma—. Supongo que he estado excediéndome, como los demás tontos... Me acostaré temprano esta noche.
Era sábado y los trabajadores se marcharon a media tarde, así que Annis pudo realizar su recorrido a la triste luz de la tarde invernal. Examinó cuidadosamente todas las habitaciones. No tenía intención de pasar por lo mismo que la noche anterior con el niño imaginario. Esta vez se aseguraría de que todas las habitaciones estuviesen vacías antes de cerrarlas con llave... Los grandes dormitorios con las antiguas camas de cuatro columnas, la pequeña estancia con la espineta, el antiguo salón de colores pálidos que olía aún ligeramente a pebete: los examinó y los cerró todos con llave.
¡Cuántas habitaciones había! Y en cada una, una huella dejada por sus anteriores ocupantes. ¡Vaya! ¡En ésta, una anticuada mesa de trabajo y, dentro de ella, un bordado sin acabar, con la aguja oxidada clavada en la tela! Al alzar el bordado se preguntó cómo la gente pudo haber llevado a cabo esa interminable labor tan parecida a un rompecabezas. ¡Pero algunos eran tan hermosos! Esos trocitos de seda azul con diminutos y alegres ramilletes... ¡encantadores! Tocó amorosamente la seda. Entonces se irguió, sus dedos, rígidos, y escuchó atentamente.
La espineta. Oyó las vacilantes e inconfundibles notas producidas por unos dedos inexpertos, escalas, rotas por notas incorrectas o terminadas abruptamente. Durante las pausas: pequeños sollozos... Annis permaneció inmóvil en medio de la oscuridad que iba aumentando; sus fríos dedos se aferraban al viejo, viejísimo bordado; escuchó las tenues notas tintineantes de la espineta en la estancia de al lado, que ya había cerrado con llave.
El sonido cambió. Diríase que el intérprete había dejado caer las cansadas manos de las teclas; y entonces, muy lenta e incierta, llegó una melodía, tocada con una mano vacilante: la antigua melodía quejumbrosa y obsesionante, ¿No regresarás?
Esa se interrumpió también a la mitad y Annis oyó nuevamente el llanto ahogado y desesperado...
¿O sería la lluvia? La lluvia repiqueteaba suavemente en las ventanas. No había más sonido que el del latido del corazón de Annis...
Annis metió de golpe el viejo bordado en la mesa. Corrió, dando traspiés, hacia la puerta, la cerró con llave, huyó rápidamente a su propio pequeño santuario y se encerró. Se apoyó contra la puerta, respirando profunda y entrecortadamente, con la mano aún en el picaporte.
¿Qué era eso: esa pálida figura frente a ella, con esos enormes ojos de mirada fija que sobresalían en la pálida cara?... Sólo era ella, reflejada en el espejo frente a la puerta. Durante un momento le pareció distinta... Pero sólo era ella, Annis Breck, pálida, con la mirada fija y atemorizada...
Atravesó la habitación; llegó a la chimenea y se sentó. Temblaba violentamente. Permaneció sentada, mirando con sorpresa sus propias manos temblorosas. La lluvia repiqueteaba suavemente en las ventanas, melancólica y persistente. El jardín gris, azotado por la lluvia, suspiraba bajo el embate del viento nocturno.
Annis se levantó y, con paso vacilante, fue a cerrar los postigos. El jardín tenía un aspecto tan triste, tan gris bajo la lluvia. El reloj de sol relucía en la oscuridad. ¿Eso... era...? No, sólo fue un halo de calina que se agitaba alrededor del reloj... Ya se disolvió. Pero, ¡ay, cuán sombrío, cuán melancólico! Cerró apresuradamente los viejos postigos blancos y, a una hora increíblemente temprana, buscó el consuelo y la seguridad del lecho.
Annis se despertó sobresaltada. ¿Qué fue lo que la despertó? Estaba segura de haber oído algo. ¿Sería una voz? ¿Un nombre que le retumbaba en el oído? ¿O sería la espineta?... ¿No regresarás? «El tiempo vuela, la esperanza muere.» Sí, y una chica..., una chica que llevaba un vestido de seda azul, bordado con alegres y diminutos ramilletes..., una chica a la espineta..., una chica junto al reloj de sol, trazando el viejo y triste lema, mientras, sobre la losa de piedra caían lentamente unas lágrimas..., una chica llamada Annis...
La chica tenía su propia cara. Lo entendía ahora. Y su nombre... ¡Ay! ¿Cómo pudo haberlo olvidado?... Su nombre había sido Richard...