Marjory E. Lambe
El regreso
UNA noche salvaje, con viento y lluvia implacables. Viento que tiraba del cabello y de la ropa con dedos impetuosos y glaciales; lluvia que azotaba, empujaba y gemía, como ese gruñido que había sido acallado dos años antes.
¡Cómo había gemido el viejo! Sorprendido en el momento en que devolvía sus ganancias malhabidas a su escondite, él, que había sido siempre tan pobre que no podía permitirse pagar un sueldo de supervivencia a sus sirvientes, ni una educación para su hijo. ¡Atrapado, rodeado de su riqueza, que mostraba sus mentiras!
El hombre, que regresaba a grandes zancadas a la sombría casa anidada entre los árboles, apretó los dientes, en un gesto de amenazadora y feroz resolución. Hacía dos años que esa riqueza permanecía allí, inútil y, sin embargo, a salvo de miradas inquisitivas.
Sólo él, cuya mano lo había abatido, conocía el secreto del escondite y, ahora que la sospecha se había desvanecido y que las autoridades estaban tranquilas —sí, tan tranquilas como esa cosa que yacía en el cementerio—, podía regresar y buscar en paz el tesoro que le pertenecía por derecho.
¿Por derecho, decís? Bueno, claro: existía también el hijo del viejo, pero su imagen era débil, como una sombra, en la mente del asesino del padre. ¡Asesinato! ¡Cómo se aferraba la palabra! Los propios árboles parecían susurrarla a su paso. Una palabra horrible para un acto horrible.
No era agradable, ni siquiera ahora, la idea de entrar en esa casa cerrada alejada del pueblo, de abrirse camino hacia la gran y sombría estancia donde el viejo había gemido antes de que la expresión de horror en sus ojos se convirtiera en asombro y luego... en terror ciego.
Bajó el sombrero sobre los ojos y prosiguió su camino, con las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos y el sonido de sus botas amortiguado por el fango hasta que el viento lo ahogó por completo.
Tras una oscura curva del camino, las luces del pueblo brillaron, borrosas por la lluvia. Se dijo que era imposible que lo reconocieran; no obstante, al acercarse a la alegre entrada del Caballo Blanco, vaciló un momento.
El cansancio físico y la tensión nerviosa le hacían desear intensamente una copa de aguardiente, de ese que quema la garganta y las entrañas, una copa que lo alegraría y lo ayudaría a acallar esa voz que le gritaba en la oscuridad. Además, hacía un momento le pareció ver un anciano rostro pálido mirándolo de hito en hito detrás del tronco de un árbol al borde del camino. Tenía que ahogar esas imaginaciones, y rápidamente.
Después de todo, habían transcurrido dos años. Sólo había dos sirvientes en la casa: él y Benjamin Strong, el jardinero. Cuando él huyó del país, el anciano era casi tan viejo como su amo; había diez probabilidades contra una de que él también hubiese muerto ya. Por tanto, no había nadie a quien temer, salvo al hijo, y a él lo descartó encogiendo los hombros con gesto despectivo.
Una sombra toda la vida, obsequioso ante el menor de los caprichos del viejo; seguramente hacía mucho tiempo que se habría marchado del pueblo. No podría haber mantenido esa enorme casa con sólo cien libras anuales, que fue lo único que le dejó el viejo.
Se felicitó nuevamente por la astucia que lo indujo a mover el cuerpo hacia un lado y ocultar rápidamente el dinero en el escondite. Aun si hubiesen vendido la casa, el dinero se encontraría todavía allí. Nadie sabía nada de ello, aparte él. Él era el único ser vivo que conocía su existencia.
El júbilo le llenó el pecho, abrió la puerta del bar de un empujón y entró.
A través de la calina del humo de tabaco le pareció oír su propia voz pidiendo brandy; tenía un tono que no se parecía al suyo. Sonrió al apurar el alcohol y pidió más.
No supo que la chica lo miraba de modo extraño, no se dio cuenta de que la conversación en la estancia había cesado cuando él entró y que varias miradas se fijaban curiosamente en él. Pero sí supo que la chica tomó su dinero y lo arrojó descuidadamente en un cajón abierto, y supo que el humo del tabaco se había transformado en un viejo y avaricioso rostro, inclinado justo encima de la calina, clavándole una astuta mirada y sonriendo triunfalmente.
—Debió seguirme —murmuró y se pasó la mano por los ojos.
Entonces, el rostro desapareció, tan repentinamente como había llegado, y se percató de que la chica lo miraba con expresión atemorizada.
—¿Quiere cambio? —preguntó la chica y luego, como no parecía comprenderla, repitió, un poco más fuerte—: ¿Cambio?
Trató de dominar su temblorosa voz, trató de hablar claramente.
—No —dijo—. No. Ningún cambio. Está igual que antes. Dígame —añadió, inclinándose ansiosamente hacia delante y posando una mano caliente y seca en el brazo de la chica—: ¿es siempre así? ¿Sigue mirándolo a uno y luego al dinero?
La joven sacudió el brazo para desembarazarse de la mano.
—¡Vamos! —exclamó, asqueada—. Creí que estaba usted enfermo. Sólo está borracho.
Pero su mirada lo examinaba profundamente y trataba de ver la expresión del hombre debajo del ala del sombrero.
El hombre se sintió extrañamente indignado.
—Nunca en la vida he estado borracho —le aseguró—. Nunca. Siempre estoy sobrio. Siempre.
—Bueno, pues esta noche no está usted muy sobrio —contestó la joven casi por encima del hombro al alejarse, y una risotada general le hizo ver al hombre que había atraído una atención considerable hacia su persona y que, pese a su aparente indiferencia, la chica lo miraba con curiosidad. El temor, regresando repentinamente, le susurró que lo habían reconocido y, murmurando una maldición, metió la temblorosa mano en el bolsillo y salió.
Cuando la puerta giró a sus espaldas, un hombre dio un paso adelante para entrar y la luz le cayó directamente en el rostro. Era un viejo, pero todavía enhiesto, y su cara, aunque arrugada, llena de salud y de vigor. El hombre, entre las sombras, se hizo atrás para ocultarse en la oscuridad y, si bien el que entraba no miró en su dirección, tardó unos momentos en controlar sus nervios lo suficiente para proseguir su camino. Pues el hombre que había pasado a su lado era Benjamin Strong.
Nuevamente a solas, el hombre buscó su pañuelo y se enjugó el sudor de la cara. Entonces se tranquilizó tanto como se lo permitieron los nervios a flor de piel e inició el último trecho de su jornada.
La casa ya no se encontraba lejos. Dos bocacalles y un oscuro tramo de sendero lo llevaron a la verja, que relucía, blanca, en la oscuridad.
Sus dedos tardaron un buen rato en abrirla, aunque no estuviese cerrada con candado, pero, finalmente, se abrió de par en par chirriando contra la grava. Al caminar a lo largo de la larga avenida cubierta de hierba, se dijo que el viento había aumentado. ¡Cómo rugía entre las ramas desnudas encima de su cabeza, convirtiéndose en un aullido, cual si fuese esa vieja voz, aullando en el último momento, pidiendo piedad a gritos, y luego desvaneciéndose y convirtiéndose en un murmullo!...
El chasquido de la verja a sus espaldas lo sobresaltó. La había dejado abierta. ¿Se habría cerrado sola o sería que alguien la rozó al trasponerla?
Suspiró aliviado cuando la casa se alzó frente a él. Evidentemente, seguía vacía, pues los postigos estaban todos cerrados y habían puesto tablas en la pequeña ventana lateral, pero estaban mal sujetadas y una navaja de bolsillo, junto con unos dedos veloces, las quitaron con rapidez.
Una voz cascada murmuraba:
—Así es como se entra. —Y le hizo sudar de temor, hasta que se dio cuenta de que era él quien hablaba.
Se estaba mejor dentro de la casa que en la avenida borrascosa, con el viento lleno de extraños ruidos. Le pareció oír una pisada en la grava un momento antes, como la del viejo...
Los fósforos se negaron a encenderse con esos dedos temblorosos, pero conocía tan bien el camino que podía llegar a tientas hasta la escalera, valiéndose de la pared. Cada tabla chirrió cuando subía y, a medio camino, se detuvo repentinamente, temblando, pues una puerta se había cerrado de golpe en algún sitio de la casa. Esperó durante cinco jadeantes segundos, pero no oyó ningún otro ruido, salvo el del viento en los árboles y, maldiciéndose a sí mismo por ser tan asustadizo, siguió su camino tambaleándose.
Pero sus extremidades temblaban y tenía las manos húmedas de sudor.
Finalmente llegó a la habitación y, antes de recordar que llevaba una linterna, acabó todos los fósforos.
Los muebles permanecían en el mismo estado que aquella noche. Las sillas empujadas hacia atrás, el mantel, medio tirado de la mesa y el mismísimo florero que había golpeado en el curso de la lucha se encontraba en el suelo, hecho añicos, con las flores muertas, secas, desparramadas en todas direcciones.
—Muerto —susurró y se atemorizó extraña y horriblemente.
El resorte junto a la chimenea estaba agarrotado, debido a la falta de uso, pero por último funcionó y los temores del hombre desaparecieron momentáneamente al inclinarse sobre el cajón secreto. Unos dedos ardientes tantearon en el sombrío escondrijo y, al fin, con un jadeo de trémula alegría, el hombre extrajo rollo tras rollo de billetes, bolsa tras bolsa de monedas.
—¡Cientos de libras! —su voz salió como un graznido—. ¡Cientos! ¡Y son todos míos! ¡Cientos de...!
Repentinamente se calló, congelándose las palabras en sus labios.
Oyó el crujir de una tabla, sólo eso, pero supo, como si lo viese, que ese arrastrar de pies lo había seguido desde la avenida, a través de la ventana y escaleras arriba. Lo oía llegar lentamente por el pasillo.
Con un sollozo y un grito de asombro, dirigió la linterna hacia la puerta que se abría lentamente y, cuando el arco blanco de la luz iluminó el espacio abierto, vio un anciano rostro burlón que lo miraba.
El cabello blanco estaba manchado de sangre, la piel, amarillenta sobre la cara esquelética, pero los labios exangües se estiraban en una mueca burlona de puro triunfo.
El viejo había regresado a cuidar su tesoro y, de pronto, su miserable víctima supo que no había regresado por lo del dinero. No era más que el anzuelo para la trampa...
Los pasos arrastrados se acercaron y, con ellos, el rostro burlón; fue entonces cuando algo se quebró en su mente. Un salvaje aullido retumbó en la casa silenciosa, la linterna cayó al suelo y el hombre se tambaleó hacia una oscuridad que parecía contener la socarrona risa de unos demonios.
—¿Qué haremos con él, señor?
El hijo del anciano dirigió un vistazo despectivo a la figura postrada a sus pies.
—Más vale que se lo lleve, inspector. Acerque la vela. No está muerto, ¿verdad?
—No, señor. Yo diría que fue un ataque de locura.
—¡Pobre diablo! Ya ha recibido suficiente castigo. En lo que a mí respecta, no me interesa lo que haga con él. Me enseñó el camino hacia el escondite secreto y eso era lo único que quería.
Se volvió hacia una joven pálida que permanecía de pie a su lado.
—Y tú mereces la mitad de las ganancias, Bessie, por reconocerlo.
Bessie se estremeció ligeramente.
—No fui yo sola, señor. No hubo un hombre en ese bar que no lo reconociera, y nos faltaba sólo la palabra de Benjamin Strong para confirmarlo.
Se estremeció nuevamente y echó un vistazo por encima del hombro, hacia las sombras.
—Me pregunto qué fue lo que creyó ver, señor, cuando abrió usted la puerta.
El hijo del viejo se echó a reír,
—Fueron sus nervios, querida —señaló—, y una conciencia culpable; nada más que eso.
Pero su risa no parecía muy auténtica y su mirada siguió la de la joven, hacia las sombras más allá de la puerta, pues le pareció oír una silenciosa y maligna risa junto a la escalera. Se acercó a la puerta y escuchó. ¿Se trataba sólo de un ratón junto a la pared o era un paso arrastrado el que se oía en el pasillo vacío?
Regresando a la habitación tenuemente iluminada, se encontró con el inspector.
—Me equivoqué, señor —dijo éste—. El hombre está muerto.