Cthulhu 2000

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A lo largo de mi carrera como editor en Arkham House, que lleva ya en estos momentos veinte años, he recibido un cierto tipo de cartas —una y otra y otra vez— que llegan desde todas partes del mundo. El corresponsal suele ser, aunque no invariablemente, un hombre joven, pero el mensaje es siempre el mismo: acabo de descubrir a H. P. Lovecraft y, ¡huau!, qué escritor. He aquí un ejemplo muy reciente de un estudiante de Grecia, y por favor recuerden que lo que sigue es la transcripción no corregida de alguien que escribe en un idioma extranjero.

A principios de los ochenta una casa editora helénica… publicó un libro que consistía en historias de varios autores. Uno de ellos iba a ser una duradera influencia e inspiración para mi humilde yo. Sus iniciales eran H. P. L. Desde entonces la ficción, los paisajes imaginarios, lo sobrenatural y el horror cósmico entretienen mis solitarias horas…

¿Por qué, se pregunta uno, un escritor de historias de fantasía que pasó la mayor parte de su vida recluido en su hogar y ni siquiera se ganaba decentemente la vida, posee ahora el poder de inspirar, e incluso afectar las vidas de lectores de todo el mundo?

A lo largo del último medio siglo, Lovecraft ha emergido como un clásico exponente de la más pura narrativa fantástica, y como principio general, solo hay un tipo aceptable de historias de este tipo: la gran historia. Un relato fantasmagóricamente fantástico o bien abruma al lector con lo que Lovecraft denominó «la extraña realidad de lo irreal» (en cuyo caso sus debilidades son irrelevantes) o no (en cuyo caso su fuerza es irrelevante). Reiterar aquí las debilidades de Lovecraft sería gratuito, porque sus deficiencias técnicas son evidentes incluso al lector menos sensible; del mismo modo podría quejarse uno de que la Venus de Milo no tiene brazos. Entonces, ¿cuáles son las cualidades positivas de Lovecraft que explican su mágico atractivo para los lectores de todo el mundo?

En su ensayo de 1932 «Notas sobre escribir fantasía», el propio Lovecraft establece desde un principio el criterio creativo de su arte: «Mi razón para escribir historias es darme a mí mismo la satisfacción de visualizar más clara y detalladamente y de una forma más estable las impresiones vagas, escurridizas, fragmentarias, de la maravilla, la belleza y la aventurera expectación que me producen algunas visiones, ideas, hechos e imágenes…». Pero alto, preguntarán ustedes, ¿qué es todo eso acerca de maravilla y belleza y aventurera expectación, no se supone que Lovecraft es el más preeminente de los escritores norteamericanos de horror? Bueno, sí, lo es, y más adelante en ese mismo párrafo de apertura Lovecraft admite que sus historias «enfatizan con frecuencia el elemento del horror porque… resulta difícil crear un cuadro convincente de la ley natural hecha pedazos o la alienación cósmica o la “extrañeza” sin apoyarse en la sensación de miedo».

Nunca, durante la última década de su vida —un período que coincidió más o menos con la ficción de los mitos de Cthulhu— se consideró expresamente a Lovecraft como un escritor de horror. Más bien como un fantasista cósmico, dedicado «a tejer escaleras de escape de tela de araña para huir de la exacerbante tiranía del tiempo, del espacio y de la ley natural». Más adelante explica Lovecraft que «en relación con la maravilla central, los personajes [en la ficción fantástica] deben mostrar la misma abrumadora emoción [es decir, miedo] que personajes similares mostrarían hacia una maravilla semejante en la vida real»; en otras palabras, el elemento horror es una ineludible concomitancia a sus teorías estéticas, no un fin en sí mismo. Solo décadas después de la muerte de Lovecraft, cuando fue redescubierto por una generación de posguerra neurótica a causa de las bombas, que había soportado un cataclísmico holocausto global, seguido por los omnipresentes espectros de la paranoia de la Guerra Fría y la aniquilación atómica, solo entonces fue juzgado Lovecraft como un «escritor de horror» por una generación de lectores que habían olvidado el significado de la maravilla cósmica. Así, el soñador recluso de Providence fue invocado como orquestador de las mayores incertidumbres de nuestro siglo, sus deidades de Cthulhu como el presentimiento creador de mitos de todo, desde el colapso de la sociedad hasta la devastación nuclear.

La razón de que el maduro Lovecraft nunca fuera un escritor de ficción de horror convencional es que el horror presupone un universo activamente malicioso, tanto dentro como fuera del individuo, mientras que durante toda su vida Lovecraft fue un científico materialista para quien el concepto de «mal» no transmitía ningún significado absoluto. «Solo otra colección de moléculas», era su representación de un encuentro desafortunado con otro ser humano, mientras que en su relación con el cosmos en general Lovecraft se describía como un «indiferentista»: «La interacción de las fuerzas que gobiernan clima, comportamiento, crecimiento y descomposición biológicos, etc., es demasiado puramente universal, cósmica y eterna, un fenómeno propio de cualquier relación con el fenómeno inmediato de libre albedrío de cualquier diminuta especie orgánica en nuestro transitorio e insignificante planeta».

La tradición teológica judeocristiana, por su parte, planteaba un gran drama cósmico de pecado y redención en el cual el hombre, precariamente perchado entre cielo e infierno, era el centro de la Creación. Pero empezando en el siglo XV, la revolución copernicana desplazó la Tierra de su lugar en el centro del universo, y hoy nuestro hábitat planetario, el tercero a partir del Sol, es simplemente un insignificante orbe en medio de un torbellino de otros planetas en los arrabales de la galaxia de la Vía Láctea, tan solo una de los miles de millones de otras galaxias que existen en el universo visible; y el divinamente edénico origen de nuestra especie ha dejado paso del mismo modo a una reptante criatura con base de carbono que lucha por emigrar de una charca planetaria primordial. El físico norteamericano Steven Weinberg concluyó su libro de 1977 Los primeros tres minutos con la estremecedora frase: «Cuanto más comprensible parece el universo, más sin sentido parece también». Cuatro décadas antes, en una carta de 1935 a uno de sus corresponsales, Lovecraft había escrito prescientemente acerca del «ciego, indiferente cosmos, y el fortuito, determinísticamente motivado autómata que forma una especie de momentáneo insecto en la superficie de uno de los menos importantes de sus temporales granos de polvo».

Si el científicamente orientado Lovecraft no creía en las nociones convencionales del bien contra el mal, entonces queda por explicar la extraordinaria fascinación que sigue ejerciendo sobre todo un mundo de lectores. En una carta de 1930 a James F. Morton, Lovecraft elogia «la cualidad de la mística expectación aventurera en sí…, la indefinición que me permite fomentar la momentánea ilusión de que casi cualquier visión de maravilla y belleza puede abrirse ante nosotros, o casi cualquier ley del tiempo o del espacio o de la materia o energía puede ser maravillosamente derrotada o invertida o modificada o trascendida. Esta es la nota clave central de mi carácter y personalidad…». Pese al obstinado ateísmo de toda la vida de Lovecraft, sus fervientemente expresados sentimientos de «mística expectación aventurera» son similares a lo que algunos podrían denominar una experiencia religiosa, o al menos descaradamente extática; son sentimientos místicos y trascendentes, si bien engendrados por una desapasionada contemplación de un maravilloso orden natural.

Unos pocos años después de la carta de Lovecraft citada arriba, Albert Einstein escribió acerca del cosmos que «la más hermosa experiencia que podemos tener es lo misterioso. Es la emoción fundamental que se alza en la cuna del auténtico arte y la auténtica ciencia. Quien no lo conoce y no puede asombrarse, no puede maravillarse, es como si estuviera muerto… El conocimiento de algo que no podemos penetrar [es decir, el universo infinito], nuestras percepciones de la más profunda razón y la más radiante belleza… es este conocimiento y esta emoción lo que constituyen la auténtica religiosidad». Y aquí, como comparación, está la definición de Lovecraft de la «auténtica función de la fantasía»: «… proporcionar a la imaginación un terreno para una expansión ilimitada, y satisfacer estéticamente la sincera y ardiente curiosidad y sentido de la maravilla que una minoría sensible de la humanidad siente hacia los atrayentes y provocativos abismos del no sondeado espacio…».

¿Debemos llamarlo el «arrebatado éxtasis de lo desconocido»? La implacable revolución estética de Lovecraft contra lo temporal y lo corpóreo no puede articularse fácilmente, pero existe como un inconfundible apuntalamiento filosófico a toda su obra de ficción adulta, desde las primitivas historias dunsanianas hasta las maduras obras maestras de los mitos. Y esta intensamente obsesiva tensión entre una mente finita luchando por aprehender la realidad infinita servirá para asegurar la reputación de Lovecraft entre las generaciones futuras. En su ensayo de 1994 «Las criaturas del hiperespacio», el astrónomo Alan Dressler argumenta que dentro de unos pocos cientos de años es probable que la ciencia alcance sus límites respecto a un modelo fundamental del universo. En ese punto, todos los constantes rompecabezas cosmológicos —¿qué ocurrió antes del Big Bang?, ¿qué se extiende más allá del universo visible?, etc— seguirán siendo inaccesibles a la raza humana, probablemente para siempre. Y entonces el incomparable Lovecraft será recordado: «Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de negros mares de infinito, y no está previsto que viajemos lejos».

Sí, H. P. L., esto es lo que nos has estado diciendo todo el tiempo, ¿no es así?

2

Queda por hablar de las dieciocho historias recopiladas aquí como una especie de homenaje a Lovecraft.

El difunto Leo Margulies, que durante su larga vida publicó tanta ficción popular como cualquiera, observó en una ocasión que «los narradores de historias nacen, no se hacen». Y lo mismo puede decirse de los fantasistas cósmicos: los escalones del Salón de Dagon están sembrados con los huesos de practicantes del pastiche que intentaron escribir una historia lovecraftiana pero, careciendo de la Llave de Plata, fracasaron absolutamente en alcanzar la mágica maravilla de su pretendido prototipo. En una carta de 1930 a Clark Ashton Smith, el propio Lovecraft comentó la relativa rareza de su sensibilidad cósmica entre sus conocidos: «Me he tomado algunas molestias en sondear a algunas personas acerca de su capacidad de sentir profundamente con respecto al cosmos y la inquietante y fascinante cualidad de lo extraterrestre y lo perpetuamente desconocido; y mis resultados revelan una cuota sorprendentemente pequeña».

Y, sin embargo, el elemento cósmico está aquí, compulsivamente presente en la propia ficción de Lovecraft: En «Los otros dioses», Barzai el Sabio trepa a la cima de Hatheg-Kla a fin de enfrentarse a los dioses de la tierra y en cambio encuentra a «¡los otros dioses…, de los infiernos exteriores…!». En «La música de Erich Zann», una habitación en el desván de una ruinosa casa en la rué d’Auseil se abre a «la negrura del espacio ilimitable…, que no tiene parecido con nada sobre la Tierra». Y en «La sombra surgida del tiempo», un profesor universitario confirma en la última página que su «cuerpo actual había sido el vehículo de una pavorosa consciencia alienígena surgida de los paleógenos abismos del tiempo».

Tres historias de tres áreas distintas de la obra creativa de Lovecraft —Dunsany, Poe/gótica y Mitos—, pero que incorporan todas la manifestación cósmica característica del autor, su éxtasis alucinatorio ante lo desconocido. A decir verdad, hay más en común entre una primitiva fábula dunsaniana [1921] como «Los otros dioses» y un relato del mito maduro [1934] como «La sombra surgida del tiempo», que entre «La sombra surgida del tiempo» y una imitación contemporánea de los mitos escrita por alguien distinto a Lovecraft. Una inimitable visión cósmica brilla como un faro a través de toda la obra de Lovecraft; los pastiches contemporáneos de los mitos son simplemente una banal historia de horror moderna, precedida por la inevitable cita del Necronomicón e intercalada indiscriminadamente con abrumadoras deidades, tentáculos rezumando icor, variedad de abominaciones, y toda esa mezcolanza rodeada por un desenfrenado coro de ranas cantando «¡Iä! ¡Iä!». Los cosmicistas literarios, parafraseando a Leo Margulies, nacen, no se hacen.

Si tan solo H. P. Lovecraft pudiera escribir una historia lovecraftiana aprobada por Azathoth, se deduciría que las obras recogidas en este volumen no son grandes historias lovecraftianas; son más bien grandes historias inspiradas en cierto modo por Lovecraft. Cada lector queda invitado a determinar por sí mismo las influencias lovecraftianas en las páginas que siguen; a veces se harán de inmediato evidentes, en otras ocasiones serán más bien sutiles. Para esta introducción tomaré específicamente en consideración tan solo la obra que cierra el volumen, la novela corta de Roger Zelazny, ganadora de un premio Hugo, «24 vistas del monte Fuji, por Hokusai».

Zelazny presenta una odisea de muerte japonesa en la cual una mujer moribunda busca destruir a su anterior marido, el cual a su vez ha sobrevivido a su cuerpo físico para convertirse en una cada vez más aberrante presencia en la «red de datos», una especie de ciberespacio cósmico. En la novena «estación» del peregrinaje de esta mujer, Zelazny intercala una ostensible divagación narrativa: su protagonista nos habla de un antiguo templo religioso cerca del mar, «mucho más antiguo» que la fe shinto indígena, y cuyos monjes exhiben «un cierto engrosamiento y extensión de la piel entre los dedos de sus manos y pies…». Los monjes, averiguamos, son acólitos de los infames Antiguos, y preservan sus abominables rituales en anticipación a un beatífico regreso a la ciudad perdida R’lyeh, hundida en el mar.

Zelazny nos azuza con estas irónicas referencias a los mitos de Cthulhu, y luego la ilusión es abandonada durante muchas de las páginas siguientes. Solo cerca del final, cuando su protagonista se da cuenta de que ha sido seguida por dos extraños monjes, observa «la densa cresta callosa a lo largo del filo de la mano [del monje]», unos monjes afiliados a un misterioso templo sin nombre. De ello se deduce, a través de toda la extensa narración, que la mujer ha sido seguida por demoníacos emisarios del profano culto de R’lyeh.

Roger Zelazny, en novelas tan clásicas como Tú, el inmortal y El señor de la luz, ha demostrado un dominio maestro de la mitología mundial; ¿por qué, en «24 vistas», decidió incorporar [admitido, de forma secundaria] elementos de la cosmogonía imaginaria de Lovecraft? Mi suposición es que el autor sintió la necesidad de emplear una pseudomitología de suficiente grandeza para acomodar su concepto culminante: «Significará que todo el mundo en la Tierra está en un peligro mucho mayor del que había supuesto —nos advierte su protagonista—; porque no solo me enfrento a cosas, sino a algo mucho más cercano a las Potencias y Principados honrados por el tiempo…». Dada la corrosiva amenaza, la trascendente maleficiencia, de su adversario, Zelazny solo puede apelar al reino cósmico de H. P. Lovecraft para una base de creación del mito de apropiada magnificencia y maravilla.

Así, si Lovecraft, por una parte, será recordado por las generaciones futuras por la diáfana intensidad de su visión cósmica, la novela corta de Zelazny sugiere una segunda insinuación de inmortalidad. Kadath y Cthulhu, Arkham y Ulthar, el Necronomicón y Nyarlathotep…, el incomparable mundo onírico concebido por este extraño recluso de Rhode Island se ha convertido, en las décadas desde su muerte, en una permanente contribución a nuestra cultura popular. Y mientras los portales del siglo XXI se abren ante nosotros, una rana devoradora de hombres llamada Cthulhu se une al Frankenstein de Shelley, al Drácula de Stoker y a los hobbits de Tolkien entre los iconos perdurables de la literatura mundial.

Jim Turner