H.P.L.
Gahan Wilson
Estaba lejos de casa, y el hechizo del mar oriental gravitaba sobre mí.
—H. P. LOVECRAFT
¡Y lo era, lo era!
Aspirando profundamente el intenso y duradero aroma de las marismas costeras, leí ansiosamente al azar los jugosos nombres exóticos del mapa de carreteras que aferraba en mi mano —Westerly, Narragansett, Apponaugh—, ¡y al norte, acercándome a cada minuto mientras el autobús rodaba eficientemente a lo lago de la curva ascendente de la carretera costera, estaba Providence!
No podía haber ninguna duda —una evidencia absoluta e incontrovertible estaba a todo mi alrededor en forma de girantes gaviotas y la salada resaca y los blanqueados malecones en diversos estados de innsmouthiana descomposición—: yo, Edward Haines Vernon, nacido y criado y frustrado en las llanas, llanas tierras del Medio Oeste, crecido junto a la orilla del lago Michigan con el seguro y cierto conocimiento de que aquella otra orilla opuesta estaba tan solo a un soleado día de excursión de distancia, y que no sería más que otra aburrida orilla del Medio Oeste con más gente aburrida hablando de más cosas aburridas si me molestaba en ir hasta allá…, yo, el antes mencionado Edward Haines Vernon, estaba ahora realmente en la costa del gran Atlántico, el mar oriental, ¡en cuya otra costa estaba ni más y menos que la magnífica Europa, por el amor de Dios!
Me eché hacia atrás en mi asiento, dejando que un profundo y sonoro suspiro de satisfacción escapara simultáneamente de mi boca y de mis fosas nasales, y sacudí el puño en el aire ante mí con triunfo; entonces vi que había alarmado a la delgada y canosa dama que estaba sentada a mi lado. Pero después de sentirme irritado con ella durante la décima parte de un segundo me di cuenta de que —por supuesto— se trataba de una espléndida dama de la vieja Nueva Inglaterra, y que debía de haberse sentido alterada por la tosca y poco culta actitud de un torpe y malcriado habitante del Medio Oeste como yo. ¡Dios bendiga a la arrugada dama, Dios bendiga sus pálidos ojos azules desaprobadores!
—Disculpe —dije gentilmente—, pero soy nuevo en su país y todavía no comprendo enteramente sus costumbres. Por favor, sea tan amable de perdonar mi estallido.
Me miró firmemente durante un largo momento por encima de la montura de acero de sus gafas, luego dejó escapar un pequeño bufido y siguió hojeando su revista Prevention, Dios la bendiga de nuevo, mientras yo me volvía hacia el otro lado para mirar de nuevo por la ventanilla del autobús.
¡Ahora me daba cuenta de que hasta este momento no había entrado en mi cabeza la idea de que todo aquello estaba ocurriendo en realidad! Había soñado en ello y lo había planeado y había imaginado todos los detalles durante muchos largos años, durante una parte tan grande de mi vida que había llegado a acostumbrarme por completo a pensar en ello como algo (esperaba) a desarrollar en el futuro. Siempre era algo que iba a ocurrir más tarde, ¡pero de pronto estaba ocurriendo ahora! ¡De pronto todo estaba allí! ¡Y yo también!
Cuidadosamente, para no alarmar una vez más a mi querida dama de Nueva Inglaterra con otra gaucherie, tomé mi pequeña bolsa de viaje para una noche (aunque planeaba estar en estas regiones mucho más que una noche…, ¡por Dios, planeaba vivir aquí!) de debajo de mi asiento y abrí la cremallera y saqué cuidadosamente la muy perfectamente doblada carta que había dentro, encima de todo lo demás. Reverentemente, como un sacerdote manejando algún objeto sagrado, abrí aquella preciosa cosa y escruté sus diminutas letras escritas como si fueran pequeñas arañas, y las palabras se agitaron un momento ante mis ojos antes de eliminar mis lágrimas con un parpadeo y poder leer aquel dorado primer párrafo por milésima, quizá diezmilésima, vez.
«Por supuesto que puedes venir a visitarme, Edwardius, estaré encantado. Y por favor alójate en mi casa, una preciosa estructura que estoy seguro que alguien dotado con tus conocimientos y admiración hacia lo antiguo sabrá apreciar plenamente. En el pasado, debido a dolorosas circunstancias económicas, no podía representar el papel de huésped ante mis apreciados corresponsales en el estilo que me hubiera gustado. ¡Quizás el mayor placer que comporta mi actual estado de prosperidad es que ahora puedo darles a todos mi más cordial bienvenida!».
Aquella totalmente no anticipada invitación había llegado en respuesta a un tímido y espontáneo estallido en mi carta anterior en la cual confesaba que soñaba algún din poder recorrer las calles que él y Poe habían recorrido, y le decía cómo a veces me dejaba arrastrar por fantasías de sentarme sobre alguna tumba en el cementerio de la iglesia de St. John, durante una noche apropiadamente gótica de niebla y destellos de rayos, y construir poemas e historias con él sobre los gusanos que se arrastraban y se alimentaban en el mohoso suelo bajo nuestros pies.
Tras aquel primer y deslumbrante párrafo, hacía un pequeño chiste acerca de que el cementerio era en realidad un lugar muy agradable, en absoluto mohoso, y luego pasaba a darme algunas especificaciones prácticas sobre mi visita, ofreciéndose incluso a pagar mi transporte, si eso presentaba algún problema para mí.
«Por favor, no te ofendas ante esta oferta —escribió—. Ya sabes, puesto que estás familiarizado con mi historia, que estoy más que familiarizado con los peligros y los variados azaramientos con que aflige la pobreza a aquellos que, como tú, afrontan a las masas atreviéndose a valorar el arte por encima del comercio».
Envié una respuesta afirmativa tan pronto como pude redactar una apropiada sobre el papel —¡creo que me tomó una semana y casi una resma en borradores!—, y fui muy cuidadoso en explicarle que había ahorrado fondos suficientes para hacer el viaje siempre que empleara algún medio económico. Su respuesta a esto incluía una o dos líneas de emotivas alabanzas a la antigua hacia mi frugalidad e industria, y tras un corto intercambio de correspondencia dispusimos todas las fechas y detalles.
De pronto mis ojos se abrieron mucho y me vi sacudido de mi ensoñación de los acontecimientos pasados; me incliné hacia adelante en mi asiento, y me descubrí apretando prácticamente mi nariz contra el cristal de la ventanilla (indudablemente ante el horror de mi compañera de asiento), porque al otro lado del cristal, delante y por encima de mí, supuestamente aparecida con la brusquedad de una visión mística de un paraíso durante mucho tiempo diferido, se alzaron inesperadamente los blancos chapiteles y cúpulas de College Hill… ¡Perdido en mis sueños de anticipación, había llegado sin darme cuenta a la propia Providence!
No dejé de mirar nerviosamente mientras llegábamos a la estación de autobuses. Él había dicho que acudiría a mi encuentro, pero de pronto me di cuenta de que no me había dado ningún indicio que me ayudara a identificar a la persona que pensaba enviar en mi busca.
Entonces mi corazón se detuvo y dejé escapar un sonoro jadeo (ganándome otro audible bufido de desaprobación de mi vecina), ¡porque allí, en carne y hueso, de pie con un aire positivamente elegante, estaba Howard Phillips Lovecraft, H.P.L., en persona!
Había creído que, a causa de su enorme edad, tendría graves dificultades para moverse, que lo más probable era que estuviese permanentemente encerrado en su casa, o posiblemente confinado en alguna querida ala antigua, o incluso permanentemente postrado en una enorme cama doselada, pero resultaba obvio que había subestimado enormemente su durabilidad. Aunque parecía un poco encorvado, y había alguna pequeña huella de esa cautelosa lentitud en sus movimientos asociada habitualmente con la considerable edad, solo se apoyaba ligeramente en su bastón, y mantenía hábilmente su territorio contra los empujones de la gente mientras miraba hacia las ventanillas del autobús con una viva curiosidad destellando en sus ojos.
Por supuesto, su largo y enjuto rostro de Easter Island, con su nariz aquilina y sus hundidas mejillas y su prominente mandíbula me fue reconocible de forma tan instantánea como si fuera el de mi padre o el de mi madre, puesto que había estudiado con amor todas las fotografías de Lovecraft que habían llegado a mis manos a lo largo de los años, desde aquellas instantáneas en blanco y negro tomadas en los años veinte y treinta y encuadernadas en las antiguas colecciones de Arkham House, hasta la insuficientemente expuesta —y en consecuencia curiosamente verdosa— polaroid que había incluido en su carta de invitación, «… a fin de prepararle para el shock de ver al Abuelo en su actual cadavérica condición».
Lo saludé con la mano a través de la ventanilla con la ansiedad de un niño, y mientras mis dientes destellaban en una sonrisa y me ofrecía exactamente el tipo de amistoso saludo de reconocimiento que había esperado, tomé torpemente por última vez mi bolsa de su guarida debajo del asiento y salí del autobús directamente detrás de mi dama de Nueva Inglaterra.
Y entonces ella se apartó de delante de mí, dejándome expuesto a plena vista, y de pronto cambié del más feliz de los jóvenes a uno de los más miserables desdichados de mundo, porque aunque él hizo caballerosamente todos los intentos por ocultarlo, capté casi al instante cómo toda la amabilidad de los ojos de Lovecraft se extinguía mientras me examinaba de pies a cabeza, y por primera vez, de pie delante de este hombre que había sido mi ídolo durante todos mis años formativos, la horrible presunción de mi tonta, rolliza y estúpida figura, ataviada imitando el modo de vestir que él había adoptado los últimos años —la capa negra y el sombrero de ala ancha—, se hizo a la luz en mí con una feroz y despiadada claridad que amenazó con aplastarme contra el suelo, entonces y allí, bajo su peso.
Inmovilizado en mi pose delante de la portezuela del autobús, incapaz incluso de respirar, totalmente humillado, apenas conseguí dominar una loca y desesperada urgencia de dar media vuelta y huir de vuelta al oscuro interior del vehículo y refugiarme allí hasta que me llevara de vuelta a mis odiosas tierras llanas.
Entonces el rostro de Lovecraft se iluminó con una amable radiación que uno solo puede ver raras veces en sus fotos, y avanzó hacia mí con la mano extendida.
—Confieso que me siento muy emocionado, Edwardius —dijo, hablando con rapidez y precisión en un tono alto y gentil—. La verdad es que… solo tras la primera impresión he sido capaz de apreciar por completo esa la más sincera forma de halago. Por favor, acepte mi gratitud.
Hizo una pausa y me estrechó la mano de una forma breve, firme, amistosa, que me di cuenta de que debía ser la forma típicamente yanqui de hacerlo, luego se dio la vuelta y agitó su bastón para señalar un viejo Rolls negro, grande, muy elegante que, incluso bajo el gris y encapotado cielo, brillaba y relucía como un espléndido escarabajo británico en el aparcamiento al lado de la estación.
—Y ahora —dijo, dándome una ligera palmada de camaradería en el hombro y manteniendo escrupulosamente sus ojos apartados de los míos a fin de que yo tuviera la suficiente intimidad para recomponerme—, salgamos del tumulto de este eje del transporte público y disfrutemos de una forma de locomoción más adecuada para la gente bien nacida.
La portezuela del conductor del Rolls se abrió cuando nos acercamos, y un hombre alto, delgado, barbudo, salió graciosamente del coche. Llevaba una elegante chaqueta de pana, y su impecable corbata evocó mi idea de Saint-Tropez más que de Providence Observó la aproximación de Lovecraft y mía con nuestras capas y nuestros sombreros idénticos sin el menor signo visible de hilaridad, excepto una irónica inclinación de cabeza, pero más tarde sabría que aquella actitud craneana era habitual en él.
—Este, Edwardius, es mi valioso socio, el señor Smith —dijo Lovecraft cuando llegamos al lado del delgado hombre—. Señor Smith, permítame presentarle al señor Vernon, el joven fantasista de cuya obra hemos hablado tanto últimamente.
El señor Smith me dedicó una tímida y profundamente fruncida sonrisa, y aunque su apretón de manos no fue particularmente firme, me ofreció más que el estilo del Medio Oeste al que estaba acostumbrado.
Pero entonces, por la no oculta rapidez con la que retiró suavemente su mano y la metió cuidadosamente fuera de mi vista en el bolsillo de su chaqueta, me di cuenta de que yo no había conseguido ocultar mi mueca de desagrado cuando toqué su piel. Era singularmente seca y extrañamente poco elástica, y aunque era tan refinado y físicamente delicado en cualquier otro aspecto de su apariencia que me hizo recordar al instante a un dandi isabelino de los que había visto en algunos elegantes retratos, la textura de su piel era sorprendentemente áspera. Era evidente que el pobre hombre sufría alguna terrible enfermedad.
—Admiré particularmente la forma en que trató al rey gusano en «El amortajamiento» —dijo, con una voz blanda y un acento obviamente no de aquella región, y según todas las apariencias completamente ajeno a la pequeña pantomima que acababa de tener lugar entre nosotros—. Pero debo confesar que mi favorito especial hasta ahora ha sido su idea de un dios disgustado enfrentando a sus seguidores a un ídolo envenenado hecho a su propia imagen.
Mientras le agradecía sus amables comentarios, me descubrí mirándole con un creciente asombro maravillado porque, aunque en aquel momento no podía conectarlo con ninguna asociación específica, ahora estaba absolutamente seguro de que conocía aquel rostro y que había visto muchas veces sus sagaces ojos mirándome desde las arrugas de sus órbitas.
Por aquel entonces Lovecraft había entrado en la parte de atrás del coche —de nuevo sin el menor signo de que el peso de sus gran edad era más que un inconveniente menor— y me hizo señas de que me sentara a su lado mientras el señor Smith ocupaba el asiento del conductor a fin de hacer de chófer mientras H.P.L. nos ofrecía un pequeño circuito turístico por su querida Providence. Señaló varios lugares significativos en la historia de la antigua ciudad y contó sus pequeñas historias con numerosas y brillantes notaciones, y yo ni siquiera me atreví a negarme el alegre regocijo de anticipar la envidia que produciría en los corazones de mis oyentes el contar una y otra vez esta aventura a lo largo de los años venideros. ¡Y así ha sido!
Sin embargo, con cada mirada de soslayo que dirigía a mi anfitrión mi sorpresa ante mi notable conservación aumentaba. Mirándole, uno no tenía la menor duda de que era extraordinariamente viejo, pero tampoco había ninguna duda de que estaba sorprendentemente —incluso misteriosamente— ágil y capaz para un caballero que rozaba el siglo de edad.
Los estragos del tiempo parecían haber seguido también en su caso alguna extraña progresión que se diferenciaba significativamente de los esquemas habituales. Por ejemplo, no estaba en realidad arrugado, porque en vez de los profundos cañones de carne que uno está acostumbrado a ver, su rostro estaba cubierto por una especie de entramado de muy finas arrugas, delgadas como telarañas y tan poco profundas como el cuarteado de una muñeca antigua. Tampoco había ninguno de los fenómenos extraños asociados con las personas muy viejas, ningún alargamiento de las orejas, ninguna papada en la barbilla, y absolutamente ninguna disminución o debilitamiento del cabello. La verdad era que si mirabas a sus ojos, se parecía mucho al que era en aquellas viejas fotos tomadas a finales de los años treinta.
Terminó su recorrido señalando la casa en la que había vivido durante el último período de su «oscuridad», como la llamaba.
—Fue trasladada de su ubicación original a Meeting Street —dijo—, pero, como puede ver, conseguí arreglar las cosas para que fuera cuidadosamente devuelta aquí al 16 de College Street, donde pertenece. Y me ocupé de que mis tías pudieran usarla, no solo parte de ella, sino la totalidad del edificio, hasta sus muertes.
—Eso debió de ser muy satisfactorio para usted —dije.
—Lo fue, Edwardius —respondió con una sonrisa que empezó un poco severa pero luego se amplió—. De todos modos, esto no fue nada en comparación con la restauración, la recreación, casi podría decir usted con justicia la glorificación, de la casa de mi abuelo en el 454 de Angelí Street, que es donde el señor Smith casi nos ha conducido ya. Aquí está, justo al frente.
Hicimos una breve pausa delante de una alta puerta de hierro forjado que se abrió suavemente cuando fue pulsado un botón en el tablero del Rolls, luego ascendimos por la curva de un camino y nos detuvimos delante de un enorme e imponente edificio.
—Admito haber mejorado su arquitectura —observó Lovecraft, saliendo del coche con paso ligero y sin usar su bastón—. Incluso haberla transformado por entero. La casa de Whipple Van Burén Phillips era una simple construcción de madera en tingladillo, aunque de tamaño sustancial, y en absoluto la espléndida morada georgiana que ve ahora ante usted. Supongo que podría ser acusado de ser un tanto williamsburgiano en todo esto, pero tanto estética como emocionalmente es auténtica, y el material, reunido por mis agentes de todas partes, se corresponde de una manera absolutamente hearstiana al período.
—Suena como la creación de la mansión en su historia «Las ratas en las paredes» —dije, contemplando todo aquel esplendor más que con los ojos muy abiertos.
—Por supuesto —dijo Lovecraft con una sonrisa—. Claro que sí. Por los cielos, ¿no era dolorosamente obvio que toda mi noción de ese millonario norteamericano creando una casa ancestral ideal era el patético sueño de un romántico empobrecido? Oh, pero veo por su expresión que eso no parece haber cruzado por su mente. Bien entonces, quizás ese pequeño relato mío no sea tan embarazoso como temí todos estos años después de todo.
Por aquel entonces el señor Smith había abierto y estaba de pie junto a la multipanelada puerta delantera, alta y brillante debajo del glorioso abanico de su luz. Lovecraft abrió camino hacia el interior, depositó su capa y su sombrero en una preciosa mesa Wedgewood, y aguardó hasta que yo hube hecho lo mismo con los míos.
—Parecen completamente naturales aquí, unos al lado de los otros, ¿no cree? —preguntó—. ¡Quizás, Edwardius, allí donde yo he fracasado, los dos juntos podamos traer de vuelta a la moda las capas y los sombreros de ala ancha!
Se dirigió hacia una preciosa puerta doble, hizo una pausa con su mano en uno de sus brillantemente pulidos picaportes, luego se volvió hacia mí con una expresión ligeramente inquieta.
—Por favor, acepte mis disculpas —dijo—. Me he vuelto insensible en mis solitarios y autocomplacientes modales. Iba a arrastrarle a una visita completa de la casa, puesto que sé que hay mucho que deseará usted ver, en particular la biblioteca…, ¡oh, simplemente espere a ver la biblioteca!…, pero se me pasó por completo que acaba de bajar usted de ese obviamente incómodo autobús y que sin duda deseará refrescarse un poco antes.
Hizo una pausa para abrir y consultar un maravillosamente peculiar viejo reloj que sacó de un bolsillo de su chaleco.
—Falta casi una hora para las cuatro —dijo—. Si el señor Smith es tan amable de acompañarle a su habitación, tendrá usted tiempo más que suficiente para lavarse y quizás dormir un poco antes del té, que es una costumbre que hemos empezado a observar en estos últimos años. ¡Y eso, francamente, le permitirá a su Abuelo la posibilidad de echar también una cabezada!
El señor Smith me condujo a mis aposentos y me familiarizó con sus peculiaridades, en particular los controles de una ducha importada en el cuarto de baño. Después de que se fuera pasé unos minutos contemplando asombrado los maravillosos muebles antiguos de la habitación, incluido un indeterminado período de tiempo que pasé de pie delante de un enorme, encantador, resplandeciente paisaje que tomé por un Turner antes de inclinarme para examinar la pequeña placa de oro fijada en la parte inferior del marco y leer que reflejaba el reino de fábula de Ooth-Nargai de la novela de Lovecraft Más allá del muro del sueño, y que su artista era «desconocido».
Al retroceder de la pintura sentí como un ligero mareo y finalmente me di cuenta de que Lovecraft había tenido razón. Estaba agotado (mi decorosa dama de Nueva Inglaterra quedaría impresionada si supiera lo fuerte que ella roncaba). Así que colgué mi traje de repuesto, lavé un poco la suciedad del viaje de mis manos y cara, y me pareció que apenas me había echado en la cama cuando me encontré siendo repentinamente arrastrado fuera de un profundo sueño por la suave voz del señor Smith informándome desde el otro lado de la puerta de que el té sería servido en breve.
Me apoyé sobre mis codos y permanecí tendido allí durante uno o dos segundos intentando hacer volver los evanescentes recuerdos de lo que debía de haber sido una pesadilla espectacularmente interesante. Había sido por completo lovecraftiana, lo cual, por supuesto, era lo más apropiado. Estaba en un inhóspito paisaje, frío, ventoso y Montañoso, y había visto retazos y fragmentos de algo enorme y gris con una abrumadora envergadura de alas acudir aleteando hacia mí a través del nevado aire, haciendo chasquear horriblemente sus dientes con más ansia a medida que descendía. Sus pequeños ojos rojos ardían penetrantes al mirarme con un intenso interés que de algún modo me impresionó como algo horriblemente personal, y le oí graznar tremendamente: ¡Perfecto, ah, pero si eres perfecto!, justo antes de que adelantara sus garras y yo sintiera el primer estrujón de su inescapable presa. «¡Tú eres el siguiente! —graznó—. ¡Tú eres el siguiente! ¡Tú eres el siguiente!».
Algún aspecto importante del sueño parecía decidido a eludirme, pero lo perseguí con determinación hasta que noté que mi estómago se contraía con el peculiarmente horrible recuerdo de que había estado alzando la vista hacia el monstruo desde la misma paja y helechos del nido de la criatura.
Sacudí la cabeza sin conseguir aclararla, me lavé otra vez rápidamente, me ajusté la corbata, y empecé a bajar los mullidamente alfombrados escalones, pero mi descenso se vio frenado considerablemente por el maravilloso descubrimiento de que los retratos de los antepasados que alineaban la pared del descansillo y la escalera, y en los que apenas había reparado al subir, eran de hecho unos óleos maravillosos de algunos de los principales villanos de las novelas y cuentos de Lovecraft, con cada uno de sus nombres y fechas de nacimiento y muerte cuidadosamente grabados en pequeñas placas doradas montadas en la parte inferior de sus marcos.
A lo largo de la pared del descansillo había colgado un tríptico de retratos, el central de los cuales era la delgada y sutilmente horrenda figura de Joseph Curwen, el resucitado necromante de El caso de Charles Dexter Ward, y estaba flanqueado por la representación de los dos horribles y sonrientes ancianos que eran sus magos mentores y ayudantes en la novela, Simón Orne, original de Salem, y Edward Hutchinson, más tarde conocido como el barón Ferenczy de Transilvania. Entre los otros maravillosamente siniestros villanos reflejados en las pinturas que descendían la hermosa escalera me encontré con la encorvada Keziah Masón de «Sueños en la casa de la bruja», mirando como siempre de soslayo y con su horrendo familiar, Brown Jenkin, enrollado a sus pies, y un enorme y dominante óleo de Wilbur Whateley, el brujo híbrido de «El horror de Dunwich», al parecer sin darse cuenta de que su chaqueta se había abierto ligeramente y quien contemplaba el cuadro tenía una abrumadora visión de la estremecida monstruosidad que era su pecho.
La parte delantera de la planta baja estaba desierta, pero oí ruidos en la parte de atrás de la casa, y pronto hallé mi camino a una excepcionalmente confortable, soleada y evidentemente bien equipada cocina, donde me encontré con el señor Smith inclinado sobre un mostrador y canturreando para sí mismo, dedicado serenamente a cortar pequeños sandwiches triangulares para el té.
—Ah, señor Vernon —dijo, alzando la vista al verme entrar y sonriendo—. ¿Ha descansado bien?
Le devolví la sonrisa, e iba a abrir realmente la boca para hacer algún chiste insignificante sobre mi pesadilla de hallarme en el nido del monstruo cuando la luz del sol brilló en su mejilla de una cierta forma y al fin lo reconocí.
Dejó de cortar y empezó a observarme con una cierta preocupación, porque mi expresión se había vuelto de pronto realmente muy extraña, y estoy seguro de que debía de haberme puesto tan pálido como un cadáver.
—¿Ocurre algo? —preguntó—. ¿Le traigo un vaso de agua, señor Vernon?
—Edwardius —dije, y entonces me di cuenta de que apenas había croado el nombre, así que carraspeé y tragué saliva antes de continuar—. Me sentiría muy honrado de que me llamara Edwardius, como hace Lovecraft. Después de todo, él siempre le ha considerado como su igual.
—¿Su igual? —preguntó el señor Smith.
—Sí —dije—, porque usted es Clark Ashton Smith, poeta, escritor, artista, y honrado amigo de Lovecraft, o H.P.L. Por favor no lo niegue, porque estoy seguro de ello.
Hice una pausa, y entonces, consciente de que mi corazón latía con fuerza, dije la otra parte.
—Por supuesto, sé que esto es imposible, porque usted está muerto.
Me miró por un instante, luego frunció ligeramente el ceño y reanudó pensativamente su cortar. Hizo unos tres pequeños sandwiches más y los puso cuidadosamente en una bandeja de plata con el resto, luego depositó el cuchillo sobre el mostrador.
—Supongo que es algo que tenía que ocurrir algún día, más pronto o más tarde —murmuró a los sandwiches, y luego se encogió ligeramente de hombros y me miró fijo a los ojos—. Muy bien, tiene usted razón —dijo—. Respecto a ambas cosas. Soy Clark Ashton Smith, y estoy muerto. Como puede ver, resulta que no es imposible.
Me quedé mirándole, luego tanteé hacia adelante y me apoyé en el mostrador de la cocina con ambas manos porque, con gran azaramiento por mi parte, estaba al borde del desmayo.
—Hay un taburete ahí, a su lado, a la izquierda —dijo Smith amablemente—. Por su expresión, creo que sería una buena idea que se sentara en él. Con cuidado y lentamente. Fue imperdonable por mi parte ser tan brusco.
Me senté, con cuidado y lentamente como me había dicho, y el resonar en mis oídos y los puntos danzantes de luz delante de mis ojos empezaron a desaparecer.
—Creí que me había identificado allá en la terminal de autobuses, ¿sabe? —dijo, tendiéndome un vaso de agua que había llenado de alguna forma sin que yo me diera cuenta de ello—. Entonces le vi dudar indeciso, e imaginé que ya estábamos de nuevo con ello.
Di un largo sorbo de agua, luego otro, y después de una o dos profundas inspiraciones decidí que probablemente sería capaz de hablar.
—No pude situarle hasta hace un momento —murmuré, hablando un poco más claro con cada palabra—. Luego vi el sol brillar a través de su barba, y le reconocí.
Miró a la ventana detrás de él y asintió con el aire aliviado de alguien que ha resuelto un pequeño rompecabezas.
—Oh, sí. Eso debilita su efecto —dijo—. Es el corte cuadrado del pelo que se extiende desde los lados de la mandíbula lo que causa el efecto, ¿sabe? Se me ocurrió a mí mismo, y debo admitir que me siento muy orgulloso de la forma en que oscurece con toda efectividad la triangularidad esencial de mi rostro. A menos, como acabo de averiguar, que el sol brille a su través desde atrás.
—Por supuesto, resulta particularmente difícil reconocer a alguien disfrazado cuando piensas que está en la tumba —reconocí, tomando otro sorbo de agua.
—Por supuesto. Esa fue nuestra suposición base de trabajo —dijo. Luego, con un pequeño suspiro resignado, añadió—: No es que yo sea tan conocido. No es como si estuviéramos intentando ocultar a alguien realmente famoso.
La tetera empezó a silbar y la cogió, tomó dos latas de un estante y se volvió hacia mí.
—¿Qué té le gustaría, señor, esto, Edwardius? Finalmente hemos conseguido desacostumbrar a Howard del azúcar añadiendo un poco de café a una sencilla mezcla inglesa para el desayuno. Yo, siempre exótico, sigo aferrado a una vieja mezcla japonesa a base de tallos, pero confieso que no es del gusto de todo el mundo.
—Yo nunca me he aventurado más allá del Lipton en bolsita —admití.
—Me temo que aquí no tenemos nada de eso —sonrió Smith—. Demasiado común para nuestros gustos. Empecemos con un Darjeeling, la más alta calidad, pero en absoluto exigente.
Se sumergió por unos momentos en la tarea de reunir satisfecho y eficiente potes y lazas y cuencos, pero luego contempló sus manos, se detuvo en seco, y me miró desde un limpiamente escuadrado montón de servilletas con una expresión preocupada en su rostro que era más que un poco patética.
—Espero que no sea usted aprensivo acerca de que estas manos mías puedan transmitir algún contagio —dijo, alzándolas delante de su rostro como dos objetos extraños—. Este es su aspecto, este es mi aspecto, debido a una tosquedad esencial en mi construcción. No es una enfermedad, ¿sabe? No es algo que pueda usted contraer.
—Siento que retirara mi mano de la suya allá en la estación de autobuses —dije, tras una pausa.
—Oh, no, tenía usted todo el derecho de hacerlo. Son horribles —dijo—. ¡Horribles!
Se volvió hacia la ventana y giró sus manos sobre sus muñecas para que atraparan la luz del sol de uno y otro lado.
—Soy así por todos lados, ¿sabe? —dijo—. Cada centímetro de mí. Y no es solo mi piel, por desgracia es lo mismo en mi interior. Mis entrañas, mi corazón, sin duda mi propio cerebro, deben de estar hechos de esta repelente materia defectuosa.
Se frotó las manos como si intentara alisarlas para reducir sus abiertos poros, y luego me miró de nuevo por encima del hombro.
—Tiene que perdonarle —dijo—. Estaba solo, ¿sabe? Sé que resulta difícil para alguien tan joven como usted ni siquiera imaginar lo imposiblemente aislante que resulta ver que el mundo en el que uno ha nacido va muriendo con el paso de los años, junto con todos sus habitantes, entienda. La gente y las cosas se desvanecen tan solo para ser reemplazadas por otras personas, y las cosas se desvanecen a su vez, hasta que incluso los recuerdos de todos y todo aquello con lo que creció y amó se ven reducidos a cansados chistes trillados.
Había vuelto a la bandeja del té, atareándose y calmándose con un aprovisionamiento final y un inventario de su contenido mientras hablaba.
—Usted mismo lo ha dicho, Edwardius —dijo, llenando la jarrita de la crema con una mano que solo traicionaba el más pequeño temblor—. Fui una de las pocas personas a las que consideró su igual. También fui, y eso es muy importante, un habitante de su mundo original, un contemporáneo. Desgraciadamente para él, también estaba muerto. Pero H.P.L. había tropezado, hace algún tiempo, con una forma de superar eso. Tomó la noción básica de un libro de nada menos que el buen viejo Cotton Mather…, la idea de levantar a los muertos de sus «sales esenciales», atribuida al erudito francés Borellus y usada como el modus operandi básico para su ruines Frankensteins en El caso de Charles Dexter Ward. Mi resurrección representa su segunda aplicación práctica de la técnica.
—¡Eso es horrible! —exclamé.
—Sí —admitió—. Confieso que de tanto en tanto me descubro deseando que no lo hubiera hecho, pues la muerte era en realidad un alivio. Pero, como he dicho, se sentía solitario. Y finalmente yo moriré de nuevo. Solo necesito ser paciente.
Sonó un débil suspiro procedente de la parte de atrás de la cocina.
—Bien, bien, Klarkash-Ton —dijo Lovecraft suavemente, empleando el extravagante apodo que había maquinado para su amigo durante su famosa correspondencia en los años treinta. Permanecía de pie enmarcado en la puerta, ligeramente inclinado hacia adelante, con ambas manos entrelazadas en la empuñadura de su bastón—. Parece que las cosas han estado moviéndose durante la siesta del Abuelo.
Salté en pie tan torpemente como un becerro sorprendido, pero Smith se limitó a volver la cabeza y hacer una inclinación de cabeza mientras Lovecraft avanzaba por la habitación, mirando cuidadosamente primero al uno y luego al otro.
—Hasta ahora el muchacho ha excedido nuestras más esperanzadoras expectativas. Me reconoció, Howard —dijo Smith—. Me reconoció, situándose así por encima de todos los visitantes anteriores, y siendo un meticuloso erudito de nuestro pequeño círculo literario, conocía mi generalmente no publicitada defunción.
—Así que tú seguiste adelante y le contaste la verdad sin demasiados preámbulos, como habíamos planeado —dijo H.P.L., y luego avanzó lentamente hacia mi lado—. ¿Y usted, Edwardius? ¿Le ha creído? Por su expresión parece que sí.
—Mi presencia es difícil de refutar —observó Smith—. Como mi terrible aspecto. Y lo más importante es que nuestro amigo parece haberse tomado la completa y repentina inversión de la realidad tal como la conocía con meritoria ecuanimidad. Parece que nuestras especulaciones basadas en las premisas de sus relatos fueron completamente correctas, y que, al contrario que la gente común, Edwardius está bendecido con una mente abierta.
Lovecraft se frotó pensativamente su recia mandíbula, me estudió en silencio durante un largo momento.
—Excelente —dijo al final, y, tras un momento más, añadió—: Nosotros dos hemos sentido desde hace algún tiempo la creciente necesidad de un ayudante inteligente, Edwardius. También algunos signos que han aparecido repetidamente en mis estudios y experimentos indican fuertemente que nuestro círculo se halla al borde de alguna importante transformación, y que dentro de poco se necesitará sangre nueva. Hemos estado estudiando sus escritos y nos hemos sentido impresionados por ellos, no solo debido a su evidente mérito literario, sino porque parecen decirnos que hay algo notablemente correcto en usted para el tipo de actividades en las que nos hallamos enfrascados. En pocas palabras, ambos hemos llegado a la conclusión de que encajaría usted perfectamente en nuestra pequeña asociación.
Yo estaba sorprendido, incluso aturdido, ante aquel giro totalmente inesperado. Por un largo espacio de tiempo no pude hacer otra cosa más que mirarles a los dos con la boca abierta —con mi boca enormemente abierta, estoy seguro—, pero finalmente conseguí recuperarme lo suficiente como para hablar.
—¡Me siendo honrado —dije—, más honrado de lo que puedo decir, de que hayan tomado en consideración algo así!
—Muy bien entonces, veamos cómo funcionan las cosas —dijo Lovecraft con un pequeño asentimiento de la cabeza mientras me estudiaba intensamente, con sus ojos clavados en los míos—. Su habilidad en aceptar la resurrección de Klarkash-Ton fue el paso de una importante prueba. Quizá después de que hayamos gozado de un poco de té, Edwardius, esté dispuesto a aceptar usted algunas otras cosas. ¡Pero tenga en cuenta, por favor tenga en cuenta, que serán mucho más difíciles de asimilar que nuestro fantasmagórico señor Smith!
Los sandwiches tenían mejor sabor del que parecía, una tarta de almendra que Smith había comprado en una panadería portuguesa era soberbia, y el Darjeeling demostró claramente que mi habitual bolsita de Lipton, aunque cumplía con su función, no agotaba en absoluto el tema del té.
—Delicioso —dijo Lovecraft, reclinándose confortablemente en el tipo exacto de sillón de cuero con orejeras que yo había esperado que tuviera—. Y ahora que estamos saciados, gracias a los esfuerzos de Klarkash-Ton y su amigo panadero extranjero, creo que es el momento de abandonar ese encantador y soleado salón georgiano y ofrecerle a Edwardius una pequeña visita a la propiedad.
Nos levantamos, y Lovecraft se encaminó hacia una de las altas puertas blancas conmigo a remolque, pero Smith tomó la bandeja de plata y empezó a recoger tazas y platos.
—Creo que me quedaré y limpiaré un poco —dijo—. ¿Debo suponer que no vas a ofrecerle a nuestro joven amigo la habitual visita restringida y engañosa?
—Tiene que ver cada trampilla y cada panel secreto —dijo Lovecraft con una sonrisa—. Los acontecimientos se han sucedido con mayor rapidez de la que había planeado, gracias a la astuta percepción y flexibilidad de Edwardius, de modo que las cosas van por delante de lo previsto. Creo que ha llegado realmente el momento de iluminarle tanto como sea posible acerca de su actual compañía. Empezaré el trabajo en la biblioteca, antes que dejarla para el final, puesto que creo que su atmósfera y su impresionante contenido hará mucho por proporcionarle credulidad hacia la admitidamente implausible información que pretendo impartirle.
Smith asintió y no dijo nada más y, mientras se inclinaba para recoger la porcelana con su habitualmente tranquilo pero interesado aire meditabundo, yo seguí a Lovecraft cruzando la puerta y pronto me encontré siendo conducido a un precioso vestíbulo que, como buena parte de la casa, estaba alineado con pinturas asociadas a las obras de mi anfitrión. Estas, sin embargo, eran mucho más inquietantes que las que había visto antes, puesto que todas eran representaciones de diversos monstruos fabulosos descritos en sus relatos.
—Me siento muy complacido de haber tenido la idea de colgar estos enormes óleos en un área tan limitada —dijo Lovecraft, sonriéndome por encima del hombro e indicando casualmente una visualización notablemente horrible de lo que —por su colmilluda boca vertical y sus protuberantes ojos rosas— solo podía ser uno de los gigantescos y siempre voraces gugs que merodeaban por las páginas de su La búsqueda onírica del desconocido Kadath. —Los hace particularmente irresistibles, ¿verdad? Y lo obligan a uno a una amenazadora intimidad con las criaturas que el tímido espectador podría evitar en el espacio proporcionado por una habitación.
Miré —un poco nerviosamente, no me avergüenza admitirlo— hacia uno y otro lado a los vagos horrores que gravitaban tan opresivamente cerca de nosotros mientras pasábamos, y confieso libremente que me sobresalté y retrocedí cuando la manga de mi chaqueta rozó accidentalmente contra una casi diabólicamente bien ejecutada pintura de ese moviente conglomerado de globos iridiscentes que es Yog-Sothoth, uno de los más poderosos y horribles dioses de los mitos de Lovecraft.
Finalmente se detuvo delante de una amplia y elaboradamente panelada puerta hecha de ébano y, extrayendo una pesada cadena de oro cargada con una serie de llaves de formidable aspecto, accionó no menos de tres cerraduras antes de girar un enorme tirador de latón esculpido que se parecía a un no parpadeante ojo de octópodo enmarcado por ondulantes tentáculos, y abrió la puerta.
—Mi biblioteca —dijo simplemente pero con evidente orgullo, y abrió camino al interior.
Por supuesto yo me había dado cuenta hacía algún tiempo que todo respecto a aquella casa sobrepasaba con mucho todos los aspectos de la que había sido propiedad de Whipple Van Burén Phillips, pero estaba seguro de que nada acerca de esta versión onírica de la casa favorita de la infancia de Lovecraft hubiera maravillado a su abuelo más que la biblioteca en la que estaba entrando ahora.
Había estantes sobre estantes de libros, dos plantas llenas de ellos. Aparte el espacio ocupado por las tres altas ventanas en el lado de la habitación frente a la entrada, absolutamente cada centímetro disponible de pared encima y debajo de la galería que la rodeaba estaba lleno de libros, y había montañas de ellos apilados en dos largas mesas, y sobre las sillas de respaldo alto, y otros montones más en el suelo y en los rincones. Era la maravilla de un coleccionista, el sueño de un erudito, y ardí en deseos de acariciar los lomos y girar las páginas y leer las palabras.
—Impresionante, ¿verdad? —dijo mi anfitrión—. Imagino que es con mucho la mejor colección de todo el mundo en volúmenes dedicados a lo macabro y lo fantástico. Ahí, por ejemplo, bajo ese nicho griego que contiene un pálido busto de Palas, está el conjunto de la más maravillosa acumulación de primeras ediciones y manuscritos —junto con otros artefactos más exóticos— de Poe que jamás me hubiera atrevido a ver, y mucho menos tocar, y mucho menos aún poseer, allá en los días de mi oscuridad.
Recorrió lentamente la larga habitación, apuntando con su bastón hacia esta o aquella fabulosa rareza y describiendo con satisfacción sus particulares y sus complejas historias, y yo iba tropezando tras él en una especie de bruma, dominado por un creciente asombro ante todos aquellos legendarios tesoros, sorprendido de ver libros de gigantes tales como Arthur Machen y Ambrose Bierce y Arthur Conan Doyle que yo, especialista en el campo, jamás había sabido que existieran.
Finalmente alcanzamos la otra pared de la habitación, y de pie junto a la escalera de caracol de acero que ascendía hasta la galería, Lovecraft apoyó cuidadosamente su mano sobre la cabeza de una pequeña gárgola tallada en la estantería a su lado y me miró con una expresión extremadamente solemne y seria en su largo y delgado rostro.
—Tiene que prometerme muy solemnemente —dijo, hablando con una absoluta severidad, con toda huella de humor ausente de su voz— que nunca revelará nada de lo que está a punto de ver a menos que tenga mi permiso explícito para hacerlo.
Le estudié esperando algún signo que indicara que aquella repentina seriedad extrema era alguna especie de pose, pero me di cuenta de inmediato que en realidad hablaba mortalmente en serio y asentí con la cabeza.
—Me temo que necesito algo más que un asentimiento con la cabeza en este caso —dijo, sin la menor huella de humor en su voz.
—Prometo de mantendré el secreto de cualquier cosa que vaya a mostrarme ahora —dije—. Lo prometo seriamente.
Escrutó mi rostro durante un largo momento, luego sonrió, apretó delicadamente y con precisión la nariz de la gárgola y —sin siquiera un susurro— la estantería se deslizó nuevamente a un lado para revelar una capa más profunda de hileras e hileras de libros ocultos uno o dos metros más atrás. ¡Había una segunda biblioteca más pequeña —y, pude decirlo al momento, mucho más siniestra— oculta hábilmente dentro de la primera!
—Esos libros también están relacionados con lo macabro y lo fantástico —observó Lovecraft, entrando en su misteriosamente revelada pequeña habitación como si diera un paseo. Todavía conservaba huellas de aquella nueva solemnidad, pero con aquel tono mucho más familiar de burla subyacente visible de nuevo dijo—: El acontecimiento esencial es que hemos pasado más allá del departamento de ficción de mi pequeña colección y nos hemos trasladado a la parte referida a los hechos, y aunque la inmensa mayoría de estos hechos serían vehementemente negados por la sabiduría contemporánea de este mundo, hay mucho aquí que sería aprobado por los más serios investigadores.
Agitó los dedos hacia la sección de libros de aspecto nuevo que casi llenaban una pared lateral, y un rápido examen de ellos reveló una multitud de nombres bien conocidos por cualquiera que pretenda estar aunque solo sea ligeramente familiarizado con la física moderna.
—Por supuesto, incluso en esta supuestamente área más segura tengo un cierto número de objetos que podrían alterar muy seriamente la comunidad científica actual —dijo—. Las fórmulas garabateadas en ese pequeño libro de notas de Einstein que tiene justo delante de su nariz, por ejemplo. Pero creo que un intelectual de sus gustos particulares, Edwardius, estará más interesado en echar un vistazo a estos volúmenes de aquí.
Miré al extremo más alejado de la habitación que me había indicado, y quedé desconcertado, porque me pareció que había algo muy extraño y equivocado en aquello. No pude dilucidar lo que era excepto decir que toda el área parecía extrañamente oscura, como si estuviera velada de algún modo —una desagradable y muy inquietante imagen de horriblemente pegajosas telarañas desenfocadas flotó en mi mente—, y parecía, de alguna forma muy extraña, como si aquel rincón de la pequeña biblioteca estuviera desproporcionadamente más lejos que el resto. Tuve la noción tremendamente peculiar de que nunca sería capaz de recorrer toda la distancia aunque pasara horas o incluso semanas intentándolo, y que muy probablemente moriría bajo horribles circunstancia en algún momento a lo largo del viaje si pretendía intentarlo.
Pero evidentemente nada de aquello tenía sentido, así que hice de tripas corazón, y había dado ya un paso hacia las estanterías que Lovecraft me había indicado cuando apoyó suavemente una mano en mi brazo para detenerme, luego pasó por mi lado y —con su espalda vuelta escrupulosamente en mi dirección como para bloquear mi visión— parecía ejecutar de una forma limpia y eficiente una breve serie de gestos rituales antes de echarse a un lado, casi con una ligera inclinación de cabeza, e indicarme que podía pasar. Miré de nuevo hacia la esquina y tuve que sonreír ante todas mis imaginaciones anteriores porque ahora no había el menor signo de extrañas oscuridades y, si alguna vez había existido aquella extraña distorsión espacial y no había sido un completo producto de mi fantasía, había desaparecido por completo.
Pero a medida que me acercaba a aquellas estanterías y empecé a poder leer algunos de los títulos de los libros guardados en ellas, sentí que mi sonrisa se desvanecía con rapidez. Adelanté una mano repentinamente sudorosa, tiré de un libro apolillado del estante delante de mí, y giré nerviosamente algunas de sus páginas —que no eran de papel, sino de algo asquerosamente grueso, casi fofo, que parecía resbalar burlonamente de entre mis dedos con una vida propia— antes de que una total revulsión me invadiera por completo, y volví a colocarlo apresuradamente en su lugar con un violento estremecimiento. Me volví hacia Lovecraft y vi que estaba inclinado hacia adelante sobre su bastón, con ambas manos en su empuñadura y sonriéndome con el aire du alguien que acaba de gastar una maravillosa broma.
—No puede ser —jadeé, y entonces tragué saliva y creí comprender—. Ya Veo…, ¡está sonriendo porque me ha engañado, porque todo esto es una maravillosa ficción y me ha asustado con ella!
—No, en absoluto —dijo, aún sonriendo—. Sonrío porque es real, porque su miedo está bien fundado, porque me recuerda tanto a mí mismo y mis horrores cuando tropecé por primera vez con ese libro.
—Pero…, ¡De Vermis Mysteriis! —exclamé—. ¡No existe ese libro! Fue creado por Robert Bloch a mediados de los años treinta para un relato en Weird Tales, cuando usted y él y todos esos otros autores estaban jugando a ese maravilloso juego literario de crear un mundo de monstruos y sus cultos. El libro era tan solo un decorado de magia negra para sus magos de ficción. ¡Usted incluso ayudó a Bloch a crearlo cuando le escribió una carta y le dijo cómo latinizar el título!
Lovecraft asintió solemnemente, pero la sonrisa nunca abandonó su rostro.
—Cierto, todo cierto —dijo—. Y en mis cartas me he dirigido a menudo a Robert como Ludvig, según Ludvig Prinn, el extraño erudito autor del grimoire, y Robert y yo creímos firmemente que habíamos creado al viejo tipo de pies a cabeza.
Lovecraft se echó a reír, y los ecos de su risa susurraron de vuelta, rebotaron en los lomos de todos aquellos libros.
—Oh, estábamos todos tan metidos en eso, Edwardius, era realmente divertido. Todos creíamos saber tanto, pero solo éramos engreídos chicos listos jugueteando con Yog-Sothotherías, su viejo Abuelo incluido, y resultó que no sabíamos absolutamente nada.
Entonces hizo una pausa y su risa se hizo temblorosa y entrecortada.
—¡Pero teníamos razón! —dijo, mirándome fijamente y guiñándome un ojo—. De alguna forma, durante todo el tiempo…, ¡teníamos razón!
Entonces hizo una pausa, inspiró profundamente, dejó escapar con lentitud el aire, y le vi reunir visiblemente fuerzas antes de continuar.
—Edwardius, es usted realmente, como observó Klarkash-Ton, un formidable erudito de ese pequeño grupo de escritores de lo macabro con los que Smith y yo nos sentimos orgullosos de asociarnos. Conoce usted mucho de todas nuestras historias, incluida la mía personal en particular, pero debo decirle ahora que hay muchos recodos de considerable importancia en esa última historia que usted no conoce por la simple razón de que me he tomado grandes esfuerzos, y empleado muchas e ingeniosas estratagemas, para mantenerla cuidadosamente oculta.
Salió de la pequeña biblioteca, y nos sentamos en lados opuestos de la mesa más cercana en la habitación grande. Lovecraft apartó a un lado un montón de cosas que incluían una abollada caja metálica, algunos recortes de periódicos amarillentos y una polvorienta tablilla de arcilla seca, para despejar el espacio entre nosotros, y luego se inclinó hacia adelante y se apoyó sobre sus codos y empezó a hablar.
—Ya conoce usted mi grave enfermedad en 1937. Me había visto afectado por unos crecientes problemas digestivos desde hacía años, que había ignorado estoica y estúpidamente, pero gradualmente fui dándome cuenta de la seriedad de mi dolencia, y en febrero de aquel año tuve muy pocas dudas de que me estaba muriendo. Mi diagnóstico se vio confirmado por un especialista en marzo, y pronto me encontré atiborrado de morfina en el Jane Brown Memorial Hospital, sin nada que hacer excepto escribir sobre mis síntomas con la débil esperanza de que eso pudiera ser de alguna ayuda a mi médico.
En algún momento durante la noche del trece el dolor me despertó pese a mi medicación, y mientras permanecía tendido allí, mirando al techo e intentando aislarme de la agonía de mis entrañas, una parte de mi mente, que había sido casi completamente reprimida durante toda mi vida hasta aquel momento, se liberó de pronto de sus ataduras y empezó a hablarle al resto de mí con tanta ansiosa intensidad y desesperado énfasis que casi pareció que podía oír realmente sus susurros en mis oídos, unos susurros tan claros que empecé a preocuparme de que las enfermeras pudieran oírlos y de alguna forma hacerlos callar, y no deseaba que eso ocurriera, puesto que me estaban diciendo algunas cosas notablemente interesantes.
Hizo una pausa y me miró, y en las crecientes sombras de la biblioteca parecía brillar positivamente con un aire de excitación que le hizo parecer más joven todavía de lo que había parecido antes.
—¿Y si esas abrumadoras entidades que había pasado mi vida conjurando y escribiendo sobre ellas, todos esos aterradores monstruos antiguos que vagaban procedentes de otros planetas y dimensiones y cuyos poderes eran tan vastos y abrumadores…, y si eran reales? ¿Y si mis minuciosamente detalladas y precisas visualizaciones de todos sus horrendos particulares hasta su último tentáculo y garra no eran invención mía, sino un lento desvelar de seres que existían realmente?
Es bien conocido que había jugueteado antes con esas ideas, pero solo como provocativas diversiones intelectuales. Sin embargo, creo que incluso entonces debía de saber, aunque seguramente lo hubiera negado farisaicamente si hubiera sido presionado a revelarlo, que hablaban a algo muy profundo dentro de mí, porque nunca dejaron de proporcionarme un profundo y altamente satisfactorio frisson. ¿Es posible que hubiera estado usando talentos y habilidades que esta furtiva parte susurrante de mi mente había conocido durante todo el tiempo, pero que mi pobre y puritana mente consciente, tan complacida con las limitaciones, había ignorado, sin duda asustada, de forma concienzuda? ¿Había tanteado inconscientemente a través de las barreras que los separaban a Ellos de nosotros y había practicado una abertura en el tiempo y en el espacio entre nuestros distintos mundos?
Se inclinó hacia adelante, haciendo resonar ligeramente la tablilla de arcilla sobre la mesa, y me miró con intensidad, como si juzgara si yo estaba preparado o no para lo que estaba a punto de decirme a continuación.
—Entonces realicé un pequeño experimento, Edwardius —dijo—. Uno más bien chillón para un tranquilo y recluido autor amante de sus tías. Lo admitiré, pero después de todo me estaba muriendo. No tendría otra oportunidad.
Localicé una delgada grieta como una telaraña que recorría el techo sobre mi cama, y la miré y la miré tan intensamente como pude hasta que vi que sus bordes centrales empezaban a hincharse. Entonces descubrí que era capaz de mirar más fijamente todavía, y vi aquellos mismos bordes centrales empezar a separarse, y luego, increíblemente, pero con una extraña sensación de alivio que ni siquiera puedo empezar a describir, observé dos delicados tentáculos negros agitarse fuera y tirar de la abertura para abrirla solo un poco más de modo que un pequeño trozo del techo se desprendió y sentí cómo caía con un ligero plunc en el cubrecama sobre mi pecho.
Entonces el susurrador dentro de mí empleó toda mi mente para hablar con aquella Entidad de arriba, dándole órdenes con la segura confianza de un mago experimentado, y fui consciente de un enorme agitar detrás de todo el techo, que se extendía hacia abajo a lo largo de las porciones superiores de las paredes. Débiles sonidos de raspar y arañar, algo como el escurrirse de un millar de furtivas ratas y algo como el retorcerse de una enorme multitud de hinchados gusanos, se oía por todas partes, y ahora la grieta en el techo se abrió aún más, y de ella, rezumando por entre aquellos tentáculos más pequeños, emergió un largo y serpentino apéndice que terminaba en un complejo remolinear de ondulantes filamentos. Mientras miraba con los ojos desorbitados, descendió más, y observé que los filamentos se hundían suavemente bajo el cubrecama y se deslizaban dentro de mi piel.
Observé cómo mi cáncer me abandonaba, Edwardius, lo vi serme extirpado, absorbido por aquel tubo vivo en un firme flujo sangriento, y solo cuando hubo desaparecido por completo, hasta su última molécula, ¡y yo supe que había desaparecido, Edwardius!, se desprendió aquella notable cosa de mi cuerpo y se deslizó de nuevo hacia arriba y desapareció.
Mientras miraba a la rendija después de eso vi, flotando en la oscuridad detrás del techo, un brillante ojo rojo con una pupila rasgada, y me hizo un guiño, y yo le hice un guiño, y los pequeños tentáculos se retorcieron de nuevo hacia atrás, desaparecieron de mi vista, exactamente igual que humo inhalado, y la rendija se cerró casi tan por completo como estaba antes de mi pequeño experimento, pero no por completo.
Hizo una larga pausa y luego rio quedamente.
—Todo aquello era tan exactamente perfecto, una hilarante imitación de un fresco de Giotto: el flaco y moribundo escritor en su sombría cama del Memorial Hospital mirando al techo con ojos brillantes a una visión de una parte de Shub-Niggurath emergiendo de las alturas, que me eché a reír, Edwardius. Suavemente al principio, luego más y más fuerte, y pronto el ala estaba llena de desconcertadas enfermeras sacudiendo el yeso de encima del señor Lovecraft y deseado que se callara, ¡y yo no podía o no quería porque desde que era niño había ardido en deseos de jugar con genios y dríadas y ahora, en el momento oportuno, el susurrador me había mostrado cómo hacerlo!
Suspiró alegremente, se arrellanó en su silla e hizo un expansivo gesto con ambos brazos a la biblioteca a nuestro alrededor.
—También me ayudó a construir y a comprar esta casa —dijo—, puesto que yo no hubiera podido permitírmelo, no me hubiera podido permitir nada de esto, de no ser por el gran y sorprendente éxito que tuvieron de pronto mis pequeños esfuerzos literarios, por sí mismos y en el cine, y por toda la extraordinaria variedad de otras empresas, valiosas y pueriles, que han surgido de ellos. Creo que es justo decir que ese horrible programa infantil de televisión de dibujos animados del sábado por la mañana que la cadena ha titulado detestablemente Los chicos de Cthulhu cubre él solo nuestros gastos de cada día. Todo ese éxito se ha producido desde mi recuperación aquella memorable noche, y sus orígenes se remontan claramente al contrato que hice en aquella ocasión.
Me lo quedé mirando, con mi mente hecha un torbellino, y tartamudeé la candente cuestión.
—Entonces, ¡esos monstruos que usted y Smith y Bloch y los demás han escrito eran todos ellos reales!
—¡Exacto! —exclamó—. Pero no eran reales en nuestra realidad. Estaban separados de ella, imponentes en un limbo, exactamente igual que el pobre viejo Cthulhu en mis historias. Nuestros escritos y sueños los tocaron y los despertaron, pero no fue hasta después de que yo tirara realmente de uno de ellos fuera del techo a fin de salvar mi vida, le arrastrara a este mundo nuestro por una fuerza de voluntad absurdamente incrementada por la amenaza de una muerte inminente, que pudieron empezar a manifestarse. Desde entonces han continuado, atareada e incesantemente, a seguir aquella primera penetración a este nudo dimensional del espacio y el tiempo donde hemos establecido nuestro hogar desde entonces, Edwardius, ¡y debo decir que lo han hecho de la forma más sorprendente posible!
Dio la vuelta a la tablilla de arcilla y la empujó a través de la mesa, de modo que su cara mirase hacia mí.
—¿Reconoce esto? —preguntó.
La estudié con creciente sorpresa. Era un tosco rectángulo de un par de centímetros de grueso y un área de doce por quince. En su superficie superior, en una especie de cruce entre los estilos cubista y art déco, muy obviamente salido de los años veinte o treinta, alguien había modelado un notablemente inquietante bajorrelieve de un monstruo octopoide alado acurrucado malignamente delante de un multianguloso edificio picassiano.
—Es la escultura inspirada por un sueño del artista Wilcox en «La llamada de Cthulhu» —dije excitado—. ¡Es el primer indicio tangible que da usted en sus mitos de que los viejos dioses existen!
—Exactamente —dijo Lovecraft con un asentimiento de cabeza—, pero no del todo exactamente. Observará que la firma del artista grabada al dorso de la tablilla es Wilton, no Wilcox, y la fecha es 1938, no 1925, como en la historia. Y aunque los ajados recortes de periódico que puede ver usted aquí siguen el mismo esquema general que creé en «La llamada», todos ellos son variaciones de ese esquema; todos ellos se refieren a gente real con nombres que varían, a veces sutilmente, a veces muy ampliamente, de los nombres que di a mis personajes de ficción, y todos ellos datan de después de mis aventuras médicas en el Jane Brown Memorial Hospital.
Ocurre lo mismo con esos viejos libros de notas. Observará que no están escritos por el querido viejo profesor George Gammell Angelí, en quien soñé por primera vez durante las miserias de mi exilio en Brooklyn en 1925, sino que son los desesperados garabatos de un caballero de carne y hueso que es también profesor, de física, no de lenguas semíticas, vale la pena señalarlo, llamado Horace Parker Whipple. Ambos caballeros, sin embargo, el real y el de ficción, murieron después de ser misteriosamente atacados por un marino. Las extrañas fuerzas que modelan esta futura realización de mi mundo ficticio siempre se adhieren muy de cerca a los más siniestros detalles originales de mis historias.
A lo largo de estas líneas es también interesante observar que, como los de mi enteramente imaginario profesor Angelí, los libros de notas de Whipple muestran que se había tropezado con un culto, el nombre de cuyo dios es, por supuesto, Cthulhu. Aunque todo lo demás en este proceso continuo de materialización de las criaturas y nociones básicas de mis imaginarios mitos y su incorporación a nuestro universo parece sometida a veces a cambios incluso caprichosos cuando es necesario, los nombres de todas las deidades y sus servidores nunca varían ni una letra de mis sugerencias originales.
—Pero los libros —dije—. Si este cambio a la realidad es todo obra suya, entonces, ¿qué hay de los libros? De Vermis Mysteriis y todos los demás, ¡he podido echarles una ojeada!, todos esos tomos antiguos de magia negra que creí que usted y los demás habían imaginado para sus historias, Cultes des Goules, Unaussprechlichen Kulten, ¡todos esos libros son viejos! ¡Son antiguos! ¡Llevan ahí desde mucho antes de que usted naciera!
Lovecraft sonrió.
—Sí, es cierto —dijo—. Y todas las remotas fechas que Smith y Bloch y yo y otros les adjudicamos han resultado ser exactas. Oh, es cierto que todos nosotros no éramos más que ingenuos indigentes, escribiendo para los pulps con patéticas pretensiones de erudición, y que ninguno de nosotros ha sido nunca lo bastante sofisticado como para tener un indicio de que lo que estábamos escribiendo podía ser realmente la verdad, Pero esos libros existían, de acuerdo, y estaban muy cuidadosamente ocultos bajo llave por eruditos, exactamente como nosotros habíamos imaginado; ¡sobre todo, creo, para protegerlos de que unos presuntuosos advenedizos como nosotros de la pandilla del viejo Weird Tales pudiéramos echarles la mano encima! ¡Ha sido todo un chiste para nosotros, sin mencionar nuestro pequeño planeta, que toda la biblioteca que formaban haya resultado ser exactamente igual a como la habíamos imaginado!
Se permitió una vez más aquella un tanto desagradable risa parecida al cloqueo de una bruja, y se inclinó hacia adelante de forma confidencial.
—El único problema con esos libros, Edwardius —susurró con un guiño—, era que hasta que yo y los demás escribimos sobre ellos, y yo entré en contacto con las fuerzas que había detrás de ellos en mi supuesto lecho de muerte…, ¡el problema era que no funcionaban!
Hizo una pausa y se echó hacia atrás, con los dedos abiertos sobre la oscura madera de la mesa ante él, y aquella firme solemnidad que había observado antes cayó sobre su figura, momentáneamente, como un sudario. Luego, en un parpadeo, se alzó de nuevo, y estaba sonriendo triunfante de oreja a oreja.
—Pero ahora funcionan —susurró—. ¡Ahora funcionan!
Permanecí sentado como algo tallado en piedra, buscando infructuosamente en el confuso torbellino de mi cerebro algo sólido a lo que aferrarme. Entonces oí una suave y discreta llamada en la puerta de la biblioteca, y salté como si alguien hubiera disparado un cañón junto a mi oído.
—Ese debe de ser Smith —murmuró Lovecraft, luego llamó:
—Entra, Klarkash-Ton.
La puerta se abrió y Smith se deslizó en silencio dentro de la estancia. Me estudió con una interesada expresión en su delgado y arrugado rostro y luego se volvió hacia Lovecraft.
—Veo por la expresión aturdida de nuestro joven amigo que su iniciación prosigue a buen ritmo —dijo. Luego se volvió hacia mí y me estudió de una forma amable pero penetrante—. No sea demasiado duro consigo mismo, Edwardius, todo esto es muy difícil de aprehender. Me pasó a mí cuando H.P.L. intentó explicarme el estado de las cosas después de que cantara la fórmula de evocación de Borellus sobre mis sales esenciales y me trajera de vuelta a este simulacro de mi ser vivo. Y usted es afortunado en el sentido que, cuando finalmente consiga captar todas las multicolores implicaciones de la situación, podrá consolarse con el conocimiento de que no se halla usted entre los responsables de su venida. Al menos no participó, como hicimos Howard y yo mismo, en liberar a esos monstruos.
Lovecraft se enderezó en su silla, bufó suavemente y miró a Smith con tranquila desaprobación.
—¿Monstruos, Klarkash-Ton? —preguntó—. ¿Seguro que esto es algo más que una pequeña opinión personal?
—Monstruos —dijo Smith con voz clara y firme, sonriendo a Lovecraft un poco hoscamente, y luego volviéndose hacia mí, aún sonriendo—. Howard nunca es lento con la implicación de que soy cósmicamente xenófobo.
—No estoy haciendo ninguna implicación —dijo Lovecraft con firmeza—. Estoy enunciando un simple hecho. Esos seres no son simplemente malévolos en relación con la vida de nuestro planeta, lo he dicho constantemente en mis historias, y ha resultado ser la simple verdad: tan solo son indiferentes a ella.
Smith miró a su viejo amigo y suspiró.
—¿Cuándo vas a enfrentarte a ello, Howard? —preguntó—. Esas criaturas a las que hemos dejado libres son monstruos. Eran monstruos en fuera cual fuese el infierno del que vinieron, son monstruos aquí en la Tierra, y serán monstruos allá donde vayan a continuación. Mi buena suerte es que no me importan lo suficiente mis semejantes, hombres y mujeres, como para sentirme abiertamente inquieto por lo que hemos soltado sobre ellos. Por favor, no tomes mi actitud como una de desaprobación moral. No se trata de la segura y cierta dominación y destrucción de mi desagradable especie lo que me preocupa, es el hecho de que mi contribución fue simplemente el resultado accidental de la ineptitud e ignorancia personales. Hubiera preferido condenar a mi miserable raza a propósito.
Lovecraft hizo un gesto de disgusto, apartó los comentarios de Smith con un cansado gesto de su mano que indicaba que ya había hecho lo mismo muchas veces antes, y luego me miró desde el otro lado de la mesa con el aire de un hombre que ha tenido de repente una muy buena idea.
—Puesto que las cosas están yendo tan bien y ha mostrado usted una aptitud tan notable para la expansión, Edwardius —dijo—, creo que tengo una forma sencilla y razonable de echar a un lado cualquier pequeño temor o duda que las palabras de Klarkash-Ton puedan haber suscitado en usted respecto a esos visitantes. Se trata simplemente de permitirme que le presente a uno de ellos, en persona, de modo que pueda verle, hablar con él, y luego juzgar por sí mismo si piensa que es o no un monstruo. También, si ha de verse implicado en la continuación de nuestras actividades, es importante descubrir si ellos lo encuentran o no a usted tolerable. Es un riesgo obvio. ¿Está dispuesto a correrlo?
Le miré con la boca abierta y la cabeza dándome vueltas ante la escalada de todo aquel asunto.
—¿Está sugiriendo llamar a uno de esos seres? —jadeé.
—Lo hago constantemente —dijo Lovecraft con indiferencia—. No hay nada más sencillo, una vez te has acostumbrado a ello.
Smith se agitó, y vi que su expresión se había vuelto aún más irónica que lo habitual.
—Pienso que es justo, H.P.L. —dijo— que le expliques a Edwardius la pequeña razón por la cual tienes tan frecuentes ocasiones de llamar a tus camaradas.
Lovecraft le miró con el ceño ligeramente fruncido, luego se encogió de hombros y se volvió hacia mí abriendo un poco las manos.
—Como consumado estudiante de nuestros esfuerzos literarios —dijo fríamente— es usted consciente, por supuesto, de que Klarkash-Ton es un perpetuo amante de la ironía. El hecho es que a fin de continuar aquí con el lujo al que nos hemos acostumbrado, es necesario ofrecer de tanto en tanto un pequeño sacrificio. Un sacrificio humano, para ser exactos. Entienda, siempre hemos sido meticulosamente cuidadosos y ofrecer individuos cuya pérdida nunca sea detectada o sea recibida con agradecimiento por la gente sensata e inteligente. Arrogantes u obtusos críticos literarios, por ejemplo, o algunos de los responsables de los más toscos pastiches de mis escritos.
—Y de los míos —dijo Smith, con una ligera sonrisa macabra—. Pero, dejando a un lado nuestras buenas intenciones, tiene que comprender que si permite que Howard efectúe esta propuesta presentación correrá usted el riesgo de convertirse en ese sacrificio a causa de algún contratiempo. No estoy seguro de que esas criaturas puedan diferenciar un mal crítico de un buen escritor.
Lovecraft se puso en pie.
—Lo que dice Klarkash-Ton es perfectamente cierto, Edwardius —dijo—. Este encuentro no va a estar desprovisto de riesgo. Pero, al contrario que él, yo puedo, y lo hago entusiásticamente, recomendarle que corra ese riesgo y emprenda esta aventura. ¡Creo realmente que yo hubiera aceptado sin dudar si alguien me hubiera hecho una invitación como esta cuando yo era joven! Así que, Edwardius, ¿se decide? ¿Lo hacemos?
Vacilé un momento, luego me puse en pie y asentí con firmeza.
—Nunca me perdonaría si no lo hiciera —dije.
Lovecraft y yo abandonamos la biblioteca con un dubitativo Smith y recorrimos pasillos y bajamos escaleras, yo siempre consciente de un villano o monstruo pintado mirándonos desde arriba en alguna pared. Lovecraft y yo hicimos una pausa en la entrada para recoger nuestras capas y nuestros sombreros, puesto que había empezado a caer una fina llovizna, y salimos caminando a la hierba, y Lovecraft me condujo a una zona boscosa. Después de que nos hubiéramos abierto camino entre los árboles durante más tiempo del que pensé que era lógico en una propiedad tan pequeña como había parecido ser aquel rincón de Providence —en especial cuando observé que aquellos árboles se habían convertido de relativamente jóvenes a viejos gigantes secos de enormes tronco que eran totalmente improbables en una zona así—, me volví hacia mi anfitrión algo desconcertado.
—Tiene usted totalmente razón, Edwardius. —Me sonrió y asintió con la cabeza—. Todo esto es mucho más grande y viejo de lo que debería ser, pero hemos hecho un poco de trampa con este tiempo y espacio. En esta excursión solo penetraremos un poco en el borde occidental del bosque. Hay mucho más aquí, créame, que podrá saborear y explorar una vez se haya asentado con nosotros. Hay una antigua ciudad en ruinas, por ejemplo, y un maravilloso pantano tenebroso, y cuevas y grutas debajo de las cuales todavía no he empezado a explorar. En cualquier caso, hemos alcanzado nuestro destino.
Entramos en un claro, y me estremecí al encontrarme de pie empequeñecido en medio de las primitivas espiras de un pequeño pero impresionante círculo de monolitos. Lovecraft se dirigió hacia una piedra vertical gris que se alzaba hasta dos veces su altura y acarició casi con afecto las empapadas ondulaciones de su musgoso costado.
—Esas viejas rocas fueron cuidadosamente retiradas de una alta y solitaria montaña en el casi exacto equivalente de Dunwich en el mundo real, que era, por supuesto, el lugar donde residían mi mago Whateley de ficción y su peligrosa y no totalmente humana prole —dijo—. Las hice retirar de allí, luego disponerlas cuidadosamente aquí, exactamente en la misma siniestra formación circular que tenían originalmente, y me complace decir que no han perdido ninguno de sus sorprendentes poderes.
Señaló a una formidable losa plana de granito en el centro de la formación.
—Esa es la piedra de sacrificios —dijo—. Fue bautizada mucho antes de que las brujas vinieran de Europa para reclamarla para ellas. Los indios la usaban en sus rituales desde tiempos antiguos, y recientes contactos que he tenido me aseguran que antes entidades mucho más antiguas y extrañas le dieron lo que deseaba durante milenios. Llegue hasta ella, Edwardius. Pálpela. No es solo su textura, es la sensación que emite. Se ha visto implicada en incontables acciones poderosas y ha absorbido mucha sangre de clases muy distintas.
La llovizna se había convertido ahora en una firme lluvia barrida por el viento, y las lisas acanaladuras grabadas en la piedra atrapaban el agua caída de tal modo que gorgoteaba sugestivamente mientras era guiada y se derramaba en un insaciable pozo oblicuo cavado en el centro de la piedra. Tendí la mano, y en el instante en que mis dedos entraron en contacto con la decoloración salpicada de liquenes que rodeaba la abertura el suelo pareció abrirse bajo el impacto de un trueno ensordecedor sobre nuestras cabezas.
—Oh, eso es excelente —dijo Lovecraft, mirando al cielo, totalmente ajeno a la lluvia que caía en cascada sobre su rostro—. Oh, eso está muy bien. Mire las nubes, Edwardius…, de qué forma se acercan en círculo desde todos los horizontes para formar una sola y gran nube en ese punto sobre nuestras cabezas. Divertido como brujas acudiendo a formar un aquelarre[2], ¿no cree?
El viento se había incrementado furiosamente y estaba azotando nuestras piernas y las bases de las piedras con la alta hierba del claro, y haciendo que nuestras capas restallaran sobre nuestros cuerpos. Los rayos trazaban sus angulosos dibujos por todo el cielo, y pronto cada trueno se superponía al anterior de tal modo que solo había un perpetuo y firme rugir.
Pero yo apenas era consciente de todo eso, porque poco a poco me estaba dando cuenta de que estaba observando un fenómeno sin paralelo con nada que hubiera visto u oído en el mundo natural. Alcé la vista hacia ello, tan intensamente como lo hacía Lovecraft a mi lado, y cuanto más lo observaba desplegarse más se convertía mi aterrada admiración en una especie de reverencia.
Las nubes se habían fundido en una enorme cosa encima de nosotros que, mientras miraba, adquirió rápidamente una muy inquietante solidez mientras los rayos —destellando a su alrededor y en sus profundidades— empezaban a revelar innumerables y cada vez más claros detalles que ahora podía ver fácilmente que ya no eran meros torbellinos gaseosos, sino los movimientos conscientes de una vasta multitud de órganos vivos —primero toscamente formados, pero pronto rápidamente esculpidos y refinados—, cada uno nacido en frenéticos y ansiosos movimientos.
La loca gama y variedad de aquellos miembros se hizo más clara cuando sus formas se aclararon y sus perfiles se hicieron más nítidos. Algunos de ellos exhibían varios grados de parecido a los órganos de las criaturas que moraban en nuestro planeta, pero otros eran tan totalmente extraños a cualquier cosa de la Tierra que no parecían ofrecer ninguna posible relación con ninguna especie o función que yo hubiera visto o de la que hubiera oído hablar alguna vez.
Entre los miembros y extensiones al menos algo identificables pude distinguir garras y pinzas de toda posible descripción, arañando y chasqueando hambrientas en el aire; una hirviente masa de patas aracnoides tanteando con obscena curiosidad en todas direcciones, e innumerables alas —algunas membranosas, algunas escamosas, algunas oscura e irregularmente plumosas, pero todas de enorme envergadura— que rodeaban por completo el cuerpo de la cosa formando un enorme anillo, cada una aleteando en perfecta sincronización con todas las demás.
Dominando todo aquello había un inmenso ojo que miraba fijamente, rodeado por cuatro enormes y estremecidos párpados formados por miles de ojos más pequeños, cada uno de los cuales miraba en distinta dirección desde su retorciente pedúnculo, con el resultado de que la impresionante entidad encima de nosotros podía verlo todo.
Di un salto cuando la mano de Lovecraft se apoyó de pronto en mi hombro.
—¿No es magnífico? ¿No es hermoso? ¡Un monstruo, realmente!
No pude pensar en ninguna respuesta. Parecía momentáneamente incapaz de decir nada, y además, el firme y poderoso rugir del trueno parecía burlarse de cualquier pequeño sonido que yo pudiera emitir.
Entonces me envaré cuando me di cuenta de que el sonido del trueno había empezado a cambiar y a modularse. Fue un poco antes de que comprendiera lo que estaba oyendo: el trueno se estaba modelando a sí mismo, del mismo modo que lo había hecho antes la forma de la nube. Estaba avanzando progresivamente de lo fortuito a lo orgánico; estaba empezando a desarrollar, a todos los efectos, una especie de boca.
—Ha captado lo que está ocurriendo, ¿verdad, Edwardius? —dijo Lovecraft.
Me sobresalté y me volví y le miré. Sentí que mis piernas temblaban y me apoyé contra la piedra sacrificial en busca de sostén. Él frunció el ceño cuando vio el gesto, y me sujetó y tiró de mí hacia atrás.
—No —dijo—. Ese es un error que siempre cometen las víctimas. Permanezca a mi lado.
—Está formando palabras —dije—. ¡Está hablando!
Lovecraft inclinó la cabeza hacia un lado y escuchó críticamente.
—Bueno, no enteramente, todavía no —dijo—. ¡Pero lo hará en cualquier momento!
Manteniendo una mano sobre mi hombro, avanzó un poco y miró hacia arriba.
—Este es Edwardius —exclamó con voz fuerte y clara—. Es un amigo. Está aquí para trabajar con nosotros. No es un sacrificio.
Repitió de nuevo mi nombre, gritando sus sílabas una a una y pronunciándolas muy claramente.
—Eed-waar-diuus —exclamó—. ¡Eed-waar-diuus!
Alcé la vista a la cosa y vi con un nuevo estremecimiento de horror que había empezado a producirse una especie de titánica convulsión en el centro de su parte inferior, una masa de tentáculos y patas articuladas que se extendían, estremecían y desenmarañaban, sin mencionar los seudópodos y aquellos otros puntiagudos horrores telescópicos, y otras cosas totalmente incomprensibles… ¡Era como observar un mar de nudos desanudarse por voluntad propia!
Y, en aquel momento, la criatura halló su voz.
—¡AAAAAY! —rugió como un trueno—. ¡AAAAAY!
Noté que Lovecraft se envaraba ligeramente y miraba hacia arriba con una cierta preocupación.
—Es extraño —dijo, algo desconcertado y, por primera vez, un poco inseguro de sí mismo—. No suena como debería de sonar.
Entonces, liberados de su enmarañamiento, todos aquellos horribles órganos se extendieron de una forma imposible, más allá de los confines de su gigantesco cuerpo, todo el conjunto adquirió el aspecto de una horrible parodia de una luminosa e Irradiante estrella flotando sobre un santo en un icono ruso.
—¡AAA AAY-CHaaa! —rugió la voz, y vi que Lovecraft miraba de reojo pensativo hacia arriba—. ¡AAAAAY-CHaaa!
—¡Eed-waar-diuus! —gritó Lovecraft hacia arriba, y luego se volvió hacia mí con un ligero e irritado encogimiento de hombros—. Ha tomado mal su nombre. No puede imaginar lo difícil que resulta nuestro lenguaje para algo con su aparato vocal.
Los tensos miembros que se extendían de la criatura iniciaron una lenta y muy ominosa curvatura hacia abajo, y me encogí pese a mí mismo. Y siguieron bajando, todas aquellas ansiosas cosas aferrantes y chupadoras y mordedoras, miles de ellas avanzando más y más cerca en un millar de formas diferentes, y mientras proseguían su lenta e inevitable aproximación, lo que al principio solo era una terrible suposición por mi parte cuajó en una inexorable certeza.
—Viene a por mí, ¿verdad? —Primero lo dije calmadamente, luego no tan calmadamente—. Viene a por mí, ¿verdad?
—Tranquilo, no se deje llevar por el pánico —susurró Lovecraft en mi oído, y luego gritó de nuevo hacia arriba—: ¡Eed-waar-diuus, es un amigo… Eed-waar-diuus!
—¡AAAAAAAY-CHAAA PEEEEEEEE! —rugió la voz desde arriba, y el poderoso círculo de piedras pareció estremecerse ante el sonido.
El rostro de Lovecraft palideció de pronto, luego enrojeció, y luego sus ojos se desorbitaron en un asombro absoluto.
—Por los dioses, creo comprender al fin lo que significaba esa estrofa en El pueblo del monolito de Geoffrey —se dijo para sí mismo, y luego se volvió hacia mí—. ¿A qué fecha estamos, Edwardius?
—Quince de Septiembre.
—Ajá —dijo—. Hubiera debido pensarlo. No se preocupe, muchacho, está usted completamente a salvo.
Entonces miró tranquilamente hacia arriba, con una relajada añoranza que era totalmente incongruente con su huesudo rostro estilo Isla de Pascua y extraordinariamente emotiva.
—Es realmente extraordinario y conmovedor —dijo.
Luego se volvió hacia mí y señaló sobre nuestras cabezas.
—Es hermosos, ¿verdad? —me preguntó.
—Sí —dije, tranquilizado por su tranquilidad—. Lo es. Klarkash-Ton está equivocado respecto a ellos.
—No puede evitarlo; hay una profunda amargura en él. Tiene que perdonarle.
—¡AAAAAAAY-CHAAA PEEEEEEEE EHLLLLLLLLLLLL! —retumbó la voz, y las piedras se estremecieron y agitaron en sus cavidades de tierra.
Lovecraft apartó su mano de mi hombro y avanzó uno o dos pasos, luego, con un pequeño salto ejecutado con la facilidad y la inconsciente gracia de un niño pequeño, saltó al centro de la piedra sacrificial.
Y Aquí estoy —llamó con su aguda, aguda voz a la enorme masa que rodaba allá arriba—. ¡Aquí estoy!
—¡AAAAAAAY-CHAAA PEEEEEEEE EHLLLLLLLLLLLL! —retumbó de nuevo la cosa, y luego—: ¡pp… pp… pp… PADRE! ¡PADRE!
Lovecraft permaneció inmóvil, mirando hacia arriba con los ojos muy abiertos a la enorme cosa que gravitaba sobre él, a los tentáculos y garras y extrañamente articulados dedos que se tendían hacia él. Uno de los monolitos, arrancado de sus raíces por el omnipresente rugir, cayó con un gran estruendo tras él, no alcanzándole solo por unos pocos centímetros, pero él ni siquiera se dio cuenta.
—¡PP… PADRE! —retumbó una vez más la voz mientras todos aquellos extraños y horribles miembros sujetaban tiernamente a Lovecraft, cada uno de una forma extremadamente gentil a su propia manera, según su extraña anatomía, y todos juntos lo alzaban cuidadosamente del suelo mientras él aceptaba sin resistirse su abrazo, su sostén, su envolvimiento, y seguía mirando hacia arriba al gran ojo de la cosa que lo estaba elevando más y más alto, y lo último que vi de H.P.L., la expresión de su enjuto, largo, solemne rostro, exhibía la extraña, misteriosa, relajada paz de un bebé en su cuna.
La puerta de la casa estaba abierta cuando volví, y Smith aguardaba justo al otro lado, con dos copas de vino en las manos, contemplando mi solitaria aproximación sin Id menor huella de sorpresa visible.
—Qué extraño —dijo—. Qué enormemente extraño. Sabía, sabía absolutamente que iba a ser usted en vez de Howard quien volviera. No sé por qué. Ciertamente nunca se me ocurrió la posibilidad con ninguno de los demás. Quizá sean esas citas de los Manuscritos pnakóticos que ha estado escribiendo últimamente.
—Es el aniversario de «El horror de Dunwich» —dije—. Es el día en que el hermano de Wilbur Whateley regresó finalmente a casa.
Me miró pensativamente.
—Así que al final hubo un sacrificio después de todo —dijo—. Y funcionó. No hay duda de eso. Ha cambiado usted.
Y en aquel momento me di cuenta por primera vez de que realmente había cambiado, que había algo muy diferente en la forma en que sentía con respecto a todo lo que hubiera sentido antes. Era una especie de resplandor, una especie de poder. Un tipo de poder muy profundo que me gustaba enormemente.
—Siempre hacemos un brindis después de los sacrificios —dijo Smith, tendiéndome una de las copas—. Se ha convertido en una tradición.
Chocamos los bordes de nuestras copas en un brindis, y el cristal sonó con un pequeño tintineo mágico. Smith engulló su vino de un largo y firme trago, pero yo solo di un primer sorbo. Era un amontillado, por supuesto.
—Prepararé la comida tan pronto como tenga usted hambre —dijo.
Y así es como ha sido todo desde entonces, sin que ninguno de los dos haya sentido nunca la más ligera necesidad de discusión o acuerdo. Klarkash-Ton sigue siendo el ayudante, yo he ocupado la posición del mago, y seguimos con los sacrificios con poca dificultad; parece que no hay perspectivas de carestía de víctimas. Tenemos suficientes con tan solo los investigadores que desaparecen. Admitiré que me sorprendió saber que en general son un asunto muy sangriento, lleno de desgarramientos y descuartizamientos y derretimientos que guardan muy poco parecido con la reverente ascensión concedida a H.P.L.
Aquella primera noche, sin embargo, Smith desapareció discretamente en dirección a la cocina, sirviéndose otra copa por el camino, y me encontré caminando con un tranquilo propósito hacia la biblioteca. Pronto estaba de pie en la alcoba secreta en su parte trasera, tendiendo la mano hacia el alto y oscuro lomo del Necronomicón, que había visto antes pero no me había atrevido a mencionar. Mi mano estaba todavía a unos centímetros de la estantería cuando el libro se agitó como un gato despertando suavemente y se deslizó por su propia voluntad a mis dedos, posándose en ellos del mismo modo que un pájaro se posa en su nido.
Está encuadernado en una especie de piel negra de largo y denso pelo, y después de sostenerlo unos momentos me di cuenta de que algunos de los mechones más largos se habían enredado afectuosamente a mis dedo. Todavía siguen haciéndolo hoy, cada vez que cojo el Necronomicón, y a veces lo hacen muy fuertemente. Sobre todo cuando estoy cantando.