El Negro con una Trompeta
T. E. D. Klein
1.
El negro [palabras oscurecidas por el matasellos] era fascinante…, tengo que tomar una instantánea de él.
—H. P. LOVECRAFT, POSTAL A E. HOFFMANN PRICE, 23/7/1934
Hay algo inherentemente reconfortante en la primera persona del pretérito imperfecto. Conjura visiones de algún narrador sentado ante su escritorio fumando contemplativamente una pipa en medio de la seguridad de su estudio, perdido en tranquilos recuerdos, inspirado pero esencialmente incólume tras cualquiera que sea la experiencia que esté a punto de relatar. Es un pretérito imperfecto que dice: «Estoy aquí para contar la historia. Sobreviví a ella».
La descripción, en mi caso, es perfectamente exacta, en todos sus aspectos. De hecho estoy sentado en una especie de estudio: un pequeño cuarto de trabajo en realidad, pero con estanterías de libros a un lado, debajo de una vista de Manhattan pintada de memoria hace muchos años por mi hermana. Mi escritorio es una mesa de bridge plegable que en sus tiempos le perteneció. Delante de mí la máquina de escribir eléctrica, aunque algo precariamente sostenida, zumba tranquilizadoramente, y desde la ventana a mi espalda me llega el susurro familiar del viejo acondicionador de aire, enzarzado en su solitaria batalla contra la noche tropical. Más allá, en la oscuridad de fuera, los pequeños ruidos nocturnos son indudablemente igual de tranquilizadores: el viento en las palmeras, el automático canto de los grillos, la apagada cháchara del televisor de un vecino, un coche ocasional camino de la autopista, cambiando de marcha mientras acelera más allá de la casa…
Casa, en realidad, puede que sea una palabra demasiado ampulosa; el lugar es un bungalow de estuco verde de un solo piso, el tercero de una hilera de nueve situados a varios cientos de metros de la autopista. Sus únicos rasgos distinguibles son el reloj de sol en el patio delantero, traído hasta aquí de la antigua casa de mi hermana, y la valla de delgadas maderas puntiagudas ahora casi cubierta por las hierbas, que erigió ella pese a las protestas de los vecinos.
No es en absoluto el más romántico de los ambientes, pero bajo circunstancias normales podría ser un fondo adecuado para meditaciones en pretérito imperfecto. «Todavía estoy aquí —dice el escritor, ajustando el tono. (Siempre me he atenido al requisito de la pipa en la boca, llena con una apretada cantidad de latakia)—. Ya ha terminado todo —dice—, y yo he sobrevivido a ello».
Una premisa reconfortante, quizá. Solo que, en este caso, no es cierto. Nadie puede decir todavía si la experiencia «ha terminado» realmente; y si, como sospecho, el capítulo final aún tiene que escribirse, entonces la noción de «yo he sobrevivido a ello» puede parecer un patético orgullo.
Sin embargo no puedo decir que encuentre el pensamiento de mi propia muerte particularmente inquietante. Me he sentido tan cansado, a veces, de esta pequeña habitación, con su barato mobiliario de mimbre, los viejos y gastados libros, la noche presionando desde fuera… Y de ese reloj de sol ahí en el patio, con su idiota mensaje: «Envejece conmigo»…
Eso es lo que he hecho, y mi vida parece haber importado muy poco en el esquema de las cosas. Seguramente su final tampoco importará demasiado.
Ah, Howard, tú lo hubieras comprendido.
2.
¡Eso, muchacho, es lo que yo llamo una experiencia de viaje!
—LOVECRAFT, 12/3/1930
Si, mientras estoy aquí sentado, esta historia adquiere un final, promete ser un final infeliz. Pero el principio no lo es; puede que de hecho lo consideren incluso un tanto humorístico…, lleno de cómicas caídas de culo, vueltas de pantalones mojadas y el reventar de una bolsa de vómitos.
——Me hice la fuerte para soportarlo —estaba diciendo la vieja dama de mi derecha—. No me importa decírselo, estaba terriblemente asustada. Me aferré a los brazos del asiento y simplemente rechiné los dientes. Y luego, ¿sabe?, inmediatamente después de que el capitán nos advirtiera de aquella turbulencia, cuando la cola se alzó y cayó, flip-flop, flip-flop, bien —hizo llamear su dentadura postiza hacia mí y me palmeó la muñeca—, no me importa decírselo, simplemente no pude hacer otra cosa que echarlo.
¿Dónde había aprendido aquella vieja dama esas expresiones? ¿Y estaba intentando entablar conversación conmigo después de aquello? Su mano se pegaba húmeda a mi muñeca.
—Espero que me permita pagarle la tintorería.
—Señora —dije—, no se preocupe. El traje ya estaba manchado.
—¡Oh, es usted un hombre tan agradable! —Inclinó afectadamente la cabeza hacia mí, sujetando todavía mi muñeca. Aunque el blanco se había vuelto hacía ya tiempo del color de las teclas de un piano viejo, sus ojos no dejaban de ser atractivos. Pero su aliento me repelía. Metiéndome el libro en el bolsillo de la chaqueta, llamé a la azafata.
El primer accidente había ocurrido varias horas antes. Al subir al avión en Heathrow, rodeado por lo que parecía ser un club de rugby aborigen (todos vestían igual, chaquetas de lana azul marino con botones de hueso), había sido empujado desde atrás y había tropezado contra una caja de sombreros de cartón negra en la cual algún chino guardaba su comida; salió disparada por todo el pasillo cerca de los asientos de primera clase. Algo de su interior chapoteó en mis tobillos —salsa de pato, sopa quizá— y dejó una pegajosa mancha amarilla en el suelo. Me volví a tiempo para ver al alto y robusto caucasiano con una bolsa de Air Malay y una barba tan densa y negra que le hacía parecer como un forzudo surgido del cine mudo. Sus modales se correspondían con su papel, porque después de empujarme a un lado con el hombro (sus hombros eran tan anchos como mis maletas), se abrió camino por el atestado pasillo, con su cabeza bamboleándose cerca del techo como un globo, y de pronto desapareció de la vista en la parte de atrás del avión. En su estela capté el olor a melaza, e instantáneamente recordé mi infancia: sombreros de cumpleaños, paquetes de regalos de Callard & Liowser, y dolores de barriga después de cenar.
—Lo siento mucho —un pequeño y orondo Charlie Chan miró temeroso hacia aquella aparición que se alejaba, luego se inclinó para recoger su comida debajo del asiento, trasteando con la cinta.
—No se preocupe —dije. Aquel día me sentía amable con todo el mundo. Volar todavía era una novedad. Mi amigo Howard, por supuesto (como había recordado a mi audiencia antes aquella misma semana) acostumbraba a decir que «odio ver los aeroplanos ser usados en el servicio común, puesto que simplemente añaden un poco más de maldita e inútil velocidad a una ya de por sí acelerada vida». Los había desechado como «aparatos para la diversión de caballeros»…, pero él solamente había subido a uno una vez, en los años veinte, un breve vuelo de 3,50$ sobre la bahía de Ikizzard. ¿Qué podía saber de zumbantes motores, de las perversas alegrías de cenar a diez mil metros de altura, de la posibilidad de mirar por la ventanilla y descubrir que la Tierra es, después de todo, completamente redonda? Se había perdido todo esto; ahora ya estaba muerto, y en consecuencia había que compadecerle.
Sin embargo, incluso en la muerte había triunfado sobre mí…
Me dio algo en lo que pensar mientras la azafata me ayudaba a ponerme en pie, sonriendo quedamente con preocupación profesional ante el desastre sobre mis rodillas, aunque lo más probable era que estuviera pensando en el trabajo que le aguardaba una vez yo hubiera desalojado el asiento.
—¿Por qué hacen esas bolsas tan resbaladizas? —preguntó quejumbrosa mi vieja vecina del asiento de al lado—. Todo encima del traje de este encantador caballero. Realmente tendrían que hacer ustedes algo sobre esto. —El aparato bajó bruscamente y se estabilizó; la mujer hizo girar sus amarillentos ojos—. Puede que ocurra de nuevo.
La azafata me acompañó pasillo abajo hacia el lavabo en mitad del aparato. A mi izquierda una cadavérica joven arrugó la nariz al olerme pasar y sonrió al hombre a su lado. Intenté disimular mi derrota exhibiendo un aspecto amargado, como queriendo decir: «¡Ha sido otro quien ha hecho este desastre!», pero dudo que tuviera éxito. El brazo de la azafata que se apoyaba en el mío era superfluo pero confortable; me recliné en ella más fuertemente a cada paso. Como había sospechado desde hacía tiempo, hay unas pocas preciosas ventajas en tener setenta y seis años y aparentarlos, y entre ellas hay esta: aunque uno queda excusado de la frustración de flirtear con una azafata, puede apoyarse en su brazo. Me volví hacia ella para decir algo divertido, pero me contuve; su rostro era tan inexpresivo como la esfera de un reloj.
—Le esperaré aquí fuera —dijo, y abrió la lisa puerta blanca.
—Eso no será necesario. —Me enderecé—. ¿Pero podría…, cree que podría conseguirme otro asiento? No tengo nada contra esa dama, entienda, pero no deseo ver más de su comida.
Dentro del lavabo el zumbido de los motores parecía más fuerte, como si las rosadas paredes de plástico fueran todo lo que me separaba del chorro de los reactores y de los vientos árticos. Ocasionalmente el aire que atravesábamos debía de ser turbulento, porque el aparato resonaba y se agitaba como un trineo sobre áspero hielo. Si abría la taza del inodoro medio esperaba ver la Tierra a muchos kilómetros por debajo de nosotros, un helado Atlántico gris picado de icebergs. Inglaterra se hallaba ya a más de mil kilómetros de distancia a nuestras espaldas.
Con una mano en la manija de la puerta para apoyarme, sequé mis pantalones con una toalla de papel perfumada de una bolsita de papel de aluminio y me metí varias más en el bolsillo. Las vueltas de mis pantalones todavía contenían residuos de pegajosidades chinas. Este era al parecer la fuente del olor a melaza; intenté librarme infructuosamente de él. Tras examinarme en el espejo —un viejo saco calvo de aspecto inofensivo, de hombros hundidos y mojado traje (tan diferente del joven seguro de sí mismo en la foto titulada «HPL y su discípulo»), descorrí el cerrojo y salí, una mezcla de aromas. La azafata había encontrado un asiento vacío para mí cerca de la parte de atrás del avión.
No fue hasta que me hube sentado que me di cuenta de quién ocupaba el asiento adyacente: estaba reclinado hacia el otro lado, dormido, con la cabeza descansando contra la ventanilla, pero reconocí la barba.
—Hum, azafata… —Me volví, pero solo vi la espalda de su uniforme alejándose por el pasillo. Tras un momento de incertidumbre me acomodé cuidadosamente en el asiento, procurando hacer el menor ruido posible. Tenía, me recordé a mí mismo, todo el derecho a estar allí.
Ajustando la inclinación del respaldo (para irritación del negro que tenía detrás), me acomodé y saqué el libro de bolsillo. Al final se habían decidido a reimprimir uno de los primeros cuentos, y ya había encontrado cuatro erratas tipográficas. Pero ¿qué podía uno esperar? La portada de la antología, con su tosco cráneo de película de dibujos animados, lo decía todo: Escalofríos: Trece relatos estremecedores en la tradición lovecraftiana. En la contraportada, relacionado entre una docena de otros escritores cuyos nombres apenas reconocía, yo era descrito como «un discípulo».
Así que a esto me había visto reducido: la obra de toda una vida calificada indiferentemente por algún redactor mercenario como «digno del propio Maestro», las creaciones de mi cerebro desechadas como un mero pastiche. Mi meticulosamente elaborada ficción, en sus tiempos profundamente alabada, ahora era simplemente —como si eso fuera suficiente recomendación— «lovecraftiana». Ah, Howard, tu triunfo fue completo en el momento en que tu nombre se convirtió en un adjetivo.
Lo había sospechado desde hacía años, por supuesto, pero solo tras la conferencia de la semana pasada me había visto obligado a reconocer el hecho: que lo que le importaba a la generación actual no era mi obra, sino mi asociación con Lovecraft. E incluso esto resultaba degradado: tras años de amistad y apoyo, ser etiquetado —simplemente porque era más joven que él— de mero discípulo. Parecía un chiste demasiado cruel.
Cada chiste ha de tener su retruécano. El mío estaba todavía en mi bolsillo, impreso en cursiva en el doblado folleto amarillo de la conferencia. No necesitaba mirarlo de nuevo: allí estaba yo, caracterizado para todos los tiempos como miembro del círculo de Lovecraft, educador en Nueva York, y autor de la celebrada antología de relatos Más allá de la tomba.
Ahí estaba, la indignidad que lo coronaba todo: ¡ser inmortalizado por un error de imprenta! Tú hubieras apreciado esto, Howard. Ya casi puedo oírte reír desde —¿qué otro sitio podía ser?— más allá de la tomba…
Mientras tanto, del asiento adyacente al mío llegaban los raspantes sonidos de una garganta constreñida; mi vecino debía de estar atrapado en un sueño. Dejé mi libro y lo estudié. Parecía mayor de lo que había imaginado al principio, quizá sesenta años o más. Sus manos parecían ásperas, de aspecto poderoso; en una de ellas llevaba un anillo con una curiosa cruz de plata. La reluciente barba negra que cubría la parte inferior de mi rostro era tan densa que casi era opaca; su propia oscuridad parecía innatural, porque en su cráneo el pelo estaba estriado de gris.
Miré más atentamente, al punto donde la barba se unía al rostro. ¿Era un poco de gasa lo que veía, debajo del pelo? Mi corazón sufrió un ligero sobresalto. Me incliné hacia adelante para ver mejor, y examiné la piel al lado de su nariz; aunque quemada por una larga exposición al sol, tenía una extraña palidez. Mi mirada siguió hacia arriba, a lo largo de las curtidas mejillas, hacia los oscuros huecos de sus ojos.
Se abrieron.
Por un momento miraron directamente a los míos sin aparente comprensión, vidriosos e inyectados en sangre. Al instante siguiente se desorbitaron como si quisieran salirse de su cabeza y se estremecieron como un pez en el anzuelo. Sus labios se abrieron, y una voz pequeña croó:
—No aquí.
Permanecimos sentados en silencio, sin movernos ninguno de los dos. Yo estaba demasiado sorprendido, demasiado azarado, para responder. En la ventanilla más allá de su cabeza el cielo era brillante y claro, pero podía notar que el avión era azotado por ráfagas invisibles, y las puntas de sus alas se agitaban furiosamente.
—No lo haga aquí —susurró al fin, hundiéndose en su asiento.
¿Era un lunático el hombre? ¿Peligroso quizá? En algún momento de mi futuro vi unos titulares: pasajero de un reactor aterrorizado… profesor de Nueva York retirado víctima de… Debí de mostrar mi desconcierto, porque le vi humedecerselos labios y mirar más allá de mi cabeza. Me sonrió.
—Lo siento, no hay nada de qué preocuparse. ¡Vaya! Tiene que haber sido toda una pesadilla. —Agitó su masiva cabeza como un atleta tras una carrera particularmente difícil, recuperando el control de la situación. Su voz tenía un deje de Tennessee—. Vaya. —Dejó escapar lo que debería de haber sido una franca risa—. ¡Será mejor que deje de tomar zumo de cebada!
Le sonreí para tranquilizarle, aunque no había nada en él que sugiriera que había estado bebiendo.
—Esa es una expresión que no había oído en años —indiqué.
—¡Oh, sí! —dijo, con escaso interés—. Bueno, he estado fuera. —Sus dedos tamborilearon nerviosamente, ¿impacientemente?, en el brazo de su sillón.
—¿Malasia?
Se sentó erguido, y el color abandonó su rostro.
—¿Cómo lo sabe?
Señalé la gran bolsa de vuelo a sus pies.
—Le vi cargar con eso cuando subió a bordo. Usted, esto…, parecía tener un poco de prisa, por decirlo suavemente. De hecho, me temo que casi estuvo a punto de derribarle. —Su voz estaba controlada ahora, su mirada firme y segura—. Hey, lamento realmente eso, amigo. El hecho es que pensé que alguien podía estar siguiéndome.
Sorprendentemente, le creí; parecía sincero…, o tan sincero como puede serlo uno detrás de una falsa barba negra.
—Va disfrazado, ¿verdad? —pregunté.
—¿Se refiere a la barba? Es algo que compré en Singapur. Mierda, sabía que no iban a engañar a nadie durante mucho tiempo, al menos no a un amigo. Pero a un enemigo, bueno…, quizá. —No hizo ningún movimiento para quitársela.
—Está usted, déjeme adivinar…, está usted en el servicio, ¿no? El servicio extranjero, quiero decir; francamente, lo tomé por un espía un tanto viejo.
—¿En el servicio? —Miró significativamente a izquierda y derecha, luego bajó la voz—. Bueno, sí, podría decirlo de este modo. En Su servicio. —Señaló hacia el techo del avión.
—¿Quiere decir…?
Asintió.
—Soy misionero. O lo era hasta ayer.
3.
Los misioneros son engorros infernales que deberían ser mantenidos en sus casas.
—LOVECRAFT, 9/12/1925
¿Han visto alguna vez a un hombre temiendo por su vida? Yo sí, aunque no desde mis veinte años. Tras un verano de ociosidad había encontrado finalmente un empleo temporal en la oficina de lo que resultó ser un más bien dudoso hombre de negocios —supongo que hoy lo llamarían un estafador insignificante— que, habiendo ofendido de alguna manera a «la pandilla», estaba convencido de que estaría muerto por Navidad. Sin embargo, estaba equivocado; pudo disfrutar de aquellas y de muchas otras Navidades con su familia, y no fue hasta años más tarde que fue hallado en su bañera, boca abajo en quince centímetros de agua. No recuerdo mucho de él, excepto lo duro que resultaba tener una conversación con él; nunca parecía estar escuchando.
Sin embargo, hablar con el hombre que se sentaba a mi lado en el avión era demasiado fácil; no tenía nada del aire distraído del otro, ni las vagas respuestas ni la mirada preocupada. Al contrario, estaba alerta y altamente interesado en todo lo que se le decía. De hecho, excepto su pánico inicial, había poco que sugiriera que era un hombre perseguido.
Pero eso es lo que decía. Acontecimientos posteriores resolverían más tarde, por supuesto, esta cuestión, pero en aquel momento no tuve forma de juzgar si estaba diciendo la verdad o si su historia era tan falsa como su barba.
Si le creía, era debido casi enteramente a su actitud, no a la sustancia de lo que decía, No, no afirmaba haber huido con el Ojo de Klesh; era más original que eso. Tampoco había violado a la única hija de algún doctor brujo. Pero algunas de las cosas que me dijo acerca de la región en la que había estado trabajando —un lugar llamado Negri Semnbilan, al sur de Kuala Lumpur— parecían francamente increíbles: casas invadidas por árboles, carreteras construidas por el gobierno que simplemente desaparecían, un colega regresando de unas vacaciones de diez días para descubrir su césped invadido por cosas fibrosas que era preciso quemar dos veces para destruir. Afirmaba que había diminutas arañas rojas que saltaban hasta tan alto como los hombros de una persona —«había una muchacha en el pueblo que se quedó medio sorda porque una de esas pequeñas cosas asquerosas se arrastró hasta su oído y allí se hinchó hasta taponar completamente el agujero»— y lugares donde los mosquitos eran tan densos que asfixiaban al ganado. Describió una tierra de humeantes pantanos de mangles y plantaciones de caucho tan grandes como reinos feudales, una tierra tan húmeda que el papel pintado de las paredes se ampollaba en las noches cálidas y de las Biblias brotaba moho.
Mientras permanecimos sentados juntos en el avión, sellados dentro de un mundo de plástico color pastel con aire acondicionado, ninguna de aquellas cosas parecía posible; con el helado azul del cielo casi justo al alcance de la mano, las azafatas recorriendo el pasillo en sus uniformes azules y dorados, los pasajeros a mi izquierda bebiendo coca-colas o durmiendo o leyendo ejemplares de la-flite, me di cuenta de que creía menos de la mitad de lo que me estaba diciendo, y atribuía el resto a pura exageración y a la inclinación sureña a contar historias extraordinarias. Solo cuando ya llevaba una semana en casa y fui a visitar a mi sobrina en Brooklyn revisé mi estimación, porque hojeando el texto de geografía de su hijo llegué al siguiente párrafo: «A lo largo de la península [de Malaca] abundan los grandes enjambres de insectos; probablemente existen allí más variedades que en ningún otro lugar en la Tierra. Hay buena madera, y el alcanfor y el ébano se encuentran en profusión. Medran muchas variedades de orquídea, algunas de tamaño extraordinario». El libro aludía a la «rica mezcla de razas y lenguajes» de la región, su «extrema humedad» y su «multicolor fauna nativa», y añadía: «Sus junglas son tan impenetrables que incluso los animales salvajes tienen que limitarse a los senderos bien establecidos».
Pero quizás el aspecto más extraño de esa región era que, pese a sus peligros e incomodidades, mi compañero de viaje afirmaba haberla amado.
—Tienen una montaña en el centro de la península. —Mencionó un nombre impronunciable y sacudió la cabeza—. Es la cosa más hermosa que haya visto usted nunca.
Y hay una región auténticamente preciosa a lo largo de la costa, juraría usted que es una especie de isla de los Mares del Sur. Confortable también. Oh, es húmeda, de acuerdo, sobre todo en el interior, donde se suponía que debía estar la nueva misión…, pero la temperatura nunca llega a los treinta y ocho grados. Intente decir lo mismo de la ciudad de Nueva York.
Asentí.
—Notable.
—Y la gente —siguió—; bueno, creo que son simplemente la gente más amable de la Tierra. ¿Sabe?, he oído un montón de cosas malas sobre los musulmanes, eso es lo que son en su mayoría, aparte la secta sunni, pero le digo que nos trataban con auténtica amabilidad de vecinos…, siempre que nuestras enseñanzas estuvieran disponibles, por así decir, y no interfiriéramos con sus asuntos. Y no lo hacíamos. No teníamos por qué hacerlo. Lo que proporcionamos, entienda, fue un hospital, bueno, una clínica al menos, dos enfermeras diplomadas y un doctor que venía dos veces al mes, y una pequeña biblioteca con libros y películas. Y no solo sobre teología. Sobre todos los temas. Estábamos en las afueras del pueblo, tenían que pasar junto a nosotros en su camino al río, y cuando creían que ninguno de los lontoks estaba mirando, simplemente entraban y echaban un vistazo.
—¿Ninguno de los qué?
—Una especie de sacerdotes. Había muchos. Pero no interferían con nosotros, y nosotros no interferíamos con ellos. En realidad no sé cómo conseguimos hacer tantos conversos, pero no tengo nada malo que decir sobre esa gente.
Hizo una pausa, se frotó los ojos, y repentinamente aparentó su edad.
—Las cosas iban espléndidamente —dijo—. Y luego me dijeron que estableciera una segunda misión más hacia el interior.
Se detuvo de nuevo, como si sopesara si debía continuar. Una pequeña mujer chino avanzaba lentamente por el pasillo, sujetándose a los asientos de cada lado para mantener el equilibrio. Noté su mano rozar casi mi oído cuando pasó por mi lado. Mi compañero la miró con una cierta inquietud, y aguardó hasta que hubo pasado. Cuando habló de nuevo, su voz se había espesado notablemente.
—He estado por todo el mundo, en un montón de lugares a los que los norteamericanos nunca van estos días, y siempre he tenido la sensación de que, fuera donde fuese, Dios estaba observado. Pero una vez empecé a adentrarme en aquellas montañas, bueno… —Sacudió la cabeza—. Me vi completamente solo, ¿sabe? Tenían previsto enviar a la mayor parte de la gente luego, después de que yo me hubiera instalado. Todo lo que llevaba conmigo era uno de nuestros guardianes, dos porteadores, y un guía que era a la vez intérprete. Todos ellos nativos. —Frunció el ceño—. El guardián, al menos, era cristiano.
—¿Necesitaba un intérprete?
La pregunta pareció distraerle.
—Para la nueva misión, sí. Mi malayo era suficiente para las tierras bajas, pero en el interior usaban docenas de dialectos locales. Me hubiera sentido perdido ahí arriba. Allá donde iba hablaban algo que nuestra gente en el pueblo llamaba agón di-gatuan, «el viejo lenguaje». Nunca llegué a comprender mucho de él. —Se miró las manos—. No estuve allí el tiempo suficiente.
—Problemas con los nativos, supongo.
No respondió de inmediato. Finalmente asintió.
—Creo realmente que tienen que ser la gente más detestable que haya vivido nunca —dijo con gran deliberación—. A veces me pregunto cómo pudo haberlos creado Dios. —Miró a través de la ventanilla, a las montañas de nubes debajo de nosotros—. Se hacían llamar los chauchas. Tenían alguna influencia colonial francesa quizá, aunque me parecían asiáticos, con apenas un toque de negro. Una gente pequeña. De aspecto inofensivo. —Se estremeció ligeramente—. Pero en realidad eran muy distintos a lo que parecían. No podías llegar al fondo de ellos. Llevaban viviendo arriba en aquellas montañas desde hacía no sé cuántos siglos, y fuera lo que fuese lo que estaban haciendo, no iban a permitir que un extranjero participara en ello. Se llamaban a sí mismos musulmanes, igual que los de las tierras bajas, pero estoy seguro de que tenía que haber mezclados unos cuantos dioses de la espesura. Al principio pensé que eran primitivos. Quiero decir, algunos de sus rituales…, no los creería usted. Pero ahora pienso que no eran primitivos en absoluto. ¡Simplemente mantenían aquellos rituales porque disfrutaban con ellos! —Intentó sonreír; simplemente acentuó las arrugas de su rostro.
—Oh, al principio parecían bastante amistosos —continuó—. Podías acercarte a ellos, intercambiar algo, observarles criar a sus animales, eran buenos en ello. Incluso podías hablarles acerca de la salvación. Y ellos se limitaban a sonreír, sonreían todo el tiempo. Como si realmente les gustaras.
Pude oír la decepción en su voz, y algo más.
—¿Sabe? —confió, acercándose de pronto un poco más—, allá en las tierras bajas, en los pastos, hay un animal, una especie de caracol que los malayos matan apenas verlo. Es una pequeña cosa amarilla, pero que los asusta mortalmente: creen que si pasa por encima de la sombra de su ganado sorberá la fuerza vital de este. Lo llaman «caracol chaucha». Ahora sé por qué.
—¿Por qué? —pregunté.
Miró a su alrededor y pareció suspirar.
—Entienda, en aquel estadio todavía vivíamos en tiendas. Aún teníamos que construirlo todo. Bien, el clima empeoró, los mosquitos se hicieron peores, y después de que el guardián desapareciera los otros se fueron. Creo que el guía les persuadió de que se marcharan. Por supuesto, eso me dejó…
—Espere. ¿Ha dicho que el hombre desapareció?
—Sí, antes de que terminara la primera semana. Era a última hora de la tarde.
Habíamos estado recorriendo uno de los campos a menos de cien metros de las tiendas, y yo avanzaba por entre la alta hierba creyendo que él iba detrás mío, y cuando me volví ya no estaba.
Ahora hablaba precipitadamente. Tuve visiones de las películas de los años cuarenta, de asustados nativos avanzando por la selva con provisiones, y me pregunté cuánto de aquello era cierto.
—Así que después de que se fueran los otros —dijo— no tenía forma alguna de comunicarme con los chauchas, excepto a través de una especie de lengua franca, una mezcla de malayo y su propia lengua. Pero sabía lo que estaba ocurriendo. Durante toda aquella semana se estaban riendo de algo. Abiertamente. Y tuve la impresión de que eran en cierta medida responsables. De la desaparición del hombre, quiero decir. ¿Entiende? Él era la persona en la que yo confiaba. —Su expresión era apenada—. Una semana más tarde, cuando me lo mostraron, todavía estaba vivo. Pero no podía hablar. Creo que ellos lo querían así. Entienda, ellos…, ellos habían hecho crecer algo en él. —Se estremeció.
Justo en aquel momento, directamente desde detrás de nosotros, llegó un agudo e inhumano aullar que perforó el aire como una sirena, por encima del zumbido de los motores. Brotó con una brusquedad que paraba el corazón, y ambos nos pusimos rígidos. Vi que mi compañero abría la boca como para corear el grito. Nos habíamos convertido en dos viejos que se habían puesto tremendamente pálidos y se aferraban a sí mismos. Era realmente cómico. Debió de transcurrir todo un minuto antes de que pudiera decidir darme la vuelta.
Por aquel entonces ya había llegado la azafata y estaba dando palmadas al lugar donde el hombre detrás de mí se había dormido y había dejado caer su cigarrillo sobre sus piernas. Los pasajeros a su alrededor, especialmente blancos, le estaban lanzando miradas furiosas, y creí oler a carne quemada. Finalmente la azafata y el ocupante del asiento de al lado, que sonreía inquieto, le ayudaron a ponerse en pie.
Aún siendo menor, el accidente había descarrilado nuestra conversación y puesto nervioso a mi compañero; era como si se hubiera retirado al interior de su barba. No volvió a hablar, excepto para hacerme ordinarias y más bien triviales preguntas acerca de los precios de la comida y el alojamiento. Dijo que se dirigía a Florida, para pasar un verano, como lo expresó, de «Descanso y Recuperación», al parecer financiado por su secta. Le pregunté, un poco desesperadamente, qué le había ocurrido al final al guardián; dijo que había muerto. Nos sirvieron bebidas; el continente norteamericano apareció ante nosotros desde el sur, primero una lengua de hielo, pronto una recortada línea verde. Le di al hombre la dirección de mi hermana —Indian Creek estaba justo en las afueras de Miami, donde se alojaría él—, e inmediatamente lamenté haberlo hecho. ¿Qué sabía de él, después de todo? Me dijo que se llamaba Ambrose Mortimer.
—Quiere decir «Mar Muerto» —indicó—. Viene de las Cruzadas.
Cuando insistí en traer de vuelta el tema de la misión, lo desechó con un gesto de la mano.
—Ya no puedo calificarme de misionero —dijo—. Ayer, cuando abandoné el país, renuncié a la llamada. —Intentó sonreír—. Honestamente, ahora solo soy un civil.
—¿Qué le hace pensar que van tras de usted? —pregunté.
Su sonrisa se desvaneció.
—No estoy seguro de ello —dijo, no muy convincentemente—. Puede que solo me esté engañando a mí mismo. Pero podría jurar que en Nueva Delhi, y de nuevo en Heathrow, oí a alguien cantar…, cantar una cierta canción. En una ocasión estaba en los lavabos de caballeros, al otro lado de una partición; en la otra estaba detrás de mí en la cola. Y era una canción que reconocí. Era en el Antiguo Lenguaje. —Se encogió de hombros—. Ni siquiera sé lo que significan las palabras.
—¿Por qué debería alguien estar cantando? Quiero decir, si es que le seguía a usted,
—Eso es precisamente. No lo sé. —Sacudió la cabeza—. Pero creo…, creo que forma parte del ritual.
—¿Qué tipo de ritual?
—No lo sé —dijo de nuevo. Parecía compungido, y decidí terminar con mi interrogatorio. Los ventiladores todavía no habían disipado el olor a tela y carne quemada.
—Pero usted había oído la canción antes —indiqué—. Me dijo que la había reconocido.
—Sí. —Se volvió hacia la ventanilla y contempló las nubes que se aproximaban. Y ni habíamos pasado por encima de Maine. De pronto la Tierra pareció un lugar muy pequeño—. He oído a algunas de las mujeres chaucha cantarla —dijo al fin—. Era una especie de canción agrícola. Se supone que hace crecer las cosas.
Delante de nosotros gravitaba el smog amarillo azafrán que cubre Manhattan como una cúpula. La luz del no smoking parpadeó en silencio en la consola encima de nosotros.
—Esperaba no tener que cambiar de avión —dijo al fin mi compañero—. Pero el vuelo de Miami no sale hasta dentro de hora y media. Supongo que saldré y daré un paseo, estiraré las piernas. Me pregunto cuánto tiempo nos retendrá la aduana. —Parecía estar hablando más consigo mismo que conmigo. Lamenté de nuevo mi impulsividad de haberle dado la dirección de Maude. Estuve medio tentado de inventarme alguna enfermedad contagiosa con respecto a ella, o un marido celoso. Pero de todos modos lo más probable era que nunca la llamara; ni siquiera se había molestado en anotar el nombre. Y si la llamaba…, bueno, me dije, quizá se tranquilizara cuando se diera cuenta de que estaba seguro entre amigos. Era posible que incluso se convirtiera en una buena compañía; después de todo, él y mi hermana eran prácticamente de la misma edad.
Cuando el avión disminuyó su velocidad y empezó a descender al cálido aire circundante, los pasajeros cerraron libros y revistas, organizaron sus pertenencias e hicieron sus últimas y rápidas visitas al lavabo para echarse un poco de agua fresca en la cara. Me limpié las gafas y me peiné con los dedos lo poco que quedaba de mi pelo. Mi compañero miraba por la ventanilla, con la bolsa verde de Air Malay sobre sus rodillas, las manos dobladas sobre ella como si estuviera rezando. Estábamos empezando ya a convertirnos en unos desconocidos.
—Por favor coloquen el respaldo de sus asientos en posición vertical —indicó una incorpórea voz. Al otro lado de la ventanilla, más allá de la cabeza de mi compañero, ahora vuelta completamente hacia el otro lado con respecto a mí, el suelo se alzó a nuestro encuentro y rebotamos sobre el pavimento, con los reactores rugiendo a la inversa. Las azafatas estaban recorriendo ya el pasillo arriba y abajo recogiendo
Y baquetas y abrigos de los compartimientos encima de los asientos; tipos con aire de ejecutivo, ignorando las instrucciones, se estaban poniendo en pie y tomando sus impermeables. Fuera pude ver figuras uniformadas que se movían arriba y abajo en lo que prometía ser una cálida llovizna gris.
—Bien —dije sin convicción—, ya estamos. —Me puse en pie.
Se volvió y me dirigió una sonrisa enfermiza
—Adiós —dijo—. Ha sido realmente un placer. —Me tendió la mano.
—E intente relajarse y disfrutar de Miami —dije, buscando un hueco entre la gente que pasaba a mi lado por el pasillo—. Eso es lo más importante…, relajarse.
—Lo sé —asintió gravemente—. Lo sé. Dios le bendiga.
Hallé un hueco y me deslicé al pasillo. Añadió, a mis espaldas:
—Y no olvidaré visitar a su hermana. —Mi corazón se hundió, pero mientras avanzaba hacia la puerta me volví para gritarle un último adiós. La vieja dama con el blanco de los ojos del color de las viejas teclas de piano estaba dos personas por delante de mí, pero ni siquiera me dirigió una sonrisa.
Un problema con los últimos adioses es que ocasionalmente resultan redundantes. Unos cuarenta minutos más tarde, tras haber pasado como un bolo de comida a través de una serie de tubos de plástico blancos, corredores y colas de aduana, me encontré en una de las tiendas de regalo del aeropuerto, dispuesto a pasar la hora hasta que mi sobrina acudiera a buscarme; y allí, una vez más, vi al misionero.
Él no me vio. Estaba de pie delante de una de las estanterías de libros de bolsillo —la llamada sección de clásicos, no muy frecuentada por el público—, y estaba mirando con aire preocupado las hileras de libros arriba y abajo, sin siquiera hacer una pausa para leer los títulos. Como yo, estaba evidentemente matando el tiempo.
Por alguna razón —llámenlo azaramiento, una cierta reluctancia a estropear lo que había sido un exitoso adiós——, me contuve de saludarle, En vez de ello retrocedí al pasillo siguiente y me refugié detrás de una hilera de novelas góticas, que pretendía estudiar mientras de hecho lo estudiaba a él.
Momentos más tarde alzó la vista de los libros y caminó hacia el cajón de discos envueltos en celofana, apretándose ociosamente la barba de vuelta a su sitio a la altura de la patilla derecha. Se dio la vuelta sin advertencia previa y examinó la tienda; agaché la cabeza hacia las novelas góticas y gocé de una visión normalmente reservada a los multifacetados ojos de un insecto: mujeres, docenas de ellas, huyendo de igual número de pequeñas mansiones.
Finalmente, con un encogerse de sus recios hombros, empezó a pasar los álbumes en el cajón, echándolos hacia adelante en un impaciente staccato. Pronto, una vez vistos todos, se trasladó al cajón de la izquierda y empezó con él.
De pronto lanzó una pequeña exclamación, y lo vi echarse hacia atrás. Permaneció inmóvil por un momento, contemplando algo en el cajón; luego se dio la vuelta y se alejó rápidamente de la tienda, empujando sin contemplaciones a una familia que iba a entrar.
—Debe de llegar tarde al avión —le dije a la sorprendida vendedora, y me dirigí al cajón con los álbumes. Había uno de ellos boca arriba sobre el montón, una grabación de jazz que mostraba en la portada a John Coltrane al saxofón. Confuso, me volví para buscar a mi anterior compañero, pero había desaparecido entre la multitud al otro lado de la puerta.
Al parecer algo en el álbum lo había alarmado; lo estudié más atentamente. Coltrane estaba silueteado contra un fondo tropical, sus rasgos oscurecidos, la cabeza echada hacia atrás, el saxofón sonando silencioso bajo un cielo carmesí. La pose era espectacular pero trillada, y no pude verle ningún significado especial: parecía como cualquier otro negro con una trompeta.
4.
Nueva York eclipsa a todas las demás ciudades en la espontánea cordialidad y generosidad de sus habitantes…, al menos los habitantes que he conocido.
—LOVECRAFT, 29/9/1922
¡Con cuanta rapidez cambiaste de opinión! Llegaste para encontrar una dorada ciudad dunsaniana de arcos y cúpulas y fantásticos chapiteles…, o eso nos dijiste. Pero cuando huiste dos años más tarde solo podías ver «hordas extrañas».
¿Qué es lo que estropeó el sueño? ¿Fue ese imposible matrimonio? ¿Esos rostros extraños en el metro? ¿O fue simplemente el robo de tu nuevo traje de verano? Entonces creí, Howard, y todavía sigo creyéndolo, que la pesadilla era creación tuya; aunque volviste a Nueva Inglaterra como un hombre que emergía de nuevo a la luz del sol, te aseguro que era una muy buena vida la que podías encontrar entre las sombras. Yo me quedé…, y sobreviví.
Casi desearía estar de vuelta allí ahora, en vez de en este feo y pequeño bungalow, con su aire acondicionado y su putrescente mobiliario de mimbre y la húmeda noche goteando en sus ventanas.
Casi desearía estar de vuelta ante la escalinata del Museo de Historia Natural donde, aquella trascendental tarde de agosto, permanecí transpirando a la sombra del caballo de Teddy Roosevelt, observando a las matronas pasar más allá del Central Park arrastrando perros o niños y abanicándome inútilmente con la tarjeta postal que acababa de recibir de Maude. Estaba esperando que mi sobrina llegara con el coche y me dejara a su hijo, al que planeaba llevar a dar una vuelta al museo; quería ver la reproducción a tamaño natural de la ballena azul y, arriba, los dinosaurios.
Recuerdo que Ellen y su chico llevaban más de veinte minutos de retraso. Recuerdo también, Howard, que estaba pensando en ti aquella tarde, y con un cierto regocijo: si no te había gustado Nueva York en los años veinte, hubieras huido horrorizado de lo que se había convertido hoy. Incluso desde la escalinata del museo podía ver una acera llena de basura y un parque que hubieras podido cruzar de lado a lado sin oír una sola palabra pronunciada en inglés. Las pieles negras superaban a las blancas, y la música de salsa resonaba al otro lado de la calle.
Recuerdo todo eso porque, tal como fueron las cosas, ese fue un día especial: el día que vi, por primera vez, al negro y su ominosa trompeta.
Mi sobrina llegó tarde, como de costumbre, con las habituales disculpas acerca del tráfico y con el argumento habitual dirigido a mí.
—¿Cómo puedes seguir viviendo aquí? —preguntó, depositando a Terry en la acera—. Quiero decir, simplemente mira a toda esa gente. —Señaló hacia un alborotador grupo de semidesnudos quinceañeros que estaban holgazaneando a la entrada del parque.
—¿Acaso Brooklyn es mucho mejor? —contraataqué, como dictaba la tradición.
—Por supuesto —respondió—. En los Heights, al menos. No lo comprendo…, ¿por qué este odio patológico a mudarte? Al menos podrías probar el East Side. Seguro que puedes permitírtelo. —Terry nos miraba impasible, apoyado contra el guardabarros de su coche. Creo que estaba más de mi lado que del de su madre, pero era demasiado listo para expresarlo.
—Créeme, Ellen —dije—. El West Side está cambiando. Vuelve a subir de nuevo.
Hizo una mueca.
—No ahí donde vives tú.
—Más pronto o más tarde cambiará también —dije—. Además, ya soy demasiado viejo para empezar a recorrer los bares de solteros del East Side. Ahí solo leen bestsellers, y odian a todo el mundo de más de sesenta años. Estoy mejor aquí donde crecí, al menos sé dónde se encuentran los restaurantes baratos. —De hecho, era un problema peliagudo: obligado a elegir entre los blancos a los que despreciaba y los negros a los que temía, de alguna forma prefería el miedo.
Para ablandar a Ellen le leí en voz alta la postal de su madre. Era del tipo preestampillada que no llevaba foto. «Me estoy acostumbrando al bastón —había escrito Maude, con una letra tan impecable como cuando había ganado la medalla de redacción en la escuela—. Livia ha vuelto a Vermont para pasar el verano, de modo que se han suspendido las partidas de cartas y así suelo ir al Pearl Buck. Tu amigo el reverendo Mortimer se dejó caer por aquí y tuvimos una agradable charla. ¡Qué historias tan interesantes! Gracias de nuevo por la suscripción al Geographic, enviaré a Ellen mis ejemplares viejos. Espero verte después de la estación de los huracanes».
Terry estaba ansioso por enfrentarse a los dinosaurios; de hecho, se estaba haciendo ya un poco demasiado grande para que yo me hiciera cargo de él, y estaba ya a medio camino escaleras arriba antes de que yo hubiera arreglado con Ellen dónde encontrarnos luego. Sin escuelas, el museo estaba casi tan concurrido como los fines de semana, con el eco de las salas convirtiendo las exclamaciones y las risas en gritos animales. Nos orientamos por el plano de la sala principal en la planta baja —está usted aquí, rezaba un gran letrero verde, debajo del cual alguien había garabateado: «Peor para usted»—, y nos dirigimos a la Sala de los Reptiles, con Terry abriendo impaciente camino. «Lo vi en la escuela», y apuntó hacia un diorama de sequoias. «Eso también», el Gran Cañón. Creo que estaba a punto de entrar en el séptimo grado, y hasta ahora había tenido pocas oportunidades de hablar; parecía más joven que los otros niños.
Pasamos tucanes y titís y la nueva ala de Ecología Urbana («cemento y cucarachas», se burló Terry), y nos detuvimos delante del brontosaurio, una cierta decepción: «Olvidé que no era más que el esqueleto», dijo. A nuestro lado una muchacha negra de aspecto soñoliento con un bebé en los brazos y dos preescolares a remolque intentaba inútilmente evitar que uno de los niños se subiera a la barandilla. El bebé se puso a llorar a todo pulmón. Me apresuré a llevar a mi sobrino más allá del conjunto de huesos y a través del más concurrido portal dedicado, irónicamente, al Hombre en África. «Esta es la parte aburrida», dijo Terry, sin emocionarse ante las máscaras y las lanzas. El ritmo estaba empezando a cansarme. Cruzamos otra puerta —el Hombre en Asia—, y avancé rápidamente más allá de las estatuas chinas. «Vi eso en la escuela». Asentí ante una figura baja y rechoncha en una vitrina de cristal, envuelta en ropas ceremoniales. Algo en aquella figura me era familiar también a mí; me detuve para examinarla. El ropaje exterior, ligeramente deslucido, estaba tejido de algún brillante material verde y exhibía altos y retorcidos árboles en un lado, una especie de estilizado río en el otro. En la parte delantera corrían cinco figuras pardoamarillentas con taparrabos y un tocado, presumiblemente huyendo hacia los desgastados bordes de la ropa; tras ellos se erguía una gran forma, completamente negra. En su boca colgaba una oscilante trompeta. La imagen estaba toscamente tejida —de hecho, era poco más que una figura esbozada—, pero tenía un inquietante parecido, tanto en pose como en proporciones, a la de la portada del álbum,
Terry volvió a mi lado, curioso por ver lo que yo había descubierto.
—Atuendo tribal —leyó, observando el letrero de plástico blanco debajo de la vitrina. Península de Malaca, Federación de Malaisia, principios del siglo XIX. —Guardó silencio.
—¿Es todo lo que dice?
—Sipi. Ni siquiera dicen de que tribu es. —Reflexionó un instante—. Claro que no importa.
—Bueno, a mí sí —dije—. Me pregunto quién puede saberlo.
Evidentemente tenía que pedir consejo en el mostrador de información en el vestíbulo principal, abajo. Terry corrió delante mientras yo le seguía, más lentamente aún que antes; el pensamiento de un misterio evidentemente le seducía, aunque fuera algo tan tenue y poco excitante como esto.
Una joven universitaria de aspecto aburrido escuchó el principio de mi petición y me tendió un panfleto de debajo del mostrador.
—No puede ver a nadie hasta Septiembre —dijo, empezando ya a darse la vuelta—. Todos están de vacaciones.
Fruncí los ojos ante la diminuta letra de la primera página: «Asia, nuestro continente más grande, ha sido llamado con justicia la cuna de la civilización, pero puede que también sea el lugar de nacimiento del hombre en sí». Evidentemente el panfleto había sido escrito antes de las actuales campañas contra el sexismo. Miré la fecha en la parte posterior: «Invierno de 1958». Aquello no iba a serme de ninguna ayuda. Sin embargo, en la página cuatro, mis ojos tropezaron con la referencia que buscaba:
… El modelo a su lado lleva un atuendo ceremonial de seda negra de Negri Sembilan, la más accidentada de las provincias malayas. Observen el motivo central del nativo tocando la trompeta ceremonial, y la graciosa curva de su instrumento; se cree que la figura es una representación del «Heraldo de la Muerte», posiblemente advirtiendo a los habitantes del pueblo de una inminente calamidad. Regalo de un donante anónimo, la ropa es probablemente de origen tcho-tcho y data de principios del siglo XIX.
—¿Qué te ocurre, tío? ¿Estás enfermo? —Terry sujetó mi hombro y me miró con aspecto alarmado; evidentemente mi comportamiento le había confirmado sus peores temores sobre la gente vieja—. ¿Qué es lo que dice aquí?
Le di el panfleto y me dirigí tambaleante a un banco cerca de la pared. Deseaba tiempo para pensar. El pueblo tcho-tcho, sabía muy bien, había figurado en un cierto número de relatos de Lovecraft y sus discípulos —el propio Howard se había referido a ellos como «los absolutamente abominables tcho-tcho»—, pero no podía recordar mucho sobre ellos excepto que se decía que adoraban a una de sus imaginarias deidades. Siempre había supuesto que habían tomado el nombre de la novela de Robert W. Chambers El asesino de almas, que menciona a una tribu asiática llamada «los tchortchas» y su antigua melodía, «Las treinta mil calamidades».
Pero fueran cuales fuesen sus atributos, yo estaba seguro de una cosa: los tcho-tchos eran completamente ficticios.
Evidentemente había estado equivocado. Descartando la improbable posibilidad de que el panfleto en sí fuera un fraude, me veía obligado a llegar a la conclusión de que los malignos seres de las historias estaban de hecho basados en una raza real que habitaba el subcontinente del sudeste asiático…, una raza cuyo nombre mi amigo misionero había traducido mal como «los chauchas».
Era un descubrimiento inquietante. Había esperado convertir algunos de los recuerdos de Mortimer, auténticos o no, en ficción; sin quererlo el hombre me había proporcionado material para dos o tres buenos argumentos. Y ahora descubría que mi amigo Howard me había ganado en ello, y que me encontraba en la incómoda posición de vivir las historias de horror de otro hombre.
5.
La expresión epistolar reemplaza en buena medida en mí a la conversación.
—LOVECRAFT, 23/12/1917
No había esperado mi segundo encuentro con el trompetista negro. Un mes más tarde tuve una sorpresa aún mayor: vi de nuevo al misionero.
O, al menos, su foto. Estaba en un recorte del Miami Herald que me había enviado mi hermana, sobre el que había escrito en bolígrafo: «Mira esto…, ¡qué terrible!».
No reconocí el rostro; la foto era evidentemente antigua, la reproducción mala, y el hombre iba afeitado. Pero las palabras que la acompañaban me dijeron que era él.
CLÉRIGO DESAPARECIDO EN UNA TORMENTA
(Miér.) El reverendo Ambrose B. Mortimer, de 56 años, un pastor laico de la Iglesia de Cristo de Knoxville, Tenn., se considera desaparecido en el huracán del lunes. Portavoces de la orden dicen que Mortimer se había retirado recientemente después de servir 19 años como misionero, la mayor parte de los cuales recientemente en Malaisia. Tras trasladarse a Miami en julio, residía en el 311 de Pompano Canal Road.
Allá terminaba la nota, con una brusquedad que parecía más que apropiada a su tema. Si Ambrose Mortimer todavía vivía era algo que no sabía, pero ahora estaba seguro de que, tras huir de una península, había ido a parar a otra igual de peligrosa, con un dedo metido en el vacío. Y el vacío se lo había tragado.
Así al menos discurrieron mis pensamientos. A menudo he sido presa de depresiones de una naturaleza similar, y suscribo una filosofía fatalista que había compartido con mi amigo Howard: una filosofía que uno de mis menos compasivos biógrafos ha apodado «futilitarismo».
Pero, por pesimista que fuera, no iba a dejar descansar el asunto. Mortimer podía haberse perdido en la tormenta; podía incluso haber huido a alguna parte. Pero si, de hecho, alguna secta religiosa lunática había acabado con él por haber hurgado demasiado de cerca en sus asuntos, había cosas que yo podía hacer al respecto. Escribí a la policía de Miami aquel mismo día.
«Caballeros —empecé—, habiendo sabido de la reciente desaparición del reverendo Ambrose Mortimer, creo que puedo proporcionar información que puede resultar útil a sus investigadores».
No hay necesidad de citar aquí el resto de la carta. Baste decir que contaba mi conversación con el hombre desaparecido, haciendo hincapié en los temores que había expresado con respecto a su vida: persecución y «asesinato ritual» a manos de la tribu malaya llamada los tcho-tcho. En pocas palabras, la carta era una forma más bien elaborada de gritar «juego sucio». La envié a través de mi hermana, pidiéndole que la hiciera llegar a su correspondiente dirección.
La respuesta del departamento de policía llegó con una inesperada rapidez. Como con todo este tipo de correspondencia, era más seca que cortés. «Querido Sr. —escribía un tal sargento de detectives A. Linahan—. En el asunto del reverendo Mortimer hemos sabido ya de las amenazas sobre su vida. Hasta la fecha una búsqueda preliminar en el canal Pompano no ha producido ningún hallazgo, pero se espera que prosigan las operaciones de dragado como parte de nuestra investigación de rutina. Gracias por su preocupación…».
Debajo de su firma, sin embargo, el sargento había añadido un corto post scriptum a mano. Su tono era algo más personal; quizá las máquinas de escribir le intimidaban, «Puede que le interese saber —decía— que hemos sabido recientemente que un hombre con pasaporte malaisiano ocupó unas habitaciones en el hotel North Miami durante la mayor parte del verano, pero se fue dos semanas antes de que su amigo desapareciera. No tengo libertad de decirle más, pero por favor tenga la seguridad de que estamos siguiendo varias pistas en este momento. Nuestros investigadores están trabajando a tiempo completo en el asunto, y esperamos llevarlo a una rápida conclusión».
La carta de Linahan llegó el veintiuno de Septiembre. Antes de que terminara la semana recibí una de mi hermana, junto con otro recorte del Herald, y puesto que, como en una vieja novela victoriana, este capítulo parece haber adoptado una forma epistolar, terminaré con extractos de estos dos objetos.
La historia del periódico se titulaba se busca para ser interrogado. Como el artículo sobre Mortimer, era poco más que una foto con un pie algo extenso:
(Juev.) Un ciudadano malaisiano está siendo buscado para ser interrogado en relación con la desaparición de un clérigo norteamericano, dice la policía. Los registros indican que el malaisiano Sr. D. A. Djaktu-tchow ocupó habitaciones amuebladas en el Barkleigh Hotella del 2401 de Culebra Ave., posiblemente con un compañero no identificado. Se cree que todavía se halla en la zona del Gran Miami, pero desde el 22 de agosto sus movimientos no han podido ser rastreados. Los agentes del Departamento de Estado informan que el visado de Djaktu-tchow expiró el 31 de agosto, por lo que se halla en situación irregular. El clérigo, el reverendo Ambrose B. Mortimer, permanece desaparecido desde el 6 de Septiembre.
La foto encima del artículo era a todas luces reciente, sin duda reproducida del visado en cuestión. Reconocí el sonriente rostro de luna llena, aunque me tomó un momento situarlo como el hombre cuya cena se había derramado en el avión. Sin el bigote, no se parecía tanto a Charlie Chan.
La carta que acompañaba el recorte llenaba unos cuantos detalles. «Llamé al Herald —escribía mi hermana—, pero no me supieron decir nada más que lo que había en el artículo. De todos modos, averiguar esto me tomó media hora, porque la estúpida mujer de la centralita no dejó de ponerme con la persona equivocada. Supongo que tienes razón: el hecho de imprimir fotos a color en la primera página no da derecho de llamarse periódico».
«Esta tarde llamé al departamento de policía, pero tampoco fueron muy útiles. Supongo que no puedes esperar averiguar mucho por teléfono, aunque sigo confiando en él. Finalmente me pusieron con un tal agente Linahan, que me dijo que acababa de responder a una carta tuya. ¿Has sabido ya algo de él? El hombre se mostró muy evasivo. Estaba intentando ser amable, pero pude decir que se sentía impaciente por colgar. Me dio el nombre completo del hombre al que están buscando: Djaktu Abdul Djaktu-tchow, ¿no es maravilloso?, y me dijo que tienen algo más de material sobre él que todavía no pueden hacer público. Argumenté y supliqué (¡ya sabes lo persuasiva que puedo llegar a ser!), y finalmente, tras insistirle en que tú habías sido un amigo íntimo del reverendo Mortimer, le extraje algo que juró que negaría si se lo decía a alguien que no fueras tú. Al parecer el pobre hombre debía de estar mortalmente enfermo, quizás incluso tuberculoso. Voy a someterme a una prueba de emplasto la semana próxima, solo para estar segura, y te recomiendo que tú hagas lo mismo, porque parece que en el dormitorio del reverendo encontraron algo muy raro. Dijeron que eran fragmentos de tejido pulmonar».
6.
Yo también fui detective en mi juventud.
—LOVECRAFT, 17/2/1931
¿Existen todavía los detectives aficionados? Quiero decir, ¿fuera de las páginas de los libros? ¿Quién, después de todo, tiene tiempo para esos juegos hoy en día? No yo, desgraciadamente; aunque durante más de una década he permanecido nominalmente retirado, mis días han estado muy llenos con las poco románticas actividades que ocupan a la gente de mi edad: cartas, citas para ir a comer, visitas a mi sobrino y a mi médico, libros (no los suficientes) y televisión (demasiada), y quizás una sesión de tarde en el Golden Agers (aunque he dejado de ir en buena parte al cine, cada vez menos en simpatía con sus héroes). También he pasado la semana de Halloween en la orilla de Jersey, y la mayor parte de otra intentando interesar a un más bien condescendiente editor joven a reeditar algunas de mis primeras obras.
Todo esto, por supuesto, pretende ser una especie de disculpa por el hecho de haber abandonado mis investigaciones sobre el caso del pobre Mortimer hasta mediados de noviembre. La verdad es que el asunto casi abandonó mi mente; solo en las novelas la gente no tiene nada mejor que hacer.
Fue Maude quien reavivó mi interés. Había estado leyendo ávidamente los periódicos —en vano—, buscando más noticias sobre la desaparición del hombre; creo que incluso telefoneó al sargento Linahan una segunda vez, pero sin averiguar nada nuevo. Ahora me escribió con una pequeña información, oída de tercera mano: una de sus compañeras de bridge había oído «de un amigo en las fuerzas de la policía» que la búsqueda del señor Djaktu había sido ampliada para incluir a su presunto compañero, «un niño negro», o así informaba mi hermana. Aunque había todas las posibilidades de que esta información fuera falsa, o que se refiriera a un caso completamente distinto, al parecer lo consideraba como algo más bien siniestro.
Quizá fue por eso por lo que la siguiente tarde me halló una vez más en la escalinata del Museo de Historia Natural, tanto para satisfacción de Maude como mía. Su alusión a un negro, llegada después del curioso descubrimiento en el dormitorio de Mortimer, había traído a mi memoria la figura sobre el atuendo del malayo, y había permanecido inquieto toda la noche por la fantasía de un negro —un hombre como el mendigo que acababa de ver acurrucado contra la estatua de Roosevelt— tosiendo sus pulmones un una especie de retorcida trompeta.
Encontré poca gente por las calles aquella tarde, puesto que hacía un frío desacostumbrado para una ciudad que a menudo tiene una temperatura suave hasta enero; llevaba una bufanda, y mi abrigo de lana gris aleteaba alrededor de mis tobillos. Dentro, sin embargo, el lugar, como todos los edificios norteamericanos, estaba sobrecalentado; pronto volvía a ser el mismo mientras subía la desmoralizante larga escalera hasta el primer piso.
Los corredores estaban silenciosos y vacíos a no ser por la lánguida figura de un guardia sentado delante de uno de los nichos, con la cabeza inclinada como si estuviera dormitando, y desde arriba el silbido de los radiadores de vapor cerca del techo de mármol. Lentamente, y casi gozando de la sensación de privilegio que se obtiene del hecho de tener todo un museo para ti solo, seguí mi ruta anterior más allá de los inmensos esqueletos de los dinosaurios («Esas grandes criaturas que en sus tiempos pisaron la tierra donde ahora caminamos nosotros») y hacia la Sala del Hombre Primitivo, donde dos muchachos portorriqueños, que evidentemente habían hecho novillos, estaban en el ala africana contemplando con adoración a un guerrero masai plenamente ataviado para la batalla. Me detuve en la sección de Asia para recuperar el aliento, buscando en vano la figura achaparrada con su atuendo. La vitrina de cristal estaba vacía. Sobre su placa había pegada una etiqueta impresa: «Retirado temporalmente para restauración».
Aquella era sin duda la primera vez en cuarenta años que había sido retirada, y por supuesto yo había elegido precisamente aquella ocasión para ir a mirarla. Mala suerte, Me encaminé a la más cercana escalera, en el otro extremo del ala. Detrás de mí resonó un clanc metálico al otro lado de la sala, seguido por la furiosa voz del guardia. Quizás aquella lanza masai había resultado ser una tentación demasiado grande.
En el vestíbulo principal me entregaron un pase para entrar en el ala norte, donde estaban situadas las oficinas del personal.
—Encontrará las salas de trabajo al nivel del sótano —me dijo la mujer en el mostrador de información; la hastiada estudiante del verano se había convertido en una amistosa dama madura que me miró con cierto interés—. Simplemente pregúntele al guardia al final de las escaleras, pasada la cafetería. Espero que encuentre lo que está buscando.
Manteniendo cuidadosamente la tarjeta rosa que me había entregado visible para cualquiera que pudiese pedirla, bajé. Cuando llegué a la escalera me encontré con una especie de visión: una rubia familia de aspecto escandinavo subía las escaleras hacia mi, los cuatro rostros vueltos hacia arriba casi intercambiables, los padres y dos niñas pequeñas con los labios fruncidos y los tímidamente esperanzados ojos de los turistas, mientras justo detrás de ellos, como una sombra, aparentemente sin que nadie hubiera reparado en él, subía un sonriente joven negro, caminando prácticamente tras los talones del padre. En mi actual estado mental la escena me pareció particularmente inquietante —la expresión del muchacho era ciertamente de burla—, y me pregunté si el guardia que había de pie delante de la cafetería la habría notado. Si lo había hecho, sin embargo, no dio la menor señal de ello; me miró sin curiosidad cuando pasé y señaló hacia una puerta de incendios al extremo de la sala.
Las oficinas en el nivel inferior eran sorprendentemente vulgares —las paredes no eran de mármol sino de descolorido yeso verde—, y todo el corredor tenía un aspecto como de «enterrado», sin duda debido a que la única luz exterior procedía de una ventana enrejada a nivel del suelo de la calle casi tocando el techo. Me habían indicado que le preguntara por uno de los asociados de investigación, un tal señor Ritchmond; su oficina formaba parte de una suite compartimentada por divisiones de tablero perforado. La puerta estaba abierta, y se levantó de su escritorio tan pronto como entré; sospecho que, en vista de mi edad y del abrigo gris de lana, debió de tomarme por alguien importante.
Era un hombre joven y rollizo con una barba color arena y el aspecto de un surfista en baja forma, pero su afabilidad se disolvió cuando le mencioné mi interés en el atuendo de seda verde.
—Y supongo que es usted el hombre que se quejó al respecto arriba, ¿no?
Le aseguré que no había sido yo.
—Bien, pues alguien lo hizo —dijo, mirándome aún con resentimiento; en la pared a sus espaldas una máscara de guerra india hizo lo mismo—. Algún maldito turista, quizá por un día en la ciudad solo para causar problemas. Amenazó con llamar a la embajada de Malaisia. Si organiza usted un poco de escándalo, esa gente de ahí arriba teme en seguida que el asunto termine apareciendo en el Times.
Comprendí su alusión; en años anteriores el museo había obtenido una considerable notoriedad por haber realizado algunos sorprendentes —y para mí completamente inútiles— experimentos con gatos. La mayor parte del público, hasta entonces, desconocía que el edificio albergara algunos laboratorios de trabajo.
—De todos modos —continuó—, el traje está abajo en el taller, lo estamos remendando. Probablemente estará ahí abajo durante los próximos seis meses antes de que acabemos con él. Estamos tan faltos de personal en estos momentos que la cosa no tiene ninguna gracia. —Miró su reloj—. Venga, se lo mostraré. Luego tengo que ir arriba.
Le seguí por un estrecho pasillo que se bifurcaba a ambos lados. En un momento determinado dijo:
—A su derecha está el infame laboratorio de zoología. —Mantuve los ojos firmes al frente. Cuando pasamos la siguiente puerta percibí un olor familiar.
—Me hace pensar en melaza —dije.
—No anda muy equivocado. —Habló sin mirar atrás—. La cosa es en su mayor parte melaza. Puro nutriente. Lo utilizan para desarrollar microorganismos.
Me apresuré a mantenerme a su altura.
—¿Y para otras cosas?
Se encogió de hombros.
—No lo sé, señor. No es mi campo.
Llegamos a una puerta cerrada por una reja negra de tela de alambre.
—Este es uno de los talleres —dijo, metiendo una llave en la cerradura. La puerta se abrió a una amplia habitación a oscuras que olía a serrín y cola—. Siéntese aquí —dijo, conduciéndome a una pequeña antesala y encendiendo la luz—. Volveré en un segundo. Miré al objeto más cercano a mí, un gran baúl de ébano, adornadamente tallado. Sus bisagras habían sido retiradas. Richmond regresó con el traje colgado de su brazo.
—¿Lo ve? —dijo, haciéndolo balancear delante de mí—. En realidad no está en tan malas condiciones, ¿no cree? —Me di cuenta de que todavía pensaba que yo era el hombre que se había quejado.
Las pequeñas figuras pardas huían en el campo de ondulante verde, aún perseguidas por algún peligro invisible. En el centro se erguía el hombre negro, con la trompeta negra en sus labios, hombre y trompeta una única línea de ininterrumpida negrura.
—¿Son los tcho-tchos un pueblo supersticioso? —pregunté.
—Lo eran —dijo significativamente—. Supersticiosos y no muy agradables. Ahora están tan extintos como los dinosaurios. Supuestamente barridos por los japoneses o algo así.
—Eso es más bien extraño —dije—. Un amigo mío afirma haberse encontrado con ellos hace poco este mismo año.
Richmond estaba alisando la ropa; las ramas de los árboles parecidas a serpientes estallaban fútilmente contra las figuras pardas.
—Supongo que es posible —dijo tras una pausa—. Pero no he leído nada acerca de ellos desde la escuela secundaria. Ciertamente ya no están relacionados en los libros de texto. Lo he mirado, y no hay nada sobre ellos. Este atuendo tiene más de cien años.
Señalé a la figura en el centro.
—¿Qué puede decirme acerca de este tipo?
—El Heraldo de la Muerte —respondió, como si fuera un test—. Al menos eso es lo que dice la literatura. Se suponía que advertía de alguna inminente calamidad.
Asentí sin alzar la vista; simplemente estaba repitiendo lo que había leído en el panfleto.
—Pero es extraño —dije— que esos otros muestren este pánico. ¿Lo ve? Ni siquiera se detienen a escuchar.
—¿Lo haría usted? —bufó, impaciente.
—Pero si el negro es solo un mensajero de algún tipo, ¿por qué es mucho más grande que los otros?
Richmond empezó a doblar la tela.
—Mire, señor —dijo—, no pretendo ser un experto en todas las tribus de Asia. Pero si un personaje es importante, a veces lo hacen más grande. Al menos, eso es lo que hacían los mayas. Escuche, tengo que devolver ahora esto a su sitio. Y luego tengo que ir a una reunión.
Mientras estuvo fuera permanecí sentado allí pensando en lo que acababa de ver. Las pequeñas figuras pardas, por toscas que fueran, expresaban un terror que ningún simple mensajero podía inspirar. Y aquella gran forma negra erguida triunfante en el centro, con la trompeta retorcida en su boca…, aquello no era un mensajero, estaba completamente seguro. No era el Heraldo de la Muerte. Era la propia Muerte.
Regresé a mi apartamento justo a tiempo para oír sonar el teléfono, pero cuando llegué a él ya se había cortado. Me senté en la sala de estar con una taza de café y un libro que había permanecido intocado en su estantería durante al menos treinta años: Ritos de la jungla, de aquel viejo farsante, William Seabrook. Lo había conocido en los años veinte, y había encontrado sus escritos agradables aunque poco fiables. Su libro describía docenas de personajes improbables, entre ellos «un jefe caníbal que había sido encerrado y se había hecho famoso porque se había comido a su joven esposa, una hermosa e indolente muchacha llamada Blito, junto con una docena de sus amigas». Pero no descubrí ninguna mención de un trompetista negro.
Acababa de terminarme mi café cuando el teléfono sonó de nuevo. Era mi hermana.
—Solo quería que supieras que hay otro hombre desaparecido —dijo sin aliento. No pude decir si estaba asustada o simplemente excitada—. Un ayudante de camarero del San Marino. ¿Recuerdas? Una vez te llevé allí.
El San Marino era un pequeño restaurante económico en Indian Creek, a varias manzanas de la casa de mi hermana. Ella y sus amigas comían allí varias veces a la semana.
—Ocurrió la otra noche —siguió—. Acabo de enterarme en mi partida de cartas. Dijeron que salió fuera con un cubo de cabezas de pescado para arrojarlo al arroyo, y nunca volvió.
—Eso es muy interesante, pero… —pensé por un momento; era muy poco usual que me llamara para algo como aquello—. Pero en realidad, Maude, ¿no pudo simplemente haberse marchado? Quiero decir, ¿qué te hace suponer que hay alguna conexión…?
—¡Porque también llevé allí a Ambrose! —exclamó—. Tres o cuatro veces. Era allí donde solíamos encontrarnos.
Al parecer Maude conocía considerablemente mejor al reverendo Mortimer que lo que sus cartas habían permitido suponer. Pero en aquellos momentos no estaba interesado en ahondar en aquel aspecto.
—Este ayudante de camarero —pregunté—, ¿era alguien a quien conocieras?
—Por supuesto —respondió—. Conozco a todo el mundo allí. Se llamaba Carlos. Un muchacho tranquilo, muy cortés. Estoy segura de que debió servirnos docenas de veces.
Pocas veces había oído a mi hermana tan alterada, pero por el momento no parecía haber ninguna forma de calmar sus temores. Antes de colgar me hizo prometer que adelantaría la visita de un mes que esperaba que le hiciera por Navidad; le aseguré que intentaré ir para el Día de Acción de Gracias, por aquel entonces a solo una semana de distancia, si podía encontrar un vuelo que no estuviera lleno.
—Inténtalo —dijo, y, si aquello fuera un relato de los viejos pulps, hubiera añadido: «Si alguien puede llegar al fondo de esto, ese eres tú». En realidad, sin embargo, tanto Maude como yo éramos conscientes de que yo acababa de celebrar mi setenta y siete cumpleaños y que, de los dos, yo era con mucho el más tímido; de modo que lo que dijo realmente fue—: Cuidar de ti me ayudará a apartar de mi mente todas estas cosas.
7.
No podría vivir ni una semana sin una biblioteca privada.
—LOVECRAFT, 25/2/1929
Eso es lo que pensaba yo también, hasta recientemente. Tras toda una vida de coleccionar libros había adquirido miles y miles de volúmenes, sin separarme nunca de ninguno; de hecho, era esta enorme biblioteca privada la que me había mantenido anclado al mismo apartamento del West Side durante casi medio siglo.
Sin embargo aquí estoy sentado, sin ninguna compañía excepto unos pocos manuales de jardinería y un estante de anticuados bestsellers, nada en lo que soñar, nada que desee sostener entre mis manos. Sin embargo, he sobrevivido aquí una semana, un mes, casi una estación. La verdad, Howard, es que te habrías sorprendido de poder vivir sin ella. En cuanto a los libros que he dejado en Manhattan, simplemente espero que alguien los aprecie cuando yo me haya ido.
Pero no estaba en absoluto tan resignado aquel noviembre cuando, tras haber conseguido reservar un asiento en un vuelo anterior al previsto, me encontré con que me quedaba menos de una semana en Nueva York. Pasé todo mi tiempo restante en la biblioteca: la pública de la Calle Cuarenta y dos, con los leones delante y sin ningún libro mío en sus estanterías. Sus dos salas de lectura estaban frecuentadas por hombres de mi edad y más, jubilados con días que llenar, pobres que simplemente se calentaban Ion huesos; algunos hojeaban periódicos, otros dormitaban en sus sillas. Ninguno de ellos, estoy seguro, compartía mi sensación de urgencia; había cosas que esperaba encontrar antes de marcharme, cosas para las cuales Miami no me sería de ninguna utilidad.
No era un extraño en aquel edificio. Hacía mucho tiempo, durante una de las visitas de Howard, había emprendido algunas investigaciones genealógicas allá con la esperanza de hallar algunos antepasados más impresionantes que los suyos, y cuando joven había intentado ocasionalmente ganarme la vida, como los habitantes de la New Grub Street de Gissing, escribiendo artículos compilados a partir de la obra de otros. Pero ahora había perdido la práctica: ¿cómo, después de todo, encuentra alguien referencias a un oscuro mito tribal del Sudeste de Asia sin leer todo lo publicado sobre esa parte del mundo?
A principio eso fue exactamente lo que intenté; busqué en cada libro que encontré con «Malaca», «Malasia» o «Malaisia» en su título. Leí sobre los dioses arco iris y los altares fálicos y algo llamado «el tatai», una especie de compañero no deseado; me enteré de ritos nupciales y de la Muerte de las Espinas y de una cierta cueva habitada por millones de caracoles. Pero no hallé ninguna mención de los tcho-tcho, y nada sobre sus dioses.
Esto no dejaba de ser sorprendente. Vivimos en unos días en los que ya no hay secretos, donde mi sobrino de doce años puede comprar su propio grimorio, y libros con títulos como Enciclopedia de los conocimientos antiguos y prohibidos atestan las tiendas de saldos. Aunque mis amigos de los años veinte hubieran odiado admitirlo, la idea de tropezar con algún viejo y mohoso «libro negro» en el desván de una casa abandonada —algún diccionario de conjuros y cánticos y ciencias ocultas— no es más que una extravagante fantasía. Si el Necronomicón existiera realmente, lo podríamos encontrar probablemente en edición de bolsillo con un prefacio de Colin Wilson.
Es lógico, pues, que cuando finalmente encontré una referencia a lo que buscaba, fuera en el menos romántico de los soportes, un guión de cine mimeografiado.
«Transcripción» sería quizá más próximo a la verdad, porque estaba basado en un filme rodado en 1937 y que ahora presumiblemente se deterioraba en algún olvidado almacén. Lo descubrí dentro de uno de esos legajos de cartón marrón atados con cintas que utilizan las bibliotecas para proteger los libros cuya encuadernación se ha deteriorado. El libro en sí, Memorias malayas, de un tal reverendo Morton, había resultado una decepción pese al más bien sugestivo nombre de su autor. La transcripción estaba metida debajo de él, al parecer incluida allí por error, pero aunque parecía poco prometedora —solo sesenta y seis páginas, mal mecanografiadas, y unidas por una única grapa oxidada—, su lectura pagó sus dividendos. No había página de título, ni creo que la hubiera habido nunca; la primera página identificaba simplemente el filme como: Documental —Malaca hoy, y señalaba que había sido financiado en parte por una subvención del gobierno de los Estados Unidos. El realizador o realizadores no eran mencionados.
Pronto vi por qué el gobierno podía haber prestado a la aventura algo de su apoyo, porque había una gran cantidad de escenas en las cuales los propietarios de las Imantaciones de caucho expresaban el tipo de opiniones que los norteamericanos deseaban oír. A una pregunta de un entrevistador no identificado: «¿Qué otros tipos de prosperidad ve usted a su alrededor?», un plantador llamado señor Pierce había respondido servicialmente: «Bueno, vean el estándar de vida: mejores escuelas para los nativos y un nuevo camión para mí. Viene de Detroit, ¿saben? Puede que sus neumáticos lleven mi propio caucho».
ENTREVISTADOR: ¿Y qué hay de los japoneses? ¿Son uno de los mejores mercados actuales?
PIERCE: Oh, vea, compran nuestras cosechas, de acuerdo, pero en realidad no confiamos en ellos, ¿entiende? [Sonrisas.] No nos gustan ni la mitad que los yanquis.
La última sección de la transcripción era mucho más interesante, sin embargo. Registraba un cierto número de breves escenas que seguramente nunca llegaron a aparecer en el filme terminado. Cito una de ellas en su totalidad:
PATIO DE RECREO, IGLESIA PARROQUIAL —ÚLTIMA HORA DE LA TARDE.
BORRADO
ENTREVISTADOR: Este joven malayo ha esbozado un dibujo de un demonio al que llama Shoo Goron. [Al muchacho] Me pregunto si podrías decirnos algo acerca del instrumento que está tocando. Parece como un shofar judío, o una especie de caracola. [De nuevo al muchacho] Tranquilo. No tienes de qué asustarte.
MUCHACHO: No sopla para fuera. Sopla para dentro.
ENTREVISTADOR: Entiendo… Inspira el aire a través de la caracola, ¿no?
MUCHACHO: No es una caracola. No es una caracola. [Se echa a llorar] Es él.
8.
Miami no me produjo mucha impresión…
—LOVECRAFT, 19/7/1931
Mientras esperaba en el aeropuerto con Ellen y su chico, con mi equipaje ya embarcado y mi vuelo confirmado, me sentí presa el tipo de ansiedad que había hecho mi vida miserable durante mi juventud: era la sensación de que el tiempo se estaba acabando; y lo que lo ocasionaba ahora, creo, era la hora que faltaba antes de que despegara mi vuelo. Era mucho tiempo para permanecer sentado hablando de tonterías con Terry, cuya mente estaba a todas luces en otras cosas; pero era demasiado poco tiempo para realizar la tarea que de pronto me había dado cuenta de que había dejado por hacer.
Pero quizá mi sobrino pudiera servir.
—Terry —dije—. ¿Te gustaría hacerme un favor? —Me miró ansioso; supongo que a los niños de su edad les encanta ser útiles a los mayores—. ¿Recuerdas el edificio que pasamos camino de aquí? ¿El edificio de Llegadas Internacionales?
—Claro que sí —dijo—. La puerta de al lado a la derecha.
—Sí, pero está mucho más lejos de lo que parece. ¿Crees que podrás llegar hasta allí y volver en la hora que falta y buscar allí algo para mí?
—Claro que sí. —Se había levantado ya de su asiento.
—Se me acaba de ocurrir que hay un mostrador de reservas de Air Malay en ese edificio, y me pregunto si podrías preguntarle a alguien de allí…
Mi sobrina me interrumpió.
—Oh, no va a ir —dijo firmemente—. En primer lugar, no le permitiré que vaya por ahí cumpliendo un estúpido encargo. —Ignoró las protestas de su hijo—. Y en segundos lugar, no le quiero implicado en este juego que tú y mi madre os estáis llevando.
El resultado de todo aquello fue que se encargó del asunto la propia Ellen, dejándonos a Terry y a mí charlando de nuestras tonterías. Se llevó con ella un trozo de papel donde yo había escrito Shoo Goron, un nombre que miró con cierto escepticismo. No estaba seguro de que regresara antes de mi partida (Terry, podía ver, se estaba poniendo cada vez más nervioso), pero estuvo de vuelta antes de la segunda llamada de embarque.
—Ella me ha dicho que lo has deletreado mal —anunció Ellen.
—¿Quién es ella?
—Solo una de las ayudantes de vuelo —dijo Ellen—. Una muchacha joven, de poco más de veinte años. Ninguna de las otras era malaya. Al principio no reconoció el nombre, hasta que lo leyó en voz alta unas cuantas veces. Al parecer es algún tipo de pez, ¿no? Como una rémora, solo que más grande. Sea como sea, eso es lo que dijo. Su madre acostumbraba a asustarla con él cuando era mala.
Evidentemente Ellen —o más probablemente la otra mujer— había interpretado mal el nombre.
—¿Una especie de figura como el coco? —pregunté—. Bueno, supongo que es posible, ¿pero un pez, dices?
Ellen asintió.
—Sin embargo, no creo que sepa mucho sobre él. De hecho, actuó como un poco azarada. Como si yo le hubiera preguntado algo sucio. —Desde el otro lado de la sala un altavoz anunció la última llamada para los pasajeros. Ellen me ayudó a ponerme en pie, aún hablando—: Dijo que ella era solo una malaya, de algún lugar de la costa: ¿Malaca?; lo he olvidado, y que era una lástima que no me hubiera dejado caer por allí tres o cuatro meses antes, porque su reemplazo aquel verano era parte chocha, ¿chocho?, o algo así.
La cola se iba haciendo más corta ahora. Les deseé a ambos un feliz Día de Acción de Gracias y me dirigí al avión.
Las nubes habían formado un paisaje de ondulantes colinas a mis pies. Podía ver cada loma, cada matorral, y en los lugares más oscuros los ojos de animales.
Algunos de los valles estaban hendidos por irregulares líneas negras que parecían como ríos en un mapa. El agua, al menos, era real: allí el banco de nubes se había roto, revelando el oscuro mar debajo.
Durante el viaje tuve consciencia de una ocasión perdida, la sensación de que mi destino ofrecía una especie de última oportunidad. Con Howard desaparecido hacía más de cuarenta años todavía vivía mi vida a su sombra; ciertamente sus relatos habían oscurecido los míos. Ahora me encontraba atrapado en uno de ellos. Aquí, a kilómetros de altura sobre la Tierra, sentía guerrear a los grandes dioses; abajo, la guerra ya estaba perdida.
Los propios pasajeros a mi alrededor parecían participantes en una mascarada: la pequeña y untuosa azafata que olía a algo extraño; el niño que miraba fijamente y no desviaba nunca la vista; el hombre dormido a mi lado, con la boca colgando, que se había echado a reír y me había tendido en su sueño una página arrancada de su revista de vuelo: página de pasatiempos de noviembre, con un ojo mirando asombrado desde un enjambre de puntos. «¡Conecte los puntos entre sí y vea lo que agradecerá menos en este Día de Acción de Gracias!». Debajo del ojo, medio enterrado entre anuncios de clubs de playa, un fragmento de color local me halló de un humor receptivo:
SI TIENES ALETAS, VIAJARÁS
(Cortesía del Miami Herald). Si su marido llega a casa y le jura que acaba de ver un banco de peces cruzar el patio, no le huela el aliento en busca de alcohol. ¡Puede que esté diciendo la verdad! Según la Unión de Zoólogos de Miami, los siluros migrarán este otoño en un número récord, y los residentes del sur de Florida pueden esperar ver cientos de ellos arrastrándose por tierra a kilómetros del agua. Aunque normalmente no son más grandes que su gato doméstico, la mayoría pueden sobrevivir sin…
Aquí el artículo terminaba rasgadamente allá donde mi compañero lo había arrancado de la revista. Se agitó en su sueño y removió los labios. Me volví y me apoyé contra la ventanilla, donde el brazo de Florida empezaba a asomarse ya, venado por docenas de canales. El avión se estremeció y se deslizó hacia él.
Maude estaba ya en la puerta, con un recio mozo de cuerda negro a su lado y un carrito vacío. Mientras aguardábamos a que una portezuela en el sótano vomitara mi equipaje, me habló de la secuela del incidente del San Marino: el cuerpo del muchacho había sido hallado ahogado en una playa distante, con los pulmones en boca y garganta.
—Vueltos del revés —dijo—. ¿Puedes imaginarlo? Ha estado en la radio toda la mañana. Con cintas de un horrible doctor hablando de la tos del fumador y la forma en que se ahoga la gente. Ni siquiera he podido escucharle. —El mozo de cuerda cargó mis maletas en el carrito y lo seguimos a la parada de taxis, con Maude usando su bastón para gesticular. Si no hubiera visto lo vieja que estaba, hubiera pensado que la excitación le sentaba bien.
Hicimos que el conductor diera una vuelta por el oeste a lo largo de la Pompano Canal Road, donde hicimos una pausa en el número 311, una de nueve destartaladas cabinas verdes que formaban como un patio alrededor de una pequeña y muy sucia piscina; en una maceta de cemento al lado de la piscina había una solitaria palmera medio muerta, como alguna burlesca imitación de un oasis. Aquel, pues, había sido el último hogar de Ambrose Mortimer. Mi hermana estaba muy silenciosa, y le creí cuando dijo que nunca había estado allí antes. Al otro lado de la calle brillaban las aceitosas aguas del canal.
El taxi giró hacia el este. Pasamos interminables hileras de hoteles, moteles, condominios, centros comerciales tan grandes como el Central Park, tiendas de souvenirs con carteles anunciadores más grandes que ellas y con cestas de conchas y agitantes juguetes de plástico delante. Hombres y mujeres de nuestra edad y más jóvenes estaban sentados en sillas de playa en sus patios, parpadeándole al tráfico. Algunas de las mujeres más viejas estaban casi tan calvas como yo; los hombres, como las mujeres, llevaban ropas del color del coral, la lima y el melocotón. Caminaban muy lentamente cuando cruzaban la calle o avanzaban por la acera. Los coches se movían casi igual de lentos, y transcurrieron cuarenta minutos antes de que llegáramos a casa de Maude, con sus contraventanas de color naranja pastel y el farmacéutico retirado y su esposa viviendo arriba. Aquí también una especie de languidez que invadía todo el bloque, una languidez en la que, con solo una punto de pesar, yo mismo me asentaría muy pronto, La vida estaba frenando hasta detenerse, y una vez se hubo marchado el taxi lo único que se agitaba allí eran los geranios de las macetas en la ventana de Maude, temblando ligeramente en una brisa que yo ni siquiera podía sentir.
La monotonía. Mañanas en el salón con aire acondicionado de mi hermana, almuerzos con sus amigos en las cafeterías con aire acondicionado, siestas por la tarde de las que despertaba con dolor de cabeza, paseos vespertinos para ver el ocaso, las luciérnagas, las pantallas de los televisores parpadeando detrás de las cortinas de los vecinos. Por la noche, unas cuantas débiles y nubosas estrellas; por el día, diminutos lagartos deslizándose sobre el ardiente pavimento, o tomando atrevidamente el sol entre las piedras. El olor de las pinturas al óleo en el armario de mi hermana, y el insistente zumbar de los mosquitos en su jardín. Su reloj de sol, un regalo de Ellen, con el mensaje de Terry pintado en el borde. Almuerzo en el San Marino y una breve y reacia mirada a la fatal parte de atrás, ahora casi una atracción turística. Una tarde en una biblioteca en Hialeah, buscando en los estantes de los libros de viaje, con un viejo dormitando en la mesa frente a mí, un muchacho copiando laboriosamente su redacción escolar de una enciclopedia. La cena del Día de Acción de Gracias, con su llamada telefónica de media hora a Ellen y su chico, y la perspectiva de pavo para el resto de la semana. Más amigos que visitar, y otro día en la biblioteca.
Más tarde, empujado por el aburrimiento y el fantasma de un impulso, telefoneé al Barkleigh Hotella en North Miami y reservé una habitación para dos noches. No recuerdo las fechas que dije, porque ese tipo de cosas ya no tienen mucho significado, pero sé que fueron hacia mediados de semana; «estamos en plena temporada», me informó la propietaria, y el hotel colgaba el letrero de completo cada fin de semana hasta mucho después de Año Nuevo.
Mi hermana se negó a acompañarme a Culebra Avenue; no veía el menor atractivo en visitar el lugar ocupado en su tiempo por un malayo fugitivo, ni compartía mi fantasía de novela pulp de que, viviendo allí yo mismo, podía descubrir algún indicio no encontrado por la policía. («Gracias al conocido autor de Más allá de la tomba…»). Fui solo, en taxi, llevándome conmigo media docena de volúmenes de la biblioteca. Aparte de leer, no tenía otros planes.
El Barkleigh era un edificio de adobe rosa de dos pisos, coronado por un antiguo letrero de neón con uña gruesa capa de polvo revelada por el sol de primera hora de la tarde. Establecimientos similares se alineaban en toda la manzana a ambos lados, cada uno más deprimente que el anterior. No había ascensor y, como descubrí para mi decepción, ninguna habitación disponible en el primer piso. La escalera tenía el aspecto de que subirla iba a ser un esfuerzo.
En la oficina de la planta baja pregunté, tan casualmente como me fue posible, qué habitación había ocupado el notorio señor Djaktu; de hecho, había esperado ser asignado a ella o a alguna otra cercana. Pero me vi abrumado por la decepción. El bajo y preocupado cubano detrás del mostrador había sido contratado hacía tan solo seis semanas y no sabía nada del asunto; en un inglés entrecortado explicó que la propietaria, una tal señora Zimmerman, acababa de partir hacia Nueva Jersey para visitar a unos familiares y no estaría de vuelta hasta Navidad. Evidentemente, podía olvidar la posibilidad de obtener algún chismorreo.
En aquel punto me sentí tentado de cancelar mi visita, y confieso que lo que me retuvo allí no fue tanto el sentido del honor como el deseo de permanecer dos días separado de Maude, con quien, tras vivir sola durante cerca de una década, se había hecho algo difícil convivir.
Seguí al cubano escaleras arriba, observando cómo mi maleta golpeaba rítmicamente contra sus piernas, y fui conducido al final del pasillo hasta una habitación que miraba a la parte de atrás. El lugar olía vagamente a sal y a brillantina, la hundida cama era algo más que veterana. Una pequeña terraza de cemento dominaba el patio trasero y un solar vacío; este último estaba tan lleno de hierbajos y el césped del patio llevaba tanto tiempo sin cortar que resultaba difícil distinguir dónde terminaba uno y empezaba el otro. Un grupo de palmeras se alzaba en alguna parte en medio de aquella tierra de nadie, imposiblemente altas y delgadas, con solo unas cuantas rígidas hojas rematando su copa. En el suelo, abajo, yacían varios cocos pudriéndose.
Aquella fue la vista que me recibió la primera noche cuando regresé de cenar en un restaurante cercano. Me sentía desacostumbradamente cansado y pronto me metí dentro para dormir. Puesto que la noche era fresca, no había necesidad de aire acondicionado; mientras permanecía tendido en la enorme cama pude oír a la gente agitándose en la habitación contigua, el siseo de un autobús yendo avenida abajo, y el rumor de las hojas de las palmeras al viento.
Pasé parte de la mañana siguiente redactando una carta a la señora Zimmerman, para que le fuera entregada a su regreso. Tras un largo paseo a una cafetería para almorzar, dormí una siesta. Después de cenar hice lo mismo. Con el televisor conectado para que me hiciera compañía, un parlanchín rumor indistinto al otro lado de la habitación, me dediqué al montón de libros en mi mesilla de noche, los restos del fondo de la estantería de viajes; la mayoría de ellos no habían sido tomados en préstamo desde los años treinta. No encontré nada de interés en ninguno de ellos, al menos tras una primera inspección, pero antes de apagar la luz observé que uno, las reminiscencias del coronel E. G. Paterson, tenía un índice. Aunque busqué en vano el demonio Shoo Goron, encontré una referencia a él bajo una grafía un poco distinta.
El autor, sin duda muerto hacía mucho, había pasado la mayor parte de su vida en Oriente. Su interés en el sudeste asiático era ligero, y en consecuencia el párrafo en cuestión más bien breve:
… Pese a la riqueza y variedad de su folklore, sin embargo, no tienen nada parecido al shugoran malayo, una especie de coco usado para asustar a los niños malos. El viajero oye muchas descripciones contradictorias de él, algunas de las cuales bordean lo obsceno. (Oran, por supuesto, es «hombre» en malayo, mientras que shug, que aquí connota «olisquear» o «indagar», significa, literalmente, «trompa de elefante»). Recordaré la piel que cuelga encima de la barra del bar en el Club de Comerciantes de Singapur, y que, según la tradición, representaba al hijo de esta fabulosa criatura; sus alas eran negras, como la piel de un hotentote. Poco después de la guerra un cirujano del regimiento pasó por allí camino de vuelta a Gibraltm y, tras el debido examen, certificó que la piel seca era de un siluro más bien granudo. Nadie le preguntó nunca más detalles.
Mantuve la luz encendida hasta que estuve preparado para dormirme, escuchando el viento resonar entre las hojas de las palmeras y gemir arriba y abajo por las hileras de las terrazas. Cuando apagué la luz, medio esperé ver una forma sombría en la ventana; pero, como dice el poeta, no vi nada excepto la noche.
A la mañana siguiente hice la maleta y me fui, consciente de que mi estancia en el hotel había sido infructuosa. Regresé a casa de mi hermana para hallarla en agitado conversación con el farmacéutico de arriba; estaba en un estado terrible y dijo que había intentado ponerse en contacto conmigo durante toda la mañana. Había despertado para encontrar los tiestos de flores de la ventana de su dormitorio volcados y las plantas de abajo pisoteadas. Bajando por el lado de la casa había dos inmensas marcas como de cuchilladas separadas varios metros la una de la otra, que empezaban en el tejado y continuaban rectas hasta el suelo.
9.
Por los dioses, cómo vuelan los años. La edad madura ya…, cuando solo ayer era un joven ansioso y maravillado por los misterios de un mundo que se desenrollaba a mi alrededor,
—LOVECRAFT, 20/8/1926
Ya queda poco más de lo que informar. Aquí el relato degenera a una heterogénea colección de datos que pueden estar o no relacionados: piezas de un rompecabezas para aquellos que deseen montarlo, un ramillete al azar de puntos, y en el centro un enorme ojo no parpadeante.
Por supuesto, mi hermana abandonó la casa en Indian Creek aquel mismo día, reservó habitaciones para ella en un hotel en el centro de Miami. Posteriormente se trasladó tierra adentro para vivir con una amiga en un bungalow de estuco verde a varios kilómetros de los Everglades, el tercero en una hilera de nueve justo al lado de la carretera principal. Yo estoy sentado en su interior mientras escribo esto. Después de que la amiga muriera mi hermana siguió viviendo aquí sola, haciendo el viaje de sesenta kilómetros en autobús a Miami solo en ocasiones especiales: para ir al teatro con un grupo de amigos, uno o dos viajes de compras al año. Aquí tenía todo lo demás que podía necesitar.
Yo regresé a Nueva York, pillé un resfriado, y terminé el invierno en una cama de hospital, visitado menos a menudo de lo que hubiera querido por mi sobrina y su chico. Por supuesto, llegar hasta allí desde Brooklyn no era una empresa pequeña.
Uno se recupera mucho más lentamente cuando ha alcanzado mi edad; es una dolorosa verdad que todos aprendemos si vivimos lo suficiente. La vida de Howard fue corta, pero al final creo que comprendió. A los treinta y cinco años podía burlarse de la locura del «anhelo de juventud» de un amigo, pero diez años más tarde había aprendido a llorar la pérdida de la suya. «¡Los años se lo dicen a uno! —escribió—. ¡Vosotros los jóvenes no sabéis lo afortunados que sois!».
La edad es realmente el gran misterio. ¿Por qué otro motivo habría blasonado Terry el reloj de sol de su abuela con esta sacarinada estupidez?:
Hazte vieja conmigo,
lo mejor aún tiene que pasar.
Cierto, la frase es tradicional en los relojes de sol, pero ese joven loco ni siquiera la había respetado. Con diabólica imprecisión había escrito «Lo mejor aún tiene que llegar», una línea que me hubiera hecho rechinar los dientes, si todavía tuviera dientes que rechinar.
Pasé la mayor parte de la primavera dentro de casa, cocinándome mis propias miserables comidas y trabajando inútilmente en un proyecto literario que había ocupado mis pensamiento. Me sentí desalentado al descubrir que ahora escribía tan lentamente y cambiaba tantas cosas. Mi hermana no hizo más que reforzar ese humor cuando, enviándome una historia más bien salaz que había encontrado en el Enquirer —acerca de la «cosa como una aspiradora» que se deslizó a través de la escotilla de un marinero sueco e «hizo que su rostro se volviera todo púrpura»— escribió arriba: «¿Lo ves? Directamente salido de Lovecraft».
No fue mucho después de esto que recibí, para mi sorpresa, una carta de la señora Zimmerman, excusándose profusamente por haber traspapelado mi petición hasta que le apareció de nuevo durante la «limpieza de primavera». (Resulta difícil imaginar algún tipo de limpieza en el Barkleigh Hotella, de primavera o de cualquier otra estación, pero incluso esta tardía respuesta fue bienvenida). «Lamento que el ministro que desapareció fuera amigo suyo —escribía—. Estoy segura de que debió de ser un caballero excelente».
Me preguntaba usted por «los particulares», pero por su nota parece conocer usted toda la historia. En realidad no hay nada que pueda decirle que no le hubiera dicho ya a la policía, aunque no creo que ella lo divulgara todo a la prensa. Nuestros registros indican que nuestro huésped el señor Djaktu llegó aquí hará cosa de un año, a finales de junio, y se marchó la última semana de agosto dejándome a deber una semana de alquiler más varios daños que ya no tengo muchas esperanzas de recuperar, aunque he escrito a la embajada de Malaisia sobre ello.
En otros aspectos era un buen inquilino, pagaba regularmente, y de hecho pocas veces abandonaba su habitación excepto para pasear por el patio trasero de tanto en tanto o ir al colmado. (Hemos descubierto que es imposible desalentar a nuestros huéspedes de comer en las habitaciones). Mi única queja es que a mediados de verano tuviera a un niño pequeño de color viviendo con él sin nuestro conocimiento, hasta que una de las doncellas le oyó cantar cuando pasaba por delante de su habitación. No reconoció la lengua, pero dijo que le parecía que podía ser hebreo. (La pobre mujer, que por desgracia ya no está con nosotros, apenas sabía leer). Cuando hizo la habitación la siguiente vez, me dijo que el señor Djaktu afirmaba que el niño era «suyo», y que ella se fue porque lo entrevió observándola desde el cuarto de baño. Dijo que iba desnudo. No hablé de ello en su momento, porque no creo que deba enjuiciar la moralidad de mis huéspedes. De todos modos, nunca volvimos a ver al niño, y nos aseguramos de que la habitación fuera completamente desinfectada para nuestros siguientes huéspedes. Créame, solo hemos recibido los más excelentes comentarios sobre nuestras instalaciones. Creemos que son excelentes y esperamos que esté usted de acuerdo con ello, y espero también que sea nuestro huésped de nuevo en su próxima visita a Florida.
Desgraciadamente, mi próxima visita a Florida fue por el funeral de mi hermana aquel invierno. Ahora sé, aunque no lo supe entonces, que había estado enferma durante la mayor parte del año anterior, pero no puedo dejar de pensar que los llamados incidentes —los insensatos actos de vandalismo dirigidos contra mujeres solas en la zona del interior del sur de Florida, que culminaron con varios ataques de un merodeador no identificado— pudieron apresurar su muerte.
Cuando llegué allí con Ellen para hacerme cargo de los asuntos de mi hermana y arreglar las cosas para el funeral, tenía intención de permanecer una o dos semanas como máximo, ocupándome de la transferencia de la propiedad. Sin embargo, de alguna forma, me demoré hasta mucho después de que Ellen se hubiera ido. Quizá fuera el pensamiento del invierno en Nueva York, que se hacía más duro a cada año que pasaba; pero no podía hallar las fuerzas necesarias para volver. Como al final no me decidí tampoco a vender su casa. Si estoy atrapado aquí, es en una trampa a la que me he resignado. Además, trasladarme nunca ha sido muy de mi agrado; cuando me canso de esta pequeña habitación —y ocurre a menudo—, no puedo pensar en ningún otro lugar donde ir. He visto todo el mundo que deseo ver. Este sencillo lugar es ahora mi hogar, y tengo la seguridad de que será el último. El calendario en la pared me dice que han transcurrido ya casi tres meses desde que me instalé aquí. En algún lugar en las páginas que faltan hallarán la fecha de mi muerte.
La semana pasada ha visto otra oleada de «incidentes». La última noche fue con mucho el más dramático. Puedo recitarlo casi palabra por palabra de las noticias de lo mañana. Poco después de medianoche la señora Florence Cavanaugh, una ama de casa que vive en el 7 de Alyssum Terrace, Cutter’s Grove, iba a cerrar las cortinas de su habitación delantera cuando vio, mirándola a través de la ventana, lo que describió como «un gran negro que llevaba una máscara de gas o una mascarilla de inmersión», La señora Cavanaugh, que solo iba vestida con su camisón, retrocedió de la ventana y chilló llamando a su marido, que dormía en la habitación contigua, pero cuando el hombre llegó el negro ya había escapado.
La policía local se inclina por la teoría de la «mascarilla de inmersión», puesto que cerca de la ventana descubrieron huellas de pisadas que podrían haber sido producidas por un hombre pesado con aletas de inmersión. Pero no han sido capaces de explicar por qué nadie llevaría un equipo de inmersión a tantos kilómetros del agua.
Normalmente el informe concluye con la noticia de que «el señor y la señora Cavanaugh no pueden ser localizados para comentar el hecho».
La razón de que me haya interesado en el caso —lo suficiente al menos para memorizar los detalles descritos arriba— es que conozco muy bien a los Cavanaugh, Son mis vecinos de la puerta de al lado.
Llámenlo el ego de un escritor envejecido si quieren, pero de alguna forma no puedo evitar el pensar que la visita de esa última noche iba dirigida a mí. Esos pequeños bungalows verdes parecen todos iguales en la oscuridad.
Bueno, todavía queda un poco de noche fuera…, el tiempo suficiente para rectificar el error. No voy a ir a ninguna parte.
Creo que, de hecho, será un final más que apropiado para un hombre de mi profesión, ser absorbido en el desenlace del relato de otro hombre.
Hazte viejo conmigo,
lo mejor aún tiene que pasar.
Dime, Howard: ¿cuánto falta para que sea mi turno de ver el rostro negro apretado contra mi ventana?