Fat Face
Michael Shea
Eran infames esculturas de pesadilla incluso cuando hablaban de antiguas cosas desaparecidas; porque los shoggoths y su obra no deberían ser vistos por seres humanos o reflejados por ningún tipo de seres…
—EN LAS MONTAÑAS DE LA LOCURA, HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT
Cuando Patti volvió a trabajar en el vestíbulo del hotel Parnassus resultó claro que era querida por la forma en que las demás chicas le gastaron bromas y la ayudaron discretamente durante las primeras semanas mientras se recuperaba. Se sintió profundamente aliviada de estar de vuelta.
Antes de que tuviera que ir al Hospital del Estado había estado trabajando cuatro noches a la semana en un establecimiento de masajes llamado El Encuentro, del cual su chulo era copropietario. Él insistía en que el trabajo allí era como unas vacaciones para ella, porque se trataba estrictamente de manejar las manos y las exigencias físicas sobre ella eran menores que el trabajo regular de prostituta en el hotel. Patti hubiera aceptado que el trabajo era más ligero allí…, de no haber sido por lo robos y las muertes. La última de esas había sido la causa de su colapso, y aunque nunca se lo admitió a Pete, su chulo, él captó sin duda la verdad, porque la dejó volver al Parnassus y le dijo que podía pagarle la mitad de su tarifa durante las siguientes semanas, hasta que se encontrara bien de nuevo.
En sus primeras semanas en el establecimiento de masajes había conocido con toda certeza el caso de dos clientes —no suyos— que habían tomado el camino solo de ida de El Encuentro a Hollywood Hills. Esos incidentes todavía albergaban un delgado y piadoso velo de duda. Fue el tercero el que ocurrió demasiado cerca de ella como para volver la vista a un lado.
Desde el momento de su llegada, nació en ella, sin siquiera pretenderlo, la convicción de que el cliente era una víctima perfecta; físicamente blando, bajo, de cartera abultada, más que medio borracho. Supo su nombre cuando su chulo estudió atentamente su cartera con el pretexto de comprobar sus tarjetas de crédito, y el hecho de que el hombre le permitiera esta libertad revelaba cuál era su estado. Ella se adelantó meneando sus posaderas y él fue tambaleante detrás suyo pasillo adelante hasta la habitación de masaje, y casi pudo oír en su cabeza el tintinear de los cálculos monetarios en la de Pete.
La habitación de masaje era diminuta. Tenía una moqueta muy manchada y una mesa. Mientras permanecía de pie allí, masajeándole firmemente a través de la toalla, intentando concentrarse en su ritmo, divisó una obesa cucaracha avanzar atrevida por la moqueta. Más tarde estaría dispuesta a creer que había alucinado, tan extraño era lo que recordaba. El bicho, de la mitad del tamaño de su mano, se había detenido en mitad del suelo y la había mirado, y en aquel instante ella había visto claramente en lo más profundo de aquellos pequeños ojos inhumanos como cuentas negras y había sabido que el hombre que estaba allí eyaculando en la toalla iba a morir un poco más tarde aquella misma noche. Habría una hosca e indistinta conversación en alguna hondonada bajo las estrellas, habría quizás una larga firma de cheques de viajero pagables al nombre ficticio correspondiente a unos documentos de identificación falsos, y luego la parte superior de la cabeza del rollizo hombre volaría en pedazos.
Patti era una muchacha delicada que deseaba delicadamente que las cosas fueran hermosas, pero que era muy buena ajustándose a las cosas que no eran hermosas en absoluto, si alguien insistía fuertemente en ello. En parte era debido a que Patti era indecisa por naturaleza. Si era dejada a su libre albedrío, su vida era un calvario por el simple hecho de debatirse para decidir lo que debía hacer. Pete era caro, pero al menos mantenía el tiempo de Patti completamente planificado para ella. Con su supervisión, la vida de Patti era mucho más relajada, sin lugar para las dudas.
Pero la cabeza de este hombre rollizo, pálida a la luz de la luna, reventada… La imagen no conseguía abandonarla; supuraba en su imaginación. El cuerpo fue hallado al cabo de tres días y obtuvo dos párrafos en la prensa, pero las pocas líneas incluían una corroboración de su fantasía en las palabras «heridas de bala en la cabeza».
Cuando leyó esos párrafos, Patti estaba ya medio enferma por el alcohol y el insomnio, y aquella noche tomó algunas píldoras que tuvo la suerte de que le hicieron vomitar una hora o así más tarde.
Pero luego, con el Xanax del hospital desapareciendo ya de su sistema y el regreso de parte de su apetito y sus energías, Patti decidió que si había alguna buena terapia para su tipo de pesadilla era esta, ir de nuevo al vestíbulo del Parnassus. Parte de los agridulces años de su aprendizaje los había pasado allí. El mullido y desgastado mobiliario rojo todavía causaba una sensación voluptuosa en ella. El gran y desaliñado Parnassus, en la parte residencial de la ciudad en los años cuarenta, había quedado sumergido ahora en el corazón porno de Hollywood. Era un distrito de neón y enmarañado tráfico en calles estrechas y demasiado aparcadas diseñadas antes de la Gran Depresión. Y a Patti le encantaba verlo todo, los rutilantes vehículos, a través de los cristales de las ventanas del vestíbulo, tomándoselo con calma, saliendo a la calle solo de tanto en tanto cuando algún hombre pasaba lentamente con su coche examinando la mercancía. Así era como se practicaba su oficio.
Antes de todo el asunto del establecimiento de masajes había estado trabajando duro, quizá la mitad de su tiempo en el vestíbulo y la otra mitad en la calle. Pero ahora todavía se sentía débil tras todos aquellos medicamentos y el hospital. Pensó en volver a la calle, y eso le hizo recordar sus dolorosos días como amateur, las palizas, los gorrones que la jodían y se largaban alegremente, las rápidas y pegajosas duchas recibidas con una botella de Coca-Cola convenientemente agitada mientras permanecía de cuatro patas entre los contenedores de basura en un callejón. Sí, allí en el vestíbulo era donde mejor ejercía la prostitución. Los tipos del mostrador de recepción se tomaban de tanto en tanto alguna que otra libertad, pero en realidad había muy pocos problemas. Aquel vestíbulo era un escaparate natural. El cercano Bridgeport o el Aztec Arms era donde se desarrollaba el 90 por ciento del oficio.
Eso convenía a Patti. Había nacido en una pequeña ciudad en el centro de California, y tenía un cierto sentimentalismo, un impulso hacia la comunidad y la camaradería, que había conducido a que algunas de las otras chicas la llamaran «Ciudad natal», y qué a la mayoría de ellas les cayera bien aunque se rieran de ella. Ella también se reía, pero acariciaba testarudamente la sensación de pertenecer a aquellas ruidosas calles carnavalescas. Cultivaba las relaciones. Saludaba infaliblemente al hombre del drugstore con cordiales observaciones sobre el tráfico o la polución. El hombre, calvo y con un fino bigote, nunca hacía más que sonreírle con una tímida ansia y menosprecio. Las irrigaciones, desodorantes y fragancias que le compraba tan asiduamente lo habían llenado de prejuicios y habían garantizado que interpretara mal sus amabilidades.
O bromeaba con los diversos y granujientos empleados del Dunk-O-Rama de una forma similar, diciendo cosas como: «Seguro que os hacen trabajar, ¿eh?», o, respecto a los impuestos: «El viejo gobernador ha pegado su mordisco, ¿no?». Cuando le preguntaban si quería café, siempre respondía con amistosa amplitud: «Bueno, veamos…, supongo que hoy me siento inclinada hacia un poco de crema». Esas cosas, procedentes de una morena de veinte años con ojos de vampiresa, vestida con un sucinto top, unos pantalones cortos muy cortos, y sandalias, predisponía a todos ellos más al babeo que a una cálida respuesta amistosa. Pero ella persistía en sus fantasías. Incluso saludaba por su nombre a Arnold, el siempre sucio y estúpido vendedor del quiosco de la esquina, pese a su invariablemente demasiado explícita respuesta.
Ahora, en su recuperación, Patti sentía un consuelo añadido en su vena de sentimentalismo. Esto hacía que su hermandad se burlara mucho de ella en su generalmente afectuoso reconocimiento de que estaba muy alterada y que necesitaba afirmarse un poco.
Una fuente particular de hilaridad para ella fue el reavivarse del interés de Patti por Fat Face, de quien siempre insistía que era su mejor «vecino» en su «comunidad local».
Un viejo edificio de oficinas de diez plantas se alzaba en la esquina al otro lado de la calle del Parnassus. Como no era raro en Los Ángeles, la sencilla estructura en forma de caja exhibía un adornado friso de cemento en su fachada, y a todo lo largo los pseudoarquitrabes remataban las pseudocolumnas de los lados del edificio. Tales frisos siempre muestran como tema exóticos clichés: son un eco del Hollywood de DeMille. El que había frente al Parnassus tenía un tema mesopotámico: florones en forma de zigurats coronaban las pseudocolumnas, junto con murales de retorcidos perfiles, figuras de barbas rizadas con musculosas piernas.
Un observador distinto de Patti hubiera juzgado el edificio como vulgar, pero efectivo pese a todo, sorprendiendo a quien lo veía con una sutil sensación de extraño portento. Patti raras veces miraba más arriba de su cuarto piso, donde se hallaba la ventana habitualmente abierta de la oficina de Fat Face.
Los negocios de Fat Face —tenía dos— parecían ser los únicos activos en toda la gran estructura. La estridente inverosimilitud de ambos «negocios» era la causa de interminable hilaridad entre las chicas del Parnassus. Las dos empresas aparecían en el polvoriento directorio del edificio como: CLÍNICA HIDROTERÁPICA Y REFUGIO PARA ANIMALES DE COMPAÑIA.
Lo que hacía la comedia irresistible era que a veces los clientes de los dos servicios llegaban juntos. Los pacientes de la hidroterapia eran un lote paquidérmico que cojeaban sobre abultadas botas ortopédicas con sus oscilantes cuerpos ondulando en amplios vestidos de una sola pieza o en monos con peto. Y, como si esas masas requirieran un toque adicional, a veces llegaban con gatos y perros a remolque. Los gemidos y el debatir de esos animales contra sus correas o jaulas de transporte dejaba bien claro que eran animales extraviados, no de compañía. Los carnosos e impasibles rostros de sus captores, como si no se dieran cuenta de los tirones de los animales, añadían una última nota de comedia alocada al espectáculo.
El propio Fat Face —no tenían otro nombre para él— se mostraba a menudo detrás de su alta ventana, con su grueso, rojizo y calvo rostro irradiando avuncularidad hacia las prostitutas en el vestíbulo al otro lado de la calle. La burbuja de su calvicie era objeto de mucho humor grueso entre las chicas y sus chulos. Fat Face recibía muchos saludos sarcásticos con la mano, mientras él siempre sonreía con una crujiente sonrisa que parecía comprender y no importarle. Patti, cuando a veces saludaba con la mano, lo hacía con auténtica sinceridad.
Aunque uno se riera de Fat Face, los negocios del hombre parecían funcionar. Tenía toda una colección de camionetas con el logotipo del Refugio para Animales de Compañía; al parecer sus pacientes de la hidroterapia se presentaban voluntarios como conductores para esas camionetas. El folleto que distribuían era realmente emotivo:
¡Ayúdennos a ayudar!
Permitan que nuestra ayuda alcance
a esas infortunadas criaturas.
Alimentadas, limpias, medicadas,
puede que tengan una mejor suerte
¡para seguir sanas y vivas!
Esta generosidad de sentimientos de Fat Face no impedía que se hablara de él en el vestíbulo del Parnassus, donde se suponían grandes orgías entre chapoteos de agua y restregar de bocios, con Fat Face esgrimiendo látigos y aceite infantil entre los gritos de «¡Frota mi grasa!» que llenaban el aire. En tales ocasiones Patti se sentía impulsada a abandonar el vestíbulo, porque consideraba una traición reírse tan duramente de aquel pobre hombre.
De hecho, en su blandura convaleciente, muy intensificada por el Valium, había empezado a fantasear con la idea de ir a su oficina, asomarse un poco por entre las cortinas y contemplarlo en su escritorio. Lo imaginaba solitario y muy caliente. Quizá había cuidado de su esposa durante una larga enfermedad y finalmente ella había expirado… ¡El hombre se sentiría tan agradecido!
Pero por muchos que fueran sus deseos, sentía una extraña timidez al respecto. Sería tan fácil cruzar la calle, subir hasta su clínica, llamar a su puerta… Pero no lo hacía. Transcurrió una semana, siete largos días de convalecencia, y no hizo nada acerca de su pequeña y sentimental urgencia.
Luego, a última hora de una tarde, Sheri, su mejor amiga entre las chicas, la llevó a un bar a unas pocas manzanas calle abajo. Patti bebió, y se sintió feliz y ridícula. Las dos muchachas se sentaron intercambiando recuerdos y brindis y proyectos, y entonces simplemente brotó de forma natural de la boca de Patti:
—¿Por qué no subes y le das al viejo Fat Face un buen masaje con aceite?
—¡Jesús, chica, si todo él es tan gordo como su cara, será como masajear una montaña! Pero ahora ya se había suscitado el tema; y ambas se sentían demasiado alegres y lanzadas para echarse atrás.
—¿Qué estás diciendo, solo te lo haces con superestrellas? ¿Y qué si es gordo? ¡Piensa en lo estupendo que será para él!
—Apuesto a que se pondrá colorado hasta que toda su cabeza parezca una berenjena.
—Luego, tan solo con que haya una raja en la parte superior, como dice Melanie… —Sheri tuvo que interrumpirse y sujetarse el estómago mientras reía. Ya había estado bebiendo aquella tarde. Patti pidió otro doble y mientras machacó el tema a Sheri e intentó conseguir su atención de un modo algo más serio:
—Quiero decir que he estado trabajando fuera del Parnassus…, ¿cuánto? ¿Quizá tres años ya? ¡No, cuatro! Cuatro años. Formo parte de la comunidad de esa gente, el del drugstore, Arnold, Fat Face, y sin embargo nunca hacemos nada para demostrarlo. No hay unión. Somos solo rostros. Quiero decir como Fat Face… ¡Ni siquiera deberíamos llamarlo así!
—Está bien, entonces subamos ambas…, ¡hay bastante para las dos!
Patti estuvo a punto de responder cuando, detrás de la barra, vio una gran cucaracha cruzar una colchoneta de espuma y desaparecer detrás del zócalo. Recordó el rechoncho cuerpo en la toalla, y recordó —como si fuera algo que hubiera visto realmente— el cráneo fragmentado por la bala.
Sheri captó el estremecimiento. Pidió otros dos dobles y empezó a hacer suposiciones obscenas acerca del resultado de su visita. Las dos salieron del bar riendo un cuarto de hora más tarde; la calle de última hora de la tarde las recibió. Las aceras empapadas de dorada luz estaban concurridas, el asfalto estaba lleno de rugientes motores. Regresaron despreocupadamente a su intersección y cruzaron al viejo edificio. Sus pesadas puertas de roble y cristal estaban neumáticamente rígidas y costó abrirlas. Pero cuando se cerraron a sus espaldas lo hicieron rápido, con un profundo clic, y sellaron los sonidos de la calle al otro lado de una forma sorprendentemente brusca. El cristal estaba sucio y ponía un sulfuroso velo al ya irreal cobre de la declinante luz del sol. De pronto hubiera podido ser Marte o Júpiter lo que había al otro lado de aquellas puertas, y las chicas se inmovilizaron dentro de una gran y penumbrosa quietud que hubiera podido encajar en unas auténticas ruinas mesopotámicas surgidas de algún desierto iluminado por las estrellas. Las imágenes eran extrañas a los pensamientos de Patti, sorprendentes ilusiones en una voz mental no precisamente suya. Sheri se estremeció cómicamente, pero aparte esto no dio muestras de ninguna sensación similar.
Descubrieron que el ascensor tenía un cartel de fuera de servicio pegado a los botones con amarillenta cinta adhesiva. La antigua moqueta de la escalera era verde negruzca, con un venerable pasillo de goma en su centro. Allá afuera en la calle el alcohol en el sistema de Patti había parecido algo correcto; en esta silenciosa y polvorienta escalera la hacía sentir ligeramente aturdida. La goma del corredor, cuarteada por la edad, puso en su mente la imagen de una piel de reptil. Sheri subió delante de ella, aún bromeando, cloqueando, pero su voz parecía pequeña, parecía luchar como la de alguien que se está ahogando en el pesado silencio. Sorprendió a Patti la forma tan absoluta con que su sentido de la alegría la había abandonado. Había sido como si alguien hubiera cortado un interruptor, como quien apaga la luz, cuando aquellas pesadas puertas de la calle se habían cerrado detrás de ellas.
En los primeros dos rellanos miraron por los pasillos a una vista similar: corredores con moqueta verde llenos de puertas de cristal esmerilado con brillantes picaportes de latón. Había pocas bombillas, y en aquellos corredores Patti tuvo con penetrante vividez la sensación de un silencio mantenido. No era un silencio vacío, sino uno lleno, formado por presencias inmóviles.
Y a medida que subían su sensación de extrañeza se condensó en ella, se convirtió en algo que la aferró por la espina dorsal. ¡Tenía miedo! Dios mío, ¿y ahora qué? Era ridículo, pero cuando Sheri avanzó delante de ella por el corredor del cuarto piso, tras efectuar una cómica reverencia, las piernas de Patti estaban frías y pesadas, y la siguió sin desearlo.
—¡Vamos! —se burló Sheri. Había algo que era demasiado, algo febril en la hilaridad de sus ojos.
Patti se detuvo.
—Es una mala idea. Tú ganas. Soy una gallina…, salgamos de aquí.
—¡Ja! ¿Y tú te llamas una chica trabajadora? Bueno, espera un minuto aquí. —Sacó el pequeño bloc donde tenía apuntados direcciones y números de teléfono y se apresuró pasillo adelante con una parodia de meneo exagerado de sus nalgas. Las puertas más cercanas a Patti señalaban clínica de hidroterapia con una flecha hacia el interior del pasillo. Observó a Sheri pasar otras puertas, recorriendo con pasitos cortos todo el camino hasta el extremo del corredor. Patti aguardó. ¿Oyó, muy débilmente, una especie de eco desde detrás de aquellas puertas cerradas? ¿Demasiado débiles, pero los ecos de algo que resonaba en un enorme espacio cavernoso? Y más acá…, muy suave…, era casi como el sonido de una flauta…
Sheri se detuvo delante de la última puerta y escribió algo en el bloc. Arrancó la hoja y la deslizó por debajo de la puerta. Luego regresó corriendo como una niña que ha gastado una broma. Patti se apuntó a su humor, y ambas corrieron riendo escaleras abajo como retozantes niñas de doce años. Patti se preguntó si Sheri estaría riendo también de puro alivio de salir de aquel edificio.
—¿Qué le escribiste, loca? —Patti estaba excitada de estar de vuelta en la calle, con su ruido y sus colores; se sentía como alguien que acaba de escapar de ahogarse—. ¿Has intentado robarme mi cita? —En una ocasión Sheri había manipulado una nota que Patti había pasado en una fiesta, de modo que el hombre se presentó en casa de Sheri en vez de en la de Patti.
Sheri puso cara ultrajada.
—¿Por quién me tomas? ¡Vamos a tomar una cerveza!
Mientras caminaban, cualquier aliento de exterior tranquilizó a Patti.
—Hey, Sher…, ¿oíste algo como música ahí arriba?
Incluso ahí fuera en medio del ruido del tráfico podía recordar claramente la extraña melodía sibilante, no exactamente una melodía en realidad sino más bien una extraña divagación melódica. Lo que la preocupaba tanto como la extraña sensación de la música era la forma en que la había recibido. Le parecía como si no la hubiera oído, sino más bien recordado —brusca y vívidamente—, aunque no tenía ni la más remota idea de dónde podía haberla oído antes. La respuesta de Sheri confirmó su pensamiento:
—¿Música? ¡Muchacha, no había el menor sonido ahí arriba! ¿No era más bien extraño? —Sheri seguía de buen humor y Patti se dejó arrastrar agradecida por él. Fueron a otro bar y estuvieron bebiendo durante una hora o así…, lentamente, comentando cosas, sintiéndose alegres y excitadas como escolares que han salido juntas. Finalmente decidieron ir al Parnassus, encontrar a alguien con un coche y organizar algo así como una fiesta.
Mientras cruzaban al hotel, Sheri sorprendió a Patti lanzando una mirada al viejo edificio de oficinas y encogiéndose de hombros de una forma que hubiera podido parecer un estremecimiento.
—Jesús. Fue como estar debajo del océano o algo así, ¿no, Patti?
Este eco de su propio temor hizo que Patti mirara de nuevo a su amiga. Entonces Arnold, el vendedor, salió del quiosco y bloqueó su camino.
Aquella poco característica agresividad provocó un extraño hormigueo en Patti. Arnold no era apreciado. Había como una gordura y una rojez infantiles en todo él. Su escaso pelo rojo sugería alternativamente la infancia o la debilidad de la edad, y su órbita sin ojo, con los lagrimeantes pliegues rojos de su abolsado párpado, hacían que todo su rostro pareciera fruncido a punto de llorar. Por encima de toda su roja y fláccida blandura resaltaba una intensa mirada negra de inveterada obscenidad. Y aunque sus modales eran estúpidos la mayor parte del tiempo, Patti sentía la presencia de algo artero en él, algo taimado y corrupto. La cretinez del rostro de boca siempre húmeda que ahora acercó a las muchachas parecía, de algún modo, ser el de un maquillado timador, no el de un imbécil. Como si una ácida niebla hubiera rodeado al vendedor de periódicos, el miedo penetró por las fosas nasales de Patti y humedeció la piel de sus brazos. Arnold alzó la mano. Sujeto entre sus sucios pulgar e índice había un sobre y un billete de cincuenta dólares.
—¡Un hombre dijo que leyeras esto, Patti! —La entonación infantil de Arnold impresionó a Patti como una afectación, como su suciedad, parte de un disfraz bien elegido—. Dijo que el dinero era para pagar el que lo leyeras. ¡Es un truco! ¡A mí me dio veinte dólares! —Dejó escapar una risita. La sensación de frío engaño en el hombre hizo que la voz de Patti temblara cuando le preguntó acerca del hombre que le había dado el encargo. No recordaba nada, un brazo y una voz en un coche oscuro que se detuvo un momento y luego aceleró.
—Bueno, ¿cómo se supone que debe leerlo? —pinchó Sheri—. ¿Debe ser junto a una ventana? ¿Tiene que llevar algo especial?
Pero Arnold no tenía nada más que decirles, y Patti le dejó que se fuera, agradecida de escapar de la revulsión que tan inesperadamente se había alzado en ella.
Fueron al vestíbulo del hotel con la carta, pero era todo tan extraño —tan extravagantes las fugaces imágenes que les llegaban claramente— que terminaron llevándola al bar, donde la abrieron con la ayuda de unas cervezas y un entorno animado.
El documento tenía la forma de una carta sin firma que cubría dos páginas en una clara letra cursiva de extraña elegancia, y decía:
Queridas niñas, ¿cómo corteja un lord de Shoggoth? ¡Ni siquiera habéis pensado en preguntarlo! Entonces dejadme que lo pregunte yo y que os responda. Así está escrito: «El lord de Shoggoth tropezó con su bienamada, mirad, vino pesadamente hacia ella sobre extraños pies. Desde el mar sin sol, desde debajo de las montañas de hielo, vino el poderoso lord de Shoggoth hacia ella». ¡Queridas, queridas niñas! ¿Dónde es este lugar de donde vino Shoggothoi? En vuestra tierna y sensual ignorancia puede que carezcáis del poder de asombraros por los prodigiosos abismos del Espacio y del Tiempo que sondea esta pregunta. Pero dejad una vez más que pregunte y responda por vosotras. Así ha sido escrita la respuesta:
Evita el abismo debajo de los picos,
el cavernoso océano negro como la noche
donde se retiran los dioses generadores de estrellas
del mundo de luz que se va helando lentamente.
Porque incluso la generación de estrellas puede debilitarse,
mientras lo que ha sido su esclavo gana fuerza;
incluso la generación de estrellas puede quebrarse
mientras los esclavos se liberan finalmente de sus señores.
¡Mis queridas putas! ¡Mis queridas e incautas rameras! ¡No podéis imaginar la maestría del lord de Shoggoth con las formas! Su raza ha ido disminuyendo desde que el hombre moderno se encontró por última vez con él. ¡Oh, pero los lords de Shoggoth son más flexibles ahora! Supremos polimorfos…, aunque lo que son debajo de todo lo demás es el Horror en sí. ¿Pero cómo es que prosiguen su amante galanteo? ¿Qué murmuran a su amor que tan ardorosamente ansían? Debéis saber que el Shoggoth ansia su grasa con pánico…, llena de los jugos psíquicos de la desesperación. En consecuencia la provoca con su ineluctable unión; en consecuencia hace sonar su atrevida y seductora lírica, mientras teje con una ardiente mirada en su miríada de ojos que ella será suya. Y así canta:
Tu velo será el baño de sangre
que oscurece y ahoga tus moribundos ojos.
Tendrás por damas de honor el Dolor y el Espanto, como votos farfullarás blasfemias.
Mi abrasadora carne será tu vestido, y la Agonía tu canción nupcial.
Serás a la vez mi pan
y, devanando tus sentidos, me verás comer.
¡Oh doncellas, preparadla rápidamente!
¡Soltad aprisa sus ingles!
¡Untad sus tiernos pezones, y desnudadla sobre mi ansioso rostro!
¡Así, queridas niñas, canta sus baladas a su bienamada, así danza su espíritu a través de la oscuridad, vacías salas de expectación, de siempre estremecedor Horror, hasta que la danza ha alcanzado esta última y resguardada estancia de consumación!
Muchas veces depositaron las dos muchachas aquellas páginas sobre la mesa, para volver a cogerlas de nuevo tras una corta vacilación. Tanto Sheri como Patti eran lectoras muy marginales, pero los destellos de coherentes imágenes en la carta hacían que volvieran una y otra vez a los pasajes crípticos, intentando captar su significado. Contenían amenaza incluso en su propia caligrafía, cuya barroca y afilada elegancia parecía sardónica y extraña. La mera sonoridad de algunos de los oscuros pasajes evocaba vividas imágenes, una sensación de lóbrega inmersión en presiones bénticas de temerosa expectación, mientras invisibles gigantes moraban cerca en la oscuridad.
El efecto acumulativo del documento en Patti era más de melancolía que de miedo. El individuo que lo había escrito era un ser extraño y herido, a buen seguro, pero la letra de la carta parecía decir lo contrario. Las muchachas habían tomado unas esnifadas del frasco de Sheri para aclarar sus cabezas de las cervezas, y el cuerpo de Patti estaba empezando a apreciarlo: se sentía más fuerte de lo que se había sentido en muchos días.
Las palabras del que había escrito la carta eran extrañas, sí, y su increíble tenebrosidad flotaba sobre ellas…, pero, en la línea del fondo, había unos muy fáciles cincuenta pavos.
Sheri, por otra parte, se sentía un poco curiosa acerca de todo aquello. Había empezado a beber muy temprano aquel día, había tomado mucho más que Patti, y sus nervios empezaban ahora a acusarlo. Todavía seguía riéndose de las cosas, pero su humor era muy frágil.
—Te diré algo, muchacha, hoy recibo extrañas vibraciones. ¿Sabes una cosa? Creo que oí música. Detrás de esa puerta… ¡Y ahora recibimos esta mierda! —Agitó las manos encima de las páginas pero sin tocarlas, como una mujer que intentara alejar una araña—. ¿Sabes que podemos hacer? Vayamos a dormir juntas a tu casa. Dormiremos juntas, como en las fiestas.
—¡Eso puede ser divertido! Pero nada de patadas, ¿de acuerdo?
Sheri se rio aliviada: el que daba patadas mientras dormía era un chiste entre ellas. Captar el miedo de Sheri —su desesperación por no estar sola aquella noche— asustó a Patti.
Recorrieron las aceras cuando ya casi era de noche, con los faros de los coches llameando por todos lados, tan contentas ambas de la compañía de la otra que casi se sentían azaradas.
Compraron provisiones en el Safeway abierto toda la noche: ginebra de endrinas, vodka, bolsas de cubitos de hielo, 7-UP, bolsas de patatas fritas y ganchitos de queso y galletas saladas y caramelos. Fueron con sus compras a casa de Patti.
Patti tenía un pequeño cottage en un patio formado por cuatro cottages, con gente muy mayor viviendo en las otras tres unidades. Las muchachas arrastraron la cama hasta la esquina para poder apoyar almohadas contra las paredes y reclinarse en ellas. Conectaron la radio y la televisión, luego tomaron el listín telefónico y empezaron a hacer llamadas burlonas a la gente con nombres curiosos mientras comían, bebían, fumaban, miraban, escuchaban y se burlaban la una de la otra.
Sus ganas de diversión duraron más que sus provisiones, pero no mucho. Poco después, espalda contra espalda, se quedaron dormidas; bañadas por el suave burbujeo sonoro y la parpadeante luz gris ceniza de las pulsantes imágenes.
Despertaron a un día soleado, ventoso y despejado. Se levantaron en un glorioso mediodía y se dirigieron a una cafetería a desayunar. La brisa combinaba una luz mantecosa con las cerúleas frondas de las palmeras, mientras Hollywood Hills parecía más opulentamente decorada con brocados —bajo el impoluto cielo azul— con el verde plateado de la artemisa y el zumaque.
Mientras desayunaban, decidieron tomar prestado un coche e ir a dar una vuelta. Entonces entró el chulo de Sheri. Ella le saludó alegremente, pero Patti estuvo segura de que se sentía tan decepcionada como ella. Rudy se sentó el tiempo suficiente para informar a Sheri de lo afortunada que era de que él la hubiera encontrado, puesto que tenía algo importante para ella aquella tarde. Tomó desdeñosamente la cuenta y pagó el desayuno de ambas. Sheri se fue tras él, y saludó pesarosa a Patti con la mano desde la puerta.
A Patti le abandonó el apetito. Se demoró un rato ante el café y finalmente salió, sin desearlo, al polícromo esplendor del día. Su propia claridad adquirió una siniestra calidad de inclemencia. Todo el mundo y todas sus criaturas se movían bajo el brutal resplandor del sol, una interminable revelación, Nada podía ocultarse. No en este mundo…, aunque por supuesto había otros mundos, donde yacen seres inmemorialmente ocultos…
Se estremeció como si algo se hubiera arrastrado por su cuerpo. Los pensamientos habían cruzado la mente de Patti, pero no eran suyos. Se sentó en el banco de una parada de autobús y cruzó apretadamente los brazos como si quisiera abrazarse a sí misma. Sabía instintivamente que los extraños pensamientos eran ecos suscitados de alguna forma por lo que había leído la otra noche. ¡Al diablo con ellos, pues! La impresión que le habían causado valía más que el dinero recibido por leer aquella carta, de modo que iba a olvidar aquellas sucias páginas. En cuanto a su depresión, era una extraña tristeza causada porque se había estropeado su día de fiesta previsto con Sheri, y era una tontería preocuparse por ello.
Así que reunió sus ánimos y se puso en pie. Caminó unas cuantas manzanas sin rumbo fijo, algo rígida y resuelta. Al poco tiempo la luz del sol y la salud natural de su cuerpo curaron su humor, y se dedicó a caminar agradablemente sin rumbo fijo por las calles residenciales de Hollywood, gozando de las casas y del esplendor de sus árboles y jardines.
Casi abandonó la ciudad. Una feliz sensación de libertad creció en ella, y de pronto se dijo a sí misma que tenía casi cuatrocientos dólares en su bolso. Estuvo a punto de ir a una estación de la Greyhound con dos maletas rápidamente llenadas y comprar un billete de autobús para San Diego o Santa Bárbara, el primero que saliera. Una valiente decisión de simplificar su vida y extirpar, de golpe, todo el mal que había parecido atormentarla recientemente…
Al final fue su indolencia la que le hizo abandonar su decisión. El hacer las maletas, el viaje en autobús, buscar un nuevo apartamento, buscar un trabajo… ¡Demasiados detalles y horas de tedio! Y mientras meditaba en la laboriosidad de todo aquello, descubrió que aquellas familiares calles residenciales del viejo Hollywood estaban adquiriendo un nuevo atractivo.
Y, realmente, ¿cómo podía marcharse? ¿Después de todo lo que había hecho? ¿Cuatro, cinco años? Después de tanto tiempo, Hollywood era básicamente su ciudad natal. Aquellas pequeñas calles sombreadas con sus aceras deformadas por las raíces de los árboles…, las conocía tan bien, pero estaban tan llenas de interés.
Dio la vuelta a un tranquilo bloque de viviendas de color verde, magníficamente flanqueado y perfumado por enormes y viejos turbintos. Había penetrado ya unas docenas de metros en el interior del bloque antes de darse cuenta de que la autopista cortaba el camino al otro extremo. Pero en aquel extremo una flecha negra sobre fondo amarillo indicaba una estrecha salida, de modo que siguió andando. Entonces, varias casas más adelante, apareció un hombre robusto vestido con un mono, que arrastraba por el césped a un enorme pastor alemán.
Patti vio una camioneta nueva de color pardo aparcada junto a la acera, y reconoció al instante camioneta y hombre. El vehículo era uno de los dos pertenecientes al refugio de animales extraviados de Fat Face, y el hombre era uno de sus dos recogedores a tiempo completo.
Llevaba al animal, que se debatía fuertemente, cogido del cuello con un palo con lazo corredizo. Se detuvo y miró a Patti con una cierta intensidad cuando ella se le acercó. El cottage envuelto en hiedra en cuyo césped era oscuro, con todas las ventanas cerradas, y parecía abandonado —como todo el bloque—, y se le ocurrió a Patti que el hombre tal vez hubiera divisado al perro por casualidad y ahora podía pensar que era de ella. Sonrió y agitó la cabeza al acercarse.
—¡No es mío! ¡Yo ni siquiera vivo aquí!
Algo en la forma en que resonaron sus palabras en la quietud de la calle hizo que Patti sintiera una punzada. Estaba segura de que había hecho que los ojos del hombre se entrecerraran. Era alto, rechoncho y lampiño, con un rostro como el de su empleador, aunque no tan jovial. Cojeaba fuertemente y su pierna izquierda estaba hinchada, y su vientre rebosaba, todo lo cual quedaba afortunadamente disimulado por la holgura de su mono. La gran gorra de béisbol que llevaba completaba de algún modo el aspecto de desequilibrio y ligera estupidez que exhibía el hombre.
Pero a medida que Patti avanzaba, casi deseando dar media vuelta y echar a correr en dirección contraria, recibió una chocante impresión de fuerza en la tosca figura. El hombre había hecho una pausa y estaba parcialmente agachado, no una posición en la que pudiera hacer palanca con fuerza. El perro, cuyas patas y hocico mostraban algo de cruce con un san bernardo, pesaba seguramente por encima de los setenta kilos y luchaba con todas sus fuerzas, pero su debatir no arrancaba ni un temblor en el enorme brazo de su captor; el animal estaba tan inamoviblemente anclado como un árbol. Patti se desvió hacia un lado de la acera, fingiendo temor ante el perro, cuya impotencia hacía temblar a todo el animal, y se dispuso a pasar. La mano del hombre, como en un gesto ausente, apretó el lazo corredizo. La cabeza del animal pareció hincharse, su debatir se hizo más galvánico y dominado por una extrema ansiedad. Y mientras iba estrangulando así al perro, el hombre echó una mirada arriba y abajo del bloque y dio unos pasos hacia el camino de Patti arrastrando sin esfuerzo al animal con él.
Se quedaron mirándose cara a cara, muy cerca. Las feas matemáticas del peligro cliquetearon rápidamente en el cerebro de Patti; la masa, la fuerza, el tiempo…, todo era suficiente. En un par de momentos el hombre podía terminar con ella. Con un tirón podía matar al perro, dejarlo caer, agarrarla y meterla en la camioneta. De hecho, el perro estaba ya al borde de la muerte. El hombre empezó a sonreír desagradablemente, y su aliento —fétido y extrañamente frío— llegó hasta ella. Entonces algo empezó a pasarle a sus ojos. Comenzaron a rodar hacia arriba, como en un hombre en pleno orgasmo, pero no se veían blancos; eran completamente negros, dos relucientes globos de obsidiana eclipsando desde abajo del acuoso azul. Sus pulmones empezaron a inspirar aire para gritar. Un taxi giró y entró en la calle.
La presa del hombre sobre el semiinconsciente perro se aflojó. Permaneció allá de pie parpadeando furiosamente, como si no pudiera liberar su cuerpo de la amenazadora tensión a la que había sido sometido. Permaneció allí de pie, inmóvil en el umbral mismo del asalto, y la fría fetidez brotaba todavía de su boca con su afanosa respiración. Al instante siguiente los reflejos de Patti se dispararon y dio un salto de la acera a la calle, pero tuvo tiempo suficiente de llegar a la conclusión de que reconocía aquella fetidez que respiraba la parpadeante gárgola.
Y al momento estaba en el taxi. El conductor le informó lacónicamente que había tenido suerte de que él hubiera tomado aquel atajo especial a una rampa de entrada a la autopista. Ella le miró como si le estuviera hablando en un idioma extranjero. Luego el taxista le preguntó su destino, y sin pensarlo dos veces respondió:
—A la estación de la Greyhound.
Huir. Eliminar con un simple movimiento Hollywood y sus fantasmas andantes de asesinato y sus acechantes expoliadores de cuerpos y sus repulsivos e incógnitos garabateadores de cartas cuyo placer era corromper la mente con pesadillas. Pero por supuesto tenía que hacer las maletas. Cambió la dirección a su apartamento.
Eso implicó dar la vuelta y volver a pasar por la calle de su encuentro. La camioneta todavía estaba aparcada junto a la acera, pero ni hombre ni perro estaban a la vista. Extrañamente, la camioneta parecía moverse ligeramente, agitándose como si algo en su interior se sacudiera espasmódicamente. Su mirada fue breve, desde medio bloque de distancia, pero en la quietud en sombras el sutil temblor causaba una viva impresión.
Entonces recordó a Fat Face. ¡Por supuesto! Podía informarle de la conducta de su hombre. Su mayestático rostro, su blanda sonrisa avuncular, su reconfortante aura fluyeron tranquilizadoras sobre su miedo. ¿Qué había ocurrido, después de todo? Un tipo cojo con una infección en un ojo se había sentido peligrosamente tentado a violarla. Fat Face se ocuparía de él. Fat Face la protegería vigorosamente de cualquier otro peligro. Y mientras tanto, al tiempo que le contaba la historia… Patti sonrió, planeando su azaramiento ante lo íntimo del tema; le expresaría tan cálidamente su gratitud de muchacha. Y eso conduciría suavemente a la tierna seducción de su fantasía.
Hizo cambiar de nuevo de dirección al taxi, no sin dar primero al taxista una propina de diez dólares por anticipado. Hizo que la dejara en el Boulevard. Se concedería un pequeño latigazo y tomaría algunos donuts antes de volver al Parnassus, y luego cruzaría la calle a Fat Face.
Pero en vez de ello pasó el resto de la tarde en el Boulevard. Tener a Fat Face tan al alcance de la mano para arreglar las cosas neutralizó el terror de la casi violación. Patti creía en encontrar antídotos efectivos para sus problemas. Fat Face, el remedio, estaba a mano, así que no había ninguna prisa al respecto. Dio un par de sanas esnifadas en el lavabo de señoras de Dunkin’ Donuts, y luego salió y disfrutó de dos Old-Fashion con chocolate y café muy cremoso. Meditó que aunque esperaba hallar alivio en presencia de Fat Face, había algo en toda la empresa que se agitaba dentro de ella y era un auténtico obstáculo para visitarle, y que quizá fuera mejor dejarlo para mañana por la mañana y hoy simplemente relajarse. Era cruel, por supuesto, ver de aquel modo la deformidad; eso debía de ser lo que la había asustado en el edificio de Fat Face ayer, y no era justo, incluso aquel hombre —estrangulando al perro con una mano, con los ojos fijos en ella, rodando negros—, incluso él merecía simpatía por su deformidad. Eso era lo grande con Fat Face: era tan humanitario, pero el lado malo era que su humanitarismo lo asociaba con toda aquella gente.
Fue al cine a ver un programa doble, y luego fue a otro a una manzana de distancia. Tomó un Peppermint Schnapps y dio otra pequeña esnifada, resguardada en su localidad en un rincón del anfiteatro del cine, haciendo mentalmente surf entre el delirante tumulto de coches persiguiéndose y espacionaves estallando y ametrallamientos y aullantes caídas desde la cúspide de rascacielos. ¡Esto era relajación! Su forma preferida de pasar una tarde.
Pero su humor empezó a flaquear cuando se acabó la sesión. Siguió pensando en su casi atacante. No era su grotesca imagen lo que la preocupaba sino más bien el aura fugitivamente familiar que había a su alrededor. Cuanto más intentaba sacudirse este pensamiento, más la asustaba su persistencia y más vividas se hacían las obsesionantes sensaciones. Una fría malignidad brotaba del hombre como si fuera el aliento de la atmósfera de algún mundo alienígena, pero sin embargo era un aire de alguna forma oscuramente conocido por ella. ¿Qué sueño particular suyo, ahora perdido para ella, le había mostrado ese mundo de temor y maravilla y colosal edad que de pronto había captado y reconocido en el olor de aquel hombre? Pensó que sería fácil librarse de aquello, pero regresó insistentemente, como una mosca que no dejara de posarse en ella. Después de las películas, cuando salió a la acera, el ruido y la luz del neón y los faros de los coches hicieron que se sintiera mareada. Sintió frío. Puede que fuese la última nieve aún en su sistema, pero sus piernas parecían sentir un hueco resonar, un gran e inquieto vacío en alguna parte debajo de las plantas de sus pies. Caminó durante un rato, tomó un nuevo Schnapps. Finalmente se metió en una cabina y llamó a Sheri.
Su amiga acababa de llegar a casa, agotada tras una sesión múltiple y con unos cuantos hematomas de una discusión posterior con Rudy.
—¿Por qué no vienes, Sher? ¿Eh?
—No, Patti. Estoy molida, chica. ¿Tú estás bien?
—Claro. Vete a dormir entonces.
—No, hey…, mira, ven tú si quieres, Patti, es solo que estoy muerta para el mundo, eso es todo.
—¿Qué quieres decir? Mira, si estás cansada estás cansada, y ya te veré más tarde.
—Hasta luego. —Pudo oír, pero no cambiar, la furia y la decepción en su propia voz. Le dijo, cuando colgó pero siguió mirando al teléfono, lo cerca que estaba del territorio del Miedo. La noche se había cerrado sobre los cristales de la cabina telefónica. Todos los mundos de neón de la calle se estremecían y agitaban contra la creciente oscuridad púrpura, como cosas marinas azules y rosas y doradas, ondulando y retorciéndose crípticamente sobre el ahogado asfalto.
Y, casi como si esperara una muerte acuosa, Patti no pudo, por el momento, salir de la cabina a aquel asfalto. Su letal y fría extrañeza residía, si no bajo el mar, entonces a buen seguro en una venenosa atmósfera alienígena que cauterizaría sus pulmones. Por un ridículo instante, su cuerpo desafió su voluntad.
Luego clavó la vista en un bar a media manzana de distancia. Salió a toda prisa de la cabina y se lanzó hoscamente hacia aquel refugio.
Unas tres horas más tarde, sin sentir ya el frío, Patti se dirigió a casa de Sheri. Era fin de semana, y la quietud de las calles residenciales no era desagradable. Las farolas arrojaban una luz amistosa con su tonalidad como de whisky. Los nombres de las calles en sus pequeños gallardetes rígidos de metal azul tenían un sabor cómico a su lengua, y fue pronunciándolos todos a medida que llegaba a su vista.
Después de todo, Sheri había dicho que fuera cuando quisiese. La mezquina crueldad de despertarla le parecía a Patti, bajo la jovial excusa del alcohol, simplemente una broma. Así que deambuló por el dormido Hollywood, conociendo la alegría del noctámbulo de estar despierto en un mundo dormido.
Sheri vivía en un cottage de estuco un poco más descuidado que el de Patti, aunque más grande, con un pequeño camino de acceso y un garaje en la parte de atrás en cada cottage. Y aunque había luz en la sala de estar, Patti subió por el camino, decidida con una repentina malicia a asustar a su amiga. Avanzó sigilosamente hacia la esquina de atrás y trepó hasta la ventana del dormitorio de Sheri, con la intención de hacer ruido a través de la rendija que hubiera dejado abierta.
De hecho la ventana estaba completamente alzada, aunque dentro la cortina estaba corrida. Mientras se acercaba, Patti oyó movimiento dentro de la habitación a oscuras. Al instante siguiente sopló una ráfaga de viento y empujó hacia dentro la cortina interior.
Sheri estaba de espaldas en la cama, y había alguien encima de ella, de modo que todo lo que Patti pudo ver de su cuerpo fueron sus brazos y su rostro, que miraba al techo con los ojos muy abiertos mientras era rítmicamente sacudida una y otra vez sobre la cama. Patti contempló aquellos pulsantes forcejeos durante un instante, no más, y se retiró, casi tambaleante, en un reflejo primitivo de vergüenza más profundo en ella que ninguna de las sofisticaciones de su vida profesional adulta.
Vergüenza y un extraño regocijo infantil. Se apresuró a volver a la acera. Su cabeza resonaba, y se sentía con ganas de reír y al mismo tiempo asustada hasta un grado que conseguía asombrarla incluso después de todo el licor. ¿Qué le pasaba? Le habían pagado para mirar cosas mucho más obscenas que una simple copulación. Por otra parte, había captado un olor desagradable en el dormitorio y también un obsesionante asomo de música, pensó, una débil, desagradable, retorcida melodía que brotaba de algún lugar indefinido…
Aquellas vagas sensaciones cedieron paso rápidamente al lado humorístico del incidente. Caminó hasta la calle principal más próxima y encontró un bar. Mató media hora en él con otros dos dobles y luego, calculando que ya había pasado suficiente tiempo, regresó a casa de Sheri.
La sala de estar seguía iluminada. Patti llamó al timbre y lo escuchó sonar dentro, un ruido zumbante que no suscitó ninguna respuesta. De pronto sintió una ligera oleada de sospecha, como si algún insecto de largas patas estuviera trepando subrepticiamente por su espina dorsal. Observó que, como había observado ya otras veces en los últimos días, el silencio que oía ocultaba una presencia, no una ausencia. ¿Pero por qué debía hacerle sudar esto, aunque fuera ligeramente? Era muy posible que Sheri estuviese jugando al escondite. En un intento de echar a un lado su miedo, Patti hizo girar el picaporte. La puerta se abrió y entró, llamando:
—Estés lista o no, una, dos, tres.
Antes de que hubiera entrado del todo en la habitación sus rodillas se doblaron, porque un diabólico hedor la llenaba. Era un olor a carroña, una feroz y húmeda fetidez que tuvo la impresión de que perforaba su nariz. Era un asalto tan palpable que parecía arrastrarse por todo su cuerpo…, retorcerse en su cuero cabelludo y manchar su carne como con azufre y lodo sepulcral.
Aferrada todavía al picaporte, miró ofuscada a su alrededor por toda la habitación, cuya descuidada normalidad, llegando a ella a través de aquel surrealista hedor, la golpeó casi físicamente. Había el clásico revoltijo de envoltorios, revistas y platos —más abundantes alrededor del sofá— tan típicos en ella. El televisor, instalado bajo, estaba coronado con ceniceros y latas de cerveza, mientras que en el sofá delante de él había una bolsa de Fritos recién abierta.
Pero era de la puerta del dormitorio, parcialmente abierta, de donde llegaban los casi visibles efluvios, como si aquella fuera su fuente. Y sería en el dormitorio donde yacería Sheri. Estaría tendida, muerta, en aquella oscuridad. Porque pasadas experiencias y descripciones le hablaban de un significado lúgubre y claro: muerte. Patti se dio la vuelta para inspirar profundamente por última vez, y entró tambaleante en el dormitorio.
Todas las chicas corrían ese riesgo en su oficio. Era una terrible y solitaria forma de morir. Con el lúgubre e instintivo conocimiento de su hermandad, Patti sabía que lo único que necesitaba ahora su amiga era que cubriera su cuerpo. Entró por la puerta del dormitorio, lanzando un quebrado rombo de luz sobre a cama.
La cama y la habitación estaban vacías…, vacías excepto la casi física masa del hedor. Era sobre la cama donde la fetidez humeaba y se agitaba más terriblemente. Los pliegues de las mantas y las sábanas estaban empapados con algún fluido aborrecible. La copulación que había presenciado y de la que se había burlado…, ¿qué clase de inexpresable relación había sido? Y el rostro de Sheri mirando al techo desde debajo de la sombría forma que se agitaba lascivamente…, ¿había algo más que leer en su expresión que el rictus característico del sexo? Entonces Patti gimió:
—¡Oh Dios Jesús!
Sheri estaba en la habitación. Estaba tendida en el suelo, casi toda ella debajo de la cama; solo asomaban sus hombros y su cabeza, con el rostro vuelto al techo. No había ninguna mala interpretación en su ahora helada mirada. Era un rostro en el cual había amanecido el reconocimiento del Dolor y el Miedo Absolutos incluso con la llegada de la muerte. Seguro que estaba muerta. Los músculos vivos no consiguen una fijeza así. Las lágrimas asomaron a los ojos de Patti. Regresó tambaleante a la sala de estar, se derrumbó sobre el sofá y lloró.
—Oh Dios Jesús —dijo de nuevo, en voz muy baja ahora.
Fue a la pequeña cocina y tomó una toalla, se la apretó contra boca y nariz y regresó ni dormitorio. Al menos Sheri no yacería medio metida debajo de la cama como un juguete roto. Su muy usado cuerpo tendría un asomo de dignidad en la muerte que la vida nunca le había concedido. Se inclinó, clavó sus manos bajo aquellos queridos hombros desnudos. Tiró y, con la fuerza excesiva de su tirón, cayó de espaldas al suelo; porque lo que estaba aferrando contra su pecho no necesitaba tanta fuerza para ser movido. No era Sheri lo que Patti sujetaba, sino solo un espantoso fragmento superior de ella: la cabeza y los hombros de Sheri, uno de sus brazos… Sus gruesos y divertidos pies de los que siempre se reía habían desaparecido, porque ahora su cuerpo terminaba en un abrasado muñón de caja torácica. Como una niña pequeña aferrada a una inexpresable muñeca, Patti permaneció abrazando fuertemente lo que la había hecho gritar, y gritar de nuevo.
Valium. Compazine. Mellaril. Stelazine. Tabletas y cápsulas en technicolor. Brillantes pilares que sostenían el Templo del Descanso. Largas tardes de Tuinal y televisión; sudores nocturnos y tranquilas y amodorradas mañanas. Patti estuvo en el hospital del condado más de una semana.
Había encontrado todo lo que había que encontrar de su amiga. El desmembramiento por ácido era un nuevo método, y Sheri obtuvo una cierta atención de la prensa, pero en un mundo de cadáveres en bolsas de basura y tumbas en masa descubiertas en tranquilos patios traseros, incluso una muerte como la de Sheri solo tenía una breve cobertura. La confusión de Patti la hacía llamar a los detectives asignados al caso al menos una vez al día. Escuchaban con reacio tacto sus fútiles divagaciones sobre las cosas que conocía de la vida y entorno de Sheri, pero pronto supo que no podía proporcionar ningún material significativo.
Por mucho que deseara Patti el medicado descanso del hospital, un persistente temor estropeaba sus días tranquilizados por los medicamentos. Porque podía despertarse, incluso del más provocado sopor, por una repentina sensación de que el número de personas que la rodeaban estaba disminuyendo, que todo el mundo se iba, o desaparecía, y que el hospital, e incluso la ciudad, se estaban vaciando a su alrededor.
Echó la culpa al propio hospital, con su constante cambio de turnos, la entradas y salidas de enfermos en sus sillas de ruedas. Obtuvo una generosa receta de Valiums y fue dada de alta, ansiosa por la más cercana compañía de sus amigos. Un bondadoso doctor salía del edificio cuando salió ella, y se brindó a acompañarla. Azarada por su profesión y su mundo, Patti hizo que la dejara en una cafetería a unas manzanas de distancia del Parnassus. Cuando se hubo ido empezó a caminar. Estaba anocheciendo. Era sábado, pero también era el día intermedio de un fin de semana de tres días (como averiguó con sorpresa de boca del doctor), y el tráfico humano tanto en el pavimento como en el asfalto era notablemente escaso.
De alguna forma daba la sensación de un sábado en una pequeña ciudad, y la alarma despertó en ella y trasteó con la caja de Valiums, porque aquello era como la confirmación de sus aterradas alucinaciones. Su miedo ascendió mientras caminaba. Imaginó al Parnassus con un vestíbulo vacío, e imaginó que veía el tráfico empezar a alejarse por todas partes de la calle por la que caminaba, de tal modo que en unos pocos momentos quedaría desierta en más de un kilómetro en cada dirección.
Pero entonces vio las muchas figuras animadas a través de las queridas ventanas de vidrio plano. Casi corrió, y mientras aguardaba con feliz excitación a que cambiara el semáforo, vio a Fat Face arriba en su ventana. Él la vio justo al mismo tiempo en que ella lo veía a él, y sonrió y guiñó un ojo. Patti agitó la mano y sonrió y dejó escapar un profundo suspiro de alivio que casi trajo lágrimas a sus ojos. ¡Aquella era auténtica medicina, no las pastillas, sino los rostros de los amigos en la comunidad que era tu hogar! ¡Cálidos sentimientos y simple vecindad! Echó a andar a la señal de pase.
Hubo un tropiezo antes de que alcanzara el vestíbulo, porque Amold le lanzó desde su cueva de madera una lujuriosa mirada de húmeda intensidad que la asustó incluso cuando reconoció que la mueca pretendía ser una especie de asustado saludo. Había una tal… especulación en aquella mirada. Pero entonces empujó las puertas de cristal, y se encontró en medio del cálido entusiasmo de gritos y abrazos y chistes y amistosos codazos.
Era agradable bañarse en esa brillante y estridente comunión. Había llamado antes al recepcionista diciéndole que salía del hospital, y durante un par de horas varios amigos que se enteraron de la noticia acudieron para saludarla. Se bañó en su lastimosa celebridad, recibió pequeños regalos, y devolvió emocionados besos de agradecimiento.
Hubiera debido durar más, pero la noche era extraña. No ocurría mucho en la ciudad, y todo el mundo parecía tener la acción en Oxnard o Encino o algún otro lugar extraño. Unas pocas se habían quedado para guardar el fuerte, pero el ambiente era apagado a causa de lo vacío del lugar a una hora tan temprana. Patti tomó otro par de Valiums e intentó aparentar que descansaba pacíficamente en una silla del vestíbulo. Para luchar contra sus accesos de intranquilidad, tomó el libro de bolsillo que estaba entre los regalos que le habían hecho, ni siquiera había observado quién. Tenía un horrible rostro en la portada y se titulaba En las montañas de la locura.
Si no hubiera sentido la necesidad de alguna poderosa distracción, algún pesado lastre para su inquieto espíritu, nunca hubiera entrado en los ciceronianos ritmos del estilo narrativo. Pero cuando, con estremecida tenacidad, hubo vadeado varias páginas del relato, la fluvial prosa, repentinamente límpida, la arrastró en su fluyente claridad. El Valium pareció perfeccionar su sorprendente concentración, y allá donde fallaba su vocabulario daba suaves saltos de deducción y siempre aterrizaba de pie en el significado necesario.
Y así durante horas, en el vestíbulo que se vaciaba lentamente y que miraba al cruce que también se vaciaba lentamente, fue recorriendo los helados territorios de lo imposible y descendió a los más bajos y gélidos sótanos de todo Mundo y Tiempo, donde se extendían prodigiosos fragmentos de eones y donde masivas formas sintientes se agitaban todavía, y se alimentaban, y se burlaban de la luz.
Extrañamente, empezó a encontrar párrafos subrayados a unos dos tercios del camino. Todos los párrafos marcados hacían referencia a shoggoths. Era una palabra cuyo mero nombre hacía que se le erizara el vello a Patti. Buscó las solapas y las cubiertas interiores en busca de alguna nota explicativa, pero no halló nada.
Cuando dejó el libro, ya casi de madrugada, permaneció sentada en una casi total soledad que apenas había notado. Algo tiró poderosamente de su memoria, algo que sus recuerdos temían admitir. Se dio cuenta de que mientras leía la historia había adquirido un oscuro y terrible peso. Sintió como si hubiera sido impregnada por una inyección de teñido conocimiento cuyo torvo fruto, una masa casi física de críptica amenaza, yacía ahora madurando en ella.
Tomó una habitación en el tercer piso del Parnassus para pasar la noche, porque el simple esfuerzo de simplemente llamar un taxi yacía bajo un paño mortuorio de futilidad e incógnita amenaza. Se echó en la cama, y su agotada mente se hundió al instante en el podrido suelo de la consciencia, directamente hacia abajo, al abismo de los sueños.
Soñó en una ciudad como Hollywood, pero las paredes y los pavimentos de la ciudad estaban semivivos, y podían sentir premoniciones de lo que estaba ocurriendo cerca de ellos. Todas las paredes y calles de la ciudad aguardaban en un sudor frío de miedo bajo un negro cielo cubierto. Ella, captó Patti, era el corazón y la mente de la ciudad. Estaba tendida en su centro, y el enorme y frío miedo de la ciudad era el de ella. Estaba tendida, y de alguna forma sabía que había cosas cerca de su gigantesco cuerpo. Sabía que su procedencia residía en enormes y ciegos vacíos donde se alzaban muros más viejos que la actual faz de la Tierra; sabía de sus largos esfuerzos por alcanzar sus contraídas fronteras. Eran gusanos gigantescos, o medusas, o simplemente enormes coágulos de hirviente sustancia. Entraban en sus calles vacías, deslizándose de forma convergente. Ella permanecía tendida como una carroña que vive y conoce el asalto de los gusanos. Permanecía tendida en su ciudadela central, el bocado hacia el que se dirigían todos, silbando su lujuria con sus horribles y corrosivas mandíbulas.
Despertó a última hora de la tarde del domingo, vacía y con el corazón muerto. Se sentó en la cama contemplando una gran mosca verde golpear con insistencia contra el cristal de la ventana donde incidía la dorada luz. Luchaba interminablemente contra lo imposible, golpeando con su frágil cabeza enjoyada. Con rápida furia y dolor, Patti saltó de la cama y agarró su blusa. Corrió a la ventana y, con la prenda como arma, mató a la mosca.
Al otro lado de la calle, en una ventana justo un piso más arriba que el de ella, estaba sentado Fat Face. Se detuvo mirando por un momento, azarada por su pequeño salvajismo pero reconfortada por la forma en que la sonrisa del doctor estaba llena con una gentil comprensión, como si leyera la angustia que había originado el acto. De pronto se dio cuenta de que solo llevaba su sujetador.
La sonrisa del hombre creció un poco más alegre ante el pequeño sobresalto de ella, y supo que él comprendía también, que aquello era inadvertencia y no intento de seducción.
Y así, excitada de pronto, lo convirtió en coquetería y se cubrió delicadamente los pechos con la blusa. Este era el momento natural…, había hecho bien esperando porque ahora su tierna fantasía florecería con perfecta espontaneidad. Se señaló a sí misma con una sonrisa, y luego a Fat Face con un gesto interrogativo. ¡Cómo radió él entonces! ¿Había visto alguna vez sus ojos y sus labios hacerse agua? Asintió enérgicamente. Ella señaló un corto intervalo con el índice y el pulgar. Mientras se apartaba de la ventana observó la llegada, abajo en la acera, de un grupo de pacientes de hidroterapia, varios de ellos con animales extraviados al extremo de sus correas.
Aquello la hizo estremecer ligeramente. ¿Interferiría la llegada de los pacientes la entrevista íntima que imaginaba? Sus preparativos se frenaron un tanto. Dejó al vestíbulo unos diez minutos más tarde y caminó lentamente hasta detenerse junto a las puertas de la entrada. El vestíbulo estaba vacío y también las aceras. Todo reflejaba una soleada desolación dominical. Era como un sueño, hermoso en cierto sentido, pero le causaba también un delicado estremecimiento. Salió y miró a su alrededor, y sintió de pronto la locura de las extrañas caridades sexuales tal como las había imaginado. Quizá debiera olvidarlo, ir a alguna otra parte. Y justo entonces, mientras permanecía allí de pie, un coche lleno de amigas se detuvo junto a la acera delante de ella. La invitaron a coro a unirse a ellas. Iban de excursión, quizá fuera de la ciudad, a divertirse en algunos lugares que conocían.
Patti casi se fue con ellas. Pero entonces observó que la hermana menor de Sheri, Penny, iba en el coche. Se estremeció ante el repentino recuerdo y rechazó el ofrecimiento con un gesto de la mano y una sonrisa. Echó a andar acera abajo, sopesando lo fuerte que todavía era su deseo de visitar a Fat Face, sin alzar la vista hacia él porque tal vez solo fuera hasta el bar… Y entonces Arnold salió de su quiosco y aferró su brazo.
Estaba nerviosa y saltó hacia atrás. Él pareció temer abandonar la proximidad de su quiosco y no se le acercó, pero le suplicó desde donde estaba:
—¡Por favor, Patti! Ven aquí y escucha.
Como un rayo, el evasivo recuerdo de la noche anterior golpeó a Patti. ¡«Shoggoth» era una palabra fantasmagórica, y toda aquella historia resultaba familiar, porque era precisamente de aquello de lo que hablaba la carta! Le asombró que hubiera podido barrer tan completamente de su cabeza aquel extravagante documento. Había asustado enormemente a Patti la noche antes de la muerte de su amiga. Había procedido de Arnold…, ¡y también aquel libro! Ese era el significado de su mirada. El pelirrojo rostro del idiota la miró con urgencia.
—Por favor, Patti. Lo sabemos. Ven aquí… —Avanzó bruscamente para sujetar su brazo y ella saltó hacia atrás, de nuevo más rápida que él, con un pequeño grito. Arnold, separado de la protección de su quiosco, se inmovilizó temeroso. Patti alzó la vista y se estremeció al descubrir a Fat Face en su ventana mirando hacia abajo…, no amistosamente, sino irritado con Arnold. El vendedor de periódicos abrió mucho la boca y murmuró disculpándose, como si lo hiciera a la acera—: No. Yo no dije nada. Yo solo insinué… —Movida por un repentino impulso, Patti cruzó la acera y al cabo de un momento estaba pisando la moqueta verde de las escaleras que había subido tan solo una vez antes y con tanta reluctancia.
La opresión que había sentido aquella primera vez en los silenciosos corredores no había desaparecido —el temor que despertaban pertenecía de alguna manera a aquel lugar—, pero la superó. Avanzó demasiado rápidamente en su soleada fantasía como para ser ganada por aquella languidez. Corrió por el pasillo del cuarto piso y, ante la puerta donde Sheri se había arrodillado riendo y que ella había rehuido, agarró el picaporte y llamó al mismo tiempo mientras abría la puerta y entraba, tan impetuoso era su empuje hacia una benigna cordura. Allá estaba Fat Face, sentado tras un gran escritorio junto a la ventana a través de la cual lo había conocido siempre. Sus piernas eran más gruesas y su vientre estaba más hinchado que los de sus pacientes. Le sorprendió agradablemente el que aquello no cambiara sus designios amorosos.
Llevaba una cómoda bata de médico y pantalones. Sus zapatos eran grandes, negros y ortopédicos. Un cuerpo así, no inflamado por un espíritu, hubiera podido repeler. El suyo, coronado por el benevolente faro de su sonrisa, parecía paternal, afligido…, adorable. De alguna parte llegó, creando ecos como si sonara en un gran espacio cerrado, un ruido de agitar de agua y de animales…, extrañamente conjuntado. Pero Fat Face estaba hablando:
—¡Querida —dijo, sin levantarse—, haces a un viejo muy, muy feliz! —Su voz era una maravilla que envió estremecimientos de placer a lo largo de su espina dorsal. Era una voz extraña, aguda y temblorosa y repleta de notas como de flauta de una pureza plateada, pecaminosamente melodiosa. Una voz que posiblemente conocía seducciones, una voz en la que Patti no había soñado nunca. Fue incapaz de decir nada, y abrió los brazos en un tierno instinto de conservación.
Él se puso en pie de un salto, y el sonido del brusco movimiento de su cuerpo envió un nuevo estremecimiento a lo largo del pararrayos de sus nervios. Saltó sobre sus paquidérmicas piernas desde detrás de su escritorio como un gato saltaría a una puerta, e inclinó la cabeza hacia ella. El sonido de animales y chapoteos en el agua llegó más intenso desde el umbral. Perpleja, entró.
Además del escritorio la habitación tan solo contenía una enorme bañera de hidroterapia con forma de cuenco. Sus paredes eran de cemento desnudo excepto una, que era una bancada de cerradas ventanas a través de las cuales llegaba el húmedo clamor. Finalmente dominó su incredulidad y se dio cuenta de un hecho contra el que se había estado debatiendo todo el tiempo: aquellas docenas de hipidos caninos y maullidos gatunos eran sonidos de agonía y aflicción. No sonidos de hospital. Sonidos de cámara de torturas. La puerta se cerró bruscamente con un gran resonar a sus espaldas, seguida por un seco clic. Fat Face, desabrochándose enérgicamente la bata, dijo:
—¡Ve y mira, mi dulce e incauta putilla! Oh sí, oh sí, oh sí…, ¡pronto todos cenaremos dulce carne…, mujeres y hombres, no miserables bichos!
Patti se quedó boquiabierta ante la extravagante musicalidad de aquellas palabras, esuchando por captar su significado. El doctor se estaba quitando los pantalones. Parecía llevar un complejo traje de caucho, fuertemente atado con cintas y hebillas, debajo de sus ropas. Desconcertada, Patti abrió uno de los postigos y miró al otro lado. Vio una enorme piscina interior, como los sonidos habían sugerido, pero no de la forma y del brillantemente clorado azul que esperaba. Lo que se abría debajo de ella era una especie de gruta de un negro fangoso, bordeada por grandes rocas de tamaño ciclópeo llenas de musgo y algas. El tiznado y viscoso caldo de sus aguas hervía con grandes formas elefantinas…
Apartó sus ojos con desesperada rapidez de aquellas formas apenas las hubo identificado; largos instantes demasiado tarde para su cordura. Era imposible que la pesadilla estuviera tan simplemente allí delante de ella, tan vertiginosamente adyacente a la Realidad. El que las formas fueran aquellos mismos agitantes plasmas, aquellas titánicas larvas en las que había soñado, era solo la mitad del horror. La otra mitad era la cabeza humana que decoraba cada uno de aquellos hirvientes multimorfos, una cómica excrecencia de la masa de pesadilla…, eso y la lluvia de animales presas del pánico que caían de las jaulas de encima de la piscina y en su frenesí se convertían tanto en el juguete como el alimento de aquellas pulposas abominaciones.
Se volvió boquiabierta hacia Fat Face. Estaba de pie junto a la gran bañera vacía, trasteando con el sistema de hebillas en su pecho.
—¿Comprendes, querida? ¡Por favor, inténtalo! Tu horror mejorará tu sabor. Tu velo será el baño de sangre que oscurece y ahoga tus moribundos ojos… Entiéndelo, encontramos más fácil contener la mayor parte de nuestra forma con trajes como este. Podemos imitar todo el cuerpo, pero se requiere mucho más esfuerzo y concentración.
Dio un último tirón, y la hilera de hebillas cedió al fin. Una glutinosa gelatina púrpura se derramó de la parte delantera de su traje a la bañera. Patti corrió hacia la puerta, que no tenía picaporte. Mientras se rompía las uñas contra ella y gritaba, recordó la mosca en la ventana, y oyó a Fat Face continuar tras ella:
—Así que solamente imitamos la cabeza, y nunca la disolvemos, para no correr el riesgo de volver a formarla luego equivocadamente y despertar sospechas. ¡Por favor, sigue debatiéndote!
Ella miró hacia atrás y vio enormes palpos, como terribles falos cómicos, brotar de la bañera de lodo que ahora hervía con un constante movimiento. Gritó.
—¡Oh, sí! —sonó la voz aflautada de Fat Face en la cabeza que ahora se bamboleaba encima de la masa púrpura. Los brazos de Patti humearon allá donde los palpos la agarraron. Fue alzada del suelo tan ligeramente como podría serlo una cucaracha debatiéndose—. Oh, sí, querida niña… tendrás por damas de honor el Dolor y el Espanto, por votos farfullarás blasfemias… —Mientras la situaba colgando encima del caldero de su ácido cuerpo, ella vio sus ojos girar hacia arriba y volverse negros como la tinta. La bajó hasta que sus pies tocaron su masa. Por última vez antes de que el shock la dominara, Patti lanzó el débil instrumento de su voz contra las masivas paredes. Pateó cuando sus pies se hundieron en la abrasante gelatina, pateó hasta que sus zapatos se disolvieron, hasta que sus pies y sus tobillos desprendieron nebulosas de carne licuándose dentro de la ansiosa sustancia del lord de Shoggoth. Luego su patear se hizo más débil, y se hundió más profundamente en…