La Víbora
Fred Chappell
Mi tío Alvin recuerda siempre al sorprendido forastero un gran conejo feliz. Es agradablemente rotundo, y con un pelo rubio plateado que le hace parecer toda una década más joven que sus sesenta años. Su piel tiene el limpio brillo rosado que adquiere a veces la pálida complexión de los párrocos ingleses, y posee una forma de fruncir la nariz que uno asocia irresistiblemente con…, bueno, ya he mencionado los conejos. Es un tipo amable, lleno de humor, y a menudo ligeramente malicioso.
Mi admiración por tío Alvin ha tenido una gran influencia en mi vida. Sus despreocupadas maneras me han parecido siempre una forma muy sensata de ir por la vida. Y su ocupación es interesante y tranquila, aunque es poco probable que llegue a ganar alguna vez grandes riquezas con ella. Puedo apoyar esta última suposición con mi propia experiencia: seguí a mi tío en el negocio de los libros antiguos, y no soy —puedo asegurárselo— un hombre rico.
De todos modos, no competimos el uno con el otro. Tío Alvin vive en Columbia, en Carolina del Sur, y dirige su negocio de pedidos por correo desde su casa. El grueso de mi negocio lo constituyen también los pedidos por correo, pero yo lo regento desde una tienda en Durham, Carolina del Norte. Mi tienda vende libros de bolsillo, principalmente a los estudiantes de la Universidad Duke; en la parte de atrás empaqueto y envío por correo libros raros y curiosos de historia, ocultismo y fantasía, junto con alguna ocasional muestra de ciencia ficción. Tío Alvin se especializa en historia de la Guerra Civil, lo cual en Carolina del Sur casi garantiza unos ingresos para poder vivir de ellos, aunque sea de una forma modesta.
Pero cualquiera en el negocio puede encontrarse con todo tipo de libros, pertenezcan a su especialidad o no. Cuando tío Alvin llamó un sábado por la mañana para decirme que había entrado en posesión de un volumen que deseaba que yo viera, supuse que se trataba de algo más en mi línea que en la suya, y que él pensaba que yo podía estar interesado en comprárselo.
—¿Qué tipo de libro es? —pregunté.
—Muy raro, realmente…, si es auténtico. Y valioso también aunque se trate de una falsificación.
—¿Cuál es su título?
—Oh, no puedo decirte esto por teléfono —dijo.
—¿No puedes decirme el título? Tiene que ser algo realmente extraordinario.
—La precaución nunca hace daño. De todos modos, podrás verlo por ti mismo. Estaré en tu casa con él el lunes por la mañana. Si te parece bien.
—Oh, estupendo —dije—. Te quedarás a dormir, por supuesto. A Helen le encantará verte.
—No —dijo—, estaré de paso hacia Washington. Solo será una parada en el camino. Me pararé porque no quiero tener este libro en el coche más tiempo del necesario.
—Te quedarás a comer, al menos —dije—. ¿Te sigue gustando la lasaña?
—Día y noche —respondió.
—Entonces hecho —decidí, y charlamos un poco más antes de colgar.
El lunes por la mañana entró en mi tienda —llamada Historias Alternativas— llevando una maltratada caja de metal, y supe que el libro estaba dentro. Intercambiamos los cumplidos habituales que se dicen amistosamente los parientes, aunque los nuestros eran mucho más genuinamente sentidos que la mayoría. Pero él estaba ansioso por ir al asunto que tenía en mente. Depositó la caja sobre un montón de revistas de segunda mano sobre el mostrador y dijo:
—Bien, aquí está.
—Muy bien —dije yo—. Estoy preparado. Ábrela.
—Primero déjame decirte algo acerca de lo que creo que tenemos —indicó—. Porque cuando lo veas vas a sentirte decepcionado. Su apariencia no es muy impresionante.
—De acuerdo.
—En primer lugar, está en árabe. Está escrito a mano en un pequeño diario, con una tinta normal muy descolorida, y está incompleto. Puesto que no sé leer árabe, no sé lo que falta. Solo sé que es demasiado corto para ser una versión completa. Este ejemplar me llegó de la viuda de un profesor de lenguas clásicas de la Universidad de Carolina del Sur, un egiptólogo que desapareció en una excursión de campo hará unos treinta años. Su esposa conservó su biblioteca todo este tiempo, esperando su regreso. Luego, el año pasado, me ofreció todo el lote. Así es como entré en posesión de este ejemplar de Al Azif.
—Nunca he oído hablar de él —admití, intentando no demostrar la pequeña decepción que sentía.
—Es la obra de un poeta medieval que se creyó que se había vuelto loco —dijo tío Alvin—, pero se discute acerca de lo loco que estaba realmente. Se llamaba Abdul Alhazred y vivió en el Yemen. Poco después de componer Al Azif conoció una muerte violenta y terrible…, que es todo lo que sabemos porque incluso los testigos oculares difieren acerca de la forma en que murió.
—Abdul Alhazred. ¿No es ese…?
—Exacto —dijo—. La obra es más conocida bajo el título de su traducción griega, el Necronomicón. Y el texto más ampliamente divulgado —si puede decirse que alguno de ellos ha sido ampliamente divulgado— es la traducción latina del siglo XIII de Olaus Wormius. Siempre se ha supuesto que el texto árabe original se perdió hace mucho tiempo, puesto que todos los gobiernos más poderosos y las organizaciones religiosas más respetadas han intentado destruir la obra en todas sus formas. Y en general lo han conseguido.
—Pero ¿cómo sabes lo que es, si no lees el árabe?,
—Tengo un amigo —dijo orgulloso—. El doctor Abu-Saba. Le pedí que le echara un vistazo y me diera una idea general del contenido. Cuando se lo tendí y me hubo traducido el título, le dije que parara. Mejor no seguir con eso. Ya conoces la reputación del Necronomicón.
—Sí la conozco —dije—, y no quiero saber con detalle lo que hay en él. De hecho, no me siento contento de hallarme en su compañía.
—Oh, estamos seguros. Mientras mantengamos la boca cerrada de modo que ciertos grupos poco recomendables de cultistas no sepan que lo tenemos.
—Si estás ofreciéndomelo para que lo venda… —empecé.
—No, no —se apresuró a decir—. Estoy intentando gestionar depositarlo en la biblioteca del Congreso. Por eso voy a Washington. No pondría en un apuro a mi sobrino favorito…, o no durante mucho tiempo, al menos. Todo lo que deseo es que lo guardes durante una semana mientras estoy negociando. Te lo pido como un favor personal.
Me lo pensé.
—Me alegrará guardártelo —dije al fin—. A decir verdad, estoy más preocupado por la seguridad del libro que por la mía. Puedo cuidar de sí mismo. Pero el libro es un artículo peligroso, y extremadamente valioso también.
—Como un arma atómica —admitió tío Alvin—. Demasiado peligroso de guardar y demasiado peligroso de librarse de él. Pero la Biblioteca del Congreso sabrá qué hacer. No puede ser que esta sea la primera vez que se encuentran con este problema.
—¿Piensas que ya tienen un Necronomicón?
—Apostaría cualquier cantidad —dijo alegremente—, excepto que no sabría cómo recogerla. No esperarás que lo tengan relacionado en su catálogo, ¿verdad?
—Negarían poseerlo, por supuesto.
—Pero hay muchas posibilidades de que no tengan una versión árabe. Solo se sabe de una que llegó a Norteamérica, y se cree que fue destruida en San Francisco con el cambio de siglo. Este volumen es probablemente una copia de esa versión.
—Bien, ¿qué quieres que haga con él? —pregunté.
—Ponlo en un lugar seguro. En tu caja de seguridad del banco.
—No tengo ninguna —dije—. Solo tengo una vieja caja fuerte en mi oficina de atrás, pero si alguien viene a llevárselo, ese será el primer lugar donde mirará.
—¿No hay un sótano en esta tienda?
—No donde pueda guardar el libro con seguridad. ¿Por qué no hacemos caso a Edgar Allan Poe?
Frunció el ceño unos instantes, luego sus ojos se iluminaron.
—¿Te refieres a «La carta robada»?
—Exacto. Tengo todo tipo de libros dispersos por ahí en cajas de cartón. Todavía no los he clasificado y puesto en sus estanterías. Le tomará semanas a cualquiera descubrirlo aunque sepa que está ahí.
—Puede funcionar —admitió tío Alvin, frunciendo la nariz y frotándose su rosada oreja con un activo dedo índice—. Pero hay un problema.
—¿Cuál?
—Quizá desees pasarlo por alto a causa de su naturaleza legendaria. Pero yo no puedo. En el caso de Al Azif, lo mejor el tomar todas las precauciones.
—Está bien —dije—. ¿Cuál es la leyenda?
—Entre ciertos libreros, el Necronomicón es conocido a veces como La víbora. Porque primero envenena, luego devora.
Le lancé una mirada que quería decir: No otro de tus pequeños chistes, tío Alvin.
—No esperarás de veras que cree que me has traído un libro que devora a la gente.
—Oh, no. —Sacudió la cabeza—. Solo devora a los de su propia especie.
—No entiendo.
—Solo asegúrate —dijo— de que cuando lo coloques en una caja con otros libros, ninguno de ellos sea importante.
—Entiendo —asentí—. Ediciones baratas dañadas. Para atraer la atención lejos de su auténtico valor.
Me lanzó una larga y blanda mirada, luego asintió pacíficamente.
—Algo así —respondió al fin.
—De acuerdo —acepté—. Haré exactamente eso. Ahora echémosle una mirada a esta ominosa rareza. He oído hablar del Necronomicón desde que empecé a interesarme en los libros. Soy un puro nervio.
—Me temo que te vas a sentir decepcionado —dijo tío Alvin—. Algunos ejemplares de este texto prohibido son realmente notables, pero este… —Arrugó de nuevo la nariz y se la frotó con la palma de la mano.
—Vamos, no seas así, tío Alvin —dije.
Abrió la caja metálica y extrajo un pequeño bulto envuelto en papel marrón. Retiró el papel para revelar un más bien delgado diario en octavo con una desgastada cubierta de tafilete que se había descolorido de lo que en su tiempo había sido un rojo vivo a un pálido color ladrillo, casi rosado. Al observar la expresión de mi cara dijo:
—¿Lo ves? Te dije que te sentirías decepcionado.
—No, en absoluto —respondí, pero mi tono era tan obviamente deshinchado que me lo tendió para que lo examinara sin que yo se lo hubiera pedido.
Había poco que ver. La rosada encuadernación era de tacto suave. El lomo era curvado y tenía estampada la palabra Diario en oro, pero el oro también casi se había desvanecido. Lo abrí al azar y contemplé la incomprensible escritura árabe, tan descolorida que era imposible decir el color que había tenido originalmente la tinta. Negra o púrpura o quizás incluso verde oscuro…, pero ahora todos los colores se habían fundido en un pálido gris uniforme. Lo hojeé hasta casi el final, pero no hallé nada que pareciera notable.
—Bueno, espero que el artículo sea genuino —dije—. ¿Estás seguro de que tu amigo, el doctor Comosellame…?
—Abu-Saba —dijo tío Alvin escrupulosamente—. El doctor Fuad Abu-Saba. Sus conocimientos de esta lengua son impecables, su integridad indiscutible.
—De acuerdo, si tú lo dices —concedí—. Pero lo que tenemos aquí no parece gran cosa.
—No estoy intentando venderlo. Su inocua apariencia juega a nuestro favor. Cuanto menos distinguible parezca, más seguros estamos.
—Eso tiene sentido —admití, tendiéndoselo de vuelta.
Me miró de reojo mientras lo devolvía a su caja, pensando evidentemente que yo me estaba burlando de él…, lo cual era verdad hasta cierto punto.
—Robert —dijo severamente—, eres mi sobrino favorito, una de las personas que más prefiero. Quiero que sigas seriamente mis instrucciones. Quiero que tomes las mayores precauciones y te mantengas en guardia. Este es un momento peligroso para ambos.
Me puse serio.
—De acuerdo, tío Alvin. Tú mandas.
Envolvió de nuevo el volumen en el papel marrón y lo devolvió a la maltratada caja metálica y se lo llevó consigo mientras íbamos al Ristorante Venezia de Tony para dedicarnos copiosamente a la lasaña y al chianti. Después de comer me dejó de vuelta en Historias Alternativas y, sacando Al Azif de su caja de metal, lo llevó al interior de mi tienda con una sola palabra de advertencia:
—Recuerda —dijo.
—No te preocupes —respondí—. Lo recordaré.
En la tienda examiné el libro de una forma más relajada y completa. Pero no había cambiado; era solo un polvoriento, deslucido y manchado diario como miles de otros, y su único signo distintivo al ojo no educado era que estaba escrito a mano en árabe. Una misteriosa pandilla de siniestros ladrones hubiera tenido que saber mucho sobre él tan solo para saber lo que tenían que buscar.
Decidí no confiarlo a un montón de libros en un laberinto de cajas de cartón. Lo llevé a mi pequeña oficina de la parte de atrás, aparté algunos libros sin valor, y lo coloqué plano en el estante inferior de una destartalada estantería llena con todo tipo de panfletos, viejos periódicos y volúmenes surtidos de Maupassant, Balzac y William McFee. Le di la vuelta de modo que el borde dorado mirara hacia fuera y la palabra Diario quedara oculta. Luego deliberé durante uno o dos minutos acerca de qué apilar encima.
Pensé en la advertencia de tío Alvin de que no colocara ningún libro importante junto al Al Azif, y decidí seguir su consejo. ¿De qué sirve tener un tío favorito, sabio y experimentado en su oficio, si no le haces caso? Además, la siniestra reputación del libro era en sí misma una urgente advertencia.
Tomé un ordinario y absolutamente indistinguible ejemplar de los poemas de Milton: Herndon House, Nueva York, 1924. Sin introducción y con unas pocas notas breves del responsable de la edición, sin duda reducidas de otra edición más erudita. Era un ejemplar bastante deteriorado, con señales significativas de haber sido expuesto al agua. Lo abrí por el principio de El paraíso perdido y leí las primeras veintiséis líneas, luego busqué hasta hallar mi soneto favorito de Milton, el número XIX, «Sobre su ceguera»:
Cuando pienso en cómo se ha gastado mi luz
antes de la mitad de mis días, en este oscuro y ancho mundo,
y que ese único talento que es pecado enterrar
está inútilmente oculto en mí, aunque mi alma se inclina
más a servir con él a mi Creador, y presentarle
cuentas exactas, no sea que él me amoneste…
Bueno, ya saben como sigue.
Es un poema del que nunca me canso, uno de esos poemas que ha sido mi fiel amigo en períodos felices e infelices desde los años de mi mayoría de edad. La habitual música poética de Milton está aquí, y un grito personal profundamente sentido que no se encuentra a menudo en su obra. Luego viene la firme y satisfecha resolución de los versos finales. Milton, por supuesto, no necesita ninguna recomendación por mi parte, y su soneto ningún encomio. Solo deseo dejar claro que este poeta es importante para mí, y el soneto sobre su ceguera es particularmente apreciado.
Pero no todos los ejemplares de todas las ediciones de Milton son importantes. Tengo ejemplares personales de ediciones hermosamente ilustradas y copiosamente anotadas. La que tenía en mi mano era solo una edición masiva barata, destinada con toda probabilidad a ser vendida en las estaciones del ferrocarril. La coloqué encima del tesoro árabe y luego apilé sobre ambos libros un montón de papeles de mi escritorio, que siempre rebosa de ellos: catálogos, listas de libros, anuncios de promociones y albaranes. De estos últimos siempre hay excedentes.
Luego olvidé por completo el asunto.
No, no lo hice.
No olvidé en absoluto que tenía en mi poder casi con toda seguridad Al Azif, uno de los más raros documentos de los anales bibliográficos, uno de los títulos eternos de la historia y la leyenda…, y uno de los más mortíferos. No necesitamos revisar las turbadoras y malsanas muertes supuestamente acaecidas a tantos anteriores propietarios del libro. Todos habían terminado horriblemente mal. Tío Alvin había tenido la idea correcta, llevar el libro a manos de aquellos preparados para ocuparse de él. Mi misión era simplemente de almacén…, mantenerlo a buen recaudo durante una semana. Siendo así, decidí no acercarme a él, no mirarlo siquiera hasta que mi tío regresara el próximo domingo.
Y fui capaz de mantenerme firme en mi resolución hasta el martes, el día siguiente de haberlo recibido.
El manuscrito en su formato de diario había cambiado cuando lo miré. Observé de inmediato que la encuadernación en tafilete había perdido su tono rosado y adquirido un rojo brillante. La palabra estampada Diario resplandecía más brillante también, y cuando abrí el volumen y lo hojeé vi que las páginas estaban más blancas, habían perdido la mayor parte de los signos del paso del tiempo, y que la tinta destacaba más. De hecho, ahora era posible discernir que el texto estaba escrito en realidad en distintos colores de tinta: negro, verde esmeralda, púrpura real, rosa persa.
El Necronomicón, en cualquiera de sus versiones, es un libro notable. Todo el mundo sabe algo de su reputación, y quizá me hubiera sorprendido si mi encuentro con él hubiera estado desprovisto de sorpresas. Su historia es demasiado larga, y un erudito bien informado no responde a sucesos misteriosos en presencia del libro golpeándose el pecho y exclamando: «¿Es eso posible?».
Pero un cambio en el aspecto físico del libro en sí era algo que no había esperado y para lo que no tenía explicación. Sin saber qué pensar, volví a dejarlo allá donde había estado, debajo de los papeles al azar y el ejemplar de Milton, y volví a mis tareas habituales.
No podía negar, sin embargo, el hecho de los cambios. Mis sentidos no me engañaban. Cada vez que lo examiné el martes y el miércoles —debí de tomarlo al menos una docena de veces en total—, nuestro Al Azif se había hecho más fuerte.
Fuerte: por estúpida que parezca esa palabra en este contexto, es exacta. La escritura era cada vez más vivida, las páginas brillaban como nieve recién caída, el tafilete lucía un intenso color rojo sangre.
Me tomó demasiado tiempo comprender que el manuscrito había encontrado algo de lo que alimentarse. Había descubierto una forma de nutrirse que hacía que medrara y se pusiera recio. Y me siento azarado al tener que admitir que pasaron todavía más horas antes de que sospechara la fuente del alimento del volumen…, que no podía ser más que ser el ejemplar de los poemas de Milton que yo había colocado encima.
Tomé rápidamente el Milton y empecé a examinarlo en busca de cambios. Al principio no pude descubrir ninguna anomalía. La impresión parecía quizás un poco gris, pero desde un principio ya estaba bastante ajada. Quizá también las páginas eran más quebradizas y estaban más mustias de lo que recordaba…, pero después de todo era una edición barata de unos sesenta y tantos años de antigüedad. Cuando fui al principio de El paraíso perdido todo me pareció correcto; los grandes tonos como de órgano eran tan resonantes como siempre:
De la primera desobediencia del Hombre, y el fruto
de aquel árbol prohibido, cuyo sabor mortal
trajo al mundo la muerte y todas nuestras desgracias…
Y pensé: Bueno, no necesito preocuparme. Esta poesía es inmune a los estragos del tiempo y a todas circunstancias.
Así fue que con cierta anticipación de un aleteante placer eché ociosamente una mirada al soneto XIX:
Cuando pienso en cómo se ha gastado mi lote
antes de la mitad de mis dados, en este escaso y ancho taco…
Pero el familiar principio del soneto había perdido mucho de su sabor; eché en falta algo de aquella íntima grandeza a la cual estaba acostumbrado. Achaqué mi pálida reacción al cansancio y a unos nervios excitados. La ansiedad sobre el tesoro de tío Alvin estaba empezando a cobrarse su precio en mí, pensé.
Sacudí la cabeza para aclararla, cerré los ojos y me los froté con ambas manos, luego miré una vez más el volumen de Milton abierto sobre el mostrador, soneto XIX:
Cuando pienso en cómo se ha curvado mi laúd
ante la mole de mis dedos, en este absurda y henchida tumba,
y que ese púnico contento que no se debe gastar
está alegremente henchido en mí…
Nada… Estaba demasiado confuso para extraer sentido de los versos. Solo son los nervios, pensé de nuevo, y pensé también en lo que me alegraría cuando mi tío regresara el domingo.
Dejé el ejemplar de Al Azif en su sitio y decidí apartar el rompecabezas de mi cabeza. No pude hacerlo, por supuesto. Se me ocurrió la idea de que nuestro ejemplar en particular del libro prohibido de Abdul Alhazred estaba cambiando la naturaleza de los versos de Milton. ¿Era a eso a lo que lo había comparado tío Alvin? ¿A una víbora? Primero envenena, había dicho, luego devora. ¿Estaba de hecho envenenando los versos del gran poeta del siglo XVII? Tomé de nuevo el Milton y lo abrí al principio de aquella inmortal epopeya religiosa:
De la primera descendencia del Hombre, y el frote
de aquel eje perdido, cuyo girar mortal
trajo al mundo la peste y todas nuestras falacias…
Las palabras no tenían ningún sentido para mí, ninguno en absoluto…, pero podía recordarlas vagamente de una forma distinta a como aparecían ahora en la página. No pude decir si el fallo estaba en el libro o en mí.
Un repentino pensamiento me inspiró a acudir a mis estantes de poesía y encontrar otra edición de los poemas de Milton a fin de poder comprobar aquellos versos de extraña apariencia. Si Al Azif estaba cambiando realmente las palabras del otro, entonces un libro no tocado por el diario mostraría todavía el más puro Milton. Fui a la parte delantera de la tienda y tomé tres ejemplares de los poemas de Milton en tres ediciones distintas y utilicé mi soneto favorito como piedra de toque. El primero que examiné era la edición de Oxbridge de Sir Hubert Portingale de 1957. Me dio estos versos:
Cuando pienso en cómo se ha gestado mi cruz
ante la sociedad de mi vida, en este oscuro lapso mudo,
De alguna forma parecía incorrecto. Miré el poema en el volumen de la Big Apple State University del profesor Y. Y. Miranda de 1974:
Canto pleno que me ha gustado en tus…
El verso estaba equivocado, lo sentí en mis huesos. Regresé a la edición más informal editada por el poeta contemporáneo Richmond Burford:
Cuando pienso en cómo se encendió la luz
ante esa cantidad de días, en el obtuso y romo mundo,
y que desea un talento…
Sacudí la cabeza. ¿Era eso correcto? ¿Se acercaba a lo correcto?
El problema era que no podía recordar cómo se suponía que eran los versos. Tenía la vaga sensación de que ninguna de esas versiones era la correcta. Obviamente, no podían ser todas correctas. Pero ¿por qué no podía recordar mi poema favorito, con el que estaba más familiarizado que con mi número de la Seguridad Social?
La advertencia de tío Alvin había sido: «Primero envenena, luego devora».
Ahora empecé a interpretar sus palabras de una forma distinta. Quizás el Necronomicón no envenenaba tan solo el libro con el que estaba en contacto físico, quizás envenenaba el contenido real de la obra en sí, de tal modo que en cualquier edición que apareciera, en cualquier libro, revista, conferencia publicada, ensayo erudito, diario personal —en cualquier forma escrita— apareciera un texto polucionado.
Era un pensamiento absolutamente aterrador. Tío Alvin no me había advertido contra una edición importante, me había advertido tan solo contra un libro importante. Yo lo había colocado con Milton, y había infectado sus grandes poemas en cualquier lugar donde hubieran aparecido.
¿Era posible que eso fuera cierto? Parecía un poco improbable. Bueno, no, parecía tan estúpido como imaginar a Milton, el poeta, con un sombrero de Shriner. Parecía absolutamente estúpido.
Pero decidí comprobar de todos modos mi alocada hipótesis. Fui al teléfono y llamé a mi viejo amigo y fiel cliente en Knoxville, Tennessee, el poeta Ned Clark. Cuando dijo hola, fui casi rudo:
—Por favor, no me hagas un montón de preguntas, Ned. Esto es urgente. ¿Tienes algún ejemplar de los poemas de Milton a mano?
Hizo una pausa. Luego:
—Robert, ¿eres tú?
—Sí, lo soy. Pero tengo una prisa terrible. ¿Tienes los poemas?
—En mi estudio.
—¿Puedes ir a buscar el libro, por favor?
—Espera —dijo—. Tengo una extensión allí. La cogeré. —Aguardé tan pacientemente como fui capaz hasta que dijo—: Ya estoy aquí. ¿De qué se trata?
—El soneto XIX —dije—. ¿Puedes leérmelo, por favor?
—¿Ahora? ¿Por teléfono?
—Sí. A menos que puedas gritar muy fuerte.
—Hey, tranquilo —dijo—. ¿Por qué no lo haces tú?
—Lo siento, Ned —dije—, pero creo que puede que haya cometido un gran error. Quiero decir, un terrible error, viejo amigo. Así que estoy intentando comprobar algo. ¿Puedes leerme el poema?
—Claro, eso está hecho —respondí, y le oí hojear su libro—. Bien, Robert. ¿Estás preparado? Ahí va: «Cuando los iconos han empastado mi luz, antes de partir mis vidas, en este impuro…».
—Estupendo, Ned —interrumpí—. Gracias. Eso es todo lo que necesito oír en estos momentos.
—¿Eso es todo? ¿Has hecho una llamada de larga distancia para oírme recitar dos versos de tu poema favorito?
—Así es. ¿Cómo te suenan?
—Tan buenos como cualquier cosa de Milton.
—¿Te suenan correctos? ¿Son esas las palabras que has conocido toda tu vida?
—No las he conocido toda mi vida —rectificó—. Tú eres el fan acérrimo de Milton. Para mi gusto es demasiado monumental, ¿sabes? Quiero decir, masivo.
—De acuerdo, pero al menos has leído el poema.
—Sí, por supuesto. Es un poema famoso. Los leo todos, ya sabes.
—¿Y los versos son los que siempre has conocido?
Otra pausa.
—Bueno, quizá no exactamente —admitió—. Creo que puede que la puntuación sea un poco distinta en este libro de la que estoy acostumbrado. Pero en general suena correcto. ¿Deseas alguna información sobre la edición?
—Ahora no —dije—, pero puede que te llame más tarde pidiéndotela. —Le di las gracias y colgué.
Parecía que mi suposición era correcta. Todos los textos estaban ahora envenenados. Pero deseaba asegurarme del hecho, y pasé las cuatro horas siguientes telefoneando a amigos y conocidos esparcidos por todos los Estados Unidos, comparando los versos. No todos respondieron, por supuesto, y algunos de mis amigos de los estados del Oeste estaban dormidos, pero conseguí un muestrario lo bastante extenso de primeros versos como para satisfacerme.
Walt Pavlich en California: «Cómo quieres que se haya gastado mi luz…».
Paul Ruffin en Texas: «Consideraré cómo se ha doblado mi plus…».
Robert Shapard en Hawai: «Cuando desenrrollo el cable de la luz…».
Vanessa Haley en Virginia: «Cuando chocan la espada y la cruz…».
Valerie Colander en Virginia Occidental: «Tanto da que haya o no haya luz…».
Eran suficientes, y más aún para mí, para comprender la enormidad de mi error. Todos los textos de Milton que existían estaban ahora desfigurados más allá de todo reconocimiento. Y había notado una consecuencia más de mi error. Incluso los textos tal como residían en la memoria habían sido cambiados; ninguno de mis amigos podía recordar cómo se suponía que rezaban los versos del soneto XIX. Como tampoco podía yo, y yo había sido durante más de una década y media uno de los compañeros más constantes del poema.
El ejemplar de Al Azif estaba floreciendo. Ni siquiera necesitaba tomarlo para verlo. El canto dorado brillaba como un lingote de oro recién salido de Fort Knox, y la encuadernación en tafilete había adquirido un color rojo rubí y pulsaba con luz, como un carbón encendido. Sentía curiosidad por ver cómo brillaban las tintas, así que tomé el volumen —que parecía tan vivo en mis manos como un pequeño animal— y lo abrí al azar.
Tenía razón. Los diferentes colores de las tintas eran tan vividos y recios como kudzú y parecían como si hubieran sido grabados en las gruesas páginas color crema. Por inquietantes que fueran esos cambios, sin embargo, habían dado como resultado un manuscrito realmente hermoso, una obra maestra en su clase. Y aunque sabía que tenía que ser una copia manuscrita moderna, también parecía haber recuperado algunas de sus características medievales. La mayoría de las páginas no estaban totalmente en árabe; se habían vuelto macarrónicas. Hacia las páginas finales unas pocas palabras en inglés salpicaban la escritura oriental.
Oh, no.
Mientras Al Azif estuviera escrito en árabe era relativamente inofensivo. La mayoría de la gente sería incapaz de leer los conjuros y los encantamientos y el conocimiento que podía encontrarse allí y que era…, bien, el epíteto tradicional es inexpresable, y es exactamente descriptivo. Ciertamente no podría expresar su contenido, aunque fuera capaz de leerlo.
Volví al principio. Las primeras líneas que encontré en la primera página eran estas:
Sabiamente dijo Ibn Mushacah que feliz es la tumba donde no yace ningún mago, y feliz la ciudad por la noche cuyos magos son todos cenizas. Porque el espíritu del ligado al diablo surge no de la arcilla de su sepultura sino que alimenta e instruye al mismo gusano que roe. Entonces surge una horrible vida de la corrupción y alimenta de nuevo a los carroñeros designados sobre la tierra. Se cavan grandes agujeros ocultos donde están los poros abiertos de la tierra, y han aprendido a caminar cosas que deberían arrastrarse.
Cerré la tapa de golpe. Aquellas frases tenían el auténtico hedor del Necronomicón. No se necesita ser un experto sobre los versos de Alhazred para reconocer su estilo y su temática.
Había leído de aquellas páginas más de lo que nunca deseé leer, pero aún así abrí de nuevo el volumen, hacia la mitad, para confirmar mi hipótesis. Tenía razón: Al Azif se estaba traduciendo a sí mismo al inglés, poco a poco. Solo había salpicaduras de inglés en las últimas páginas; las primeras eran inglés de arriba abajo; las páginas centrales medio árabe, medio inglés. Podía leer frases, pero no párrafos enteros. Podía leer claramente: «moran en los áditos más internos», luego seguía la encantadora caligrafía árabe. Algunos de los pasajes que pude comprender eran esos:
Yog-Sothoth conoce la puerta; en el Golfo los propios mundos están hechos de sonidos; los inciertos horrores de la Tierra: la la la. ¡Shub-Niggurath!
Nada sorprendente, y nada con lo que deseara enfrentarme.
Pero comprendía lo que había ocurrido. Cuando había dejado tan descuidadamente que este ejemplar de Al Azif entrara en contacto con la poesía de Milton, aprovechó la oportunidad de emplear el lenguaje de Milton en la tarea de traducirse a sí mismo. Con un simple acto irreflexivo, yo le había proporcionado al —llamémosle maldito o inexpresable o enloquecedor, llamémosle con el adjetivo amenazador que quieran— Necronomicón vida y habla, y vi el potencial de daño que había puesto en movimiento.
Metí el volumen en mi endeble caja fuerte, cerré de golpe la puerta e hice girar el dial. Puse el cartel de cerrado en la puerta de la tienda, llamé a mi esposa, Helen, para decirle que no iba a ir a casa, y monté guardia como un centinela militar. No abandonaría mi puesto, decidí, hasta que regresara tío Alvin a rescatarme a mí y a todo el resto del mundo de un delgado libro escrito hacía siglos por un poeta que hubiera debido pensárselo dos veces antes de hacerlo.
Mi determinación no flaqueó.
Tan pronto como tío Alvin puso sus ojos en mí el domingo por la mañana supo que algo había ido mal.
—Ha escapado, ¿verdad? —dijo, mirándome fijamente al rostro—. Al Azif ha aprendido inglés.
—Entra —le dije. Cuando hubo entrado, miré arriba y abajo de la desierta calle, luego cerré firmemente la puerta y conduje a mi tío por el brazo hasta la oficina.
Miró al escritorio, a las arrugadas bolsas de papel marrón que habían contenido mis comidas y a las docenas de vasos de plástico vacíos. Asintió.
—Montaste guardia. Eso fue una buena idea. ¿Dónde está el volumen ahora?
—En la caja fuerte —dije.
—¿Qué hay dentro con él?
—Nada. Lo retiré todo.
—¿No hay dinero en la caja?
—Solo el libro que me trajiste.
—Eso está bien —dijo—. ¿Sabes lo que ocurriría si este ejemplar fuera puesto en contacto con papel moneda?
—Probablemente envenenaría toda la economía de la nación —dije.
—Cierto. Todo el dinero en todas partes de los Estados Unidos se volvería falso.
—Pensé en eso —dije—. Tienes que concederme algo de crédito. De hecho, esto nunca hubiera pasado si me hubieras dado una advertencia más clara.
—Tienes razón, Robert, estoy seguro. Pero temí que pensaras que solo me estaba burlando de ti. Y luego pensé que tal vez experimentaras con él solo para ver lo que ocurría.
—No yo —dije—. Soy un ciudadano responsable. El Necronomicón es algo demasiado poderoso para jugar con él.
—Vamos a echarle una mirada —indicó.
Abrí la caja fuerte y saqué el volumen. Su aspecto externo no había cambiado, por todo lo que podía decir. El tafilete color rubí era intenso como una piel de leopardo, y el borde dorado y la estampación en oro brillaban como un tesoro de cuento de hadas.
Cuando se lo tendí a tío Alvin, no se molestó en mirar el exterior del libro, sino que pasó inmediatamente a las últimas páginas. Alzó las cejas sorprendido, luego empezó a leer en voz alta:
—«La cosa que se arrastraba por la noche, el mal que desafió el Signo de los Ancianos, La Horda que monta guardia en el secreto portal que se sabe que tiene cada tumba y que medra de lo que crece en sus ocupantes: Toda esa Oscuridad es menor que El Que Guarda el Portal…».
—Para, tío Alvin —exclamé—. Es mejor que no leas esto en voz alta. —Tenía la impresión de que se había hecho oscuro en mi pequeña oficina y de que un cierto helor había entrado en la habitación.
Cerró el libro y lo miró con expresión desconcertada.
—Por Dios —exclamó—, esta es una sintaxis peculiar. ¿De qué se ha estado alimentando Al Azif?
—Milton —respondí.
—Ah, Milton —dijo, y asintió de nuevo—. Hubiera debido reconocer ese vocabulario.
—Ha envenenado todas las obras de Milton —dije.
—¿De veras? Déjame ver.
Tomé uno de los ejemplares del escritorio y se lo tendí.
Lo abrió y, sin mostrar ninguna expresión, preguntó:
—¿Cómo sabes que este libro es Milton?
—Traje todos mis ejemplares aquí y los apilé en el escritorio. He temido mirarlos desde hace dos días, pero sé que estás sosteniendo una edición bastante cara de la obra poética de Milton.
Giró el libro abierto hacia mí. Las páginas estaban en blanco.
—Demasiado tarde.
—Ha devorado todas las palabras —murmuré. Mi corazón se hundió. Intenté recordar un verso de Milton, incluso una frase o una palabra característica. Nada acudió a mi mente.
—Bueno, quizá no devorado —dijo tío Alvin—. Usado, diría más bien. Absorbido sería un término más exacto.
—No más Milton en el mundo… ¿Cómo voy a poder seguir viviendo, sabiendo que soy responsable de la desaparición de toda la obra de Milton?
—Quizá no tengas que hacerlo —respondió—. No si nos apresuramos y la traemos de vuelta.
—¿Cómo podemos hacer eso? Al Azif… se la ha tragado entera —gemí.
—De modo que debemos conseguir que esta maldita cosa restablezca los poemas, los vomite para nosotros, de la forma que la ballena vomitó a Jonás entero y salvo.
—No comprendo.
—Debemos hacer que este manuscrito retire sus poderes —dijo—. Si podemos reducirlo a su anterior estado de debilidad, a la forma en que estaba cuando lo encontré en Columbia, las obras de John Milton reaparecerán en las páginas…, y en las mentes de los hombres.
—¿Cómo lo sabes?
—No pensarás que esto ha ocurrido por primera vez, ¿verdad? Ha sido un acontecimiento tan recurrente que se han diseñado procedimientos de restauración que se siguen de una manera tradicional…, casi ritual.
—¿Quieres decir que se han perdido otros autores y luego han sido recuperados?
—Por supuesto.
—¿Quiénes?
—Bueno, por ejemplo, las obras de todos los escritores de los mitos de Cthulhu se han perdido a los poderes de los dioses malignos que describen. Historias y poemas y novelas de Derleth, Long, Price y Smith han tenido que ser todas recuperadas. Las obras de Lovecraft han entrado en el dominio de Al Azif al menos una docena de veces. Por eso su obra está tan poderosamente impregnada por esa extraña y siniestra atmósfera. Ha adquirido parte de la tenebrosidad de su temática.
—Nunca había pensado en ello, pero tiene sentido. ¡Así que hay procedimientos de restauración!
—Son muy sencillos —dijo—. Monta guardia aquí mientras voy a mi coche.
Me entregó el libro y lo deposité en el borde del escritorio, muy lejos de cualquier otra materia escrita. No podía dejar de pensar que si tío Alvin conseguía derrotar los poderes de Al Azif y rescatar las obras rehenes de Milton, estos momentos representaban mi última oportunidad de leer esa gran rareza bibliográfica. Y simplemente como objeto físico era invitador: El reluciente color rojo de la encuadernación ofrecía un placer al tacto que era casi como la piel de una mujer, y ya sabía cómo brillaba la tinta en las aterciopeladas páginas blancas. El Necronomicón parecía respirar suavemente allí en el escritorio, como si estuviera dormitando tan pacíficamente como un gato.
No lo pude resistir. Lo tomé y lo abrí por una página más o menos a la mitad. La seductora tinta rosa persa pareció emanar un perfume alrededor del pareado que iniciaba el fragmento de texto: «No hay muerto que pueda vivir eternamente, y a lo largo de extraños eones incluso la muerte puede morir». Una gran mosca verde se había posado en la brillante inicial que empezaba la siguiente frase, frotándose las patas delanteras y gozando de la tinta que brillaba tan fresca y brillante como una gota de sangre recién derramada. La aparté ausentemente con la mano, y trazó círculos perezosamente hacia el techo.
—No hay muerto…
Las líneas cantaron hipnóticamente en mis oídos, en mi cabeza, y empecé a pensar en cómo ansiaba secretamente poseer este volumen, en cómo en realidad había ardido en deseos de poseerlo desde hacía mucho tiempo, y en cómo mi ridículo tío Alvin con su rostro de conejo era el único obstáculo en mi camino hacia…
—No, no, Robert —dijo tío Alvin desde la puerta—. Cierra el libro y déjalo sobre el escritorio. Estamos aquí para romper el poder del libro, no para ceder a sus conjuros.
Lo cerré de golpe y lo dejé sobre el escritorio.
—Huau —dije—. Huau.
—Es infernal, ¿no? —reconoció, complaciente—. Pero pronto lo tendremos dominado.
Depositó la caja de metal que antes había transportado el libro y la abrió. Luego depositó el Necronomicón dentro y extrajo de una bolsa de papel marrón que llevaba bajo el brazo un pequeño libro encuadernado en tela negra, y colocó este segundo libro encima del otro y cerró la caja de metal con una llave que sacó de su llavero. Observé que el libro negro no ostentaba ningún título ni en la cubierta ni en el lomo.
—¿Qué es lo que estamos haciendo ahora? —pregunté.
—La inescapable naturaleza de este libro es canibalizar otros escritos —dijo—. Alimentarse de ellos a fin de sustentar sus repulsivos propósitos. Si se halla en contacto con otra obra, entonces debe intentar alimentarse; no puede impedirlo. El método para derrotarlo es colocar con él un libro de naturaleza tan adamantina, tan resistente al perverso cambio, a las perversas fuerzas de la oscuridad, que el Necronomicón malgaste todas sus fuerzas en este objeto y en su agotamiento devuelva las obras que había consumido antes. Simplemente se desgasta, y con ello lo que antes había desaparecido reaparece.
—¿Estás seguro? —pregunté—. Parece un poco demasiado simple.
—No es en absoluto simple —dijo—. Y es efectivo. Si abres uno de tus ejemplares de Milton, tendríamos que poder ver las palabras impresas regresar a sus páginas.
—De acuerdo —dije, y abrí uno de los libros de páginas blancas casi por el principio.
—El proceso es totalmente silencioso —dijo—, pero eso es engañoso. Dentro de la caja se está produciendo un terrible debatir.
—¿Cuál es el libro inconquistable que has metido con él?
—Nunca lo he leído —dijo—, porque no soy digno de ello. Todavía no. Es un gran libro sagrado escrito por un santo. Pero el hombre que lo escribió no sabía que era santo y no pensaba en escribir un libro. Está lleno de sabiduría celestial y luz excelsa, pero leerlo requiere muchos años de disciplina espiritual y purificaciones rituales. Para leer un libro así uno tiene que volverse sagrado antes.
—¿Cuál es su título?
—Algún día, pronto, cuando haya cumplido con un mayor número de los estadios necesarios de disciplina, podré pronunciar el título en voz alta —me dijo—. Hasta entonces no debo.
—Me alegra saber que hay un libro así en el mundo —murmuré.
—Sí —admitió—. Y ahora deberías ver si Milton nos está siendo restaurado.
—Sí —dije con alegría—. Las palabras están empezando a reaparecer. Espera un segundo mientras busco nuestro poema de control. —Hojeé rápidamente hasta hallar el soneto XIX y leí en voz alta:
Cuando pienso en cómo se ha gastado mi luz
antes de la mitad de mis días…
—¿Por qué te detienes? —preguntó.
—Es esa maldita mosca verde engorrosa de nuevo. —Agité la mano ante la página—. ¡Lárgate! —dije.
La mosca se alzó del libro en un lento círculo, zumbó por la oficina durante un momento, y luego se marchó a través de la ventana abierta al lado de una estantería rota.
—Tendrías que poner una mosquitera en esa ventana —dijo tío Alvin. Arrugó la nariz, se rascó una oreja.
—Necesito hacer un montón de cosas en esta vieja tienda —admití—. Veamos ahora, ¿qué es lo que tenemos? —Hallé el lugar en la página y empecé de nuevo:
Cuando pienso en cómo se ha gastado mi luz
antes de la mitad de mis días, en este oscuro y ancho túmulo,
—Espera un momento —dijo mi tío—. ¿Cuál fue esa última palabra?
Miré.
—Túmulo —dije.
Sacudió la cabeza.
—No es correcta.
—No, no lo es —confirmé—. Al principio no vi que no lo era porque la mosca la cubría, la misma vieja mosca que se estaba paseando por la tinta del Necronomicón.
—Una transmisora —dijo lentamente—. Está transmitiendo el veneno que contrajo de la tinta.
Nos miramos, y cuando la comprensión se me hizo clara exclamé:
—¡La mosca!
Entonces, justo como si hubiéramos ensayado el movimiento, corrimos como un solo hombre a la ventana.
Pero ahí fuera en la soñolienta mañana dominical del sur había incontables e indistinguibles moscas verdes, alimentándose, excretando, apareándose.