El Inimaginable
Bruce Sterling
Desde las Conversaciones sobre Armas Estratégicas a principios de los años setenta, la política de los soviéticos había sido mantenerse en su propio territorio tanto como permitieran las negociaciones…, temerosos, suponían los norteamericanos, de nuevas formas de escuchas técnicas.
La cabaña Baba Yaga del doctor Tsyganov se agazapaba cautelosa en medio del meticulosamente cortado césped suizo. El doctor Elwood Doughty recogió su mano de cartas y miró por la ventana de la cabaña. Asomando justo por encima del alféizar se veía la gran rodilla escamosa de una de las seis patas de pollo gigantes de la cabaña, un monstruoso miembro articulado del diámetro de una toma de agua urbana. Mientras Doughty miraba, la rodilla de pollo se dobló nerviosa, y la cabaña se agitó alrededor de ellos, se alzó con un mareante bamboleo y luego se posó de nuevo con un chirriar de madera y un rumor de apretado bálago.
Tsyganov se descartó, tomó dos cartas del mazo y las examinó, con sus taimados ojos azules ensombrecidos por los grasientos mechones de un largo pelo canoso. Se mesó su descuidada barba con unas uñas profesionalmente orladas de negro.
Doughty, ante su complacida sorpresa, tenía un flux de bastos. Cogiéndolos diestramente de encima del montón junto a su codo, depositó dos billetes de diez dólares.
Tsyganov examinó sus menguantes reservas de efectivo con una expresión de fatalismo eslavo. Gruñó, se rascó, luego tiró sus cartas boca arriba encima de la mesa. Muerte. La torre. El dos, tres y cinco de oros.
—¿Ajedrez? —sugirió, levantándose.
—En otra ocasión —dijo Doughty. Aunque, por razones de seguridad, carecía de cualquier rango oficial en el mundo del ajedrez, Doughty era de hecho un experto estratega en ajedrez, particularmente fuerte en el final del juego. Allá en las maratonianas sesiones del 83, él y Tsyganov habían deslumbrado a sus magos compañeros de armas con un improvisado torneo que duró casi cuatro meses, mientras el equipo aguardaba (infructuosamente) algún movimiento en los encallados acuerdos de verificación. Doughty no podía vencer al realmente dotado Tsyganov, pero había llegado a conocer y comprender el flujo de los pensamientos de su oponente.
Sobre todo, sin embargo, Doughty había concebido una vaga aversión hacia el apreciado ajedrez personal de Tsyganov, que había sido diseñado sobre el tema de Rojos contra Blancos de la Guerra Civil rusa. Los pequeños peones animados emitían pequeños pero más bien terribles chillidos de angustia cuando eran avasallados por los alfiles del comisario y los caballos cosacos.
—¿En otra ocasión? —murmuró Tsyganov, abriendo un pequeño mueble bar y sacando una botella de vodka Stolichnaya. Dentro del frigorífico, un pequeño demonio del hielo sobrecargado de trabajo brillaba en la trampa de su serpentín refrigerante y escupía bocanadas de fría bruma—. No habrá muchas más oportunidades para nosotros, Elwood.
—No lo sé. —Doughty observó que la botella de vodka del ruso llevaba una etiqueta de exportación impresa en inglés. Había habido un tiempo en el que Doughty hubiera vacilado en aceptar una copa en los aposentos de un ruso. Traición en el vaso. Pociones subversivas. Aquellos tiempos parecían ya algo exótico.
—Quiero decir que esto acabará pronto. La apisonadora de la historia. Todo este asunto —Tsyganov hizo un gesto con su fibrosa mano, como si abarcara no solo Ginebra, sino todo un estado mental— se convertirá en un mero episodio histórico.
—Estoy preparado para eso —dijo Doughty firmemente. El vodka chapoteó en los lados de su vaso con un movimiento helado, oleoso—. Nunca me gustó esta vida, Iván.
—¿No?
—Lo hice por deber.
—Ah —sonrió Tsyganov—. ¿No por los privilegios de viajar?
—Me voy a ir a casa —dijo Doughty—. Definitivamente. Hay un lugar en las afueras de Fort Worth donde tengo intención de dedicarme a la cría de ganado.
—¿Allá en Texas? —Tsyganov pareció divertido, emocionado—. ¿El teórico de las armas de la línea dura convertido en un granjero, Elwood? ¿Eres un segundo Cincinato romano?
Doughty dio un sorbo a su vodka y examinó los iconos socialistas-realistas chapados en oro en las ásperas paredes de madera de Tsyganov. Pensó en su propia oficina, en el sótano del Pentágono. Relativamente cómoda, según los estándares de un sótano. Confortablemente enmoquetada, A unos pocos metros de los más importantes centros de poder militar del mundo. La Secretaría de Defensa. La Junta de Jefes de Estado Mayor. Las Secretarías del Ejército, la Marina, las Fuerzas Aéreas. El Director de la Investigación de Defensa y Necromancia. La Laguna. El Potomac, el monumento a Jeffeson. La vista del rosado amanecer por encima de la cúpula del Capitolio tras pasar toda una noche en vela. ¿Echaría en falta el lugar? No
—Washington, D.C., no es un lugar adecuado para educar un hijo.
—Ah. —Las cejas en pico de Tsyganov se agitaron—. He oído decir que finalmente te casaste. —Por supuesto, había leído el dossier de Doughty—. Y tu hijo, Elwood, ¿está fuerte y sano?
Doughty no dijo nada. Sería difícil retirar el tono de orgullo de su voz. En vez de ello, abrió su billetera de piel de basilisco curtida y le mostró al ruso un retrato de su esposa y de su hijo pequeño. Tsyganov se apartó el pelo de los ojos y examinó atentamente la fotografía.
—Ah —dijo—. El chico se te parece mucho.
—Es posible —dijo Doughty.
—Tu esposa —señaló educadamente Tsyganov— tiene un rostro realmente llamativo.
—Se llamaba Jeane Siegel antes de casarse. Pertenecía al personal del Comité de Relaciones Exteriores del Senado.
—Entiendo. ¿La intelligentsia de defensa?
—Editó Corea y la teoría de la guerra limitada. Está considerada como una de las primeras obras sobre el tema.
—Tiene que ser una madre excelente. —Tsyganov apuró su vodka y tomó una corteza de pan negro de centeno—. Mi hijo ya está crecido ahora. Escribe para la Heraturnaya Gazeta. ¿Viste su artículo sobre la cuestión de las armas iraquíes? Algunos desarrollos recientes muy serios relativos a la hinni islámica.
—Hubiera debido leerlo —dijo Doughty—. Pero me estoy saliendo del juego, Iván. Fuera mientras todo va bien. —El frío vodka estaba mordiendo su interior. Rio quedamente—. Van a darnos tijeretazo en los Estados. Retirarán nuestros fondos. Nos dejarán en los huesos, más allá de los huesos. «El dividendo de la paz». Todos desapareceremos. Como MacArthur. Como Robert Oppenheimer.
—«Me he convertido en la Muerte, el Destructor de Mundos» —citó Tsyganov.
—Sí —murmuró Doughty—. Fue una lástima que el pobre viejo Oppy tuviera que convertirse en la Muerte.
Tsyganov se examinó las uñas.
—¿Crees que habrá purgas?
—¿Perdón?
—Tengo entendido que los ciudadanos de Utah están demandando a vuestro gobierno federal. Por lo de las pruebas de armas, hace cuarenta años…
—Oh —dijo Doughty—. Las ovejas con dos cabezas y todo eso… Todavía hay quimeras y banshees merodeando por los antiguos lugares de pruebas. Allá en las Rocosas… No es un lugar donde ir durante la luna llena. —Se estremeció—. Pero ¿«purgas»? No. Las cosas no funcionan así entre nosotros.
—Hubieras debido ver las ovejas en los alrededores de Chernobil.
—«Ajenjo amargo» —citó Doughty.
—Ningún acto de servicio evita su castigo. —Tsyganov abrió una lata de un pescado oscuro que olía como arenque ahumado con especias—. ¿Y qué hay del Inimaginable, eh? ¿Qué precio habéis pagado por ese asunto?
La voz de Doughty fue llana, completamente seria.
—Llevamos nuestro peso en defensa de la libertad.
—No es la mejor de vuestras nociones norteamericanas, quizá. —Tsyganov ensartó un trozo de pescado de la lata con un tenedor de tres púas—. Contactar deliberadamente con una entidad absolutamente alienígena del abismo entre universos…, un semidiós ultrademoníaco cuya misma geometría es a todas luces una afrenta a la cordura…, esa Criatura de innombrables eones e inconcebibles dimensiones… —Tsyganov se palmeó los barbudos labios con una servilleta—. Esa odiosa Radiación que burbujea y blasfema en el centro de todo infinito…
—Te estás poniendo sentimental —dijo Doughty—. Debemos recordar las circunstancias históricas en que se tomó la decisión de desarrollar la Bomba Azathoth. Los majins y godzillas gigantes japoneses recorriendo Asia. Enormes escuadrones de juggernauts nazis lanzando su guerra relámpago sobre Europa…, y sus leviatanes submarinos haciendo presa en los barcos…
—¿Has visto alguna vez a un leviatán moderno, Elwood?
—Sí, vi uno… alimentándose. En la base de San Diego. —Doughty lo recordaba con toda claridad: el gran monstruo marino con sus aletas, las bolsas incrustadas de percebes en su enorme y acanalado vientre conteniendo una dormitante carga de horribles quimeras con alas de murciélago. A una orden de Washington, los demonios menores despertarían, se abrirían camino liberándose del vientre del monstruo, despegarían y volarían hasta sus blancos señalados con una despiadada exactitud y la velocidad de una tormenta. En sus garras aferraban triplemente sellados conjuros que podían abrir, por unos breves y horribles microsegundos, el portal entre universos. Y por un instante, la Radiación de Azathoth lo cruzaría. Y allá donde tocara su Color —allá donde su Inimaginable haz entrara en contacto con una sustancia terrestre—, la Tierra se ampollaría y burbujearía en una tortura cósmica. El mismo polvo de la explosión arrastraría consigo una contaminación ultraterrena.
—¿Y has visto probar alguna vez la bomba, Elwood?
—Solo bajo tierra. Las pruebas atmosféricas se efectuaron todas antes de mi época.
—¿Y qué me dices de los residuos venenosos, Elwood? De debajo de los ciclópeos muros de nuestras docenas de centrales de energía…
—Nos ocuparemos de eso. Los enviaremos al abismo del espacio, si es necesario. —Doughty ocultó su irritación con un esfuerzo—. ¿Adónde quieres llegar?
—Estoy preocupado, amigo mío. Temo que hayamos ido demasiado lejos. Tú y yo hemos sido hombres responsables. Hemos trabajado en el servicio como líderes responsables. Han transcurrido cincuenta largos años, y ni una sola vez ha sido desencadenada la furia del Inimaginable. Pero hemos trasteado con lo Eterno en persecución de fines mortales. ¿Qué son nuestros lamentables cincuenta años en comparación con los eones de los Grandes Antiguos? Ahora parece que vamos a librarnos de nuestros locos usos de este terrible conocimiento. Pero ¿estaremos limpios para siempre?
—Eso es un reto para la próxima generación. Yo he hecho lo que he podido. Solo soy mortal. Acepto eso.
—No creo que podamos dejarlo. Está demasiado cerca de nosotros. Hemos vivido n su sombra demasiado tiempo, y ha tocado nuestras almas.
—Ya he pasado de eso —insistió Doughty—. Mi trabajo está hecho. Y estoy cansado de la carga. Estoy cansado de intentar elaborar temas, e imaginar horrores, y sentir miedos y tentaciones, que están más allá de los límites humanos de la sana contemplación humana. Me he ganado mi retiro, Iván. Tengo derecho a una vida humana.
—El Inimaginable te ha tocado. ¿Puedes poner realmente eso a un lado?
—Soy un profesional —dijo Doughty—. Siempre he tomado las precauciones necesarias. Los mejores exorcistas militares se han ocupado de mí…, estoy limpio.
—¿Puedes saberlo?
—Son lo mejor que tenemos; confío en su opinión profesional… Si encuentro de nuevo la sombra en mi vida, la echaré a un lado. La cortaré de raíz. Créeme, conozco el tacto y el olor del Inimaginable; nunca volverá a poner un pie en mi vida… —Un alegre campanilleo brotó del bolsillo derecho de los pantalones de Doughty.
Tsyganov parpadeó, luego dijo:
—Pero ¿y si descubres que simplemente está demasiado cerca de ti?
El bolsillo de Doughty sonó de nuevo. Se puso en pie con aire ausente.
—Me conoces desde hace años, Iván —dijo, rebuscando en su bolsillo—. Puede que seamos hombres mortales, pero siempre estamos preparados para dar los pasos necesarios. Estamos preparados. No importa lo que cueste.
Doughty sacó un amplio cuadrado de seda impresa con un pentagrama de su bolsillo, lo abrió con un floreo.
Tsyganov se sobresaltó.
—¿Qué es eso?
—Un teléfono portátil —dijo Doughty—. Uno de los últimos artilugios de moda… Siempre llevo uno encima ahora.
Tsyganov se mostró escandalizado.
—¿Has traído un teléfono a mis aposentos privados?
—Maldita sea —dijo Doughty con genuina contrición—. Discúlpame, Iván. Olvidé que llevaba esta cosa conmigo. Mira, no responderé la llamada aquí. Me marcharé. —Abrió la puerta, descendió los escalones de madera a la hierba y a la luz del sol suizas.
Detrás de él, la cabaña de Tsyganov se alzó sobre sus monstruosas patas de pollo y echó a andar…, bamboleándose, le pareció a Doughty, con una especie de ofendida dignidad. En la ventana de la cabaña que se retiraba divisó brevemente a Tsyganov, medio escondido, incapaz de contener su curiosidad. Teléfonos portátiles. Otro avance técnico del inventivo Occidente.
Doughty alisó la campanilleante seda encima de una mesa de hierro sobre el césped y murmuró una Palabra de poder. Una imagen brotó chispeante encima del pentagrama…, la cabeza y los hombros de su esposa.
Supo al instante por su expresión de que había malas noticias.
—¿Jeane? —inquirió.
—Se trata de Tommy —dijo ella.
—¿Qué ha ocurrido?
—Oh —exclamó ella, con quebradiza claridad—, nada. Nada que tú puedas ver. Pero han llegado las pruebas del laboratorio. Los exorcistas…, dicen que está contaminado.
Los cimientos de la vida de Doughty se hundieron rápida y silenciosamente.
—Contaminado —dijo con voz carente de expresión—. Sí… Te he oído, querida…
—Vinieron a casa y lo examinaron. Dicen que es monstruoso.
Ahora la furia se apoderó de él.
—Monstruoso. ¿Cómo pueden decir eso? ¡Solo es un bebé de cuatro meses! ¿Cómo demonios pueden saber que es monstruoso? ¿Cómo demonios lo saben realmente? Una multitud de doctores brujos en sus torres de marfil…
Su esposa estaba llorando abiertamente ahora.
—¿Sabes qué han recomendado, Elwood? ¿Sabes lo que quieren que hagamos?
—No podemos… simplemente echarlo a un lado —dijo Doughty—. Es nuestro hijo.
Hizo una pausa, inspiró profundamente, miró a su alrededor. Un cuidado césped, unos soleados árboles. El mundo. El futuro.
Un pájaro pasó aleteando por encima.
—Pensemos en esto —dijo—. Pensemos atentamente en esto. ¿Hasta qué punto es monstruoso exactamente?