Los Barrens
F. Paul Wilson
1. EN BUSCA DE UN DEMONIO
Hoy disparé contra mi contestador. Tomé la vieja calibre doce que me dejó mi padre y lo hice saltar a piezas. Fue un gesto estúpido e inútil, lo sé, pero ilustra mi presente estado mental, creo.
Y me sentí bien. De no ser por un contestador, mi vida sería completamente distinta ahora. No hubiera respondido a la llamada de Jonathan Creighton. Ahora sería menos sabia pero mucho, mucho más feliz. Y todavía tendría algo parecido al orden y al significado en mi vida.
Me dejó un mensaje muy inocente:
—¡La oficina de Kathleen McKelston y Asociados! ¡Suena como un gran negocio! ¿Cómo van las cosas, Mac? Soy Jon Creighton. Voy a estar en tu zona a finales de esta semana y me gustaría verte. Almuerzo o cena…, lo que te vaya mejor. Llámame. —Y dejó un número con el código de zona 212.
Tan simple, tan directo, sin dar el menor indicio de adonde conduciría.
Te abres camino en la vida día tras día, aprendiendo cómo jugar al juego, labrándote tu nicho, haciéndote un lugar. Tienes algo de buena suerte, algo de mala suerte, a veces te haces tu propia suerte, y a lo largo del camino empiezas a pensar que has imaginado algunas de las respuestas…, no todas, por supuesto, pero sí las suficientes para hacerte sentir que has aprendido algo, que diriges tu propia vida y que tal vez seas capaz de conseguir algo decente de ella. Empiezas a pensar que estás al control. Luego aparece alguien como Jonathan Creighton y te lo destroza todo. No solo tus planes, tus esperanzas, tus sueños, sino todo, incluyendo tu sentido de lo que es real y lo que no.
No había sabido nada de él ni sobre él desde la universidad, y había pensado en él tan solo ocasionalmente hasta aquel día a principios de agosto cuando llamó a mi oficina. Intrigada, le devolví la llamada y establecimos una fecha para ir a almorzar.
Ese fue mi primer error. Si hubiera tenido el más ligero indicio de adónde me iba a conducir aquel simple almuerzo con un viejo amante de la universidad, hubiera colgado bruscamente el teléfono y hubiera huido a Europa, o a Oriente, a cualquier parte donde no estuviera Jonathan Creighton.
Nos conocimos como alumnos de primer año en la Universidad Rutgers allá en los sesenta. Quizá ambos captamos señales subliminales —por aquellos días lo llamábamos «vibraciones»— que nos dijeron que compartíamos una educación rural. No vestíamos así, ni actuábamos así ni sentíamos así, pero éramos una pareja de rústicos de Jersey. Yo venía de la zona de Pemberton, Jon de otra zona rural, pero en Nueva Jersey, cerca de un lugar llamado Gilead. Pese a este vínculo éramos dos polos opuestos en casi todo lo demás. Todavía me asombra que congeniáramos. Yo estaba orientada hacia mi carrera, mientras que Jon era…, bueno, era una centella. Se ganó el nombre de Loco Creighton, y vivía todos los días de acuerdo con él. Nunca se mantenía interesado en una cosa el tiempo suficiente como para permitir que los demás lo alcanzaran. Siempre había saltado a la Siguiente Cosa Nueva antes de que la multitud se hubiera orientado hacia ella, siempre estaba metido en lo exótico y esotérico. Buscando la Verdad, decía.
Y, como ocurre tan a menudo con la gente que es incompatible en tantos sentidos, nos hallamos irresistibles el uno al otro y caímos locamente enamorados.
El segundo año hallamos un apartamento fuera del campus y nos mudamos allí juntos. Él fue mi primera aventura, y no fue en absoluto una aventura tranquila. Leía los extraños libros que él encontraba y compartía sus extraños horarios, pero me mostré firme cuando llegamos a los grabados Pickman. Había algo profundamente inquietante en aquellas pinturas que iba más allá de sus horrendos temas. Jon no discutió conmigo al respecto. Se limitó a sonreír tristemente a su manera condescendiente, como si se sintiera decepcionado de que yo no comprendiera, y los enrolló de nuevo y los guardó.
Lo que nos mantenía unidos —al menos durante el año que estuvimos juntos— era nuestra devoción a la autonomía personal. Pasamos semanas enteras de noches hablando acerca de cómo debíamos tomar el control completo de nuestras propias vidas, y realizando auténticos brainstormings acerca de cómo íbamos a realizarlo. Ahora parece estúpido, pero aquello eran los años sesenta, y por aquel entonces hablábamos realmente de ese tipo de cosas.
Duramos juntos el segundo año y luego nos separamos. Hubiera podido seguir más tiempo si Creighton no se hubiera enredado con drogas. Aquello era el camino hacia la pérdida de toda autonomía en lo que a mí se refería, pero Creighton decía que no puedes ser libre hasta que averiguas qué es real. Y si las drogas podían revelar la Verdad, tenía que probarlas. Lo cual era mierda de hippie en lo que a mí se refería. Después de eso, raras veces volvimos a encontrarnos. Él acabó viviendo fuera del campus durante su último año. De alguna forma consiguió graduarse en antropología, y eso fue lo último que supe de él.
Pero eso no significa que no hubiera dejado en mí su marca.
Supongo que soy lo que ustedes llamarían una feminista. No pertenezco a ningún movimiento y no desfilo por las calles, pero no dejo que nadie deje las huellas de sus pies en mi espalda simplemente porque soy mujer. Creo en mí misma, y supongo que le debo algo de esto a Jonathan Creighton. Siempre me trató como a un igual. Nunca hizo un tema de discusión de ello, era simplemente algo implícito en su actitud que yo era inteligente, competente, merecedora de respeto, capaz de desenvolverme por mí misma. Eso me ayudó a modelarme. Y siempre lo respetaré por ello.
El almuerzo. Elegí Rosario’s en el lado de Point Pleasant Beach en la Manasquan Inlet, no tanto por su comida como por la vista. Creighton se retrasó, y eso no me sorprendió terriblemente. No me importó. Me tomé un chablis y contemplé los botes regresar de sus medios días de pesca. Entonces una voz con ecos de familiaridad quebró mis pensamientos.
—Bien, Mac, veo que no has cambiado mucho.
Me volví y me quedé impresionada por lo que vi. Apenas reconocí a Creighton. Siempre había sido delgado hasta el punto de la demacración. ¿Era posible que aquella regordeta, barbuda, casi querúbica figura que estaba ahora de pie delante de mí fuera…?
—¿Jon? ¿Eres tú?
—En carne y hueso —dijo, y abrió los brazos.
Nos abrazamos brevemente, luego ocupamos nuestras sillas en una mesa junto a la ventana. Mientras se embutía en el otro lado de la mesa, llamó a la camarera y señaló mi vaso.
—Dos Lites para mí y otro de esos para ella.
A primera vista pensé que el peso extra de Creighton le hacía parecer más saludable por primera vez en su vida. Su pelo todavía era denso y castaño oscuro, pero pese a sus redondeadas y rosadas mejillas sus ojos estaban hundidos y brillaban demasiado. Parecía jovial, pero capté un hosco matiz de fondo. Me pregunté si todavía estaba enganchado en las drogas.
—Casi un cuarto de siglo desde que estuvimos juntos —dijo—. Resulta difícil de creer que haya pasado tanto tiempo. Parece como si los años hubieran sido muy considerados contigo.
En cuanto a mi aspecto, supongo que es cierto. No me tiño el pelo, de modo que hay mi poco de gris mezclado con el rojo. Pero siempre he tenido un rostro joven. No llevo maquillaje: con mi color natural y mis pecas no lo necesito.
—Y contigo.
Lo cual no era realmente cierto. Su camisa de cuello abierto estaba ajada y parecía como si fuera la tercera vez que la llevaba desde que había sido lavada por última vez. Su chaqueta de sport de tweed estaba desgastada en los codos y era dos tallas demasiado pequeña para él.
Transcurrimos las copas, los aperitivos y la mayor parte de los entrantes contándonos nuestras vidas. Le hablé de mi pequeña firma de contabilidad, de mi matrimonio, de mi reciente divorcio.
—¿Hijos?
Negué con la cabeza. El matrimonio se había agriado, el divorcio había sido una pesadilla. Deseaba olvidar el tema.
—Ya hay bastante de mí —dije—. ¿Qué has estado haciendo tú?
—¿Lo creerías si te digo psicología clínica?
—No —dije, demasiado impresionada para mentir—. No lo creería.
El Jonathan Creighton que conocía era tan excéntrico, tan fuera de los caminos trillados, tan absorto en sí mismo, que no podía imaginarlo como psicoterapeuta. Jonathan Creighton ayudando a otra gente a recomponer sus vidas…, era casi para echarse a reír.
Sin embargo fue él quien se rio…, alegremente además.
—Sí. Resulta difícil de creer, pero conseguí un máster, y luego una licenciatura. Y me establecí profesionalmente.
Su voz murió.
—Estás usando el pasado —dije.
—Exacto. No funcionó. Nunca llegué a despegar. Pero en realidad el problema estaba dentro de mí. Usaba una forma de terapia de la realidad, pero nunca funcionó como debiera. Y finalmente me di cuenta de por qué: No sé, realmente no sé, lo que es la realidad. Nadie lo sabe.
Aquello me sonaba demasiado familiar. Intenté aligerar las cosas antes de que se volvieran demasiado densas.
—¿No dijo alguien una vez que la realidad es lo que te hace tropezar cuando caminas por ahí con los ojos cerrados?
La sonrisa de Creighton mostró un toque de la vieja condescendencia que tanto enfurecía a algunas personas.
—Sí, supongo que alguien diría algo así. De todos modos, decidí salirme de aquello y ver si podía descubrir lo que era realmente la realidad. Viajé mucho. Terminé en un lugar llamado la Universidad Miskatonic. ¿Has oído hablar alguna vez de ella?
—Está en Massachusetts, ¿no?
—Esa es. En una pequeña ciudad llamada Arkham. Me uní al departamento de antropología de allí…, esa era mi especialización antes de graduarme, después de todo. Pero ahora he abandonado la vida académica para escribir un libro.
—¿Un libro?
Aquello estaba empezando a sonar como una vida más bien descoyuntada. Pero eso no hubiera debido sorprenderme.
—¡Vaya trato! —dijo, con los ojos brillantes—. ¡He conseguido subvenciones de Rutgers, Princeton, La Sociedad de Folklore Norteamericano, la Sociedad Histórica de Nueva Jersey y media docena de otras, solo por escribir un libro!
—¿Acerca de qué?
—De los orígenes de los relatos folklóricos. Voy a seleccionar unos cuantos y rastrearlos hasta sus raíces. Aquí es donde entras tú.
—¿Oh?
—Voy a dedicar un capítulo significativo al Demonio de Jersey.
—Se han escrito libros enteros acerca del Demonio de Jersey. ¿Por qué deberías…?
—Quiero las auténticas fuentes, Mac. Todo el camino hasta el principio. Nada de segunda mano. Esto va a ser definitivo.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Eres una piney, ¿no?
El resentimiento llameó en mí. Aunque hoy en día la gente se describe a sí misma como «piney» con una cierta dosis de orgullo, e incluso he visto pegatinas en los parachoques de los coches alardeando «Poder Piney», algunos de nosotros todavía no podíamos evitar el erizarnos cuando un forastero decía aquello. Cuando era niña la palabra se usaba siempre como algo peyorativo. Como «escarbaalmejas» aquí en la costa. Palabras que desembocaban a menudo en peleas. Oficialmente se refería a los nativos multigeneracionales de la gran zona de los Pine Barrens que se extendía al sur de la Ruta 70 y descendía hasta el extremo inferior del estado. Siempre he odiado el término. Para mí era el equivalente a llamarle a alguien redneck, cuello rojo, esa palabra despectiva que se aplica a los patanes del sur que odian a los negros.
Lo cual, para ser honestos, no estaba muy lejos de la verdad. Los auténticos pineys son gente rural pobre, que a menudo cultiva huertos de hortalizas y hace trabajos serviles en los campos de fresas y los pantanos de arándanos, y de hecho muchos de ellos tienen el cuello rojo. Muchos carecen de educación, o como máximo poseen una educación primaria. Aquellos que pueden permitirse ir sobre ruedas conducen la prototípica camioneta con el soporte para el rifle en la ventanilla trasera. Incluso hablan con un acento que suena a sur. Son montañeses de Jersey. Palurdos campesinos en el corazón mismo del nordeste industrial del país. Anacronismos.
Pineys.
—¿Quién te dijo eso? —pregunté, con voz tan llana como me fue posible.
—Tú lo hiciste. Allá en la universidad.
—¿De veras?
Me impresionó ver cuánto me había alejado de mis raíces. Como una asustada, ingenua, humilde estudiante de primer año en Rutgers, probablemente me había referido a mí misma como una piney. Ahora nunca mencionaba la palabra, no refiriéndome a mí misma o a alguna otra persona. Era una mujer con educación universitaria; era una respetada profesional que hablaba con un neutro acento del nordeste. Nadie en sus cabales me consideraría una piney.
—Bueno, eso fue solo una broma —dije—. Las raíces de mi familia se remontan a los Pine Barrens, pero no soy en absoluto una piney. Así que dudo que pueda ayudarte.
—¡Oh, sí puedes! El nombre de McKelston es algo grande en los Barrens. Todo el mundo lo conoce. Tienes montones de familiares aquí.
—¿De veras? ¿Cómo lo sabes?
De pronto pareció avergonzado.
—Porque ya he estado varias veces en los Barrens. Nadie se me abrirá. Soy un forastero. No confían en mí. En vez de responder a mis preguntas, juegan conmigo. Dicen que no saben de qué estoy hablando pero que conocen a alguien que tal vez lo sepa, y me envían dando vueltas de un lado para otro. El mes pasado estuve perdido por ahí dos buenos días. Y créeme, me asusté. Pensé que nunca iba a encontrar la salida.
—No serías el primero. Mucha gente, muchos de ellos cazadores experimentados, se han metido en los Barrens y no han vuelto a ser vistos nunca. Será mejor que te quedes fuera.
Su mano se adelantó rápidamente a través de la mesa y aferró la mía.
—Tienes que ayudarme, Kathy. Todo mi futuro depende de esto.
Me sentí impresionada. Siempre me había llamado «Mac». Incluso en la cama allá en nuestros días universitarios nunca me llamó «Kathy». Solté suavemente la mano y dije:
—Vamos, Jon…
Se echó hacia atrás y miró a través de la ventana a los círculos que trazaban las gaviotas.
—Si hago esto bien, si hago algo realmente definitivo, puede que me admitan de vuelta en la Miskatonic, donde podré terminar mi tesis doctoral.
Me volví inmediatamente suspicaz.
—Creí que habías dicho que «abandonaste» la Miskatonic, Jon. ¿Por qué no puedes volver a ella sin eso?
—Irregularidades —dijo, aún sin mirarme—. A las viejas momias del departamento de antigüedades no les gustó adónde me estaban conduciendo mis investigaciones.
—Este asunto acerca de la «realidad».
—Sí.
—¿Te lo dijeron?
Ahora me miró.
—No con tantas palabras, pero pude adivinarlo. —Se inclinó hacia adelante. Sus ojos brillaban más que nunca—. Tienen libros y manuscritos guardados en enormes cajas fuertes allí, volúmenes únicos de tiempos que la mayoría de estudiosos considerarían prehistoria. Conseguí un pase, una falsificación, que me llevó a las bóvedas. Es increíble lo que tienen allí, Mac. ¡Increíble! Tengo que volver. ¿Me ayudarás?
Su intensidad era sorprendente. Y tentadora.
—¿Qué tendría que hacer?
—Solo acompañarme a los Pine Barrens. Solo unos pocos viajes. Si puedo usarte como referencia, sé que hablarán conmigo acerca del Demonio de Jersey. Después de eso, podré seguir solo. Todo lo que necesito son algunas respuestas directas de esa gente, y obtendré mis fuentes primarias. ¡Puede que consiga rastrear un mito folklórico hasta sus mismas raíces! Te concederé todo el crédito en el libro, te pagaré, lo que pidas, Mac, ¡pero no me dejes retorciéndome al viento!
Estaba positivamente frenético cuando terminó de hablar.
—Tranquilo, Jon. Tranquilo. Déjame pensar.
La temporada de los impuestos había terminado, y mi agenda para el verano estaba poco llena. Y aunque estuviera muy llena, ¿qué importaba? Francamente, el trabajo ya no era tan satisfactorio como lo había sido al principio. El desafío de superar los prejuicios y las dudas de la comunidad empresarial acerca de una mujer contable, la emoción de ir edificando una pirámide de clientes, todo aquello había terminado. Ahora la mayor parte del trabajo era rutina. Además, ya no tenía marido. Ni hijos que empujar hacia la edad adulta. Tenía que admitir que mi vida estaba más bien vacía en estos momentos. Y yo también. ¿Por qué no tomarme un poco de tiempo para inspeccionar mis raíces y ayudar al Loco Creighton a poner su vida sobre raíles, si era posible? En el trato quizá pudiera conseguir algo de perspectiva sobre mi propia vida.
—De acuerdo, Jon —dije—. Lo haré.
Los ojos de Creighton se iluminaron con auténtico placer, un resplandor distinto de la febril intensidad que había mostrado desde que se había sentado. Adelantó ambas manos hacia mí.
—¡Te besaría, Mac! ¡No puedo expresarte cuánto significa esto para mí! ¡No tienes ni idea de lo importante que es!
Tenía razón sobre eso. No tenía ni la más remota idea.
2. LOS PINE BARRENS
Dos días más tarde estábamos preparados para iniciar nuestra primera incursión a los bosques.
Creighton llevaba una chaqueta de safari cuando me recogió en un jeep Wrangler algo deteriorado con tracción a las cuatro ruedas.
—No nos encaminamos a África —le dije.
—Lo sé, pero me gustan los bolsillos. Pueden contener todo tipo de cosas.
Miré en el compartimiento posterior. Estaba sorprendentemente bien equipado. Observé un recipiente refrigerado para el agua, un cesto de comida, mochilas, y lo que parecían sacos de dormir. Esperé que no albergara ninguna idea romántica. Acababa de separarme de un hombre y no estaba buscando a otro, especialmente no a Jonathan Creighton.
—Te prometí ayudarte a mirar por ahí. No dije nada de acampadas.
Se echó a reír.
—Estoy de acuerdo contigo. Los Holiday Inn son mi idea más campestre para pasar la noche. Nunca he sido un boy scout, pero creo en estar preparado. Siempre me he perdido al menos una vez ahí dentro.
—Pero podemos hacer que no se repita. ¿Tienes una brújula?
Asintió.
—Y mapas. Incluso tengo un sextante.
—¿Sabes realmente cómo usarlo?
—Aprendí.
Recuerdo vagamente haberme sentido preocupada por el hecho de que llevara un sextante, sin saber exactamente por qué. Antes de que pudiera decir nada más, me lanzó las llaves.
—Tú eres la piney. Tú conduces.
—El Míster Macho de siempre. Entiendo.
Se echó a reír. Conduje.
Es fácil entrar en los Pine Barrens desde el norte por el condado de Ocean. Simplemente sigues la Ruta 70 y te encaminas al oeste. Aproximadamente a medio camino entre el océano Atlántico y Filadelfia, digamos, cerca de un lugar conocido como Ongs Hat, giras a la izquierda. Y le dices adiós con la mano al siglo XX y a la civilización tal como la conoces.
¿Cómo describir los Pine Barrens a alguien que nunca ha estado allí? En primer lugar, la zona es grande. Tienes que volar por encima con un avión pequeño para apreciar exactamente lo grande que es. Los Barrens recorren siete condados, ocupan una cuarta parte del estado, pero puesto que Jersey no es un estado grande, eso no lo dice todo. ¿Cómo suenan cinco mil kilómetros cuadrados? ¿O cuatrocientas mil hectáreas? Casi el tamaño del Parque Nacional Yosemite. ¿Les da esto una idea de su enormidad?
¿Cómo describir cómo es? Los mapas les darán un indicio. Observen un mapa de carreteras de Nueva Jersey. Si no tienen ninguno a mano, imaginen una bandeja ovalada de espagueti; ahora imaginen cuál es su aspecto después de que alguien haya devorado la mayor parte de los espagueti de la parte media de la mitad inferior, dejando solo unos pocos cruzando el expuesto fondo de la bandeja. Lo mismo con un mapa de densidad de población: un gran hueco en la mitad sur, donde se asientan los Pine Barrens. Nueva Jersey es el estado más densamente poblado de los Estados Unidos, con una media de seiscientas almas por kilómetro cuadrado. Pero los suburbios de la ciudad de Nueva York en el norte de Jersey hormiguean con veinticinco mil por kilómetro cuadrado. Después de tener en cuenta las multitudes a lo largo de la costa y en las ciudades y pueblos a lo largo del corredor interestatal del oeste, no queda demasiada gente que poder meter en los Pine Barrens. He oído hablar de una zona de más de cuarenta mil hectáreas —esto representa más o menos cuatrocientos kilómetros cuadrados— en la parte central sur de los Barrens con veintiún habitantes conocidos. Veintiún. Un ser humano por cada veinte kilómetros cuadrados en una zona que está en la ruta que cruza Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore y D.C.
Cuando giras y sales de una de las carreteras estatales o federales que cruzan los Barrens, sientes casi de inmediato el aislamiento. Los retorcidos pinos de doce metros de alto cierran tras de ti sus irregulares ramas y te aíslan suave pero efectivamente del resto del mundo. Apostaría que hay gente que ha vivido hasta su vejez en los Barrens que nunca ha visto una carretera asfaltada. Inversamente, no hay mapas topográficos completos de los Barrens porque hay vastas áreas que ningún ojo humano ha visto nunca.
¿Van captando el cuadro?
—¿Dónde empezamos? —preguntó Creighton mientras pasábamos junto a los pueblos de jubilados a lo largo de la Ruta 70. Aquel había sido un tramo vacío de carretera cuando yo era niña. Ahora era la Ciudad de las Arrugas.
—Empezaremos en la capital.
—¿Trenton? No quiero ir a Trenton.
—No la capital del estado. La capital de los pinos. Solía llamarse Shamong Station. Ahora se la conoce como Chatsworth.
Sacó su mapa y frunció los ojos en el índice.
—Oh, de acuerdo. Ya veo. En el centro mismo de los Barrens. ¿Es muy grande?
—Una verdadera megalópolis piney, amigo mío. Trescientas almas.
Creighton sonrió, y por uno o dos segundos pareció casi… inocente.
—¿Crees que podremos llegar allí antes de la hora punta?
3.JASPER MULLINER
Me mantuve en las carreteras principales, pasando de la 70 a la 72 y a la 563, y estuvimos allí en un abrir y cerrar de ojos.
—Aquí verás algo que no verás en ningún otro lugar de los Barrens —dije mientras bajaba por la calle principal de Chatsworth.
—¿Electricidad? —preguntó Creighton.
No alzó la vista del montón de mapas sobre sus rodillas. Había estado siguiendo nuestro avance sobre el papel, kilómetro a kilómetro.
—No. Césped. Hace años un cierto número de familias decidieron que querían hierba en sus patios delanteros. En esta zona no hay mantillo ni humus, por así decir; el suelo es en su mayor parte arena. Así que trajeron camiones de humus y plantaron algunos céspedes. Ahora tienen que cortarlos.
Pasé junto al almacén general y sus tres bombas de gasolina en la acera.
—Esso —dijo Creighton, leyendo el letrero encima de las bombas—. Eso lo dice todo, ¿no?
—Lo dice.
Seguimos hasta que llegamos a un solar arenoso ocupado por una casa remolque. No había césped allí.
—¿Quién vive aquí? —preguntó Creighton, doblando sus mapas mientras yo salía del Wrangler.
—Un viejo amigo de la familia.
Aquella era la casa de Jasper Mulliner. Era una especie de tío, por parte de mi madre, creo. Pero las distantes relaciones de sangre no son nada especial en los Barrens. Una enorme cantidad de gente está emparentada de una forma u otra. Algunos dicen que era descendiente del notorio bandido de los pinos, Joseph Mulliner. Jasper nunca lo había confirmado, pero nunca lo había negado tampoco.
Llamé a la puerta, preguntándome quién iba a responder. Ni siquiera estaba segura de que Jasper siguiera aún con vida. Pero cuando se abrió la puerta conocí de inmediato la vieja cabeza canosa que se asomó por la abertura.
—No vende usted nada, ¿verdad? —preguntó.
—Nada, señor Mulliner —dije—. Soy Kathleen McKelston. No sé si me recordará, pero…
Sus ojos se iluminaron al tiempo que su rostro se abría en una sonrisa sin dientes.
—¿La chica de Danny? ¿La que fue a la universidad y se licenció? ¡Claro que te recuerdo! ¡Pasa, entra!
Jasper llevaba unos pantalones cortos caquis, una camiseta naranja sin mangas y botas de lona…, sin calcetines. Su pelo blanco estaba cuidadosamente peinado, y se veía recién afeitado. Se había dedicado al cultivo de forraje en su juventud, y sus manos mostraban todavía los callos de su actividad. Luego se había ocupado de un pantano de arándanos. Su piel era oscura y curtida y parecía más recia que el cuero de una silla de montar. El interior del remolque me recordó más un vagón de mercancías de techo bajo que un hogar, pero estaba limpio. La presencia de un televisor me dijo que tenía electricidad, pero no vi ningún teléfono ni el menor signo de agua corriente.
Le presenté a Creighton, y nos instalamos en un taburete de tres patas y un par de sillas de respaldo de cuerda y yo pasé la mayor parte de media hora hablándole de mi vida desde que me había ido de los Barrens y respondiendo preguntas sobre mi madre y sobre cómo le iba desde que murió mi padre. Luego se sumió en un soliloquio acerca del gran hombre que había sido mi padre. Le dejé hablar, fingiendo que escuchaba, pero con mi mente ocupada en otras cosas. No porque no estuviera de acuerdo con él, sino porque había transcurrido apenas un año desde la muerte de papá y todavía me dolía.
Papá no había sido el piney típico. Aunque amaba los Barrens tanto como cualquier otro que hubiera crecido allí, sabía que había una vida distinta pero no necesariamente mejor allá fuera. Ese mundo más amplio no le importaba en absoluto, pero el que él estuviera contento allí no significaba que yo tuviera que estarlo también. Él deseaba darle a su única hija una oportunidad. Sabía que yo necesitaba una educación decente si esa oportunidad debía de tener algún significado. Y para proporcionarme esa educación, hizo lo que a pocos pineys les gusta hacer: aceptó un trabajo fijo.
Eso no quiere decir que los pineys le teman al trabajo duro. Lejos de ello. Se romperán la espalda con cualquier trabajo que hayan elegido. Es simplemente que no le gusta verse atados al mismo trabajo día tras día, mes tras mes. La mayoría de ellos han crecido fluyendo con el ciclo de los Barrens. La primavera es para recolectar musgo esfagnáceo que vender a floristas y guarderías. En junio y julio trabajan los campos de vaccinios y gaylussacias. En otoño se trasladan a los pantanos para la cosecha de arándanos. Y en lo más frío del invierno cortan leña o recogen acebo y muérdago o van a «saquear pinos», recoger piñas para vender. Ninguno de estos es un trabajo fácil. Pero no es el mismo trabajo. Y eso es lo que importa.
La actitud de los pineys hacia los trabajos es algo que encontrarás por todas partes en los Barrens. Es porque se hallan en completa armonía con su entorno. Saben que con toda el agua pura a su alrededor y la que discurre bajo sus pies nunca pasarán sed. Con toda la vegetación silvestre a su alrededor, nunca les faltarán frutas y verduras. Y cada vez que la provisión de carne disminuye, toman su rifle y se encaminan a la maleza en busca de ardillas, conejos o venados, según la estación.
Cuando yo estaba a punto de cumplir los catorce, mi padre se decidió y nos trasladamos cerca de Pemberton, donde aceptó un trabajo con un equipo que horadaba pozos. Era un trabajo fijo, con beneficios, y yo fui a la escuela secundaria de Pemberton. Él me alentó a tomarme en serio mis estudios, y lo hice. Mis buenas notas se juntaron con mi sexo, y mi bajo status socioeconómico me hizo ganar una beca completa —alojamiento, comida y enseñanza— en Rutgers. Tan pronto como hubo conseguido esto, estuvo listo para regresar a los Barrens. Pero mi madre se había acostumbrado a las comodidades y diversiones de vivir en la ciudad. Deseaba quedarse en Pemberton. Así que se quedaron.
Todavía no puedo evitar el preguntarme si papá hubiera vivido más tiempo si hubiera vuelto a los bosques. Nunca le mencioné esto a mi madre, por supuesto.
Cuando Jasper hizo una pausa, me apresuré a intercalar:
—Mi amigo Jon está escribiendo un libro, y le dedica un capítulo al Demonio de Jersey.
—¿Ah, sí? —murmuró Jasper—. ¿Y tú me lo has traído a mí?
—Bueno, papá siempre me dijo que no había muchas historias de los Pines que tú no supieras, y no mucho de lo que ocurriera aquí de lo que tú no te enteraras.
El viejo radió e hizo lo que hacen muchos pineys: repitió una frase tres veces.
—¿Lo hizo? ¿Lo hizo? ¿Lo hizo realmente? ¡Eso es estupendo! Creo que merece un poco de aguardiente.
Cuando Jasper se volvió y rebuscó en su alacena, Creighton me lanzó una mirada interrogadora.
—Aguardiente de manzana —le dije.
Sonrió.
—Ah. El rayo de Jersey.
Jasper regresó con tres vasos y un frasco amarronado. Con mano práctica sirvió dos dedos de licor en cada vaso y nos lo tendió. Los pequeños vasos estaban manchados y quizás un poco costrosos, pero no me preocupaban los gérmenes. Nunca ha habido un germen que pueda resistir al aguardiente de la destilería de Jasper Mulliner. Recuerdo haber cogido una vez un poco del frasco de mi padre y deslizarme luego a la maleza por la noche para encontrarme con un par de amigas de la escuela secundaria, y nos sentamos ahí y cantamos y terminamos como sendas cubas.
Puedo decir por la forma en que los vapores despertaron mis membranas nasales que pertenecía a un buen lote. Olvidé decirle a Creighton que fuera despacio. Tomó un buen sorbo, contuvo el aliento. Lo observé mientras fruncía el rostro al tragar, vi su rostro volverse rojo y sus ojos llenarse de lágrimas.
—¡Huau! —exclamó roncamente—. ¡Se puede grabar el cristal con eso! —Captó la mirada de Jasper dirigida a él y tendió el vaso—. ¡Pero está delicioso! ¿Puede ponerme un poco más?
—Todo el que quiera —dijo Jasper, echándole otro par de dedos en el vaso—. Hay mucho allá de donde viene este. Pero beba lentamente. Es como beber whisky. Engulla demasiado de una vez como ha hecho antes y sufrirá una perlesía de manzana. El jugo de Gus Sooy hay que tomarlo lento y con calma.
—¿No lo hace usted?
—No. Lo dejé hace ya mucho tiempo. Demasiados problemas, y todo se ha vuelto demasiado civilizado por aquí. El aguardiente de Gus es tan bueno como lo era el mío. Quizá mejor.
Depositó el frasco en el suelo entre nosotros.
—Acerca de ese Demonio de Jersey —dije, cortándole antes de que se saliera por otra tangente.
—Oh, sí. El viejo Demonio. Solía ser conocido como el Demonio de Leeds. Estoy seguro de que ha oído usted varias versiones de la historia, pero le contaré la auténtica. Ese viejo demonio lleva por aquí mucho tiempo, más de dos siglos y medio. Todo empezó allá por 1730 o así. Fue entonces cuando la señora Leeds de Estellville se descubrió en estado por decimotercera vez. Estaba tan harta y furiosa por ello que exclamó: «¡Espero que esta vez sea el Demonio!». Bueno, pues alguien debía de estar escuchando aquella noche, porque obtuvo su deseo. Cuando nació aquel decimotercer niño, era una cosa de rostro horrible, que nació con unos dientes como nadie había visto antes, y tenía una enroscada cola terminada en una afilada punta, y alas correosas como las de un murciélago. Mordió a su madre y huyó volando por la ventana. Creció ahí fuera en los pinares, robando y devorando pollos y cochinillos al principio, luego graduándose con vacas, niños e incluso hombres crecidos. Todo lo que se encontraba de sus víctimas eran sus huesos, y estaban roídos y picados por unos poderosos y afilados dientes. Algunos dicen que ahora está muerto, otros dicen que nunca morirá. De tanto en tanto alguien dice que le ha disparado y lo ha matado, pero la mayoría piensan que no se le puede matar. Se le culpa de toda gallina desaparecida y de todo cerdo y vaca que se extravía, y así al cabo de un tiempo uno piensa que no es más que otra vieja historia folklórica de los pineys. Pero está ahí fuera. Está ahí fuera. Seguro que está ahí fuera.
—¿Lo ha visto usted alguna vez? —preguntó Creighton. Esta vez sorbió su aguardiente con respeto.
—Vi su sombra. Estaba arriba en la Apple Pie Hill, arriba en la cima, en los días anteriores a que instalaran allí la torre de vigilancia contra incendios. Antes de que tú nacieras, Kathleen. Yo estaba ahí fuera cazando durante el verano, rastreando a un gran viejo ciervo. Ya sabes lo que es la subida a la Apple Pie, ¿no?
Asentí.
—Por supuesto que lo sé.
No era una colina muy abrupta. Ni riscos ni precipicios, solo una suave ladera que parecía ascender eternamente. No tenías que hacer mucho más que caminar para alcanzar la cima, pero cuando finalmente la alcanzabas estabas sin aliento.
—De todos modos, llevaba unos tres cuartos de ascensión cuando se hizo demasiado oscuro para seguir rastreando. Bien, estaba cansado y era una cálida noche de verano, así que simplemente me instalé sobre las agujas de pino y decidí pasar allí la noche. Tenía un poco de cecina y un poco de pan de maíz y mi frasco —señaló al suelo—. Igual que este. Servios si queréis.
—No, yo ya estoy bien —dije.
Vi a Creighton adelantar la mano hacia el frasco. Siempre aguantaba mucho. Yo ya empezaba a notar mis dos sorbos. Me sentía más caliente por dentro a cada minuto que pasaba.
—Sea como sea —siguió Jasper—, yo estaba sentado ahí masticando y dando pequeños sorbos cuando vi algunas luces de los pinos.
Creighton se sobresaltó a medio servirse y derramó un poco de aguardiente de manzana sobre su mano. De pronto se mostró muy alerta, casi tenso.
—¿Luces de los pinos? —dijo—. ¿Vio luces de los pinos? ¿Dónde estaban?
—Así que ha oído hablar usted de las luces de los pinos, ¿eh?
—Claro que sí. He estado haciendo mis deberes. ¿Dónde las vio? ¿Se movían?
—Recorrían la cresta de la colina, rozando las copas de los árboles.
Creighton depositó su vaso y empezó a trastear con su mapa.
—La Apple Pie Hill… Recuerdo haberla visto en alguna parte. Sí, aquí está. —Clavó el dedo en el mapa como si estuviera atravesando la colina con una lanza—. Muy bien. Así que estaba usted en Apple Pie Hill cuando vio las luces de los pinos. ¿Cuántas eran?
—Todo un ejército de ellas, quizás un centenar, más de las que he visto nunca antes o después.
—¿Iban muy rápidas?
—A distintas velocidades. Y eran de distintos tamaños. Algunas planeaban pacíficamente, otras zumbaban a toda velocidad, pasando a las más lentas. Parecían como el peaje de la autopista un fin de semana de verano.
Creighton se inclinó hacia adelante, con los ojos más brillantes que nunca.
—Hábleme de ello.
Algo en la intensidad de Creighton me inquietó. De pronto se había convertido en un ávido oyente. Había estado escuchando educadamente a Jasper contar una vez más la historia del Demonio de Jersey, pero había parecido más interesado en el aguardiente de manzana que en el relato. No se había molestado en comprobar la situación de la Apple Pie Hill cuando Jasper dijo que había visto al Demonio de Jersey allí, pero se había apresurado a buscarla a la primera mención de las luces de los pinos.
Las luces de los pinos. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto ninguna. La gente tendía a verlas en las noches de verano, sobre todo hacia el final de la estación. Algunos decían que eran rayos en bola o alguna forma de fuego de San Telmo, algunos las identificaban con gases de los pantanos, y algunos decían que eran las almas de los pineys muertos que volvían para sus visitas periódicas. ¿Por qué estaba Creighton tan interesado?
—Bueno —dijo Jasper—, primero divisé una o dos moviéndose a lo largo de la cresta de la colina y no pensé demasiado en ella. Veo un par casi cada verano. Luego vi unas cuantas más. Y luego unas cuantas más. Me excité un tanto y decidí subir hasta la cima y ver qué estaba pasando. Cuando llegué allí respiraba pesadamente. Me detuve y alcé la vista y allí estaban, moviéndose sobre las copas de los árboles a unos doce metros encima de mí, de color amarillo pálido, algunas del tamaño de pelotas de ping-pong y algunas tan grandes como pelotas de playa, todas moviéndose en la misma dirección.
—¿Qué dirección? —quiso saber Creighton. Si seguía inclinándose hacia adelante iba a caerse de su taburete—. ¿Hacia dónde se dirigían?
—Ahora llego a ello, hijo —dijo Jasper—. Refrene sus caballos. Como iba diciendo, estaba de pie allí contemplando cómo se movían contra el claro cielo nocturno, y sentía esta extraña opresión en el pecho, como si estuviera siendo testigo de algo que no debería ver. Pero no podía apartar los ojos. Y entonces se alejaron y desaparecieron. Todas. Y yo hice una locura. Trepé a un árbol para ver adónde iban. Algo en mis entrañas me decía que no lo hiciera, pero estaba lleno de aquella maravilla, casi arrebatado. Así que trepé tanto como pude, hasta que el árbol empezó a doblarse bajo mi peso y las ramas se hicieron demasiado delgadas para sostenerme. Y las vi irse. Estaban siguiendo un largo sendero, descendiendo cuando el terreno descendía y ascendiendo cuando el terreno se elevaba, moviéndose justo por encima de las copas de los pinos, como si estuvieran manejadas por hilos. —Miró a Creighton—. Y se encaminaban al sudoeste.
—¿Está seguro de ello?
Jasper pareció insultado.
—Por supuesto que estoy seguro de ello. La Bear Swamp Hill estaba detrás de mi hombro izquierdo, y todo el mundo sabe que la Bear Swamp está al este de la Apple Pie. Esas luces se encaminaban al sudoeste.
—¿Y era verano?
—La noche del Día del Trabajo, si recuerdo bien.
—¿Y usted estaba en la cresta de la Apple Pie Hill?
—En la mismísima cumbre.
—¡Estupendo! —Empezó a doblar su mapa.
—Creí que deseaba saber acerca del Demonio de Jersey.
—Claro, claro.
—Entonces, ¿por qué me hace toda esas preguntas acerca de las luces y no me pregunta acerca de mi encuentro con el Demonio de Jersey?
Oculté una sonrisa. Jasper era tan agudo como siempre.
Creighton pareció confuso por unos momentos. Una extraña expresión cruzó su rostro. Estuvo allí solo un segundo, pero la capté. Disimulo. Luego se inclinó hacia adelante y le habló a Jasper en un tono confidencial.
—No le diga esto a nadie, pero creo que están conectados. Las luces de los pinos y el Demonio de Jersey. Conectados.
Jasper se reclinó en su silla.
—¿Sabe?, puede que tenga usted razón en esto. Porque fue mientras estaba subido a aquel árbol que divisé al viejo Demonio en persona. O al menos su sombra. Estaba observando las luces alejarse hasta desaparecer de la vista cuando oí aquel ruido en la maleza. Sonaba como algo que se deslizara. Miré hacia abajo, y allí estaba aquella forma oscura moviéndose. ¿Y sabe una cosa? Se encaminaba en la misma dirección que las luces. ¿Qué piensa usted de eso?
La voz de Creighton rezumaba sinceridad.
—Creo que es malditamente interesante, Jasper.
Tuve la impresión de que ambos estaban paleando el asunto, pero no pude decidir quién cargaba con las paladas más llenas.
—Pero no se interese demasiado en esas luces de los pinos, hijo. Gus Sooy dice que son mala medicina.
—¿El tipo que hace este aguardiente? —pregunté, alzando mi vaso vacío.
—El mismo. Gus dice que hay montones de actividad de luces de los pinos por estos alrededores cada verano. Me dijo que fui un estúpido subiéndome a aquel árbol. Dice que él no se acercaría a ninguna de esas luces ni por todo el té de China.
Observé que Creighton estaba tenso de nuevo.
—¿Dónde está este Gus Sooy? —preguntó—. ¿Vive en Chatsworth?
Jasper se echó a reír.
—¿Gus vivir en Chatsworth? ¡Esa sí que es buena! Gus Sooy es un viejo hessiano que vive en la parte más salvaje de los pinos. ¡Nunca lo encontrará cerca de una ciudad como esta!
¿Ciudad? No dije nada al respecto.
—¿Dónde podemos hallarlo entonces? —quiso saber Creighton, con la expresión de un niño al que se le acaba de decir que hay un escondite lleno de bombones de chocolate en alguna parte cerca.
—No es fácil —dijo Jasper—. Gus hace un buen trabajo alejándose de todo el mundo. Está muy lejos. Sí, está muy lejos. Pero si vais a la Apple Pie Hill y seguís la carretera que recorre su flanco sur, y lo seguís unos tres kilómetros y luego giráis al sur al camino de arena junto al pantano de arándanos de Applegate, y lo seguís durante quince, veinte kilómetros hasta llegar a la bifurcación y giráis a la izquierda, luego podéis seguir recto de nuevo hasta la hondonada más allá, y luego hay unos buenos quince kilómetros hasta que se llega al gran cedro colorado…
Creighton estaba garabateando furiosamente.
—No estoy segura de saber qué aspecto tiene un cedro colorado —dije.
—Lo reconocerás —señaló Jasper—. No crece de forma natural por aquí. Gus lo plantó hace muchos años para que la gente pudiera hallar el camino hasta él. La gente correcta. —Miró a Creighton—. Gente que desea comprar lo que él hace, si captas lo que quiero decir.
Asentí. Captaba lo que quería decir: Gus vivía de eso.
—De todos modos, hay que girar a la derecha en el cedro colorado y seguir hasta el final del camino. Entonces tendréis que andar aproximadamente un tercio del sendero colina arriba. Allá es donde encontraréis a Gus Sooy.
Intenté seguir la ruta a través de un mapa mental en mi cabeza. No pude llegar hasta allí. Mi mapa no llegaba hasta donde nos estaba mandando. Pero me sorprendió lo lejos que conseguí llegar. Como piney, aunque seas una muchacha, tienes que desarrollar un buen sentido de la orientación, tener todo un almacén de mapas en la cabeza que puedas imaginar por reflejo, o de otro modo emplearás la mayor parte de tu tiempo perdiéndote. Incluso con una buena biblioteca de mapas mentales, ocasionalmente te pierdes. Yo todavía podía viajar con mis viejos mapas. La habilidad debía de ser como la bicicleta proverbial: una vez aprendes a montar en ella, nunca lo olvidas.
Tuve la sensación de que el lugar donde vivía Gus Sooy estaba en la parte inferior del condado de Burlington, cerca del condado de Atlantic. Pero las fronteras de los condados no significan mucho en las tierras de los Pines.
—¡Eso… eso está realmente en medio de ninguna parte! —exclamé.
—Exacto, Kathy, eso es. Por supuesto que lo está. Está en la ladera de la Razorback Hill.
Creighton rebuscó de nuevo en su mapa.
—Razorback… Razorback… No hay ninguna Razorback Hill aquí.
—Eso es porque no es en realidad una colina. Pero está ahí, se lo aseguro. Solo porque no aparezca en su engañoso mapa no quiere decir que no esté ahí. Hay muchas cosas que no están en ese mapa.
Creighton se puso en pie.
—Quizá podamos ir hasta allí ahora y comprarle algo de este excelente aguardiente de manzana. ¿Qué dices, Mac?
—Tenemos tiempo.
Tenía la sensación de que deseaba realmente comprar algo del aguardiente de Sooy, pero estaba segura de que surgirían algunas preguntas acerca de las luces de los pinos durante la transacción.
—Mejor que llevéis vuestros propios recipientes si vais allí —dijo Jasper—. Gus no suele tener. Podéis comprar algunos en el almacén.
—Lo haremos —dije.
Le di las gracias y le prometí que le diría hola a mi madre de su parte, luego me reuní con Creighton en el Wrangler. Tenía uno de sus mapas desdoblado en el capó y estaba trazando una línea hacia el sudoeste desde Apple Pie Hill a través de la parte más vacía de los Barrens.
—¿Para qué es eso? —pregunté.
—Todavía no lo sé exactamente. Veremos si llega a significar algo.
Llegaría. Más pronto de lo que nos imaginábamos.
4. EL HESSIANO
Compré un recipiente marrón de plástico de cuatro litros en el almacén de Chatsworth; Creighton compró dos.
—¡Quiero que ese tipo Sooy se sienta realmente feliz de verme!
Conduje por la 563 hacia abajo, luego hacia la Apple Pie Hill. Nos dirigimos al sur de ella y empezamos a seguir las indicaciones de Jasper. Creighton leía mientras yo conducía.
—¿Qué demonios es un cripple? —preguntó.
—Es un spong sin cedros.
—¡Ah! Eso lo aclara todo.
—Un spong es un terreno bajo y húmedo; si crecen cedros a su alrededor, es un cripple. No puede estar más claro.
—No estoy seguro, pero sé que pensaré en algo. Por cierto, ¿por qué llaman hessiano a ese tipo Sooy? Mulliner no pensará realmente que es originario de Hesse.
—Por supuesto que no. Procede de los mercenarios alemanes que desertaron del ejército británico y huyeron a los bosques tras la batalla de Trenton. Se les conocía como hessianos.
—¿Te refieres a la Revolución?
—Exacto. Esta carretera de arena que recorremos ahora estaba aquí hace trescientos y pico de años como un camino de carros. Probablemente no ha cambiado desde entonces. Puede que incluso haya sido usado por los contrabandistas, que solían descargar en las marismas y trasladaban su carga por tierra a través de los Pines para evitar los impuestos portuarios en Nueva York y Filadelfia. Muchos de ellos se asentaron aquí. Lo mismo hicieron un gran número de tories y lealistas que fueron expulsados de sus tierras después de la Revolución. Algunos de ellos llegaron probablemente cubiertos de brea y plumas y poco más. Los indios lenape se asentaron también aquí, lo mismo que los cuáqueros que fueron expulsados a patadas de sus iglesias por alzarse en armas durante la Revolución.
Creighton se echó a reír.
—¡Eso suena como Australia! ¿Hay alguien que se asentara aquí aparte los exiliados?
—Por supuesto. El hierro de los pantanos fue una industria importante. Este era el centro de la producción colonial de hierro. La mayor parte de las balas de cañón disparadas contra los británicos en la Revolución y en la Guerra de 1812 fueron forjadas aquí en los Pine Barrens.
—¿Dónde fue todo el mundo?
—A un lugar llamado Pittsburgh. Había más hierro allí y era más barato de producir. Los hornos de aquí intentaron convertirse a la producción de cristal, pero no tenían suficiente madera para seguir funcionando. Cada horno consumía algo así como cuatrocientas hectáreas de pinos al año. Con la industria del carbón, la industria de la madera, incluso la industria del cedro, añadiéndose al peaje diario sobre la población de árboles, los Barrens no podían atender a la demanda. Toda la economía se colapso después de la Guerra Civil. Lo cual probablemente salvó a la zona de convertirse en un desierto.
Observé que la maleza que crecía entre las roderas se hacía cada vez más alta, golpeando contra el parachoques anterior cuando pasábamos, una clara señal de que no mucha gente recorría aquel camino. Entonces divisé el cedro colorado. Jasper había tenido razón: no se parecía a nada que perteneciera a aquel lugar. Giramos a la derecha y seguimos hasta que llegamos a un cul-de-sac en la base de una colina. Tres coches medio oxidados se asomaban por entre los arbustos a lo largo del perímetro.
—Este tiene que ser el lugar —dije.
—Esto no es un lugar. Esto no es nada.
Tomamos nuestros recipientes y subimos el sendero. Casi a un tercio de subida de la ladera llegamos a un claro con una cabaña de techo inclinado en el extremo de la izquierda. Estaba recubierto con papel embreado que se estaba pelando en algunos trozos, dejando al descubierto la madera contrachapada de debajo. En alguna parte detrás de la cabaña un perro se había puesto a ladrar.
—¡Al fin! —dijo Creighton, y avanzó.
Apoyé una mano en su brazo.
—Primero llama —le dije—. De otro modo puede que tengamos que esquivar algún perdigón.
Al principio creyó que yo estaba bromeando, luego vio lo que quería decir.
—¿Hablas en serio?
—Vamos vestidos como gente de ciudad. Podemos ser gente del fisco. Primero disparará y luego hará las preguntas.
—¡Hola, los de la casa! —gritó Creighton—. ¡Nos envía Jasper Mulliner! ¿Podemos subir?
Una curtida figura apareció en los escalones delanteros, con una escopeta calibre doce acunada entre sus brazos.
—¿Cómo os envió?
—¡Por medio del cedro colorado, señor Sooy! —respondí.
—¡Entonces subid!
Allá donde Jasper era aseado, Gus Sooy era desaliñado. Parecía como si un pájaro loco hubiera intentado hacer nido en su pelo blanco; como camisa llevaba la manchada parte superior de unos calzones de lana y sus pantalones eran de lona, asegurados alrededor de su cintura por una cuerda. La parte inferior de su rostro estaba cubierta por una densa barba blanca, manchada alrededor de la boca. Un Santa Claus apalachiano yendo a sembrar fuera de temporada.
Lo seguimos a la única habitación de su casa. El suelo estaba cubierto por un heterogéneo surtido de deshilachadas alfombras. Había una cama en el rincón izquierdo al fondo, una estufa de queroseno inmediatamente a nuestra derecha. Repartidas por toda la estancia había un cierto número de lámparas de Aladino de alto humero. Dominaba la escena una mesa de cocina de pesadas patas con el sobre esmaltado.
Nos presentamos, y Gus dijo que había conocido a mi padre hacía años.
—¿Qué es lo que os trae aquí a ver a Gus Sooy, muchachos?
Tuve que sonreír, no solo por la forma cómo conseguía ignorar los recipientes que llevábamos, sino al hecho de referirse a nosotros como «muchachos». Había pasado mucho tiempo desde que alguien me había llamado así. No permitiría que nadie me llamara «chica» a estas alturas, pero de alguna forma no me importó el genérico «muchachos».
—Hoy probamos un poco del mejor aguardiente de manzana del mundo —dijo Creighton, con convincente sinceridad—, y Jasper nos dijo que usted era la fuente. —Colocó sus dos recipientes sobre la mesa—. ¡Llénelos!
Puse el mío al lado de los de Creighton.
—Os advierto —dijo Gus— que son cinco dólares el litro.
—¡Cinco dólares! —exclamó Creighton.
—Ajá —dijo Gus, y se apresuró a añadir—: Pero puesto que vais a comprar tanto de una vez…
—No me interprete mal, señor Sooy, no estaba diciendo que el precio sea demasiado alto. Simplemente me sorprendió que esté vendiendo usted un licor de tan alto grado a un precio tan bajo.
—¿De veras? —El viejo irradió deleite—. Es malditamente bueno, ¿verdad?
—Lo es, señor. Sí señor. Por supuesto que lo es.
Casi me eché a reír. No sabía cómo Creighton conseguía mantener un rostro serio.
Gus alzó un dedo.
—Quedaos aquí, muchachos. Iré a mi depósito y volveré en un santiamén.
Ambos estallamos en una irreprimible carcajada apenas hubo desaparecido.
—Lo has dicho de una forma tan terriblemente seria —dije cuando conseguí recuperar el aliento.
—Lo sé, y se ha tragado hasta la última palabra.
Gus regresó a los pocos minutos con recipientes propios de ocho litros.
—¿No deberíamos probarlo antes de que empiece a llenar usted nuestros recipientes? —sugirió Creighton.
—No es mala idea. No señor, no es mala idea. No es en absoluto una mala idea.
Creighton sacó unos vasos de papel de uno de los bolsillos de su chaqueta de safari y los colocó sobre la mesa. Gus sirvió. Todos bebimos.
—Este es incluso mejor que el que nos sirvió Jasper. ¿Cómo lo hace usted, señor Sooy?
—Es un secreto —dijo con un guiño mientras sacaba de alguna parte un embudo y empezaba a llenar nuestros recipientes.
Planteé el asunto del libro de Jon, y Gus se lanzó a desgranar una versión ligeramente distinta del Demonio de Jersey, diciendo que había nacido en Leeds, que está en el extremo opuesto de los Pine Barrens de Estellville. Aparte esto, las historias eran casi idénticas.
—Jasper dice que vio al Demonio en una ocasión —indicó Creighton mientras Gus terminaba de llenar el último de nuestros recipientes.
—Si dice que lo vio, entonces lo vio. Serán sesenta dólares.
Creighton le entregó tres billetes de veinte.
—Y ahora me gustaría invitarle a una copa, señor Sooy.
—Llámame Gus. Y me parece una excelente idea.
Creighton se mostró abiertamente generoso, pensé, por la forma en que llenó los tres vasos de papel. Yo no quería más licor, pero pensé que tenía que respetar las apariencias. Di minúsculos sorbos mientras los dos hombres tragaban abundantemente.
—Jasper nos habló de la vez que vio al Demonio de Jersey. Mencionó haber visto al mismo tiempo luces de los pinos.
Sentí más que vi que Gus se envaraba.
—¿De veras?
—Sí. Dijo que usted suele ver constantemente luces de los pinos por aquí. ¿Es eso cierto?
—¿Estás interesado en las luces de los pinos o en el Demonio de Jersey, muchacho?
—En ambas cosas. Estoy interesado en todas las historias folklóricas de los Pines.
—Bueno, pues no te intereses demasiado en las luces de los pinos.
—¿Por qué no?
—Simplemente no.
Observé a Creighton llenar de nuevo el vaso de Gus.
—¡Un brindis! —exclamó, alzando su vaso—. ¡Por los Pine Barrens!
—¡Por los Pines! —dijo Gus, y apuró su vaso.
Creighton le imitó, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Yo di un pequeño sorbo mientras él volvía a llenar los vasos.
—¡Por el Demonio de Jersey! —exclamó, alzando su vaso.
Y de nuevo apuraron su ración. Y luego otra ronda.
—¡Por las luces de los pinos!
Gus no bebió a la salud de aquello. Me alegré. No creo que ninguno de los dos hubiera seguido en pie si lo hubiera hecho.
—¿Ha visto alguna luz de los pinos últimamente, Gus? —preguntó Creighton.
—Veo que insistes, muchacho —recriminó el viejo.
—Es una aflicción.
—Vaya si lo es. Está bien. Sí. Las veo constantemente. Vi una la noche pasada.
—¿De veras? ¿Dónde?
—Eso no es asunto tuyo.
—¿Por qué no?
—Porque probablemente intentarás hacer algo estúpido como atrapar una, y entonces seré el responsable de lo que os pase a ti y a la joven dama que tienes al lado. No quiero que eso pese en mi conciencia, no, gracias.
—¡Ni siquiera soñaría en intentar atrapar una de esas cosas!
—Bueno, si lo hicieras no serías el primero. Peggy Clevenger fue la primera. —Gus alzó la cabeza y me miró—. Has oído hablar de Peggy Clevenger, ¿no, señorita McKelston?
Asentí con la cabeza.
—Por supuesto. La Bruja de los Pines. En los viejos tiempos la gente solía echar sal en sus puertas para mantenerla alejada.
Creighton empezó a tomar notas.
—¡No bromees! ¡Eso es estupendo! ¿Qué ocurrió con ella y las luces de los pinos?
—Peggy era una hessiana, como yo. Vivía en Pasadena. No la Pasadena de California, sino la Pasadena de los Pines. A unos pocos kilómetros al este de Mount Misery. La ciudad ha desaparecido, como si nunca hubiera existido. Pero ella vivía allí sola en una pequeña cabaña, y la gente decía que tenía todo tipo de extraños poderes, como que podía cambiar de forma y convertirse en un conejo o una serpiente. No sé nada al respecto, pero oí a alguien decir que sabía que estaba muy interesada en las luces de los pinos. Un día le dijo a ese tipo que había atrapado una de esas luces de los pinos, le había lanzado un conjuro y la había hecho bajar.
Creighton había dejado de escribir. Estaba mirando a Gus.
—¿Cómo pudo…?
—No lo sé —dijo Gus, apurando su vaso y sacudiendo la cabeza—. Pero aquella misma noche su cabaña ardió hasta los cimientos. Encontraron su cuerpo abrasado y negro entre las cenizas a la mañana siguiente. De modo que os digo, muchachos, que no es una buena idea interesarse demasiado en las luces de los pinos.
—Yo no quiero capturar ninguna —dijo Creighton—. Ni siquiera quiero ver una. Solo quiero saber dónde las han visto otras personas. ¿Cómo puede ser esto peligroso?
Gus pensó en aquello. Y mientras estaba pensando, Creighton le sirvió otro vaso.
—No creo que haga ningún daño mostrarte dónde estaban —dijo tras un largo sorbo de aguardiente.
—Entonces de acuerdo. Vamos.
Recogimos los recipientes y salimos a la luz del sol de última hora del atardecer. El fresco aire fue como un tónico. Avivó mis sentidos pero no disipó los efectos de todo el aguardiente que había consumido.
Cuando llegamos al Wrangler, Creighton sacó su sextante y su brújula.
—Antes de irnos debo hacer algo.
Gus y yo observamos en silencio mientras tomaba sus mediciones y escribía algo en su bloc de notas. Luego desplegó de nuevo su mapa sobre el capó.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Estoy situando Razorback Hill en el mapa —dijo.
Trasladó sus lecturas al mapa y trazó un círculo. Antes de que volviera a doblarlo miré por encima de su hombro y observé que la línea que había trazado desde Apple Pie Hill cruzaba el círculo que era Razorback Hill.
—¿Ya estamos listos? —preguntó Gus.
—Por supuesto. ¿Sube delante?
—No, gracias —dijo Gus, encaminándose al oxidado DeSoto—. Conduciré mi propio coche, y vosotros muchachos me seguís.
—¿No sería mejor si fuéramos todos juntos? —sugerí.
—¡Infiernos, no! ¿Habéis estado bebiendo, muchachos?
Cuando dejamos de reír subimos al Wrangler y seguimos al viejo hessiano por su carretera privada de arena.
5. LA CARBONERA
—Solía hacer carbón aquí cuando era joven —dijo Gus.
Estábamos de pie en un pequeño claro rodeado de pinos. Delante nuestro había una pequeña depresión arenosa llena de maleza.
—Esta solía ser muy carbonera. Entonces la depresión era más profunda. Hacía un excelente carbón aquí antes de que las grandes compañías empezaran a vender sus sacos de ladrillos prensados —casi escupió la palabra—. No hay forma alguna de que ninguna de esas apestosas cosas haya formado parte alguna vez de un árbol, os lo aseguro.
—¿Es aquí donde vio usted las luces, Gus? —quiso saber Creighton—. ¿Se movían?
—Tienes una mente muy encarrilada, ¿eh, muchacho? —dijo Gus. Miró a su alrededor—. Sí, aquí es donde las vi. Las vi aquí la otra noche y las vi hace cincuenta años, y las he visto cerca casi cada verano entre esas dos fechas. Hay una gran cantidad de recuerdos aquí. Recuerdo como, mientras estaba dejando que mi carbón ardiera lentamente, pasaba el tiempo cazando tortugas caja.
—¿Y vendiéndolas a los cazadores de caracoles? —dije riendo.
Había oído hablar de la caza de tortugas caja —otra miniindustria de los Pines—, pero nunca había conocido a nadie que se hubiera dedicado realmente a ello.
—Por supuesto. La gente de Filadelfia compraba todas las que podía encontrar. Les gustaba dejarlas sueltas en sus sótanos para mantener bajo control a caracoles y babosas.
—Las luces, Gus —dijo Creighton—. ¿En qué dirección iban?
—Iban en la misma dirección que han ido siempre cuando las he visto aquí. Hacia ese lado.
Señaló hacia el sudeste.
—¿Está usted seguro?
—Mierda, completamente seguro, muchacho. —El tono de Gus sonó enojado, pero se volvió rápidamente hacia mí—. Discúlpame, señorita. —Luego, de nuevo a Creighton—. Estaba de pie aquí justo donde está mi coche cuando como una media docena de ellas pasaron bajas sobre mi cabeza, no como si fueran persiguiendo algo sino que simplemente pasaron, y se alejaron por encima de ese pino tea de ahí con la copa hendida.
—¡Bien! —dijo Creighton, mirando al cielo.
Una densa capa de nubes se estaba formando por el oeste, cubriendo el sol poniente. Creighton extrajo de nuevo su sextante y su brújula, tomó sus mediciones, escribió sus cifras, luego marcó la posición del árbol que había señalado Gus. Una lenta sonrisa satisfecha reptó por su rostro cuando trazó la última línea en su mapa. Lo dobló antes de que yo tuviera la posibilidad de ver adonde conducía aquella línea. No tuve que ver nada. Su siguiente pregunta me lo reveló.
—Dígame, Gus —preguntó como si no tuviera demasiada importancia—, ¿qué hay al otro lado de Razorback Hill?
Gus se volvió hacia Creighton como un oso furioso.
—¡Nada! ¡No hay nada ahí! ¡De modo que no pienses siquiera en ir a ese lugar!
La sonrisa de Creighton era regocijada.
—Solo preguntaba. No causa ningún daño el hacer una pequeña pregunta, ¿no?
—No lo sé. No lo sé. ¡De veras, no lo sé! Sobre todo cuando esas preguntas no son las preguntas correctas. Y has estado haciendo todo un montón de preguntas no correctas, muchachos. Preguntas que van a meterte en una gran cantidad de líos si no eres listo y aceptas que hay ciertas cosas que es mejor dejar tranquilas. ¿Me entiendes?
Sonaba como el personaje de una de esas viejas películas de Frankenstein.
—Le entiendo —dijo Creighton—, y aprecio su preocupación. Pero ¿puede decirme el mejor camino para ir al otro lado de esa colina?
Gus alzó las manos al cielo con un gruñido furioso.
—¡Ya basta! ¡No quiero saber nada más con ninguno de vosotros dos! Ya os he dicho demasiado. —Se volvió hacia mí, con ojos llameantes—. Y tú, señorita McKelston, será mejor que te apartes de este muchacho. ¡Va de cabeza camino al infierno!
Con lo cual se dio la vuelta y se encaminó hacia su coche. Se metió en él, cerró la portezuela, y se alejó en medio de un surtidor de arena.
—Creo que no le gusto —dijo Creighton.
—Parecía genuinamente asustado —indiqué.
Creighton se encogió de hombros y empezó a guardar su sextante.
—Quizá crea realmente en el Demonio de Jersey —dijo—. Quizá piense que vive al otro lado de Razorback Hill.
—No lo sé. Me dio la impresión de que cree que el Demonio de Jersey es algo para contar solo sentados alrededor de la estufa y bebiendo aguardiente de manzana. Pero esas luces de los pinos…, le asustan.
—Solo son gases del pantano, estoy seguro —dijo Creighton.
De pronto me sentí furiosa. Quizá fuera todo el aguardiente que había tomado, o quizá fuera su actitud, pero creo que en aquel momento en particular fue sobre todo su actitud.
—¡Ya basta, Jon! —dije—. Si realmente crees que son gases del pantano, ¿por qué las estás rastreando en tu mapa? Has hecho que te guíe hasta aquí, de modo que hablemos claramente. ¿Qué es lo que ocurre?
—No sé lo que ocurre, Mac. Si lo supiera no estaría aquí. ¿No es obvio? Esas luces de los pinos significan algo. Si están o no conectadas con el Demonio de Jersey es algo que no sé. Quizá tengan un efecto alucinador sobre la gente, y después de que pasen sobre sus cabezas la gente crea ver cosas. Intento establecer una pauta.
—Y una vez hayas establecido esa pauta, ¿qué crees que vas a encontrar?
—Quizá la Verdad —dijo—. La realidad. ¿Quién sabe? Tal vez el significado, o la falta de significado, de la vida.
Me miró con unos ojos tan intensos, tan llenos de anhelo, que mi furia se evaporó.
—¿Jon…?
Su expresión cambió bruscamente a neutral de nuevo, y se echó a reír.
—No te preocupes, Mac. Solo soy yo, el Loco Creighton, haciendo de nuevo de las suyas. Demos otro tiento a lo mejor de Gus Sooy y encaminémonos de vuelta a la civilización. ¿De acuerdo?
—Ya he tenido suficiente por hoy. ¡Por toda la semana!
—¿Te importa si yo tomo un trago?
—Oh, no, adelante.
No sabía cómo podía resistir tanto.
Mientras Creighton destapaba su recipiente caminé hacia la carbonera de Sooy para aclarar un poco mi zumbante cabeza. El cielo estaba cubierto ahora, y la temperatura había bajado a un nivel más confortable.
Cuando hube completado el círculo Creighton lo tenía todo metido en el Wrangler.
—¿Quieres que conduzca yo? —preguntó, arrojando a la arena su vaso de papel.
Normalmente yo lo hubiera recogido —había algo sacrílego en dejar un vaso de papel entre los pinos—, pero temí inclinarme tanto hacia adelante, temí irme de cabeza a la arena y convertirme yo también en basura entre los pinos.
—Estoy bien —dije—. Tú harías que nos perdiéramos.
No habíamos recorrido más de treinta metros o así cuando me di cuenta de que no conocía aquella carretera. Pero seguí conduciendo. No había prestado demasiada atención mientras seguía a Gus hasta allí, pero estaba completamente segura de que no pasaría mucho tiempo antes de que llegara a una bifurcación o algún otro elemento del paisaje que pudiera reconocer, y entonces todo estaría de nuevo bien.
No ocurrió en absoluto de este modo. Conduje durante quizás ocho kilómetros o así, serpenteando hacia un lado y hacia otro siguiendo la carretera, intentando reconocer algo cuando llegábamos a una bifurcación —y llegamos a muchas de ellas— e intentando elegir el mejor camino, y generalmente procurando mantenernos en general en la misma dirección. Creí que estaba haciendo un buen trabajo hasta que cruzamos una zona de pinos jóvenes que parecía familiar. Detuve el Wrangler.
—Jon —dije—, ¿no es esto…?
—¡Maldita sea, sí! —dijo, señalando la arena al lado de la carretera—. ¡Hemos vuelto a la carbonera de Gus! ¡Ahí está mi vaso de papel!
Hice dar la vuelta al jeep y me encaminé por donde había venido.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Creighton.
—¡Asegurarme de que no cometo dos veces el mismo error! —exclamé.
No sabía cómo podía haber conducido en círculo. Normalmente tengo un excelente sentido de la orientación. Le eché la culpa al encapotado cielo. Sin el sol como guía, había sido incapaz de mantener la orientación. Pero eso cambiaría aquí y ahora. Esta vez nos sacaría a ambos de allí.
Me equivoqué.
Tras sus buenos cuarenta y cinco minutos de conducir, estaba tan azarada cuando reconocí de nuevo la carbonera de Gus que aceleré cuando pasamos junto a ella, con la esperanza de que Creighton no reconociera el lugar en la creciente oscuridad. Pero no fui lo bastante rápida.
—¡Espera! —exclamó—. ¡Espera un maldito minuto! ¡Ahí está de nuevo mi vaso! ¡Hemos vuelto otra vez a donde empezamos!
—Jon —dije—, no entiendo lo que pasa. Hay algo equivocado aquí.
—¡Estás achispada, eso es lo que pasa!
—¡No es cierto!
Realmente creía que no lo estaba. Había estado sintiendo los efectos del aguardiente antes, es cierto, pero ahora tenía la cabeza clara. Estaba segura de que me había encaminado correctamente al este, o al menos bastante al este. Cómo podía haber trazado de nuevo un círculo completo era algo que se me escapaba.
Creighton saltó de su asiento y rodeó el Wrangler por delante.
—Sal, Mac. Es mi turno.
Empecé a protestar, luego me lo pensé mejor. Ya me había equivocado dos veces. Quizá mi sentido de la orientación había caído presa de la «parálisis de la manzana», como se la conocía. Pasé por encima de la palanca del cambio de marchas y me dejé caer en el asiento del pasajero.
—Sírvete.
Creighton condujo como un maníaco, eligiendo al parecer al azar en las bifurcaciones.
—Bien, Mac —dijo—, estoy yendo por donde tú no fuiste. Creo.
Cuando la oscuridad se cerró a nuestro alrededor y encendió los faros, observé que los árboles se hacían menos gruesos y que la maleza se estaba cerrando, ascendiendo a más de dos metros a cada lado. Creighton se arrimó a un lado de la carretera cuando esta se ensanchó.
—Deberías mantenerte en la carretera —le dije.
—Estoy perdido —murmuró—. Tenemos que pensar.
—Estupendo. Pero no es como si alguien estuviera yendo detrás de nosotros e intentara pasarnos.
Se echó a reír.
—¡Eso es un hecho! —Salió del coche y alzó la vista al cielo—. ¡Maldita sea! Si no fuera por las nubes podríamos localizar donde estamos. O al menos saber dónde está el norte.
Miré a mi alrededor. Estábamos rodeados de arbustos. Era el equivalente en los Pine Barrens de un laberinto de seto vivo inglés. No había un árbol a la vista. Un árbol puede ser casi tan bueno como una brújula, su musgo mira al norte y sus ramas más largas miran al sur. Los arbustos son peor que inútiles para eso, y los más altos solo aumentan tu confusión.
Y estábamos confusos.
—Pensé que los pineys nunca se perdían —dijo Creighton.
—Todo el mundo se pierde más pronto o más tarde ahí fuera.
—Bien, ¿qué hacen los pineys cuando se pierden?
—No se agotan o malgastan su gasolina yendo en círculos. Se quedan quietos y aguardan la mañana.
—¡Al diablo con eso! —exclamó Creighton.
Puso la primera y lanzó el Wrangler de vuelta a la carretera. Pero el vehículo no alcanzó la carretera. Dio una sacudida hacia adelante y luego retrocedió de nuevo. Lo intentó de nuevo, y oí las ruedas girar en falso.
—¡Azúcar! —exclamé.
Creighton me miró y sonrió.
—Se permiten, incluso se alientan, las palabrotas en este tipo de situaciones.
—Me estaba refiriendo a la arena.
—No te preocupes. He puesto la tracción a las cuatro ruedas.
—Correcto. Y las cuatro ruedas están girando en falso. Estamos sobre lo que se conoce como «arena de azúcar».
Salió y empujó y sacudió el Wrangler mientras yo manejaba las marchas y el acelerador, pero sabía que no serviría de nada. No íbamos a salir de esa superfina arena hasta que encontráramos un poco de madera y la apiláramos debajo de los neumáticos para proporcionarles algo de tracción.
Y no íbamos a poder recoger ese tipo de madera hasta por la mañana.
Le dije a Creighton que lo único que habíamos conseguido era malgastar parte de la gasolina que nos quedaba y que lo mejor que podíamos hacer era sacar nuestros sacos de dormir y pasar la noche allí. Al principio pareció reacio, preocupado por la presencia de venados y la posibilidad de atrapar la enfermedad de Lyme, pero finalmente aceptó.
No le quedaba otro remedio.
6. LAS LUCES DE LOS PINOS
—Te debo una, Jon —dije.
—¿Cómo iba a saber que nos perderíamos? —exclamó, a la defensiva—. ¡Todo esto me gusta menos que a ti!
—No. No lo entiendes. Lo digo en el buen sentido. Me alegra que me pidieras que fuera contigo.
Había encontrado para nosotros un pequeño claro no muy lejos del jeep. Rodeaba el retorcido tronco de un viejo pino solitario que se alzaba por encima de la maleza dominante. Habíamos comido los últimos bocadillos, y ahora estábamos sentados en nuestros respectivos sacos de dormir mirándonos el uno al otro a ambos lados de la lámpara Coleman apoyada sobre la arena entre nosotros. Creighton estaba bebiendo de nuevo aguardiente de manzana. Yo hubiera matado, o al menos mutilado, por una taza de café.
Observé su rostro a la luz de la lámpara. Su expresión era desconcertada.
—Todavía debes de sentir los efectos de ese latigazo que te tomaste esta tarde —dijo.
—No. Estoy perfectamente sobria. Estoy sentada aquí dándome cuenta de que me alegra haber vuelto. Durante años he tenido la sensación de que le faltaba algo a mi vida. Nunca había sabido lo que era hasta ahora. Pero es esto. Yo… —Mi garganta se cerró en torno a la palabra—. Estoy en casa.
No era el aguardiente de manzana el que hablaba a través de mí, sino mi corazón. Hoy había aprendido algo. Había aprendido que amaba los Pine Barrens. Y amaba su gente. Tan rica en historia, tan aferrada a sus propia ciencia popular, sobreviviendo de alguna forma no manchada en su corazón por la locura urbana del siglo XX. Yo le había vuelto la espalda a todo ello. ¿Por qué? ¿Demasiado orgullosa? ¿Demasiado por encima de todo? Quizás había pensado que me había librado de sus ataduras e ido a cosas más grandes y mejores. Ahora podía ver que no había sido así. Había alejado a la muchacha de las tierras de los pinos, pero no había arrancado las tierras de los pinos de la muchacha.
Me prometí a mí misma volver de nuevo allí. A menudo. Iba a buscar a mis muchos parientes, renovaría viejos vínculos. No estaba preparada para regresar definitivamente allí, quizá nunca lo estaría, pero nunca volvería de nuevo mi espalda a las tierras de los pinos.
Creighton alzó su vaso hacia mí.
—Envidio a cualquier que ha encontrado el lugar que había perdido. Yo todavía sigo buscándolo.
—Lo encontrarás —dije, metiéndome en mi saco de dormir—. Solo tienes que mantener los ojos abiertos. A veces se halla justo debajo de tu nariz.
—Duérmete, Mac. Estás empezando a sonar como la Dorothy de El mago de Oz.
Sonreí ante aquello. Por un momento se mostró muy parecido al Jonathan Creighton del que me había enamorado. Mientras cerraba los ojos, le vi sacar unos binoculares y empezar a escrutar el nuboso cielo. Supe lo que estaba buscando, y estuve muy confiada de que nunca lo encontraría.
No sé el tiempo que había transcurrido cuando desperté, porque el cielo se había aclarado y brillaban las estrellas, pero los gritos de Creighton me hicieron sentarme bruscamente.
—¡Ahí vienen! ¡Míralas, Mac! ¡Dios mío, ahí vienen!
Creighton estaba se pie al otro lado de la lámpara, señalando hacia mi izquierda. Seguí la dirección de su brazo y no vi nada.
—¿De qué demonios estás hablando?
—¡Ponte en pie, maldita sea! ¡Ahí vienen! ¡Deben de ser al menos una docena!
Me puse trabajosamente en pie y me quedé helada.
La maleza iluminada por las estrellas se extendía subiendo una suave ladera durante quizá un par o tres de kilómetros en la dirección que él señalaba, rota solo ocasionalmente por las sombras angulosas de unos pocos árboles dispersos. Y avanzando hacia nosotros sobre aquella amplia extensión, deslizándose al nivel de las copas de los árboles, pude ver un racimo oblongo de luces que brillaban débilmente. Luces. Eso es lo que eran. No esferas resplandecientes. No OVNIs ni ninguna otra tontería. No tenían sustancia discernible. Eran simplemente luz. Glóbulos de luz.
Sentí que se me erizaba el vello de la nuca ante su visión. Quizá porque nunca había visto la luz comportarse de aquella forma antes…, no parecía correcto ni natural que la luz se concentrara en forma de bola. O quizás era el modo en que se movían, deslizándose a través de la noche con tal determinación, cortando la oscuridad, oscilando de árbol en árbol, flotando junto a las ramas superiores y luego abriéndose camino hacia el siguiente. Casi como si los árboles fueran postes señalizadores. O tal vez fuera el silencio. El horrible silencio. Los Pine Barrens son silenciosos en lo que a sonidos civilizados se refiere, pero siempre está el sonido de las cosas vivas, el ulular y los gritos y los roces de los animales, el incesante susurrar de los insectos. Todo eso había desaparecido ahora. Ni siquiera había una brisa que agitara los arbustos. Silencio. Más que una mera ausencia de sonido. Como si alguien contuviera la respiración.
—¿Las ves, Mac? ¡Dime que no estoy alucinando! ¿Las ves tú también?
—Las veo, Jon.
Mi voz sonaba extraña. Me di cuenta de que tenía la boca seca. Y no solo a causa del sueño.
Creighton se giró en un rápido círculo, con los brazos abiertos.
—¡No tengo ninguna cámara! ¡Necesito una foto de esto!
—¿No trajiste una cámara? —exclamé—. ¡Dios mío, trajiste todo lo demás!
—Lo sé, pero nunca soñé…
De pronto estaba corriendo hacia el árbol en el centro de nuestro claro.
—¡Jon! No irás a…
—¡Vienen en esta dirección! ¡Si puedo acercarme a ellas…!
Tuve repentinamente miedo por él. Algo acerca de aquellas luces me estaba advirtiendo que me alejara. ¿Por qué no se lo advertía también a Creighton? ¿O era simplemente que él no escuchaba?
Le seguí a un reluctante paso largo.
—¡No seas idiota, Jon! ¡No sabes lo que son!
—¡Exacto! ¡Ya es hora de que alguien lo descubra!
Empezó a subir al árbol. Era un gran y viejo pino tea sin ramas, por así decir, a lo largo de los primeros cuatro metros de su tronco, pero su corteza era lo bastante nudosa e irregular como para que las suelas de caucho de las botas de Creighton le ofrecieran suficiente apoyo. Resbaló un par de veces, pero estaba decidido. Finalmente alcanzó la rama más baja, y desde allí todo pareció más fácil.
No puedo explicar la sensación que se arrastró por mis entrañas mientras observaba a Jonathan Creighton trepar hacia su cita con las luces de los pinos que se acercaban. Estaba a tres cuartas partes del camino hasta la copa cuando el tronco empezó a agitarse y a oscilar bajo su peso. Luego una rama se rompió bajo su pie y estuvo a punto de caer. Cuando vi que recuperaba el equilibrio suspiré aliviada. Las ramas por encima de él eran demasiado frágiles para resistir su peso. No podía ir más arriba. Estaba a resguardo de las luces.
Y la luces estaban allí, una buena docena de ellas, de tamaño desde pelotas de béisbol a pelotas de baloncesto, deslizándose a través de nuestro claro en un racimo irregularmente cilíndrico de quizá tres metros de ancho y seis de largo, encaminándose directamente al árbol de Creighton.
Y cuanto más se acercaban, más sentía aquel arrastrarse en mi interior. Puede que solo estuvieran hechas de luz, pero no era una luz clara, no la sana y dorada luz del día. Era un resplandor pálido, anémico, enfermizo, teñido con el más vago tono verde. Pero afortunadamente era un resplandor que estaba más allá del alcance de Creighton cuando las luces rozaron las más altas agujas del árbol.
Observé cómo su resplandor iluminaba el rostro vuelto hacia arriba de Creighton mientras tensaba su cuerpo, y me interrogué acerca de su temeridad, de su obsesión por hallar la «realidad». ¿Estaba tanteando a ciegas en su búsqueda, o realmente iba tras el rastro de algo? ¿Y formaban las luces de los pinos parte de ello?
Cuando la primera luz pasó directamente encima de él, a menos de metro y medio de su mano tendida hacia arriba, le oí gritar:
—¡Están zumbando, Mac! ¡En un tono alto! ¿Puedes oírlo? ¡Es algo casi musical! ¡Y el aire aquí arriba hormiguea, casi como si estuviera cargado! ¡Esto es fantástico!
No oí ninguna música ni sentí ningún hormigueo. Todo lo que pude oír fue mi, corazón latiendo fuertemente en mi pecho, todo lo que pude sentir fue el frío sudor que había invadido todo mi cuerpo.
Creighton habló de nuevo, ahora estaba prácticamente gritando, pero en un idioma que no era inglés y no se parecía a ningún otro idioma que haya oído nunca. Estaba formado por cliqueteos y jadeos, y los pocos sonidos que parecían palabras no encajaban en ninguna lengua humana.
—Jon, ¿qué estás haciendo ahí arriba? —exclamé.
Me ignoró y siguió con aquel extraño galimatías, pero las luces lo ignoraron a su vez y pasaron por encima suyo como si él no existiera.
El racimo ya casi había pasado ahora, pero yo seguía sin poder sacudirme el pavor, aquella oscura sensación de que algo terrible estaba a punto de ocurrir.
Y entonces ocurrió.
La última luz del racimo era del tamaño de una pelota de baloncesto. Pareció como si fuera a alejarse por encima de Creighton como las demás, pero cuando se acercó al árbol disminuyó su velocidad y empezó a descender hacia la percha de Creighton.
Me sentí invadida por el pánico.
—¡Jon, cuidado! ¡Viene directamente hacia ti!
—¡Lo veo!
Mientras las otras luces se dirigían hacia la copa del siguiente árbol, esta última floto detrás y trazó un círculo alrededor del árbol de Creighton, al nivel de su cintura.
—¡Baja de ahí! —grité.
—¿Estás bromeando? ¡Esto es más de lo que había esperado nunca!
La luz dejó de moverse de pronto y flotó a un palmo o así frente al pecho de Creighton.
—Es fría —dijo este en un tono más bajo—. Luz fría.
Tendió la mano hacia ella y deseé gritarle que no lo hiciera, pero mi garganta estaba agarrotada. La punta de su dedo índice tocó el borde externo del resplandor.
—Realmente fría.
Vi su dedo hundirse en la luz hasta quizá la profundidad de su uña, y entonces, repentinamente, la luz se movió. Más que moverse, saltó sobre la mano de Creighton, engulléndola.
Fue entonces cuando Creighton empezó a gritar. Sus palabras eran apenas inteligibles, pero capté las palabras «frío» y «ardiente» una y otra vez. Corrí hacia la base del árbol, segura de que iba a perder el equilibrio, esperando poder hacer algo para amortiguar su caída. Vi la bola de luz extenderse y ascender por toda la longitud de su brazo, engulléndolo.
Entonces desapareció.
Por un instante pensé que se había ido. Pero cuando Creighton se aferró el pecho y lanzó un grito de terrible agonía me di cuenta con horror de que la luz no se había ido…, ¡estaba dentro de él!
Y entonces vi la parte de atrás de su camisa empezar a brillar. Observé cómo la luz rezumaba fuera de él y se reformaba en una esfera. Luego se elevó y se deslizó para seguir a las demás luces en la noche, dejando a Creighton solo en el árbol, sollozando y presa de grandes arcadas.
—¡Jon! —llamé—. ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
Cuando no respondió aferré el tronco del árbol. Pero antes de que pudiera intentar subir me detuvo.
—Quédate ahí, Mac. —Su voz era débil, temblorosa—. Ahora bajo.
Le tomó el doble de tiempo descender del que había empleado para subir. Sus movimientos eran lentos, inciertos, y tuvo que detenerse tres veces para descansar. Finalmente alcanzó la rama más baja, se colgó de ella con una mano y se soltó. Lo aferré inmediatamente para impedir que se derrumbara como un fardo, y le ayudé a regresar hacia la lámpara y los sacos de dormir.
—¡Dios mío, Jon! ¡Tu brazo!
A la luz de la lámpara su carne parecía estar humeando. La piel de su mano y de su antebrazo izquierdos estaba roja, parecía casi como escaldada. Se estaban empezando a formar ya pequeñas ampollas.
—Parece peor de lo que es.
—Tenemos que ver inmediatamente a un médico.
Se dejó caer de rodillas sobre su saco de dormir y se aferró su dañado brazo contra su pecho con el brazo bueno.
—Estoy bien. Ahora solo duele un poco.
—Se te va a infectar. Vamos. Veré si puedo conseguir que lleguemos a la civilización.
—Olvídalo —dijo, y capté que algo de fuerza volvía a su voz—. Aunque consigamos sacar el jeep de aquí, todavía estamos perdidos. No pudimos hallar nuestro camino fuera de aquí cuando aún era de día. ¿Qué te hace pensar que podremos hacerlo en la oscuridad?
Tenía razón. Pero debía hacer algo.
—¿Dónde está tu botiquín de primeros auxilios?
—No llevo ninguno.
Entonces estallé.
—¡Por Cristo, Jon! ¡Estás loco, ¿lo sabes?! ¡Podrías haberte caído de ese árbol y matarte! ¡Y si no acabas con gangrena en ese brazo será un milagro! ¿Qué demonios te hizo hacer algo tan estúpido?
Sonrió.
—¡Lo sabía! ¡Todavía me quieres!
La cosa no tenía ninguna gracia.
—Esto es serio, Jon. ¡Arriesgaste tu vida ahí arriba! ¿Para qué?
—Tengo que saber, Mac.
—¿«Saber»? ¿Qué tienes que «saber»? ¿Dejarás alguna vez de soltarme toda esa mierda?
—No puedo. No puedo dejar de hacerlo porque es cierto. Tengo que saber lo que es real y lo que no.
—Ahórrame…
—Lo digo en serio. Tú estás segura de saber lo que es real y así te sientes contenta y conforme con ello. No puedes imaginar lo que es no saberlo. Sentir que hay un velo delante de todo, una barrera que te impide ver lo que hay realmente ahí. No sabes lo que es pasarte la vida buscando el borde de ese velo para poder alzarlo y echar una mirada, solo una mirada, a lo que hay detrás. Sé que está ahí fuera, pero no puedo alcanzarlo. Tú no sabes lo que es eso, Mac. Te vuelve loco.
—Bueno, eso es una cosa en la que estoy de acuerdo.
Se echó a reír —sonaba tenso—, y tomó su recipiente de aguardiente de manzana con su mano buena.
—¿Todavía no has tenido bastante por esta noche?
Me odié a mí misma por sonar como una vieja regañona, pero lo que acababa de ver me había sacudido hasta lo más profundo. Todavía estaba temblando.
—No, Mac. El problema es que no he tenido bastante. En absoluto.
Me senté en mi saco de dormir, sintiéndome impotente y furiosa, y le contemplé dar un largo trago directamente del recipiente.
—¿Qué ocurrió ahí arriba, Jon?
—No lo sé. Pero no quiero que vuelva a pasar nunca.
—¿Y qué estabas diciendo? Casi sonaba como si las estuvieras llamando.
Alzó bruscamente la vista y me miró.
—¿Oíste lo que dije?
—No exactamente. Ni siquiera sonaba como si estuvieras hablando.
—Eso es porque no estaba hablando —dijo, y estuve segura de detectar alivio en su voz—. Estaba intentando atraer su atención.
—Bueno, seguro que lo lograste.
Creí verle sonreír al otro lado de la lámpara Coleman.
—Es cierto: lo hice, ¿no?
Observé que, en la noche a nuestro alrededor, los insectos estaban empezando a dejarse oír de nuevo.
7. EL LUGAR EVITADO
Había decidido permanecer despierta el resto de la noche, pero en algún momento debí quedarme dormida. Lo siguiente que recuerdo es que había luz en mis ojos. Me puse en pie de un salto, desorientada por un momento, luego recordé dónde estaba.
¿Pero dónde estaba Creighton? Su saco de dormir estaba extendido sobre la arena, con su brújula, su sextante y sus mapas encima, pero no había nadie a la vista. Le llamé por su nombre un par de veces. Me contestó desde alguna parte a mi izquierda. Seguí el sonido de su voz por entre la maleza y salí al borde de una pequeña charca rodeada de cedros blancos.
Creighton estaba arrodillado en su borde, recogiendo algo de agua con su mano derecha formando copa.
—¿Cómo hallaste esto?
—Sencillo. —Hizo un gesto hacia un grupo de patos que flotaban sobre la inmóvil superficie—. Seguí su graznar.
—Te estás convirtiendo en un buen rastreador. ¿Cómo está el agua?
—Polucionada. —Señaló una mancha aceitosa de color pardo azulado en la superficie—. Mira ese color. Parece té.
—Eso no es polución —le dije—. Eso que flota ahí es el inicio de una ciénaga ferrosa. Y esta es agua de cedro. Tiene este color a causa de los depósitos de hierro y de los cedros, pero es tan pura como la que más.
Junté las dos manos formando copa, recogí agua y di un largo sorbo.
—Casi dulce —dije—. Los capitanes marinos acostumbraban a acudir a estos lugares para llenar sus barriles de agua con agua de cedro antes de sus viajes largos. Decían que se mantenía fresca mucho más tiempo.
—Entonces supongo que uno puede bañarse en ella —dijo; se volvió, y al hacerlo me mostró su brazo izquierdo.
Jadeé. No pude evitarlo. Medio me había convencido a mí misma de que el incidente de aquella noche con las luces de los pinos había sido una pesadilla. Pero la enrojecida, costrosa, ampollada piel del brazo de Creighton decía otra cosa.
—Tengo que llevarte a un médico —dije.
—Estoy bien, Mac. No me duele. Solo lo noto caliente.
Hundió el brazo más allá del codo en la fría agua de cedro.
—¡Ah, eso sienta bien!
Miré a mi alrededor. El sol brillaba en un cielo sin nubes. No tendríamos problemas en hallar nuestro camino fuera de allí esta mañana. Miré por encima de la charca. Agua. El arenoso suelo de los Pine Barrens es como una gigantesca esponja que absorbe un amplio porcentaje de la lluvia que cae sobre él. Es el mayor acuífero de todo el nordeste. Ningún río fluye entrando en las tierras de los pinos, solo saliendo. El agua allí es glacial en su pureza. En alguna parte había leído que los Barrens contienen una cantidad de agua equivalente a un lago con un área superficial de dos mil quinientos kilómetros cuadrados y una profundidad media de veinticinco metros.
Aquella pequeña extensión de agua tenía menos de cincuenta metros de diámetro. Observé los patos. Graznaban pacíficamente, yendo de un lado para otro, sumergiendo ocasionalmente sus cabezas. Luego uno de ellos emitió un sonido diferente, más como un chillido. Agitó una vez las alas y desapareció. Ocurrió en un parpadeo. En un segundo era un pato que flotaba en el agua, al segundo siguiente solo unas flotantes burbujas.
—¿Viste eso? —exclamó Creighton.
—Sí, lo he visto.
—¿Qué le ha ocurrido a ese pato? —Pude ver la excitación que empezaba a brillar en sus ojos—. ¿Qué significa?
—Significa una tortuga mordedora. Una grande. Veinte kilos o más, estoy segura.
Creighton sacó el brazo de la charca.
—Creo que ya lo he remojado lo suficiente por ahora.
Mojó una toalla en el agua y se envolvió el brazo con ella.
Regresamos a los sacos de dormir, recogimos las cosas y nos abrimos camino entre la maleza hasta el Wrangler.
El jeep estaba ocupado.
Había gente dentro, y gente sentada en el capó y de pie en los parachoques. Una buena media docena en total.
Solo que no eran como ninguna gente que haya visto nunca.
Iban vestidos como pineys típicos, pero sucios y andrajosos. Los cuatro hombres llevaban tejanos o pantalones de lona, camisas de diversas telas y colores o simples camisetas blancas; las dos mujeres llevaban monos de algodón. Pero todos eran deformes. Sus cabezas tenían extrañas formas y tamaños, algunas eran demasiado pequeñas, otras grandes y ladeadas, con bulbosas protuberancias. Los ojos de un par no estaban alineados. Todos parecían tener un brazo o una pierna más largo que el otro. Sus dientes, al menos en los que todavía tenían alguno, parecían haber brotado en ángulos al azar.
Cuando nos vieron empezaron a parlotear y a señalar en nuestra dirección. Abandonaron el Wrangler y nos rodearon. Formaban un grupo intimidante.
—¿Es tuyo este coche? —me preguntó un hombre joven con la cabeza deformada hacia un lado.
—No. —Señale a Creighton—. Es suyo.
—¿Es tuyo este coche? —le preguntó a Creighton.
Supuse que no me había creído.
—Es un jeep —dijo Creighton.
—¡Jeep! ¡Jeep! —Se echó a reír, sin dejar de repetir la palabra. Los otros a su alrededor corearon.
Miré a Creighton y me encogí de hombros. Al parecer habíamos llegado a un enclave habitado por el tipo de gente que había ayudado a conseguir que «piney» se convirtiera en un término de burla poco antes de la Primera Guerra Mundial. Eso fue cuando Elizabeth Kite publicó un informe titulado Los pineys que fue sensacionalizado por la prensa y condujo a la visión de que las tierras de los pinos eran la cuna del alcoholismo, el analfabetismo, la degeneración, el incesto, y la «imbecilidad» resultante.
Injusto e incierto. Pero no enteramente falso. Siempre había habido analfabetismo y alcoholismo en lo más profundo de las tierras de los pinos. La escolarización solía tender a ser rudimentaria, si existía. ¿Y en cuanto a la bebida? El primer servicio de «autobebida» se originó antes de la Revolución en las tabernas pineys, que permitían que los clientes cabalgaran hasta una ventana, llenaran ahí sus recipientes con aguardiente de manzana, pagaran, y siguieran su camino sin siquiera desmontar. Pero después de que la economía de los Pine Barrens empezara a flaquear, y la mayoría de los trabajadores se trasladaran a pastos más verdes, buena parte de la estructura social se colapsó. Aquellos que se quedaron relajaron un poco los tabúes del por qué, cómo y con quién del matrimonio. Los resultados fueron inevitables.
Supuestamente todo eso había cambiado en los tiempos modernos, excepto en las zonas más aisladas de los Pines. Habíamos topado con una de esas zonas. Excepto que las deformidades aquí eran extraordinarias. Había visto algunos de los consanguíneos en mi juventud. Había algo sutilmente extraño en ellos, pero nada que sorprendiera demasiado. Esta gente te hacía pararte en tu camino.
—Vayamos hacia el jeep mientras siguen parloteando —dije por la comisura de la boca.
—No. Espera. Esto es fascinante. Además, necesitamos su ayuda.
Se dirigió al grupo como un conjunto y les pidió su ayuda para desatascar el jeep.
—Arena de azúcar —dijo alguien, y las palabras fueron repetidas de boca en boca. Pero arrimaron voluntariamente el hombro y al cabo de pocos minutos el Wrangler estaba de nuevo sobre terreno firme.
—¿Dónde vivís? —preguntó Creighton a quien fuera que estuviese escuchando.
—En la ciudad —dijo alguien, y como uno solo todos apuntaron al este, hacia el sol. Era también la dirección que habían tomado las luces por la noche.
—¿Me la mostraréis?
Asintieron y farfullaron y tiraron de nuestras mangas, ansiosos por mostrárnosla.
—De veras, Jon —dije—. Tendríamos que ir a…
—Mi brazo puede esperar. Esto no tomará mucho tiempo.
Seguimos al grupo colina arriba a lo largo de un serpenteante sendero que ningún vehículo excepto una moto podría tomar. Los árboles se hicieron más densos, y pronto estábamos bajo su sombra. Y de pronto aquellos árboles se abrieron, y estuvimos en su «ciudad».
Una bruma azul de humo de madera flotaba sobre una destartalada colección de casuchas hechas de desechos de tablones y planchas de metal. Había basura por todas partes, y todo el mundo salió a ver a los forasteros. Nunca había visto tanta escualidez.
El tipo con la cabeza deformada hacia un lado que había preguntado acerca del jeep empujó a Creighton hacia una de las casas.
—Hey, míster, usted entiende de máquinas. ¿Por qué esta no funciona?
Tenía un viejo televisor dentro de su choza de una sola habitación. Movió los botones hacia uno y otro lado.
—No funciona. No salen imágenes.
—Necesitas electricidad —le dijo Creighton.
—La tengo. La tengo. La tengo.
Nos condujo a la parte de atrás para mostrarnos el cable que había tendido desde un árbol hasta el techo de la casa.
Creighton me miró con ojos impresionados.
—Esto es horrible. Nadie debería vivir así. ¿No podemos hacer nada por ellos?
Su compasión me sorprendió. Nunca pensé que pudiera haber sitio para las preocupaciones de los demás en aquella vida absorta en sí misma. Pero Jonathan Creighton siempre había sido un manantial de sorpresas.
—No mucho. Todos me parecen más bien satisfechos con su vida. Parecen tener su propia pequeña comunidad. Si llamas la atención del gobierno hacia ellos, serán separados y la mayoría probablemente llevados a instituciones u hogares para indigentes. Supongo que lo mejor que puedes hacer es darles todo lo que creas que puede ayudarles a hacer que su vida aquí sea mejor.
Creighton asintió, sin dejar de mirar a su alrededor.
—Hablando de «aquí» —dijo, bajando la mochila de su hombro—, veamos dónde estamos.
La deformada gente del lugar miraron con franca admiración mientras él tomaba sus lecturas. Alguien le preguntó: «¿Qué es esa cosa?» un centenar de veces. Como mínimo. Otro le preguntó: «¿Qué le ocurrió a tu brazo?» un número igual de veces. Creighton fue heroicamente paciente con todos ellos. Se arrodilló en el suelo para transferir sus lecturas al mapa, luego alzó la vista hacia mí.
—¿Sabes dónde estamos?
—En el otro lado de Razorback Hill, diría.
—Acertaste.
Se puso en pie y reunió a los del lugar a su alrededor.
—Estoy buscando un lugar especial por aquí —dijo.
La mayoría asintieron ansiosamente. Uno de ellos dijo:
—Conocemos todos los lugares de por aquí, sí.
—Bien. Estoy buscando un lugar donde no crece nada. ¿Conocéis un lugar así?
Fue como si toda aquella gente estuviera conectada a un enchufe común y Creighton acabara de tirar del cable. Las luces se apagaron, cayeron las sombras, los carteles de «Abierto» cambiaron a «Cerrado». Empezaron a alejarse.
—¿Qué es lo que he dicho? —exclamó, volviendo sus ansiosos y desconcertados ojos hacia mí—. ¿Qué es lo que he dicho?
—Estás empezando a sonar como Ray Charles —respondí—. Evidentemente no quieren saber nada con este «lugar donde no crece nada» que acabas de mencionar. ¿Qué es todo esto, Jon?
Ignoró mi pregunta y apoyó su mano buena en el hombro de uno de los hombres de cabeza pequeña.
—¿No me llevarás allí si sabes dónde está?
—Sabemos dónde está —dijo el hombre con voz chirriante—. Pero nunca vamos allí, de modo que no podemos llevarte allí. ¿Cómo podemos llevarte allí si nunca vamos allí?
—¿Nunca vais allí? ¿Por qué no?
Los otros se habían detenido y estaban escuchando la conversación. El hombre de la cabeza pequeña miró a su alrededor a sus compañeros, y su expresión parecía preguntarles: ¿Cómo puede ser alguien tan estúpido? Luego se volvió a Creighton.
—No vamos allí porque nadie va allí.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Creighton.
—Fred.
—Fred, yo me llamo Jon, y te daré… —Rebuscó en sus bolsillos, luego se quitó el reloj de pulsera de la muñeca—. Te daré este hermoso reloj al que no necesitas dar cuerda, ¿ves cómo cambian los números a cada segundo?, si me llevas al lugar donde no vais y me señalas el lugar donde no crece nada. ¿Qué te parece?
Fred tomó el reloj y se lo acercó a su ojo derecho, luego sonrió.
—¡Ven! ¡Te lo mostraré!
Creighton echó a andar detrás de Fred, y yo eché a andar detrás de Creighton.
De nuevo fuimos conducidos por un serpenteante sendero, este más estrecho todavía que el de antes, y menos definido a medida que avanzábamos. Observé que los árboles eran menores en número y más pequeños y retorcidos, y la maleza era menos abundante, y las hojas estaban curvadas en sus bordes. Seguimos a Fred hasta que se detuvo tan bruscamente como si hubiera tropezado con un muro invisible. Vi por qué: el sendero que habíamos seguido se detenía allí. Señaló hacia adelante a través de lo que quedaba de árboles y maleza.
—El punto desnudo está al otro lado de esa elevación.
Se dio la vuelta y se alejó apresuradamente por donde habíamos venido.
¿Punto desnudo?
Creighton me miró, luego se encogió de hombros.
—¿Tienes tu machete a mano, Mac?
—No, buana.
—Lástima. Supongo que vamos a tener que abrirnos camino de todos modos.
Volvió a enrollarse la toalla en su brazo quemado y echó a andar. No fue tan difícil como cabía esperar. La maleza disminuyó rápidamente, así que avanzamos más aprisa de lo que habíamos anticipado. Pronto salimos a un pequeño campo flanqueado con flacos hierbajos y ocupado por algunos dispersos y dolorosamente retorcidos troncos de árboles muertos. Y en el centro del campo había una extensión de arena desnuda.
… un lugar donde no crece nada…
Creighton avanzó rápidamente. Yo me contuve, retenida por una sensación de anticipación. La misma cosa en lo más profundo de mi interior que me había hecho sentir miedo de las luces de los pinos me hacía sentir miedo ahora de este lugar. Había algo que no estaba bien allí, como si la Naturaleza hubiera sido descuidada, hubiera cometido un error en aquel lugar y nunca hubiera sido capaz de rectificarlo. Como si…
¿En qué estaba pensando? No era más que un campo vacío. No había luces extrañas zumbando en el cielo. Ni pájaros tampoco, incidentalmente. ¿Y qué? El sol estaba alto, soplaba una ligera brisa…, o al menos había soplado hacía unos momentos.
Me sobrepuse a mis instintos y seguí a Creighton. Toqué el torturado tronco de uno de los árboles muertos cuando pasé por su lado. Estaba duro y frío, como piedra. Un árbol petrificado. En las tierras de los pinos.
Seguí avanzando apresuradamente y alcancé a Creighton en el borde del «punto desnudo». Lo estaba contemplando como sumido en un trance. La mancha era más o menos ovalada, quizá de diez metros de diámetro. Nada crecía en ella. Nada.
—Mira esta prístina arena —dijo en un susurro—. Los pájaros no vuelan por encima, los insectos y los animales no entran en ella. Solo el viento la toca y la modela. Este es el aspecto que tenía la arena al principio de los tiempos.
Yo siempre había tenido la impresión de que la arena todavía no era arena al principio de los tiempos, pero no discutí con él. Estaba en trance. Lo recordaba muy bien de la universidad: no puedes detener al Loco Creighton cuando está en trance.
De todos modos, vi lo que quería decir. La arena estaba ondulada como si fuera agua, con el aspecto que debe de tener la arena en algunas zonas del Sáhara lejos de las rutas comerciales. Vi huellas de animales que conducían hasta allí y luego se desviaban hacia un lado. Creighton tenía razón: nada había hollado nunca aquel suelo.
Excepto Creighton.
Sin advertencia previa cruzó la línea invisible y caminó hasta el centro del punto desnudo. Abrió los brazos, alzó la vista al cielo y giró sobre sí mismo en mareantes círculos. Sus ojos brillaban intensamente, su expresión era extática. Parecía delirante.
—¡Esto es! ¡Lo he encontrado! ¡Este es el lugar!
—¿Qué lugar, Jon?
Me detuve de pie en el borde del óvalo, no deseosa de cruzar el límite, hablando en el tono llano que emplearía para convencer a una persona drogada de que volviera de un mal viaje o a un suicida que se retirara de la cornisa desde la cual quiere lanzarse al vacío.
—¡Donde todo se junta y todo se separa! ¡Donde la Verdad es revelada!
—¿De qué demonios estás hablando, Jon?
Estaba cansada e inquieta y deseaba irme a casa. Ya había tenido suficiente, y supongo que mi voz lo reflejaba. El éxtasis desapareció. Bruscamente estuvo de nuevo sobrio.
—Nada, Mac. Nada. Solo déjame tomar unas cuantas lecturas y nos iremos de aquí.
—Esa es la mejor noticia que he oído esta mañana.
Me lanzó una rápida mirada. No supe si reflejaba irritación o decepción. Y no me importó.
8. SE EXTIENDE LA INFECCIÓN
Volvimos a la carretera asfaltada sin demasiada dificultad. Hablamos poco en el camino de vuelta. Me dejó en mi casa y prometió ver a un médico antes de que terminara el día.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le pregunté mientras cerraba la portezuela del pasajero y le miraba a través de la abierta ventanilla.
Esperaba que no me pidiera que lo guiara de nuevo a los Pines. Estaba segura de que no había sido sincero conmigo acerca de su investigación. No sabía detrás de qué iba, pero sabía que no era el Demonio de Jersey. Una parte de mí decía que era mejor no saberlo, puesto que este hombre era un juggernaut con una cita con el desastre.
—No estoy seguro. Puede que vuelva y vea a esa gente, los del otro lado de Razorback Hill. Quizá les traiga algo de ropa, algo de comida.
Contra mi voluntad, me sentí un poco emocionada.
—Eso sería muy considerado de tu padre. Pero no les traigas pan para tostar o comida preparada para el microondas.
Se echó a reír.
—Lo tendré en cuenta.
—¿Dónde te alojas?
Dudó, con aire incierto.
—En un motel llamado el Laurelton Circle Motor Inn.
—Lo conozco.
Un lugar pequeño. Con el nombre de un círculo automovilístico que ya no existía.
—Estoy en la habitación cinco si necesitas algo de mí, pero… ¿Puedes hacerme un favor? Si viene alguien preguntando por mí, no le digas dónde estoy. No le digas a nadie ni siquiera que me has visto.
—¿Estás metido en algún tipo de problema?
—Un malentendido, eso es todo.
—No querrás ser un poco más explícito, ¿verdad?
Su expresión era sombría.
—Cuanto menos sepas, Mac, mejor.
—Como todo lo demás en los últimos dos días, ¿no?
Se encogió de hombros.
—Lo siento.
—Yo también. Mira. Párate un momento en mi casa antes de volver a Razorback. Puede que tenga algunas cosas que pueda darte para esa gente.
Saludó con su mano quemada y se fue.
Creighton se detuvo unos pocos días más tarde en mi casa en su camino de vuelta a Razorback Hill. Su brazo izquierdo estaba fuertemente vendado.
—Tenías razón —dijo—. Está infectado.
Le di algunos suéteres y faldas viejos y dos pares de tejanos que ya no me encajaban como deberían.
Unos pocos días más tarde me tropecé con él en el pasillo de complementos para el hogar del Pathmark. Había cogido algunas latas de comida y estaba comprando un par de abrelatas para la gente de Razorback. Su brazo izquierdo estaba vendado como la otra vez, pero me preocupó el ver que ahora había una venda también en su mano derecha.
—La infección se ha extendido un poco, pero el médico dice que todo está bien. Me ha dado ese nuevo antibiótico. Seguro que la domina.
Mirándole ahora más de cerca a la luz fluorescente del supermercado vi que estaba pálido y sudoroso. Parecía haber perdido peso.
—¿Quién es tu médico?
—Un tipo de Neptune. Un especialista.
—¿En quemaduras de luces de los pinos?
Su risa fue un poco demasiado fuerte, un poco demasiado larga.
—¡No! En infecciones.
Lo dudé. Pero Jon Creighton ya era un hombre adulto. Yo no podía hacerle de madre.
Escogí algunas latas de comida, pagué detrás de Creighton y le di la bolsa.
—Dales mis saludos —le dije.
Sonrió inexpresivamente y se alejó a toda prisa.
A finales de agosto conducía Brick Boulevard abajo cuando divisé su Wrangler junto a la ventanilla del drive-in del Burger King. Aparqué en el estacionamiento y caminé hasta allí.
—¡Jon! —dije a través de la ventanilla del jeep, y le vi saltar sobresaltado.
—Oh, Mac. ¡Nunca hagas eso!
Pareció aliviado, pero no terriblemente alegre de verme. Su rostro tenía un aspecto más delgado, pero quizá fuera debido a la barba que había empezado a dejarse crecer. Una barba de fugitivo.
—Lo siento —dije—. Me estaba preguntando si no preferirías que fuéramos juntos a comer algo auténtico.
—Oh. Bueno. Gracias, pero tengo un montón de cosas que hacer. Quizás algún otro día.
Pese al calor, llevaba unos pantalones de pana y una camisa de franela de manga larga. Observé que sus dos manos todavía estaban vendadas. Una alarma sonó en mi interior.
—¿Aún no ha desaparecido esa infección?
—Va remitiendo lentamente, pero va remitiendo.
Miré sus pies y observé que sus tobillos parecían más gruesos. Sus zapatos de lona tenían los cordones quitados y sus lengüetas colgaban fuera, mientras los lados de la tela se tensaban para acomodar sus hinchados pies.
—¿Qué les ha ocurrido a tus pies?
—Un pequeño edema. Un efecto secundario de las medicinas. Mira, Mac, tengo que irme. —Puso en marcha el Wrangler—. Te llamaré pronto.
Fue un par de semanas después del Día del Trabajo, y había estado pensando mucho en Creighton. Estaba preocupada por él, y me daba cuenta de que aún albergaba profundos sentimientos hacia él que me costaba admitir.
Entonces el policía del estado se presentó en mi oficina. Era grande e intimidante detrás de sus gafas oscuras; su corte de pelo estaba a solo un milímetro de la completa calvicie. Me mostró una granulosa foto de Jon Creighton.
—¿Conoce a este hombre? —preguntó con una voz profunda.
Mi boca se secó cuando pensé que iba a preguntarme si estaba implicada en algo que Creighton había hecho o, peor, si no me importaba ir a identificar su cadáver.
—Claro —dije—. Fuimos juntos a la universidad.
—¿Lo ha visto este último mes?
No dudé. Mi voz fue firme.
—No. No desde la graduación.
—Tenemos razones para creer que está en la zona. Si le ve, contacte con la Policía del Estado o con su policía local inmediatamente.
—¿Qué es lo que ha hecho, agente?
Se volvió y se dirigió hacia la puerta sin dignarse contestar. Aquel tipo de arrogancia nunca dejaba de despertar algo fuerte en mí.
—Le he hecho una pregunta, agente. Espero la cortesía de una respuesta.
Se volvió y me miró, luego se encogió de hombros. Algo de la fachada de Harry el Sucio se deslizó de su rostro con el encogimiento.
—¿Por qué no? —dijo—. Es buscado por un gran robo.
Oh, estupendo.
—¿Qué ha robado?
—Un libro.
—¿Un libro?
—Ajá. ¿Puede creerlo? Tenemos violaciones y asesinatos y atracos a mano armada, pero ese libro recibe prioridad. No me importa lo valioso que sea o lo mucho que lo desee alguna universidad de Massachusetts. Es solo un libro. Pero la gente de Massachusetts arde realmente en ansias por recuperarlo. Su gobernador se ha puesto en contacto con nuestro gobernador y…, bueno, ya sabe cómo son estas cosas. Encontramos su coche abandonado cerca de Lakehurst hace poco, así que sabemos que ha estado por aquí.
—¿Cree usted que ha ido a algún lado a pie?
—Quizás. O quizás ha alquilado o robado otro coche. Estamos investigándolo.
—Si se presenta, se lo haré saber.
—Hágalo. Tengo la impresión de que si devuelve el libro de una sola pieza, será perdonado.
—Le diré eso si tengo la oportunidad.
Tan pronto como se hubo ido llamé por teléfono al motel de Creighton. Su voz era densa cuando dijo hola.
—¡Jon! ¡La Policía del Estado acaba de estar aquí buscándote!
Murmuró algunas palabras que no comprendí. Algo iba mal. Colgué y fui a mi coche.
Hay solo unas veinte habitaciones en ese motel en particular. Divisé el Wrangler aparcado en un espacio en el extremo más alejado del pequeño aparcamiento. El número cinco estaba en una esquina en el primer piso. Un cartel de no molesten colgaba del picaporte. Llamé dos veces a la puerta sin obtener respuesta. Giré el picaporte. La puerta cedió.
Dentro estaba oscuro excepto la luz diurna que entraba del exterior. Y esa luz reveló una zona de desastre. La habitación parecía el interior de un depósito de basura detrás de un bloque de tiendas de comida rápida. Y olía igual. Había cajas de pizza, envoltorios de hamburguesa, cartones de comida china, un muestrario de todos los lugares de la zona que servían comida a domicilio. Y hacía calor. O bien el aire acondicionado no funcionaba, o había sido desconectado.
—¿Jon? —Encendí la luz—. John, ¿estás aquí?
Estaba en una silla en un rincón junto a la parte más alejada de la cama, acurrucado bajo un montón de mantas. Había papeles y mapas apilados en la mesilla de noche a su lado. Su rostro, donde era visible por encima de su enmarañada barba, estaba pálido y tenso. Parecía como si hubiera perdido quince kilos. Cerré la puerta de golpe y me quedé allí, asombrada.
—Dios mío, Jon, ¿qué ocurre?
—Nada. Estoy bien. —Su voz, ronca y densa, decía otra cosa—. ¿Qué estás haciendo aquí, Mac?
—Vine a decirte que la Policía del Estado está yendo por aquí con fotos tuyas, pero puedo ver que ese es el menor de tus problemas. ¡Estás realmente enfermo! —Tendí la mano hacia el teléfono—. Voy a llamar a una ambulancia.
—¡No! ¡Mac, por favor, no lo hagas!
El terror y la absoluta angustia de su voz me detuvieron. Me quedé mirándolo, con el receptor aún en la mano.
—¿Por qué no?
—¡Porque te suplico que no lo hagas!
—¡Pero estás enfermo, puede que te estés muriendo, no estás en tus cabales!
—No. No es así. Créeme cuando te digo que ningún hospital en el mundo puede ayudarme…, porque no me estoy muriendo. Y si alguna vez me has amado, si alguna vez has sentido algo por lo que soy y lo que deseo de mi vida, entonces colgarás este teléfono y saldrás por esta puerta.
Permanecí inmóvil allí en la ardiente y húmeda escualidez de aquella diminuta habitación, con el receptor en la mano, oliendo la basura, detectando el asomo de otro olor, una sutil y acre fetidez subyacente a todo lo demás, y me sentí desgarrada ante la elección a la que me enfrentaba.
—Por favor, Mac —dijo—. Eres la única persona en el mundo que puede entender. No me pongas en manos de extraños. —Sollozó una vez—. No puedo luchar contigo. Solo puedo suplicarte. Por favor. Cuelga el teléfono y márchate.
Fue el sollozo lo que lo consiguió. Colgué de golpe el receptor.
—¡Maldito seas!
—Dos días, Mac. En dos días estaré mejor. Aguarda y verás.
—Tienes malditamente razón, lo veré… ¡Me quedo aquí contigo!
—¡No! ¡No puedes! ¡No tienes derecho a entrometerte! ¡Esta es mi vida! ¡Tienes que dejarme tomarla cuando deba hacerlo! Ahora márchate, Mac. Por favor.
Tenía razón, por supuesto. Esto era lo que habíamos acordado durante el tiempo que estuvimos juntos. Tenía que marcharme. Y eso me estaba matando.
—Está bien —dije, venciendo el nudo en mi garganta—. Tú ganas. Nos veremos dentro de dos días.
Sin aguardar una respuesta, abrí la puerta y salí a la brillante luz del sol de Septiembre.
—Gracias, Mac —dijo a mis espaldas—. Te quiero.
No quise oír aquello. Eché una última mirada atrás mientras cerraba la puerta. Estaba envuelto del cuello al suelo por las mantas, pero en el último instante antes de que la puerta interrumpiera mi visión creí ver algo blanco y puntiagudo, del tamaño de la circunferencia de una manguera de jardín, serpentear sobre la moqueta desde debajo de las mantas y luego ponerse rápidamente a cubierto.
Una oleada de náusea me aplastó contra la pared exterior del motel cuando la puerta acabó de cerrarse. Me recliné en ella, presa de náuseas, intentando recuperar la respiración.
Un truco de la luz. Eso fue lo que me dije mientras desaparecía el vértigo. Había estado frunciendo los ojos al resplandor y la luz me había jugado un truco.
Por supuesto, no tenía que aceptar o no simplemente lo que creía haber visto. Podía abrir la puerta y comprobarlo. Adelanté realmente la mano y así el picaporte, pero no pude hallar el valor para hacerlo girar.
Dos días. Creighton había dicho dos días. Entonces lo averiguaría.
Pero no pude aguardar dos días. Fui incapaz de concentrarme en mi trabajo a la mañana siguiente y terminé cancelando todos mis compromisos. Pasé todo el día yendo de un lado para otro en mi oficina o en la sala de estar de mi casa; y cuando no iba de un lado para otro estaba al teléfono. Llamé a la Sociedad de Folklore Norteamericano y a la Sociedad Histórica de Nueva Jersey. No solo no le habían concedido a Creighton las subvenciones de las que me había hablado, sino que nunca habían oído hablar de él.
A la caída de la noche ya no pude resistir más. Empecé a llamar a la habitación de Creighton. No obtuve respuesta. Lo intenté un montón de veces, pero cuando a las once siguió sin responder me encaminé al motel.
Casi me sentí aliviada cuando vi que el Wrangler no estaba en el aparcamiento. La habitación cinco seguía sin estar cerrada con llave y era todavía un basurero, lo cual significaba que aún la tenía alquilada…, o no hacía mucho que se había ido.
¿Detrás de qué iba?
Empecé a registrar la habitación. Encontré el libro debajo de la cama. Era grande, pesado, envuelto en plástico, con una nota garabateada y pegada encima:
Por favor, devolver a los archivos de la U. Miskatonic.
Lo saqué del plástico. Estaba encuadernado en piel y escrito a mano en latín. Apenas pude descifrar el título, algo así como Liben Damnatus. Pero dentro de la tapa delantera estaban los mapas de Creighton y un fajo de notas en su propia letra inclinada hacia atrás. Las notas estaban desordenadas y probablemente carecerían de ilación aunque fueran ordenadas correspondientemente. Pero algunas palabras y frases se repetían: punto nexo y equinoccio y los lumens y el velo.
Me tomó un tiempo, pero finalmente conseguí extraer algo de sentido al conjunto. Al parecer una sección del libro que había robado Creighton se refería a una serie de «puntos nexo» alrededor del globo donde dos veces al año, en los equinoccios de primavera y otoño, «el velo» que oscurece la realidad se desprende por un corto tiempo, permitiendo a un alma intrépida echar una ojeada por debajo del borde inferior y ver la auténtica naturaleza del mundo a nuestro alrededor, el mundo que no se nos «permite» ver. Esos «puntos nexo» son pocos y se hallan muy dispersos. De los cuatro conocidos, hay uno en cada polo, uno en el Tibet, y uno cerca de la costa este de Norteamérica.
Suspiré. El Loco Creighton había empezado realmente a vivir de acuerdo con su nombre. Era triste. Pero muy propio de él. Había sido el cínico definitivo, y ahora estaba arriesgando su salud y su libertad persiguiendo aquella basura mística.
Y lo que era más triste todavía era cómo me había mentido. Evidentemente no había estado buscando historias del Demonio de Jersey: había estado buscando uno de esos «puntos nexo». Y probablemente estaba convencido de que había encontrado uno detrás de Razorback Hill.
Sentí piedad por él. Pero seguí leyendo.
Según las notas, esos «puntos nexo» pueden localizarse siguiendo «los lumens» hasta un lugar evitado tanto por los hombres como por los animales y la vegetación.
De pronto me sentí inquieta. «Los lumens». ¿Podía referirse aquello a las luces de los pinos? Y el «punto desnudo» que Fred nos había mostrado…, aquel era ciertamente un lugar evitado por hombres, animales y vegetación.
Hallé toda una hoja llena con notas acerca de la gente de Razorback. El último párrafo era especialmente inquietante:
La gente que vive al otro lado de Razorback Hillno es deforme por la consanguinidad, aunque estoy seguro de que esto también contribuyó. Creo que sus deformaciones son resultado de vivir durante generaciones cerca del punto nexo. El alzamiento semianual del velo debe de haber causado daños genéticos a lo largo de los años.
Tomé los mapas de Creighton y los desdoblé encima de la cama. Seguí las líneas que había trazado desde Apple Pie Hill, desde la carbonera de Gus y desde nuestro campamento. Las tres líneas representaban trayectorias de las luces de los pinos, y las tres se intersectaban en un lugar cerca del círculo que había trazado y etiquetado como Razorback Hill. Y al lado mismo de la intersección de las trayectorias de las luces de los pinos, casi encima de ella, había trazado otro círculo, uno pequeño, marcado con la latitud y la longitud, ¡y etiquetado Nexo!
Ahora estaba preocupada. Incluso mi escepticismo empezaba a flaquear. Todo encajaba demasiado perfectamente. Miré mi reloj. Las once treinta y dos. La fecha decía «21». 21 de Septiembre. ¿Cuándo era el equinoccio? Tomé el teléfono y llamé a un viejo recolector de almejas que había sido cliente mío desde que había abierto mi oficina. Sabía la respuesta:
—El equinoccio de otoño. Eso es el veintidós de Septiembre. Aproximadamente dentro de media hora.
Colgué el teléfono y corrí hacia mi coche. Sabía exactamente dónde encontrar a Jon Creighton.
9. EL BORDE DEL VELO
Conduje a toda velocidad Parkway abajo hasta la salida del río Bass e intenté hallar el camino al lugar de Gus Sooy. Lo que había sido un viaje difícil de día demostró ser varios órdenes de magnitud más difícil en la oscuridad. Pero conseguí hallar el cedro colorado de Gus. Mi plan era convencerle de que me mostrara el camino más corto hasta el otro lado de Razorback Hill, suponiendo que el hecho de que Creighton estuviera ya allí lo haría más tratable. Pero cuando llegué al claro de Gus Sooy descubrí que no estaba solo.
La gente de Razorback estaba allí. Todos, a juzgar por su número.
—¿Qué quieres?
Antes de que pudiera responder, la gente de Razorback me reconoció y una pequeña horda se arracimó a mi alrededor.
—¿Por qué están todos aquí? —le pregunté a Gus.
—Simplemente han venido de visita —dijo de forma intrascendente, pero sin mirarme a los ojos.
—No tiene nada que ver con lo que está ocurriendo en el punto desnudo al otro lado de Razorback Hill, ¿verdad?
—¡Maldita sea! Habéis estado husmeando por ahí, ¿no es cierto? Tú y tu amigo. Me han dicho que no deja de venir por aquí, haciendo todo tipo de preguntas. ¿Dónde está ahora? ¿Oculto entre los matorrales?
—Está ahí —dije, señalando la cima de Razorback Hill—. Y si mis suposiciones son correctas, está de pie en el centro mismo del punto desnudo.
Gus dejó caer la jarra de aguardiente que sostenía. Se hizo pedazos sobre las tablas de sus escalones delanteros.
—¿Sabes lo que va a ocurrirle?
—No —dije—. ¿Lo sabe usted? —Miré a mi alrededor a la gente de Razorback—. ¿Lo saben ellos?
—No creo que nadie lo sepa, y menos que nadie ellos. Pero están asustados. Vienen aquí dos veces al año, cuando ese punto desnudo empieza a actuar.
—¿Ha visto alguna vez lo que ocurre allí?
—Una vez. Y no deseo volver a verlo nunca más.
—¿Por qué no se lo han dicho a nadie?
—¿El qué? ¿Y traer hasta aquí todo tipo de sesudos para que miren y hablen y arruinen el lugar? Todos preferimos sufrir dos veces al año la locura del punto desnudo que tener la locura de los sesudos todos los días del año.
No tenía tiempo para entrar en la teoría de que el punto desnudo estaba dañando genéticamente a la gente de Razorback. Debía encontrar a Creighton.
—¿Cómo puedo llegar hasta allí? ¿Cuál es el camino más rápido?
—No puedes…
—¡Ellos fueron allí! —Señalé a la gente de Razorback.
—¡Está bien! —dijo con franca hostilidad—. Tú misma. Hay un sendero detrás de mi cabaña. Síguelo por el flanco izquierdo de la colina.
—¿Y luego?
—Luego ya no necesitarás ninguna dirección. Sabrás dónde ir.
Sus palabras tenían un ominoso eco, pero no podía entretenerme. Me sentía impulsada por una sensación de enorme urgencia. El tiempo se estaba acabando. Rápido. Tenía ya mi linterna, así que me apresuré hacia la parte de atrás de su cabaña y seguí el sendero.
Gus tenía razón. Cuando crucé el flanco de la colina vi destellos a través de los árboles allá al frente, como relámpagos, como si una diminuta y muy violenta tormenta eléctrica hubiera bajado hasta el suelo y se hubiera anclado allí. Incrementé el paso, corriendo allá donde el terreno me lo permitía. El viento se hizo más fuerte a medida que me acercaba a la zona de la tormenta, cambiando de una suave brisa a un fuerte ventarrón en el momento en que salí de los matorrales y me encontré en el claro que rodeaba el punto desnudo.
Caos. Esta es la única forma en que puedo describirlo. Una pesadilla de luces en cascada y rugiente viento. Las luces de los pinos —o lumens— estaban allí, cientos de ellas, de todos los tamaños, no afectadas por el rugiente vórtice de aire mientras giraban en locos arcos, cada una destellando brillante como si trenzara el espacio por encima del punto desnudo. Y el propio punto desnudo brillaba con una débil luz purpúrea que alcanzaba los diez o doce metros en el aire antes de desvanecerse en la noche.
El libro robado, las notas de Creighton…, no eran una locura mística. Algo cataclísmico estaba ocurriendo allí, algo que desafiaba todas las leyes de la naturaleza, si de hecho esas leyes tenían algún significado real. Si aquel era uno de los puntos nexo que había descrito, un efímero desgarrón en la realidad que nos rodeaba, solo Creighton podía decirlo con seguridad ahora.
Porque pude ver a alguien en el punto desnudo. No podía distinguir sus rasgos desde donde estaba, pero sabía que era Jonathan Creighton.
Avancé hasta alcanzar el borde, pero me detuve en la arena antes de cruzar realmente al resplandor. Creighton estaba allí, de rodillas, manos y pies enterrados en la arena. Estaba mirando a su alrededor, con una expresión que era una intranquila mezcla de miedo y maravilla. Grité su nombre, pero no me oyó por encima del rugir del viento. Dos veces miró directamente hacia mí, pero pese a mis frenéticos gritos y gestos no me vio.
No veía otra elección. Tenía que entrar en el punto desnudo…, el punto nexo. No era fácil. Todos mis instintos me gritaban que corriera en la otra dirección, pero no podía dejarle allí de aquel modo. Parecía indefenso, atrapado como un insecto en un papel matamoscas. Tenía que ayudarle.
Inspiré profundamente, cerré los ojos y crucé…, y empecé a tambalearme hacia adelante. Arriba y abajo parecían tener una orientación ligeramente distinta allí. Abrí los ojos y me dejé caer de rodillas, chocando casi con Creighton. Miré a mi alrededor y me quedé helada.
Los Pine Barrens habían desaparecido. La noche había desaparecido. Parecía ser el preamanecer o el ocaso allí, pero el viento seguía aullando a nuestro alrededor y las luces de los pinos destellaban junto a nosotros, apareciendo y desapareciendo encima nuestro como si cruzaran muros invisibles. Estábamos en algún lugar… distinto: en una enorme y brumosa llanura que parecía extenderse hasta el infinito. Allá a una inconmensurable distancia se alzaban montañas del tamaño de la luna y desaparecían en la bruma del cielo púrpura. El horizonte —o lo que imaginé que era el horizonte— no se curvaba como debería. Aquel lugar parecía mucho más grande que el mundo —nuestro mundo— que aguardaba a tan solo unos metros de distancia.
—Dios mío, Jon, ¿dónde estamos?
Se sobresaltó y volvió la cabeza. Sus manos y pies permanecían enterrados en la arena. Sus ojos se abrieron mucho con la impresión de verme.
—¡No! ¡Tú no deberías estar aquí!
Su voz era más densa y más distorsionada que ayer. Sorprendentemente, su pálida piel parecía casi saludable a la luz malva.
—¡Y tú tampoco!
Entonces oí algo. Por encima del chillido del viento llegó otro sonido. Un retumbar, como una avalancha. Venía que alguna parte dentro del banco de niebla a nuestra izquierda. Era algo enorme, algo inmenso, que avanzaba hacia allí, y la niebla pareció derivar en aquella dirección.
—¡Tenemos que salir de aquí, Jon!
—¡No! ¡Yo me quedo!
—¡De ninguna manera! ¡Ven!
Estaba afectado por la infección y obviamente trastornado. No me importaba lo que dijera, no iba a dejarle arriesgar su vida en aquel lugar. Lo sacaría de allí y dejaría que pensara en ello durante seis meses. Luego, si él todavía deseaba intentarlo, sería su elección. Pero ahora no estaba en sus cabales.
Rodeé su pecho con mis brazos e intenté ponerle en pie.
—¡Mac, por favor! ¡No lo hagas!
Sus manos seguían clavadas en la arena. Debía de estar sujetando algo. Agarré su codo derecho y tiré. Gritó cuando su mano se liberó de la arena. Entonces yo también grité, y lo solté y retrocedí en la arena, alejándome de él.
Porque su mano ya no era una mano.
Era grande y blanca y tenía esas largas, fibrosas, ahusadas proyecciones como raíces, algo como el ojo de una patata cuando brota tras haberla dejado demasiado tiempo bajo el fregadero, solo que esas cosas se movían, se retorcían y estremecían como un puñado de serpientes albinas.
—¡Vete, Mac! —gritó con voz distorsionada, y pude decir por la expresión de su rostro y por sus ojos que no deseaba que yo le viera así—. ¡Tú no perteneces a este lugar!
—¿Y tú sí?
—¡Ahora sí!
No me atreví a tocar su mano, de modo que agarré su camisa y tiré.
—¡Podemos encontrar médicos! ¡Pueden curarte! Pueden…
—¡NO!
Fue un grito y fue algo más. Algo largo y blanco y duro como un músculo flexionado, muy parecido a las cosas que se asomaban por las mangas de su camisa, brotó de su boca y golpeó contra mi pecho, causándome un hematoma con el impacto. Luego retrocedió como un látigo de vuelta a su boca.
Aquello fue demasiado. Me puse como pude en pie y corrí ciegamente en la dirección por la que había venido. De pronto me encontré de vuelta en los Pine Barrens, en la fría noche con las luces de los pinos girando locamente encima de mi cabeza. Me dirigí tambaleante a los arbustos, lejos del punto nexus, lejos de Jonathan Creighton.
En el borde del claro me obligué a detenerme y a mirar atrás. Vi a Creighton. Su terriblemente transformada mano estaba alzada. Supe que no podía verme, pero era casi como si me estuviera diciendo adiós. Entonces bajó la mano y hundió de nuevo los zarcillos en la arena.
Lo último que recuerdo de aquella noche es haber vomitado.
10. Y DESPUÉS
Desperté entre la gente de Razorback, que me había encontrado a la mañana siguiente y que se ocupó de mí hasta que estuve consciente y lúcida de nuevo. Me ofrecieron comida, pero no pude comer. Camine de vuelta al claro, al punto desnudo.
Tenía exactamente el mismo aspecto que cuando Creighton y yo lo vimos por primera vez en agosto. Nada de luces, nada de viento, nada de resplandor púrpura. Solo arena.
Y nada de Jonathan Creighton.
Hubiera podido convencerme a mí misma de que la noche anterior no había ocurrido nada de no ser por el hinchado y tierno hematoma cárdeno en mi pecho. Había ocurrido. Por mucho que mi mente intentara rehuirlo, no podía negar la verdad. Había visto el otro lado del velo, y mi vida nunca volvería a ser la misma.
Miré a mi alrededor y supe que todo lo que veía era una impostura, una elaborada ilusión. ¿Por qué? ¿Por qué estaba el velo allí? ¿Para protegernos de todo daño? ¿O para escudarnos de la locura? La verdad no me había traído la paz. ¿Quién podía hallar consuelo en el conocimiento de que enormes fuerzas inconmensurables más allá de nuestra comprensión estaban allí fuera, moviéndose alrededor de nosotros, más allá del alcance de nuestros sentidos?
Deseaba echar a correr…, ¿pero adónde?
Corrí a casa. Llevo ya meses en casa ahora. Encerrada en ella. Yendo más allá de mi puerta solo para ir a buscar comida. Todos mis clientes me han abandonado. Vivo de mis ahorros, aprendiendo latín, traduciendo el libro robado de Jon. Lo que vi, ¿es la auténtica realidad de nuestra existencia, u otra dimensión, o qué? No lo sé. Creighton tenía razón: saber lo que no sabes es enloquecedor. Te consume.
Así que aguardo la primavera. Aguardo su equinoccio. Quizás abandone la casa antes de entonces y persiga unas cuantas luces de los pinos, o lumens, como las llama el libro. Quizá toque una, quizá no. Quizá, cuando llegue el equinoccio, vuelva a Razorback Hill, al punto desnudo. Quizá busque a Jon. Puede que esté allí, o puede que no. Tal vez cruce al interior del punto desnudo, o tal vez no. Y si lo hago, quizá no vuelva. O quizá sí.
No sé lo que haré. Ya no sé nada. He llegado ahora a un punto donde estoy segura tan solo de una cosa: ya nada es seguro.
Al menos a este lado del velo.