El Arcano Filtro Del Amor
Esther M. Friesner
Del despacho de Marybeth Conran, editora en jefe, Columbine Press, Inc.
3 de agosto de 1990
Querida Srta. Pickman,
Muchas gracias por habernos sometido su manuscrito. Aunque habrá evidentemente uno o dos detalles que puede que necesiten algún ajuste editorial en su redacción definitiva, en su mayor parte considero que la línea argumental y los capítulos de muestra de su propuesta novela romántica Fuegos en el mar son exactamente el tipo de texto que Columbine Press desea publicar. Estamos preparados para ofrecerle un anticipo de 1200$ a cuenta de royalties, según los detalles especificados en los contratos adjuntos. Por favor firme las tres copias y devuélvamelas a su conveniencia lo antes posible. Por mucho que me encantaría ocuparme personalmente de su maravilloso libro, mis deberes como editora en jefe aquí en Columbine Press no me permitirán dedicarle a su obra el tiempo y la atención que se merecen. Me siento desolada, en especial puesto que fui yo quien «descubrió» su manuscrito por recomendación de nuestro mutuo amigo el Sr. Charles Dexter Ward. En el término de una semana tendrá usted noticias del Sr. Robin Pennyworth, el editor que trabajará más de cerca con usted para ocuparse de la edición de Fuegos en el mar. Como yo, el Sr. Pennyworth vive para el descubrimiento de nuevos y excitantes talentos en el campo de la novela romántica. No puedo expresarle lo ansioso que está de trabajar con usted.
Muy sinceramente,
Marybeth Conran
P.S. Solo una sugerencia relativa al nom de plume bajo el cual sometió su manuscrito. Ciertamente, aquí en Columbine Press no ponemos objeciones a los seudónimos —la mayoría de nuestros autores prefieren usarlos, por una u otra razón—, pero deben de ser apropiados al género. El apellido que ha escogido es absolutamente perfecto: nuestros lectores admitirán con usted que el amor es una habilidad además de un arte. Sin embargo, aunque el uso de las iniciales del primer y segundo nombre están muy bien para las escritoras de ciencia ficción, los lectores de novelas románticas prefieren conocer el nombre completo de sus autores preferidos, y cuanto más femeninos suenen mejor. ¿Honoria Paige Lovecraft? ¿Heather Phyllis? ¿Hester Prynne? Estoy segura de que entre usted y el Sr. Pennyworth conseguirán hallar algo adecuado.
Robín Pennyworth se sorprendió mordisqueándose de nuevo la punta de su dedo pulgar. Algo acerca de aquellas reuniones editoriales semanales con la Srta. Conran agravaban siempre su urgencia de autocanibalización.
Quizá, racionalizó, estoy intentando erradicar mis huellas dactilares de modo que cuando finalmente agarre algo pesado y lo incruste en el cráneo de Marybeth nunca sean capaces de relacionarlo conmigo. En lo más profundo de su corazón sabía que tenía casi tantas posibilidades de llevar a la práctica esos pensamientos homicidas machistas como de abrir una botella de Budweiser con los dientes. Antes el Conejo de Terciopelo se convertiría en Rambo. Las reuniones con la Srta. Conran solo conseguían que buscara desesperadamente algún lugar donde ocultarse —¡cualquier lugar!—, aunque solo fuera dentro de su propio tracto digestivo.
¿Qué tenía en preparación la Ogresa Lavanda para él esta vez? Su mente se sobrecogió, luego chilló y se ocultó bajo el sofá. Aguardar a que empezara la reunión fue casi tan malo como la tortura de la propia sesión. A la Srta. Conran le gustaba jugar al frontón con las psiques de su personal editorial. Su método preferido era establecer una hora para la reunión, luego dejar que enfriaran sus pies durante un mínimo de media hora en la deprimentemente decorada zona de espera fuera de la sala de conferencias.
Robin no soportaba bien la tensión. Se había visto obligado a abandonar su último puesto editorial en March y en Die Books cuando leer demasiados manuscritos de espionaje/suspense le produjeron vértigo crónico y hemorragias nasales. Hoy la Srta. Conran mantenía ya a todo el mundo esperando más de una hora. Esto auguraba más que unas cuantas sorpresas rociadas con estricnina para dar a beber a su personal editorial cuando empezara la reunión. La Srta. Conran siempre actuaba de este modo.
Robin se mordisqueó más aprisa el dedo, mientras un sudor frío empapaba su frente. Tres horas pasadas aquella mañana con espuma y secador se habían ido al infierno cuando sus cuidadosamente peinados rizos se vieron infectados por las reptantes moléculas del pánico. En una breve y desigual lucha, su pelo quedó tan fláccido como una lechuga al cabo de un mes en el frigorífico. Retiró con los dedos los pegajosos flequillos rubios de sus ojos y contempló la cerrada puerta de la sala de conferencias, deseando poder irse de allí.
Pese al sueldo de media semana gastado en cintas de autorrealización, los poderes desencadenados de la mente de Robin no habían cambiado en absoluto, excepto para proporcionarle una pequeña migraña. La puerta permaneció donde estaba, y finalmente se abrió cuando la secretaria de la Srta. Conran anunció que la reunión iba a empezar. Hubo un suave susurrar de papeles y un restallar de portafolios de piel cerrándose alrededor de Robin cuando los demás editores reunieron sus cosas y entraron. ¡Estaban sonriendo realmente, los muy animales! ¿Por qué él era el único hombre entre todos ellos que se sentía como si fuera conducido a bordo de una galera romana, encadenado por las muñecas, cuello y tobillos?
Quizá porque era el único hombre entre todos ellos.
Las colegas de Robin se disputaron las sillas más próximas al trono de la Srta. Conran mientras él permanecía más hacia atrás, contento con quedarse en la posición más insignificante posible. La gente que le conocía bien observaba a menudo que era un hombre que hacía que los terriers yorkshire parecieran emocionalmente estables. Diciéndolo, dejaban en mal lugar a los terriers. Robin Pennyworth podía tener los nervios más tensos que una camiseta talla tres en el torso de una starlette talla diez, pero también tenía una maravillosa gama de dispositivos de autoconservación.
Iba a necesitarlos.
La reunión empezó casi tan bien como predecían las segundas peores pesadillas de Robin. La Srta. Conran utilizó su puntero y sus gráficos de la misma forma que un experto ninja utilizaría sus shurikens. Una por una las insípidas sonrisas fueron borradas de un tajo a medida que las colegas femeninas de Robin recibían rápidos y fríos disparos al corazón en forma de informes de ventas, relación de devoluciones, malas críticas, y la arcana, oculta, mística, temida y horripilante «Voz de Arriba». Ninguna de ellas había conseguido un título que no tuviera el marchamo de kaput. Kaput era ahora la palabra operativa en la boca suavemente curvada hacia arriba de la Srta. Conran, refiriéndose al destino de sus distintos futuros editoriales.
Cada vez que la Srta. Conran mencionaba «los números» acerca del libro de un colega, Robin se encogía en su silla. Era un reflejo, muy parecido a la forma en que los campesinos transilvanos se cruzaban y lanzaban una mirada alerta a su provisión de ajos cada vez que alguien pronunciaba el nombre del vampiro local en vano. A través de toda aquella terrible letanía de ineptitudes, frustraciones y documentados fracasos financieros, solo él permanecía incólume. Por alguna razón, eso no era ningún consuelo. Su prolongada inmunidad más bien le hacía sentirse más ansioso a medida que avanzaba la reunión y los cadáveres caían derribados a su alrededor. Solo aplastando su pulgar favorito en una presa de acero consiguió evitar mordérselo hasta la muñeca en presencia de la propia Srta. Conran. Y entonces…
—Ahora Robin, querido… —El momento de la verdad, como diría Hemingway. Hemingway también habría desdeñado usar a Robin Pennyworth como cebo para los tiburones.
Robin dejó escapar un gemido y apenas consiguió refrenar el dar un salto en su asiento cuando la Srta. Conran clavó finalmente su mirada en él. Pese al exquisitamente aplicado maquillaje y los tres pares de falsas pestañas, la benigna expresión de Marybeth Conran no dejó de hacer pensar a Robin en una cobra real con sarpullido causado por el calor.
—¿Sí, señorita Conran? —respondió, controlando el instinto de levantarse y echar a correr todo el camino hasta Des Moines (siempre que sobreviviera a su planeado salto por la ventana más cercana a él). Pueden oler el miedo, se dijo, aferrándose mentalmente a su mantra como un hombre que se está ahogando.
—Robin, me gustaría aprovechar esta oportunidad para felicitarle. Nuestro equipo de ventas me dice que la respuesta de los compradores a Seducción de seda, pecados de satén y Voluptuoso terciopelo ha sido absolutamente deliciosa. La forma en que ha manejado usted los libros de Jasmine O’Hara es un ejemplo para todos nosotros. ¿No es así? —Miró significativamente a todos los demás editores.
Se quedaron mirando tan significativamente como Robin, que sintió que sus venas se llenaban de freón. Bocas impecablemente perfiladas por el lápiz de labios que momentos antes se habían fruncido en obedientes mohines, dispuestas a besar cualquier cosa que la Srta. Conran especificara, estaban ahora tensas en rígidos y pequeños ricti que mostraban unos rasteros dientes. Largas y afiladas uñas acrílicas tamborilearon las endechas funerales de Robin sobre la mesa. El plan de autodefenestración parecía mejor a cada nanosegundo que pasaba.
—Y así —la Srta. Conran alzó delicadamente los dedos— he decidido ponerle a usted a cargo del último descubrimiento de Columbine Press, la señorita Sarah Pickman. Me gustaría verle en privado después de la reunión para discutir los planes específicos.
—Sí, señorita Conran —dijo Robin obedientemente.
—Bien. ¿Algún otro asunto? —Su voz dejaba entrever muy claramente que mejor no—. Estupendo. Ahora veamos si podemos hacerlo mejor la próxima semana, ¿de acuerdo? —Se levantó, y las fuerzas editoriales se desbandaron ante ella como gansos en un ciclón.
Poco después, a solas con la Srta. Conran en su oficina, Robin escuchó fascinado a su jefa ponerle al corriente de algunos aspectos del dossier Pickman que muy enfáticamente no eran para ser divulgados.
Y No tiene experiencia editorial en absoluto. A decir verdad, no tiene experiencia en ningún sentido. No la conozco personalmente, pero Chuckie Ward me asegura que ha llevado una vida que hace que Emily Dickinson sea en comparación como la Playmatc del Año.
Robin enrojeció. La Srta. Conran estaba tan ocupada dando los detalles de los extraños antecedentes de Sarah Pickman que no se dio cuenta de ello.
—… se crio en alguna miserable ciudad perdida de la yanquilandia blanca llamada Arkham, donde supongo que la industria principal es casarte con tu hermana, y nunca fue a ninguna parte. Incluso fue a la escuela allí mismo: algo llamado Miskatonic, ¡Chuckie jura y perjura que es realmente una universidad! Nunca he oído hablar de ella, por supuesto.
Robin podía comprender el desdén de la Srta. Conran hacia Miskatonic. Daba por malditamente seguro que todo el mundo que trabajaba en Columbine Press sabía que ella había estudiado en Vassar, donde había completado su siempre popular major interdisciplinario, Literatura Inglesa para la Mente Herméticamente Sellada. Debió de resultarle difícil imaginar que en alguna otra parte existiera una educación superior a la del cosmopolitano centro de Poughkeepsie.
—Volvió directamente a casa después de la graduación, y allí se quedó. No fue a ninguna parte, no vio nada. Chuckie afirma incluso que hizo su madriguera en una habitación cerrada en la parte de arriba de la vieja casa familiar durante eras…, pero Chuckie puede ser a veces tan bromista. —Sus ojos destellaron ávidamente cuando arqueó una divertida ceja hacia Robin—. Entiende lo que significa esto para nosotros, ¿verdad, mi querido muchacho?
Robin engulló la verdad, pero se le quedó en la garganta.
—No…, no tan bien como quisiera, señorita Conran.
La Srta. Conran, triunfante, deslizó una copia firmada del contrato de Fuegos en el mar hasta el otro lado del escritorio. Robin lo leyó, y sus ojos se abrieron enormemente ante una de las cláusulas. Alzó la vista.
—¿Mil doscientos dólares? —Su voz entró en órbita—. ¿Como anticipo?
—Pagadero a su publicación, no antes. ¡Y tenemos los derechos subsidiarios! —La Srta. Conran se relamió los labios—. Hasta el último. Más una cláusula draconiana de opción. Ningún otro editor puede ver siquiera uno de los kleenex usados de Sarah Pickman antes de que lo hagamos nosotros.
—Supongo que no tiene agente.
—Sorprendente deducción, Robin. ¿De dónde ha sacado estos maravillosos y perspicaces poderes? —Las garras de la Srta. Conran arañaron el cuello de una invisible paloma—. Sí, tiene razón: la señorita Pickman no tiene agente. ¿Qué agente con más sesos que un juguete de hojalata negociaría un acuerdo como este? Un pago de mil doscientos dólares a la firma del contrato, uno a la entrega del manuscrito completo, y uno a nuestra aceptación del libro…, bien eso seguiría siendo mezquino, pero al menos tendría algo más de sentido.
—Como el trato que el agente de Jasmine O’Hara nos propuso para su próximo libro, El engaño de Damasco —comentó Robin—. Solo que él quiere tres pagos de doce mil. —Teniendo en cuenta las cifras de ventas de O’Hara, los había obtenido.
Los ojos de la Srta. Conran se hicieron pequeños.
—El agente de Jasmine O’Hara. —Las palabras eran pura bilis—. El agente que la pequeña Miss Violaciones de Seda se buscó cuando dejó de sentirse tan malditamente agradecida de que alguien mirara dos veces su libro Pantalones de dril y se diera cuenta de que estábamos haciendo negocio con ella. Un día es una desaliñada cajera en un Kmart de Grand Rapids, cuyo auténtico nombre es Ethel Bukowski, y al día siguiente es un tiburón; ¡un tiburón con la sagacidad de contratar a una de las mejores lampreas del negocio para, que la represente!
Marybeth Conran agarró el lápiz dorado Mark Cross de su escritorio y lo partió por la mitad como si fuera un palillo.
—Si Jasmine O’Hara hubiera seguido siendo simplemente tan dulce y tan estúpida como era, no puedo ni empezar a decirle cuántos riquísimos tratos hubiéramos podido ordeñarle antes de que despertara. Escritores con el talento y el potencial de explotación de Ethel «Flatulencias de Franela» Bukowski no son habituales. Perdimos nuestra oportunidad con ella. —Suspiró—. No siempre consigues segundas oportunidades en el mundo editorial, Robin.
La forma en que le miró hablaba de incontables volúmenes, con todas las secuelas y derechos de venta a clubs del libro incluidos. De pronto Robin supo que era un hombre con una misión, y sabía exactamente cuál era esa misión.
—Supongo que tengo que asegurarme de que Sarah Pickman no despierte nunca —afirmó.
—Bingo.
18 de agosto de 1990
Querida Srta. Pickman,
Me alegra tanto saber que nuestro Sr. Pennyworth ha expresado un entusiasmo tan inmediato por su obra en progreso. Sabía que estaba haciendo lo correcto confiándole a él su fabuloso libro. Así que espero que deposite usted en él tanta confianza como la que le deposito yo. Por favor disculpe mis anteriores suposiciones con respecto a su seudónimo. No tenía ni idea de que Fuegos en el mar no era enteramente creación suya, sino basado en la obra de una distante familiar suya fallecida, bajo cuyo nombre real decidió usted someter el libro. ¡Qué emocionante por su parte haber descubierto todos esos encantadores manuscritos en ese viejo baúl en el desván de su familia! No es extraño que pudiera usted proporcionarnos tan rápidamente el texto completo de Fuegos. El Sr. Pennyworth me informa que ha expresado usted algunas dudas acerca de apropiarse y adaptar la obra de su antepasado para el mercado de la novela romántica. Sus escrúpulos son admirables, si bien mal dirigidos. Si no hubiera usado usted el texto de la Srta. Lovecraft como base para nuestra nivela, Fuegos en el mar hubiera languidecido como una obra desconocida de su primera autora. ¡Qué pérdida hubiera sido entonces para todos nosotros! Mantengamos la verdad acerca de su fallecida familiar como nuestro pequeño secreto. Una vez hayamos establecido Lovecraft como uno de los nombres sobresalientes en el campo de la novela romántica, la publicidad resultante de la eventual revelación de la auténtica identidad de la autora generará cascadas de interés entre los lectores. Sé que usted llegará a considerar esto, como hago yo, tanto un tributo como un homenaje a las durante tanto tiempo olvidadas habilidades artísticas de la difunta Srta. Lovecraft. Hay algunas preguntas que el Sr. Pennyworth ha traído a mi atención referentes a Fuegos. Ha señalado muchas palabras que considera que son demasiado complejas para nuestros lectores. ¡Esto no implica en absoluto que nuestro público no sea educado! En su mayor parte son brillantes y exitosas mujeres jóvenes de carrera que recurren a los libros de Columbine Press para un breve respiro de las exigencias del mundo laboral cotidiano. Estoy segura de que comprenderá usted que simplemente no desean molestarse en tener que buscar palabras como «teseladas» y «batracio» en el diccionario. ¿Podría usted arreglar las cosas para reunirse con nuestro Sr. Pennyworth en Boston a fin de que entre ambos pudieran resolver esos pequeños detalles? Está terriblemente ansioso por conocerla y establecer un arreglo de trabajo de confianza, respeto, honestidad e integridad mutuas que es lo que forma la base de cualquier relación escritor-editor.
Con mis mejores saludos, Marybeth Conran
P.S. ¿Está usted completamente segura de que es usted el único familiar vivo de la Srtn. Lovecraft? No querríamos tener ningún contratiempo con nuestro Departamento Legal más adelante, ¿verdad? Por cierto, ¿cuál es su nombre completo? ¡Espero que sea algo divinamente romántico! ¿Hesper Pegeen? ¿Henriette Patricia? ¡Dígamelo!
Por vigésima vez en otros tantos minutos, Robin Pennyworth intentó ponerse cómodo en el dentado banco de aluminio. Se suponía que la cúpula de plástico sobro su cabeza abrigaba a cualquiera lo bastante desafortunado como para ser atrapado por la lluvia mientras aguardaba en la parada del autobús; no lo hacía. Tenía más agujeros en ella que el contrato de la pobre Srta. Pickman. Se alzó el cuello de su impermeable, temblando miserablemente en la aceitosa llovizna. Aunque faltaba todavía más de una semana para el Día del Trabajo, se sentía como si hubiera entrado en el desolado corazón de noviembre en el instante mismo en que salió de aquel autobús en la calle mayor de Arkham.
¿Calle mayor? ¡Aquello era una broma!, pensó, sin el menor deseo de echarse a reír. Era sábado por la tarde, pero no había ninguna tienda abierta. No había ningún lugar donde pudiera resguardarse de la lluvia, ningún lugar donde ir, y ninguna forma de escapar hasta el lunes, cuando el siguiente autobús con destino a Boston pasara por aquella miserable ciudad.
Se maldijo abundantemente a sí mismo, a la Srta. Conran y a la Srta. Pickman: a la Srta. Conran por insistir en que se encontrara con la Srta. Pickman; a la Srta. Pickman por ser tan insistente en que no podía permitirse la confusión y el gasto de un viaje a Boston; a sí mismo por la galantería de ofrecerse a visitar a la Srta. Pickman en su ciudad natal. La aceptación de ella fue tan entusiasta que casi saltó del papel y le lamió el rostro. Le dio detalladas instrucciones para llegar en coche, pero por si acaso prefería usar el transporte público incluía horarios de trenes y aviones a Boston, horarios de autobuses
¡Arkham, y la promesa de acudir a recogerle apenas llegara a la estación de autobuses a la estación de autobuses! Aquello se merecía otra risa, si le quedaban ánimos para soltarla. Bien, allí estaba él, en la llamada estación de autobuses, pero ¿dónde estaba la Srta. Pickman?
La lluvia no era intensa, pero era fría y estaba decidida a quebrantar su espíritu. Eso no era difícil: había cohombros de mar que nacían con más fortaleza intestinal que Robin Pennyworth. Podía sentir el desasosiego trepar por sus espinillas con cada gota de lluvia que se deslizaba por su nuca. Desesperado por cualquier tipo de distracción, se puso en pie y caminó arriba y abajo por el roto pavimento, contemplando malhumorado los miserables escaparates de las tiendas.
Al parecer la mayor parte de los comerciantes de Arkham estaban en el negocio de las telarañas. El único escaparate que contenía algo de interés era el de la agencia de viajes. Eso encajaba. Robin sabía que si viviera en un lugar como Arkham, su mayor ambición estaría enfocada en salir a toda prisa de allí. Contempló los polvorientos folletos de destinos exóticos: Fiji, Aruba, el Club Med de Leng, Profundo R’ly… ¿Qué demonios decía ese último folleto? Aunque se limpió la lluvia de las gafas, no pudo descifrarlo, y pronto abandonó sus intentos.
Un poco calle arriba vio la marquesina blanca de un cine, un faro amigo contra el lúgubre tiempo. Eso tenía sentido. Si no podías escapar de Arkham físicamente, siempre podías volar lejos de él en las Líneas Aéreas de la Imaginación. Se apresuró hacia las luces, solo para detenerse cuando vio que la taquilla estaba vacía, la primera sesión no estaba prevista hasta las ocho de aquella noche. No había carteles que le dijeran qué película se proyectaba, y cuando inclinó la cabeza hacia atrás para leer la marquesina vio que la mayoría de las letras faltaban:
¡EL NECOMIC N!
W YNE NEWT N DE BY BOONE LYMPIA D KAK S
¡Si le g st I li ro, vea ah ra la p lie la!
—¿Señor Pennyworth?
Robin tuvo la sensación de que su corazón intentaba batir un nuevo récord de salto de pértiga. Giró en redondo tan rápido que temió otro ataque de su antiguo vértigo. Su visión fluctuó, pero de todos modos consiguió identificar a su interlocutor: una mujer joven tras el volante de un coche que era tres partes óxido y una parte vehículo.
—¡Oh! ¿Le he sobresaltado? Lo siento. —Había salido del coche y estaba a su lado con una fluida gracia que Robin solo había visto en la colección de peces tropicales de su infancia, antes de que su madre declarara que las algas agravaban sus alergias y los echara a todos por el retrete.
De pronto el universo se paró sobre sus patas traseras y ladró como una foca. El mundo se deslizo de su eje y ejecutó una polca de cervecería cruzando el cosmos. Tímidas y gentiles hormonas, durante mucho tiempo envueltas en el tierno sueño de las eras, abrieron sus adormecidos ojos dentro de los lugares secretos del cuerpo de Robin Pennyworth, pusieron pantallas de lámpara en sus cabezas, conectaron la MTV y ordenaron tiernas melodías. Los cielos se abrieron e iluminaron una Tierra indiferente con los alegres zumbidos del Amor.
Robin jadeó. Vaya…, ¡es hermosa! Sus labios estaban secos, sus ojos húmedos, sus palmas mojadas y sus pies empapados. La humedad relativa dejó de preocuparle. Solo podía mirar, encantado, el rostro y la forma de la Srta. Pickman.
Nadie podría acusar nunca a Sarah Pickman de ser un modelo de belleza convencional. Incluso el aturdido joven editor tuvo que admitir que sus atractivos físicos no estaban cortados según el molde tradicional. No, el molde del que había brotado era de otro tipo completamente distinto.
—¿Señor Pennyworth? ¿Está usted…, se encuentra bien? —La Srta. Pickman apoyó una mano solícita sobre la manga de Robin—. Lamento llegar tarde, pero tuve otro de esos horribles altercados con el terrible viejo que vive en la puerta de al lado de la nuestra. Vine tan pronto como me fue posible. ¿Quiere…? —Indicó que debía subir al coche.
Durante todo el camino hasta la casa de los Pickman, Robin permaneció sentado como sumido en un sueño, y buscando en su sueño algo desconocido pero ansiosamente deseado. En vano mencionó la Srta. Pickman los muchos puntos de interés local junto a los que pasaron en su recorrido. Las melancólicas torres de la Universidad Miskatonic suscitaron tan poca respuesta de su enamorado galán como el Macho Cabrío Negro di1 la Granja Lechera del Bosque.
Finalmente el viejo coche dio un repentino giro fuera de la carretera principal y empezó a ascender una calle enormemente llena de baches y roderas. La lluvia había cesado, y una densa bruma blanca se aferraba a las ventanillas. Subieron más y más. Robin se preguntó cómo su conductora podía ver su mano delante de su rostro bajo tales condiciones. Cierto, había una mano, más bien más ancha de lo normal; más larga además de más ancha, y con las más encantadoras pequeñas membranas de translúcida piel entre sus dedos.
Los ojos de la Srta. Pickman eran igual de extraordinarios, aunque eran quizás un poco más protuberantes que lo aceptable para una mujer. Robin dejó escapar un bufido mental. ¿Qué traidores pensamientos eran aquellos, esperar que su recién conocida dama se atuviera a huecas tendencias estéticas? Si Brooke Shields podía establecer una nueva moda respecto a las cejas, ¿por qué no podía la Srta. Pickman hacer lo mismo con unos ojos que eran…, cuál era la palabra que buscaba? ¿Y por qué no dejaba de pensar en la Rana Gustavo?
¡Unos ojos maravillosos! Cuanto más densas y más impenetrables eran las miasmas que rodeaban el vehículo, más redondos parecían volverse. De hecho, parecían brillar con una luminiscencia extraña, aunque Robin desechó esta observación con un encogimiento de hombros como las extravagantes imaginaciones de su corazón arrebatado por la pasión. Aprovechó por completo la concentración de ella en la carretera para rendirle su silenciosa admiración.
—¡Ya estamos! —La exclamación de victoria y alivio de la Srta. Pickman hizo pedazos el tierno sueño de amor de Robin. Saltó del coche con aquella misma ictiosa gracia que le había cautivado desde un principio. Intentó torpemente imitarla.
Su primera visión de la residencia de los Pickman lo heló en su sitio.
La alta y extraña casa en medio de la bruma gravitaba sobre ellos. Robin nunca había visto un techo a la holandesa antes, en especial no con una manga de viento Garfiel colgada de los aleros. Las paredes de tablas de chilla estaban salpicadas con malsanas excrecencias fungoides cuyas mismas formas hablaban de un mal dormido sin edad, muy anterior al alba de los tiempos, en especial la mancha de moho fosforescente justo debajo de las ventanas delanteras con la forma de Papá Pitufo. Los helados y malignos ojos de los flamencos de plástico en el jardín parecían seguir todos sus movimientos, y sus siniestramente pintados picos susurraban hablando de negros y terribles vacíos entre las estrellas donde, incluso ahora, Elvis podía estar todavía vivo.
Todo el instinto de supervivencia de Robin le gritaba que huyera. Pero allí estaba la Srta. Pickman, silueteada en la puerta abierta, haciéndole signos de que entrara.
—No puedo decirle lo mucho que aprecio el que haya recorrido todo este camino para ayudarme con mi libro, señor Pennyworth —dijo con voz susurrante—. Ahora pase dentro y quítese esa ropa mojada. —Mientras desaparecía de su vista, apenas pudo oírla decir—: Hay una vista fantástica del Megacentro comercial de Arkham desde el desván, si puedo conseguir que esos estúpidos postigos se abran.
Él no pudo hacer más que seguir hacia allá donde le dictaba su corazón. La puerta se cerró de golpe detrás de él con una terrible finalidad.
En alguna parte un horror sin nombre farfulló algo.
30 de agosto de 1990
Querida Srta. Pickman:
Su carta del 20 fue una sorpresa tan maravillosa. ¡Pensar que nuestro Sr. Pennyworth fue tan decisivo en persuadirle que visitara Nueva York! Todos nosotros aquí en Columbine Press ansiamos darle la bienvenida en su primer viaje a la «Gran Manzana». Menciona usted que vendrá con algunas viejas amigas de la familia en calidad de damas de compañía. ¡Qué encantador y decimonónico por su parte! Su expresada preocupación por su seguridad aquí es encomiable, aunque innecesaria. Confío en que todos ustedes vean pronto que Nueva York no es en absoluto el estercolero de vicio y crimen que pintan los periódicos más sensacionalistas. Cuando llegue, espero que podamos arreglar los últimos y minúsculos detalles que quedan en el manuscrito de Fuegos en el mar, que el Sr. Pennyworth se trajo de vuelta consigo tras su primer encuentro. Sigo sintiéndome encantada con el libro. El pequeño y tranquilo puerto de Innsmouth es tan característico de las pequeñas ciudades norteamericanas, y en consecuencia tan perfecto para la identificación de los lectores. Si en Innsmouth pueden llamear tórridas pasiones, entonces puede haber esperanzas para Buffalo. También adoro su misterioso héroe, el capitán marino. ¿Quién habría pensado que un nombre como Uriah Whateley pudiera ser tan sexy? ¡Pero lo es! Ya casi puedo ver a Richard Chamberlain en el papel, cuando llegue el momento de hacer la miniserie. Mi duda es con su heroína…, ¿o debería decir la heroína de la difunta Srta. Lovecraft? (Todavía sigo pensando en Fuegos como en el libro de usted). Como puede ver en el Manual del Escritor que le incluyo, una fuerte empatía del lector con la heroína es algo fundamental. No puedo ver a suficientes de nuestros lectores identificándose con la exótica novia de los Mares del Sur del capitán Whateley. ¿Podría reescribirla usted en el papel de la «otra mujer», y hacer que él en cambio corteje a una de las chicas del lugar? ¿Quizá Lavinia Gilman? Y mientras hace esos pequeños cambios en la dama polinesia, ¿podría hacer algo por favor acerca de sus dientes? Estoy muy sorprendida de que nuestro Sr. Pennyworth no le hiciera una sugerencia similar. Normalmente tiene un buen ojo para esas cosas. Pero su salud no ha sido muy buena desde su regreso de Arkham. Espero poder conocerla muy pronto.
Mis mejores saludos, Marybeth
Robin Pennyworth cerró los ojos, rechinó los dientes e intentó pensar en Sarah. No funcionó mejor que aquellas estúpidas cintas de autorrealización. La Srta. Conran estaba detrás del escritorio, al timón, y sobre él.
—¡… todas estas estúpidas ideas que ha tenido usted…! —Su sonrisa había desaparecido, y su insinuante encanto, y toda mención de sus anteriores éxitos con la serie Maraña de flagrantes delitos de O’Hara. Tan pronto como cruzó el umbral, Marybeth Conran le hizo saber que había sido degradado de querido muchacho a carne de perro.
—¡… y sus malditas damas de compañía para que yo las alimente! ¡Damas de compañía! No me extraña que las escenas de sexo en Fuegos huelan a gaviotas muertas.
Robin hinchó el pecho, intentando parecer formidable. No funcionó. Incluso sentada, la Srta. Conran era una cabeza más alta que él. Con toda la dignidad que pudo reunir, Robin respondió:
—Creía que manejaba esas escenas muy bien.
—Si eso fuera lo único que manejara. —La Srta. Conran dejó escapar una perversa risita, del tipo capaz de adquirir una existencia independiente a la hora de pellizcar chicos en la playa y meter billetes de diez dólares en los taparrabos de los bailarines de Chippendale.
—Señorita Conran, ¿qué está dando a entender usted? —Robin sintió que todo su cuerpo llameaba con un uniforme color rojo langosta.
La desagradable risa regresó, acompañada por un vulgar cloqueo que había recogido de algún bar en los muelles.
—Oh, nada, Robin. Nada en absoluto; excepto que alguien ahora en esta habitación llamó a la oficina desde Arkham para tomarse de pronto cinco días de vacaciones. ¡Cinco!
Robin frunció los labios.
—Había un cierto número de cuestiones que tenía que resolver con la señorita Pickman relativas a su libro. Pensé que, puesto que ya estaba allí…
—Oh, no, querido; eso no traga. También es usted el brillante muchacho que convenció a nuestra señorita Pickman de que viniera a Nueva York. ¡Después de que llamara a su preciosa camarilla de damas de compañía del más profundo pozo del Infierno!
Robin se sobresaltó.
—¿Cómo sabe usted de dónde vinieron…?
La Srta. Conran lo ignoró, sumida en su acceso de furia.
—No puede usted engañarme, Robin. Sé de qué van las cosas. La única criatura más hambrienta de pasión que un lector de novelas románticas es un escritor de novelas románticas. Muy listo por su parte, Robin, aprovechar la oportunidad. El cielo lo sabe, no debe de tener muchas. Casi puedo sentir piedad por la pobre niña. Si todo lo que me dice Chuckie Ward de ella es cierto, ha llevado una vida de aislamiento tal que cuando usted entró tropezando en su vida sin duda lo confundió con un hombre.
Ningún espectrógrafo en todo el mundo podría registrar con exactitud el rápido flujo y reflujo de colores que bañaron el rostro de Robin Pennyworth. Llegó hasta tan lejos como a mostrarle los dientes a la Srta. Conran en algo distinto a una sonrisa aduladora.
—Eso…, eso es…, ¡una total desinformación! ¡La Srta. Pickman y yo estamos enamorados!
En el mismo momento de decirlo deseó haber tenido el poder de cortarse retroactivamente la lengua y dársela a comer a las informes abominaciones que se revolcaban en el limo primordial de algún abismo azulado y eran alérgicas a la pizza.
Los labios de la Srta. Conran se curvaron ligeramente con la suave gracia de una pitón en un corral cerrado y lleno de gallinas.
—¿Amor? ¿Es eso, mi querido muchacho? ¿Es por eso que la tímida y enclaustrada Srta. Pickman aceptó venir a Nueva York después de todo, cuando el pensamiento de Boston la había asustado de tal modo hasta entonces que la hacía salir de su minúscula mente? ¿Para estar con el hombre de sus sueños? —La voz de la Srta. Conran cambió bruscamente del meloso halago a Una noche en el Mon te Pelado—. ¿Para permitirle hablar con otros escritores? ¿Para presentarla a agentes? ¿Incluso, me atrevería a decir, para mostrar a esa insignificancia llena de enaguas cuál es el aspecto de un auténtico contrato de edición?
La lengua de Robin, aún en su lugar, había quedado inutilizada por el aluvión de la Srta. Conran. Finalmente consiguió recuperar su control el tiempo suficiente para tartamudear:
—Yo…, yo nunca…, yo… ¿Debo entender que esto significa que estoy despedido?
Agotada su ira, la Srta. Conran cruzó las manos y dirigió a Robin una sonrisa que dejó sus neuronas en carne viva.
—En absoluto —ronroneó. Salió de detrás de su escritorio y, mientras hablaba, empezó a caminar de un lado para otro en hélices gradualmente más amplias que la llevaron sutilmente cerca de su presa—. Realmente, Robin, si despidiera a todo el mundo que cometiera un estúpido faux pas, ¿cómo le explicaría a la Sra. Smith por qué no había nadie en la fiesta de Navidad? —Incluso la normalmente imperturbable calma de Marybeth Conran se estremecía hasta las raíces cuando mencionaba el nombre de la Sra. Clarissa Ashley Smith, propietaria y avatar de Columbine Press.
—Entonces, ¿comprende usted…? —Robin apenas era capaz de creerlo. Visiones en su mente de un hacha de dibujo animado cayendo sobre su cuello se desvanecieron.
Por aquel entonces la Srta. Conran estaba lo bastante cerca de él como para rodear sus hombros con un brazo.
—Por supuesto. Siempre y cuando arreglemos ese pequeño lío que hemos organizado. Releí Fuegos en el mar esta mañana. Si la escena de la danza de las antorchas en el arrecife no engancha a los lectores, entonces volveré a editar trilogías de Elfos con espadas realmente grandes.
Robin pudo sentir que el Destino presionaba sobre sus hombros con una mano más pesada todavía que la de la Srta. Conran. Sus entrañas le dijeron que no escuchara ninguna otra palabra de la boca de su diabólica mentora; mejor cuadrar los hombros, fruncir el labio superior, y decirle a la dama exactamente dónde podía meterse sus trilogías. Muy bien por el gesto heroico, pero era un hombre enamorado, y como tal estaba condenado a los sacrificios humanos de la Fortuna. De pronto la seguridad en el trabajo se convirtió en algo intrínsecamente ligado a los sueños de una pequeña boda íntima, el hogar rodeado de rosas, el slap-slap de unos pequeños pies. No podía renunciar a nada de aquello.
—¿Qué es lo que quiere que haga, señorita Conran? —preguntó.
La Srta. Conran sonrió.
Sarah Pickman estaba sentada escrupulosamente en el borde de la cama del hotel, leyendo una nota que su Robin había dejado para ella en recepción. Sus aposentos habían sido seleccionados únicamente sobre la base de la economía, y hubieran proporcionado a Leona Helmsley un caso de chillidos agudos. La mayoría de los accesorios decorativos habían ido atornillados a la más cercana superficie disponible, aunque era difícil visualizar a nadie que deseara robarlos. Quizás el propietario del establecimiento estaba anticipando la llegada del ocasional huésped con gusto, que podía intentar retirar la bulbona lámpara, el sensiblero cuadro «artístico», o el cenicero en forma de cisne y patata mutantes, a fin de ofrecerles un entierro decente. Los encantos mínimos de la habitación se veían disminuidos todavía más por el hecho de que la deidad inferior especial de Nueva York a cargo de la Optimización de Provocaciones a los Turistas había hecho que el aire acondicionado muriera en el más caluroso fin de semana del Día de Acción de Gracias que se había conocido en años. La habitación era pequeña, fea, bochornosa, sofocante, casi sin luz, y una miasma de nauseabundos olores.
—Ahhh —suspiró el Gran Cthulhu, estirándose en la bañera—. Todas las comodidades del hogar.
—Chisss —Sarah se llevó un dedo a los labios—. Estoy intentando leer.
—Lee en voz alta —llegó una voz desde el armario—. Y bien y fuerte. Esos malditos shoggoths están haciendo tanto ruido que apenas puedo oírme a mí mismo farfullar,
—¿Por qué necesitas saber lo que hay en el correo de Sarah? —quiso saber el Gran Cthulhu.
—Oh, eso sí que es bueno. —La cosa en el armario soltó un sarcástico bufido—. Nadie tiene que saber nada de lo que pasa aquí excepto el Gran Cthulhu. Nadie puede tomarse un pequeño y sano interés en lo que hace Sara o en quien ve excepto tú, tú si puedes, por supuesto. ¿Quién soy yo para hacer una pequeña pregunta acerca de las cosas que le importan? Solo soy Nyarlathotep, eso es todo. Escribes un mensaje para uno de los Grandes Antiguos, luego en seguida: «¡Hey, Nyarlathotep! ¡Mira, chico! Lleva este mensaje a Azathoth en el centro de todo el infinito y ve si puedes conseguir que deje de burbujear y blasfemar el tiempo suficiente para darme una respuesta directa por una vez». Seguro, cuando llega el momento en que no hay ni nieve ni lluvia ni hongos de Yuggoth, entonces es lo que yo quiera. Pero al minuto que estoy fuera de servicio «¡Metedlo en el armario con los shoggoths!». ¿Te has encontrado alguna vez un rato encerrado con un puñado de shoggoths? ¿Sabes cuántos malditos chistes malos cuentan? ¿Lo sabes realmente?
Un escamoso tentáculo brotó fustigante por la puerta del baño, abrió de golpe el armario y se metió dentro. Respondió un chillido de dolor, luego silencio.
El Gran Cthulhu dejó escapar un sonido cansado a medio camino entre tsk-tsk y n’ha’ghaa.
—A nadie le gusta un kvetcher, Nyarlathotep —dijo.
—No me importa leer esto en voz alta —dijo Sarah, alzando unos ojos apacibles hacia la abierta puerta del baño—. Nos concierne a todos.
El Gran Cthulhu agitó una garra y una selección de tentáculos hacia ella en un gesto de regia magnificencia.
—Adelante.
Sarah carraspeó y empezó:
2 de Septiembre de 1990.
¡Mi querida Sarah!
Oh mi amada muchacha, ¿hace solo unos minutos que tú y yo unimos nuestras manos encima de los brioches? Algunos lo llaman un brunch; yo lo llamo el Cielo. Cualquier lugar es el Cielo para mis ojos, si tú estás allí.
Del armario brotó una desagradable risita.
—Evidentemente es un hombre que nunca ha estado en la hundida R’lyeh para el Yo y el Festival Dagon.
Sarah lo hizo callar y continuó:
Nuestros ojos se buscaban con un hambre que no podía negarse. Mis labios ansiaban beber la extasiada bendición del amor de esos deliciosos labios tuyos. Todo mi cuerpo ansiaba envolver su adorable forma en un eterno abrazo que…
—¿Estás segura de que deseas leerlo en voz alta? —El Gran Cthulhu salió del baño, con todas las toallas y un cubrecama envolviendo su cintura.
—¡No, no, déjala leer! —llamó Nyarlathotep desde el armario—. Esto se está poniendo interesante.
—Esto se está poniendo personal. —Pese a toda su dignidad, la punta de los tentáculos del Gran Antiguo adoptaron una coloración roja rosácea.
—¡Yah! ¡Cthulhu es un mojigaaa-to! ¡Cthulhu es un mojigaaa-to! —El sonsonete de Nyarlathotep fue seguido por un heterogéneo coro de shoggoths, con unos cuantos perros salvajes de la India poniendo los bajos.
—Bien, ya basta de eso. —Sarah agitó un dedo admonitorio hacia el armario—. Si no veo alguna mejora en el nivel del comportamiento general por aquí, no os voy a llevar a ninguno de vosotros a mi visita a Red Hook mañana.
La amenaza funcionó con Nyarlathotep, que dejó de incordiar al Gran Cthulhu y comenzó a gemir acerca de que no era justo, de que él estaba siendo mucho más considerado que alguna gente que podía mencionar y que se comía al botones y luego pretendía echar la culpa a los demás.
Sarah se enfrentó a Cthulhu, impresionada.
—¿Te comiste al botones?
El Gran Antiguo adoptó una actitud avergonzada.
—Pareció lo más sencillo de hacer en aquel momento. Nunca he sabido cómo darles propina, así que… —Bruscamente se puso a la defensiva—. De todos modos, no necesito que tú me lleves a Red Hook. Conozco los pasadizos secretos a la hundida R’lyeh. He fluido entre los golfos cósmicos de Eblis. He inscrito arcanos y extraños graffiti en las paredes de Eryx. El aullado obscenidades en lunas alienígenas y he recorrido las atormentadas calles de…
—Pero nunca has tomado el metro a Brooklyn —dijo Sarah, cortando todos los pavoneos del temible Antiguo—. Ahora, por favor, ¿quieres prestar atención a lo que escribe Robin? Nos concierne a todos.
Una vez restablecido el orden y mantenida la autoridad, Sarah Pickman se saltó varios párrafos de la más encendida prosa de Robin y finalmente llegó a:
… es pues con el más profundo pesar que debo pedirte ahora que regreses a Arkham, querida. Debes saber cómo cada momento fuera de la vista de esos delectables orbes batracios tuyos es como una daga clavada en mi corazón…
—Haría mejor refiriéndose a tus ojos —murmuró el Gran Cthulhu—. Unos orbes, realmente.
… y sin embargo haré el sacrificio porque es por tu propio bien. Nueva York es realmente un monstruoso y caótico páramo de oscuros monolitos, cuyos insanos ángulos responden solo a una horrible y sacrílega geometría cuyos orígenes no son de este mundo.
Sabes a lo que me refiero; viste Batman. ¿Puedo, solo para la egoísta satisfacción de mis propios deseos, pedirte que pases más tiempo del necesario en este lodazal de infernal horror? No, porque tu bienestar es infinitamente más precioso para mí.
Vete pues, mi amor, pero vete con el conocimiento de que nuestra separación será breve. ¿Podría seguir viviendo si no fuera así? La Srta. Conran me ha prometido un aumento de sueldo y una promoción en un próximo futuro, que coincidirá con la fecha de publicación de Fuegos en el mar. Cuando se produzca ese feliz acontecimiento, seré finalmente capaz de hacerte la pregunta que más ansia mi corazón. ¿Puedo esperar que tu respuesta sea… sí? Tu Robin.
Sarah dobló la carta y la depositó en su regazo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, sus delgados labios temblaron. Preguntó con voz temblorosa:
—Bien, ¿qué decís de eso?
Del conducto del aire justo fuera de la única ventana de la habitación llegó una respuesta:
—Si quieres mi opinión, el pequeño bastardo te está dando el viejo pasaporte. Rompiendo la relación. Buscando un «espacio más personal». Iniciando un período de enfriamiento. La patada suprema. Con la puerta en las narices. Enviando tu…
—Cállate, Hastur —ordenó el Gran Cthulhu—. Para alguien que se siente tan orgulloso de que le llamen «el Inexpresable», podrías hacernos a todos un favor y ser también «el Inexpresado». ¿Quién rebuscó en el limo primordial y te convirtió en el gran experto en el espacio personal?
—¿Bromeas? ¡En el abismo de medianoche donde cuelgan las estrellas negras no hemos conseguido más que espacio personal!
Al fin, dolorosamente presionada, Sarah cedió y sollozó. Su dolor atrajo de inmediato la atención de los Grandes Antiguos y los desvió de sus mezquinas discusiones. El propio Gran Cthulhu deslizó una garra y dos tentáculos alrededor de los estremecidos hombros de la muchacha.
—Vamos, vamos, pequeña. No malgastes otro pensamiento en ese tipo. Eres demasiado buena para él. ¿Quieres que me lo coma?
Sarah negó enfáticamente con la cabeza.
—¿No lo entiendes? ¡Esta carta no es correcta! No parece en absoluto de Robin. Él me quiere, sé que me quiere, y no me pediría que volviera a Arkham simplemente así. Fue idea suya que viniéramos a Nueva York. Dijo que había montones de cosas que debíamos aprender de primera mano acerca del mundo editorial. ¿Por qué cambiaría tan radicalmente, tan repentinamente? Ocurre algo. Algo le ha obligado a escribir esta carta; alguna influencia de maldad aborrecible y aqueróntica.
—¡Hey! ¡A mí no me mires! —protestó Nyarlathotep—. Yo estuve fuera toda la mañana paseando las jaurías de Tíndalo.
—Dame la carta —dijo el Gran Cthulhu. Llevó el papel a la luz, inhaló su distintiva fragancia y masticó una de las esquinas del membrete de Columbine Press antes de dar su veredicto—. Sí, Sarah, tienes razón. Hay una gran maldad en plena obra aquí, un horror de inexpresables proporciones, una abominación de una depravación tan grotesca que es capaz de enviar a una mente cuerda a recorrer locamente los corredores de pesadilla de…
—¡Vete a que te den lloricón! —provocó Hastur desde el conducto de aire.
—Vete a besarle el culo a Tsathoggua, refugiado de un especial de Carl Sagan —respondió Cthulhu—. Estás irritado porque yo conseguí una entrada a doble columna en el De Vermis Mysteriis, y la única razón por la que tú obtuviste ese piojoso párrafo en el Necronomicón fue porque enviaste a Abbie Alhazred esas cinco bailarinas y una cesta de fruta.
—¡Que los ghouls y los dholes beban vuestras almas, pero que los nombres nunca me dañen a mí! —devolvió Hastur.
—Por favor, Gran Antiguo —dijo Sarah, apoyando una mano en el escamoso antebrazo de Cthulhu—. Esta impía amenaza que ha esclavizado a mi Robin…, ¿puedes vencerla? ¿Nos ayudarás?
—No lo sé —admitió el Antiguo—. Solo puedo intentarlo. Nunca antes me había enfrentado con un editor en jefe.
Marybeth Conran comprobó la hora en su Rolex y frunció el ceño.
—Ya son casi las diez. Esto ya es demasiado —dijo entre dientes crispados.
Robin Pennyworth retiró el pulgar de su boca el tiempo suficiente para responder.
—Lo siento, señorita Conran. Honestamente no sé más de esta reunión que usted. Sarah me envió una nota para que me quedara esta noche en el trabajo y me presentara en la oficina de usted a las nueve. ¿Supongo que le dijo a usted lo mismo?
—Me suplicó lo mismo. —La Srta. Conran habló con un tono entrecortado que transmitía instantáneamente el mensaje: Solo hay una persona aquí que le dice a los demás lo que tienen que hacer. La editora en jefe de Columbine Press removió ilimitadamente un montón de faxes—. Me dio a entender que desea modificar el contrato.
Robin tragó una bocanada de ardiente aire.
—¡Señorita Conran, le juro que yo no he tenido nada que ver con eso! Hice exactamente lo que usted me dijo: no le permití acercarse a nadie que sepa nada sobre edición. La mantuve ocupada. Le urgí que volviera a Arkham. En el poco tiempo que lleva en la ciudad, no ha podido conocer a nadie que le haya dicho que ha firmado con nosotros un miserable, hum, único, contrato. Y aunque lo hiciera, no hay forma humana de que haya podido negociar…
—Está balbuceando usted, mi querido muchacho. —La expresión de la Srta. Conran era inescrutable—. Es una lástima que no pueda adjudicarse usted el mérito de la idea de la Srta. Pickman de cambiar nuestro acuerdo. Entienda, ha pedido reunirse aquí conmigo a fin de insertar una cláusula de que no se pague ningún adelanto a la publicación de Fuegos, o en ningún momento, si lo prefiere usted así. Puros royalties a lo largo de todo el camino.
Robin se estremeció en nombre de su ingenua amada. Columbine Press tenía una reputación en el gremio del más alto índice per cápita de autores reducidos a sollozante histeria mientras intentaban conseguir una liquidación de derechos de su Departamento de Contabilidad. Y en cuanto a conseguir un auténtico cheque… Los rumores decían que cuando veías tu dinero, tenías que ingresarlo en el First National Bank del Día del Juicio Final.
—Al menos ahora sé por qué revoloteas por aquí tan tarde, viejo vampiro —murmuró.
—¿Decía usted algo, Robin? —Los ojos de la Srta. Conran brillaron con una fría luz roja. Él se apresuró a asegurarle su absoluto y obediente silencio—. Bien. —La uña de la Srta. Conran empezó a hacer pequeñas muescas en el borde del cuaderno de notas de su escritorio.
La Srta. Conran había reducido el cuaderno a flecos antes de que Robin calculara que era seguro hacer una nueva pregunta.
—Esto…, ¿explicó Sarah por qué desea hacer ese cambio en su contrato?
La cuestión fue arrojada a un lado con un encogimiento de hombros.
—Alguna estúpida ética yanqui acerca de los remordimientos de recibir un dinero que todavía no se ha ganado. Ya sabe, esas cosas de los escrúpulos. Usted me conoce, Robin: cualquier cosa para relajar las mentes de los autores. —Miró de nuevo su Rolex—. De todos modos, si esa preciosa muchachita de sesos de mosquito suya no aparece pronto, voy a…
Hubo una llamada en la puerta.
—Es extraño —murmuró la Srta. Conran—. Se supone que nadie puede subir aquí a esta hora sin que Seguridad llame primero. ¿Quién es? —inquirió.
—¡Cthul! —llegó la respuesta.
—¿Cthul quién? —La lógica respuesta de la Srta. Conran fue recibida con grandes expresiones de regocijo al otro lado de la cerrada puerta. Las carcajeantes risas se cortaron bruscamente con el sonido de varios sanos bofetones, palmadas y capirotazos.
—Estúpidos shoggoths —bufó alguien.
—¿Quién está ahí? —gritó la Srta. Conran a todo pulmón. La puerta se abrió lentamente, y Sarah Pickman se asomó lentamente a la real presencia.
Robin voló a su lado de inmediato y la apretó contra sí, con el corazón pulsando de amor. Los ojos de ella recibieron toda su pasión, y solo una dulce y salvaje sensibilidad les impidió devorarse el uno al otro en un rapto de fieros besos allí mismo, frente a la asombrada y visiblemente inquieta Srta. Conran.
La superior de Robin tosió toda una sinfonía antes de poder arrancar su atención el uno del otro.
—¿Creo que deseaba usted verme, señorita Pickman? —La melaza se endureció a crujientes láminas con cada palabra.
Sarah se separó de Robin con la mayor reluctancia y se acercó al trono, con la mano amistosamente extendida.
—Me siento tan feliz de conocerla al fin, señorita Conran —dijo, radiante.
—El placer es mutuo. —La Srta. Conran abrió de golpe un cajón e hizo restallar una copia del infame contrato sobre su escritorio—. Robin puede ir al lugar de trabajo de mi secretaria y traernos un capuchino mientras hacemos en este contrato los cambios que ha pedido. Es más bien tarde, señorita Pickman, y creo que todos nos sentiremos mucho mejor una vez hayamos resuelto este pequeño asunto y podamos irnos a casa. Sobre todo puesto que tengo entendido que usted vuelve a Arkham mañana.
—Oh, no mañana. —Un parpadeo rozó los ojos de Sarah, haciendo que parecieran pelotas de ping-pong brillantes como lentejuelas.
—Pasado mañana, entonces. Que lástima. Me hubiera gustado enseñarle un poco Nueva York. —Hubiera sido necesaria cirugía cardíaca radical para hacer que la invitación sonara menos de corazón—. Puesto que nos abandona tan pronto, supongo que no tendré tampoco el placer de conocer a sus damas de compañía.
—Oh, si lo tendrá. —Se volvió graciosamente hacia la puerta—. Ahem. Iä. ¡Iä! ¿Yo-hoo? ¡Iä, todo el mundo!
La puerta se abrió de par en par, revelando una imposible colección de ciclópeos megalitos cuyas resplandecientes superficies de basalto estaban talladas con crípticos escritos de horrible significado. Criaturas deformes y sin rostro anadeaban entre los pilones, mientras más en la distancia formas leprosas giraban y daban volteretas en salvaje y degradada alegría.
—Dios mío —jadeó la Srta. Conran.
—¿Alguien ahí fuera ha visto a un hacedor de capuchinos? —dijo Robin con su aflautada voz.
Y entonces, medio arrastrándose, medio deslizándose por entre aquella monumental asamblea, llegó la versión definitiva de fétido horror, agitando tentáculos aún envueltos en las pegajosas algas de su reino sumergido. Avanzó inexorable, con sus infernales secuaces cabrioleando tras él. Sus blasfemas letanías acompañaron su avance hasta que, al final, su siniestra masa dominó la oficina, el escritorio y la temblorosa Marybeth Conran.
—Hola —dijo—. Soy Cthulhu. Intenté llamar, pero siempre me salía su estúpido contestador.
Marybeth se desvaneció.
Del despacho de Clarissa Ashley Smith, editora, Columbine Press, Inc.
2 de noviembre de 1990
Querido Sr. Pennyworth: Me gustaría darle personalmente las gracias por haberse hecho cargo de las tareas de nuestra anterior editora en jefe, Marybeth Conran, durante lo que fue un período de penosa prueba para todos nosotros aquí en Columbine Press. Además de cubrir sus tareas habituales, así como las de usted, hay que felicitarle por haber dado el atrevido, independiente e innovador paso de apresurar la publicación de Fuegos en el mar. Nuestra gente de ventas informa que la respuesta del público es de una magnitud y de un entusiasmo tan sin precedentes que Steel, Krantz, Plain y Barker deberán mirarse por dos veces sus laureles. De hoy en adelante, Lovecraft será el nombre a tomar como ejemplo. En reconocimiento a su contribución al éxito de mercado de Columbine Press, me complace ofrecerle el puesto de editor en jefe que ha quedado recientemente vacante. Es mi mayor deseo que utilice usted su nueva situación para continuar vigorosamente la búsqueda de nuevos talentos en el campo de la novela romántica, esperamos que al nivel de la Srta. Lovecraft. El cheque que le adjunto representa su sueldo una vez ajustado, más una pequeña gratificación como muestra de mi buena voluntad y mis mejores deseos para usted y su nueva esposa con ocasión de su matrimonio.
Sinceramente,
Clarissa Ashley
P.S. Lamento no poder comunicarle mejores noticias sobre el estado de la salud mental de la Srta. Conran. Los médicos que la atienden en el sanatorio de Dunwich Hills me informan que cuando no está susurrando en la oscuridad acecha en los umbrales.
Del despacho de Robin Pennyworth, editor en jefe, Columbine Press, Inc.
3 de noviembre de 1990
Querida Srta. Cromwell: Gracias por someter su novela histórica La mujer del bárbaro a Columbine Press. Todos nos hemos sentido muy excitados con ella y creo que será una significativa contribución al campo. Estamos dispuestos a ofrecerle un anticipo de 10 000$ a cuenta de royalties, bajo los términos especificados en el contrato adjunto. Por favor firme las tres copias y devuélvanoslas tan pronto como sea posible. Por supuesto se dará cuenta usted de que tendremos que efectuar algunos cambios menores en el manuscrito, para ajustarnos a las demandas del cambiante mercado de la novela romántica. Su heroína está hecha a la medida para nuestros lectores —una mujer fuerte que no teme decir «no» al hombre equivocado—, pero su nombre sugiere unos antecedentes rusos. Zaristas quizá, ¿o ha empleado usted el apodo «roja» en su sentido político? Entonces tendría que hacer que su Sonja usara un látigo de tres colas en lugar de una espada ancha para defender su virtud en la primera escena. No solo sería un arma más romántica, exótica y propia de una dama, sino que así podremos evitar cualquier alegación de sexismo que pueda surgir en respuesta al término espada ancha.
Me gustaría si fuera factible encargarme yo personalmente de la edición de su delicioso libro, pero mis obligaciones administrativas, por desgracia, no lo permiten. Nuestro Sr. Alhazred le dedicará todo el cuidado y atención que merece, puesto que también es escritor además de uno de nuestros mejores editores. Le prometo que está entusiasmado con La mujer del bárbaro.
Muy cordialmente,
Robin Pennyworth
P.S. Una última pregunta preliminar acerca de un detalle en su manuscrito, si me permite: aunque busqué y busqué alguna mención del nombre de un lugar que utiliza usted, consultando la Britannica y las listas geográficas del Unabridged, solo me aparece como adjetivo. Suena tan familiar. Creo que he oído hablar de un complejo turístico Trump situado allí, pero corríjame si estoy equivocado. ¿Dónde está Estigia?