«Lo Había Arrugado Despreocupadamente en mi Bolsillo… ¡Pero por Dios, Eliot, Era una Fotografía de la Vida!»

Joanna Russ

En una antigua casa de huéspedes de Nueva York, donde el polvo cubría los moldeados techos de yeso, donde el crujir de las escaleras por la noche resonaba como disparos de pistola en la oscuridad, entre los ajados esplendores del papel de terciopelo rojo de las paredes que se caía a tiras y los indescriptiblemente barnizados muebles, vivía Irvin Rubín. Era contable en una pequeña casa editora de libros baratos, Fantasy Press; se ocupaba de las ventas de lotes con descuento. Le contó su historia a una mujer de la oficina, y ella me la contó a mí una mañana de invierno en una cafetería cuyo vapor empañaba los cristales de las ventanas que aunque sin él tampoco reflejaban nada del exterior excepto formas imprecisas, tan distorsionantes eran. Irvin Rubin, que nunca comía sin un libro apoyado delante de su plato, con sus pálidos ojos fijos en él, sus mejillas hinchándose rítmicamente y su tenedor persiguiendo ciegamente por todo el plato, comía siempre en cafeterías. Luego leía en su habitación. No tenía nada en particular que hacer. No conocía a nadie. La mujer que trabajaba con él había intentado muchas veces entablar conversación, pero infructuosamente, porque Irv no tenía nada que decir excepto encendidas denuncias de los últimos escritores publicados por Fantasy Press («Los llamaba un puñado de mercenarios», dijo) o quejas sobre su escritorio, o sus compañeros de oficina, o su sueldo, porque en otros temas no tenía ninguna opinión en absoluto, pero una mañana fue al escritorio de ella y se quedó allí de pie con las manos en la espalda, rojo, sudando, e intentando visiblemente mantener la calma.

—Señorita Kramer —dijo al fin—, ¿dónde llevaría usted a una chica?

—Dios mío, ¿tiene usted una chica? —dijo ella sorprendida. Él pareció un poco desconcertado.

—¿Dónde llevaría usted a una chica? —repitió quejumbrosamente, al parecer retorciéndose las manos en su espalda; luego añadió—: ¿Dónde llevaría usted a una auténtica dama, señorita Kramer?

—No lo sé —reconoció ella—. No conozco ningún lugar. —E Irvin, enormemente aliviado, se dejó caer en la silla al lado del escritorio de ella.

—Yo tampoco —dijo simplemente. En este punto (me dijo ella) él sonrió, y June Kramer vio con algo parecido al desánimo que por un instante su rostro se volvió claramente humano, más bien joven (tenía veintiocho años), e incluso genuinamente dulce. Frunció el ceño y luego lo borró—. Realmente no puedo preguntárselo a nadie más —dijo significativamente—. No puedo preguntárselo a nadie más aquí. —Se levantó y trasladó su peso de uno a otro pie. Frunció de nuevo el ceño—. ¿Cree usted que a ella le gustaría leer algo?

—Bueno —dijo la señorita Kramer—, no sé…

—¿Cree usted que le gustaría venir a mi casa? —dijo él de pronto.

—No inmediatamente —se apresuró a decir ella, alarmada. Él miró al suelo—. Quizá debieran ir a dar un paseo —añadió cautelosamente—, o…, o quizá le gustaría ir al cine. Tal vez podría ver… —(aquí Irv, mirándose los pies, murmuró: «todo es una basura de todos modos»)—, bueno, quizá podría usted ver… —pero antes de que pudiera terminar su frase Irv se sobresaltó violentamente y se alejó con brusquedad…, casi se escurrió. Había visto llegar al supervisor.

—¿Cómo está el chalado? —preguntó el supervisor a June Kramer, que le miró por encima de sus gafas, frunció severamente los labios y no dijo nada.

Resultó que Irv había conocido a esa muchacha cerca del Central Park, paseando a dos dachshunds de una correa, aunque ni June Kramer ni yo pudimos ver qué podía querer una muchacha así de él. Quizá no fuera una muchacha exactamente, y quizá tampoco exactamente una dama, ya que aunque él siempre la describió como un compuesto de una «auténtica dama» y una «chica encantadora» con «esa voz tan suave y susurrante, señorita Kramer» como la que puedes escuchar en las películas, la amiga de Irv Rubin siempre me pareció como la mujer pasivamente ahogada en visón o marta cibelina de los spots publicitarios —perdida, sin vida, traicionada, indudablemente mantenida por algún sádico rico—, al menos así es como las veo siempre. Él la había visto durante varios días antes de conocerla realmente, porque la habitación amueblada de Irv estaba situada en los deteriorados bloques de casas cerca de la sección rica del Central Park West, y había seguido su puro perfil a lo largo de muchas calles laterales e incluso al parque, captando atisbos de su abrigo negro y sus inquietos dos perros que no dejaban de tirar de sus correas en los lugares más inverosímiles…, en una ocasión, creo, en un supermercado.

Irv amaba a la muchacha. Hablaba obsesivamente de ella con la señorita Kramer, de una forma que a él le parecía nueva, como si estuviera maravillado, casi (dijo June Kramer) como si estuviera asustado por su superioridad, por su elegancia, por su palidez de modelo de moda, y sobre todo por el silencio con el cual lo toleraba, por la forma en que le escuchaba como si él tuviera el derecho de hablarle, de llevarla a pasear y de decirle (con espiritualizada ansiedad) que Howard Phillips Lovecraft era el más grande escritor del mundo.

La había conocido, le dijo a June Kramer, en el Central Park West, una fría, azul, brillantemente soleada tarde de domingo, cuando todos los árboles del parque estaban revestidos de hielo y los carámbanos colgaban de los aleros de los edificios a lo largo de la calle. Los domingos eran un mal día para Irv; las librerías estaban cerradas. (Le ofreció a la señorita Kramer un recital de todos los lugares en los que había estado los últimos nueve o diez domingos; he olvidado la mayoría de ellos, pero estuvo tres veces en el zoo y una recorrió arriba y abajo la Quinta Avenida en autobús, aunque dijo, mirando las caras cosas por la ventanilla, que «no eran nada comparadas con la Imaginación»; sus propias ropas eran tan viejas y estaban en tan lamentable estado que la gente reparaba en mí por la calle; en cualquier caso, formaban un lamentable catálogo). Había visto a la muchacha sentada en un banco del parque, leyendo un libro, con sus dos dachshunds escarbando en la nieve delante de ella, y él había cruzado la calle con el corazón latiéndole con violencia, sabiendo que tenía que hablar con ella. Afortunadamente el libro que ella leía era de su autor favorito. Con la voz quebrándosele horriblemente, había conseguido disculparse e informarle que la edición que estaba leyendo no era tan completa como la de 1939, y «discúlpeme, pero lo tiene todo; la tengo, la compré; es mucho mejor; ¿le importa si me siento a su lado?».

No, a ella no le importaba. Le escuchó, con su delgado y agraciado rostro pálido y compuesto, dando de tanto en tanto un pequeño tirón a las correas de los dachshunds —impedidos así más bien bruscamente de proseguir sus exploraciones— gimoteaban un poco. («Llevaba auténticos guantes de piel —le dijo a la señorita Kramer—. Negros»). Lo que ella le dijo no lo sé, porque él no pudo recordarlo, pero fuera lo que fuese (en su voz tan suave y susurrante), le sonó como si le asegurara de que era el hombre más inteligente que jamás hubiera conocido, que ella también creía que los libros de H. P. Lovecraft eran de la mayor importancia («Es un auténtico escritor», solía decir Irv), y pensaba que le gustaría mucho dar un paseo con él. Le contó todas estas cosas a la señorita Kramer. Le contó su paseo por el parque, entre los carámbanos que caían al suelo con un ¡plink!, y todo lo demás cegadoramente brillante bajo el sol —la mica en las rocas, el cielo azul, las marchitas hojas que colgaban aún de los árboles, la decoloración de la nieve allá donde el lodo, o los perros— o sus perros, —habían manchado el blanco. Durante todo el tiempo su radiante compañía (ella era un poco más alta que él) caminó a su lado, con su abrigo negro floreciendo en el amplio cuello envolvente que medio ocultaba su rostro, con su negra elegancia, sus negras medias y, coronándolo todo, su sombrero, pero no un sombrero azul, un sombrero casi violeta, un sombrero del color del cielo invernal al anochecer, cuando los amarillos y los verdes y los cálidos rosas se mezclan tan magníficamente en el oeste mientas tú te hielas a morir. El sombrero que llevaba estaba hecho de esa sedosa, iridiscente tela tan de moda, «¡y observe! —(dijo)—, observe, señorita Kramer, que el sombrero es exactamente del mismo color que sus ojos».

¡Oh, pobre Irvin Rubin!, pensó la señorita Kramer, pero su dama no se cansaba de Irvin Rubin. Fueron al cine. Fueron a pasear. Fueron a las librerías. Yo misma los vi, en una ocasión, desde lejos. Y cada tarde la chica de Irv le decía adiós con la mano (aunque es imposible pensar en ella haciendo algo tan vigoroso) y se alejaba por el parque, al azul con el azul de sus ojos brillando como estrellas. Vivía en el elegante East Side. Un sábado por la tarde a última hora Irvin llamó a la puerta del apartamento de la señorita Kramer en el proyecto de la Stuyvesant Town y luego se quedó allí con aire miserable con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta mientras ella trasteaba con la cerradura. Tenía algunas amigas para una partida de bridge, así que estaban jugando a las cartas en la sala de estar.

—¿Señorita Kramer? —dijo Irv sin aliento—. ¡Necesito que me ayude!

—Bueno…, bien, entre —dijo ella, sintiéndose incómoda cuando sus compañeras de juego dejaron de hablar y miraron a Irv sorprendidas—. Venga a la cocina. Solo un momento. —Él la siguió como una torpe criatura en un cuento de hadas, deteniéndose tan solo para observar sorprendido: «¡Hey, va usted muy elegante!» (ella acababa de ir a la peluquería y llevaba un traje chaqueta), pero aparte esto sin reparar en lo que le rodeaba, ni siquiera en la extrema pequeñez de la cocina donde se metieron.

—Bien, ¿qué ocurre, Irvin? —preguntó la señorita Kramer algo secamente, porque estaba pensando en sus amigas. Incluso tomó nota mental del número de tazas de café limpias que había encima de la nevera. Él miró con aire ausente a su alrededor, con hi boca abierta, las manos aún en sus bolsillos, un lado del antiguo cuello de felpa de su chaqueta doblado hacia arriba por error.

—Señorita Kramer —tartamudeó—, señorita Kramer, por favor…, ¡tiene que ayudarme!

—Sí, ¿qué ocurre, Irvin? —quiso saber.

—Señorita Kramer, ella va a venir a mi casa esta noche. Va a venir a verme. —(«¡Vaya! —pensó June Kramer—, ¿qué hay que sea tan horrible en ello?»). Él bajó los ojos—. Lo que quiero decir, señorita Kramer, lo que quiero decir… —(respiraba afanosamente)— es que no quiero que piense… —y entonces levantó bruscamente la cabeza y exclamó—: ¡Por favor, señorita Kramer, venga usted también!

—¿Yo? —dijo June, pensando en sus amigas.

—¡Sí, por favor! —exclamó Irv—. ¡Por favor! ¿Querría…?, quiero decir… —y con una especie de estremecido sollozo estalló—: ¡Le dije que habría gente allí! —Le volvió la espalda y miró obstinadamente la nevera, frotándose la nariz con la manga de su chaqueta, arriba y abajo.

—Irvin, ¿no cree que eso sería un error? —dijo ella. Ninguna respuesta—. Irvin —dijo suavemente—, creo que si a esa chica le gusta usted, no tiene que inventarse usted cosas que no son ciertas, y si realmente no le gusta, bien, entonces ella descubrirá lo que es usted realmente más pronto o más tarde. ¿No cree que hubiera sido mejor decirle desde un principio la verdad? ¿No lo cree?

—No lo sé —murmuró Irvin. Se dio la vuelta. Miró en silencio a June Kramer, obstinadamente, con las lágrimas a punto de brotar de sus ojos, aquellos protuberantes ojos azul pálido que debían de ser miopes pero no demasiado miopes para no ver los silenciosos y pasivos encantos sentados en los bancos del parque allá en el Central Park West.

—Oh, está bien —dijo June Kramer—, de acuerdo, Irvin. —Y abandonó a sus amigas, sus cartas, su pequeña partida, para hacer que la chica de Irvin pensara que él tenía amigos.

—Eso parecerá respetable, señorita Kramer, gracias —le dijo él, y luego añadió, con una galantería tan extraña en él que fue chocante—: Se sentirá impresionada por usted, señorita Kramer; tiene usted tan buen aspecto.

Y así la señorita Kramer se puso su abrigo con el cuello de piel de conejo (para tener buen aspecto), y fueron a la casa de huéspedes de Irvin, primero en un autobús que chapoteaba sobre la nieve del asfalto, y luego en un metro cuya plataforma estaba llena de charcos de nieve fundida…, pero ningún clima, bueno o malo, había suscitado jamás un comentario de Irvin Rubin.

Hacía frío en el vestíbulo de la casa de huéspedes, tanto frío que uno podía imaginar que veía las paredes sudar, una especie de quieto, húmedo, petrificado frío como no había habido otro desde hacía veinte inviernos. El desnudo radiador en la habitación de Irvin estaba frío. Él se quitó la chaqueta y se sentó en la antigua cama de cuatro postes —la habitación solo contenía la cama, un sillón de brazos, un tocador y una cortina verde que cerraba una especie de armario —alcoba al fondo— en mangas de camisa.

June Kramer se estremeció.

—¿No tiene usted frío, Irvin? —preguntó. Él no dijo nada. Miraba a la pared opuesta. Pareció como si despertara, se sacudió ligeramente, dijo:

—Ella vendrá pronto, gracias, señorita Kramer —y volvió a sumirse en una especie de estupor.

Había empezado a nevar fuera, como pudo ver June echando a un lado las cortinas de plástico. Las dejó caer. Pasó junto a la cama de Irvin —el cubrecama era de un rosa descolorido—, junto al tocador, que contenía un cepillo, un peine y un cepillo de dientes, y cuyo espejo (con un marco de románticas volutas) tenía manchas en el azogue, de tal modo que la propia habitación parecía desaparecer detrás de nubes de fantasmales formas.

—Esta podría ser una hermosa habitación si la arreglara usted un poco, Irvin —dijo sonriente. Él no dijo nada. Ella vio que había tomado un libro de alguna parte y estaba leyendo; así que dio una nueva vuelta por la habitación, mirando el sillón, la estantería debajo de la única ventana y la lámpara debajo de la cual estaba sentado Irvin. Unos zapatos asomaban por debajo de la cortina verde. La señorita Kramer se sentó en el sillón de brazos, empezando a sentir el frío, y observó que Irvin había clavado una instantánea en la pared cerca de él, en la parte menos accesible de la habitación, una fotografía tomada al parecer hacía muchos años, de un muchacho de pie con un perro debajo de un árbol. Era la única foto en toda la habitación.

—¿Es usted, Irvin? —dijo la señorita Kramer, e Irvin (tras una pausa en la cual sus ojos dejaron de moverse sobre las páginas de su libro) asintió sin levantar la vista. La señorita Kramer permaneció sentada unos instantes, luego se levantó y se dirigió a la estantería llena de libros (la mayoría eran de Fantasy Press), apartó de nuevo las cortinas de plástico, miró de nuevo a la nieve (estaba empezando a cuajar en la acera), contempló otra vez la fotografía, cuyo descolorido sepia parecía haber reducido el árbol a una pieza de lona pintada, y finalmente dijo:

—Irvin Rubin, ¿está seguro de que esta chica va a venir esta noche? —Su pregunta tuvo un efecto sorprendente en él; cerró apresuradamente su libro, saltó en pie con la boca y los ojos muy abiertos, su rostro se crispó.

—Oh, por favor… —tartamudeó—. Por favor…

—Oh, estoy segura de que va a venir —dijo June—, pero ¿va a venir esta noche? ¿Está seguro de que no se ha confundido en el día? No quiero sugerir… —Pero entonces él corrió hacia el reloj despertador que había en el suelo al otro lado de la cama y lo sacudió, lo escuchó; intentó explicarle algo a ella, tartamudeando de tal modo que la asustó.

—¡Está bien, está bien! —exclamó—. ¡Está bien! —E Irvin Rubin, con el pecho agitado, permaneció allí inmóvil, más calmado, se secó los ojos con la mano, volvió arrastrando los pies al lado más cercano de la cama donde, ¡oh maravilloso Rubin!, reemprendió la lectura del libro. Ella pensó en pedirle que lo dejara, pero le tenía miedo, y tenía miedo también del silencio de la habitación, que parecía prevenir contra ser roto. Creo que tenía miedo de moverse. No era solo la desolación humana de aquella habitación, sino la de algún modo aterradora visión que le proporcionaba un alma que podía vivir en una habitación así y no conocer su desolación, la sugestión de que esta sombría prosa podía pasar, por algún tipo de reacción, a una poesía aún más terrible. June Kramer empezó a preguntarse acerca de la chica de Irv. Pensó con una agónica claridad en el número de noches que Irvin había entrado en aquella horrible habitación, había llegado a casa y tomado un libro y poblado aquella habitación con el cielo sabía qué; y luego se había ido a la cama, y se había levantado, y había ido a trabajar, y había comido, y había vuelto a casa, y había tomado un libro de nuevo hasta que era hora de irse a la cama para ocho largas horas (Irvin era puntual incluso en su dormir), soñando sueños que por extraños que fueran, y eso era lo menos inquietante, eran al menos más parecidos a las vidas que llevaban los demás en sus sueños. Pero ahora leía. Casi podía imaginar que veía una especie de fría bruma brotar de la página. Al final (estaba sentada rígida sobre el tapizado de pelo de caballo del sillón de brazos) la señorita Kramer se puso en pie y dijo con una voz que sonó débil en sus propios oídos:

—Me temo que tengo que irme, Irvin. De veras, no puedo quedarme más tiempo. —Vio que él había cerrado su libro y la estaba mirando con el ceño fruncido. La luz que brotaba de arriba le proporcionaba un extraño aspecto.

—No se vaya, señorita Kramer —dijo en voz muy baja.

—Estoy segura de que su joven dama quiso decir la semana próxima —dijo June desesperadamente—. O mañana. Sí, vendrá mañana…

—¡Por favor! ¡Por favor! —exclamó Irv—. ¡Por favor!

—Lo siento, pero tengo que irme —dijo June—. Es preciso. —E irrazonablemente aterrada, se dio la vuelta y abrió la puerta, dejando entrar de inmediato una ráfaga de aquel frío, muerto, inmóvil aire del pasillo. De inmediato supo perfectamente bien a qué lo había estado comparando durante todo aquel tiempo, y mientras bajaba las escaleras, seguida por un perturbado Irvin Rubin, suplicando sin aliento acerca de su chica y de aquel su primer acontecimiento social en su vida, ella vio ante sí solo la abierta tumba a la cual había estado mirando desde hacía cuarenta años, cuando siendo una niña había sido obligada a asistir al funeral de su hermana pequeña. En la calle corrió alejándose de él, aferrando su bolso a su costado, pero cuando alcanzó la esquina y retuvo el paso algo —nunca supo exactamente qué— la hizo detenerse y darse la vuelta.

La chica de Irv había llegado. Estaba de pie al lado de él en los escalones. June Kramer vio claramente el abrigo y el sombrero que Irvin había descrito. Incluso pudo distinguir los guantes negros de piel y las medias negras. Aunque apenas podía ver a Irvin a la luz de la farola de la calle, vio cada rasgo del pálido y empolvado rostro de la muchacha como si lo tuviera delante: las finas cejas, el perfil carente de expresión como un boceto sobre papel, y lo más claro de todo, aquellos maravillosos, maravillosos ojos violeta… «Tiene unos ojos tan hermosos», solía decir Irvin.

—¡Está aquí, señorita Kramer, ha llegado! —gritaba Irvin alegremente, irradiando felicidad, sin chaqueta, a su pálida y real dama, cuando una ráfaga de viento heló momentáneamente la calle. La camisa de Irvin aleteó, el abrigo de la señorita Kramer efectuó una violenta danza alrededor de sus tobillos, pero la extraña envoltura negra de la dama ni siquiera se agitó, como tampoco lo hizo su pañuelo negro, sino que colgó en perfectos pliegues como si estuviera hecho de piedra, tan inmóvil como sus manos, tan fría como su rostro, y tan muerta como su expresión, que parecía estarle diciendo a June Kramer en su pálida luminosidad (con una chispa de odio): Te desafío

Pero entonces la señorita Kramer, aunque sabía que estaba imaginando demasiadas cosas, se dejó vencer por la cobardía y corrió, corrió, corrió, jadeando, hasta que alcanzó la estación del metro y pudo —enterrando su rostro en su pañuelo— dar rienda suelta a las lágrimas.

Después de aquello Irv no estuvo bien. Llegaba tarde a trabajar. Faltaba algunos días. Cuando hablaba con él le respondía chillonamente, denunciando a la oficina, a la gente, a los libros, al mundo, todo. Era imposible hablar con él. Tres días antes de que finalmente desapareciera, acorraló a June en el almacén y le gritó, con un aire mezcla de orgullo y desafío:

—¡Señorita Kramer, voy a casarme! ¡Mi chica va a casarse conmigo!

Le dio la enhorabuena.

—Vamos a irnos con los suyos —dijo Irv—, pero no se lo diga a nadie, señorita Kramer; ¡no quiero que ninguno de esos…, esos renacuajos que trabajan en esta oficina sepan nada! Son unos cobardes, son estúpidos, no saben nada. ¡No saben nada sobre literatura! ¡No saben nada!

—Irvin, por favor… —dijo la señorita Kramer, alarmada y azarada.

—¡Adelante! —gritó él—. ¡Adelante, todos vosotros! —Y se volvió de espaldas a ella, frotándose los ojos, murmurando, mirando un título tras otro en las estanterías del almacén, aunque todos ellos eran iguales, como me dijo June Kramer más tarde. Ella pensó en ponerle una mano sobre el hombro, luego lo reconsideró, pensó en decir «felicidades» de nuevo, pero tuvo miedo de que esto lo excitara más, así que retrocedió tan suavemente como pudo. Hizo una involuntaria pausa en la puerta (me dijo), y entonces Irvin Rubin se volvió en redondo para mirarla…, la última vez que lo vio. Su desafío y su orgullo habían desaparecido, dijo, y su rostro parecía asustado. Era como si el conocimiento humano se hubiera asentado finalmente en él; estaba enfermo y aterrado y su vida estaba vacía. Era como ver un rostro humano en un animal. June Kramer dijo:

—Estoy segura de que serán muy felices, Irvin; felicidades —y se apresuró ciegamente a volver a su escritorio.

Esta es la historia de Irvin Rubin tal como me la contó la señorita June Kramer una mañana de invierno en la cafetería con las ventanas llorando y las secretarias haciendo tintinear sus cafés y comiendo sus pastas a nuestro alrededor, pero no es toda la historia. Yo conozco toda la historia. Lo vi entrar en el parque a primera hora una tarde de invierno con una joven dama —probablemente era el día que abandonó su trabajo—, y aunque no sé seguro lo que ocurrió, puedo imaginar muy bien su paseo por el parque, la joven en silencio, Irvin resbalando un poco en el helado sendero, volviéndose quizá para contemplar el cielo albaricoque al oeste, aunque, como dice June Kramer, los fenómenos naturales nunca llamaron demasiado su atención. Puedo adivinar —aunque en realidad no lo sé— cómo el auténtico amor de Irvin le abrió sus brazos automáticos en algún discreto y nevado rincón del parque, quizás entre un muro de piedra y los árboles sin hojas. Puedo verla desvanecerse contra el aire cada vez más oscuro, ese negro abrigo que no contiene nada, ese pañuelo negro que no adorna nada, su iridiscente sombrero convertido en una parte indistinguible del cielo vespertino, sus piernas confundidas con los troncos de los árboles, y sus ojos —¡esos salvajes, encantadores ojos violeta!— haciéndose más y más brillantes, radiantes como planetas gemelos, brillantes como estrellas polares gemelas, en un rostro que ahora ha adquirido la tonalidad del papel. Puedo verles fundirse, aplanarse, y desvanecerse en una luminosa bruma helada, una bruma que brota de unas órbitas que ahora son unas órbitas en la nada, haciéndole solo Dios sabe qué al pobre Irv Rubin, que fue hallado a la mañana siguiente (como me dijo el encargado de mi edificio de apartamentos) tendido de espaldas sobre la nieve y muerto por congelación.

Unos pocos días más tarde vi al amor de Irv en el Central Park West, una brillante tarde de febrero, con el tráfico convirtiendo la nieve en chapoteante barro a menos de tres metros de ella y con los perros de veinte manzanas alrededor siendo paseados arriba y abajo para dejar las huellas de sus patas en la nieve. Estaba leyendo un libro, volviendo las páginas sin esfuerzo con las enguantadas puntas de sus dedos. Incluso fui capaz de distinguir el título del libro, aunque hubiera preferido no hacerlo; era El arte de amar de Ovidio, lo cual parecía degradar todo el asunto a un chiste muy malo.

Pero, por supuesto, cuando conseguí cruzar la calle ella había desaparecido.