El Pozo Número 247

Basil Copper

El proceso de morar en el abismo negro es para mí la más intensa forma de fascinación.

—H. P. LOVECRAFT

Driscoll contempló pensativo el dial. La Sala de Control estaba en silencio excepto el distante golpetear de las dinamos. Las débiles luces brillaban tranquilizadoramente en los familiares rostros de los instrumentos y en el curvado metal del techo, con sus enormes tuercas y pernos y vigas sosteniendo el tremendo peso de la tierra sobre sus cabezas. Los dígitos verdes luminosos del reloj triangular en el mamparo apuntaban hacia la medianoche.

Aquella era la parte más tranquila de la Guardia. Driscoll cambió a una posición más confortable en su acolchado sillón giratorio. Era un hombre robusto cuyo pelo se estaba volviendo blanco en las sienes, pero sus rasgos todavía seguían siendo duros y firmes, no ablandados por el tiempo, aunque debía de haber superado los cincuenta.

Miró a Wainewright al otro lado; tenía los auriculares pegados a la cabeza y estaba afinando ansiosamente uno de sus instrumentos calibradores. Driscoll sonrió para sí mismo. Wainewright siempre había sido del tipo de los que se preocupan por todo. No podía tener más de veintinueve años, pero parecía mayor que Driscoll con sus rasgos flacos y tensos, su desordenado bigote y el pelo que empezaba a hacerse más fino y escaso.

La mirada de Driscoll se posó solo una fracción de segundo en su colega, derivó para enfocarse en la bancada de instrumentos con grandes diales de fácil lectura en la mampara del fondo, y finalmente se posó en las letras pintadas de rojo en el tablero de alarma situado delante de él y en una posición preeminente. La pantalla repetidora abajo contenía cuarenta y cinco parpadeantes imágenes azules, que mostraban el estado de los tableros de alarma en los extremos más alejados del complejo del cual Driscoll, como Capitán de la Guardia, era responsable.

Todo era normal. Pero siempre lo era. Driscoll se encogió de hombros y dirigió su atención al escritorio delante de él. Escribió la anotación en el diario con un lápiz radiónico luminoso. Todavía dos horas por pasar. Pero tenía que admitir que le gustaba más el turno de noche que el de día. La palabra disfrutar hacía fruncir el ceño hoy en día, pero era apropiada para el estado de Driscoll; en realidad disfrutaba de esta Guardia. Era tranquila, casi íntima, y esa era una cualidad que cada vez disminuía más en la vida.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una aguda y sibilante exclamación de Wainewright.

—¡Algo de actividad en el Pozo 639! —informó, girándose para mirar al Capitán de la Guardia con acuosos ojos azules.

Driscoll sacudió la cabeza, con una ligera sonrisa en los labios.

—No es nada. Probablemente algo de agua en el pozo.

Wainewright frunció la boca.

—Quizá… De todos modos, habría que informar.

Driscoll se envaró en su silla y miró al delgado hombre; el otro fue el primero en bajar los ojos.

—Usted ya ha informado —dijo suavemente—. Y yo digo que es agua en el pozo.

Conectó las entradas del diario, las leyó del iluminado repetidor en la mampara.

—Han habido diecisiete informes similares el último año. Agua cada vez.

Wainewright se inclinó sobre sus instrumentos; sus hombros se alzaron como si tuviera dificultades en reprimir sus emociones. Driscoll le miró duramente. Quizá fuera el momento de informar sobre Wainewright, pensó. Aunque podía esperar un poco más. No tenía sentido precipitarse.

—Pozo despejado —murmuró entonces Wainewright.

Siguió haciendo como si comprobara sus instrumentos, accionando interruptores, examinando diales, evitando los ojos de Driscoll.

Driscoll se reclinó de nuevo en su silla. Contempló la cúpula metálica del techo que extendía su concha protectora sobre ellos; sus pernos y tuercas reflejaban las luces de los diales de los instrumentos y las lámparas. Revisó mentalmente el caso de Wainewright, repasando y evaluando los hechos tal como los conocía.

El hombre estaba empezando a mostrar signos de alteraciones psicópatas. Driscoll podía comprender esto. No sabían que había ahí fuera, ese era el problema. Había más de sesenta kilómetros de galerías y túneles de comunicación solo en la sección bajo su mando, por ejemplo. Pero pese a todo eso no lo excusaba. Tenían que proceder siguiendo métodos empíricos. Bostezó ligeramente, miró de nuevo la hora.

Pensó en su relevo sin expectación ni pesar; no era del tipo emotivo, al revés que Wainewright. También al revés que Wainewright, estaba bien adaptado a su exigente tarea. De otro modo no podría ser Capitán de la Guardia. Ni siquiera cuando era relevado iba en busca de su litera. Bajaba a la cantina a por un café y un poco de comida antes de unirse a Karlson para una breve sesión de ajedrez.

Frunció el ceño. Acababa de pensar en Deems de nuevo. Arrojó la imagen de Deems fuera de su mente. Parpadeó un momento en el límite, luego desapareció. No era bueno; hacía ya dos años ahora, pero todavía seguía volviendo ocasionalmente. Recordó también que había sido el amigo particular de Wainewright; eso probablemente explicaba su nerviosismo últimamente. De todos modos, necesitaba ser vigilado.

Frunció los labios y se inclinó hacia adelante, observando la brillante tracería del lápiz verde en el tubo frente a él. Pulsó el botón de voz, y la cavernosa voz de Hort llenó la Sala de Control.

—¡Condición Normal, espero!

Había un tono jovial en su pregunta; se suponía que era un chiste, y Driscoll se permitió una sonrisa de unos tres milímetros de ancho. Aquello satisfaría a Hort, que no era un hombre muy dado al humor. No servía de nada hacer alardes con alguien como él.

—Nada que informar —respondió en el mismo tono de voz.

Hort asintió. Driscoll pudo ver su forma multiimagen parpadeando verde en el ángulo de su visión, pero no miró directamente a ella. Sabía que esto irritaba a Hort, y le complacía hacer estos pequeños gestos de independencia.

—Me gustaría verle cuando salga de Guardia —continuó Hort.

Ahora había una expresión ligeramente sardónica en su rostro.

Driscoll asintió con la cabeza.

—Estaré ahí —dijo lacónicamente. Agitó una rutinaria mano, y la visión en el tubo osciló y murió, dejando una pequeña lluvia de chispas verdes contra la negrura del fondo antes de morir.

Se dio cuenta de los turbados ojos de Wainewright buscando los suyos; ignoró al otro hombre y se concentró en cambio en una hoja impresa que estaba llegando. Pronto vio que era una comprobación de rutina, y se reclinó en su silla, barriendo con sus agudos ojos las hileras de instrumentos, sus oídos alertas incluso a la más ligera aberración en el suave zumbar de la maquinaria.

Se preguntó ociosamente qué podía querer Hort de él. Probablemente nada de auténtica importancia, pero era mejor estar preparado; pulsó la válvula repetidora en el escritorio delante de él, memorizando al instante los últimos datos que estaban siendo alimentados constantemente por un amplio abanico de instrumentos. Solo había tres juegos de números de importancia; los anotó en su cuaderno y lo dejó preparado junto a su codo.

Ya no habría ninguna otra cosa que señalar en la Guardia ahora, excepto alguna emergencia imprevista. Cerró momentáneamente los ojos, reclinado en su silla, descansando ligeramente las puntas de sus dedos en el suave metal pulido del escritorio. Saboreó el momento, que duró solo unos pocos segundos. Luego abrió los ojos de nuevo, refrescado y completamente alerta. Una débil vibración zumbante llenó todas las galerías y corredores adyacentes a la Sala de Control. Los respiraderos se abrieron por un momento; todo era como debía ser.

El resto de la Guardia pasó casi demasiado rápido; Wainewright estaba siendo relevado ya por Krampf, observó Driscoll. El reloj de la mampara indicaba nueve minutos para la hora. Pero Krampf siempre mostraba más celo que la mayoría del personal de allí. Driscoll sabía realmente muy poco de él. Miró ahora con curiosidad al hombre, apuesto y muy confiado en sí mismo, inclinado con su pelo oscuro hacia el panel opuesto, escuchando a Wainewright transmitirle su informe. Luego se ajustó los auriculares y se deslizó en el asiento acolchado.

Wainewright aguardó casi indefenso durante un momento, luego se apresuró a bajar la escalerilla de metal. Los ojos de Krampf se posaron en Driscoll y sus labios se curvaron en una sonrisa, hizo una seña al Capitán de la Guardia alzando dos dedos juntos.

Driscoll se sintió vagamente irritado.

Había algo en Krampf que no acababa de comprender. No tenía nada de la ansiedad por complacer que exhibía Wainewright; de hecho, exudaba un desconcertante aire de reprimida energía y egoísta impulso.

De todos modos, nada de aquello era asunto suyo; solo veía a Krampf durante muy pocos minutos cuando se producía el cambio de Guardias. Tres o cuatro minutos a la semana quizá, porque algunas veces sus turnos no se sucedían. Su propio relevo estaba junto a él ahora y Driscoll se puso en pie, casi reluctante de abandonar su asiento.

Entregó su puesto con unas pocas frases y bajó la escalerilla tras la estela de Wainewright.

No había nadie en la cantina excepto Karlson. Era un hombre rechoncho y medio calvo que hizo una tímida inclinación de cabeza cuando apareció Driscoll. Se levantó y le hizo sitio en el liso banco de plástico. Una suave música derivaba de los altavoces del techo. Karlson había preparado ya el tablero y había hecho su movimiento de apertura. Ahora era su turno. Driscoll observó brevemente el tablero y luego cruzó la cantina para estudiar el menú en la pantalla.

Puso su ficha en la bandeja y extrajo el café caliente y las delgadas galletas de trigo que tanto le gustaban. No comía mucho cuando salía de Guardia a aquella hora, puesto que comer mucho alteraba su digestión e interfería con su sueño. Regresó a la mesa del rincón donde él y Karlson se sentaban siempre y dio un lento sorbo al caliente y fuerte café, con ojos aparentemente distraídos pero estudiando al mismo tiempo el tablero y el concentrado rostro de Karlson.

Pero era evidente que su atención se estaba disipando. Se agitó por un momento y luego se alejó del tablero, con los ojos fijos en la mesa ante él. Karlson le miró rápidamente, con una sonrisa de simpatía floreciendo ya en las comisuras de su boca.

—¿Cansado?

Driscoll agitó la cabeza.

—No más que de costumbre. No es eso, no.

Cerró sus firmes y capaces manos alrededor del borde de la taza y contempló la humeante superficie negra de su café como si la respuesta a su no formulada pregunta estuviera allí.

—Entonces, ¿es algo que ocurrió durante la Guardia?

Los ojos de Karlson eran ahora alertas e interrogantes. Driscoll sabía que tenía que ser muy cuidadoso en su elección de las palabras. Karlson era un amigo particular, pero el sistema estaba primero, ocurriera lo que ocurriese. Dio un lento sorbo a su café, ganando tiempo. Karlson lo observó sin impaciencia, con una especie de mayestática satisfacción en su exteriormente plácido rostro. Sin embargo había un cerebro atento y cauteloso debajo de aquel banal exterior. Driscoll tenía amplias evidencias de ello.

Entonces el rostro de Karlson se relajó. Sonrió lentamente.

—No será Wainewright de nuevo. ¿Y sus ruidos en los pozos?

La sorpresa de Driscoll se reflejó en su rostro.

—¿Así que sabes eso?

Karlson asintió.

—No es ningún secreto. Tenemos nuestros ojos puestos en las cosas. Estuvo de Guardia con Collins hace tres semanas, cuando tú estuviste indispuesto.

Driscoll echó su mente hacia atrás, no consiguió recordar nada significativo. Evitó los ojos de Karlson, miró en cambio la brillante cúpula de metal del techo que se tensaba sobre ellos. Fuera donde fuese uno a lo largo de los kilómetros de corredores, no había nada excepto aquella lisa y continua monotonía.

—Tu lealtad te honra —dijo Karlson secamente—. Pero no es realmente necesaria en este caso. Los nervios de Wainewright nunca han sido fuertes. Y ciertamente no ha sido el mismo desde que Deems fue a…

Se interrumpió bruscamente y se inclinó hacia adelante sobre la mesa. Su aguda y atenta actitud le hizo parecer casi como si estuviera escuchando algo. Algo más allá del techo. Lo cual era absurdo, bajo las circunstancias. Driscoll se permitió una ligera sonrisa ante el pensamiento. Terminó la frase de Karlson como si su amigo no hubiera vacilado.

—Ahí Fuera —dijo secamente.

Karlson pareció momentáneamente sobresaltado; de pronto su blanda fachada se cuarteó. Tamborileó con sus gruesos dedos espatulados sobre la mesa. Parecía casi furioso, pensó Driscoll.

Pero su voz era tranquila y comedida cuando habló.

—No mencionamos eso —dijo suavemente—. Pero puesto que tú has considerado conveniente suscitarlo…, sí.

Driscoll tomó una de sus galletas especiales y le dio un pequeño mordisco.

—He mantenido vigilado de cerca a Wainewright —dijo, más rígidamente de lo que había pretendido—. Si hubiera habido la más ligera duda en mi mente…

Su compañero le interrumpió apoyando una mano en su brazo.

—No he pretendido criticar nada —dijo con voz suave—. Como he dicho, todos somos conscientes de los problemas de Wainewright. Han sido monitorizados al más alto nivel. Mucho antes de que cualquier peligro señale que debemos retirarlo.

Karlson enfocó su mirada de vuelta al tablero ante él.

—No parece que vayamos a ir muy lejos esta noche. Con tu permiso…

Driscoll asintió. Karlson accionó la palanca. Tablero y figuras se hundieron en la superficie de la mesa con un zumbido casi inaudible. Karlson cruzó las manos sobre el lugar donde había estado el tablero.

—Wainewright informó de cinco incidentes en esa Guardia —dijo bruscamente—. En varios pozos.

Driscoll se pasó la lengua por los labios. No dijo nada, se limitó a inclinar educadamente la cabeza mientras aguardaba a que Karlson siguiera.

—Fue algo sin precedentes —continuó Karlson—. No podía ser pasado por alto. Así que Collins me informó directamente de ello. Wainewright ha estado bajo atenta vigilancia desde entonces.

Miró a Driscoll con un cierto reproche.

—Tú no has informado de nada.

Driscoll enrojeció. Se mordió el labio.

—¿Es por eso por lo que desea verme Hort?

Karlson abrió las manos en un amplio gesto de disculpa.

—No lo sé —dijo simplemente—. Quizá. Quizá no. Pero sería juicioso que fueras con cuidado.

Entonces sonrió. Una amplia y sincera sonrisa.

—Gracias —dijo Driscoll—. En realidad no hay nada. Wainewright está nervioso, eso es cierto. Y esta noche tuvo dudas acerca del Pozo Número 639. Eso es todo.

Karlson dejó que su aliento escapara en un suspiro de alivio.

—Eso es bueno. De todos modos, yo debería comunicárselo a Hort.

Se puso bruscamente en pie, como alertado por una alarma inaudible. Miró pensativo a Driscoll.

—No te preocupes por ello —dijo—. Pero díselo a Hort.

Salió sin apresurarse, dejando a Driscoll con su café y sus galletas y el zumbar de Insectos de la oculta maquinaria.

Hort era un hombre alto, delgado, ascético, con una cabeza calva y unos hundidos ojos grises. Llevaba un uniforme azul abrochado en el cuello y la banda escarlata que señalaba su rango de Maestro de Galería. Había cumplido recientemente los sesenta, pero pese a sus años había un dinámico atletismo en su nervuda constitución que mucha gente consideraba amilanante. Driscoll no lo consideraba así, pero había un débil núcleo de cautela en su interior cuando subió la escalera de cristal en espiral que conducía a la oficina de Hort.

Pudo ver a Hort a través de la pared de cristal blindado que separaba sus aposentos de las demás unidades administrativas. Driscoll deslizó la puerta y entró. Hort estaba sentado tras su escritorio semicircular con su batería de luces parpadeantes e hizo señas a Driscoll de que se sentara en el diván frente a él. Driscoll se acomodó cautelosamente, como si tuviera miedo de que los almohadones no pudieran soportar su peso. Los ojos de Hort parecieron ligeramente divertidos mientras le miraba por un momento sin hablar. Luego fingió examinarse las puntas de los dedos y fue directamente al grano.

—Supongo que habrá adivinado por qué le he pedido que venga aquí.

Driscoll asintió brevemente.

—¿Wainewright?

Pese a sí mismo tuvo la impresión de que su voz tenía un tono defensivo que no había pretendido.

—Exacto.

Hort se echó hacia atrás en su silla y volvió a examinarse las uñas.

—No se lo ocultaré, Driscoll: estamos preocupados. En especial después del otro asunto.

Sus ojos se habían puesto serios, y contempló interrogativamente al Capitán de la Guardia.

—¿Deems? —murmuró Driscoll.

Hort asintió.

—Exacto. Tenemos que ser tan cuidadosos. Comprenderá usted casi mejor que yo las implicaciones de esta situación. Debemos evitar cualquier filtración…

Se interrumpió, evitó los ojos de Driscoll y enfocó su mirada de nuevo en sus uñas.

—Es difícil decirlo delicadamente, Driscoll. Pero también tenemos que evitar suscitar intranquilidad entre el personal…

Driscoll puso cara inexpresiva.

—Me temo que no le sigo. Wainewright ha informado de ciertas alteraciones en varios de los pozos principales. Ha habido un cierto número de estos incidentes a lo largo del último año o así. No acabo de ver por qué tiene que considerarse como algo anormal.

Animado por el silencio de Hort y su relajada actitud sentado allá contemplándose las uñas, siguió:

—Evidentemente, Wainewright está alterado. Pero lo he estado manteniendo bajo atenta observación. Y tengo entendido que los Capitanes de otras Guardias han hecho lo mismo cuando se ha presentado la circunstancia.

Hort agitó gravemente la cabeza, como si estuviera de acuerdo con cada una de las palabras que había dicho Driscoll.

—Me alegra oír esto —dijo suavemente—. Pero hay algo más. No tiene que producirse ninguna repetición…

Se interrumpió, con las puntas de los dedos temblando sobre el escritorio. Driscoll se dio cuenta de que había estado aplicando presión sobre la superficie durante todo el tiempo que había estado hablando. Hort volvió la cabeza hacia Driscoll con un esfuerzo.

—No tiene que producirse ninguna repetición —dijo con tranquila irrevocabilidad—. Eso es todo, a menos que tenga usted algo más que añadir.

El asunto estaba perfectamente claro en la mente de Driscoll; no le gustaba Hort y este lo sabía, pero respetaba sus habilidades. No hubiera mantenido su actual posición si no fuera inmensamente capaz. Y uno de sus deberes era impedir que surgieran problemas. Driscoll se dio cuenta por primera vez del shock que debió de representar Deems para la Administración.

Se levantó lentamente, esperando ser despedido. Pero al parecer la mente de Hort estaba dedicada a otras cosas. Charló amigablemente de varias trivialidades antes de terminar la entrevista.

Driscoll volvió la cabeza cuando alcanzó la escalera. Hort estaba todavía de pie junto al escritorio tal como lo había dejado, como sumido en sus pensamientos. Luego, consciente de que Driscoll lo veía a través de la pared de cristal blindado, se sentó de nuevo en su escritorio.

Driscoll bajó la escalera y recorrió el inclinado corredor de metal que conducía a sus aposentos. Mucho después de que se hubiera metido en su litera su mente seguía absorta todavía en desacostumbrados pensamientos. Oyó el débil sonar del timbre que llamaba a la siguiente Guardia antes de que el sueño llegara a él.

Driscoll deslizó la puerta de Registros Centrales y recorrió el brillante parquet hasta el escritorio principal. Hoy estaba fuera de Guardia y a menudo pasaba algo de tiempo allí investigando sus proyectos particulares. Hoy fue a la Sección Histórica y garabateó su petición en un bloc frente a la pantalla de consulta. Había silencio en la biblioteca; solo un par de docenas de personas ocupaban los escritorios de metal más allá de la mampara transparente. La luz se derramaba uniforme sobre sus inclinadas cabezas, y el débil zumbar de las máquinas llenaba el aire.

Una suave brisa brotaba de los renovadores; el aroma hoy era de jazmín, observó Driscoll. Le gustaba el Día del Jazmín por encima de todos los demás. Era una lástima que solo lo pusieran una vez cada dos meses. El auricular dijo suavemente en su oído:

—Su petición ha sido programada. Escritorio número sesenta y cuatro.

La puerta se deslizó automáticamente cuando Driscoll se detuvo ante ella; hacía algo más de calor en la Sección Histórica, y se desabrochó las capas exteriores de su ropa. Recorrió los pasillos hasta donde brillaba el número sesenta y cuatro en la pantallita de identificación y se hundió en la mullida silla. Había pedido los registros de todo el año. No debía ser demasiado específico. Y de algún modo tuvo la impresión de que podía ser peligroso. No supo decir por qué.

Contempló apáticamente la imagen de la primera página del diario cuando apareció, muy ampliada, en la brillantemente iluminada pantalla frente a él. Pulsó el botón, desplazando la entrada, actuando relajadamente, fingiendo tomar notas. Pasó más de una hora en este estadio. Sintió sus palmas ligeramente sudadas cuando se acercó a las fechas relevantes.

Seleccionó una entrada situada a mitad del período que le interesaba, como al azar.

Inmediatamente supo que algo iba mal. Se inició el familiar blip y la luz carmesí empezó a parpadear. Pero la pantalla quedó vacía y la voz grabada dijo: «La información solicitada se halla en la Sección Restringida. Para consultar la entrada necesita permiso verificado de la Autoridad».

Driscoll suspiró. Pulsó el botón neutral, y la pantalla siguió con las insípidas entradas del diario de la última fecha anterior al período restringido. Driscoll no probó más fechas. Sabía que la respuesta iba a ser la misma. Si intentaba tres entradas sucesivas en la Sección Restringida, atraería la presencia del encargado en persona preguntando acerca de su interés por la información. No podía arriesgarse a eso.

Se reclinó en su silla y consultó las notas en su bloc. Solo podía hacer otra cosa. Tendría que hablar con Wainewright. Incluso así habría dificultades. Driscoll se había interesado en el problema. Cuando estaba interesado en algo nunca lo soltaba. Si Hort no hubiera pedido verle; si no hubiera visto una sutil expresión en el rostro de Karlson; si los rasgos de Wainewright no hubieran reflejado una furtiva evidencia de un secreto shock

Driscoll tamborileó con los dedos la superficie del escritorio en el glutinoso silencio mientras el apagado zumbido de fondo que era casi inaudible a sus oyentes envolvía la biblioteca con su susurro casi apiario.

Estaba irritado consigo mismo; había ocurrido algo que había causado ondulaciones en la suave y plácidamente ordenada superficie de su vida. Aquello no le gustaba. Permaneció sentado allí con el ceño fruncido durante otros diez minutos o así, dando vueltas en silencio al problema. Luego se levantó y abandonó bruscamente la Sección Histórica. Las largas puertas de cristal blindado se deslizaron silenciosas a sus espaldas, encerrando a los ansiosos buscadores de conocimiento en su hermético silencio.

Driscoll aguardó hasta después del almuerzo. No hubo ninguna dificultad. No había nada en contra de una visita suya a Wainewright. Como máximo era inusual, quizá. Driscoll sabía que las cámaras de televisión escrutaban todos los lugares públicos y arterias principales. En realidad no había ninguna razón para el secreto, pero prefirió ser discreto. Así que salió a hacer ejercicio y tomó un coche en un oscuro cruce donde era poco probable que fuera visto.

Tuvo que cambiar dos veces, pero halló justificado el proceso. Wainewright vivía en la galería 4034, y Driscoll no estaba completamente seguro de la localización exacta de su apartamento. Todo el proceso le tomó más de una hora, y durante ese tiempo Driscoll desarrolló su historia. No sabía exactamente cómo abordar a Wainewright; el que era algo acerca de la muerte de Deems lo que lo había impresionado tan profundamente era obvio. Para alguien de la fibra de Driscoll tales cosas eran un tanto inusuales, pero nada para alterar la imperturbable norma de la vida cotidiana.

Sin embargo la partida de Deems había trastornado a todas luces a las autoridades más de lo que estaban dispuestas a admitir; la precavida actitud de Karlson no había engañado a Driscoll. Medio había sospechado que Hort le había pedido que hiciera algunas averiguaciones, y su propia entrevista con Hort había hecho cristalizar sus sospechas. La mente de Driscoll estaba llena de medios formulados impulsos cuando deslizó la puerta plegable del coche en la Estación 68 y caminó por el embaldosado vestíbulo en dirección a la Galería 4034.

Pronto localizó el apartamento de Wainewright y ascendió hasta el tercer piso, donde estaba situado. Los delgados y tensos rasgos de Wainewright revelaron su franca sorpresa cuando deslizó la puerta para responder a la llamada de Driscoll. Sus acuosos ojos azules miraron a Driscoll medio desafiantes, medio a la defensiva.

—Lo siento —dijo Driscoll, casi vacilante—. Si no es el momento oportuno…

—Oh, no, por supuesto que no —tartamudeó Wainewright.

Retrocedió e hizo un gesto expresivo con la mano izquierda.

—Entre, entre, por favor. Estoy solo.

Driscoll pasó junto a su anfitrión y se quedó de pie sumido en sus pensamientos a la débil luz del techo. Aguardó hasta que Wainewright hubo cerrado la puerta.

—Disculpe mi aparente confusión —dijo Wainewright, abriendo camino hacia la sala de estar circular, donde una música suave brotaba de unos invisibles altavoces. Fue a los mandos y cortó el recital. Hizo un gesto a Driscoll hacia un diván frente a él y se sentó en una silla de respaldo de acero frente a su huésped—. ¿Sabe? —siguió diciendo—, su visita es de lo más inusual, así que naturalmente me ha sorprendido. Espero que no ocurra nada malo…

Driscoll negó con la cabeza; dijo algunas palabras anodinas para tranquilizar los temores del otro.

—No es nada realmente, pero pensé que me gustaría venir a charlar un rato con usted. Si es que puede perder un poco de su tiempo…

—Por supuesto, por supuesto. —Wainewright había recuperado algo de aplomo—. ¿Puedo ofrecerle algún refresco? Yo soy partidario del té.

Driscoll sonrió ligeramente; había algo un poco de vieja solterona en Wainewright. Supuso que se debía a vivir solo como lo hacía.

—Solo si ya lo estaba haciendo. Lo que deseaba hablar con usted no es nada que tenga importancia. Puede esperar.

Wainewright se levantó, evidentemente aliviado. Mientras se atareaba preparando el té, Driscoll permaneció sentado con sus pesadas manos cruzadas sobre sus rodillas, completamente tranquilo, los párpados entrecerrados como si estuviera medio adormecido. Pero no se perdía nada de lo que ocurría en el pequeño mundo donde se encontraba. No era fácil sacudirse los hábitos de toda una vida.

Wainewright reapareció al fin, murmurando disculpas. Driscoll guardó silencio hasta después de que hubiera servido el té. Se sentó observando cómo el líquido descendía en un humeante arco ambarino a la esmaltada taza de metal. Charló educadamente hasta que hubo terminado la ceremonia. Su anfitrión se sentó de nuevo en la silla frente a él y le miró cautelosamente. Cautela y confusión parecían luchar en alguna parte en lo más profundo de sus ojos.

—Me ha sorprendido su visita —dijo—. No lo ocultaré. Me he preguntado si ocurría algo en Control. Mis registros están completamente en orden…

Se interrumpió durante un segundo. Luego, tranquilizado por la expresión de Driscoll, prosiguió:

—Por supuesto, sé que han habido quejas. Quizás fuera inevitable. Pero últimamente no he dormido bien.

—De eso es precisamente de lo que quería hablarle —dijo Driscoll con suavidad, dándose cuenta de que le habían abierto el camino—. Es evidente que había algo en su mente. Todo esto pertenece al sector privado, entienda. No tiene nada que ver con Control.

Aguardó a ver qué efecto tenían sus palabras en Wainewright. El delgado hombre permanecía sentado en una postura inmóvil, con sus acuosos ojos azules parpadeando rápidamente. Solo el incansable abrir y cerrar de sus manos revelaba su tensión interior; era casi como si sus desnudas terminaciones nerviosas estuvieran expuestas a la sondeante mirada de Driscoll. El visitante conocía a este hombre. Bruscamente cambió de tema.

—Un té excelente —dijo con voz alegre, mientras tendía la taza para que se la volviera a llenar—. ¿Dónde consigue esta calidad hoy en día?

El aprensivo rostro de Wainewright enrojeció de placer.

—Yo mismo lo mezclo —respondió—. Es algo así como un arte perdido.

Driscoll se mostró de acuerdo, tomando nota mental respecto a sus pensamientos más interiores sobre Wainewright. Sus soñolientos ojos sondearon el apartamento.

—Se trata de sus informes de movimientos en los pozos —siguió con voz suave—. El tema me interesa. Y después de lo que ocurrió…

Se interrumpió bruscamente, dejando que la frase colgara desmañada en el aire. Por un momento pensó que se había excedido. Wainewright se mordió el labio. Sus dedos temblaron perceptiblemente, tanto que tuvo que depositar su taza en la bandeja. Juntó las manos frente a él como para controlar su temblor.

—¿Le ha pedido Hort que viniera? —preguntó con voz pesada.

Había una especie de hosco desafío en su más bien débil rostro. Los ojos azules parecían desconcertados y derrotados. Driscoll sintió un repentino destello de piedad hacia él. Negó con la cabeza.

—Le he dicho la verdad —se limitó a decir—. Esto es enteramente privado. Quiero ayudarle si puedo…

De nuevo se interrumpió a media frase, dejándola colgar en el aire. Los ecos de su voz parecieron reverberar en el apartamento mucho tiempo después de que muriera su resonancia. Hubo un extraño silencio muerto entre los dos.

Wainewright se sentó, con el cuerpo torpemente crispado, las manos juntas sobre sus rodillas, ligeramente inclinado hacia adelante como si estuviera escuchando algo que no podía ser oído por nadie más. Driscoll había observado a menudo aquello cuando estaban juntos en su Guardia nocturna. Todavía seguían manteniendo el Tiempo de la Tierra, aunque ahora no había más que luz artificial. Se habían adaptado a ello hacía mucho tiempo.

Driscoll había notado que Wainewright parecía más aprensivo en sus turnos de noche. Resultaba curioso que fuera así. Ofreció a su anfitrión una sonrisa tranquilizadora, se movió ligeramente hacia adelante en el diván y tomó de nuevo su taza. La normalidad pareció fluir de vuelta a la habitación.

—Es mucho lo que podría decir —dijo Wainewright con voz melancólica—. Ya sabe, después de que Deems fuera…

Tragó saliva y se interrumpió. Driscoll tuvo la impresión de que había como una especie de muda súplica en sus ojos.

—Era de Deems de quien realmente deseaba hablar —le animó Driscoll—. Y de lo que sea que imagina usted que hay en los pozos.

Un estremecimiento pareció cruzar la delgada forma de Wainewright. Su actitud se pareció más que nunca a la de alguien escuchando intensamente algo que debía ocurrir. La idea era absurda, pero Driscoll no pudo apartarla de su mente.

—¿En los pozos? —repitió apagadamente Wainewright.

Driscoll asintió como dándole ánimos.

—Ahí Fuera.

Wainewright se agitó con un visible esfuerzo en su silla. Luego efectuó un movimiento convulsivo y se llevó la taza a los labios. Bebió como si tuviera sed, engullendo grandes sorbos, los ojos fuertemente cerrados como para borrar de su vista el recuerdo de algo. Aunque era probable que Driscoll confundiera sus motivos; podía ser simplemente el efecto del caliente vapor del té sobre sus párpados.

—Deems era un buen amigo suyo, ¿verdad? —preguntó Driscoll suavemente.

Los párpados se habían abierto. Los acuosos ojos azules le miraron con intensidad.

—El mejor. Ahora ya no hay ninguno.

Su voz era tan baja que sus palabras eran casi inaudibles. Driscoll se sintió más seguro en este terreno. Se inclinó hacia adelante por encima de la bandeja del té.

—Esta tarde intenté revisar las entradas del diario relativas a Deems. No estaban disponibles en Registros Centrales.

El rostro de Wainewright se puso blanco. Tembló visiblemente. Sacudió la cabeza.

—Eso fue muy poco prudente. Aunque me sorprende que esté usted tan interesado.

Su rostro cambió mientras hablaba. Algo de la tensión desapareció de él. Miró firmemente a Driscoll.

—¿Significa eso que comprende? ¿Que es posible incluso que me crea?

Driscoll supo que ahora todo iba bien. Se recostó en el diván.

—Digamos que tengo una mente abierta. Y que seré extremadamente discreto.

Sonrió a Wainewright. Tenía un rostro franco, abierto, y la confianza que exudaba pareció extenderse a su compañero. Los rasgos de Wainewright eran más relajados ahora, y la tensión alrededor de sus ojos y sienes se había aflojado momentáneamente. Miró con fijeza a Driscoll.

—¿Quiere saber acerca de Deems?

Driscoll asintió.

—Si eso ha de ayudarme a comprender lo que le preocupa a usted, sí.

Supo de inmediato que había dicho lo correcto; Wainewright pareció visiblemente emocionado. Se semilevantó, como si quisiera ir al lado de su huésped, luego volvió a dejarse caer en su silla.

—Puede que no lo comprenda usted —dijo.

—No lo comprendo ahora —admitió Driscoll—. Cuando haya averiguado qué es lo que le preocupa, entonces seguramente comprenderé.

Wainewright asintió lentamente. Sentado allí envarado, parpadeando, le dio a Driscoll la impresión de algo abandonado de una era anterior; una era donde la gentileza y la búsqueda de conocimiento tenían valor, y donde los vientos purificadores soplaban en la superficie de la Tierra. Pero no hubo ninguna indicación de sus pensamientos mientras permanecía allí sentado con su firme mirada observando calmadamente a Wainewright. Este último anudaba y desanudaba inquieto sus dedos.

—Deems era mi amigo —dijo—. Mi único-auténtico amigo. Su marcha fue un terrible shock.

—Puedo comprender eso —dijo Driscoll suavemente—. Quiero ayudar.

Wainewright se agitó en su silla. Sus ojos parecían vagos y medio asustados.

—Si tan solo pudiera creer eso…

Driscoll mostró un débil atisbo de impaciencia. Apoyó sus grandes manos sobre su rodilla derecha y se balanceó de un lado para otro.

—Tiene amplias pruebas de ello —señaló—. Mi misma presencia aquí. Sabe que no se supone que nos veamos fuera de la Guardia.

Sus palabras causaron el impacto deseado; Wainewright entrecerró los ojos y se echó ligeramente hacia atrás, como si su compañero le hubiera golpeado. Se recompuso, empezó a hablar, respirando pesadamente entre frase y frase, como si estuviera corriendo.

—Deems lo sabía —dijo—. Siempre estaba hablando de ello. Tanto en la Guardia como fuera de ella. Sabía que había algo.

—¿Ahí Fuera? —presionó Driscoll.

Wainewright asintió. Tragó saliva una o dos veces, pero se dio cuenta de que tenía que continuar; se había comprometido, y era demasiado tarde para echarse atrás.

—Todo empezó con el Pozo Número 247. Usted no sabe eso, ¿verdad?

Driscoll se lo quedó mirando. Negó con la cabeza. Wainewright sonrió ligeramente.

—Era un secreto muy bien guardado. Está justo en el borde de nuestra sección. Es un lugar extraño. Nadie quiere decir nada respecto a él. El sistema de iluminación siempre está fallando allí, de modo que los túneles se hallan a menudo en una semioscuridad. Ha habido extraños ruidos y movimientos en los pozos. El agua se ha filtrado en uno o dos lugares, y algunas de las válvulas se están oxidando.

Driscoll miró incrédulo a Wainewright. Este se pasó la lengua por los labios, pero había la huella de la sinceridad en la mirada que devolvió.

—Es perfectamente cierto —dijo—. Solo que ninguno de los informes oficiales se refiere a ello. Equipos especiales se ocupan del asunto, y no se mantienen registros formales.

Driscoll miró en silencio a su compañero durante un largo momento.

—¿Debo entender que sabe usted lo que está diciendo?

Wainewright asintió. Mantuvo sus acuosos ojos fijos en el otro.

—Esta cosa lleva largo tiempo conmigo. Sé exactamente lo que estoy diciendo. Y estoy eligiendo mis palabras con mucho cuidado.

Driscoll mantuvo su mirada fija al frente, sin ver a Wainewright por el momento. Su cerebro estaba cargado de oscuros pensamientos.

—Siga.

Wainewright hizo un pequeño y patético movimiento con las manos.

—¿Sabe usted, por ejemplo, que se han producido brechas en el túnel? ¿Agua en los pozos y, como he dicho, óxido en las válvulas?

—Encuentro eso difícil de creer.

Su voz sonó un poco insegura, incluso para sí mismo. Wainewright se permitió una tímida y vacilante sonrisa. Se agitó inquieto, buscando con la mirada el rostro de Driscoll.

—No encontrará usted nada de esto en los registros. Pero él lo sabía.

Los sentidos de Driscoll debían de estar un poco embotados esta tarde. Miró inexpresivamente a Wainewright bajo la blanda y suave iluminación de la estancia que caía sobre ellos, inundando sus figuras con un pálido amarillo de mantequilla.

—Deems, por supuesto —continuó Wainewright, como si en él se hubiera liberado un flujo de emociones—. Estaba decidido a averiguarlo. Confiaba en mí. Todo el asunto llevaba en su mente desde hacía algún tiempo. Estaba convencido de que había algo en los pozos. Y el Pozo Número 247 era el más obvio…

—¿Por qué obvio? —interrumpió Driscoll.

Wainewright se pasó una azulada lengua por sus secos labios.

—Seguro que usted sabe eso. Es el más grande. Fue el túnel de inspección hace años. Cuando la gente iba Ahí Fuera para comprobar las condiciones.

Driscoll se sintió ligeramente irritado consigo mismo; apoyó de nuevo las manos en su rodilla y se agitó de un lado para otro. Por supuesto; ahora lo recordaba. Sonrió confiado a su compañero.

—¿El pozo con la cápsula de inspección? ¿Todavía está ahí?

Wainewright negó con la cabeza.

—Las autoridades la retiraron. Pero la cámara todavía existe. Y no costaría mucho soltar los pernos de la compuerta.

Driscoll estaba impresionado; permaneció sentado, con su recio rostro inmóvil mientras miraba a Wainewright.

—¿Por qué desearía alguien hacer eso?

Wainewright se encogió de hombros.

—¿Por qué desearía Deems ir allí? Para descubrir algo. Para incrementar la suma del conocimiento humano, por supuesto. El movimiento en los pozos…

Pese a sí mismo, un ligero estremecimiento se apoderó de Driscoll. Miró el indicador en el mamparo cerca de donde estaba sentado, preguntándose si la temperatura de la cámara no habría sido alterada. Pero era completamente normal. Su tono de voz se mantuvo absolutamente llano cuando habló.

—¿Qué cree usted que hay allí, Wainewright?

Los acuosos ojos azules tenían una extraña expresión velada.

—Es algo…, animado, diría. Algo que desea entrar en contacto con nosotros. ¿Por qué debería rezumar el Pozo Número 247, por ejemplo? La situación casi no tiene precedentes.

Driscoll se inclinó hacia adelante, los ojos clavados en el rostro del otro.

—¿Por qué rezuma el Pozo Número 247?

Wainewright se pasó de nuevo la lengua por los labios, y sus ojos eran oscuros y atormentados cuando le devolvió la mirada.

—Porque algo está haciendo girar los pernos desde el otro lado —dijo simplemente.

—Creo que sería mejor que me dijera cómo murió Deems —indicó Driscoll con voz tranquila.

Hubo ahora un sulfuroso silencio en la habitación. Los ojos de Wainewright eran como pálidos agujeros azules en la inmovilidad de su rostro. Hizo un gesto hacia la tetera. Driscoll declinó el ofrecimiento con una breve sacudida de su cabeza. Tenía que mantener controlada su impaciencia.

—¿Deems? —Wainewright se pasó una vez más la lengua por los labios—. Sabía lo del Pozo 247. Había descubierto cómo abrirlo. Hubo un fallo temporal en los circuitos de esa sección. Fue allí sin que se apercibieran las autoridades. El lugar tenía una fascinación para él.

Hizo una pausa de nuevo y miró a Driscoll. Había una expresión implorante en su rostro, como si le estuviera pidiendo a su compañero una ayuda que sabía que más tarde no le podría proporcionar.

—¿Cómo sabe usted esto?

—Deems era mi mejor amigo. Fue saliendo a lo largo del tiempo. Se había decidido, ¿entiende?

Ahora los ojos de Wainewright estaban cerrados, como si ya no pudiera soportar el seguir mirando a Driscoll.

—¿Quiere decir a ir Ahí Fuera?

La voz de Driscoll era insegura. Wainewright abrió los ojos. Por una vez eran agudos y firmes. Asintió con la cabeza.

—Hallaba la vida intolerable aquí. No podía ajustarse. Y tenía que descubrir qué había Fuera. Trazó cuidadosamente sus planes. Pero ni siquiera yo me di cuenta enteramente de su determinación.

Driscoll permaneció sentado en un pesado silencio. Era consciente de que era peligroso escuchar a Wainewright; que ahora se había convertido en su confidente. Que aquel iba a ser un conocimiento con el que resultaría difícil vivir. Empezaba a sentirse confuso, lo cual era algo a lo que no estaba acostumbrado. Pero necesitaba saber más acerca de Deems.

Nada de esto se reflejó sin embargo en su rostro, que tan solo expresó un educado interés mientras aguardaba a que su compañero continuara. Pero Wainewright parecía haberse dado cuenta de la enormidad de su conducta. Porque uno no hablaba de aquel modo, en especial a personas del rango y calibre de Driscoll. Pero Wainewright se sintió animado por el silencio del otro; por la tranquila e intensa expresión en su rostro. Se agitó en su silla y luego siguió sin vacilar, como si finalmente se hubiera decidido.

—Deems vino a verme antes de salir Fuera —dijo—. Estaba más agitado que de costumbre aquella noche. Vino aquí del mismo modo que lo ha hecho usted hoy, lo cual fue una circunstancia igualmente extraordinaria.

—¿Le dijo a usted lo que iba a hacer?

Wainewright negó con la cabeza.

—Solo indicios. Pero estaba tremendamente alterado. Más de lo que lo había visto nunca antes. Había estudiado el fenómeno, ¿sabe? Y yo estaba convencido de que sabía lo que se estaba moviendo en los pozos Ahí Fuera.

Wainewright carraspeó nerviosamente.

—Habló acerca de que deseaba ser libre. Estaba convencido de que se intentaba contactar con nosotros con algún propósito. Que había una benevolencia…, una paz…

Guardó silencio un largo momento. Driscoll sintió sobre sus hombros todo el peso del techo que cubría los kilómetros de túneles y galerías, presionando sobre él hacia abajo, hacia las negras entrañas de la Tierra. Era una sensación completamente extraña a él, y no le gustaba.

—¿Qué ocurrió esa noche? ¿Cuando sonaron las campanas?

—Relevé a Deems —siguió hablando Wainewright—. Parecía completamente normal. No intercambiamos ninguna palabra formal. Simplemente nos miramos el uno al otro. No recordé aquella mirada hasta más tarde. Luego salió, hacia su litera, supuse. Los timbres de alarma sonaron como media hora más tarde. Collins estaba a cargo aquella noche. No me dio permiso formal para salir, pero debió de haber notado algo en mi expresión, porque asintió con la cabeza cuando subí.

»Corrí por los corredores. Sabía exactamente adónde ir. No había luces en la sección que alberga el Pozo Número 247. Y yo sabía que el equipo de emergencia necesitaría más de veinte minutos para alcanzar la zona. No tenía miedo. Pero también creo que sabía lo que iba a encontrar.

Tragó saliva, una delgada capa de sudor cubría su rostro; luego, cuando Driscoll no aventuró ningún comentario, se apresuró a continuar:

—Llevaba una linterna conmigo. Había una gran cantidad de agua en el túnel. La cubierta del pozo estaba abierta. O más bien estaban abiertos sus cierres. Metí la luz en la cámara de inspección. Había una nota en el fondo, dirigida a mí. Y una materia gris viscosa que había sido aplastada en el borde de las puertas metálicas. Parecía como primitivos dedos embriónicos.

Wainewright se detuvo y se estremeció. Pareció luchar en busca de aliento y luego se volvió y tragó abundantemente el fuerte y caliente té. Driscoll permaneció sentado inmóvil, pero con sus grandes manos prietamente entrelazadas; sus nudillos estaban blancos.

—¿Qué decía la nota?

—«Este es el primero. Habrá otros. Ven Fuera. Hay una resplandeciente paz, una luminosidad, una libertad…».

La escritura era muy fina, y parecía como si hubiera sido interrumpida bruscamente.

Wainewright estaba pálido, sus ojos atormentados por un vedado conocimiento.

—Fue entonces cuando supe que Deems no la había escrito.

Driscoll durmió mal aquella noche. Las palabras de Wainewright y la imagen de su tensa figura no dejaban de acudir de nuevo a él. Finalmente se levantó, encendió las luces y se sentó contemplando el mapa a gran escala del sistema de galerías cubierto por su sección. No podía recordar aquella noche, lo cual era inquietante en sí. Decidió no hablarle a nadie de su entrevista con Wainewright; no haría ningún bien, y sabía que Wainewright no diría nada al respecto.

Las autoridades debían de haberse dado cuenta de que Wainewright había estado en el pozo. Driscoll sabía, aunque no se lo había preguntado específicamente, que Wainewright debía de haberse librado de la nota y de la materia encontrada en la cámara de inspección, pero aún así debía de haber sospechas. Lo cual era sin duda el motivo de que Hort y Karlson estuvieran tan interesados; y de que hubiera una restricción sobre los informes oficiales del incidente.

Las cámaras debieron de señalar en qué dirección se dirigía Wainewright a toda prisa, aunque la zona que rodeaba el pozo hubiera estado a oscuras; en cualquier caso Collins debía de haber cambiado inmediatamente a infrarrojos. No, tenía que haber alguna otra razón por la que no se había emprendido ninguna acción contra Wainewright. Pero la visita de Driscoll a su apartamento había sido decididamente peligrosa; tendría que ser especialmente cuidadoso, en particular si volvía allí.

Driscoll estaba sorprendido ante el giro de sus pensamientos aquella tarde; se preguntó que informes habría redactado Collins sobre la ausencia de Wainewright de la sala control en aquella ocasión, y qué entradas del diario se relacionarían con ello. Debería efectuar su propia, comprobación, aunque no tenía dudas de que Hort habría cubierto hábilmente la situación.

Contempló el plano de los túneles, observando con atención qué conexiones permitían una mejor aproximación. Su corazón latía ligeramente más aprisa que lo normal cuando devolvió el documento a su estuche. Volvió a la cama y esta vez durmió mejor.

Pero sus dudas volvieron al día siguiente. Aquella tarde tenía Guardia y no tuvo oportunidad de ver a Collins. En cualquier caso no sería prudente efectuar indagaciones verbales. Y estaba seguro de que se encontraría de nuevo con un vacío si volvía a Registros Centrales.

Driscoll meditó largamente sobre su entrevista con Wainewright y en particular sobre sus últimas palabras; las implicaciones eran claramente inquietantes. No le gustaban ni el mensaje ni la un tanto imprecisa descripción de lo que había visto Wainewright en la cámara de inspección. Si había entendido bien a Wainewright, la materia había desaparecido —«disuelto» había sido el término de Wainewright— antes de que llegara la brigada de emergencia. Y aunque no se lo había dicho así a Driscoll, sin duda se había llevado la nota.

De modo que los registros oficiales, fueran los que fuesen, no relatarían la historia completa tal como Driscoll la había obtenido de Wainewright. Pero las autoridades tenían indudablemente razones para sospechar de Wainewright; Driscoll tenía que ser cuidadoso, extremadamente cuidadoso.

El Capitán de la Guardia miró a su alrededor en el concurrido restaurante. Estaba almorzando y había evitado escrupulosamente las miradas de reconocimiento de varios conocidos en la gran estancia con su tenue iluminación.

Sin embargo, cuando estaba a punto de marcharse observó de pronto a Karlson cerca de la entrada. Lanzó a Driscoll una enigmática mirada, y este no pudo estar seguro de que le hubiera visto y reconocido. Sin embargo, algo vago e inquietante se ancló en su mente. Había otro hombre con Karlson.

Driscoll solo tuvo un atisbo de su espalda antes de que las puertas deslizantes se cerraran, pero se parecía extraordinariamente a Hort. ¿Era posible que el Maestro de Galería y Karlson estuvieran hablando sobre él? ¿O, peor aún, espiándole? Driscoll casi se echó a reír a carcajadas. Pero la suposición no era tan extravagante como podía parecer en un principio. La sonrisa de Driscoll murió en sus labios. Su expresión era pensativa cuando fue a prepararse para la Guardia.

Normalmente Driscoll disfrutaba de estos períodos de trabajo; era como todos aquellos capaces de ostentar poder y aceptar responsabilidad y descubrir que pesaban muy poco sobre sus hombros. Pese a todos los brillantes instrumentos, la zumbante maquinaria, la rutina mecánica de sus objetivos y la meticulosa atención al detalle de una Guardia, descansaba una enorme responsabilidad sobre el que se sentaba en la silla de Driscoll.

Un momentáneo fallo de atención, y el resultado podía ser el caos dentro de las perfiladas galerías, los kilómetros de túneles y la ciudad que dormía más allá. Driscoll no había titubeado nunca a lo largo de los años, y sin embargo en esta ocasión descubrió que su bien ordenada mente vagaba; sus pensamientos le turbaron mientras pensaba de nuevo en Wainewright y en las indiscretas revelaciones que había hecho.

Pero el entrenamiento y la autodisciplina que lo habían conducido hasta aquella cima de bien ordenada perfección actuaron mecánicamente, y durante cuatro horas, mientras anotaba y evaluaba, coordinaba las rutinas del personal a kilómetros de distancia a lo largo de las galerías, observaba los diales y los tubos de visión, y manipulaba relajadamente los interruptores y palancas que motivaban la electrónica de aquella complejidad subterránea, un residuo de su mente seguía prendida en una sombría y profundamente asentada autobúsqueda.

Ocurrió casi al final de la Guardia; de hecho, Driscoll había entregado ya el puesto a su relevo y estaba de pie comentando los pequeños detalles, cuando los timbres de alarma empezaron a sonar y una ráfaga de actividad animó la Sala de Control. Antes de que una mirada se lo confirmara sabía ya que la anormalidad emanaba del Pozo Número 247, y se había deslizado en silencio fuera del Control antes de que aquellos inclinados sobre los escritorios y los paneles de instrumentos se dieran cuenta de que se había ido.

Corrió galería abajo tan discretamente como le fue posible, aunque sabía que su imagen estaba siendo transmitida a través de las cámaras montadas en cada galería y corredor al Control Central. Ostensiblemente se estaba dirigiendo a sus aposentos, pero se desvió en ángulos rectos para alinearse con la sección que le interesaba. Sabía que si se apresuraba sería el primero en la escena.

Apenas comprendía por qué estaba corriendo a aquella velocidad; la situación era anormal, por supuesto, pero había alguna compulsión interior más allá de ello; algo dentro de él lo impulsaba hacia adelante, pese al cauteloso núcleo de reserva que le aconsejaba en contra. Increíblemente, Wainewright había estado en lo cierto: la iluminación al acercarse al túnel estaba apagada.

Driscoll corrió rápidamente a su cabina, regresó con una linterna de bolsillo y rehizo sus pasos. No sabía si todavía podía ser visto o no por las cámaras; tampoco le importaba en este preciso momento. Solo sabía que la abrumadora curiosidad hacia el Pozo Número 247 que Wainewright había despertado en él tenía que ser satisfecha. Ahora estaba en plena oscuridad, el haz de su linterna danzaba luminiscente y alargado a través de la brillante superficie de metal y los grandes remaches de la galería.

El resonar de la alarma continuaba; Driscoll sabía que no cesaría hasta que se hubiera solucionado el problema. Aquella era una regla invariable en el sistema repetidor. Podía imaginar la figura de Hort inclinada sobre la pantalla mientras manipulaba interruptores para dar sus órdenes. Driscoll siguió adelante, hoscamente consciente de que tendría solo diez minutos para satisfacerse sobre la exactitud de las afirmaciones de Wainewright. Pero diez minutos deberían bastar.

Hizo una pausa en un cruce en ángulo recto en la galería, se orientó. Le sorprendió oír un ruido sesgado mientras corría hacia los pozos principales. Enfocó su linterna al suelo del túnel, vio que el haz se reflejaba sobre una pequeña y arrastrante marea de agua. Estaba corriendo ahora sobre ella, ajeno al chapoteo. La galería olía acremente a sal, como el olor del mar que Driscoll había podido oler cuando revisaba material de actualidad antiguo.

Pero no tenía tiempo para análisis. Observó que las cámaras en el techo del túnel estaban todas fuera de servicio; el débil resplandor de las luces rojas de emergencia hacía que sus manos y el haz de su linterna parecieran sangre. Ya solo le quedaban cien metros por recorrer. Driscoll sabía que sería el primero. Nadie más podía haber llegado antes que él, no había ninguna señal de que alguien le siguiera.

Eso no quería decir que nadie pudiera seguirle a pie; y los neumáticos de caucho de los vehículos de la brigada de emergencia apenas producían un sonido susurrante. Pero sus sirenas se oían desde larga distancia. Ya casi estaba. Driscoll iluminó con la linterna el techo; era extraño que la iluminación hubiera fallado allí y solo allí. No podía ser debido al agua. Las bombas funcionaban normalmente, lo cual lo hacía doblemente extraño.

Debía de haber alguna filtración de uno de los pozos. Incluso mientras corría los últimos metros, Driscoll sabía en lo más profundo de su alma que la filtración procedía casi con toda seguridad del Pozo Número 247. No solo la historia de Wainewright, sino todas sus averiguaciones lo habían preparado para eso. Ahora había un extraño hedor en sus fosas nasales; algo vagamente repelente pero al mismo tiempo familiar.

Driscoll tropezó con algo resbaladizo y casi cayó. Maldijo y se recuperó, pero pese a todo no pudo evitar un profundo estremecimiento. El haz de la linterna tembló mientras recorría el suelo. Oscuros riachuelos de agua fluían entre el embaldosado; curiosamente, había muchos trozos secos, lo cual le dijo inmediatamente a Driscoll que había un cierto número de pozos implicados.

Ya casi estaba allí. Sus pasos creaban monstruosos ecos desde el techo. Ya no se daba cuenta del agua en la que chapoteaban sus pies. Solo era vagamente consciente de por qué había acudido allí. Había una fuerte compulsión en el fondo de su mente: tenía que ir. Y sabía que tenía algo que ver con Wainewright.

Tropezó de nuevo y casi cayó. Adelantó una mano hacia la pared del pozo para sostenerse. Vio sin sorpresa las letras pintadas en negro cuando su linterna danzó sobre ellas: POZO NÚM. 247.

Había un extraño olor ahora; algo que no había olido antes. No pudo situarlo y se detuvo vacilante, con el haz de la linterna en su nerviosa mano temblando en el arqueado techo de metal del túnel. Había humedad, por supuesto; era algo de esperar con el agua a sus pies. Pero había algo más también, algo casi obsceno. Un olor animal, intenso, como de podredumbre; reptiliano, casi se podría decir.

Driscoll había visitado en una ocasión, hacía mucho tiempo, los jardines zoológicos, donde se conservaban los pocos especímenes que quedaban. El acuario le había fascinado particularmente. Ahora había algo de aquello allí. Los grandes saurios, algunos de casi cien años de edad, durmiendo en sus lechos de lodo, con sus velados ojos verdes inmóviles durante horas consecutivas. La linterna tembló de nuevo, y Driscoll arrancó su mente del pasado y la devolvió al presente.

Avanzó con cautela, bloqueando deliberadamente las pesadas miasmas mientras chapoteaba los últimos metros hasta el pozo. Era enorme; no podía recordar por completo su finalidad original, aunque tenía que ver primariamente con la inspección. Wainewright había dicho la verdad en una cosa. Había óxido en el marco y en los pernos. Tocó el frío metal con un dedo tentativo, lo vio manchado de rojo a la luz de la linterna.

La compuerta de la cámara de inspección estaba abierta una rendija. Driscoll no tardó en ver por qué. Había algo que asomaba de ella. Algo gris y cauchutesco de lo cual emanaba el hedor. Driscoll no quiso tocarlo. En vez de ello hizo girar la compuerta sobre sus goznes con la linterna. La cosa que estaba encajada en la abertura se movió cuando la compuerta se abrió más. Parecía como una mano embrionaria con pequeños dedos. Driscoll se sobresaltó; su mano resbaló en la linterna; el metal se deslizó de vuelta con un seco retumbar, inquietante en la semioscuridad del túnel, y la masa cayó con un ruido chapoteante en el agua y fue presumiblemente arrastrada por ella. Driscoll se sintió aliviado.

La cámara de inspección estaba vacía, como había esperado. La puerta que la conectaba con Fuera estaba firmemente cerrada y asegurada. Driscoll inclinó la cabeza y escuchó atentamente. No pudo oír nada excepto el sonido del agua. Realmente era absurdo. No sabía lo que había esperado oír.

Pero había otro olor; algo como un perfume almizcleño que hizo que la cabeza le diera vueltas. Driscoll sabía lo que había fascinado a Wainewright y a su amigo Deems antes que él. El intenso olor tenía algo en él que penetraba hasta sus mismas raíces. Vio campos verdes; un cielo azul; el maíz ondulando a la brisa. No era algo reflejado en el tubo de visión, sino un recuerdo atávico de realidad.

Driscoll se tambaleó y adelantó una mano para sujetarse; entonces vio el mensaje en el suelo de la cámara. Supo antes de recogerlo que era de Wainewright. Vio sin sorpresa que llevaba su nombre. Simplemente repetía en grandes letras mayúsculas: «¡LIBERTAD!». Y debajo, en letras más pequeñas: hasta que nos reunamos Fuera. Una W garabateada terminaba el mensaje. Driscoll se alzó y sintió que le envolvía una abrumadora tristeza; una tristeza que solo fue barrida por el débil gemir de la sirena de la brigada de emergencia. Recogió el mensaje y retrocedió chapoteante por el túnel.

Driscoll fue suspendido, por supuesto. Alguien debió de verle antes de que regresara a sus aposentos, o quizá las cámaras habían estado funcionando antes de que se encendieran las luces. Hort no pidió verle; fue simplemente el temido comunicado verde con el sello oficial deslizado por debajo de su puerta mientras dormía. Habría una audiencia oficial dentro de una semana.

Driscoll no aguardó a la audiencia. Le había ocurrido algo. Apenas era consciente de sí mismo. Nada parecía haber cambiado, pero todo se había visto sutilmente alterado. Ya no habría más partidas de ajedrez con Karlson. No se dijo nada, pero Karlson nunca apareció cuando Driscoll tomaba sus comidas. Sorprendentemente, Krampf, la única persona en Control Central que secretamente irritaba a Driscoll, pareció simpatizar con él en aquel momento de crisis.

Dos veces se lo encontró Driscoll en los corredores, y tuvo la impresión de que había una extraña compasión secreta en sus ojos. Pero no se atrevió a hablar con Driscoll; nadie se atrevía mientras se aguardaba la audiencia. De un modo similar, ya no era bien recibido en Registros, y Driscoll tenía la sensación de estar sometido a vigilancia cada vez que salía. Ya no se confiaba en él; esa era la brutal verdad. Y una persona en la que ya no se confiaba no era nadie.

Conservó su cabina; podía utilizar las instalaciones del restaurante y ver el tubo de visión. De hecho estaba limitado a comer, dormir y pasar el tiempo de la mejor manera posible. No le llegó ningún mensaje; no hubo ninguna comunicación de arriba excepto el comunicado verde; y ciertamente Hort no deseaba verle. Eso podría perjudicar el procedimiento.

Driscoll pensó en todo aquello durante tres días y tres noches; luego tomó una decisión. Era de noche, según la medición del tiempo del lugar, y habría poca gente de servicio. Driscoll empaquetó unas pocas cosas; las acompañó con un martillo, una llave inglesa y un fuerte cortaalambres con mango aislante, junto con provisiones para tres semanas. En la intersección del primer corredor destrozó la lente de la cámara que había allí. Siguió adelante, destrozando todas las instalaciones que pudo encontrar. Al cabo de un minuto la alarma reverberaba por todos los corredores. A Driscoll no le importó. Ahora corría, con todos sus sentidos alertas.

También inutilizó las luces; le sorprendió lo fácilmente que se rompían. Nadie había hecho aquello nunca antes. Era absurdamente fácil. Esperaba que la sección del túnel no estuviera vigilada; ahora ya no podía volverse atrás. Halló su camino con dificultad. Debía de haberse fundido algo cuando rompió la última instalación de luz, porque todos los corredores estaban sumidos en la oscuridad.

El pequeño cono de su linterna oscilaba delante de él, reflejándose en la lisa superficie metálica de las paredes del túnel, los recios pernos y los remaches sobre su cabeza. Aquel era el lugar; no había nadie. El agua goteaba desde alguna parte sobre su cabeza cuando Driscoll chapoteó firmemente en los charcos. El extraño olor nostálgico estaba en sus fosas nasales. Ajustó la mochila en su hombro y echó a correr el último medio kilómetro. Su corazón latía un poco menos firme de lo que le hubiera gustado. Pero no había ninguna sirena de la brigada de emergencia.

La pared del pozo estaba frente a él. Driscoll casi pudo sentir el olor en sus fosas nasales. No era opresivo. Al contrario. Inspiró profundamente. Traía de vuelta cosas que había olvidado que hubieran existido nunca. La luz del sol; el ondulante maíz; las nubes moviéndose en el cielo azul; la sonrisa de una mujer; un niño dando sus primeros pasos hacia una mujer vieja con un vestido blanco.

Se detuvo ante el letrero del Pozo Número 247, observando su enorme fuerza y su inmenso tamaño. Vio sin la menor sorpresa que la compuerta de la cámara de inspección estaba entreabierta. Se acabó de abrir con facilidad a su contacto. De alguna parte le llegaba reverberando una música de baile; una muchacha en traje de baño se lanzaba al agua azul, llovían gotitas de espuma; había flores, y con ellas el fragante perfume que se había perdido desde hacía tantas décadas.

La muchacha sonreía ahora. Una grave muchacha de ojos verdes, con el pelo dorado oscuro. Driscoll entró en la cámara de inspección. Hacía frío, e instintivamente se encogió ante la humedad que se asentó sobre su rostro y ropas. Se oía tocar un organillo, y pudo oler a castañas asadas. Pasó un niño con un patinete, haciendo resonar las juntas del pavimento con el pie. Oyó el distintivo impacto de un palo de criquet golpeando la pelota en una tarde de verano. Driscoll asintió a la oleada de aplausos.

Ahora podía verlo. Todo allá abajo era negativo. Hubiera tenido que saberlo. Pensó en Krampf, Deems y Wainewright; en Hort y Karlson. No tenía auténticos amigos; hasta ahora, la única realidad eran los túneles que se introducían bajo tierra y el fríamente eficiente zumbar de la maquinaria.

Eso no parecía suficiente. Driscoll encajó los dientes. El sudor corría por su rostro cuando llegó a la compuerta interior de la cámara de inspección del Pozo Número 247. Una niña alzó la cabeza y rodeó el cuello de Driscoll con sus brazos. Driscoll estaba sonriendo cuando empezó a abrir los cierres.