El Pez Gordo
Kim Newman
Los policías de Bay City estaban desenmascarando a los enemigos extranjeros. Mientras cruzaba en mi coche la detestable ciudad costera, hombres con uniforme arrastraban a una vieja pareja fuera de un colmado. Los vecinos de la familia Taraki se opinaban bajo la llovizna aullando asmáticamente, pidiendo sangre como venganza. Pearl Harbor había impresionado a mucha gente. Con los Taraki en el autobús con destino a Manzanar, los vecinos cayeron sobre la tienda como buitres furiosos. Su contenido desapareció al instante, luego se inició la destrucción. Atrapado por un soñoliento semáforo, pude echar una buena mirada. Los Taraki habían vivido encima de la tienda; ahora, sus muebles fueron arrojados por la ventana del primer piso. La porcelana se hizo pedazos contra la acera, derramando blancos fragmentos como dientes a la boca de la cloaca. Era inspirador, las fuerzas de la democracia uniéndose para proteger a los Estados Unidos de los perversos tenderos orientales, dedicados a vender perversamente berenjenas a la indefensa población civil.
En cambio, mi cita era con una gente que exhibía tres figuras en la repisa de su chimenea, agrupadas en un triángulo alrededor de una estatua de la Virgen María. Arriba había una mamma de cabello blanco, a la izquierda Charles Luciano y a la derecha Benito Mussolini. Los Taraki, nacidos en América y registrados como demócratas, eran conducidos a un árido campo de concentración para toda la duración de la guerra, mientras que Gianni Pastore, nacido en Sicilia y no registrado capo de los negocios de la Familia, pasaría la guerra en una mansión de fachada de mármol pagada por los centavos y los dólares metidos en las máquinas tragaperras, jugados al bingo o intercambiados por los favores de hermosas muchachas de la más antigua profesión del mundo. Había visto aquella mansión antes, y hasta entonces había sido capaz de resistir la tentación de bautizar una de sus doce estatuas de musas con una botella de bourbon.
El dinero puede comprarte el amor pero no puede garantizarte el buen gusto.
El palacio estaba arriba en una colina, un poco más abajo del boulevard de la casa de Tyrone Power. Pero ahora Pastore estaba colgando su sombrero de ala ancha con una banda de armiño en el complejo de un motel frente a la playa en Bay City, que era el término empleado por un agente inmobiliario para describir un puñado de horribles cabañas apiñadas para la conveniencia de la gente a la que le gustaba la arena en sus moquetas.
Siempre tomo una buena bocanada de aire fresco antes de entrar en un espacio confinado con alguien del negocio de Pastore, así que aparqué el Chrysler a unas pocas manzanas del Seaview Inn y caminé el resto del camino, fumando un Camel para mantenerme caliente en la humedad. Dicen que no llueve en el sur de California, pero también dicen que la Marina de los Estados Unidos nunca será pillada por sorpresa. Este febrero, a los tres meses de haber entrado en la guerra, el resto del mundo llevaba luchando desde 1936 o 1939, según fueras chino o polaco, llovía casi constantemente, variando desde una ligera llovizna en los días tristes hasta tormentas espectaculares, completas con efectos de rayos a lo DeMille, en nuestras noches llenas de miedo. Esos fiables Boy Scouts que escrutan el horizonte en busca de submarinos japoneses y nazis estaban llenando los hospitales con su gripe, y los fabricantes de impermeables y paraguas que todavía no habían convertido sus fábricas para la producción de defensa estaban haciendo su agosto. Al menos la lluvia era limpia, no como muchas otras cosas en Bay City.
Un niño con un arma de madera saltó de unos arbustos y me regó con efectos sonoros, interrumpiendo su onomatopéyico ta-ca-tá con un grito de: «¡Muere, odioso japo de ojos rasgados!». Me llevé una mano al corazón, me tambaleé hacia atrás, y él me remató con una rápida ráfaga. Morí por el emperador y le di al chico diez centavos para que se fuera. Si eso continuaba mucho tiempo quizás el pequeño Johnny tendría la oportunidad de matar realmente, y luego volver quizás a casa metido en una caja o con el orgullo de haber probado la sangre. Mientras tanto, en especial desde que alguien divisó un submarino japonés junto a Santa Bárbara, California se estaba preparando concienzudamente para el Esfuerzo de Guerra. Además de internar tenderos, nuestros mejores cerebros estaban escribiendo canciones como «Seamos específicos, este es nuestro Pacífico», «Hasta luego mama, me voy a Yokohama», «Adiós papa, borraremos a los japos del mapa» y «No se me caen los anillos, joderemos a todos esos amarillos». Zanuck había donado sus ponis de polo argentinos a West Point y se había hecho acreedor de un uniforme de coronel de ópera cómica con el que poder unirse al Cuerpo de Señales y derrotar al Eje posando para fotografías publicitarias.
Intenté unirme a las fuerzas dos días después de Pearl Harbor, pero me patearon de vuelta a la calle. Demasiadas concusiones. Al parecer, había recibido tantos golpes en la cabeza que tenía tendencia a perder el sentido. Cuando lo mencionaron, tuve que reconocer que tenían razón.
El Seaview Inn estaba cerrado, una de las primeras bajas de la guerra. Tenía su propio embarcadero, y junto a él había algunas lanchas a motor cubiertas con lonas balanceándose en las olas. A la luz de última hora de la tarde vi la silueta del Montecito, estratégicamente anclado fuera del límite de las tres millas. Había una cosa buena respecto a los japoneses; en el lado negativo puede que hubieran hundido la mayor parte de la flota de los Estados Unidos, pero en el lado positivo habían puesto el yate casino de Laird Brunette fuera del negocio. Nadie se sentía entusiasmado en perder los botones de su camisa en una ruleta trucada si imaginaba que además podía ser torpedeado en cualquier momento. Yo había pensado que aquello añadiría una nueva emoción al alegre y delirante asunto de darle dinero a Brunette, pero solo soy un pobre detective de veinticinco dólares al día.
Se suponía que el Seaview Inn era el punto de parada previo en el camino al Monty, y ahora este negocio se había interrumpido. El edificio principal había sido esculpido en polvoriento color helado y tenía el aspecto de un radiograma de tres pisos con ondulantes frisos de conchas. Crucé la doble puerta y entré en el vestíbulo. El suelo estaba decorado con un mosaico en el cual Neptuno, con el aspecto de un furioso Santa Claus en traje de baño, estaba junto a una ninfa que compartía peluquero con Hedy Lamarr. La ninfa estaba desnuda excepto algunas estratégicas conchas. Era muy artístico.
No había nadie en el mostrador de recepción, y hacer sonar la campanilla no mejoró las cosas. El agua caía al otro lado de las ventanas teñidas de verde. Había algunas firmes goteras en alguna parte. Encendí otro Camel y fui a explorar. La oficina estaba cerrada, y el registro del mostrador no registraba ninguna entrada desde el 7 de diciembre de 1941. Mi impermeable goteaba y empezó a secarse, pegando mi chaqueta y camisa a mis hombros. Me sacudí, intentando proporcionar algo de aire a mis ropas. Observé que el rostro de Neptuno hacía una mueca. Una delgada capa de agua se había encharcado en el mosaico, y al parecer varias frondas como anémonas pegadas al dios del mar estaban excitándose. Mirando a la ninfa pude comprenderlo. En realidad, me di cuenta, solo el pelo era de Hedy. El rostro y el cuerpo eran estrictamente Janey Wilde.
Voy mucho al cine pero me había perdido la mayoría de los filmes de Janey: La estranguladora de Shangai, Tarzán y la mujer tigre, Los peligros de Jungle Jillian. Pero la había visto en los periódicos, a menudo en una inquietante proximidad con Pastore o Brunette. Había empezado su carrera como nadadora olímpica, recogiendo medallas en Berlín, luego siguió a Weissmuller y Crabbe a Hollywood. Nunca consiguió ningún premio de la Academia, pero sus piernas estaban en una gran cantidad de fotos publicitarias que no anunciaban ninguna película en particular. Bien peinada y maquillada, su cuerpo más o menos exhibido era un espléndido reclamo publicitario. En persona era tan burbujeante como un champán casero, aunque las burbujas se le iban escapando de forma progresiva. Las cosas se habían parado un poco en el negocio detectivesco, puesto que la gente estaba más preocupada acerca de la inminente invasión que acerca de hijas desaparecidas o cartas de amantes extraviadas. Así que cuando Janey Wilde me llamó a mi oficina en el Cahuenga Building y me pidió que investigara a uno de sus mal elegidos amigos, comprobé el montón de viejos sobres que utilizo como agenda en mi escritorio y le informé que estaba disponible para hacer algunas preguntas sobre el paradero actual de un cierto pez gordo.
Estuviera donde estuviese Laird Brunette, no era allí. Estaba empezando a imaginar que Gianni Pastore, su socio, tampoco estaba allí. Lo cual significaba que había malgastado la tarde. Fuera la lluvia había arreciado, golpeando contra las paredes con la intensidad de un tambor. O bien había granizo mezclado con el agua, o las fuerzas aéreas japonesas estaban lanzando puñados de guijarros a Bay City para desmoralizar a la población. No sé por qué se molestaban. Todo lo que tenía que hacer Hirohito era pasar un abultado sobre a la policía de Bay City, y las fuerzas de la ley entregarían toda la comunidad al imperio japonés atada con una cinta y con un hermoso lazo rematándola.
Había más charcos en el vestíbulo, y pequeños arroyuelos corrían de unos a otros. Me recordó el episodio de Los peligros de Jungle Jillian que había visto mientras seguía a un tipo que molestaba a los niños a una sesión de tarde un sábado. Al final, Janey Wilde había sido atrapada por la Princesa Pantera y encerrada en una habitación que lentamente se iba llenando de agua. Esa habitación era mucho más pequeña que el vestíbulo del Seaview Inn, y el agua entraba de forma mucho más rápida.
Detrás del mostrador de recepción había fotos enmarcadas de gente hermosa con ropa elegante pasándoselo bien. Pastore estaba allí, y Brunette, sonriendo como tigres, mezclándose con gente del espectáculo: Xavier Cugat, Janey Wilde, Charles Coburn.
Janice Marsh, la belleza de ojos saltones que se rumoreaba que había reemplazado a Jungle Jillian en el afecto de Brunette, estaba bien representada en poses artísticas.
Por teléfono, Pastore había prometido fielmente que estaría allí. No tenía intención de molestarse con un tipo tan poco importante como yo, pero el nombre de Janey Wilde abrió la puerta. Había tenido la sensación de que Papá Pastore se sentiría aliviado de sacarse de encima a Brunette, como si deseara hablar de algo. Debía de estar atareado, porque había varias guerras en curso. La mayor en el extranjero y unas cuantas más pequeñas en casa. Maxie Rothko, propietario de un bar y socio menor en el Monty, había sido hallado flotando entre las algas junto al muelle de Santa Mónica sin mucha cabeza, por así decir. Y Phil Isinglass, abogado y testaferro de Brunette, había aparecido en un desagüe tras una tormenta, con los pulmones llenos de arenoso lodo. La desaparición era la última moda en la organización de Brunette. Eso no le sonaba bien a Janey Wilde, aunque Pastore había hablado sobre Laird como si supiera que Brunette estaba vivo. Pero ahora Papá no estaba por ahí. Empezaba a irritarme con alguien que no parecía sensible a la irritación.
Pastore podía estar en cualquiera de las cabañas de la playa, pero tenía que haber un apartamento para él en el edificio principal. Decidí explorar un poco más. Jungle Jillian no esperaría menos. Me había contratado cinco días por anticipado, una buena cosa, puesto que siento predilección hacia comer y beber y otras diversiones caras propias de los ricos y ociosos.
El corredor que conducía más allá de la oficina terminaba en una escalera ascendente. Tan pronto como apoyé mi peso en el primer peldaño oí como un ligero chapoteo. Me di cuenta de que había algo mal allí. Los peldaños eran una pequeña y tranquila cascada, que rezumaba antes que caer. No era solo agua, había una desagradable materia lodosa mezclada con ella. Alguien había dejado el grifo del baño abierto. Mi primer pensamiento fue que Pastore se había encontrado con una bala. Estaba equivocado. A la larga, puede que se hubiera sentido más feliz si yo hubiera acertado.
Subí las empapadas escaleras y hallé la puerta del apartamento cerrada pero no con llave. Inspiré profundamente y empujé la puerta. Encontró resistencia pero se abrió un poco, dejando que un chorro de agua envolviera mis tobillos y empapara mis calcetines azul oscuro. Junto con el agua había un olor a pescado podrido sumergido tres semanas en aguas fecales que me envolvió como si fuera una manta. Retuve el aliento y entré en la habitación. El agua fluía más aprisa ahora. Oí el rumor de un grifo. Sonaba una radio, entremezclada con curiosos gorgoteos. Un vocalista estaba haciendo todo lo posible con «La vida no es más que un bol de cerezas», pero sonaba como si estuviera ahogándose en cinco brazas de agua. Seguí la música y encontré el cuarto de baño.
Pastore estaba boca abajo en la rebosante bañera, y la canción surgía de debajo de él Llevaba una bata de seda que había sido echada hacia atrás en su espalda, y tenía las muñecas atadas detrás con el cinturón de la bata. En pocas palabras, había sido ahogado. Pero antes de eso le habían puesto la mano encima, o bien furiosamente o con una fría habilidad profesional. No soy coroner, así que no podía decir cuánto tiempo llevaba el hombre de la Familia en el agua. El que la radio aún sonara y el agua todavía corriera sugería que Gianni había conocido su fin recientemente, pero el hedor parecía más antiguo que el pecado.
Tengo la mala costumbre de encontrar cadáveres en Bay City, y las fuerzas de la policía más en busca del beneficio del país tienen la mala costumbre de intentar hacer conexiones entre mi persona y una amplia variedad de elementos fallecidos. La obvia solución en este caso era hacer una amistosa llamada telefónica, olvidando descuidadamente mencionar mi nombre mientras informaba a los pies planos de la forma de encontrar al difunto señor Pastore. Quien sabe, puede que accidentalmente hablara con alguien honesto.
Eso es exactamente lo que hubiera hecho si, justo entonces, el hombre con la pistola no hubiera entrado por la puerta…
Tenía que culpar de todo ello a Janey Wilde. Se había presentado sin cita previa, después de que yo le fuera recomendado por alguien. Extrañamente, Laird Brunette había dicho en una ocasión algo no del todo desfavorable sobre mí. Nos habíamos conocido. No habíamos intentado matarnos seriamente durante un tiempo. Esa era una base tan buena como cualquier otra para una relación.
Fuera de su sarong, Jungle Jillian exhibía unos hombros angulosos y un sombrero sin alas con un velo. En las sesiones de tarde de los cines encantaba a los chicos, sobre todo cuando luchaba con serpientes disecadas, y los fieles padres no hacían excepción tampoco, en especial cuando era atada y su sarong se subía unos cuantos centímetros. Sus labios eran cuatro henchidas uvas teñidas de rojo y juntadas a pares. Cuando cruzaba las piernas veías los recios músculos de nadadora bajo sus medias.
—En realidad es muy dulce —explicó, refiriéndose a que el señor Brunette nunca mataba a nadie dentro de un radio de cinco kilómetros de ella sin disculparse luego—, no como dicen en todos esos horribles periódicos sensacionalistas.
El tahúr se había mostrado raro recientemente, en especial desde que la guerra había cerrado su negocio. En realidad el Montecito llevaba fuera de servicio hacía ya casi un año, supuestamente para una renovación, aunque por todo lo que Janey Wilde sabía ningún obrero había entrado nunca en el barco. Casi al mismo tiempo en que Brunette paró sus amañadas ruedas de ruleta, tropezó con una de las plagas más comunes de California, una dosis de excéntrica religión. Se había visto mezclado tangencialmente hacía algunos años con un fraude psíquico dirigido por un pájaro llamado Amthor, pero al parecer había pasado de los en general inofensivos cultos-timo a algo más serio: espiritismo, ritos orgiásticos, cantos, incienso, todo eso.
Janey culpaba de este repentino interés en asuntos de ocultismo a Janice Marsh, que por aquel tiempo se había hecho un nombre como la Princesa Pantera en Los peligros de Jungle Jillian, un papel que requería que torturara a Janey Wilde al menos una vez cada episodio. Mi empleadora no mencionó que su propia carrera apenas había despegado entre Jungle Jillian y La estranguladora de Shangai, mientras que la ex Princesa Pantera había ido de la Republic a la Metro y se estaba forjando un nombre como una exótica al estilo Dietrich-Garbo. Digan lo que quieran sobre la Nefertiti de Janice Marsh; para mí todavía seguía pareciéndose a Peter Lorre. Y según Janey, la estrella tenía gustos más peculiares que un buffet de marisco.
Al parecer Brunette se había unido a una serie de organizaciones marginales y se había implicado completamente en ellas, hasta el punto de olvidar sus negocios y en consecuencia irritar a su socio desde hacía mucho tiempo, Gianni Pastore. Quizá fue por eso que alguna persona o personas desconocidas habían decidido que a Laird no le importaría si sus asociados morían uno tras otro. No podía imaginármelo. Los cultos que había conocido se limitaban normalmente al negocio de vender sexo, drogas, poder o tranquilidad a la gente rica y estúpida. Laird difícilmente encajaba en esta categoría, lira un pez demasiado gordo para esa pecera en particular.
El hombre con la pistola era inglés, con un acento a lo Ronald Colman y un pañuelo blanco de aviador. No estaba solo. El silencioso boxeador que supuse que era un agente federal registró mi cartera mientras el atildado extranjero mantenía su pistola casualmente apuntada a mi ombligo.
—Un husmeador —bufó el federal, mostrando la copia fotostática de mi licencia y mi supuestamente impresionante insignia de comisionado.
—Interesante —dijo el británico, deslizando su pistola al bolsillo de su chaqueta de pelo de camello. Inmaculada: debía de haber caminado protegido por un paraguas entre el coche y el edificio, porque no había ni una gota de lluvia en ella—. Soy Winthrop. Edwin Winthrop.
Nos estrechamos la mano. Su otra compañera, la interesante, estaba examinando los papeles del cadáver. Alzó la vista, sonrió con agudos y blancos dientes y volvió a su trabajo.
—Esta es mademoiselle Dieudonné.
—Geneviéve —dijo ella. Pronunció la penúltima «e» abierta y la última se la comió, sugiriendo París, Francia. Llevaba algo blanco con adornos plateados y tenía cantidades de pelo rubio pálido.
—Y el caballero del FBI es Finlay.
El federal gruñó. Parecía como si hubiera sido traído a la vida por Willis H. O’Brien.
—Está usted interesado en el señor Brunette —dijo Winthrop. No era una pregunta, así que no valía la pena responder—. Nosotros también.
—Llamemos a un ruso y podremos ser los Aliados —dije. Winthrop se echó a reír. Era agudo.
—Cierto. Estoy aquí a petición de mi gobierno y trabajando con la plena cooperación del suyo.
Uno de los pequeños detalles que suele observar un detective fue que nadie sugirió que informar a la policía acerca de Gianni Pastore era una buena idea.
—¿Ha oído hablar usted alguna vez de un lugar llamado Innsmouth, Massachusetts?
Aquello no significaba nada para mí, y así lo dije.
—Considérese afortunado. Los asociados del agente especial Finlay fueron llamados para dinamitar ciertas estructuras poco seguras en el mar junto a Innsmouth allá en los años veinte. Fue un mal asunto.
Geneviéve dijo algo seco en francés que sonó como una maldición. Alzó una fotografía de Brunette bailando con la mejilla pegada a Janice Marsh.
—¿Conoce usted a la dama? —preguntó Winthrop.
—Solo en las películas. Algunos van al cine solo por verla, pero creo que se parece a Míster Moto.
—Muy cierto. ¿Significa algo para usted la Orden Esotérica de Dagon?
—Suena como una alternativa a la Iglesia del Mes. Aparte esto, no.
—¿El capitán Obed Marsh?
—Uh-huh.
—¿Los Profundos?
—¿Son esos cantantes de color?
—¿Qué hay de Cthulhu, Y’ha-nthlei, R’lyeh?
—Gesundheit.
Winthrop sonrió, con su fino mostacho apuntando.
—No, no es fácil de pronunciar. No encaja con las bocas humanas, ¿sabe?
—Es solo un detective de dormitorios —dijo Finlay—, no sabe nada.
—Su gramática podría ser un poco mejor —respondí—. ¿No paga J. Edgar cursos de declamación?
Las grandes manos de Finlay se abrieron y cerraron como si tuvieran una garganta entre ellas.
—¿Gene? —dijo Winthrop.
La mujer alzó la vista, con su rosada lengua asomando de forma ausente por entre sus rojos labios, y pensó un momento. Luego dijo algo en un idioma extranjero que comprendí.
—No hay necesitad de matarlo —dijo en francés. Muchas gracias, pensé.
Winthrop se encogió de hombros y dijo:
—Por mí no hay inconveniente.
Finlay pareció decepcionado.
—Puede irse —me dijo el británico—. Nos ocuparemos de todo. No veo que sea necesario que siga con su investigación. Envíe su factura a esta dirección —me tendió una tarjeta—, y se le reembolsarán todos sus gastos hasta ahora. No se preocupe. Nos encargaremos de que se le pague. Por cierto, será mejor que no hable con nadie acerca de lo que ha visto aquí o de lo que yo le he dicho. Hay una guerra en curso, ¿sabe? Los labios parlanchines hunden barcos.
Tenía unas cuantas respuestas ingeniosas a aquello, pero me las tragué y me fui. Cualquiera que piense que no hay necesidad de matarme tiene un lugar de honor en mi libro, y no iba a usar mi afilada lengua contra ellos. Mientras me dirigía al Chrysler, varios coches ostentosamente no oficiales cruzaron junto a mí en dirección al Seaview Inn.
Se estaba haciendo oscuro y había relámpagos en el mar. Uno de ellos iluminó el Montecito, y conté cinco segundos antes de que retumbara el trueno. Tuve la sensación de que había algo ahí fuera más allá del límite de las tres millas además del antiguo casino flotante, y que estaba furioso.
Me metí en el Chrysler y me alejé de Bay City, sintiéndome mejor cuanto más tierra adentro iba.
Compro Black Mask. Ha pasado mucho tiempo desde que Hammett y el tipo que escribió las historias de Ted Carmady publicaban allí, pero ocasionalmente encuentras un buen Cornell Woolrich o un Erle Stanley Gardner. De vuelta a mi oficina, vi que el chico de los periódicos había estado allí y me había dejado el Times y el pulp del mes. Pero se había equivocado. En vez del Mask había algo dentro del doblado periódico llamado Weird Tales. En la portada, un hombre estaba siendo atacado por dos demonios verdes y un estereotipado vampiro con un pico de viuda. «Infierno en la Tierra, una novela corta de Satán vestido de esmoquin por Robert Bloch», figuraba ostensiblemente encima del título. También eran prometedoras «Una nueva serie de Lovecraft», «Herbert West, reanimador» y «El maestro de las ratas», por Greye la Spina. Todo ello por quince centavos, chicos. Si yo fuera un tipo distinto de detective, de la clase que decía nom de algo y se atusaba el bigote cada vez que encontraba un cuerpo mutilado, hubiera podido pensar que la sustitución era un presagio.
En mi oficina siempre he tenido cinco archivadores, tres de ellos vacíos. También he tenido dos botellas, solo una de ellas vacía. Al cabo de unas pocas horas, la situación cambiaría en una botella.
Encontré un vaso sin demasiado polvo y lo limpié con mi pañuelo. Me serví una generosa dosis y golpeé con ella la parte trasera atrás de mi garganta.
Mi radio no funcionaba, pero podía oír a Glenn Miller desde alguna parte. Encontré que mi vaso estaba vacío y lo remedié. Sentado detrás de mi escritorio, contemplé los dibujos de la lluvia en el cristal de la ventana. Si estiraba un poco el cuello podía ver el tráfico en el Hollywood Boulevard. La gente que no se pasaba sus jornadas laborales encontrando cadáveres en bañeras estaba yendo a casa para no pasar el resto de la tarde vaciando una botella.
Al cabo del primer día había tenido algo de excitación pero no había hecho mucho por Janey Wilde. No estaba más cerca de ser capaz de explicar la ausencia del señor Brunette de sus ocupaciones habituales de lo que lo había sido cuando ella abandonó mi oficina, dejando tras de sí un embriagador aroma a esencia de china.
Me había entregado algo de literatura relativa al culto en el que estaba implicado Brunette. Ahora, mientras el tercer latigazo me calentaba por dentro, la hojeé, esperando un golpe de inspiración. Me vinieron interesantes ecos en relación con la lista de la compra de temas de peculiar interés que me había facilitado Winthrop. No tuve suerte con la sopa alfabética que me había escupido, sobre todo porque «Cthulhu» suena más como una tos que como una palabra. Pero la Orden Esotérica de Dagon era un grupo al que Brunette se había unido, e Innsmouth, Massachusetts, era la ciudad de la Costa Este donde estaba registrada la organización. La Orden Esotérica tenía un templo frente a la playa en Venice, y sus folletos llenos de jerigonza prometían «antiguos e intrigantes ritos para sondear los misterios de lo Profundo». Junto con los volantes de inscripción había una biografía de Janice Marsh hecha por los estudios, que revelaba que la estrella de cine había nacido en Innsmouth, Massachusetts, y que su familia se remontaba hasta el capitán Obed Marsh, el famoso explorador de principios del siglo XIX de quien yo nunca había oído hablar. Evidentemente Winthrop, Geneviéve y el FBI iban por delante de mí en establecer conexiones. Y en realidad no sabía quiénes eran el inglés y la chica francesa.
Me pregunté si no hubiera sido mejor leer el Weird Tales. Me gustaba el sonido de Satán vestido de esmoquin. No era Ted Carmady con una automática y una dama, pero serviría. Había más truenos y relámpagos, y terminé la botella. Supongo que hubiera podido irme a casa a dormir, pero la silla no era más incómoda que mi cama Murphy.
La botella vacía rodó, y me aposenté, me aflojé la corbata y me dediqué a olvidar las preocupaciones del día.
Gracias a la Guerra, Pastore solo ocupó la página 3 del Times. Al parecer el conocido empresario del juego había sido muerto a tiros. Si eso era cierto, había ocurrido después de que yo me fuera. Antes, solo había sido torturado y ahogado. El jefe de policía John Wax terminaba su informe sobre la investigación con su habitual «resuelto por Navidad». No había ninguna mención al FBI o a nuestros aliados, John Bull con esmoquin y mademoiselle la Guillotine. En prisión, recibes periódicos con limpios agujeros ovalados para eliminar artículos que el censor considera provocativos. No constituyen ninguna diferencia: todos los periódicos llevan agujeros ovalados invisibles. Se mencionaba el trabajo de Pastore con los niños necesitados, pero alguien había olvidado escribir la mierda que les vendía cuando crecían y se convertían en adultos necesitados. La fotografía de óbito lo presentaba con Janey Wilde y Janice Marsh en el estreno de una película de George Raft. El submarino japonés fantasma junto a Santa Barbara tenía más centímetros de columna. El general John L. DeWitt, jefe del Mando de Defensa Occidental, pedía más tropas para proteger la línea de la costa, profetizando que «la muerte y la destrucción pueden llegar en cualquier momento». Todo el mundo en California miraba al mar.
Tras mi habitual conferencia matutina con Míster Huggins y Míster Young, llamé a la residencia en Malibú de Janey Wilde. La mayoría de los ídolos de la pantalla están en el estudio o durmiendo si telefoneas antes de las diez de la mañana, pero Janey, con semanas libres antes de empezar a rodar Las espesuras de Bataan, estaba en casa y despierta, una vez hechos sus treinta largos. Al contrario que la mayor parte de la gente en la industria, creía que una piscina era para nadar antes que para tomar el sol a su lado.
Recordó al instante quién era yo y me pidió noticias. Le hice un resumen.
—Se me ha pedido educadamente que cese toda investigación —expliqué—. Con algunas razones convincentes.
—¡Así que me abandona!
Hubiera debido decir sí, pero:
—Señorita Wilde, solo usted puede decirme que abandone. Pero pensé que debía saber lo que opina el gobierno federal.
Hubo una pausa.
—Hay algo que no le dije —murmuró. Era algo común entre mis clientes—. Algo importante.
Dejé que la pausa flotara en la línea.
—En realidad no es Laird el que me preocupa. Es que tiene a Franklin.
—¿Franklin?
—El bebé —dijo—. Nuestro bebé. Mi bebé.
—¿Laird Brunette ha desaparecido, llevándose a un bebé con él?
—Sí.
—El secuestro es un crimen. Quizá debería considerar el llamar a la policía.
—Muchas cosas son un crimen. Laird ha cometido muchos y nunca ha pasado un día en prisión.
Eso era cierto, lo cual hacía las cosas aún más extrañas. El secuestro, ya sea personal o para obtener un beneficio, es el más arriesgado de los crímenes. Como regla general, es cosa solo de los criminales más estúpidos. Laird Brunette no era un criminal estúpido.
—No puedo permitirme una mala publicidad. No cuando estoy tan cerca de los papeles que necesito.
Las espesuras de Bataan iba a ponerla entre los inmortales de la pantalla.
—Se supone que Franklin es el hijo de Esther. Dentro de unos años lo adoptaré legalmente. Esther es mi casera. Funcionará. Pero he de conseguir que vuelva.
—Laird es el padre. Tendrá algunos derechos.
—Dijo que no estaba interesado. Él…, hum, se pasó a… a Janice Marsh mientras yo estaba…, antes de que naciera Franklin.
—¿Tuvo un repentino ataque de paternidad y no está usted convencida de ello?
—Estoy muy preocupada. No se trata de Laird, es ella. Janice Marsh desea a mi hijo para algo perverso. Quiero que haga que Franklin vuelva.
—Como he mencionado, el secuestro es un crimen.
—Si hay algún peligro para el niño, seguramente…
—¿Tiene usted alguna prueba de que esté en peligro?
—Bueno, no.
—¿Le han dado alguna vez Laird Brunette o Janice Marsh alguna razón para creer que sienten inquina hacia el bebé?
—No exactamente.
Consideré las cosas.
—Seguiré con el trabajo para el que me contrató, pero comprenda que eso es todo lo que puedo hacer. Si encuentro a Brunette, le comunicaré sus preocupaciones. Luego ya todo será entre ustedes dos.
Me dio abundantemente las gracias, y colgué el teléfono con la sensación de que había dado unos cuantos pasos de más en los pozos de alquitrán de La Brea y podía sentir su pegajosidad sorbiéndome muy por encima de las rodillas.
Debería haber permanecido alejado de la lluvia y concentrarme en los problemas de ajedrez, pero tenía otros cuatro días de adelanto pagados por Jungle Jillian en mi bolsillo y una dirección de la Orden Esotérica de Dagon en un recorte de un lunático periódico científico. Así que me dirigí a Venice, recordándome todo el camino que necesitaba cambiar los limpiaparabrisas.
Venice, California, es una fascinante idea que no funcionó. Alguien llamado Abbott Kinney tuvo la genialidad de crear artificialmente una ciudad como la Venecia de Italia, con canales y arquitectura. La mayoría de canales se secaron y la arquitectura nunca llegó a cuajar en una ciudad donde, en los años veinte, el cuarto de baño de Gloria Swanson era considerado un triunfo estético. Todo lo que quedaba era la playa y montones de peces pudriéndose. La Venecia de Italia es la Capital de la Plaga en Europa, así que la Venice de California hizo al menos algo bien.
La Orden Esotérica estaba costa arriba de Muscle Beach, alojada en un discreto edificio de un club de yates con su propia marina artificial. Desde el exterior adiviné que el negocio del culto había conocido días mejores. Las algas cubrían la playa, se acumulaban alrededor del embarcadero y lamían los bordes inferiores de la pared delantera. Todo se había puesto verde: la madera, el yeso, los adornos de cobre. Y olía como el cuarto de baño de Pastore, solo que peor. Este tipo de lugar te hacía pensar en por qué los japoneses estaban tan ansiosos por invadirnos.
Me miré en el espejo retrovisor e hice girar los ojos. Intenté adoptar esa expresión atolondrada, déjenme entregarles todos mis bienes materiales, comuníquenme algunos misterios de Oriente, que imaginaba típica de alguien que acudía a una de esas congregaciones manicomio. Después de dejar de reír, recordé las marcas en Pastore e intenté convertirme en un detective serio. Adoptando mi expresión de un alma perdida sin afeitar, que dormía de pie vestida, dos botellas al día, me felicité por mi previsión de haber pasado quince años desarrollando la fachada ideal para un trabajo como aquel.
Para entrar en el edificio tuve que bajar a la marina y llegar hasta él desde el lado de la playa. Había columnas verdes de lo que parecía cartón decorado por los hongos a cada lado de la impresionante puerta delantera, que mostraba un dibujo en vidrio de color en tonos verdes y azules de un hombre con cabeza de calamar vestido con un elegante atuendo de monje, buscando con los ojos al artista. Dagon, sabía, era mitad hombre, mitad pez, y Dios de los filisteos. En esta ciudad, supongo que era un dios filisteo pasado por agua. Este es un gran país: si eres medio pez, pagas la mayoría de tus impuestos, devoras niños y no eres japonés, tienes un maravilloso futuro.
Llamé golpeando discretamente la cabeza del calamar, pero no ocurrió nada. Miré al calamar a los ojos y sentí como una intranquilidad interior. De alguna forma, visto desde más cerca, aquel rostro de cefalópodo no parecía tan estúpido.
Empujé la puerta y me encontré en la sala de espera de un templo. Era lo que había esperado: luz tenue, pinturas antiguas pero malas, unas cuantas estatuillas semipornográficas, un fuerte olor al incienso de la noche anterior para cubrir el hedor del pescado. Tenía tanta atmósfera religiosa como un burdel de dos dólares.
—¡Hola! —exclamé—. Al habla Dagon…
Mi voz sonó menos divertida cuando me llegó su eco.
Examiné el lugar en busca de indicios. Intenté decir nom de algo y atusarme un inexistente bigote, pero no sirvió de nada. Quizá tuviera que cambiar a una pipa de espuma de mar de cocaína y una gorra de cazador, o quizás un monóculo y un interés hacia los incunables.
Donde uno esperaría un retrato de George Washington o de la madre de Jean Harlow, la Orden había colgado un impresionante y feo retrato de «nuestro fundador», el capitán Obed Marsh, vestido como el almirante Butler, de pie en la orilla de un paraíso polinesio, con su barco pintado sin ningún sentido de la perspectiva en el horizonte como si tuviera como un metro de altura. El capitán, rodeado por adoradores nativos de curiosos rostros rojos como tomates, parecía casi tan infeliz como Errol Flynn en una reunión de Girl Scouts. El pintor se había tomado muchas molestias con los desnudos nativos. Una de las cobrizas nativas tenía unas caderas que pondrían verde a Carole Lombard y un rostro que me hizo pensar en Janice Marsh. Probablemente era la retatarabuela de la Princesa Pantera. Al fondo, justo frente a la nave, había algo parecido a un calamar surgiendo del mar. Unos dedos torpes con el pincel habían tropezado de nuevo: parecía como si la criatura de agitantes tentáculos tuviera casi dos veces el tamaño del clíper de Obed. El detalle más inquietante era una figura embozada y enmascarada de pie en cubierta con una pierna de bebé sujeta por el tobillo en cada mano. Al parecer acababa de descuartizar al chiquillo como si fuera un pollo y estaba vaciando su sangre en los ojos del calamar.
—Disculpe —gorgoteó una voz—. ¿Puedo ayudarle?
Me volví en redondo y me di de bruces con el encorvado y viejo Guardián del Culto. Su atuendo encajaba con los llevados por el semicalamar de la puerta y el descuartizador de niños del retrato. Mantenía su rostro en las sombras, su voz sonaba casi igual que la radio en el baño de Pastore, y su aliento olía peor que Pastore después de semana y media de putrefacción.
—Buenos días —dije, dejando que un pájaro aleteara en los tonos más altos de mi voz—. Me llamo, esto…
Reuní las primeras cosas que me vinieron a la mente.
—Me llamo Herbert West Lovecraft. Esto, H. W. Lovecraft Tercero. Simplemente estoy fascinado con todas las Cosas Antiguas y Esotéricas, ¿no sabe usted?
El «¿no sabe usted?» lo había tomado del tipo con el monóculo y los libros antiguos.
—¿No tendrán por casualidad algún registro? ¿O algún incunable?
—¿Incunable? —siseó.
—Libros. Libros antiguos. Libros impresos, publicados antes del 1500 anno Domini.
—Entiendan, yo también tengo un diccionario.
—Libros…
El hombre era un conversador más bien monótono. Se movía también como Laughton en El jorobado de Notre Dame, y la parte delantera de su túnica, donde estaba bordada la cabeza del calamar, estaba húmeda con lo que deduje con disgusto que eran babas.
—Viejos libros. Misterios arcanos, ¿no sabe usted? Algo ciclópeo y predestinado es exactamente lo que busco.
—¿El Necronomicón? —Lo pronunció con un gran respeto y con mucha dificultad.
—Suena exactamente como lo que me interesa.
Quasimodo sacudió la cabeza bajo su capucha y esta siguió su movimiento. Tuve el atisbo de una piel verdosa y unos grandes ojos húmedos.
—Un viejo amigo me recomendó que viniera aquí —remaché—. Un tipo excelente: Laird Brunette. ¿No ha oído hablar de él?
Pulsé el botón equivocado. Quasi se enderezó y creció casi medio metro. Aquellos ojos húmedos llamearon como navajas.
—Deberá ver usted a la Hija del Capitán.
No me gustó el sonido de aquello y retrocedí unos pasos, hacia la puerta. Quasi apoyó una mano en mi hombro y me sujetó con firmeza. Llevaba mitones, y tuve la sensación de que dentro de ellos había demasiados dedos. Su presa era como la mandíbula del monstruo de Gila.
—Está bien —dije, resignado.
Como si todo estuviera preparado, se abrieron unas cortinas y fui empujado a través de una puerta. Tras tener que inclinar la cabeza en el bajo túnel, pude ver por qué Quasi pasaba la mayor parte de su tiempo encorvado. Tuve que doblar el cuello y las rodillas para avanzar por el corredor. El exterior podía ser vieja madera podrida, pero el núcleo del lugar era sólida piedra. Las paredes estaban húmedas, desnudas, y cubiertas por sugerentes tallas que daban mal nombre al arte primitivo. Pensarán ustedes que a aquellas alturas ya estaba acostumbrado al olor, pero no es así. Casi vomité.
Quasi me empujó a través de otra puerta. Estaba en una sala de reuniones no más grande que la Union Station, con un estrado, hileras de confortables sillas de brazos, y muchas más estatuas de personas-calamar. La pieza central era muy parecida al mosaico del Seaview Inn, solo que la ninfa tenía menos conchas y Neptuno más tentáculos.
Quasi desapareció, cerrando sonoramente la puerta a sus espaldas. Me dirigí al estrado y contemplé un enorme libro perchado en su atril. El tipo con el monóculo hubiera salivado, porque parecía mucho más antiguo que 1500. No era una Biblia y su olor era más bien malsano. Estaba abierto en una ilustración de algo con tentáculos y lodo, frente a una página escrita en varias lenguas merecidamente muertas.
—El Necronomicón —dijo una ronca voz femenina—, del árabe loco Abdul Alhazred.
—Loco, ¿eh? —Me volví hacia quien había hablado—. ¿No ha renovado los derechos?
Reconocí de inmediato a Janice Marsh. La Princesa Pantera llevaba un turbante y un pijama suelto de seda verde, con una bata de casa larga hasta el suelo que costaba más que lo que yo gano en un año. Llevaba pendientes de jade, un pinjante con un racimo de perlas, y un broche con un calamar de plata con ojos de rubí. La luz hacía que su rostro pareciera verde y sus redondos ojos brillaran. Todavía se parecía a Peter Lorre, pero quizá si Lorre hubiera puesto su rostro en un cuerpo como el de Janice Marsh hubiera obtenido también papeles de diosa del sexo. Sus muslos envueltos en seda susurraban el uno contra el otro cuando avanzó por el pasillo del templo.
—El señor Lovecraft, ¿verdad?
—Llámame H.W. Todo el mundo lo hace.
—¿He oído hablar de usted?
—Lo dudo.
Ahora estaba cerca. Era una muchacha alta, podía mirarme directamente a los ojos. Tuve la sensación de que el ojo-joya de su turbante me estaba mirando directamente al cerebro. Dejó que sus dedos cayeran por un momento sobre la ilustración tentacular, jugó un instante con ella como una araña curiosa, luego los alzó hasta mi brazo, tirando delicadamente de mí para alejarme del libro. No me desagradó. Quizá soy alérgico a los incunables, o tal vez tenga un prejuicio todavía no descubierto contra las criaturas con tentáculos, pero no me gustaba en absoluto estar cerca del Necronomicón. Ciertamente la experiencia no era comparable a estar cerca de Janice Marsh.
—¿Es usted la Hija del Capitán? —pregunté.
—Es un título honorífico. Obed Marsh fue mi antepasado. En la Orden Esotérica, siempre hay una Hija del Capitán. En estos momentos soy yo.
—¿Qué es exactamente todo esto de Dagon?
Sonrió, mostrando una hilera de pequeñas perlas.
—Es una forma alternativa de adoración. Honestamente, no es ningún engaño.
—Nunca he dicho que lo fuera.
Se encogió de hombros.
—Mucha gente lo cree equivocadamente.
Fuera se estaba levantando viento, lanzando la lluvia contra el Templo. Los efectos de sonido eran extraños, como ballenas enfermas llamando desde la bahía.
—¿Preguntaba usted por Laird? ¿Lo ha enviado la señorita Wilde?
Esta vez fue mi turno de encogerme de hombros.
—Janey es lo que llaman una triste perdedora, señor Lovecraft. Viene de recibir todas aquellas medallas de bronce. Nunca ninguna de oro.
—No creo que quiera que él vuelva —dije—, solo saber dónde está. Parece que ha desaparecido.
—A menudo está fuera de la ciudad por negocios. Le gusta ser misterioso. Estoy segura de que usted lo comprenderá.
Mis ojos no podían apartarse del broche con el rostro de calamar. Cuando Janice Marsh respiraba, se alzaba y descendía, y los rubíes parecían hacerme guiños.
—Es polinesio —dijo, dando unos golpecitos al broche—. El Capitán lo trajo consigo a Innsmouth.
—Ah, sí, su ciudad natal.
—Es solo un lugar junto al mar. Como Los Ángeles.
Decidí ir a pescar, y preparé algo del cebo que Winthrop me había proporcionado.
—¿Estaba usted allí entonces, cuando J. Edgar Hoover hizo su gran exhibición de fuegos artificiales en los años veinte?
—Sí. Yo era una niña. Tuvo algo que ver con los contrabandistas de ron, creo. Fue durante la Prohibición.
—Buenos años para Laird.
—Supongo que sí. Ahora es legal.
—Sí. Aunque si fuera tan escocés como le gusta pretender que es, puede estar usted segura de que a estas alturas ya hubiera sido deportado.
Los ojos de Janice Marsh eran verde mar. Redondos o no, eran fascinantes.
—Déjeme tranquilizar su mente, señor Lovecraft, o como se llame —dijo—. La Orden Esotérica de Dagon nunca fue una fachada para el contrabando. De hecho nunca ha sido una fachada para nada. No es una trampa para engañar a ricas viudas crédulas y robarles su herencia. No es una excusa para que los ejecutivos de cine consigan conocimiento carnal con quinceañeras adictas a las drogas. Es exactamente lo que afirma ser, una iglesia.
—Padre, Hijo y Calamar Santo, ¿eh?
—No dije que fuera una iglesia cristiana.
Janice Marsh había estado avanzando hacia mí y ahora estaba tan cerca que hubiera podido morderme. Sus activas manos fueron a mi nuca e inclinaron y bajaron mi cabeza como una lámpara ajustable. Apoyó sus labios sobre los míos y aplastó su rostro contra mí. Saboreé lápiz de labios, sal y caviar. Sus dedos se enredaron en mi pelo y tiraron al suelo mi sombrero. Cerró los ojos. Al cabo de una o dos horas de sufrir en la línea del deber, apoyé mis manos en sus caderas y desprendí su cuerpo del mío. Tenía sabor a pescado en mi boca.
—Eso fue interesante —dije.
—Un experimento —respondió—. Su nombre tiene una sonoridad especial. Love… craft: amor… habilidad. Sugiere experiencia en una cierta dirección.
—¿Decepcionada?
Sonrió. Me pregunté si tendría varias hileras de dientes, como los tiburones.
—En absoluto.
—¿Así que va invitarme a la fila de atrás durante su próximo festejo en honor de Dagon?
De nuevo fue la mujer profesional.
—Creo que será mejor que vaya a informar a Janey. Dígale que haré que Laird la llame cuando esté en la ciudad y haya descansado un poco. Eso debería satisfacerla. Con la Guerra, es un desperdicio de energías hacer que pierda usted su tiempo buscando a alguien que no está desaparecido cuando podría defender Lockheed de los quintacolumnistas.
—¿Qué hay acerca de Franklin?
—¿Franklin el presidente?
—Franklin el bebé.
Sus redondos ojos intentaron hacerse más grandes. Estaba jugando a la inocente. La Princesa Pantera había hecho lo mismo cuando le había dicho al cazador blanco que Jungle Jillian había abandonado la Tumba del Jaguar hacía horas.
—La señorita Wilde parece creer que Laird se ha llevado a un hijo suyo que ella dejó negligentemente a su cuidado. Le gustaría que se le devolviera a Franklin.
—Janey no ha tenido ningún hijo. No puede tener hijos. Por eso es un caso tan psiconeurótico. Su analista se está haciendo rico con sus fantasías. No puede distinguir la realidad de las películas. Una vez me acusó de sacrificios humanos.
—Suena como una acusación más bien fuerte.
—Todo estaba en un filme, señor Lovecraft. Los cuchillos de cartón y la sangre de ketchup.
Normalmente, en este estadio de una investigación, llamo a mi amigo Bernie en la oficina del fiscal del distrito y lanzo algunos anzuelos. Esta vez fue él quien me telefoneó. Cuando entré en mi oficina tuve la impresión de que mi teléfono llevaba sonando desde hacía largo rato.
—No hagas olas —dijo Bernie.
—¿Perdón? —le devolví, con mi habitual ingenio rápido como un rayo.
—Simplemente no lo hagas. Hace demasiado frío para ir a nadar en esta época del año.
—¿Ni siquiera en una bañera?
—En especial en una bañera.
—¿Me envía sus saludos el señor fiscal del distrito?
Bernie se echó a reír. Yo había sido investigador de la oficina del fiscal del distrito hacía unos años, pero me había visto obligado a dejarlo.
—Olvídalo. Tengo algunos nombres más impresionantes en mi lista.
—Déjame adivinar. ¿Howard Hughes?
—Cerca.
—¿El general Stilwell?
—Caliente caliente. Prueba el mayor Fretcher Bowron, el gobernador Culbert Olson y el fiscal general del estado Earl Warren. Oh, y Wax, por supuesto.
Silbé.
—Todos ellos interesados en mi insignificante persona. ¿Qué es lo que pasa?
—Mira, ni yo mismo sé mucho de ello. Simplemente me dieron un mensaje para que te lo pasara. Al parecer en el edificio piensan que soy tu conserje.
—¿Tienen algo que ver con esto un caballero británico, una dama francesa y un federal del tamaño del Monte Rushmore?
—Tomaré el dinero que he ganado hasta ahora, y tú puedes pasarle esa pregunta al siguiente mamón.
—Está bien, Bernie. Dime, ¿hasta qué punto soy popular?
—Tojo está clasificado peor que tú, y quizá también Judas Iscariote.
—Eso me parece bien. ¿Alguna idea de dónde está Laird Brunette en estos días?
Oí una pausa y algunos ruidos sordos. Bernie se estaba asegurando de que su oficina estaba libre de oídos. Le imaginé acercando el receptor a su boca y bajando su voz hasta un susurro.
—Nadie lo ha visto en tres meses. Confidencialmente, no lo echo en falta en absoluto. Pero hay otros… —Bernie tosió, se oyó abrir una puerta, y empezó a hablar normalmente o incluso más alto—. Por supuesto, cariño. Estaré en casa a tiempo para el programa de Jack Benny.
—Te veré luego, corazón —dije—. Tu cena está en la fregadera y me fugo a Tijuana con un jugador profesional de billar.
—Te quiero —dijo, y colgó.
Se me había quedado pegado un poco de limo verde en las suelas de los zapatos. Intenté quitármelo raspando las suelas en el borde del escritorio y luego usé el ejemplar del Times de ayer para quitarlo del escritorio. La materia me parecía condenadamente esotérica.
Me serví un trago de la botella que había comprado al otro lado de la calle y borré el sabor de Janice Marsh de mis dientes.
Pensé en la Polinesia a principios del siglo XIX y en aquellas chicas nativas con ojos de pez rodeando al capitán Marsh. De alguna forma, los tentáculos no dejaban de meterse en el camino de mis pensamientos. El capitán podría ser un tema ideal para una película de Dorothy Lamour, quizá con Janice Marsh en el papel de su retatarabuela y Jon Hall o Ray Milland como el perseguidor de chicas Obed. Pero desde el principio estaba recogiendo vibraciones de Bela Lugosi. No podía evitar el pensar en bebés descuartizados.
Hasta entonces nada de todo aquello me había acercado a Laird y su heredero. Redacté mentalmente una lista de los socios conocidos de Brunette, luego taché mentalmente todos los que estaban muertos. Aquello me dejó con pocos. Cuando la gente en el negocio de Brunette muere, en realidad nadie presta mucha atención a ello excepto quizá para unirse a unos pocos coros borrachos de «Ding-dong, la Bruja Malvada ha muerto», antes de recordar que hay montones de otras Brujas Malvadas en el mar. Yo soy exactamente igual que los demás: no mantengo una relación de los empresarios del mundo del juego muertos. Pero, pensando en ello, había habido un montón recientemente, hasta e incluyendo a Gianni Pastore. Aparte Rothko e Isinglass, habían habido al menos otros tres funerales con el ataúd herméticamente cerrado en la profesión. Evidentemente no podía culpar de eso a los japoneses. Me pregunté cuántas de las bajas habían hallado su fin en la bañera. Todo parecía regresar al agua. Decidí que odiaba todo aquel asunto y juré que mi bourbon no iba a verse polucionado con ello.
De vuelta a la lluvia, empecé a recorrer los bares. Brunette tenía un montón de amigos. Quizás alguno supiera algo.
A primera hora de la tarde había recorrido una sucesión de bares y hablado con una sucesión de perdedores. Lo único que saqué en claro fue la evidentemente obvia información de que todo el mundo en la ciudad estaba asustado. La mayoría estaban mojados, pero todos estaban asustados.
Todo el mundo estaba asustado de dos o tres cosas a la vez. Los japoneses estaban muy arriba en todas las listas. Se sorprenderían al descubrir el número de temblorosos ciudadanos que se habían vuelto de la noche a la mañana de indiferentes que apenas sabían reconocer la bandera en auténticos patriotas rojos, blancos y azules preparados para verter su última gota de alcohólica sangre por su país. Fueras donde fueses, alguien hablaba contra Hirohito, Tojo, el Mikado, el kabuki y el origami. La epidemia de muertes accidentales en el círculo Pastore-Brunette era un tema mucho menos popular en las discusiones y tendía a convertir a los bocazas en tumbas a la menor insinuación del tema.
—Es algo delicado —decía todo el mundo, antes de cambiar de tema.
Estaba empezando a preguntarme si Janey Wilde no habría hecho mejor gastando su dinero en un anuncio comercial pidiéndole a Laird que la llamara. Entonces encontré a Curtís el Croupier en Maxie’s. Normalmente iba vestido con todas las galas, como si le hubiera pedido prestado el traje a Astaire. Ahora había cambiado su clavel en el ojal y su cuello almidonado y su sombrero de copa por un traje color verde oliva con barras en los hombros y una gorra bajo una hombrera.
—¿Has oído el toque de cometa, Curtís? —pregunté, abriéndome camino por entre una multitud de patrióticos admiradores que habían estado invitando al chico soldado a copas.
Curtis sonrió antes de reconocerme, luego alzó una ceja y amplió su sonrisa. Nos habíamos conocido antes, en el Montecito. Corría el rumor de que durante la Prohibición se había visto implicado en una ocasión en una partida de cartas honrada, pero si se le presionaba él lo refutaba enérgicamente.
—Hey, tío —dijo.
Me invité a una copa pero no le ofrecí una. Tenía tres o cuatro alineadas delante de él.
—Este oficio debe pagar bien —dije—. ¿Cuánto costó este uniforme? ¿Se lo alquilaste a la Paramount?
El croupier se sintió ofendido.
—Es auténtico —dijo—. Me he alistado. Espero que me envíen a ultramar.
—Vaya, deberíamos lanzarte en paracaídas sobre Tokio para introducir allí los dados cargados y las ruedas de ruleta trucadas.
—Eres un cínico, tío. —Engulló una copa de un solo golpe.
—No, solo realista. ¿Cómo has abandonado el Monty?
—¿Husmeando los negocios de Laird?
Alcé los hombros y volví a dejarlos caer.
—El juego ha caído en picado recientemente, junto con algunas figuras importantes en la industria. El propietario original de este lugar, por ejemplo. Apuesto que tener que pagar tantas coronas ha hecho menguar tu cuenta bancaria.
Curtis tomó otras dos copas, rápidamente, y pidió más. Cuando entré tenía a un par de chicas alegres trepando a los bolsillos de sus caderas. Ahora estaba a solas conmigo. No apreciaba el cambio de escenario, y no podía decir que le culpara.
—Mira, tío —dijo, con voz repentinamente baja—, por tu propio bien, deja eso. Hay cosas más importantes ahora.
—¿Como la democracia?
—Puedes decirlo así.
—¿Hasta cuán lejos quieres que te envíen en ultramar, Curtis?
Miró hacia la puerta como si esperara que cinco tipos con metralletas entraran surgidos de la lluvia a por él. Se aferró a la barra para detener el temblor de sus manos.
—Tan lejos como pueda llegar, tío. Las Filipinas, Europa, Australia. No me importa.
—Ir a la guerra es una maldita forma de escapar.
—¿No es justo? ¿No hubiera estado Papá Gianni más seguro en la isla de Wake que en la bañera?
—¿Has oído la historia de la bañera, entonces?
Curtis asintió y engulló otra copa. La máquina de discos tocaba «Doodly-Acky-Sacky, ¿quieres un poco de marisco, mama?», y era pavoroso. Estúpido, pero pavoroso.
—Todos mueren en agua. Eso es lo que he oído. A veces, en el Monty, Laird subía a cubierta y simplemente se quedaba mirando al mar durante horas. Estaba loco, desde que se lio con esa Marsh Polo de Helado.
—¿La Princesa Pantera?
—¿La has visto? Sí, Janice Marsh. Una hermosa muchacha si te gustan las almejas. Laird afirmaba que había una ciudad hundida en la bahía. Usaba una gran cantidad de palabras extrañas. Un auténtico galimatías. Cthul-loquesea, Yog-dameunrespiro. Decía que iban a salir cosas del agua y barrer tierra firme, y no se refería a los submarinos alemanes.
Curtis se sentía incómodo en aquel uniforme. Había manchas más oscuras allá donde la lluvia había empapado la tela. Había estado bebiendo como W. C. Fields en plena borrachera, pero no estaba achispado. Fuera lo que fuese lo que le turbaba tenía mucho más efecto sobre él que el Jack Daniel’s.
Pensé en el Laird del Monty. Y pensé en la pintura del clíper del capitán Marsh, con aquel calamar fuera de toda proporción surgiendo el mar a su lado.
—Está en el barco, ¿verdad?
Curtís no dijo nada.
—Solo —pensé en voz alta—. Está ahí fuera, solo.
Eché el sombrero hacia atrás sobre mi cabeza e intenté sacudir el alcohol fuera de mi cabeza. Todo aquello era una locura. Nadie se bambolea arriba y abajo en el agua con un cartel redondo en el cuello diciendo: «¡Hey, Tojo, torpedéame!». El Monty era un blanco flotante.
—No —dijo Curtis. Sujetó mi brazo, haciéndome derramar el licor de mi vaso.
—¿No está ahí fuera?
Negó con la cabeza.
—No, tío. No está ahí fuera solo.
Todos los taxis acuáticos estaban en el muelle, bien amarrados y cubiertos con lonas hasta que cesaran las tormentas. Nunca encontraría a nadie que me llevara hasta el Montecito aquella noche. ¿Por qué? Porque todo el mundo sabía que las aguas estaban infestadas de submarinos japoneses. Pero yo conocía a alguien a quien no le importaría si sus botes eran tratados o no como correspondía. Incluso estaba más allá de preocuparse de que le fueran tomados prestados sin su permiso.
El Seaview Inn desierto seguía todavía, aunque había carteles de la policía advirtiendo a la gente que se mantuviera alejada de la escena del crimen. Era oscuro, hacía frío y el aire era húmedo, y nadie me molestó cuando entré por la fuerza en la caseta de los botes para buscar unas llaves.
Elegí entre los taxis amarrados en el embarcadero del Seaview y llené el depósito del elegido con la gasolina suficiente para un corto viaje. También tomé mi Colt Super Match del 38 de la guantera del Chrysler y me lo metí en la funda sobaquera. Durante todo el proceso me empapé concienzudamente y pillé un principio de gripe. Esperé que Jungle Jillian apreciara el esfuerzo.
El mar estaba hinchado bajo la lancha y hacía un montón de ruido. Agradecí el ruido cuando llegó el momento de dispararle al candado de la cadena que la retenía al embarcadero, pero las olas no tardaron en hacer que mi estómago chapoteara de un lado para otro en mi abdomen. Nunca he sido un marinero demasiado competente.
El Monty estaba ahí fuera en el horizonte, todavía visible cuando un rayo lo iluminaba. No era muy difícil mantener el pequeño bote orientado a él.
Salir a mar abierto te hace sentir pequeño. En especial cuando las luces de Bay City solo son una dispersión de puntos en la oscuridad a tus espaldas. Tuve la impresión de cosas grandes que se movían un poco más allá de mi límite de percepción. El frío calaba mis empapadas ropas. Mi sombrero era una esponja de fieltro que goteaba agua a mi cuello. Mientras la lancha avanzaba hacia el Monty, lluvia y espuma me acribillaban el rostro. Vi que mis manos estaban blancas y arrugadas en el timón, y deseé haber traído una botella. Ahora que pensaba en ello, deseé estar en mi casa en la cama con un tazón de cacao caliente y Claudette Colbert. Algunas cosas en la vida no resultan como las has planeado.
Al llegar a las tres millas en mar abierto sentí el cambio de la ley en mi estómago. El juego ya era legal allí, y vacié el contenido de mi estómago por la borda. Contemplé los restos de mi bocadillo de pan tostado con queso mientras se alejaba flotando. Creí ver la luna reflejada verde en las profundidades, pero no había luna aquella noche.
Apagué el motor y dejé que las olas empujaran el taxi contra el costado del Monty. El pequeño bote raspó a lo largo del casco del barco casino, y me agarré a la escalera de cuerda cubierta de algas cuando pasé por su lado. Amarré el taxi e inspiré profundamente.
El barco estaba muy hundido en el agua, como si las cabinas inferiores estuvieran inundadas. Demasiadas algas ascendían hacia las cubiertas. Nunca volvería a abrirse como casino, ni siquiera aunque la Guerra terminara mañana.
Subí la escalera de cuerda, luchando contra el peso del agua en mis ropas, y me icé a la cubierta. Era bueno tener algo más sólido que un pequeño bote bajo mis pies, pero la cubierta se bamboleaba como el ala de un avión. Me agarré a la barandilla y esperé a que mis órganos internos volvieran a ponerse por sí mismos en su lugar correspondiente.
—¡Brunette! —grité, y mi voz se perdió en el viento.
Ninguna respuesta. Tengo que bajar, me dije.
Una tira de gallardetes de todas las naciones se había soltado y era azotada de un lado para otro por la tormenta. Japón, Italia y Alemania estaban representadas todavía sin el menor tacto, junto con varios estados europeos que ya no eran naciones. La cubierta estaba cubierta por un légamo familiar.
Me abrí camino hacia las puertas de la sala de baile. Se abrían hacia dentro, y la lluvia repiqueteó contra los pulidos suelos de madera. Entré y saqué mi 38. La sentía mejor en mi mano que clavándose en mis costillas.
Un relámpago golpeó cerca, y capté el destello de una imagen de la abandonada sala de baile, con el estrado para la orquesta en un lado pintado con el nombre de un combo que ya se había disuelto.
El casino estaba una cubierta más abajo. Debía de estar a oscuras, pero vi un resplandor bajo la puerta de un pasillo. Empujé y descendí cautelosamente. No había humedad allí, pero hacía frío. El olor a pescado era fuerte.
—¡Brunette! —llamé de nuevo.
Imaginé algo pesado deslizándose fuera y resbalé unos pasos, golpeándome la cadera y un brazo contra una mesa fijada al suelo. Sujeté con fuerza mi pistola, pero solo gracias a un esfuerzo sobrehumano.
El barco no estaba desierto. Eso era obvio.
Podía oír música. No era Cab Calloway ni Benny Goodman. Había una guitarra hawaiana ahí dentro, pero sobre todo había un loco coro de plañideras voces. No estaba convencido de que los que cantaban fueran humanos, y me pregunté si Brunette estaba ensayando alguna especie de acto con focas cantantes. No podía distinguir las palabras, pero las familiares sílabas entrecortadas de «Cthulhu» resonaron un par de veces.
Deseé salir de nuevo y volver a la detestable Bay City y olvidarlo todo. Pero Jungle Jillian contaba conmigo.
Me abrí camino a lo largo del pasillo, hacia la música. Una mano se posó en mi hombro, y mi corazón golpeó contra el fondo de mis globos oculares.
Un rostro retorcido me miró en la semioscuridad: muy barbudo, mejillas hundidas. Laird Brunette se presentaba como Ben Gunn, la piel pegada al cráneo, los ojos grandes como huevos de gallina.
Su mano se posó en mi boca.
—No molesten —dijo, con voz aguda y entrecortada.
No era el suave criminal que conocía, el hombre con faja a cuadros en la cintura y pelo como de charol. Era otro Brunette, sumido en la droga o la locura.
—Los Profundos —dijo.
Me soltó, y retrocedí.
—Es el Momento de Salir a la Superficie.
Mi caso había terminado. Sabía dónde estaba Laird. Todo lo que tenía que hacer era decírselo a Janey Wilde y devolverle su dinero.
—Hay muy poco tiempo.
La música era más fuerte. Oí un gran número de cuerpos deslizándose hacia uno y otro lado en el casino. No podían ser muy ágiles, porque no dejaban de tropezar entre sí y con las cosas.
—Deben ser detenidos. Dinamita, cargas de profundidad, torpedos…
—¿Quiénes? —pregunté—. ¿Los japos?
—Los Profundos. Los Moradores de la Ciudad Hermana.
Me sentía perdido.
Se me ocurrió un desagradable pensamiento. Como detective, no puedo olvidar hacer deducciones. Había evidentemente una cierta cantidad de gente a bordo del Monty, pero el mío era el único bote a la vista. ¿Cómo habían llegado todos los demás hasta allí? Seguro que no habían ido a nado.
—Hay una guerra —desvarió Brunette—, entre nosotros y ellos. Siempre ha habido una guerra.
Tomé una decisión. Llevaría a Laird hasta su bote y lo conduciría hasta Jungle Jillian. Luego podría arreglar las cosas con la Princesa Pantera y su Orden Esotérica. En su actual estado, Brunette entregaría cualquier bebé si se lo pedías.
Tomé a Brunette por su delgada muñeca y tiré de él hacia la escalera. Pero abajo resonó una escotilla y supe que estábamos atrapados.
Se abrió una puerta, y un perfume derivó por encima del hedor a pescado.
—El señor Lovecraft, ¿no es así? —dijo una sedosa voz.
Janice Marsh llevaba unos pendientes de calamar y una pistola de señora. Y nada más.
No era tan agradable como suena. La Princesa Pantera no tenía pezones, ni ombligo, ni vello púbico. Era ligeramente escamosa entre las piernas, y su húmeda piel brillaba como la de un tiburón. Imaginé que si la acariciabas, retirarías tu palma llena de sangre. Ni siquiera llevaba el turbante de antes ni la peluca oscura de sus películas. Su cabeza era completamente calva, y su cráneo estaba innaturalmente hinchado. Ni siquiera se había perfilado las cejas a lápiz.
—Evidentemente no sabe aceptar los buenos consejos.
Como las sirenas, producía más temor que atracción. En el hueco de su brazo izquierdo llevaba un bulto del que asomaba un blanco rostro de bebé que miraba sin parpadear. Franklin se parecía más a Janice Marsh que a sus padres.
—Una lástima, realmente —dijo una diminuta voz de ventrílocuo a través de la boca de Franklin—, pero siempre hay complicaciones.
Brunette se estremeció de miedo, mascando su barba y apretándose contra mí.
Janice Marsh depositó a Franklin en el suelo y este se sentó, un adulto luchando con un cuerpo de bebé.
—El Capitán ha vuelto —explicó ella.
—Cada generación ha de tener un Capitán —dijo la cosa en la mente de Franklin. Babeó por la comisura de sus labios, y se secó su boca de ángel con un pliegue de su faja.
Janice Marsh rio quedamente y apartó a Laird de mí, acariciando su rostro.
—Mi pobre querido —dijo, lamiendo su barbilla con una larga lengua—. Ha salido de esta profundidad.
Apoyó las manos a ambos lados de la cabeza de Brunette, apretando el cañón de su pistola contra su mejilla.
—Estaba hablando de una Ciudad Hermana —dije.
Retorció bruscamente la cabeza del tahúr hacia un lado y lo dejó caer al suelo. La lengua del hombre brotó de su boca y sus ojos solo mostraron blanco.
—Por supuesto —dijo el bebé—. El Capitán fundó dos asentamientos. Uno debajo del Arrecife del Diablo, en Massachusetts. El otro aquí, bajo las arenas de la Bahía.
Ambos teníamos pistola. Le había dejado matar a Brunette sin intentar dispararle. Era el defecto fatal de todo detective, la curiosidad. Además, Laird estaba ya muerto dentro de su cabeza mucho antes de que Janice le partiera el cuello.
—Todavía puedes unirte a nosotros —dijo, agitando sus caderas como una serpiente al ritmo de la flauta—. Hay grandes placeres en las profundidades.
—Hermana —respondí—, no eres mi tipo.
Las aletas de su nariz temblaron furiosas y en su cuello se abrieron como unas rendijas, destellando intensas líneas rojas en su blanca piel.
Su pistola me apuntaba, con el seguro quitado. Sus largas uñas estaban lacadas en verde.
Pensé que podía dispararle antes de que ella me disparara a mí. Pero no lo hice. Algo acerca de una mujer desnuda, no importa lo extraña que sea, te impide matarla. Todo su cuerpo se movía con la música. Yo estaba equivocado. Pese a todo, era hermosa.
Bajé la pistola y aguardé a que disparara. Nunca ocurrió.
No sé realmente el orden en que se sucedieron las cosas. Pero primero hubo un rayo, luego, un instante después, el trueno.
La luz llenó el pasillo e hirió mis ojos. Luego se produjo un retumbar que fue creciendo. El canto se vio ahogado.
El medio del trueno sonó un agudo chillido. Era un grito del bebé. Los ojos de Franklin estaban girando hacia arriba y chillaba. Tuve la sensación del Capitán ahogándose en la mente del bebé, al tiempo que su dominio sobre el cuerpo robado se relajaba a medida que el niño gritaba.
El suelo a mis pies tembló y se combó, y oí una gran tensión en el metal. El eructo de un viento abrasador me rodeó. Apareció un agujero. Janice Marsh se movió rápido y creo que disparó su pistola, pero no puedo decir si deliberadamente contra mí o al azar como un reflejo. Su cuerpo se deslizó hacia mí, y me agaché.
Hubo otra explosión, no un trueno, y un denso humo brotó a través de una grieta en el suelo. Yo estaba caído, aferrándome a la cubierta que se iba inclinando por momentos. Franklin se deslizó hacia mí y golpeó, chillando, contra mi cabeza. Media tonelada de agua cayó sobre nosotros, y supe que el barco se había partido. Mi suposición fue que los japoneses acababan de salvarme la vida con un torpedo. Estaba con agua salada hacia la cintura. Janice Marsh se alejó rápidamente con un sinuoso movimiento de pez.
Luego hubo pesados cuerpos a mi alrededor, empujándome contra un mamparo. En la oscuridad fui arañado por algo pesado, de piel fría y terrible olor. Había ladridos y gritos, algunos de los cuales puede que procedieran de gargantas humanas.
Los incendios se apagaron y sisearon a medida que subía el agua. Tenía a Franklin entre mis manos e intenté mantenerlo por encima del agua. Recordé de nuevo Los peligros de Jungle Jillian y descubrí que mi cabeza flotaba contra el duro techo.
El Capitán maldijo en un vivido lenguaje del siglo XVIII. El pequeño cuerpo de Franklin se retorció bajo mi presa. Una boca sin dientes intentó morder mi barbilla pero resbaló. Mi pie resbaló también y perdí el equilibrio, metiendo al bebé brevemente bajo el agua. Vi sus sobresaltados ojos a través de una bamboleante película líquida. Cuando lo saqué de nuevo, el Capitán se había ido y Franklin chillaba con su propia voz. Tomé una doble bocanada de aire, me metí bajo el agua y me debatí hacia la puerta más cercana, con una mano apretada sobre el rostro del bebé para impedir que el agua penetrara por su boca y nariz.
El Montecito se estaba hundiendo con la suficiente rapidez como para sugerir que estaba lleno de agujeros. Tuve que convertir en prioritario el hallar uno. Me lastimé la rodilla contra una puerta al abrirla. Fui arrastrado, con varios cientos de litros de agua, a una amplia habitación llena de equipo de juego almacenado. Fichas rojas y blancas flotaban como confetti.
Hice pie y vadee hacia una escalera. Algo grande brotó del agua y avanzó hacia mí, chillando como un ave marina. No lo miré, lo cual fue una bendición. Unos pesados brazos me sujetaron, blandos y sin huesos contra mi rostro. Empujé la cosa hacia atrás con mi mano libre y mis dedos resbalaron contra légamo frío. Fuera lo que fuese era presa del pánico y cruzó chapoteando la puerta.
Hubo otra explosión y todo retembló. El agua brotó hacia arriba y caí. Conseguí ponerme en pie y sujetar con una mano la escalera. Franklin seguía debatiéndose y llorando a gritos, lo cual consideré que era una buena señal. En alguna parte cerca hubo una gran cantidad de gritos.
Subí peldaño tras peldaño y golpeé la cabeza contra una escotilla. Si hubiera estado asegurada, me habría aplastado y derramado mis sesos por todos lados. Se movió hacia arriba, y un chorro de agua procedente de abajo nos impulsó a través del agujero como una pelota de ping-pong en una fuente.
El Monty estaba en llamas, y había cosas en el agua a su alrededor. Oí el zumbido de los motores de un avión y divisé lanchas cercanas. El aire estaba lleno del fuego de ametralladoras. Era un ataque en toda escala. Me dirigí hacia la barandilla de la cubierta y vi un bote a cincuenta metros de distancia. Hombres con impermeables amarillos apuntaban al agua con sus metralletas y regaban su superficie de balas.
El fuego hacía hervir el agua y la llenaba de espuma. Cosas pateantes morían en su superficie. Alguien nos apuntó con su arma y disparó contra mí. Me eché a un lado, arqueando mi cuerpo sobre Franklin, y las balas impactaron en la cubierta.
El taxi que había tomado prestado debía de haber sido arrastrado al fondo bajo la masa del barco.
Había definitivamente luces en el mar. Y en el cielo. Sobre la ciudad, en la distancia, vi estallidos como de fuegos artificiales. Algo estalló a un centenar de metros de distancia y se alzó una torre de agua, que estalló como un globo. Una carga de profundidad.
La cubierta estaba inclinada en un ángulo pronunciado y el agua subía hacia nosotros. Me sujeté a una cuerda, preguntándome si el barco casino tenía todavía algún bote salvavidas. Franklin farfulló y lloriqueó.
Un cuerpo blanco se deslizó por mi lado, camino del agua. Lo agarré instintivamente. Unas manos me sujetaron, y me encontré contemplando el rostro de Janice Marsh. Sus ojos parpadearon, con membranas cerrándose desde los lados, y me besó de nuevo. Su larga lengua sondeó mi boca como una anguila, luego se retiró. Se puso en pie, con una pierna doblada para mantenerse vertical en la inclinada cubierta. Inspiró aire en sus pulmones —si tenía pulmones— y lo expulsó a través de sus agallas con un grito musical. Era esbelta y blanca en la oscuridad, con el agua chorreando de su cuerpo. Alguien disparó en su dirección y ella se lanzó a las olas, penetrando como un cuchillo en la superficie y desapareciendo hacia las luces submarinas. Las balas cosieron el lugar donde había desaparecido.
Solté las cuerdas y pateé la cubierta, empujándome lejos del barco que se hundía. Mantuve a Franklin por encima del agua y me mantuve en la superficie con piernas y codos. El Monty estaba arrastrando consigo un montón de cosas bajo el agua, y tuve que luchar contra su succión para no ser una de ellas. Me dolían los hombros y me veía dificultado por mis ropas, pero seguí pateando contra la corriente.
El barco desapareció bajo las aguas con un chillido, un coro de metal curvándose y de criaturas agonizando. Tenía que buscar una lancha y esperar que no me dispararan. Tuve suerte. Alguien enganchó mi chaqueta con un garfio y nos pescó como si fuéramos peces. Me tendí en cubierta, con el agua chorreando de mis ropas, tragando tanto aire como pude respirar.
Oí a Franklin gritar. Sus pulmones todavía estaban en pleno funcionamiento.
Alguien grande con un voluminoso impermeable, con un gorro de marino encasquetado en su cabeza, se arrodilló a mi lado y me dio una palmada en el rostro.
—El husmeador —dijo.
—Lo están llamando la Incursión Aérea contra el Gran Los Ángeles —me dijo Winthrop mientras me servía una taza de té británico—. En algún momento ayer por la noche se inició el pánico, y todo el mundo en Bay City se puso a dispararle al cielo durante horas.
—¿Los japos? —pregunté, llenándome la boca con el bienvenido líquido ardiente.
—En teoría. En realidad lo dudo. Quedará registrado como un fiasco, un montón de tipos nerviosos con armas. Mientras ocurría todo esto, nosotros nos lanzamos contra el enemigo y salimos victoriosos.
Todavía iba vestido como para un baile en la embajada, y no parecía que hubiera estado en la cubierta de un bote toda la noche. Geneviéve Dieudonné llevaba un suéter de marinero y los pantalones de un mono, con el pelo recogido por un pañuelo. Estaba contemplando un equipo de sonar y anotando sus lecturas.
—No están luchando contra los japoneses, ¿verdad?
Winthrop frunció los labios.
—Es una guerra mucho más antigua, amigo mío. No podemos distraernos. Después de la acción de esta noche, nuestros Profundos no asomarán sus escamosas narices durante un tiempo. Ahora puedo hacer algo para ocuparme de Hitler.
—¿Qué ocurrió en realidad?
—Había algo peligroso en el mar, debajo del barco del señor Brunette. Lo hemos destruido y hemos eliminado las…, esto, las fuerzas hostiles. Querían el barco como una estación en la superficie. Por eso fueron eliminados los socios del señor Brunette.
Geneviéve dio un informe en francés, tan rápido que no pude seguirlo.
—Destrucción total —explicó Winthrop—. Un terrible revés para ellos. Los mantendrá en su lugar durante años. Para siempre sería esperar demasiado, pero unos cuantos años ayudará.
Me recosté en la litera, palpando mis heridas, ahogándome ya con mis flemas. Iba a tener suerte si escapaba a la pulmonía.
—Y el pequeño es un decisivo dividendo.
Finlay iba hoscamente de un lado para otro, sugiriendo otra dosis de cargas de profundidad. Acunaba a un por fortuna profundamente dormido Franklin, pero no parecía terriblemente maternal.
—Parece que nada de esto le ha afectado.
—Se llama Franklin —le dije a Winthrop—. En el barco era…
—¿No era él mismo? Estoy familiarizado con la condición. Es un sucio asunto, entienda.
—Estará bien —dijo Geneviéve.
Yo no estaba seguro de si el resto de la tripulación eran federales o militares, y no estaba seguro de desear saberlo. Podía oler una Operación Clandestina cuando aterrizaba en medio de una.
—¿Quién sabe algo de esto? —pregunté—. ¿Hoover? ¿Roosevelt?
Winthrop no respondió.
—Alguien tiene que saberlo —dije.
—Sí —admitió el inglés—, alguien tiene que saberlo. Pero esta es una guerra que el público nunca creerá que existe. En el Bureau, el equipo de Finlay es conocido como «los Innombrables», nunca mencionados por la prensa, nunca honrados o censurados por el gobierno, y sus victorias y derrotas nunca son registradas en la historia oficial.
La lancha se agitaba al ritmo de las olas, y crucé las manos sobre mi pecho, esperando que algo de calor volviera a mí. Finlay había prometido abrir una botella más tarde, pero eso me hizo decidirme a seguir con el té como un asunto de honor. Odiaba cumplir con sus expectativas.
—Y los Estados Unidos son un país joven —explicó Winthrop—. En Europa conocemos mucho más las cosas.
En la orilla, tendría que contarle a Janey Wilde lo de Brunette y entregarle a Franklin. Algún pez gordo de la Metro tendría que pensar una excusa para explicar la desaparición de la Princesa Pantera. Todo lo demás —las cargas de profundidad, la batalla naval, el hundimiento del barco— sería engullido por la Guerra.
Y todo lo que quedaría serían historias. Extrañas historias.