24 Vistas del Monte Fuji por Hokusai
Roger Zelazny
1. EL MONTE FUJI DESDE OWARI
Kit vive, aunque está enterrado no lejos de aquí; y yo estoy muerta, aunque observo la luz del atardecer tiñendo de rosa los jirones de nubes sobre la montaña, allá en la distancia, con un árbol en primer término para dar el contraste adecuado. El viejo tonelero no es más que polvo; su tonel también, supongo. Kit decía que me amaba y yo decía que le amaba. Ambos decíamos la verdad. Pero el amor puede significar muchas cosas. Puede ser un instrumento de agresión o una enfermedad.
Mi nombre es Mari. No sé si mi vida encajará con el formulismo de este peregrinaje. Ni mi muerte. Ni ese sentido del orden al que me estoy convirtiendo. Así que puedo empezar en cualquier sitio. Cualquier arco del círculo, como esa tonelería desaparecida hace tanto tiempo, debe conducir al mismo lugar. He venido a matar. Llevo conmigo la muerte oculta, para arrojar contra la vida secreta. Ambas son intolerables. Las he sopesado. Si fuera una extranjera no sabría qué elegir. Pero estoy aquí, yo, Mari, siguiendo las huellas mágicas de los pasos. Cada momento es entero, aunque cada uno requiere su propio pasado. No comprendo las causas, solo las secuencias. Y desde hace mucho estoy cansada de los juegos inversores de la realidad. Las cosas deberán irse volviendo más claras a cada etapa sucesiva de mi viaje y, como el delicado juego de luces sobre mi montaña mágica, deberán cambiar. Debo morir un poco y vivir un poco a cada momento.
Empiezo aquí porque en un tiempo vivimos cerca de aquí. Visité el lugar antes. Por supuesto, ha cambiado. Recuerdo su mano sobre mi brazo, su rostro a veces sonriente, sus montones de libros, el frío ojo plano del terminal de su ordenador, sus manos de nuevo, posicionadas para la meditación, su sonrisa, diferente entonces. Distante y cercana. Sus manos, sobre mí. El poder de sus programas; para forzar códigos, para crearlos. Sus manos. Mortíferas. ¿Quién hubiera pensado que iba a renunciar a esas poderosas armas, esos delicados instrumentos, retorcedores de cuerpos? ¿O a mí? Senderos… Manos…
He vuelto. Eso es todo. No sé si es suficiente.
El viejo tonelero trabajando en su taller… Medio lleno, medio vacío, medio activo, medio pasivo… ¿Debo hacer un yin-yang de esa famosa pintura? ¿Debo dejar que perdure para Kit y para mí? ¿Debo verla como el gran Cero? ¿O como el infinito? ¿O es todo esto demasiado obvio? ¿Alguna de esas observaciones debe quedar sin formular? No siempre soy sutil. Dejémoslo correr. El Fuji se alza en ella. ¿Y no es al Fuji a donde hay que subir para rendir cuenta de tu vida ante Dios o los dioses?
No tengo intención de subir al Fuji y rendir cuentas, ni a Dios ni a nadie. Solo lo inseguro y lo incierto requieren justificación. Hago lo que debo. Si las deidades tienen alguna pregunta que hacer, pueden bajar del Fuji para formulármela. De otro modo, este es el comercio más próximo que tendremos. Lo que trasciende solo debe ser admirado desde lejos.
Por supuesto. Yo, de entre todas las personas, soy quien más lo sabe. Yo, que he probado la trascendencia. Sé también que la muerte es el único dios que acude cuando lo llamas.
Tradicionalmente, el henro —el peregrino— debe vestir completamente de blanco. Yo no. El blanco no es para mí, y mi peregrinaje es algo privado, algo secreto, durante tanto tiempo como pueda mantenerlo así. Hoy llevo una blusa roja y una chaqueta caqui ligera y pantalones amplios y botas de montaña de resistente piel; llevo el pelo recogido; una mochila a mi espalda contiene todas mis pertenencias. Llevo un bastón, de todos modos; en parte para apoyarme en él, cosa que necesito hacer ocasionalmente, en parte también como arma si surge la necesidad. Soy adepta a su uso en ambas funciones. Además, se dice que el bastón simboliza la fe de uno en un peregrinaje. La fe está más allá de mí. Yo me inclino hacia la esperanza
En el bolsillo de mi chaqueta llevo un libro pequeño que contiene reproducciones de veinticuatro de las cuarenta y seis pinturas de Hokusai del monte Fuji. Fueron un regalo, hace mucho tiempo. La tradición se muestra contraria también a que un peregrino viaje solo, tanto por compañerismo como por propósitos prácticos de seguridad. El espíritu de Hokusai es pues mi compañero, puesto que seguramente reside en los lugares que visitaré, si es que reside en algún lugar. No deseo ningún otro compañero por el momento, ¿y qué es un drama japonés sin un fantasma?
Tras contemplar esta escena y pensar mis pensamientos y sentir mis sentimientos, empiezo. He vivido un poco, he muerto un poco. Mi camino no será enteramente a pie. Pero sí lo será buena parte de él. Hay algunas cosas que debo evitar en este viaje de reencuentros y adioses. La simplicidad es mi capa de oscuridad, y quizá el caminar sea bueno para mí.
Debo vigilar mi salud.
2. EL MONTE FUJI DESDE UNA CASA DE TÉ EN YOSHIDA
Estudio la lámina: un azul suave en el cielo del amanecer, el Fuji a la izquierda, visto a través de la ventana de una casa de té por dos mujeres; hay otras figuras inclinadas, adormecidas, como muñecas en un estante…
Ahora, aquí, las cosas no son así exactamente. Todo ha desaparecido, como el tonelero: la gente, la casa de té, ese amanecer. De aquel momento solo quedan la montaña y la pintura. Pero es suficiente.
Estoy sentada en el comedor del hotel donde he pasado la noche, tras tomar el desayuno, con una taza de té ante mí. Hay otros comensales presentes, pero ninguno cerca. He elegido esta mesa por la vista desde la ventana, que se aproxima algo a la de la lámina. Hokusai, mi silencioso compañero, debe estar sonriendo. El clima era lo suficientemente benigno para mí como para que hubiera podido acampar de nuevo esta noche, pero en este viaje de vida-y-muerte que he emprendido me siento mortalmente seria con respecto a las escenas desvanecidas. Es en parte un asunto de buscar y en parte un asunto de esperar. Es muy posible que me falte tiempo. Espero que no, pero los esquemas de la vida muy raras veces han correspondido a mis esperanzas o, en lo que importa, a la lógica, deseo, vaciedad, o cualquier otro esquema propio contra aquellos otros esquemas con los que lo he medido.
Nada de esto es la actitud y la ocupación adecuadas para un nuevo día. Beberé mi té y contemplaré la montaña. El cielo cambia mientras miro…
Cambia… Debo ir con cuidado al abandonar este lugar. Hay zonas que deben ser evitadas, precauciones que hay que tomar. He elaborado cuidadosamente todos mis movimientos —desde depositar la taza, levantarme, volverme, recobrar mi equipaje, caminar— hasta que esté de vuelta de nuevo al país. Debo seguir haciendo esquemas, porque el mundo es una sucesión de peligros, todos densos. Estoy corriendo un serio peligro estando aquí.
No me siento tan cansada como había pensado que lo estaría tras la caminata de ayer, y eso es buena señal. He intentado mantenerme en buena forma, pese a todo. Hay un pergamino colgado de la pared a mi derecha, con un tigre pintado, y quiero considerar esto también como una buena señal. Nací en el Año del Tigre, y la fuerza y los silenciosos movimientos del gran felino estriado son lo que más necesito. Bebo a tu salud, Shere Khan, felino que andas por tu propia voluntad. Debemos ser duros en el momento preciso, blandos en el momento preciso. Hay que saber estar acorde con las ocasiones…
Kit y yo siempre estuvimos unidos por una especie de telepatía. Nos condujo el uno al otro, nos hizo fuertes en nuestros años juntos. Empatía, proximidad, meditación… ¿Amor? Entonces el amor puede ser un arma. Haz girar su moneda, y sale yang.
Arde rápido, Shere Khan, en la jungla del corazón. Esta vez nosotros somos el cazador. Saber aprovechar el momento lo es todo…, y suki, la abertura…
Observo los cambios en el cielo hasta que el resplandor es uniforme y se mantiene así. Termino mi té. Me levanto y tomo mi equipaje, me lo echo a la espalda, sujeto mi bastón. Me encamino al corto vestíbulo que conduce a una puerta lateral.
—¡Señora! ¡Señora!
Es uno de los empleados del lugar, un hombre bajito con una expresión sobresaltada.
—¿Sí?
Señala mi mochila.
—¿Se marcha?
—Sí.
—No ha saldado su cuenta.
—He dejado el dinero en mi habitación, en un sobre en la mesilla de noche. En el sobre dice «caja». Ayer por la noche pregunté la cantidad exacta.
—Debe pagar usted en recepción.
—No he pagado en recepción. No voy a pagar en recepción. Si usted quiere, le acompañaré hasta la habitación, para mostrarle dónde dejé el dinero.
—Lo siento, pero tiene que pagar en recepción.
—Yo también lo siento, pero dejé el dinero en la habitación, y no pienso ir a recepción a pagar.
—Esto es irregular. Tendré que llamar al director.
No puedo evitar un suspiro.
—No —digo—. No quiero eso. Iré al vestíbulo y arreglaré la salida del mismo modo que arreglé la entrada.
Vuelvo sobre mis pasos. Giro a la izquierda, hacia el vestíbulo.
—Su dinero —dice el hombrecillo—. Si lo dejó en la habitación tendrá que ir a buscarlo y traerlo.
Agito la cabeza.
—También dejé la llave.
Entro en el vestíbulo. Me dirijo hasta un sillón a un lado, el más alejado de la zona de trabajo. Me siento.
El hombrecillo me ha seguido.
—¿Quiere decirles a recepción que deseo arreglar mi salida? —le pido.
—¿El número de su habitación?
—La diecisiete.
Hace una ligera inclinación de cabeza y cruza el vestíbulo hasta el mostrador. Habla con una mujer, que me mira varias veces. No puedo oír sus palabras. Finalmente, el hombre recoge una llave que le tiende ella y se marcha. La mujer me sonríe.
—Traerá la llave y el dinero de su habitación —dice—. ¿Le ha satisfecho su estancia?
—Sí —respondo—. Si no le importa, me marcho.
Empiezo a levantarme.
—Por favor, aguarde un poco —dice—, hasta que esté arreglado todo el papeleo y pueda darle su recibo.
—No quiero ningún recibo.
—Tengo obligación de dárselo.
Vuelvo a sentarme. Coloco el bastón entre mis piernas. Lo sujeto con ambas manos. Si intento irme ahora seguramente llamará al director. No quiero atraer más la atención sobre mí. Espero. Controlo mi respiración. Vacío mi mente.
Al cabo de un rato regresa el hombre. Le tiende a la mujer la llave y el sobre. La mujer agita papeles. Inserta un impreso en la máquina. Suena un breve cliqueteo. Saca el impreso y lo mira. Cuenta el dinero en mi sobre.
—Es el importe exacto, señora Smith. Aquí tiene su recibo.
Arranca la primera hoja de la factura.
Entonces se produce una sensación peculiar en el aire, como si hubiera caído un rayo en aquel lugar apenas un segundo antes. Me pongo rápidamente en pie.
—Dígame —pregunto—, este lugar, ¿es un negocio particular, o parte de una cadena?
Mientras digo esto avanzo hacia ella, porque conozco la respuesta antes de que lo diga. La sensación se identifica, se focaliza.
—Somos una cadena —responde, con aire inquieto.
—¿Con la contabilidad centralizada?
—Sí.
Tras ese lugar especial donde se reúnen los sentidos para describir la realidad veo la forma de un epígono, parecido a un murciélago, tomando entidad al lado de la mujer, Ella está captando ya su presencia, pero no comprende. Actúo mo chih ch’u, como dicen los chinos —acción inmediata, sin pensar ni vacilar—; llego al mostrador, deposito encima mi bastón, en el ángulo adecuado, me inclino hacia adelante como para tomar mi recibo, y golpeo el bastón con el codo de modo que se desliza y cae al otro lado del mostrador, y su punta metálica golpea ligeramente el alojamiento trasero del terminal del ordenador. Las luces se apagan de inmediato sobre nuestras cabezas. El epígono se derrumba y desaparece.
—Un fallo de la electricidad —observo, mientras recojo el bastón y me vuelvo—. Buenos días.
Oigo como llama a un botones para que compruebe la caja de los fusibles.
Salgo del vestíbulo y me dirijo a los servicios, donde tomo una pastilla, solo por si acaso. Luego regreso al salón, lo cruzo y salgo del edificio. Había supuesto que ocurriría más tarde o más temprano, de modo que no me tomó desprevenida. Los circuitos microminiaturizados del interior de mi bastón fueron suficientes en este caso, y aunque hubiera preferido que ocurriera más tarde, quizá haya sido bueno para mí que las cosas hayan pasado del modo que han pasado. Me siento más viva ahora, más alerta por esta demostración de peligro. Esta sensación, este conocimiento, me serán útiles.
Y no me ha alcanzado. No ha conseguido nada. La situación básica no ha cambiado. Me siento feliz de haber logrado algo a tan bajo precio.
De todos modos, quiero alejarme y penetrar en el campo, donde me siento fuerte y él es débil.
Camino en el fresco día, depositando un fragmento de mi vida en la montaña en el momento del desayuno.
3. EL MONTE FUJI DESDE HODOGAYA
Encuentro un lugar de retorcidos pinos a lo largo del Tokaido, y me detengo para contemplar al Fuji por entre ellos. Los viajeros que pasan durante la primera hora o así de mi vigila no se parecen a los de Hokusai, pero no importa. El caballo, la silla de manos, las ropas azules, los grandes sombreros…, todo se ha desvanecido en el pasado, ahora viajan para siempre en la pintura. Mercaderes o nobles, ladrones o sirvientes…, decido contemplarlos como peregrinos de uno u otro tipo, entrando, permaneciendo y saliendo de la vida. Mi morbosidad, me apresuro a añadir, es excusable, en el sentido de que he necesitado medicación adicional. Sin embargo, ahora me siento estabilizada, y no sé si es la medicación o la meditación la responsable de mi realzada percepción de las sutilezas de la luz. El Fuji parece casi moverse ante mi mirada.
Peregrinos… Recuerdo los viajes de Matsuo Bash_, que dijo que todos nosotros somos viajeros a cada minuto de nuestras vidas. Recuerdo también sus reflexiones sobre las lagunas de Matsushima y Kisagata: la primera poseía una alegre belleza, la segunda la belleza del llanto. Pienso en el aspecto y las expresiones del Fuji y me siento desconcertada. ¿Tristeza? ¿Penitencia? ¿Alegría? ¿Exaltación? Se mezclan y derivan. Carezco del genio de Bash_para capturarlas todas en un solo carácter. Y ni siquiera él… No sé. Me gustaría hablarle de esto, pero la conversación debería cruzar un abismo. La fascinación siempre incluye una cierta falta de comprensión. Por el momento, es suficiente con mirar.
Peregrinos… Mientras contemplo la lámina pienso también en Chaucer. Sus viajeros se lo pasaban bien. Se contaban historias libertinas y románticas y cuentos con moraleja incluida. Comían y bebían y se burlaban los unos de los otros. Su Fuji era Canterbury. Tenían una fiesta por el camino. El libro termina antes de su llegada. Lógico.
No carezco de humor. Es posible que el Fuji esté realmente riéndose de mí. Si es así, me encantaría unirme a él. No me gusta este lánguido humor, y un poco de meditatio interruptus sería bienvenida si el objeto adecuado se presentara por sí mismo. Los más serios misterios de la vida no pueden ser manejados constantemente a toda velocidad. Si ellos pueden tomarse un respiro, yo también lo quiero. Mañana, quizá…
¡Maldita sea! Mi presencia debe ser como mínimo sospechada, o de otro modo el epígono no hubiera acudido. Y sin embargo, fui muy cuidadosa. Una sospecha no es una certeza, y estoy segura de que mi acción fue lo suficientemente rápida como para impedir una confirmación. Mi localización actual está más allá de su alcance y de su conocimiento. Me he retirado al arte de Hokusai.
Hubiera podido vivir el resto de mi vida en la tranquila costa de Oregón. El lugar no carecía de satisfacciones. Pero creo que fue Rilke quien dijo que la vida es un juego que debemos empezar a jugar antes de que hayamos aprendido las reglas. ¿Siempre tiene que ser así? ¿Existen realmente reglas?
Quizá he leído a demasiados poetas.
Pero algo que me parece una regla requiere de mí que haga este esfuerzo. Justicia, deber, venganza, defensa…, ¿debo sopesar cada uno de estos elementos y asignarle un porcentaje en lo que me impulsa? Estoy aquí porque estoy aquí, porque estoy siguiendo las reglas…, sean las que sean. Mi comprensión se limita a las secuencias.
El no. El puede dar siempre el salto intuitivo. Kit era un intelectual, un científico, un poeta. Tenía todas esas riquezas. Yo soy más pequeña en todos los sentidos.
Kokuzo, guardián de los nacidos en el Año del Tigre, rompe ese estado de ánimo. Yo no lo deseo. No es propio de mí. Dejemos que se produzca una irritación de las viejas lesiones, incluso una renovación de la demielinación. Pero no dejemos que se apodere de mí. Y terminemos pronto. Me siento enferma en lo más profundo de mi corazón, y mis razones son buenas. Dame la fuerza de librarme de ello, Cazador entre los Bambúes, señor de aquellos que llevan las franjas. Llévate la debilidad, hazme una, lléname de fuerza. Equilíbrame.
Observo los juegos de luz. Oigo, procedente de algún lugar, el canto de unos niños. Al cabo de un rato empieza a caer una suave lluvia. Me cubro con el poncho y sigo observando. Me siento muy débil, pero quiero ver al Fuji emerger de la niebla que se ha alzado. Bebo agua y un poco de coñac. Solo queda su silueta. El Fuji se ha convertido en una montaña fantasma dentro de una pintura taoísta. Aguardo hasta que el cielo empieza a oscurecerse. Sé que la montaña no volverá a mí hoy, y debo hallar un lugar seco para dormir. Estas deben ser mis lecciones de Hodogaya: Atiende al presente. No intentes pulir tus ideales. Ten el sentido suficiente como para salirte de la lluvia.
Salgo tambaleándome de un pequeño bosquecillo. Un granero, una granja, un cobertizo… Cualquier cosa que se alce entre yo y el cielo bastará.
Al cabo de un tiempo encuentro ese lugar. Ningún dios acude a mi sueño.
4. EL MONTE FUJI DESDE EL TAMAGAWA
Comparo la lámina con la realidad. Esta vez no está mal. El caballo y el hombre están ausentes de la orilla, pero hay un bote pequeño en medio del agua. No es el mismo tipo de bote, por supuesto, y no puedo decir si lleva leña, pero esto basta. Me sorprendería hallar una congruencia perfecta. El bote se aleja de mí. El rosa del cielo del amanecer se refleja sobre la parte más lejana del agua y las estrías de nieve de la oscura ladera del Fuji. El barquero de la pintura maneja una pértiga. ¿Caronte? No, hoy me siento más alegre de lo que me sentía en Hodogaya. Es una embarcación demasiado pequeña para el Narrenschiff, demasiado lenta para el Holandés Errante. «La navicella.» Sí. «La navicella del mió ingegno»…, la pequeña barca de mi ingenio en la que Dante se encaminó al segundo reino, el Purgatorio. El Fuji, pues… Quizá sí. El infierno debajo, el cielo arriba, el Fuji entre los dos…, una estación de tránsito, una parada, una terminal. Una metáfora decente para que un peregrino pueda utilizarla como purga. Apropiada. Porque contiene el fuego y la tierra además del aire, mientras lo contemplo por encima del agua. Transición, cambio. Estoy pasando.
La serenidad se rompe y mi ensoñación termina cuando una avioneta de color amarillo sobrevuela el agua, procedente de algún lugar a mi izquierda. Unos momentos más tarde el zumbido como de insecto de su único motor llega hasta mí. Pierde rápidamente altura, casi roza el agua, luego gira para volver por donde ha venido, esta vez alzándose al llegar a la orilla. A medida que se acerca al punto donde pasará más cerca de mí, detecto un destello de luz reflejada dentro de la cabina. ¿Unos prismáticos? Si es así, ya es demasiado tarde para ocultarme de su ojo inquisitivo. Hundo una mano en el bolsillo de mi pecho y extraigo un pequeño cilindro gris. Quito la tapa con el pulgar y lo alzo para mirar por el objetivo. Un momento para localizar el blanco, otro para enfocar…
El piloto es un hombre, y mientras la avioneta se aleja solo puedo captar su desconocido perfil. ¿Era un pendiente de oro en forma de aro aquello que colgaba de su oreja izquierda?
El avión se aleja en la misma dirección de la que ha venido. No vuelve.
Siento un estremecimiento. Alguien ha volado hasta aquí con el único fin de echarme una mirada. ¿Cómo me ha encontrado? ¿Y qué es lo que desea? Si representa lo que más temo, entonces se trata de un ángulo de ataque completamente distinto a lo que había anticipado.
Cierro mi mano en un crispado puño y maldigo suavemente. No estoy preparada. ¿Esa tiene que ser la historia de toda mi vida? ¿Siempre preparada para lo erróneo en el momento adecuado? ¿Siempre olvidando lo que más importa?
¿Como Kendra?
Ella está bajo mi protección, esa es una de las razones de que me halle aquí. Si tengo éxito en esta empresa habré cumplido al menos con una parte de mis obligaciones para con ella. Incluso aunque ella nunca lo sepa, incluso aunque ella nunca comprenda…
Aparto de mi mente todos los pensamientos referentes a mi hija. Si él sospechara alguna vez…
El presente. Regresa al presente. No malgastes energías en el pasado. Me hallo en la cuarta estación de mi peregrinaje, y alguien está tomando mis medidas. En la tercera estación un epígono intentó tomar forma. Tomé grandes precauciones en mi regreso al Japón. Estoy aquí con papeles falsos, viajando bajo un nombre supuesto. Los años han alterado algo mi apariencia, y yo he ayudado también oscureciendo mi pelo y mi complexión, desafiando mis habituales preferencias en el vestir, alterando mis esquemas del habla, mi modo de andar, mis hábitos en el comer…, todas esas cosas que me resultan más fáciles que otras gracias a la práctica que he tenido en el pasado. El pasado… ¡De nuevo, maldita sea! ¿Puede haber actuado contra mí incluso en ese asunto? ¡Maldito sea el pasado! Un epígono y un posible observador humano, tan cerca el uno del otro. Sí, soy normalmente paranoide y lo he sido durante muchos años, por buenas razones. No puedo permitir que mi conocimiento del hecho influya ahora mi juicio, sin embargo. Debo pensar con claridad.
Veo tres posibilidades. La primera es que ese vuelo no signifique nada, que haya alguien más por aquí objeto de su atención…, o que no haya nadie. Un simple vuelo de placer, o buscando alguna otra cosa.
Es posible, pero mi instinto de supervivencia no me permite aceptarlo. Debo suponer que no es ese el caso. En consecuencia, alguien me está buscando. Esto puede hallarse conectado con la manifestación del epígono o no. Si la respuesta es no, un gran saco de cebo vivo acaba de abrirse a mis pies, y no tengo ni idea de cómo empezar a buscar entre los entremezclados cabos. Hay tantas posibilidades de mi anterior profesión, aunque las había considerado todas cerradas desde hacía mucho tiempo. Quizá no hubiera debido. Buscar aquí las causas parece una tarea imposible.
La tercera posibilidad es la más aterradora: que hay una conexión entre el epígono y el vuelo. Si las cosas han alcanzado el punto en que epígonos y agentes humanos pueden ser empleados conjuntamente, entonces puede que esté condenada al fracaso. Pero, más aún que eso, significará que el juego ha tomado otra y abrumadora dimensión, un aspecto que nunca había considerado. Significará que todo el mundo en la Tierra se halla en un peligro mucho más grande del que había supuesto, que soy la única consciente de ello, y que mi duelo personal se ha visto elevado a una lucha de proporciones globales. No puedo correr el riesgo de asignar esta posibilidad a mi paranoia. Debo suponer lo peor.
Mis ojos se inundan. Sé cómo morir. Hubo un tiempo en que supe cómo perder con gracia y desprendimiento. Ya no puedo permitirme este lujo. Si alguna vez tuve alguna idea oculta de renunciar, la barro ahora. Mi arma es frágil, pero debo sostenerla con fuerza. Si los dioses bajan del Fuji y me dicen: «Hija, es nuestra voluntad que desistas», deberé seguir pese a todo con esto hasta el final, aunque deba sufrir en los infiernos del Yü Li Ch’ao Chuan para siempre. Nunca antes me había dado cuenta de la fuerza del destino.
Me dejo caer lentamente de rodillas. Porque hay un dios al que debo vencer.
Mis lágrimas ya no son para mí misma.
5. EL MONTE FUJI DESDE FUKAGAWA EN EL EDO
Tokio. Ginza y confusión. Tráfico y polución. Ruido, color y rostros, rostros, rostros. En un tiempo amé escenas como esta, pero he permanecido demasiado tiempo alejada de las ciudades. Y regresar a una ciudad como esta es abrumador, casi paralizante.
No lo es el viejo Edo de la lámina, y corro otro riesgo acudiendo aquí, pese a que la cautela gobierna todos mis movimientos.
Es difícil localizar un puente abordable desde un ángulo adecuado para simular la vista del Fuji junto a él, en la pintura. El agua no tiene el color adecuado, y frunzo la nariz ante el olor; este puente no es ese puente; no hay pacíficos pescadores aquí; y el verdor ha desaparecido. Hokusai exhala fuertemente a mi lado y mira como lo hago yo al Fuji-san junto a la extensión de metal. Su puente era un gracioso arco iris de madera, producto de días desaparecidos.
Sin embargo, tiene algo del empuje y la ensoñación de cualquier puente. Hart Crane podría hallar poesía en los de su clase. «Arpa y’altar, de la furia fundidos…».
Y el puente de Nietzsche que es la humanidad, tendida hacia lo sobrehumano…
No. No me gusta este. Hubiera sido mejor que nunca me hubiera visto implicada con lo que trasciende. Dejemos que sea mi pons asinorum.
Pero con un ligero movimiento de mi cabeza ajusto la perspectiva. Ahora parece como si el Fuji sostuviera el puente y, sin su presencia, este fuera a romperse como Bifrost, impidiendo a los demonios del pasado atacar nuestro actual Asgard…, o quizá a los demonios del futuro entrar en tromba a nuestro antiguo Asgard.
Muevo de nuevo la cabeza. El Fuji cae. El puente permanece intacto. Sombra y sustancia.
El tubo de escape de un camión me hace estremecer. Apenas acabo de llegar y ya tengo la sensación de estar aquí demasiado tiempo. El Fuji parece demasiado distante y yo demasiado expuesta. Debo retirarme.
¿Hay una lección en esto, o solamente un adiós?
Una lección, porque el alma del conflicto cuelga ante mis ojos: no seré arrastrada a cruzar el puente de Nietzsche.
Ven, Hokusai, ukiyo-e, Fantasma de las Navidades Pasadas, muéstrame otra escena.
6. EL MONTE FUJI DESDE KAJIKAZAWA
Brumoso, místico Fuji sobre el agua. Aire que llega claro a mis fosas nasales. Incluso hay un pescador casi allá donde debería estar, su pose menos espectacular que el original, sus ropas más modernas, sobre la infinita serie de olas que avanzan hacia la orilla.
En mi camino hasta este punto visité una pequeña capilla rodeada por un muro de piedra. Estaba dedicada a Kwannon, diosa de la compasión y de la piedad, confortadora en tiempos de peligro y desgracia. Entré, la amaba cuando yo era una niña, hasta que supe que en realidad era un hombre. Entonces me sentí engañada, casi traicionada. Era Kwan Yin en China, e igual de compasiva, pero vino aquí desde la India, donde había sido un bodhisattva llamado Avalokitesvara, un hombre, «El Señor que Mira Hacia Abajo Compasivamente». En el Tibet es Chen-re-zi, «El de los Ojos Compasivos», que se encarna regularmente como el Dalai Lama. No confié en todo ese juego de pies de su parte (él/ella), y Kwannon perdió para mí algo de su encantamiento con este ligero tinte de historia y antropología. Sin embargo, entré. Revisitamos el paisaje mental de la infancia en tiempos difíciles. Estuve allí un rato, y la niña que había dentro de mí danzó por un momento, luego se quedó quieta.
Contemplo a los pescadores encima de las olas, versiones más pequeñas de la de Hokusai que siempre ha simbolizado la muerte para mí. Las pequeñas muertes girando en torno a él, y el hombre tira de ellas en una presa plateada. Recuerdo un cuento de las Mil y Una Noches, otro de origen indio americano. Puedo ver también el simbolismo cristiano, o un arquetipo junguiano. Pero recuerdo que Ernest Hemingway le contó a Bernard Berenson que el secreto de su libro más grande era que no había simbolismo. El mar era el mar, el viejo un viejo, el muchacho un muchacho, el pez vela un pez vela, y el tiburón era idéntico a todos los demás tiburones. La gente empobrece estas cosas tanteando debajo de la superficie, siempre buscando más. Conmigo esto es al menos comprensible. Pasé mis primeros años en el Japón, el fin de mi infancia en los Estados Unidos. Hay una parte en mí a la que le gusta ver las cosas a través de alusiones y tocadas por el misterio. Y la parte americana nunca confía en nada y siempre está buscando la historia real tras la fachada.
En su conjunto, debería decir que es mejor no confiar, aunque ha de existir algún punto donde puedan trazarse líneas de interpretación antes de que las permutaciones de causas a las que me someto desborden mi mente. Soy así, y no pienso abandonar esta cualidad del carácter que tanto me ha servido en el pasado. Esto no invalida el punto de vista de Hemingway más de lo que invalida el mío, porque nadie tiene el monopolio de la sabiduría. En mi actual situación, sin embargo, creo que el mío posee un potencial de supervivencia superior, porque no estoy tratando solo con cosas, sino con algo más cercano a los en su tiempo honrados Poderes y Principalidades. Desearía que no fuese así, y que un epígono fuera solamente un artefacto semejante al rayo en bola que estudió Telsa. Pero hay algo detrás de todo ello, tan seguro como que aquella avioneta amarilla tenía un piloto.
El pescador me ve y agita una mano. Es una sensación peculiar, este repentino trato con un punto de partida filosófico. Le devuelvo el saludo con un sentimiento de placer.
Me siento sorprendida por la facilidad con que acepto esta emoción. Siento que tiene algo que ver con el estado general de mi salud. Todo este aire fresco y esas caminatas parecen haberme fortalecido. Mis sentidos son más agudos, mi apetito mejor. He perdido algo de peso y ganado algo de músculo. Llevo varios días sin necesitar medicación.
Me pregunto…
¿Es eso enteramente bueno? Cierto, debo mantener mis fuerzas. Debo estar preparada para muchas cosas. Pero demasiadas fuerzas… ¿Puede eso ser un fracaso en sí mismo en términos de mi plan general? Un equilibrio; quizá deba buscar un equilibrio…
Me echo a reír, por primera vez desde no recuerdo cuándo. Es ridículo morar en la vida y en la muerte, en la enfermedad y en la salud, de este modo, como un personaje de Thomas Mann, cuando estoy apenas a una cuarta parte del camino en mi viaje. Necesitaré todas mis fuerzas —y posiblemente más— a lo largo del camino. Más pronto o más tarde será presentada la factura. Si se ha acabado el tiempo debo efectuar mi propio suki. Mientras tanto, decido gozar de lo que tengo.
Cuando golpee será con mi última exhalación. Lo sé. Es un fenómeno familiar a las artes marciales de muchas denominaciones. Recuerdo la historia que contó Eugen Herrigel, de estudiar con el maestro kyudo, de dibujar el arco y aguardar, aguardar hasta que algo señalara que la cuerda había sido soltada. Hizo esto durante dos años antes de que su sensei le diera una flecha. Ignoro el tiempo que transcurrió hasta que repitió el acto con la flecha. Cuando todo empezara a unirse, el momento sin tiempo de la aptitud llegaría por sí mismo y la flecha partiría, saldría disparada hacia el blanco. Pasó mucho tiempo antes de que se diera cuenta de que este momento siempre ocurre al final de una exhalación.
En el arte, y también en la vida. Parece que muchas cosas importantes, desde la muerte hasta el orgasmo, ocurren en el momento de vaciedad, en el punto de vacilación del aliento. Quizá todas ellas no son más que reflejos de la muerte. Esta es una profunda realización para alguien como yo, porque mis fuerzas deben ser extraídas en última instancia de mi debilidad. Es el control, la habilidad de hallar ese momento especial, lo que me turba. Pero como caminar, hablar o dar a luz, confío en que algo dentro de mí sepa dónde reside. Es demasiado tarde ahora para intentar construir un puente hasta mi consciencia. He hecho mis pequeños planes. Los he situado en un estante en la parte de atrás de mi mente. Debo dejarlos allí y dedicarme a otros asuntos.
Mientras tanto, bebo este momento con una profunda inspiración de aire salado, diciéndome a mí misma que el océano es el océano, el pescador es un pescador y el Fuji es solo una montaña. Luego, lentamente, exhalo…
7. EL MONTE FUJI DESDE EL PIE
Fuego en tus entrañas, encima rastros del invierno como mechones de pelo viejo. La lámina es algo más ominosa que la realidad de esta tarde. Ese horrible tinte rojo no resplandece sobre mí contra una horda de nubes salvajes. De todos modos, no me siento conmovida. Es difícil, ante los antiguos poderes del Anillo de Fuego, no sentir una cierta ansiedad, deslizándose hacia atrás a través de los eones geológicos hasta el tiempo de la creación y la destrucción, cuando fueron formadas nuevas tierras. Las grandes efusiones, los destellos y fulgores como bombas, la danza de los relámpagos como una corona…
Medito sobre el fuego y el cambio.
La pasada noche dormí en el recinto de un pequeño templo shingon, entre matorrales recortados con formas de dragones, pagodas, barcos y sombrillas. Había un cierto número de peregrinos del tipo más convencional, y el sacerdote celebró un servicio del fuego —un goma— para nosotros. Los fuegos del Fuji me lo recuerdan, del mismo modo que el servicio me recordó el Fuji.
El sacerdote, un joven, se sentaba en el altar que contenía el cuenco del fuego. Entonó la plegaria y encendió el fuego, y observé, completamente fascinada por el ritual, mientras él empezaba a alimentar el fuego con las ciento ocho varillas de madera. Esas, me han dicho, representan las ciento ocho ilusiones del alma. Aunque no estoy familiarizada con la lista completa, pensé que posiblemente yo podría añadir un par más. No importa. Cantó, haciendo sonar las campanillas, golpeando gongs y tambores.
Miré a los otros hemos. Vi que todos los rostros estaban absolutamente absortos. Todos menos uno.
Otra figura se había unido a nosotros, tras entrar de una forma totalmente silenciosa, y permanecía de pie en las sombras a mi derecha, un poco hacia atrás. Iba vestida de negro, y el ala de un amplio cuello doblado enmascaraba la parte inferior de su rostro.
Me miraba. Cuando nuestros ojos se encontraron desvió la vista, enfocándola en el fuego. Al cabo de unos momentos yo hice lo mismo.
El sacerdote añadió incienso, hojas, aceites aromáticos. El fuego crepitó y escupió, las llamas se alzaron, las sombras danzaron. Empecé a temblar. Había algo familiar en aquel hombre. No podía situarlo, pero deseé echarle una mirada desde más cerca.
Me desplacé lentamente hacia mi derecha durante los siguientes minutos, como si buscara un mejor ángulo de visión de la ceremonia. Luego, repentinamente, me volví y miré de nuevo al hombre.
Lo sorprendí examinándome otra vez, y otra vez desvió rápidamente la vista. Pero la danza de las llamas iluminó ahora plenamente su rostro, y el brusco giro de su cabeza la expuso fuera de la protección de su cuello.
Estuve segura, en aquel instante, de que era el hombre que había pilotado la pequeña avioneta amarilla que me había sobrevolado la semana pasada en Tamagawa. Aunque no llevaba un anillo de oro como pendiente, había como una indentación de sombra en el lóbulo de su oreja izquierda.
Pero fui más allá de eso. Tras ver completamente su cara, estuve segura de que le había visto antes en algún otro lugar, hacía años. Tengo una memoria sorprendentemente buena para los rostros, pero por alguna razón no podía situar aquel en su contexto anterior. Sin embargo me asustó, y tuve la sensación de que había alguna buena razón para ello.
La ceremonia prosiguió hasta que la última varilla de madera fue colocada en el fuego y el sacerdote completó su liturgia mientras la varilla ardía y moría. Entonces se volvió, silueteado por la luz, y dijo que era el momento para que cualquiera que estuviese enfermo se frotara con el humo curativo, si quería.
Dos de los peregrinos avanzaron. Lentamente, otro se les unió. Miré una vez más a mi derecha. El hombre había desaparecido, tan silenciosamente como había venido. Miré por todo el templo. No se veía por ninguna parte. Sentí que alguien me tocaba en el hombro izquierdo.
Me volví, me enfrenté al sacerdote, que acababa de llamar ligeramente mi atención con el instrumento ritual de bronce de tres cuernos que había utilizado en la ceremonia.
—Ven —dijo—, y toma el humo. Necesitas curar tu brazo y hombro izquierdos, y la cadera y el pie izquierdos.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
—Esta noche me ha sido dado ver. Ven.
Señaló un lugar a la izquierda del altar y avancé hacia él, sorprendida por su penetración, porque yo había notado ya que los lugares que él había nombrado se habían ido volviendo más insensibles a medida que avanzaba el día. Me había abstenido de tomar mi medicina, esperando que el ataque recediera por sí mismo.
Me masajeó, frotando el humo del muriente fuego en los lugares que había mencionado, luego me dio instrucciones para que prosiguiera por mí misma. Así lo hice, y froté también un poco de humo por mi cabeza al final, como es tradicional.
Luego volví a examinar el lugar, pero mi extraño observador no se veía por ninguna parte. Localicé un lugar resguardado entre las patas de un dragón y extendí allí mi saco de dormir. Nada turbó mi sueño.
Desperté antes del amanecer para descubrir que las zonas de mi cuerpo antes adormecidas habían recobrado toda su sensibilidad. Me alegró que el ataque hubiera recedido sin tener que apelar a la medicación.
El resto del día, mientras viajaba hacia el pie del Fuji, me sentí sorprendentemente bien. Incluso ahora me noto llena de una fuerza y una energía inhabituales, y eso me asusta. ¿Y si el humo de la ceremonia del fuego ha conseguido de alguna forma curarme? Temo lo que esto pueda hacer a mis planes, a mi resolución. No estoy segura de saber cómo luchar contra ello.
Así pues, Fuji, Señor del Fuego Oculto, he venido, dispuesta y asustada. Acamparé cerca de aquí esta noche. Por la mañana seguiré adelante. Tu presencia me abruma a esta distancia. Retrocederé para una perspectiva distinta, más alejada. Si tuviera que trepar por tu ladera, me pregunto si arrojaría ciento ocho varillas de madera a tu sagrado horno. Imagino que no. Hay algunas ilusiones que no deseo destruir.
8. EL MONTE FUJI DESDE TAGONOURA
Salí en un bote para observar desde más atrás, desde la playa, las laderas y el Fuji. Me siento aún resplandecientemente relajada. Me he resignado a ello, por ahora.
Mientras tanto, el día es brillante, la brisa marina fría. El bote se agita a causa de las pequeñas muertes, mientras el pescador y sus hijos, a los que he pagado para que me lleven, hacen girar el bote a petición mía para que pueda conseguir una vista más aproximada a la de la lámina. Gran parte de la arquitectura doméstica de esta tierra recomienda a mis ojos la proa de las embarcaciones. ¿Una convergencia de evolución cultural donde el mensaje es el medio? ¿El mar es vida? Extrayendo nuestro sustento de debajo de las olas, ¿estamos siempre en el mar? O, ¿el mar es la muerte, puede ascender para aniquilar nuestras tierras y reclamar nuestras vidas en cualquier momento? En consecuencia, ¿llevamos este memento mori incluso en los techos encima de nuestras cabezas y en las paredes que los sostienen? O, ¿es el signo de nuestro poder sobre la vida y la muerte?
O nada de lo dicho más arriba. Puede parecer que siento un fuerte anhelo hacia la muerte. Esto no es cierto. Mis deseos son exactamente lo opuesto. Puede, de hecho, que esté utilizando las pinturas de Hokusai como una especie de Rorschach para el autodescubrimiento, pero es la fascinación hacia la muerte antes que el anhelo hacia la muerte lo que informa mi mente. Creo que esto es comprensible en alguien que sufre una dolencia terminal con un final muy próximo.
Ya basta de esto por ahora. Saco mi cuchillo para examinar si su borde es afilado. Descubro que el arma sigue en buenas condiciones, y vuelvo a enfundarla.
Fuji azul grisáceo, salpicado de nieve, largo ángulo de reposo a mi izquierda… Nunca parece que esté mirando dos veces a la misma montaña. Cambias tanto como yo misma, pero sigues siendo lo que eres. Lo cual significa que hay esperanza para mí.
Bajo los ojos hacia donde compartimos esta cualidad con el mar, enorme red de datos viviente. De una forma igual pero no igual, has luchado contra este mar, mientras que yo…
Aves. Déjame escucharlas y observarlas por un tiempo, esos jinetes del aire que se lanzan en picado, se sumergen y se alimentan.
Miro a los hombres que trabajan con sus redes. Es relajante contemplar sus ágiles movimientos. Al cabo de un rato, me adormezco.
Durmiendo, sueño, y soñando, veo al dios Kokuzo. No puede ser otro, puesto que cuando extrae su espada resplandeciente como el sol y la apunta hacia mí pronuncia su nombre. Lo repite una y otra vez mientras yo tiemblo ante él, pero hay algo que está mal. Sé que me está diciendo algo más que su identidad. Intento comprender, pero no consigo captar su significado. Luego avanza la punta de su espada, señalando algo que hay más allá de mí. Vuelvo la cabeza. Veo al hombre de negro…, el piloto, el espectador del goma. Está estudiándome, igual que aquella otra noche. ¿Qué busca en mi rostro?
Soy despertada por un violento bandazo del bote cuando golpeamos contra un mar más movido. Me agarro a la borda junto a la que estoy sentada. Una rápida mirada a mi alrededor me indica que no estamos en peligro, y vuelvo los ojos hacia el Fuji. ¿Se está riendo de mí? ¿O es la risa de Hokusai, acuclillado a mi lado mientras dibuja imágenes obscenas en la humedad del fondo del bote con un largo y marchito dedo?
Si un misterio no puede ser resuelto, debe ser guardado. Más tarde, pues. Regresaré al mensaje cuando mi mente se haya trasladado a una nueva posición.
Pronto, otra carga de pescado es izada a bordo para añadir su olor a la pungencia de este viaje. Por mucho que se agiten, no pueden escapar de la red. Pienso en Kendra y me pregunto qué estará haciendo ahora. Espero que su irritación contra mí se haya calmado. Confío que no haya escapado de su confinamiento. La dejé a cargo de unos conocidos en una comuna primitiva y aislada en el sudoeste. No me gusta el lugar ni me siento atraída por sus residentes. Sin embargo, me deben varios grandes favores —concedidos intencionalmente en previsión de momentos como este—, y la mantendrán allí hasta que hayan ocurrido ciertas cosas. Veo sus rasgos delicados, sus ojos de cervatillo y su sedoso pelo. Una muchachita brillante y graciosa, acostumbrada a algunos lujos, aficionada a los largos baños y frecuentes duchas y a las ropas cómodas. En estos momentos estará probablemente sucia o llena de barro, de cuidar cerdos, desherbar, plantar verduras o recolectarlas, o cualquier otro tipo de trabajos básicos. Quizá sea bueno para su carácter. Debería sacar algo de la experiencia, además de un entrenamiento para un destino posiblemente terrible.
El tiempo pasa. Como algo.
Más tarde, medito en el Fuji, en Kokuzo y en mis temores. Los sueños, ¿no son más que el teatro mental de los miedos y los deseos, o a veces reflejan realmente aspectos no considerados de la realidad, quizá para proporcionar una advertencia? Para reflexionar… Se dice que la mente perfecta reflexiona. El shintai en su arca en el templo —un espejo pequeño— es lo realmente sagrado para el dios, no las imágenes. El mar refleja el cielo, lleno de nubes o vacío y azul. Como Hamlet, uno puede elaborar muchas interpretaciones de lo extraño, pero solamente una debe tener bordes definidos. Retengo el sueño una vez más en mi mente, sin hacerme preguntas. Algo se mueve…
No. Casi estuve a punto de captarlo. Pero tendí la mano demasiado pronto. Mi espejo se ha hecho añicos.
Miro hacia la orilla, y se produce la sincronicidad. Hay un nuevo grupo de personas. Saco mi pequeño espiascopio y lo dirijo hacia allá, sabiendo ya lo que voy a ver.
De nuevo va vestido de negro. Está hablando con dos hombres en la playa. Uno de los hombres hace un gesto señalando el agua, hacia nosotros. La distancia es demasiado grande para poder distinguir claramente sus rasgos, pero sé que es el mismo hombre. Pero ahora no es miedo lo que siento. Una lenta ira empieza a arder dentro de mi hara. Regresaré a la orilla y me enfrentaré a él. Solo es un hombre. Me encararé con él ahora. No puedo permitirme más cosas desconocidas de las que ya había previsto. Debo saber quién es, y desecharlo o tenerlo en cuenta.
Llamo al capitán para que me lleve inmediatamente a la orilla. Gruñe. La pesca es buena, el día todavía joven. Le ofrezco más dinero. Reluctante, acepta. Da órdenes a sus hijos para enfilar el bote hacia la orilla.
Permanezco en la proa. Echémosle una buena mirada. Envío mi ira ante mí. La espada es un objeto tan sagrado como el espejo.
Mientras el Fuji crece ante mis ojos, el hombre mira en nuestra dirección, indica algo a los otros, luego se da la vuelta y se aleja a grandes pasos. ¡No! No hay forma de acelerar nuestro avance, y a esta velocidad habrá desaparecido antes de que yo llegue a tierra. Maldigo. Deseo una satisfacción inmediata, no una extensión del misterio.
Y los hombres con los que ha estado hablando… Meten las manos en sus bolsillos, ríen, caminan en otra dirección. Holgazanes. ¿Les ha pagado por cualquier información que hayan podido darle? Así parece. ¿Y ahora se encaminan hacia alguna taberna para beberse el precio de mi paz mental? Les llamo, pero el viento barre y se lleva mis palabras. Ellos también habrán desaparecido cuando llegue a la orilla.
Así es. Cuando finalmente pongo los pies en la playa el único rostro familiar es el de mi montaña, reluciendo como un carbúnculo a los rayos sesgados del sol.
Hundo las uñas en mis palmas, pero mis brazos no se convierten en alas.
9. EL MONTE FUJI DESDE NABORITO
Esta lámina es una de mis favoritas: los torii de un templo shinto son visibles encima del mar en marea baja, y la gente desentierra conchas entre las sumergidas ruinas. El Fuji, por supuesto, es visible por entre los torii. Por mi mente pasa la retorcida idea de una iglesia cristiana bajo las juguetonas olas, implicando la Concha de Dios. La geografía, sin embargo, es explícita.
Y la realidad difiere por completo. No puedo localizar el lugar. Estoy en la zona y el Fuji se halla adecuadamente situado, pero los torii deben haber desaparecido, y no tengo forma de saber si existe o no un templo sumergido ahí delante.
Estoy sentada en la ladera de una colina mirando a través de la extensión de agua, y de repente me siento no solo cansada sino exhausta. He ido lejos y rápido estos últimos días, y parece que el esfuerzo se está dejando sentir. Me sentaré aquí y contemplaré el cielo y el mar. Al menos mi sombra, el hombre de negro, no se ha hecho visible en ningún momento ni lugar desde la playa en Tagonoura. Un gatito caza una mariposa al pie de mi colina, saltando en el aire, con el guante blanco de sus patitas arañando el aire. La mariposa gana altura, escapa en un soplo de viento. El gatito se sienta unos momentos, contemplando su marcha con sus grandes ojos fijos.
Me abro camino hasta una pendiente que he visto antes, donde quizá esté protegida del viento. Dejo allá mi mochila y extiendo mi saco de dormir, con el poncho debajo. Tras quitarme los zapatos, me meto rápidamente dentro. Parece que me he enfriado un poco y siento los miembros pesados. Esta noche hubiera estado dispuesta a pagar para dormir en una habitación, pero me siento demasiado cansada para buscarla.
Permanezco tendida allí y observo cómo se encienden las luces en el cada vez más oscuro cielo. Como es usual en casos de extrema fatiga, el sueño tarda en acudir. ¿Es un cansancio legítimo o un síntoma de alguna otra cosa? No deseo tomar la medicación solo como precaución, sin embargo, de modo que intento no pensar en nada por un tiempo. Esto no funciona. Me siento abrumada por el deseo de una taza de té caliente. En su ausencia, bebo un sorbo de coñac, que me calienta por dentro durante un tiempo.
De todos modos, el sueño sigue eludiéndome, y decido contarme a mí misma una historia, como hacía cuando era muy joven y deseaba hacer que el mundo se convirtiera en un sueño.
Así… Erase una vez, durante los trastornos que siguieron a la muerte del emperador retirado Sutoku, en que un cierto número de monjes de varias confesiones aparecieron por aquí, tras haberse encontrado en el camino, viajando en busca de respiro de las guerras, terremotos y remolinos que tanto azotaban el país. Esperaban hallar una comunidad religiosa y proseguir su vida meditativa en paz y tranquilidad. Llegaron a lo que parecía ser un templo shinto abandonado cerca de la orilla del mar, y acamparon en él para pasar la noche, preguntándose qué plaga podía haber arrojado de allí a sus cuidadores. El lugar estaba en buen estado, y no se veía ninguna huella de violencia. Entonces discutieron la posibilidad de convertir aquel templo en su retiro, y ellos mismos convertirse en sus cuidadores. Se entusiasmaron con la idea y pasaron buena parte de la noche hablando de esos planes. Por la mañana, sin embargo, apareció un anciano sacerdote desde el interior del templo, como para comenzar sus tareas diarias. Los monjes le preguntaron la historia del lugar, y él les informó que había habido un tiempo en que había otros monjes para ayudarle en sus tareas, pero que hacía mucho que habían sido arrebatados por el mar durante una tormenta, mientras permanecían una noche dedicados a sus peculiares devociones en la orilla. Y no, no era realmente un templo shinto, pese a su apariencia exterior. En realidad era el templo de una religión mucho más antigua, de la que él podía ser muy bien el último devoto. Eran bienvenidos, sin embargo, a unirse a él y aprender si lo deseaban. Los monjes discutieron rápidamente entre sí y decidieron que, puesto que era un lugar en apariencia apacible, podían muy bien quedarse y escuchar las enseñanzas del viejo, fueran cuales fuesen. Así que se convirtieron en residentes del extraño templo. El lugar turbó considerablemente a varios de ellos al principio, porque por la noche creían oír la llamada de voces musicales en las olas y en el viento del mar. Y en una ocasión pareció como si pudieran oír la voz del anciano sacerdote respondiendo a aquellas llamadas. Una noche, uno de ellos siguió los sonidos y vio al viejo de pie en la playa, con los brazos alzados. El monje se ocultó y más tarde se quedó dormido en una oquedad entre las rocas. Cuando despertó, la luna llena estaba muy alta en el cielo, y el viejo había desaparecido. El monje bajó hasta el lugar donde había estado y vio muchas huellas en la arena, todas ellas de pies palmeados. Estremecido, el monje regresó y relató sus experiencias a sus compañeros. Pasaron las semanas siguientes intentando verle los pies al viejo, que los llevaba siempre envueltos y prietamente atados. No tuvieron éxito, pero tras un tiempo la cosa pareció importar menos y menos. Sus enseñanzas les iban influenciando lenta pero firmemente. Empezaron a ayudarle en sus rituales a los Antiguos, y aprendieron el nombre de aquel promontorio y su templo. Era el último remanente por encima del nivel del mar de una gran isla sumergida, que les aseguró se alzaba en algunas ocasiones especiales para revelar una ciudad perdida habitada por los siervos de sus maestros. El nombre del lugar era R’lyeh, y se sentirían felices de ir allá algún día. Por entonces parecía una buena idea, porque habían observado un cierto engrosamiento y extensión de la piel entre los dedos de sus manos y pies, y los propios dedos parecían estarse volviendo más recios y largos. Por entonces también, participaban ya en todos los ritos, que se iban volviendo cada vez más abominables. Al fin, tras un ritual particularmente sangriento, la promesa del anciano sacerdote se vio cumplida a la inversa. En vez de alzarse la isla, el promontorio se hundió para unirse a ella, arrastrando consigo el templo y todos los monjes. De modo que sus abominaciones son ahora primariamente acuáticas. Pero una vez cada siglo o así, toda la isla se alza fuera del agua por una noche, y tropeles de sus habitantes se lanzan a la orilla en busca de víctimas. Y, por supuesto, esta noche es la noche…
Una deliciosa sensación de amodorramiento se ha apoderado finalmente de mí con esta historia, basada en algunos de mis cuentos preferidos para irme a dormir. Mis ojos se cierran. Floto en una balsa de algodón. Yo…
¡Un sonido! ¡Encima de mí! Hacia el mar. Algo que avanza en mi dirección. Primero lentamente, luego con mayor rapidez.
La adrenalina envía un circuito de fuego a través de mis miembros. Extiendo cuidadosamente la mano, con suavidad, y tomo mi bastón.
Aguardo. ¿Por qué ahora, cuando me siento débil? ¿Tiene que acercarse siempre el peligro en los peores momentos?
Hay un suave sonido de pasos que avanzan hacia mí, y dejo escapar el aliento que había estado conteniendo.
Es el gatito, poco más que un cachorrillo, que he observado antes. Se acerca ronroneando. Tiendo la mano y lo acaricio. Se frota contra mí. Al cabo de un rato lo meto en el saco de dormir. Se enrolla a mi lado, aún ronroneando, caliente. Es bueno tener algo que confíe en ti y desee estar cerca de ti. Lo llamo R’lyeh. Solo por una noche.
10. EL MONTE FUJI DESDE EJIRI
Esta vez cogí el autobús. Estaba demasiado cansada para caminar. He tomado mi medicina, como probablemente deberé seguir haciendo a partir de ahora. Sin embargo, puede que pasen varios días antes de que me produzca algún alivio, y eso me asusta. No puedo permitirme seguir en estas condiciones. No estoy segura de lo que haré, excepto que debo continuar.
La pintura es engañosa, porque una parte de su fuerza reside en los efectos de un fuerte viento. El cielo es gris, el Fuji se presenta impreciso al fondo, la gente del camino y los dos árboles a un lado sufren el azote del viento. Los árboles se inclinan, la gente aferra sus ropas, hay un sombrero muy alto en el aire, y algún pobre escriba o autor ha visto su manuscrito arrancado de sus manos para alejarse de él revoloteando a través del paisaje (recordándome una antigua caricatura: Del director al autor: «Algo curioso le ha ocurrido a su manuscrito durante el Desfile del Día de San Patricio»). La escena que tengo frente a mí es menos activa a un nivel meteorológico. El cielo está realmente cubierto, pero no hay viento. El Fuji es más oscuro, se ve más claramente delineado que en la lámina, no hay peatones luchando contra los elementos. Hay muchos más árboles en las proximidades. De hecho, me hallo junto a un bosquecillo. Hay algunas estructuras en la distancia que no se hallan presentes en la pintura.
Me apoyo pesadamente en mi bastón. Vive un poco, muere un poco. He alcanzado mi décima estación, y sigo sin saber si el Fuji me está dando fuerzas o me las está arrebatando. Ambas cosas, quizá.
Me encamino hacia los árboles, y unas pocas gotas de lluvia alcanzan mi rostro mientras avanzo hacia ellos. No hay carteles de ninguna clase, y no parece haber nadie por los alrededores. Me abro camino desde la carretera, y finalmente llego a una pequeña zona despejada que contiene unas cuantas rocas y peñascos. Instalaré aquí mi campamento. Lo único que deseo es pasar el día descansando.
Pronto tengo encendido un pequeño fuego y mi pequeña cafetera está apoyada sobre unas rocas encima. El distante retumbar de un trueno añade variedad a mi incomodidad, pero hace rato que ha cesado la lluvia. Sin embargo, el suelo está empapado. Extiendo mi poncho y me siento encima mientras espero. Afilo un cuchillo y vuelvo a guardarlo. Como algunas galletas y estudio un mapa. Supongo que debo sentir una cierta satisfacción, en eso las cosas están desarrollándose más o menos como había previsto. Desearía sentirla, pero no puedo.
Un insecto sin especificar que ha estado emitiendo sonidos zumbantes en algún lugar a mis espaldas deja de hacerlo. Un momento más tarde oigo el restallar de una rama al quebrarse. Apoyo la mano en el bastón.
—No lo hagas —dice una voz a mis espaldas.
Vuelvo la cabeza. Está de pie a dos o tres metros de mí, el hombre de negro, con el pendiente en su lugar, la mano derecha en el bolsillo de su chaqueta. Y parece como si tuviera allí algo más que su mano, algo que apunta directamente hacia mí.
Aparto la mano del bastón, y avanza. Empuja el bastón con un lado del pie hasta el centro del claro, fuera de mi alcance. Luego saca la mano del bolsillo, dejando detrás lo que sujetara. Traza lentamente un círculo hasta el otro lado del fuego, mirándome todo el rato.
Se sienta sobre una roca, deja que sus manos descansen sobre sus rodillas.
—¿Mari? —pregunta entonces.
No respondo a mi nombre, pero le devuelvo la mirada. La luz de la espada onírica de Kokuzo destella en mi mente, apuntando hacia él, y oigo al dios pronunciando su nombre, aunque no completamente.
—¡Kotuzov! —digo entonces.
El hombre de negro sonríe, mostrando que los dientes que le rompí en una ocasión, hace mucho tiempo, han sido limpiamente recubiertos por una funda.
—Yo tampoco estaba demasiado seguro de ti al principio —admite.
La cirugía plástica ha extirpado al menos una década de su rostro, junto con el curtido del tiempo y varias cicatrices. También sus ojos y sus mejillas son diferentes. Y su nariz es más pequeña. Es una considerable mejoría desde la última vez que nos encontramos.
—Tu agua hierve —dice entonces—. ¿Me ofrecerás una taza de té?
—Por supuesto —respondo, y tiendo el brazo hacia mi mochila, donde guardo una taza extra.
—Despacio.
—Evidentemente.
Localizo la taza, enjuago ligeramente las dos con agua caliente, preparo el té.
—No, no me lo pases —dice, y se inclina hacia delante y toma la taza del lugar donde la he llenado.
Reprimo un deseo de sonreír.
—¿Tienes algún terrón de azúcar? —pregunta.
—Lo siento.
Suspira y rebusca en su otro bolsillo, del que saca una botellita plana.
—¿Vodka? ¿En el té?
—No seas tonta. Mis gustos han cambiado. Es «Wild Turkey Liqueur», un maravilloso edulcorante. ¿Quieres un poco?
—Déjame olerlo.
Hay un cierto dulzor en el aroma.
—De acuerdo —digo, y perfuma nuestros tés con él.
Pruebo el mío. No está mal.
—¿Cuánto tiempo hace? —pregunta.
—Catorce años…, casi quince —respondo—. Fue en los ochenta.
—Sí.
Se frota la mandíbula.
—He oído que te habías retirado.
—Oíste bien. Fue aproximadamente un año después de nuestro último… encuentro.
—En Turquía…, sí. Te casaste con un hombre de vuestra Sección de Cifrado.
Asiento.
—Te quedaste viuda tres o cuatro años más tarde. Tu hija nació después de que tu marido muriera. Volviste a los Estados Unidos. Te instalaste en el campo. Eso es todo lo que sé.
—Eso es todo lo que hay.
Toma otro sorbo de té.
—¿Por qué has vuelto aquí?
—Razones personales. En parte sentimentales.
—¿Bajo una identidad falsa?
—Sí. Es algo que tiene que ver con la familia de mi marido. No quiero que sepan que estoy aquí.
—Interesante. ¿Quieres decir que pueden estar controlando las llegadas tan meticulosamente como nosotros?
—No sabía que controlarais las llegadas aquí.
—Ahora sí.
—Estoy perdida. No sé lo que está ocurriendo.
Hay otro trueno lejano. Algunas gotas caen a nuestro alrededor.
—Me gustaría creer que te has retirado realmente —dice—. Yo también estoy a punto de hacerlo, ¿sabes?
—No tengo ninguna razón para volver al negocio. Heredé una suma decente, lo bastante para cubrir las necesidades mías y de mi hija.
Asiente.
—Si yo dispusiera de ese incentivo no estaría en el campo —comenta—. Antes me sentaría en casa y leería, jugaría al ajedrez, comería y bebería regularmente. Pero debes admitir que es mucha coincidencia que estés aquí cuando se está decidiendo el éxito futuro de varias naciones.
Agito la cabeza.
—He estado fuera de contacto con un montón de cosas.
—La Conferencia del Petróleo de Osaka. Empieza dentro de dos semanas, el miércoles. ¿Quizá pensabas visitar Osaka por ese tiempo?
—No voy a ir a Osaka.
—Un correo entonces. Alguien de allí se encontrará contigo, un simple turista, en algún punto de tu viaje, para transmitirte…
—¡Dios mío! ¿Crees que todo es una conspiración, Boris? Solo me estoy ocupando de algunos problemas personales y visitando algunos lugares que significan algo para mí. La conferencia no significa nada.
—De acuerdo. —Termina su té y deja la taza a un lado—. Ahora sabes que sabemos que estás aquí. Una palabra a las autoridades japonesas respecto a que estás viajando con papeles falsos, y te echarán a patadas. Eso podría ser lo más sencillo. No se causaría ningún daño, y se eliminaría un agente. Solo que sería una lástima estropear tu viaje si realmente eres tan solo una turista…
Un abominable pensamiento cruza por mi mente cuando veo hacia dónde se encamina, y sé que mi pensamiento es mucho más abominable que el suyo. Es algo que aprendí de una extraña vieja con la que trabajé en una ocasión y que no parecía en absoluto una vieja.
Termino mi té y alzo los ojos. Está sonriendo.
—Haré un poco más de té —digo.
Me ocupo de que el botón superior de mi blusa se suelte cuando me inclino hacia un lado. Luego vuelvo a inclinarme hacia adelante con su taza e inspiro profundamente.
—¿Tomarías en consideración no informar de mí a las autoridades? —pregunto.
—Podría —admite—. Pienso que es probable que tu historia sea cierta. Y aunque no lo sea, no creo que corras el riesgo de transportar nada ahora que yo sé de ti.
—Realmente quiero terminar este viaje —digo, parpadeando innecesariamente unas cuantas veces—. Haría cualquier cosa con tal de no ser enviada de vuelta.
Sujeta mi mano.
—Me alegra que digas eso, Maryushka —responde—. Me siento solo, y tú sigues siendo una espléndida mujer.
—¿Lo crees realmente?
—Siempre lo creí, incluso ese día en que me hiciste saltar los dientes
—Lamento eso. Fue algo estrictamente profesional, ya sabes.
Su mano avanza hacia mi hombro.
—Naturalmente. De todos modos, lucen mejor ahora que han sido arreglados que antes.
Se levanta y se sienta a mi lado.
—He soñado muchas veces con hacer esto —dice, mientras desabrocha el resto de los botones de mi blusa y suelta la hebilla de mi cinturón.
Acaricia suavemente mi vientre. No es una sensación desagradable. Ha sido mucho tiempo.
Pronto estamos completamente desnudos. Se toma su tiempo, y cuando está preparado lo recibo entre mis piernas. De acuerdo, Boris, te ofrezco la cabalgada que te mereces desde hace tanto. Casi me siento un poco culpable al respecto. Eres mucho más considerado de lo que creía que podías llegar a ser. Empiezo el esquema de jadeos adecuado, profundos y lentos. Enfoco mi atención en mi hara y en el suyo, apenas a unos centímetros de distancia. Siento nuestras energías, oníricas y cálidas, moviéndose. Pronto dirijo su fluir. Él solo siente placer, quizá más extenuante de lo habitual. Cuando ha terminado, sin embargo…
—¿Dijiste que tienes algún problema? —pregunta con esa magnanimidad coital masculina olvidada generalmente unos cuantos minutos más tarde—. Si es algo en lo que yo pueda ayudar, tengo algunos días libres, aquí y allí. Me gustas, Maryushka.
—Es algo que tengo que hacer yo sola. Gracias de todos modos.
Continúo con el proceso.
Más tarde, mientras me visto, él permanece tendido allí, mirándome.
—Debo estar volviéndome viejo, Maryushka —reflexiona—. Me has agotado. Tengo la sensación de que podría dormir toda una semana.
—Eso suena casi correcto —digo—. Una semana, y te sentirás de nuevo completamente bien.
—No comprendo…
—Has estado trabajando demasiado duro, estoy segura. Esa conferencia…
Asiente.
—Es probable que tengas razón. ¿De veras no estás metida…?
—De veras no estoy metida.
—Bien.
Limpio la tetera y las tazas. Lo devuelvo todo a la mochila.
—¿Serías tan amable de apartarte un poco, Boris? Creo que voy a necesitar el poncho muy pronto.
—Por supuesto.
Se alza lentamente y me lo pasa. Empieza a vestirse. Su respiración es pesada.
—¿Adónde vas desde aquí?
—A Mishima-goe —digo—. En busca de otra vista de la montaña.
Sacude la cabeza. Termina de vestirse y se sienta en el suelo, con la espalda apoyada contra un tronco. Busca su botella plana y da un sorbo. Me la tiende.
—¿Quieres un poco?
—Gracias, no. Debo seguir mi camino.
Recupero mi bastón. Cuando le miro de nuevo sonríe débilmente, como desconsolado.
—Agotas a los hombres, Maryushka.
—Tenía que hacerlo —digo.
Me alejo. Hoy caminaré treinta kilómetros, estoy segura. La lluvia empieza a caer antes de que haya salido del bosquecillo; las hojas se agitan como alas de murciélagos.
11. EL MONTE FUJI DESDE MISHIMA-GOE
Luz del sol. Aire limpio. La lámina muestra un gran cryptomeria, con el Fuji alzándose detrás, coronado de humo. Hoy no hay humo, pero he localizado un gran cryptomeria y me he situado de tal modo que corte la ladera del Fuji a la izquierda del cono. Hay unas pocas nubes, no tan vaporosas como el humo de Hokusai (él se alza de hombros ante esto), pero tendrán que servir.
Mi ki robado aún me sostiene, aunque la medicación está trabajando ya por debajo de él. Como un órgano trasplantado, mi cuerpo rechazará pronto la energía prestada. Por entonces, sin embargo, los medicamentos estarán cumpliendo su función.
Mientras tanto, la escena y la lámina están muy cerca la una de la otra. Es un hermoso día de primavera. Los pájaros cantan, las mariposas agitan el aire en zigzags; casi puedo oír el crecer de las plantas bajo el suelo. El mundo huele fresco y nuevo. Ya no soy seguida. Hola de nuevo a la vida.
Contemplo el enorme y viejo árbol y escucho sus ecos a lo largo de las eras: Yggdrasil, la Rama Dorada, el árbol Yule, el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, el Bo bajo el cual el Señor Gautama halló su alma y la perdió…
Avanzo para pasar mi mano por su rugosa corteza.
Desde esta posición tengo de pronto una nueva vista del valle que se extiende debajo. Los campos parecen arena rastrillada, las colinas rocas, el Fuji un peñasco. Es un jardín de arena, perfectamente cuidado…
Más tarde observo que el sol se ha movido. Debo llevar horas aquí de pie. Mi pequeña iluminación junto a un gran árbol. Más viejo que mi humanidad, no sé qué puedo hacer por él a cambio.
De pronto me inclino y recojo una de sus piñas. Una cosa pequeñita, para un gigante como este. Apenas del tamaño de la uña de mi pulgar. Delicadamente incisa, como esculpida por hadas.
Me la meto en el bolsillo. La plantaré en algún lugar a lo largo del camino.
Luego me retiro, porque oigo el sonido de campanillas que se acercan y todavía no estoy preparada para que la humanidad rompa mi estado de ánimo. Pero había un pequeño hotel en la carretera que no parece formar parte de una cadena. Me bañaré y comeré allí, y esta noche dormiré en una cama.
Mañana aún seguiré fuerte.
12. EL MONTE FUJI DESDE EL LAGO KAWAGUCHI
Reflejos.
Esta es una de mis láminas favoritas de la serie: el Fuji visto desde el otro lado del lago reflejado en él. Hay verdes colinas a cada lado, un poblado pequeño en la orilla más lejana, un solo bote, pequeño, en el agua. El rasgo más fascinante de la lámina es que el reflejo del Fuji no es idéntico al original; su posición es errónea, su ladera está equivocada, se halla cubierto de nieve en la cima mientras que el reflejo del Fuji en la superficie no lo está.
Me siento en el pequeño bote que he alquilado y miro hacia atrás. El cielo se muestra ligeramente brumoso, lo cual es bueno. Ningún resplandor que estropee el reflejo. El pueblo ya no es tan pintoresco como en la pintura, y ha crecido. Pero no me preocupan ese tipo de detalles. El Fuji se refleja más perfectamente en el paisaje que tengo ante mis ojos, pero el desdoblamiento sigue siendo aún un fenómeno fascinante para mí.
Interesante también… En la lámina el poblado no se refleja, como tampoco hay una imagen desdoblada del bote en el agua. El único reflejo es el del Fuji. No hay ningún signo de humanidad.
Veo los edificios reflejados cerca del borde del agua. Y mi mente se ve agitada por otras imágenes distintas a aquellas que Hokusai debió conocer. Por supuesto, el sumergido R’lyeh acude a mi imaginación, pero el lugar y el día son demasiado idílicos. Se desvanece de mi mente casi de inmediato, para ser reemplazado por la sumergida Ys, cuyas campanas siguen sonando las horas bajo el mar. Y el Nils Holgersson de Selma Lagerloff, el relato del marinero naufragado que se halla a sí mismo en una ciudad sumergida en el fondo del mar…, un lugar hundido para castigar a sus orgullosos y codiciosos habitantes, que siguen yendo a sus negocios de engañarse los unos a los otros, aunque todos estén muertos. Llevan ropas lujosas pasadas de moda, y dirigen sus asuntos en esa extraña región bajo las olas del mismo modo que lo hacían antes en la superficie. El marinero es arrastrado hasta ellos, pero sabe que no debe ser descubierto o se convertirá en uno de ellos y será incapaz de regresar a tierra firme, de ver de nuevo el sol. Supongo que pienso en esta antigua historia infantil porque comprendo ahora cómo debió sentirse el marinero. Mi descubrimiento puede dar también como resultado una transformación que no deseo.
Y por supuesto, mientras me inclino hacia delante y observo mis propios rasgos reflejados en el agua, ahí está el mundo de Lewis Carroll al otro lado de la superficie de su espejo. Ser una muchacha buceadora Ama y descender… Girar hacia abajo y conocer por unos minutos a los habitantes de una tierra de paradoja y gran encanto…
Espejo, espejo, ¿por qué el mundo real coopera tan raras veces con nuestros entusiasmos estéticos?
Terminado a medias. He alcanzado el punto medio de mi peregrinaje para enfrentarme a mí misma en un lago. Es un buen momento y lugar para observar mi propia expresión, para reflexionar en todas las cosas que me han traído hasta aquí, para considerar lo que puede albergar el resto del viaje. Aunque a veces las imágenes pueden mentir. La mujer que me devuelve la mirada parece serena, fuerte, y con mejor aspecto del que pensaba que tendría. Me gustas, Kawaguchi, lago con una personalidad humana. Te halago con cumplidos literarios y tú me devuelves el favor.
Encontrar a Boris alivió un peso de temor en mi mente. Ningún agente humano de mi némesis se ha alzado para turbar mi paso. Así, las posibilidades no se hallan tan contra mí como había creído.
El Fuji y su imagen. La montaña y el alma. ¿Arrojará una cosa maligna su reflejo sobre esta superficie…, alguna oscura montaña donde fueron realizados actos horribles a lo largo de la historia? Esto me hace recordar que Kit ya no arroja ninguna sombra, no tiene ningún reflejo.
Entonces, ¿es el auténtico mal? A mi modo de ver, sí. Especialmente si está haciendo las cosas que creo que está haciendo.
Dijo que me quería, y hubo un tiempo en que realmente me quiso. ¿Qué me dirá cuando nos encontremos de nuevo, como es necesario que hagamos?
No importará. Diga lo que diga, voy a su encuentro para intentar matarle. Él cree que es invencible, indestructible. Yo no, aunque creo que yo soy la única persona en toda la Tierra capaz de destruirle. Necesité mucho tiempo para imaginar el medio, y tardé más tiempo aún en tomar la decisión de intentarlo. Debo hacerlo tanto por Kendra como por mí misma. El resto de la población del mundo viene en tercer lugar.
Dejo que mis dedos se arrastren por el agua. Empiezo a cantar suavemente una antigua canción, una canción de amor. Odio abandonar este lugar. ¿Será la segunda parte de mi viaje una imagen en el espejo de la primera? ¿O pasaré al otro lado del espejo, para penetrar en ese extraño reino que él ha convertido en su hogar?
Ayer por la tarde planté la semilla de cryptomeria en un valle solitario. Un árbol así lucirá elegante en un lugar como aquel algún día, tras sobrevivir a naciones y ejércitos, locos y sabios.
Me pregunto dónde estará R’lyeh. Se escapó por la mañana después de desayunar, quizá para perseguir una mariposa. De todos modos, no hubiera podido llevármelo conmigo.
Espero que Kendra esté bien. Le he escrito una larga carta explicándole muchas cosas. La dejé en custodia con un amigo abogado, que se la enviará el día convenido, en un futuro no demasiado distante.
Las láminas de Hokusai… Puede que sobrevivan incluso al cryptomeria. Yo no seré recordada por ninguna de mis obras.
Derivando entre los mundos, anticipo por milésima vez nuestro encuentro. Él va a tener que ser capaz de duplicar un antiguo truco para conseguir lo que quiere. Yo tendré que realizar uno más antiguo aún para procurar que no lo consiga. Los dos hemos perdido la práctica en esas cosas.
Ha pasado mucho tiempo desde que leí Anatomía de la melancolía. No es el tipo de libro en el que he buscado distracción en los últimos años. Pero recuerdo uno o dos párrafos mientras contemplo los peces saltar junto a mí: «Polícrates el Samio, que arrojó su anillo al mar, porque quería participar en el descontento de los otros, y lo vio milagrosamente devuelto a sus manos poco después en uno de los peces pescados, no estaba libre de tendencias melancólicas. Ningún hombre puede curarse a sí mismo…». Kit arrojó a un lado su vida y la ganó. Yo conservé la mía y la perdí. ¿Son devueltos realmente los anillos a las personas adecuadas? ¿Y qué hay que decir de las mujeres que intentan curarse a sí mismas? La cura que busco es algo muy especial.
Hokusai, me has mostrado muchas cosas. ¿Puedes mostrarme una respuesta?
Lentamente, el anciano alza un brazo y señala su montaña. Luego lo baja y señala al reflejo de la montaña.
Agito la cabeza. Es una respuesta que no es una respuesta. Él también agita la cabeza hacia mí, y vuelve a señalar.
Las nubes se están concentrando muy arriba, encima del Fuji, pero eso tampoco es una respuesta. Las estudio durante un rato, pero no puedo descubrir en ellas imágenes interesantes.
Entonces bajo la vista. Debajo de mí, invertidas, adoptan una forma distinta. Es como si reflejaran el encuentro de dos huestes armadas. Observo fascinada mientras avanzan una contra otra, las fuerzas de mi derecha ganando terreno gradualmente y dominando a las de mi izquierda. Sin embargo, haciendo esto, las de mi derecha se ven disminuidas.
¿Conflicto? ¿Es ese el mensaje? ¿Y ambos bandos pierden cosas que no desean perder? Dime algo que ya no sepa, anciano.
Él continúa mirando. Sigo la dirección de su vista, hacia arriba. Ahora veo un dragón, sumergiéndose en el cono del Fuji.
Miro de nuevo abajo. Ya no queda ningún ejército, solo carnicería; y allí la cola del dragón se convierte en el brazo de un guerrero agonizante sujetando una espada.
Cierro los ojos y tiendo la mano hacia ella. Una espada de humo para un hombre de fuego.
13. EL MONTE FUJI DESDE KOISHIKAWA EN EL EDO
Nieve en los tejados de las casas, en las ramas de los árboles de hoja perenne, en el Fuji… empezando apenas a fundirse en algunos lugares, parece. Una ventana llena de mujeres —geishas, me atrevería a decir— contemplándola, y una de ellas señalando hacia tres pájaros oscuros volando alto en el pálido cielo. Mi visión del Fuji más cercana a la lámina carece desgraciadamente de nieve, de geishas, y está inundada de sol.
Detalles…
Ambos son interesantes, y la sobreimposición es una de las fuerzas principales de la estética. No puedo evitar el pensar en la geisha de las aguas termales Komako en País de nieve —la novela de Yasunari Kawabata sobre la soledad y la belleza desperdiciadas y perdidas—, que siempre he considerado como la gran historia del antiamor del Japón. Esta lámina trae toda la novela a mi mente. La negación del amor. Kit no era Shimamura, porque me deseaba, pero solo bajo sus propios y superespecializados términos, términos que siguen siendo inaceptables para mí. ¿Egoísmo o abnegación? No es importante…
¿Y los pájaros que señala la geisha…? «¿Treinta formas de mirar a un pájaro?». Pertinente. Nunca podremos estar de acuerdo respecto a los valores.
¿Los cuervos twa? ¿Con el añadido de las belicosas cornejas de Ted Hughes? Quizá sí, pero yo no juego a sacar la paja más larga… Una ilusión para cada alusión, y ¿dónde están las nieves del ayer?
Me reclino en mi bastón y estudio mi montaña. Deseo cumplir con tantas estaciones como sea posible antes de aceptar la confrontación. ¿Acaso no es justo? Veinticuatro formas de contemplar el monte Fuji. Se me ocurre que puede ser una buena cosa tomar cualquier acontecimiento de la vida de uno y contemplarlo desde diversos puntos de vista, como una forma de enfocar mejor las cosas, y quizá como una penitencia por las alternativas dejadas de lado.
Kit, vengo hacia ti, como en una ocasión me pediste, pero por mi propio camino y por mis propias razones. Desearía no tener que hacerlo, pero me has privado de una auténtica elección en este aspecto. Sin embargo, mis acciones no son totalmente mías, sino tuyas. Así me he convertido en tu propio yo y me he vuelto contra ti, como la representante de una especie de aikido cósmico.
Me abro camino a través de la ciudad en el anochecer, eligiendo solamente las calles más oscuras, donde los comercios están cerrados. De esta forma estoy segura. Cuando debo entrar en una ciudad siempre busco un lugar resguardado para pasar el día y prosigo mi viaje a través de sus calles por la noche.
Descubro un pequeño restaurante en la esquina de una de esas calles y ceno allí. Es un lugar ruidoso, pero la comida es buena. Tomo también mi medicina, y un poco de sake.
Después, me permito el lujo de caminar en vez de tomar un taxi. Me queda todavía un largo camino, pero la noche es clara y está llena de estrellas, y el aire es agradable.
Camino durante casi diez minutos, escuchando los sonidos del tráfico, la música de alguna distante radio o casete, un grito procedente de alguna otra calle, el viento soplando muy arriba y frotando los tejados y la parte superior de las fachadas de los edificios.
Entonces capto una repentina ionización en el aire.
Nada delante. Me vuelvo, haciendo girar mi bastón para adoptar una posición de defensa.
Un epígono, con un cuerpo canino exápodo y una cabeza como una impresionante y gigantesca flor, emerge de un portal y se desliza junto al edificio que tengo enfrente, en dirección a mí.
Sigo su avance con el bastón, y hago una finta apenas está lo bastante cerca. Golpeo, desgraciadamente con la punta equivocada, mientras él sigue avanzando. Noto que se me eriza el pelo mientras le doy la vuelta al bastón, pinchando, retirándome, volviéndome, luego golpeando de nuevo. Esta vez la punta de metal penetra en la cabeza-flor.
He conectado las baterías antes de iniciar el ataque. La carga crea un desequilibrio. El epígono retrocede, agitando la cabeza. Le sigo y golpeo de nuevo, esta vez en mitad del cuerpo. Se hincha, más grande aún, luego se derrumba en una lluvia de chispas. Pero por entonces ya me estoy volviendo y golpeando de nuevo, porque me he dado cuenta de la aproximación de otro mientras estaba luchando con el primero.
Este segundo avanza con saltos cangurescos. Lo rozo con mi bastón, pero su larga y bulbosa cola me golpea a su paso. Retrocedo involuntariamente ante el shock, y mis reflejos hacen girar el bastón mientras me echo hacia atrás. La criatura se vuelve ágilmente y retrocede también. Esta es un cuadrúpedo, y sus patas delanteras, alzadas, son fuentes de fuego. Sus enormes ojos resplandecen, y hace daño el mirarlos.
Se deja caer sobre sus ancas, luego salta de nuevo.
Me inclino y golpeo mientras desciende. Pero fallo el golpe y se gira para atacar de nuevo, mientras yo sigo lanzando golpes. Salta y yo hago una finta hacia un lado, golpeando de abajo a arriba. Parece que lo alcanzo, pero no puedo estar segura.
Aterriza muy cerca de mí y alza sus patas delanteras. Pero esta vez no salta. Simplemente cae hacia delante, y sus patas traseras inician un veloz movimiento arrastrante, mientras parecen ajustar su longitud para acomodarse a una sincronización más perfecta.
Mientras avanza, lo alcanzo de lleno en el pecho con la punta adecuada de mi bastón. Sigue deslizándose, o arrastrándose, pese a que empieza a llamear y a desintegrarse. Su contacto me envara por un momento, y siento el fluir de su carga descendiendo por mi hombro y apoderándose de mi pecho. Lo contemplo mientras se desintegra en un resplandor final y desaparece.
Me vuelvo rápidamente, pero no hay un tercero surgiendo del portal. Ni encima tampoco. Un coche avanza calle arriba un poco más allá, disminuyendo su marcha. No importa. El potencial residual debe haberse agotado ya, aunque me sorprende el pensar el tiempo que habrá sido necesario para producir a esos dos seres que acabo de eliminar. Es mejor que me marche rápidamente de aquí.
Mientras reanudo mi caminar, sin embargo, oigo una voz que me llama desde el coche, que ahora ha llegado a mi altura:
—Señora; un momento, por favor.
Es un coche de la policía, y el joven que se dirige a mí exhibe un uniforme y una expresión muy extraños.
—¿Sí, oficial? —respondo.
—La vi hace unos momentos —murmura—. ¿Qué estaba haciendo?
Me echo a reír.
—Es una noche tan maravillosa —digo—, y la calle estaba desierta. Pensé que podía practicar un poco de kata con mi bo.
—Al principio pensé que algo la estaba atacando, incluso creí ver…
—Estoy sola —digo—. Como puede comprobar.
Abre la portezuela y sale. Enciende una linterna y pasea su rayo por la calle, hasta el portal de donde han salido los epígonos.
—¿Jugaba usted con fuegos de artificio?
—No.
—Hubo algunos destellos y chispas.
—Creo que se confunde.
Huele el aire. Inspecciona muy atentamente la calle, la acera, el bordillo, las tapas de las cloacas.
—Extraño —murmura—. ¿Va usted muy lejos?
—No demasiado.
—Está bien. Buenas noches.
Vuelve a subir al coche. Un momento más tarde sigue calle arriba.
Prosigo rápidamente mi camino. Quiero alejarme de aquellas inmediaciones antes de que pueda ser preparada otra carga. También quiero alejarme de aquellas inmediaciones simplemente porque seguir allí me hace sentir inquieta.
Me sorprende la facilidad con que he sido localizada. ¿Qué hice mal?
—Mis pinturas —parece decir Hokusai, una vez he alcanzado mi destino y bebido demasiado coñac—. Piensa, hija, o te atraparán.
Lo intento, pero el Fuji aplasta mi cabeza, estrujando todos mis pensamientos. Los epígonos danzan en sus laderas. Me hundo en un inquieto sueño.
A la luz de mañana quizá pueda ver…
14. EL MONTE FUJI DESDE MEGURO EN EL EDO
De nuevo la lámina no es la realidad para mí. Muestra a unos campesinos en medio de un poblado rústico, junto a una colina en terrazas, con un árbol solitario en una de ellas a la derecha y un Fuji con la cima cubierta de nieve parcialmente eclipsado por la base de la elevación.
No puedo localizar nada que se le aproxime, aunque dispongo de una vista parcialmente bloqueada del Fuji —bloqueada de una manera similar, por una ladera— desde el banco en el que estoy sentada en un pequeño parque. Eso ha de bastarme.
Parcialmente bloqueada, como mi pensamiento. Hay algo que debería ver pero que permanece oculto a mis ojos. Lo sentí en el momento en que aparecieron los epígonos, como los demonios enviados para reclamar el alma de Fausto. Pero nunca hice un pacto con el Demonio…, solo con Kit, y a eso se le llamaba matrimonio. No tenía forma de saber lo similar que podía ser.
Ahora… Lo que más me desconcierta es cómo fue determinada mi localización, pese a todas mis precauciones. Mi encuentro frente a frente debe realizarse en mis propios términos, no en los de nadie. La razón de ello trasciende lo personal, aunque no negaré la implicación de lo segundo.
En Hagakure, Yamamoto Tsunetomo advertía que el Camino del Samurai es el Camino de la Muerte, que uno debe vivir aunque su cuerpo haya muerto a fin de alcanzar la completa libertad. Para mí, esta actitud no es tan difícil de mantener. La parte de la libertad es más complicada, sin embargo; cuando ya no se comprende la naturaleza del enemigo, las acciones de uno se ven al menos parcialmente condicionadas por la incertidumbre.
Mi semioculto Fuji se halla pese a todo ahí en su totalidad. Lo sé, pese a mi falta de datos visuales completos. Por el mismo principio debería ser capaz de extender los cabos que he visto hasta ahora con respecto al poder que ahora me atormenta. Volvamos a la muerte. Parece que hay algo ahí, aunque parece también que hay mucho que decir al respecto, y ya lo sé.
Muerte… Ven con suavidad… Acostumbrábamos a jugar a un juego de salón en el que llenábamos imaginarios certificados de defunción con extravagantes causas de la muerte: «Devorado por el monstruo del lago Ness». «Pisoteado por Godzilla». «Envenenado por un ninja». «Transportado».
Kit me había mirado, con el ceño fruncido, cuando ofrecí esta última.
—¿Qué quieres decir con «transportado»? —preguntó.
—De acuerdo, puedes invalidarlo técnicamente —dije—, pero sigo creyendo que el efecto sería el mismo. «Enoc fue transportado para que no conociese la muerte.»: Epístola de Pablo a los hebreos, 11-5.
—No comprendo.
—Quiero decir ser llevado directamente al cielo sin tener que verse mezclado con el fin habitual de todos los seres vivos aquí en la tierra. Algunos musulmanes creen que el Mahdi fue transportado.
—Una idea interesante —dijo—. Tendré que pensar en ella.
Evidentemente, lo hizo.
Siempre he pensado que Kurosawa hubiera podido hacer un buen trabajo con Don Quijote. Digamos que se trata de un anciano caballero que vive en la época actual, un erudito, un hombre que se siente fascinado por los primitivos días de los samurais y del Código de Bushido. Digamos que se identifica tan completamente con esos ideales que un día pierde los sentidos y empieza a creer que él es uno de esos samurais de los tiempos antiguos. Se reviste con una armadura que ha recogido de cualquier lado y que no es de su medida, toma su katana, y parte a cambiar el mundo. Finalmente es destruido por él, pero se mantiene fiel al Código. Esa cualidad de dedicación le sitúa aparte y le ennoblece, pese a todo su absurdo. Nunca he creído que Don Quijote fuera una mera parodia de los libros de caballería, especialmente después que supe que Cervantes sirvió a las órdenes de Don Juan de Austria en la batalla de Lepanto. Porque puede argumentarse que Don Juan fue el último europeo en sentirse guiado por el código medieval de la caballería. Educado sobre la base de los romances medievales, condujo toda su vida a lo largo de estas líneas. ¿Qué importa si los propios caballeros medievales no lo hicieron? Él creía y actuaba sobre esas creencias. En cualquier otro hubiera podido ser simplemente divertido, pero la época y las circunstancias le garantizaron la oportunidad de actuar en varias ocasiones grandiosas, y venció. Cervantes tuvo que sentirse impresionado por su viejo comandante, ¿y quién sabe lo que influyó esto en su posterior carrera literaria? Ortega y Gasset se refirió al Quijote comparándolo con un Cristo gótico. Dostoievski tenía la misma opinión, y en su intento de retratar la figura de Cristo en el príncipe Miskin también sintió que la locura era una precondición necesaria para este estado en los tiempos modernos.
Todo lo cual es un preámbulo a la afirmación de mi creencia de que Kit estaba al menos un poco loco. Pero no era ningún Cristo gótico. Un Buda electrónico sería algo mucho más aproximado.
—¿Tiene la red de datos naturaleza budista? —me preguntó un día.
—Por supuesto —dije—. ¿Acaso no lo tiene todo? —Entonces vi la expresión en sus ojos y añadí—: ¿Cómo demonios quieres que lo sepa?
Ante lo cual lanzó un gruñido y se reclinó en su sillón de resonancia, bajó el casco de inducción y siguió con su análisis incrementado por ordenador de un código luciferino con una clave de 128 bits. Teóricamente, se necesitarían miles de años para romperlo por la fuerza bruta, pero la respuesta se necesitaba en un plazo de dos semanas. Su sistema nervioso se acopló a la red de datos, y fue capaz de entregarla dentro del plazo.
Durante algún tiempo no me di cuenta de sus esquemas respiratorios. No fue hasta después que empecé a observar que una vez finalizaba su trabajo se quedaba meditando durante períodos cada vez más largos de tiempo mientras seguía aún unido al sistema.
Cuando me di cuenta de eso me burlé de él por ser demasiado perezoso en apagar el aparato.
Sonrió.
—El flujo —dijo—. No te quedas anclado en un punto. Vas con el flujo.
—Puedes accionar el conmutador antes de ir con el flujo, y así la factura de la electricidad no subirá tanto.
Agitó la cabeza, sin dejar de sonreír.
—Pero es un flujo particular el que me arrastra. Estoy yendo cada vez más y más lejos. Deberías probarlo alguna vez. Hay momentos en los que siento que podría transportarme hasta dentro de él.
—¿Lingüística o teológicamente?
—Ambas cosas —respondió.
Y una noche se dejó arrastrar de hecho por el flujo. Lo descubrí por la mañana —durmiendo, creí— en su sillón de resonancia, el casco aún en su sitio. Esta vez, al menos, había desconectado el terminal. Le dejé descansar. No tenía la menor idea de hasta cuándo había estado trabajando. Por la tarde, sin embargo, empecé a preocuparme e intenté despertarle. No pude. Estaba en coma.
Más tarde, en el hospital, mostró un EEG completamente plano. Su respiración se había vuelto extremadamente pausada, su presión sanguínea era muy baja, su pulso débil. Siguió declinando durante los dos días siguientes. Los doctores practicaron con él todas las pruebas en que fueron capaces de pensar, pero no pudieron determinar ninguna causa de su condición. Hacía tiempo que había firmado un documento solicitando que no se practicara ninguna medida heroica para prolongar su existencia si le ocurría algo irreversible, que no se le conectara a respiradores artificiales ni a bombas ni a reanimadores de ninguna clase después de que su corazón dejara de latir por cuarta vez. La autopsia fue insatisfactoria. El certificado de defunción dijo simplemente: «Paro cardíaco. Posible accidente cerebrovascular». Eso último era pura especulación. No se halló ningún indicio de ello. Sus órganos no fueron distribuidos entre los necesitados tal como él había estipulado, por temor a que pudiera transmitir algún extraño virus nuevo y desconocido.
Kit, como Marley, estaba muerto al empezar.
15. EL MONTE FUJI DESDE TSUKADAJIMA EN EL EDO
Cielo azul, unas cuantas nubes bajas, el Fuji al otro lado de las resplandecientes aguas de la bahía, unos cuantos botes, y una islilla entre nosotros. De nuevo, olvidando los cambios de tiempo, descubro una considerable congruencia con la realidad. De nuevo estoy sentada en un pequeño bote. Aquí, sin embargo, no deseo sumergirme en las olas en busca de un esplendor hundido o para buscar la resistencia de mi persona a las bacterias.
Mi llegada a este lugar fue directa y sin incidentes. Llegué preocupada. Sigo preocupada. Mi vitalidad sigue siendo alta. Mi salud no es peor. Mis preocupaciones continúan siendo las mismas, lo cual significa que mi pregunta principal aún no ha sido contestada.
Al menos me siento segura aquí en medio del agua. «Segura», sin embargo, es una palabra relativa. ¿Acaso me siento segura en la orilla, pasando entre posibles lugares de emboscada? No me he sentido realmente segura desde el día después de mi regreso del hospital…
Estaba cansada entonces, cuando volví a casa, tras varias noches sin sueño. Me fui inmediatamente a la cama. Ni siquiera me molesté en mirar la hora, así que no tengo la menor idea de cuánto tiempo dormí.
Me despertó en medio de la oscuridad lo que parecía ser el timbre del teléfono. Cogí soñolienta el auricular, luego me di cuenta que en realidad no estaba sonando. ¿Había estado soñando? Me senté en la cama. Me froté los ojos. Me desperecé. Lentamente, el pasado más reciente llenó mis pensamientos, y supe que no iba a poder dormir de nuevo durante un tiempo. Una taza de té, decidí, me iría bien. Me levanté, fui a la cocina y calenté un poco de agua.
Mientras pasaba junto al estudio vi que una de las pantallas de nuestro terminal estaba iluminada. No recordaba haberla encendido, pero fui a apagarla.
Entonces vi que el interruptor no estaba conectado. Desconcertada, miré de nuevo la pantalla, y por primera vez me di cuenta de que había unas letras en ella.
MARI.
TODO ESTÁ BIEN.
ME HE TRANSPORTADO.
UTILIZA EL SILLÓN Y EL CASCO.
KIT.
Sentí mis uñas clavadas en mis mejillas, y empezó a dolerme el pecho de contener la respiración. ¿Quién había hecho aquello? ¿Cómo? ¿Quizás era algún delirante mensaje dejado por el propio Kit antes de consumirse?
Adelanté una mano y moví el interruptor ON-OFF varias veces, dejándolo finalmente en posición OFF.
Las letras desaparecieron, pero la pantalla siguió encendida. Al cabo de poco, unas nuevas letras aparecieron en el tubo de rayos catódicos:
ME HAS LEÍDO. BIEN.
TODO ESTÁ BIEN. ESTOY VIVO.
HE PENETRADO EN LA RED DE DATOS.
SIÉNTATE EN EL SILLÓN Y UTILIZA EL CASCO.
TE LO EXPLICARÉ TODO.
Salí huyendo del estudio. En el cuarto de baño vomité, varias veces. Luego me senté en la taza del water, sobre la tapa, temblando. ¿Quién podía estarme gastando una broma tan horrible? Bebí varios vasos de agua y esperé a que el temblor recediera un poco.
Cuando lo conseguí, fui directamente a la cocina, preparé té y bebí un poco. Mis pensamientos se iban centrando lentamente en los canales del análisis. Consideré las posibilidades. La que parecía más probable era que Kit hubiera dejado un mensaje para mí y que al utilizar yo la interface de inducción hubiera desencadenado su entrega. Deseaba ese mensaje, fuera el que fuese, pero no sabía si disponía de la suficiente fortaleza emocional como para recibirlo en aquellos momentos.
Debí permanecer sentada allí durante casi una hora. En una ocasión miré por la ventana y vi que el cielo se estaba iluminando. Dejé mi taza sobre la mesa. Volví al estudio.
La pantalla seguía iluminada. El mensaje, sin embargo, había cambiado:
NO TE ASUSTES.
SIÉNTATE EN EL SILLÓN Y UTILIZA EL CASCO.
ENTONCES COMPRENDERÁS.
Me dirigí al sillón. Me senté y me recliné en él. Bajé el casco. Al principio no hubo más que ruido de fondo.
Luego sentí su presencia, algo difícil de describir en un mundo normalmente lleno tan solo por el fluir de datos. Aguardé. Intenté situarme receptivamente a cualquier cosa grabada para mí.
—No soy una grabación, Mari —pareció decirme entonces—. Estoy realmente aquí.
Resistí el impulso de huir. Me había costado mucho sentarme en aquel sillón, y tenía intención de permanecer en él.
—Lo conseguí —parecía estar diciendo—. Entré en la red. Me hallo disperso por muchos lugares. Esto es puro kundalini. Solo soy flujo. Es maravilloso. Me quedaré aquí para siempre. Es el nirvana.
—¿Eres realmente tú? —pregunté.
—Sí. Me he transportado. Quiero mostrarte lo que significa.
—Muy bien.
—Ahora me estoy concentrando aquí. Abre las piernas de tu mente y déjame penetrarte por completo.
Me relajé, y él fluyó dentro de mí. Entonces me sentí arrastrada, y comprendí.
16. EL MONTE FUJI DESDE UMEZAWA
El Fuji al otro lado de campos de lava y jirones de niebla y derivantes nubes; pájaros en el cielo y pájaros en el suelo. Esta al menos se aproxima. Me reclino en mi bastón y contemplo el pacífico paisaje al otro lado del caos. La lección es como la de una pieza musical: me siento fortalecida de alguna forma que no puedo describir.
Y he visto cerezos en flor en mi camino hasta aquí, y campos de tréboles púrpura, amarillos campos cultivados de nabos en plena floración, plantados para extraer su aceite, unas cuantas camelias invernales manteniendo aún sus rojos y sus rosas, las verdes extensiones de los campos de arroz, aquí y allí la pincelada blanca de un tulipero, montañas azules en la distancia, brumosos valles fluviales. He pasado por poblados donde las coloreadas planchas de metal cubren ahora los techos claveteados —azul y amarillo, verde, negro, rojo—, y patios llenos con las rocas azul pizarra tan idóneas para los jardines de arena; alguna vaca ocasional, rumiando, mugiendo suavemente; hileras como cicatrices de moreras cubiertas con plásticos, donde son criados los gusanos de seda. Mi corazón se anima con estas visiones: las tejas, los pequeños puentes, el color… Es como penetrar en un cuento de Lafcadio Hearn, volver atrás.
Mi mente vuelve atrás a lo largo del camino que he recorrido, hasta los puntos de intersección con mi aflicción electrónica. Las advertencias de Hokusai de que tal vez haya bebido demasiado —de que sus pinturas me hayan atrapado— tal vez sean correctas. Kit ha anticipado mi viaje un cierto número de veces. ¿Cómo ha podido?
Entonces la realidad me golpea brutalmente. Mi pequeño libro de las pinturas de Hokusai —un volumen encuadernado en tela, editado por Charles E. Tuttle Co—. fue un regalo de Kit.
Es posible que él me esperara en Japón más o menos por esta época, debido a lo de Osaka. Una vez sus epígonos me detectaron un par de veces, probablemente a través de un masivo chequeo de los terminales, pudo correlacionar mis movimientos con la secuencia de las láminas del Hokusai’s Vieivs of Mt. Muji, al que sabía que tenía un gran cariño, y simplemente extrapolar y aguardar. Tengo la clara sensación de que la respuesta es afirmativa.
Entrar en la red de datos con Kit fue una experiencia abrumadora. No niego que mi consciencia se dilató y fluyó. Que estuve en muchos lugares a la vez, que me dejé arrastrar por corrientes que no comprendí al principio, que había conocimiento y trascendencia y una especie de gloria por todas partes, y dentro de mí una percepción ciertamente peculiar. La velocidad a la que fui arrastrada pareció instantánea, y hubo en ella un regusto de eternidad. El acceso a multitud de terminales y enormes bancos de memoria pareció una medida de omnisciencia. La posibilidad de la manipulación de cualquier cosa que deseara cambiar dentro de aquel reino y sus consecuencias en aquel lugar donde aún sentía mi distante cuerpo parecía una versión de omnipotencia. Y la sensación… Probé su dulzor, y Kit estaba conmigo y dentro de mí. Me sentí rendida y recuperada en una nueva encarnación, era la libertad de los deseos mundanos, la liberación…
—Quédate conmigo para siempre —pareció decir Kit.
—No —parecí responder como en sueños, sintiéndome cambiar cada vez más—. No puedo renunciar de una forma tan voluntaria.
—¿Ni siquiera por esto? ¿Por la unidad y el fluir de la energía conectiva?
—¿Y esta maravillosa falta de responsabilidad?
—¿Responsabilidad? ¿Para qué? Esto es pura existencia. No existe el pasado.
—Entonces la consciencia se desvanece.
—¿Para qué la necesitas? Tampoco hay futuro.
—Entonces todas las acciones pierden su significado.
—Cierto. Las acciones son una ilusión. La consecuencia es una ilusión.
—Y la paradoja triunfa sobre la razón.
—No hay ninguna paradoja. Todo se reconcilia.
—Entonces el significado muere.
—Existir es el único significado.
—¿Estás seguro?
—¡Siéntelo!
—Lo hago. Pero no es suficiente. Envíame de vuelta antes de que me vea cambiada en algo que no deseo ser.
—¿Qué otra cosa puedes desear más que esto?
—Mi imaginación también morirá. Lo siento.
—¿Y qué es la imaginación?
—Algo nacido del sentimiento y de la razón.
—¿Acaso aquí no existe el sentimiento?
—Sí, existe. Pero no deseo ese sentimiento sin compañía. Cuando uno sentimiento y razón, veo que a veces no es más que una excusa para ceder hacia la complejidad.
—Aquí puedes enfrentarte a cualquier complejidad. ¡Contempla los datos! ¿Acaso la razón no muestra que esta condición es muy superior a lo que conociste hasta hace unos momentos?
—Tampoco puedo confiar en la razón sin compañía. La razón sin sentimientos ha conducido a la humanidad a realizar monstruosidades. No tengo intención de desarmar mi imaginación de este modo.
—¡Retienes tu razón y tus sensaciones!
—Pero se vuelven desarraigadas…, con esta tormenta de bendiciones, esta lluvia de datos. Las necesito conyugadas, o de otro modo mi imaginación se pierde.
—Dejemos que se pierda, entonces. Ha servido para sus propósitos. Olvidémosla ya. ¿Qué puedes imaginar que no tengas aquí?
—Todavía no puedo hacerlo, y ese es su poder. Si existe una voluntad con una chispa de divinidad en ella, la conozco solamente a través de mi imaginación. Puedo darte cualquier otra cosa, pero eso no lo entregaré.
—¿Y eso es todo? ¿Una chispa de posibilidad?
—No. Pero representa demasiado renunciar a ello.
—¿Y mi amor hacia ti?
—Ya no amas a la manera humana. Déjame volver.
—Por supuesto. Pero pensarás en ello. Volverás.
—¡Devuélveme! ¡Ahora!
Me arranqué el casco de la cabeza y me levanté precipitadamente. Volví al cuarto de baño, luego a la cama. Dormí como drogada, durante mucho tiempo.
¿Hubiera sentido de otro modo respecto a posibilidades, el futuro, la imaginación, de no estar embarazada…, algo que había sospechado pero que aún no le había mencionado a él, y de lo que él no se había dado cuenta con su atención centrada en sus propios asuntos? Me gusta pensar que mis respuestas hubieran sido las mismas, pero nunca lo sabré. Mi condición fue confirmada por un médico local al día siguiente. Acudí a la consulta que había estado retardando porque ahora mi vida requería una certeza…, una certeza absoluta. La pantalla en el estudio permaneció vacía durante tres días.
Leí y medité. Luego, una mañana, la pantalla se iluminó de nuevo:
¿ESTÁS PREPARADA?
Activé el teclado. Tecleé una sola palabra:
NO.
Entonces desconecté el sillón de inducción y el casco. También desenchufé la unidad.
Sonó el teléfono.
—¿Sí? —dije.
—¿Por qué no? —me preguntó.
Chillé, y colgué. Había penetrado en los circuitos telefónicos, se había apropiado de una voz.
El aparato sonó de nuevo. Contesté.
—Nunca conocerás el descanso hasta que vengas a mí —dijo.
—Lo conoceré si me dejas tranquila —respondí.
—No puedo. Eres especial para mí. Te quiero conmigo. Te quiero.
Colgué. El teléfono sonó de nuevo. Arranqué la conexión de la pared.
Supe que tendría que irme de allí, y pronto. Me sentía abrumada y deprimida por todos los recuerdos de nuestra vida juntos. Hice rápidamente las maletas y me marché. Tomé una habitación en un hotel. Tan pronto como estuve instalada sonó el teléfono, y era Kit de nuevo. Mi ficha de registro había ido a un ordenador y…
Hice que desconectaran mi teléfono de la centralita. Puse un cartel de NO MOLESTEN. Por la mañana vi un telegrama asomando por debajo de la puerta. De Kit. Quería hablar conmigo.
Decidí irme lejos. Abandonar el país, regresar a los Estados Unidos.
Le fue fácil seguirme. Dejamos rastros electrónicos casi por todas partes. Podemos llegar a donde queramos por cable, satélite, fibra óptica. Como un pretendiente indeseado, me abrumaba con llamadas, interrumpía los programas de televisión para hacer parpadear mensajes en la pantalla, interrumpía mis propias llamadas, a los amigos, a los abogados, a los consejeros de finanzas, a las tiendas. Varias veces, de una forma horrible, me envió flores. Mi bodhisattva eléctrico, mi jauría celeste, no me concedía el descanso. Es algo terrible estar casada con una persistente red de datos.
Así que me instalé en el campo. No quise nada en mi casa a través de lo cual pudiera alcanzarme. Estudié formas de evitar el sistema, de pasar desapercibida a sus muchos sentidos.
En las escasas ocasiones en que me descuidaba, me alcanzaba de nuevo inmediatamente. Había aprendido un nuevo truco, y llegué a convencerme de que lo había desarrollado con la finalidad de arrastrarme por la fuerza hasta su mundo. Podía acumular una carga en un terminal, modelarla en algo parecido a un rayo en bola, darle la apariencia de un animal, y lanzar ese efímero artefacto hasta una cierta distancia a voluntad. Aprendí sin embargo sus debilidades, en casa de un amigo, cuando uno de ellos se lanzó contra mí, me impresionó lo suficiente para impedirme reaccionar, e intentó arrastrarme hasta las inmediaciones de un terminal, presumiblemente con propósitos de transporte. Golpeé al epígono —como lo llamó el propio Kit en un telegrama posterior de explicación y disculpa— con el objeto más próximo que hallé a mano, una lámpara de sobremesa encendida, que entró en su campo e hizo estallar al momento su circuito. El epígono resultó destruido, y así descubrí que una ligera alteración eléctrica creaba inestabilidad en esas cosas.
Permanecí en el campo y crie a mi hija. Leí y practiqué las artes marciales y caminé por los bosques y trepé a las montañas y navegué y acampé: todo ocupaciones rurales, y muy satisfactorias para mí después de una vida de intrigas, conflictos, complots y contracomplots, violencia, y luego aquella pequeña isla temporal de seguridad con Kit.
Me sentí feliz de mi elección.
El Fuji al otro lado de los campos de lava… Primavera… Ahora he vuelto. No fue elección mía.
17. EL MONTE FUJI DESDE EL LADO SUWA
Así he llegado al lago Suwa, con el Fuji descansando, pequeño, en la distancia, al atardecer. No es el Kawaguchi, con sus poderosos reflejos. Pero es sereno, lo cual proporciona a mi estado de ánimo una especie de paz. He aceptado en mí la vida de la primavera, y se ha difundido por todo mi ser. ¿Quién querrá alterar este mundo lanzando sobre él formas indeseadas? Sella tus labios.
¿No era en una tranquila provincia donde Botchan alcanzó su madurez? Tengo una teoría relativa a los libros como el de Natsume Soseki. Alguien me dijo una vez que este es el libro que puedes estar seguro de que todo japonés instruido ha leído. Así que lo leí. En los Estados Unidos se dice que Huckleberry Finn era el libro que podías estar seguro de que cualquier yanqui instruido había leído. Así que lo leí también. En el Canadá era Sunshine Sketches of a Little Town, de Stephen Leacock. En Francia era Le Grand Meaulnes. Otros países tienen sus libros equivalentes. Todos ellos son pastorales, y tienen en común una aproximación al campo y a las fuerzas de la naturaleza en los días inmediatamente anteriores a la urbanización y mecanización masivas. Esas cosas están en el horizonte y avanzan, pero solo sirven para añadir un poco de especia al sabor de los valores simples. Son libros juveniles, de impulso y carácter nacionalista, y tratan de la pérdida de la inocencia. He proporcionado muchos de ellos a Kendra.
Le mentí a Boris. Naturalmente, lo sé todo respecto a la Conferencia de Osaka. Incluso fui abordada por uno de mis antiguos jefes, proponiéndome que hiciera algo en la línea que Boris había sospechado. Lo rechacé. Mis planes son personales. No quiero que se produzca un conflicto de intereses.
Hokusai, fantasma y mentor, tú comprendes mejor las posibilidades y el objetivo que Kit. Sabes que el orden humano debe colorear nuestras transacciones con el universo, y que esto es no solo necesario sino también bueno, y que la luz sigue derramándose pese a todo sobre nosotros.
En esta elevación a la orilla del agua, extraigo mi cuchillo oculto y lo afilo una vez más. El sol desaparece de mi trozo de mundo, pero la oscuridad, aquí, también es mi amiga.
18. EL MONTE FUJI DESDE LA LEJANÍA EN KANAGAWA
Así es la imagen de la muerte. La Gran Ola, retorciéndose encima, cayendo, a punto de tragarse las frágiles naves. La pintura de Hokusai que todo el mundo conoce.
No practico el surf. No busco la ola perfecta. Simplemente me quedaré aquí en la orilla y contemplaré las aguas. Es suficiente para recordar. Mi peregrinaje está en pleno descenso, aunque su final todavía no se halla a la vista.
Bien… Veo el Fuji. Llámalo el Fuji final. Y como con el aro del tonel de la primera lámina, el círculo se cierra en torno a él.
En mi camino hasta este lugar me detuve en un pequeño claro y me bañé en un arroyo que lo atravesaba. Allí, utilicé la madera del lugar para construir un altar bajo.
Lavándome las manos a cada paso de la operación, me instalé ante el incienso hecho a base de madera de alcanfor y sándalo blanco; también coloqué un ramito de violetas frescas, una taza de verduras y una taza de agua fresca del riachuelo. Luego encendí una lámpara que había comprado y llenado con aceite de semillas de colza. Sobre el altar puse la imagen del dios Kokuzo que había traído desde casa, orientada al oeste, donde me situé yo. Me lavé de nuevo, luego extendí mi mano derecha, con el dedo medio inclinado hasta tocar mi pulgar mientras recitaba mi mantra para invocar a Kokuzo. Bebí un poco de agua. Me lustré con salpicaduras de la misma, y repetí la mantra. Luego hice el gesto de Kokuzo tres veces, la mano a la coronilla, a mi hombro derecho, a mi hombro izquierdo, al corazón y a la garganta. Retiré la tela blanca en que estaba envuelta la imagen de Kokuzo. Cuando hube sellado la zona con las repeticiones adecuadas, medité en la misma posición en que se mostraba Kokuzo en la imagen y lo invoqué. Al cabo de un tiempo la mantra se fue repitiendo por sí misma, una y otra vez.
Finalmente hubo una visión, y hablé, contando todo lo que había ocurrido, todo lo que tenía intención de hacer, y pidiendo fuerza y guía. De pronto vi descender su espada, descender como un lento rayo, para partir una rama de un árbol, que empezó a sangrar. Y entonces se puso a llover, tanto en la visión como en la realidad, y supe que aquello era todo.
Volví a guardar las cosas, limpié el lugar, me cubrí con el poncho y proseguí mi camino.
La lluvia era intensa, mis botas estaban enlodadas y la temperatura descendía. Seguí durante un rato, y el frío reptó hasta mis huesos. Los dedos de mis pies y manos empezaron a embotarse.
Buscaba insistentemente un abrigo, pero no descubrí ningún lugar donde pudiera refugiarme de la tormenta. Más tarde, la lluvia cambió de aguacero a llovizna, casi una bruma de agua en suspensión, y entonces vi un templo o algo parecido en la distancia. Me encaminé hacia él, en la confianza de hallar un poco de té caliente, un fuego, y la posibilidad de cambiarme de calcetines y secar y limpiar mis empapadas botas.
Un sacerdote me detuvo en la puerta. Le expliqué mi situación, y pareció incómodo.
—Es nuestra costumbre ofrecer hospitalidad a todo el mundo —dijo—. Pero hay un problema.
—Me encantará hacer una donación en efectivo —dije—, si han pasado ya demasiados por este lugar y han reducido vuestras provisiones. En realidad, lo único que deseo es calentarme un poco.
—Oh, no, no se trata de un asunto de provisiones —dijo rápidamente—, y de hecho muy pocos han pasado por aquí últimamente. El problema es de un tipo distinto, y me cuesta hablar de él. Hace que parezcamos anticuados y supersticiosos, cuando en realidad se trata de un templo muy moderno. Pero recientemente nos hemos visto…, esto…, embrujados.
—¿Oh?
—Sí. Han empezado a producirse una serie de apariciones bestiales, que salen de la biblioteca y sala de registros que hay junto a los aposentos del sumo sacerdote. Recorren todo el templo, cruzan nuestras habitaciones, examinan todo el lugar, luego regresan a la biblioteca o simplemente desaparecen.
Estudió mi rostro, como buscando burla, credulidad, incredulidad…, algo. Me limité a asentir con la cabeza.
—Es algo de lo más extraño —prosiguió—. Hemos intentado algunos exorcismos sencillos, pero no han surtido ningún efecto.
—¿Cuánto tiempo hace que se produce esto? —pregunté.
—Aproximadamente tres días —respondió.
—¿Ha resultado dañado alguien desde entonces?
—No. Son realmente intimidantes, pero nadie ha sido herido. También son perturbadores, sobre todo cuando alguien intenta dormir, es decir, meditar, porque producen una sensación de hormigueo y a veces hacen que se erice el pelo.
—Interesante —dije—. ¿Son muchos?
—Depende. Normalmente solo uno. A veces dos. Ocasionalmente tres.
—¿Por casualidad vuestra biblioteca contiene un terminal de ordenador?
—Sí, así es —respondió—. Como he dicho, somos muy modernos. Mantenemos nuestros registros en él, y así podemos obtener copias de impresora de los textos sagrados que no tenemos a mano…, y otras cosas.
—Si desconectáis el terminal durante un día probablemente desaparezcan —le dije—, y no creo que regresen.
—Tendré que consultar con mi superior antes de hacer algo así. ¿Sabes algo de esos asuntos?
—Sí, y mientras tanto me gustaría poder calentarme un poco, si es posible.
—Muy bien. Ven por aquí.
Le seguí, tras limpiar las botas y sacármelas antes de entrar. Me condujo hasta la parte de atrás del templo, a una acogedora estancia que daba al jardín.
—Haré que te preparen algo de comer, y un brasero de carbón para que puedas calentarte —dijo, mientras se retiraba.
Cuando me quedé a solas, admiré las carpas doradas que poblaban un estanque a unos pocos metros de mi ventana, cuya superficie se veía puntuada ocasionalmente por las gotas de lluvia, y un pequeño puente de piedra que lo cruzaba, una pagoda de piedra, pequeños senderos que serpenteaban entre piedras y matorrales. Deseaba cruzar ese puente —¡qué distinto de ese otro arco de metal, frío y oscuro!—, y perderme allí durante un eón o dos. En vez de ello, me senté y bebí agradecida el té que llegó unos momentos más tarde, y calenté mis pies y sequé mis calcetines al calor del brasero que me fue traído casi a continuación.
Más tarde, estaba a mitad de mi comida y disfrutando de la conversación con el joven sacerdote, que había recibido instrucciones de hacerme compañía hasta que el sumo sacerdote pudiera acudir personalmente a darme la bienvenida, cuando vi mi primer epígono del día.
Se parecía a un elefante muy pequeño con tres trompas, caminando sobre sus patas traseras por uno de los serpenteantes senderos del jardín, barriendo el aire hacia todos lados con aquellos apéndices parecidos a serpientes. Aún no me había visto.
Se lo señalé al sacerdote, que no miraba en aquella dirección.
—Oh —exclamó, aferrando sus cuentas de oración.
Mientras miraba hacia allá, moví mi bastón de modo que pudiera cogerlo con más facilidad.
Mientras se acercaba terminé apresuradamente mi arroz con verduras. Temía que mi bol pudiera ser volcado en la confrontación que pronto iba a producirse.
El sacerdote miró hacia atrás cuando oyó el movimiento del bastón sobre las piedras del suelo.
—No necesitarás esto —dijo—. Como te he explicado, esos demonios no son agresivos.
Agité negativamente la cabeza mientras tragaba otro bocado.
—Este atacará —dije—, cuando descubra mi presencia. ¿Sabes?, es a mí a quien están buscando.
—Oh —repitió.
Entonces me puse en pie, mientras las trompas del epígono oscilaban en mi dirección a medida que se acercaba al puente.
—Este parece más sólido de lo habitual —comenté—. Así que hace tres días, ¿eh?
—Sí.
Aparté a un lado la bandeja y avancé unos pasos. De pronto había cruzado el puente y corría hacia mí. Lo recibí con un golpe directo, que esquivó. Hice girar dos veces el bastón y golpeé de nuevo mientras estaba volviéndose. Mi golpe le alcanzó al tiempo que yo era golpeada simultáneamente por dos de sus trompas, una en el pecho, otra en la mejilla. El epígono se disolvió como un globo de hidrógeno estallando, y yo me quedé allí, frotándome el rostro, mirando a mi alrededor.
Otro se deslizó dentro de mi habitación procedente del interior del templo. Hice un brusco amago y le alcancé al primer golpe.
—Creo que será mejor que me vaya ahora —afirmé—. Gracias por vuestra hospitalidad. Transmite mis disculpas al sumo sacerdote, al que no he tenido oportunidad de conocer. He calentado mis pies y mi estómago, y he averiguado lo que deseaba saber acerca de vuestros demonios. No os preocupéis por el terminal. Es probable que dejen de visitaros a partir de ahora, y no volverán.
—¿Estás segura?
—Los conozco.
—No sabía que los terminales estuvieran embrujados. El vendedor no nos dijo nada de eso.
—El vuestro funcionará perfectamente a partir de ahora.
Me acompañó hasta la puerta.
—Gracias por el exorcismo —dijo.
—Gracias por la comida. Adiós.
Caminé durante varias horas antes de hallar un lugar donde acampar, en una cueva poco profunda, utilizando mi poncho como protección contra la lluvia.
Y hoy he llegado aquí para contemplar el oleaje de la muerte. Todavía no, sin embargo. Las olas de este mar no son lo suficientemente grandes. La mía está aún ahí fuera, en algún lugar.
19. EL MONTE FUJI DESDE SHICHIRIGAHAMA
El Fuji más allá de los pinos, por entre las sombras, con las nubes a su lado… Encaja con el atardecer de las cosas. El clima fue bueno hoy, mi salud estable.
Ayer encontré a dos monjes por el camino, y viajé con ellos durante un rato. Estaba segura de haberlos visto en algún otro lugar, así que les saludé y pregunté si aquello era posible. Dijeron que estaban siguiendo su propio peregrinaje, a un templo distante, y admitieron que yo también les parecía familiar. Comimos juntos a un lado de la carretera. Nuestra conversación se limitó a generalidades, aunque me preguntaron si había oído hablar del templo embrujado de Kanagawa. Lo rápido que viajan las noticias. Les dije que sí, y reflexionamos acerca de lo extraño de todo aquello.
Al cabo de un tiempo empecé a sentirme irritada. Cada vuelta del camino que tomaba parecía formar también parte de su ruta. Aunque un poco de compañía nunca viene mal, no deseo unos compañeros a largo plazo, y parecía que su elección de la ruta se aproximaba demasiado a la mía. Finalmente, cuando llegamos a una bifurcación, les pregunté hacia dónde iban ellos. Dudaron, luego dijeron que hacia la derecha. Yo tomé el camino de la izquierda. Un poco más tarde me alcanzaron. Habían cambiado de opinión, dijeron.
Cuando alcanzamos el siguiente pueblo le ofrecí a un hombre que iba en coche una buena suma de dinero para que me llevara hasta la próxima población. Aceptó, y nos marchamos, y les dejé allí atrás.
Bajé del coche antes de llegar a la próxima población, le pagué, y observé como se marchaba. Tomé un sendero que había visto desde el coche y que se orientaba en la dirección general que era la mía. En un momento determinado abandoné el sendero y crucé por el bosque hasta que llegué a otro camino.
Acampé lejos de todo camino transitado y dormí allí, y a la mañana siguiente tuve el cuidado de borrar toda huella de mi presencia allí. Los monjes no reaparecieron. Puede que fueran absolutamente inofensivos, o que sus designios fueran completamente distintos, pero debo atenerme a mi cuidadosamente cultivada paranoia.
Lo cual me lleva a reparar en aquel hombre en la distancia: un occidental, a juzgar por sus ropas… Ha estado por los alrededores tomando fotos durante algún tiempo. Lo perderé dentro de poco, por supuesto, si es que me está siguiendo…, o aunque no lo esté.
Es terrible tener que actuar así durante tanto tiempo. La próxima vez sospecharé incluso de los niños que van a la escuela.
Contemplo el Fuji mientras se alargan las sombras. Seguiré contemplándolo hasta que aparezca la primera estrella. Entonces me iré.
Y así observo oscurecerse el cielo. El fotógrafo guarda finalmente su equipo y se marcha.
Permanezco alerta, pero cuando veo la primera estrella me uno a las sombras y me desvanezco como el día.
20. EL MONTE FUJI DESDE EL PASO DE INUME
Entre la niebla y por encima de ella. Hace poco que ha llovido. Y ahí está el Fuji, rodeado de nubes de tormenta. En muchos sentidos me sorprende haber llegado hasta tan lejos. Esta vista, sin embargo, hace que todo valga la pena.
Estoy sentada en una musgosa roca y registro en mi mente el cambiante aspecto del Fuji mientras una repentina lluvia vela su visión, luego cesa, luego empieza de nuevo.
El viento es fuerte aquí. El banco de niebla alza fantasmagóricos miembros y luego vuelve a bajarlos. Hay una especie de adormecido silencio bajo la monótona mantra del viento.
Me instalo de la manera más cómoda posible, y como, bebo, observo, mientras reviso una vez más mis últimos planes. Las cosas se acercan a su final. Pronto se cerrará el círculo.
Había pensado arrojar aquí mi medicina, como un acto de valentía, como un signo de total dedicación. Ahora lo veo como un gesto estúpidamente romántico. Voy a necesitar de todas mis fuerzas, de toda la ayuda que pueda conseguir, si quiero tener alguna posibilidad de éxito. En vez de arrojar la medicina, tomo un poco.
El viento me hace bien. Llega en pequeñas oleadas, pero son casi como caricias.
Unos pocos viajeros pasan por debajo. Retrocedo, apartándome de su línea de visión. Pasan inofensivos como fantasmas, y el viento arrastra sus palabras, que no llegan hasta mí. Siento un repentino deseo de cantar, pero me contengo.
Permanezco sentada durante largo rato, sumida en un ensueño de los elementos. Ha sido bueno este viaje al pasado, vivir de nuevo en el borde…
Debajo de mí. Otra figura familiar aparece ante mi vista, cargada con su equipo. No puedo distinguir sus rasgos desde aquí, pero no lo necesito. Cuando se detiene y prepara sus aparatos sé que se trata del fotógrafo de Schichirigahama, preparándose para captar otra vista del Fuji más permanente que cualquiera de las que yo deseo.
Le observo durante un rato, y él ni siquiera mira en mi dirección. Pronto me marcharé de nuevo, sin que él se haya dado cuenta de mi presencia. Atribuiré esto a una coincidencia. Provisionalmente, por supuesto. Si le veo de nuevo, tendré que matarle. Estaré demasiado cerca de mi meta para permitir que exista ni siquiera la posibilidad de una interferencia.
Será mejor que me marche ahora, porque prefiero viajar delante que detrás de él.
El Fuji desde lo alto, un buen lugar de descanso. Pronto nos veremos de nuevo.
Adelante, Hokusai; vámonos.
21. EL MONTE FUJI DESDE LAS MONTAÑAS TOTOMI
Los viejos aserradores, partiendo los troncos, modelándolos, han desaparecido. Solo el Fuji, nieve y nubes, permanece. Los hombres de la pintura parecen antiguos, como el tonelero de Owari. Sin embargo, aparte las que incluyen a los pescadores, que simplemente extraen sus necesidades de la naturaleza, esas son las dos únicas láminas en mi libro que pintan a gente modelando activamente algo en su mundo. Sus trabajos son demasiado tradicionales para mí como para ver en ellos la imagen de la Virgen y la Dinamo. Hubieran podido realizar el mismo trabajo un millar de años antes de Hokusai.
Sin embargo, es una escena de la humanidad modelando el mundo, y así me conduce por el sendero de los años hasta este tiempo, estos días de herramientas sofisticadas y cambios a gran escala. Veo dentro de ella la imagen de lo que vendrá después, de la piel de metal y los flujos pulsantes hacia los que se dirige el mundo. Y Kit está allí también, como un dios, cabalgando en las ondas electrónicas.
Turbador. Y sin embargo revelando una antigua elasticidad, como si esto también no fuera más que un parpadeo, una visión fugaz del movimiento de la humanidad en el tiempo, y, ganemos o perdamos, la materia prima seguirá ahí y al final triunfará sobre cualquier obstáculo. Realmente me gustaría creer esto, pero debo dejar las certezas a los políticos y los predicadores. Mi camino está trazado y delimitado por mi visión de lo que debe hacerse.
No he vuelto a ver al fotógrafo, aunque tuve un atisbo de los monjes ayer, acampados en la ladera de una distante colina. Los inspeccioné con mi telescopio, y eran los mismos con los que viajé brevemente. No me vieron, y di un rodeo para mantenerme alejada de ellos. Nuestros caminos no han vuelto a cruzarse desde entonces.
El Fuji: llevo ya veintiuno de tus aspectos. Vive un poco, muere un poco. Diles a los dioses, si piensas en ello, que un mundo está a punto de morir.
Sigo andando, y acampo temprano en un prado cerca de un monasterio. No deseo entrar en él después de mi última experiencia en un moderno lugar sagrado. Duermo en un lugar resguardado, cerca, entre rocas y pinos. El sueño acude fácil, dura hasta la madrugada.
Me despierto de pronto y temblando, en la quietud y la oscuridad. No puedo recordar ningún sonido externo ni ningún sueño turbador interno. Sin embargo siento miedo, incluso de moverme. Respiro cuidadosamente y espero.
Derivando, como un loto en un estanque, se ha acercado hasta mi lado; me domina desde arriba, lleva como una corona de estrellas, resplandece con su propia luz sobrenatural y lechosa. Es una imagen de rasgos delicados de un bodhisattva, no distinto de Kwannon, con ropas tejidas con rayos lunares.
—Mari.
Su voz es suave y acariciadora.
—¿Sí? —respondo.
—Has regresado para viajar por el Japón. Vienes a mí, ¿verdad?
La ilusión se rompe. Es Kit. Ha esculpido cuidadosamente su forma epígona y se reviste con ella para visitarme. Debe haber un terminal en el monasterio. ¿Intentará obligarme?
—Iba camino de verte, sí —consigo decir.
—Puedes unirte a mí ahora, si quieres.
Extiende una mano maravillosamente formada, como en una bendición.
—Tengo algunos asuntos que resolver antes de que nos reunamos.
—¿Qué puede ser más importante? He visto los informes médicos. Conozco la condición de tu cuerpo. Sería trágico que murieras por el camino, tan cerca de tu exaltación. Ven ahora.
—Has aguardado mucho tiempo, y el tiempo significa poco para ti.
—Eres tú quien me preocupa.
—Te aseguro que tomaré todas las precauciones. Mientras tanto, hay algo que ha estado preocupándome.
—Cuéntame.
—El año pasado hubo una revolución en Arabia Saudí. Parecía prometer mucho para los saudíes, pero también amenazaba los suministros de petróleo al Japón. De pronto, el nuevo gobierno empezó a aparecer muy mal en la prensa, y un nuevo grupo contrarrevolucionario empezó a aparecer también, más fuerte y con mejores ideales de los que realmente tenía. Las potencias importantes intervinieron con éxito del lado de los contrarrevolucionarios. Ahora están en el poder, y parecen incluso peores que el primer gobierno que fue derribado. Parece posible, aunque incomprensible para la mayoría, que los informes por ordenador de todo el mundo fueran un tanto engañosos.
Y ahora la Conferencia de Osaka intentará elaborar nuevos acuerdos petrolíferos con el último régimen. Parece como si el Japón hubiera sacado una gran ventaja de todo ello. En una ocasión me dijiste que tú estás por encima de tales asuntos mundanos, pero me lo pregunto. Eres japonés, amabas a tu país. ¿Puedes haber intervenido en eso?
—¿Y si lo hice? Es un asunto tan poco importante a la luz de los valores eternos. Si queda aún un toque de sentimiento en mí hacia tales cosas, no es deshonroso que favorezca a mi país y a mi gente.
—Y si lo has hecho, ¿no te sentirás impulsado a Intervenir de nuevo otro día, en algún otro asunto donde la costumbre o el sentimiento te digan que debes?
—¿Y qué si lo hago? —responde—. No haré más que extender un dedo y agitar un poco el polvo de la ilusión. En todo caso, eso me liberará un poco más.
—Entiendo —respondo.
—Dudo que así sea, pero lo entenderás cuando te hayas reunido conmigo. ¿Por qué no ahora?
—Pronto —digo—. Déjame arreglar antes mis asuntos.
—Te concederé unos cuantos días más —acepta—, y entonces deberás venir conmigo para siempre.
Inclino la cabeza.
—Te veré pronto de nuevo —le digo.
—Buenas noches, amor.
—Buenas noches.
Se aleja derivando, sin que sus pies toquen el suelo, y atraviesa los muros del monasterio.
Busco mi medicina y mi coñac. Una dosis doble de ambos…
22. EL MONTE FUJI DESDE EL RÍO SUMIDA EN EL EDO
Así llego al lugar del cruce. La lámina muestra al hombre del transbordador llevando a un cierto número de personas a través del río, hacia la ciudad y el atardecer. El Fuji se alza oscuro y melancólico en la distancia. Aquí pienso en Caronte, pero el pensamiento no es tan mal recibido como lo hubiera podido ser en otra ocasión. De todos modos, utilizo el puente.
Como sea que Kit me ha prometido un tiempo de gracia, paseo libremente por las brillantes calles, gozando de los olores y oyendo los sonidos y observando a la gente que va a sus asuntos. Me pregunto qué hubiera hecho Hokusai en los tiempos contemporáneos. Guarda silencio al respecto.
Bebo un poco, sonrío ocasionalmente, incluso me ofrezco una buena comida. Estoy cansada de revivir mi vida. No busco el consuelo de la filosofía o la literatura. Esta noche camino simplemente por la ciudad, paseando mi sombra sobre los rostros y las fachadas, los bares y los teatros, los templos y las oficinas. Esta noche cualquier cosa que se me acerque es bienvenida. Como sushi, juego, bailo. No hay ayer, no hay mañana para mí ahora. Cuando un hombre coloca su mano sobre mi hombro y sonríe, la llevo hasta mi pecho y río. Se revela bueno para una hora de ejercicios y risas en una pequeña habitación que encuentra para nosotros. Le hago que formule varias veces votos y promesas antes de dejarle, mientras me suplica que me quede. Demasiado que hacer y que ver, amor. Un saludo y un adiós.
Caminar…, cruzando parques, avenidas, jardines, plazas. Cruzando… Pequeños puentes y otros más grandes, calles y callejas. Ladra, perro. Grita, niño. Llora, mujer. Vengo y me marcho entre vosotros. Os siento con una pasión desapasionada. Lo tomo todo de vosotros dentro de mí, y puedo englobar a todo el mundo aquí, por una noche.
Camino bajo una ligera lluvia y sus frías secuelas. Mis ropas están empapadas, luego secas de nuevo. Visito un templo. Pago a un taxista para que me conduzca por toda la ciudad. Tomo una cena de última hora. Visito otro bar. Me detengo en un parque de juegos, donde me columpio y observo las estrellas.
Y me detengo ante una fuente que vierte incansablemente sus aguas bajo un cielo cada vez más claro, hasta que las estrellas han desaparecido y solo su perdido resplandor se derrama sobre mí.
Entonces, un desayuno y un largo sueño, otro desayuno y un sueño más largo todavía…
¿Y tú, padre mío, aquí en las tristes alturas? Pronto deberé abandonarte, Hokusai.
23. EL MONTE FUJI DESDE EL EDO
Caminar de nuevo, en un nuboso atardecer. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que hablé con Kit? Demasiado, estoy segura. Un epígono puede aparecer saltando hacia mí en cualquier momento.
He reducido mi búsqueda a tres templos —ninguno de ellos el de la pintura, por supuesto, solo esa porción superior de su techumbre vista desde ese ángulo imposible, con el Fuji detrás asomando su pico, humo, nubes, niebla entremedio—, pero tengo la sensación de que uno de esos tres servirá en el azul del atardecer.
He pasado junto a todos ellos muchas veces, como un pájaro trazando círculos. Me siento reacia a hacer más que eso, porque tengo la sensación de que alguien hará pronto la elección correcta por mí. Fui consciente en algún momento, no hace mucho, de que era seguida, realmente seguida esta vez, en mi vagar. Parece que mis peores miedos no carecen de fundamento: Kit está empleando agentes humanos además de epígonos. ¿Cómo los ha buscado y cómo los ha atado a su servicio? No quiero adivinarlo. ¿Qué otra persona puede estarme siguiendo a estas alturas, para vigilar que mantenga mi promesa, para obligarme si es necesario?
Reduzco el paso. Pero quienquiera que sea que está detrás de mí hace lo mismo. Todavía no. Muy bien.
La niebla se espesa. Los ecos de mis pisadas suenan ahogados. También los que oigo a mis espaldas. Una lástima.
Me encamino al otro templo. Reduzco de nuevo el paso cuando llego a sus proximidades, con todos los sentidos extendidos, alerta.
Nada. Nadie. Todo parece correcto. El tiempo no es problema. Sigo avanzando.
Al cabo de un rato me acerco al recinto del tercer templo. Tiene que ser este, pero necesito algún movimiento de mi perseguidor para darme la señal. Entonces, por supuesto, debo librarme de esa persona antes de efectuar mi propio movimiento. Espero que no se me ponga demasiado difícil, porque todo girará en torno a ese pequeño conflicto.
Reduzco por tercera vez el paso, y nada aparece excepto la humedad de la niebla sobre mi rostro y los nudillos de mi mano apretados en torno al bastón. Me detengo. Busco en mi bolsillo un paquete de cigarrillos que compré hace varios días, cuando me sentía de un humor festivo. Dudo que puedan acortar mi vida.
Mientras me llevo uno a los labios oigo la voz:
—¿Desea lumbre, señora?
Asiento con la cabeza mientras me vuelvo.
Es uno de los dos monjes el que me tiende un encendedor y hace brotar la llama. Observo por primera vez la gruesa arista callosa a lo largo del borde de su mano. Hasta ahora la había mantenido cuidadosamente oculta a la vista, durante todo el tiempo que estuvimos juntos. El otro monje aparece a sus espaldas, un poco hacia la izquierda.
—Gracias.
Inhalo, y envío el humo a unirse a la niebla.
—Ha recorrido usted un largo camino —afirma el hombre.
—Sí.
—Y su peregrinaje ha llegado a su fin.
—Oh. ¿Aquí?
Sonríe y asiente. Vuelve la cabeza hacia el templo.
—Este es nuestro templo —dice—, donde adoramos al nuevo Bodhisattva. La aguarda en el interior.
—Puede continuar aguardando hasta que termine mi cigarrillo —digo.
—Por supuesto.
Estudio al hombre con una mirada casual. Probablemente sea un buen karateka. Yo soy muy buena con el bo. Si fuera solo uno lo vencería con facilidad. Pero dos, y el otro probablemente tan bueno como este… Kokuzo, ¿dónde está tu espada? De pronto siento miedo.
Me doy la vuelta, dejo caer el cigarrillo, giro de nuevo para el ataque. Está preparado, por supuesto. No importa. Lanzo el primer golpe.
Por entonces, sin embargo, el otro hombre está trazando un círculo, y debo girarme y avanzar defensivamente, y girar, y girar. Si eso sigue demasiado tiempo conseguirán dominarme.
Oigo un gruñido cuando uno de mis golpes conecta con un hombro. Bien, eso al menos es algo…
Me veo obligada a ceder lentamente terreno, a retirarme hacia la pared del templo. Si consiguen llevarme demasiado cerca de ella, interferirá con mis golpes. Intento de nuevo mantener mi terreno, lanzar un golpe decisivo…
De pronto, el hombre a mi derecha se derrumba, con una figura de negro a sus espaldas. No hay tiempo para especular. Dedico mi atención al primer monje, y un momento más tarde conecto otro golpe, luego otro.
Mi rescatador no lo está haciendo tan bien, sin embargo. El segundo monje se lo ha sacudido de encima y está lanzándole golpes capaces de quebrar los huesos. De todos modos, mi aliado sabe algo del combate cuerpo a cuerpo sin armas, porque adopta una posición defensiva y bloquea la mayoría de esos golpes, incluso lanza él algunos. De todos modos, el otro le supera claramente.
Al fin alzo una pierna y conecto otro golpe al hombro. Pruebo tres golpes más a mi hombre mientras está en el suelo, pero rueda sobre sí mismo, alejándose de ellos, y vuelve a ponerse en pie. Oigo un seco grito a mi derecha, pero no puedo apartar la vista de mi adversario.
Ataca de nuevo, y esta vez lo atrapo con un repentino revés y aplasto su sien con otro. Entonces me doy la vuelta, apenas a tiempo, porque mi aliado está tendido en el suelo y el segundo monje se lanza contra mí.
O bien tengo suerte, o está herido. Lo atrapo fácilmente y lo alcanzo con una rápida serie de golpes que lo derrumban, definitivamente fuera de combate.
Corro al lado del tercer hombre y me arrodillo a su lado, jadeante. Ya había visto su pendiente de oro cuando avancé hacia el segundo monje.
—Boris. —Tomo su mano—. ¿Por qué estás aquí?
—Te dije… que podía tomarme algunos días libres… para ayudarte —murmura, mientras la sangre se desliza por las comisuras de su boca—. Te encontré. Estaba tomando fotos…, y vi… Me necesitabas.
—Lo siento —digo—. Te estoy agradecida, pero lo siento. Eres un hombre mejor de lo que creía.
Aprieta mi mano.
—Te dije que me gustabas… Maryushka. Lástima… que no tengamos… más tiempo…
Me inclino y le beso, manchándome la boca de sangre. Su mano se relaja en la mía. Nunca he sido buena juez de la gente, excepto después de los hechos.
Y así me levanto. Lo abandono allí en el húmedo pavimento. No hay nada que pueda hacer por él. Entro en el templo.
Está oscuro cerca de la entrada, pero hay muchas luces votivas al fondo. No veo a nadie por los alrededores. No esperaba ver a nadie. Solo los dos monjes, preparados para llevarme hasta el terminal. Me dirijo a las luces. Tiene que ser en alguna parte ahí detrás.
Oigo la lluvia golpear contra el techo mientras busco. Hay pequeñas estancias a cada lado, detrás de las luces.
Allí está, en la segunda. Ya cuando cruzo el umbral siento esa ionización familiar que me dice que Kit está haciendo algo allí.
Apoyo mi bastón contra la pared y me acerco. Pongo una mano sobre el zumbante terminal.
—Kit —digo—. He venido.
Ningún epígono surge ante mí, pero siento su presencia, y parece hablarme como lo hizo aquella noche hace tanto tiempo cuando yo estaba sentada en el sillón y tenía puesto el casco.
—Sabía que estarías aquí esta noche.
—Yo también —respondo.
—¿Has terminado todos tus asuntos?
—La mayoría.
—¿Y estás lista ahora para unirte a mí?
—Sí.
De nuevo siento ese movimiento, de naturaleza casi sexual, mientras él fluye dentro de mí. En un momento me arrastrará a su reino.
Tatemae es lo que muestras a los demás. Honne son tus auténticas intenciones. Como aconsejó Musashi en el Libro de las Aguas, intento no revelar mi honne ni siquiera en este momento. Simplemente adelanto la mano libre y dejo caer mi bastón, de modo que su punta de metal, con las baterías conectadas, golpee fuertemente el terminal.
—¡Mari! ¿Qué has hecho? —pregunta, dentro de mí ahora, mientras cesa el zumbido.
—He cortado tu línea de retirada, Kit.
—¿Por qué?
El cuchillo ya está en mi mano.
—Es la única forma para nosotros. Te ofrezco este jigai, esposo mío.
—¡No!
Siento que intenta alcanzar el control de mi brazo mientras exhalo el aire. Pero es demasiado tarde. Ya se está moviendo. Noto la hoja penetrar en mi garganta, en el punto preciso.
—¡Loca! —grita—. ¡No sabes lo que has hecho! ¡No puedo regresar!
—Lo sé.
Mientras me derrumbo contra el terminal creo oír un sonido rugiente que crece a mis espaldas. Es la Gran Ola, que finalmente viene en mi busca. Mi único pesar es que no podré realizar la última estación, a menos, por supuesto, que eso sea lo que Hokusai está intentando mostrarme, ahí al lado de la pequeña ventana, más allá de la niebla y la lluvia y la noche.
24. EL MONTE FUJI EN UNA TORMENTA DE VERANO