Los Rostros de Pine Punes

Ramsey Campbell

1.

Cuando sus padres empezaron a discutir Michael salió fuera. Todavía podía oírles a través de la delgada pared de la caravana.

—Todavía no necesitamos detenernos —estaba suplicando su madre.

—Nos detendremos —dijo su padre—. Ya es hora de dejar de ir dando tumbos por ahí.

¿Pero por qué ella quería marcharse de allí? Michael miró a su alrededor, a la Caravanera de Pine Dunes. El poblado de metal de caravanas lo rodeaba por todas partes, frío y brillante en la tarde de noviembre. Más allá de las dunas, allí delante, oyó el dormitar del mar. En los otros tres lados se alzaba el bosque; restos del otoño, fantasmas de color, se dispersaban por entre los árboles; distantes ramas exhibían una última bruma dorada de hojas. Inhaló la calma. Casi se sintió en casa.

Su madre estaba insistiendo.

—Todavía eres joven —le dijo a su padre.

¡Está bromeando!, pensó Michael. Quizás intentaba halagarle.

—Hay lugares que no hemos visto —dijo con añoranza.

—No necesitamos verlos. Necesitamos quedarnos aquí.

La lentitud de la discusión, las voces ahogadas por la pared metálica, frustraban a Michael; deseaba asegurarse de que se quedaban allí. Se apresuró al interior de la caravana.

—Quiero quedarme aquí —dijo—. ¿Por qué tenemos que seguir moviéndonos todo el tiempo?

—No entres aquí hablándole de este modo a tu madre —gritó su padre.

Hubiera debido quedarse fuera. La discusión parecía reducir aún más el apretado espacio dentro de la caravana; hacía la presencia de su padre todavía más abrumadora. El enorme y resollante cuerpo de su padre estaba recostado en el canapé, que se hundía bajo su peso; su pequeña y frágil esposa estaba perchada en lo poco del canapé que quedaba desocupado, como si se hubiera apretado para encajar allí. Mirándoles, Michael se sintió asfixiar.

—Me voy fuera —dijo.

—No te vayas —pidió su madre ansiosamente; él no pudo ver por qué—. No discutiremos más. Quédate y haz algo. Estudia.

—Déjale irse. Cuanto más pronto conozca a la gente de aquí mejor.

Michael se resintió de la implicación de que si salía obedecía a su padre.

—Solo voy a dar una vuelta —dijo. Aquella seguridad podía ayudarle; sabía cómo se sentía uno al ser dominado por aquel hombre.

Miró hacia atrás desde la puerta. Su madre había abierto la boca, pero su padre estaba diciendo:

—Nos quedamos. Ya he tomado mi decisión. —Y se atendría a ella, pensó Michael, aún resentido. Todo lo que el hombre podía hacer era permanecer allí echado, pensó rencorosamente; eso era todo lo que sabía hacer. Salió con una risita burlona. La forma en que su padre había ganado peso durante el último año, su deseo de quedarse en este parque de caravanas, le recordaron la llegada de un elefante a su cementerio de elefantes.

Ahora hacía más frío. Michael se alzó la capucha de su anorak. Se estaban cerrando cortinas y encendiendo luces. Los árboles se alzaban, intrincadamente nítidos, contra un cielo como papel de jade translúcido. Empezó a subir las dunas hacia el mar. Pero por aquel lado el cielo estaba más negro; un mar oscuro como el lodo se agitaba nervioso y lanzaba sus olas contra la desolada playa. Se volvió hacia el bosque. Detrás de él la arena siseaba por entre la hierba.

El bosque se agitaba al viento. Bancos de hojas se arremolinaban en el aire al extremo de racimos de ramas. Siguió un sendero que avanzaba desde la carretera de acceso a la Caravanera. Poco después la diversidad de árboles cedió paso a miles de pinos. Las piñas yacían en el suelo como huevos sobre nidos de caídas agujas. La alfombra de agujas brillaba con un color naranja oscuro en el anochecer, un tapiz naranja que exhibía hilera tras hilera de esbeltos pinos que se empequeñecían hacia el ocaso.

Siguió el sendero. Los pinos estaban respaldados por árboles más recios, más altos y más entrelazados. Más allá de la maraña de sus ramas el azul del cielo se hacía más oscuro; un creciente de luna se deslizaba de rama en rama. La maleza se amasaba entre los troncos; se hacía más alta y más densa a medida que avanzaba. La curva del sendero lo llevaría de vuelta hacia la carretera.

El suelo se estaba volviendo más blando bajo sus pies. Los sorbía en la oscuridad. Los arbustos se habían cerrado ahora sobre él; apenas podía ver. Luchó contra ellos, siguiendo la curva. Las hojas se frotaban entre sí susurrando en su oído, como labios disecados; sus secas lenguas muertas parloteaban. De pronto el techo del túnel boscoso descendió bruscamente. Para seguir adelante tendría que arrastrarse.

Se volvió con dificultad. A ambos lados las espinas atraparon sus mangas; su oscuridad estaba confinada por dos hileras de indistintos captores. Era como si la medianoche ya hubiera llegado allí, debajo de los enmarañados arcos; pero la oscuridad era sólida y tenía garras. Sobre su cabeza, los escasos fragmentos de cielo nocturno apenas iluminaban el túnel.

Consiguió salir de allí y regresar apresuradamente. Pero apenas había dado unos pasos cuando su camino se vio bloqueado por una enorme y espinosa oscuridad. Fintó a la izquierda del matorral, luego a la derecha, intentando irritadamente calmar su corazón. Pero no había ningún sendero. Había perdido el camino en la oscuridad. A su alrededor cosas imprecisas se agitaban, susurraban.

Empezó a maldecirse. ¿Qué lo había poseído para ir hasta allí? ¿Por qué demonios había decidido explorar tan a última hora? ¿Cómo podía un bosque ser tan impenetrable? Tanteó en busca de aberturas entre masas de espinos. A veces las encontró, aunque a menudo no dejaban pasar su cuerpo. La oscuridad era un laberinto de falsos senderos.

Finalmente tuvo que regresar a la boca del túnel y arrastrarse. Una humedad invisible rezumaba del suelo entre sus dedos. La maleza se apretaba más contra él a medida que avanzaba, pinchándole con sus espinas. Sentía frágil su piel, sus nervios inestables; ardía, pero su calor parecía quebrarse a menudo, inundándole con el frío de la noche.

Allí había algo aún menos agradable. A medida que se arrastraba, la progresiva oscuridad —o parte de ella— parecía moverse a su lado. Era como si alguien estuviera siguiendo su mismo camino, quizás a cuatro patas, fuera del túnel. Cuando se detenía, lo mismo hacía su seguidor. Alcanzaría el extremo del túnel al mismo tiempo que él.

No era más que su imaginación, ayudada por el angosto paso entre los arbustos y los cercanos troncos de los árboles. Aparte el crujir de la madera y el susurrar de las hojas, no había ningún sonido más allá del túnel…, ciertamente no los pasos de nadie. Siguió arrastrándose. Los inquietantes ruidos húmedos que acompañan aquellos pasos que le seguían eran los de su propio avance. Pero se arrastró más lentamente, y la oscuridad le imitó. ¿No se estaba reduciendo aún más el espinoso túnel allá delante? Iba a atraparle. Presa de pronto del pánico, empezó a gatear hacia atrás.

Las espinas apenas dificultaron su retirada. Debía de haberlas roto todas. Emergió jadeante, alegre por la pequeña ganancia de luz. A su alrededor la maleza apretaba más cerca que nunca. Retrocedió a lo largo de lo que creía que era su sendero original. Cuando alcanzó el obstáculo se abrió camino aplastándolo, debatiéndose y forcejeando, salvaje por el pánico, decidido a no ceder. Sus manos estaban llenas de arañazos; oyó rasgarse su ropa. Bueno, las espinas tenían eso.

Cuando alcanzó finalmente un espacio abierto, su pánico desapareció con un fuerte suspiro. Empezó a caminar tan rápido como parecía seguro hacia donde recordaba que estaba la carretera. Sobre su cabeza regresaron las negras redes de ramas, ocultando momentáneamente las estrellas. En una ocasión, entre el enorme rumor del bosque, creyó oír un cuerpo pesado que se movía por entre los arbustos cercanos. Buena suerte a quien fuera. Allá delante, en la listada oscuridad, colgaban pequeñas ventanas iluminadas. Había encontrado el parque de caravanas, pero solo extraviando el camino.

Estaba en casa. Se apresuró hacia la luz, sonriendo. En los callejones de metal las camisas colgaban cuello abajo, goteantes; se agitaban desesperadamente en el viento. La caravana estaba a oscuras. En la habitación principal, encima del canapé como si alguien la hubiera abandonado después de leerla, había una nota: hemos salido, volveremos tarde. Su madre había añadido: no te vayas tarde a la cama.

Había acudido en busca de compañía. Ahora la caravana parecía demasiado brillantemente iluminada y falsa: una lata de conservas amueblada. Se preparó café, hojeó vagamente sus ajados libros de bolsillo, abrió y cerró el kit de un juego de ajedrez de bolsillo. Rebuscó entre su caja de souvenirs: conchas, piedras pulidas; una diminuta Biblia; un globo de nieve sintética dentro del cual una enorme y vaga figura, que presuntamente era un muñeco de nieve, se alzaba delante de una casa; una linterna sin pilas a cuyo cristal había adaptado un juego de caras de Halloween; un anillo gris deslucido cuyo metal se hinchaba en una protuberancia sobre la que se arrastraban lentamente los cambiantes colores. La caja de cartón estaba llena de recuerdos: el Severn Valley, las colinas de Gales, la llamativamente llameante milla de Blackpool; no podía recordar de dónde procedía el anillo. Pero los recuerdos eran confusos esta noche, no le atraían.

Fue a la habitación de sus padres. Le parecía como un segundo almacén de ropas y artículos de tocador. Halló la gran caja metálica de su padre, pero estaba cerrada como de costumbre. Bueno, de todos modos Michael no deseaba leer sus viejos libros. Buscó anticonceptivos, pero como había esperado no había ninguno. Si no estaba equivocado, sus padres no los necesitaban. Pobres. Nunca había sido capaz de imaginar cómo lo habían tenido a él.

Finalmente volvió a salir. El incesante bamboleo de la caravana, su hueco resonar en el viento, había empezado a enfurecerle. Se apresuró por la carretera entre los pinos; el viento agitaba las agujas. En la carretera principal los autobuses se dirigían a Liverpool. Pero ya había estado allí varias veces. Tomó un autobús en la dirección contraria.

El autobús estaba casi vacío. Unos pocos pasajeros se balanceaban en sus asientos al compás de las irregulares carreteras comarcales. La oscuridad se extendía fuera, a veces convertida en imprecisos setos. El cono de los faros iluminaba insectos voladores, en una ocasión una ardilla. Allá delante el cielo resplandecía, como un pequeño amanecer localizado. Empezaron a aparecer luces detrás de casas silueteadas; se abrieron calles, brillaron.

El autobús se detuvo en una plaza, detrás de la cruz del pueblo. Los pasajeros se apresuraron a salir, las cabezas hundidas en sus cuellos. Casi de inmediato la calle volvió a quedar desierta, el autobús desapareció. Los toldos recogidos chasqueaban, agitados por el viento. Quizá después de todo hubiera debido ir a la ciudad. Estaba varado allí durante… Consultó los horarios: Dios, dos horas hasta el siguiente autobús.

Caminó por entre las grises casas de piedra. Las farolas brillaban plateadas; la luz se reflejaba en los escaparates de las tiendas, detrás de los cuales podía ver imprecisos fantasmas de mercancías. Las cortinas brillaban cálidas, las chimeneas echaban humo. Sus tacones resonaban mecánicamente en los adoquines. Calles, calles, vacías calles. Luego las calles empezaron a estar concurridas, con relucientes coches aparcados. Allá delante, en la pared de un edificio, había un cartel de luces de colores, las cuatro de la madrugada. Un club.

Vaciló, luego bajó los escalones. Quizá no encajara con los propietarios de los coches deportivos, pero en cualquier caso era mejor que vagar por las heladas calles. Al final del tramo de escaleras había un pequeño mostrador al lado de una puerta que conducía a una multicolor semioscuridad. Un hombre de nariz rota con traje de etiqueta estaba sentado detrás del mostrador.

—¿Es usted miembro, señor? —dijo con un acento que era casi tan convincente como su traje.

Dentro era peor de lo que Michael había imaginado. Una serie de parejas giraban letárgicamente en una pisa de baile, brillando y cambiando de color como bailarines de juguete. Había grupos de gente gritándose unos a otros con acento del campo, agitándose y riendo; algunos le miraron mientras reían. Oyó sus conversaciones: lanchas de motor, malditos bolcheviques, el tercer aborto de alguien. No le importaba conocer gente nueva —había aprendido a que no le importara—, pero podía decir que aquella gente prefería ignorarle.

Sus tres libras de la solicitud de miembro incluían una bebida gratis. Tenía que tener eso en cuenta, pensó. Pidió una cerveza, ante el blando desdén del camarero. Mientras llevaba la jarra a una de las mesas bajas libres fue consciente del pisar de sus botas sobre las tablas del suelo. No había nada malo en ellas, se las había limpiado antes de entrar. Bebió lentamente, haciendo durar la jarra, y contempló el suave brillo del líquido.

Cuando alguien se sentó en la mesa a su lado no miró. Pero finalmente tuvo que hacerlo, porque ella lo estaba mirando a él. ¿Qué pasaba con ella, acaso él era un espectáculo? A menudo se sentía extraño en medio de grupos, pero nunca se había sentido más como un fenómeno que allí. Sus brazos de largos huesos rodearon protectoramente su cuerpo, alzó sus desmañadas piernas.

Pero ella estaba sonriendo. Su mirada tenía unos ojos muy grandes e inocentes, si bien algo extraños.

—Te he visto antes —dijo—. ¿Cómo te llamas?

—Michael. —Sonó como una flema; carraspeó—. Michael. ¿Y tú?

—June. —Hizo una mueca como si supiera a medicina.

—No hay nada malo en ese nombre. —Aquel asomo de insatisfacción consigo misma lo envalentonó.

—No te has mudado aquí, ¿verdad? ¿Estás de visita?

Había algo extraño en ella: en sus ojos, en la forma en que parecía buscar sus preguntas.

—Mis padres tienen una caravana —dijo—. Están en la Caravanera Pine Dunes. Amarramos la semana pasada.

—Ya. —Dejó escapar la palabra como si fuera un suspiro—. Como un barco. Eso tiene que ser fantástico. Me gustaría tener una. Solo para poder ver cosas nuevas todo el tiempo, nuevos lugares. La única forma en que puedes ver cosas nuevas aquí es tomando ácido. Ahora estoy en pleno viaje.

Él enarcó ligeramente las cejas; su débil sonrisa era casi como un encogimiento de hombros.

—Eso es lo que quiero decir —dijo ella con una sonrisa—. Esa gente se hubiera sentido realmente impresionada. Son tan provincianos. Tú no.

De hecho, él no estaba seguro de cómo reaccionar. Las pupilas de los ojos de ellas se estaban expandiendo y contrayendo rápidamente, la una independientemente de la otra. Pero su pequeño rostro era atractivo, su pequeño cuerpo tenía firmes pechos.

—Vi danzar la luna antes —dijo—. Ahora estoy empezando a bajar. Pensé que me gustaría observar a la gente. Tú no hubieras sabido que estaba viajando, ¿verdad? Puedo controlarlo cuando lo deseo.

En realidad no estaba hablando con él, pensó Michael; solo deseaba una audiencia para proseguir su viaje. Había oído cosas sobre el LSD.

—¿Tienes miedo de empezar a viajar cuando no pretendías hacerlo?

—Flashbacks, quieres decir. Nunca he tenido ninguno. No creo que me gustara. —Contempló su escepticismo—. No hay necesidad de asustarse de las drogas —dijo—. Viaja todo tipo de gente. Las brujas solían hacerlo. Mira, te lo dice aquí.

Rebuscó en su bolso y sacó un libro; parecía tener dificultad en mover los dedos. La brujería en Inglaterra.

—Te lo doy si quieres —dijo—. ¿Tienes algún trabajo?

Michael necesitó un momento para darse cuenta de que ella había cambiado de tema.

—No —dijo—. No hace mucho que dejé la escuela. Tuve que hacer un tiempo extra debido a todos esos traslados. Tengo veinte años. Espero conseguir un trabajo pronto. Creo que nos quedaremos aquí.

—Ese podría ser un buen trabajo —dijo ella, y señaló un letrero detrás de la barra: se busca barman con experiencia—. Creo que quieren librarse de ese tipo de ahí. No le gusta a la gente. Conozco a un montón de personas que vendrían aquí si encontraran a alguien cordial como tú.

¿Era solo su viaje hablando por su boca? Dos muchachas dijeron adiós a un grupo y se acercaron.

—Nos vamos, June. Nos veremos pronto.

—Muy bien. Hey, este es Michael.

—Encantada de conocerte, Michael.

—Espero que nos veamos de nuevo.

Quizá sí. Aquella gente no parecía mala después de todo. Acabó su cerveza y pidió otra, frunciendo el ceño ante el precio y contemplando el letrero del puesto de trabajo. June rechazó otra bebida.

—Te deshincha.

Hablaron de los viajes de él, de las insatisfacciones de ella y de su falta de dinero para mudarse. Cuando él tuvo que irse ella dijo:

—Me alegra haberte conocido. Me gustas. —Y cuando ya se marchaba llamó—: SI consigues este trabajo vendré aquí.

2.

La oscuridad lo cegó. Pesaba sobre él, y se movía. Era más que oscuridad: era carne. Debajo de él y alrededor de él y encima de él, cuerpos soñolientos se arrastraban ciegamente. Eran enormes; también lo era él. Mientras derivaban incesantemente oyó sonidos de lodo o carne.

Él también derivaba. Era algo más que inquietud. Sentía inestable todo su cuerpo; no podía fijar su propia forma; cada vez que parecía percibirla, cambiaba. Y su mente; la sentía demasiado llena, fragmentos extraños que difícilmente encajaban. Recuerdos de fantasías flotaban vagamente a través de ella. Círculos de piedra. Montañas acribilladas de agujeros; rostros resplandecientes como un racimo de burbujas en la boca de una cueva. Enormes ojos soñadores debajo de piedra y mar. Un laberinto de espinas. Su propio rostro. ¿Pero por qué su propio rostro era solo un recuerdo?

Despertó. El amanecer lo sofocó como un gas gris; permaneció tendido, jadeante. Todo estaba bien. No era su propio rostro el que había parecido recordar en el sueño. Su cuerpo no se había hecho enorme. Sus grandes huesos eran todavía flacos. Pero pese a todo había una figura enorme. Gravitaba sobre él en la ventana, con su enorme rostro mirándole desde arriba.

Despertó, y tuvo que aferrar la oscuridad antes de poder encontrar el interruptor de la luz. Se retorció hasta sentarse en el borde del canapé, las piernas enredadas en las sábanas, a fin de no quedar dormido de nuevo. A su alrededor la caravana era plana y brillante y vacía. Más allá de la puerta entreabierta de la habitación de sus padres podía ver que su cama estaba impoluta y vacía.

Estaba seguro de haber tenido aquel sueño antes…, la figura en la ventana. De alguna forma lo asociaba con un molino de viento, un recuerdo de infancia que no podía localizar. ¿Había sido mientras estaba con sus abuelos? El sueño se estaba desvaneciendo en la luz. Miró su reloj: las dos de la madrugada. No deseaba dormirse de nuevo hasta que el sueño hubiera desaparecido.

Salió de la caravana. Se estaba alzando viento; un fuerte susurro cruzó el bosque, las caravanas a oscuras se balancearon y crujieron un poco en sus cables de amarre; detrás de todo, vasto y constante, el mar murmuraba vagamente. Jirones de nubes se deslizaban sobre la luna casi llena; la luz las atrapaba, pero se deslizaban y se alejaban. Sus padres no se habían llevado el coche. ¿Adonde habían ido? Irracionalmente, creyó saberlo; si solo pudiera recordar. ¿Por qué salían tanto de noche?

Un sonido interrumpió sus meditaciones. El viento lo arrastró hasta él solo para alejarlo de nuevo en la otra dirección. Parecía distante, y en consecuencia tenía que ser fuerte. ¿Contenía palabras? ¿Era alguien que se sentía violentamente mal e intentaba gritar? La luz de la luna aleteó entre una procesión de oscuras nubes. Un borracho sin duda, gritando incoherentemente. Michael miró hacia el borde del bosque y se preguntó acerca de sus padres. Luego se encogió de hombros. A aquellas alturas tendría que estar acostumbrado a su comportamiento nocturno.

Cerró de golpe la puerta. Su sueño todavía seguía aferrado a él. Había habido algo extraño acerca de la cabeza en la ventana, aparte su tamaño. Algo sobre ella le había recordado desagradablemente una burbuja. ¿No había ocurrido eso la primera vez que había tenido el sueño? Pero se estaba sonriendo a sí mismo: no importaban los sueños, ni sus padres. Piensa en June.

Había ido al club casi cada noche desde que había aceptado el trabajo, hacía un mes. Había dudado toda una semana, luego había vuelto y había preguntado por el empleo. El barman había fruncido el ceño y había llamado al director…, ¿para echar fuera a Michael? Pero June había dicho que sus padres conocían bien a Michael.

—Muy bien. Te daremos seis semanas y veremos cómo lo haces. —El barman lo había entrenado, siempre burlón y rápido en criticar. Pero los clientes habían empezado a preferir que les sirviera Michael. Lo aceptaron, y descubrió que podía ser cordial. Nunca se sintió menos como un extraño.

Siempre que el director no preguntara a los padres de June. June había invitado a Michael a su cottage un par de veces. Sus padres se habían mostrado educados, fríos, fascinados, desdeñosos. Él había intentado encajar sus largas y flacas piernas debajo de su silla, de modo que el extremo de sus pantalones cubriera sus botas…, y durante todo el tiempo se sintió de alguna manera superior a aquella gente, con solo pensar en ello.

—Tampoco son mi tipo de gente —le había dicho June, mientras caminaban hacia el club—. ¿Cuándo podemos ir a tu caravana?

Él no lo sabía. Todavía no les había hablado a sus padres de ella; la reacción a la noticia de su trabajo no había sido la que esperaba. Su madre le había mirado tristemente, y él había tenido la sensación de que estaba ocultando algo más que sus sentimientos, como tenían que hacer todos en la abarrotada caravana.

—¿Por qué no vas a la ciudad? Hay mejores trabajos ahí.

—Pero aquí me siento como en casa.

—Eso es cierto —había dicho su padre—. Eso es cierto. —Miró de una forma extraña a Michael, con una especie de inquieta alegría. Michael se había sentido oprimido, envuelto por aquella mirada. Por supuesto que no había nada malo en ella, su padre se había sentido intranquilo ante la noticia del primer trabajo de su hijo, su primer paso en el mundo, eso era todo.

—¿Puedo coger el coche para ir al club?

Su padre se había puesto dogmático de inmediato; su concha se había cerrado herméticamente.

—Todavía no. Pronto conseguirás las llaves.

No había parecido que valiera la pena discutir. Aunque sus padres raras veces utilizaban el coche por la noche, nunca le habían entregado a Michael las llaves. ¿Adónde iban por la noche? «Cuando seas mayor» nunca había parecido una explicación. Pero sus excursiones nocturnas eran mucho más frecuentes ahora que cuando habían llegado a Pine Dunes. ¿Y por qué su madre estaba tan ansiosa por persuadir a su padre de que se marcharan?

No importaba. A veces se alegraba de que estuviesen fuera; le proporcionaba la oportunidad de estar a solas, la caravana parecía menos agobiante, podía respirar con más libertad. Podía relajarse, a salvo de la amenaza de la abrumadora presencia de su padre. Y si no hubieran salido aquella noche nunca hubiera conocido a June.

Debido a sus vagabundeos con la caravana nunca había tenido tiempo de hacer amigos. Se había sentido más atraído a su último amarradero que a cualquier persona…, hasta que conoció a June. Ella era la primera muchacha que lo había excitado. Su pequeño y esbelto cuerpo, sus rápidos y brillantes ojos, sus pequeños pechos…, sentía que su cuerpo se agitaba cuando pensaba en ella.

Durante años había temido ser impotente. En una ocasión, en la escuela, un muchacho le había mostrado una novela erótica. Había leído acerca de los jadeos de placer, del crujir de la cama. Gradualmente se había dado cuenta de por qué aquello le turbaba. Las paredes de la caravana eran delgadas; siempre podía oír a su padre roncando y resollando, como un enorme pez varado en la orilla de un sueño. Pero nunca había oído a sus padres copulando.

Su impulso sexual debió de desvanecerse rápidamente poco después de que él naciera…, tan pronto, pensó, como había servido a su propósito. ¿Sería tan débil el suyo? ¿Llegaría a funcionar? Sí, jadeó sobre June, la primera vez que sus padres estuvieron fuera.

—Creo que sería una buena cosa hacer el amor con ácido —había dicho ella mientras permanecían abrazados—. De esa forma te conviertes en uno, dos seres unidos en uno solo. —Pero él creyó que le aterraría tomar LSD, aunque lo que ella le había dicho lo atraía profundamente.

Deseó que ella estuviera allí ahora. La caravana osciló; la puerta de sus padres se abrió con un crujido, imitada por la puerta del baño, que a menudo se abría de golpe. Las cerró irritadamente. El sueño de la cabeza-burbuja en la ventana —si eso era lo que había de malo en él— derivaba alejándose. Pronto se quedaría dormido. Tomó La brujería en Inglaterra. Parecía lo bastante árido como para ayudarle a dormir. Y era de June.

Brujas desnudas danzaban en la cubierta y en muchas de las páginas. Danzaban obscenamente. Danzaban lascivamente. Cantaban obscenamente. Y así. Usaban drogas venenosas, como la belladona. Sin duda eso había interesado a June. Fue pasando ociosamente las páginas; su mirada recorría impacientemente las letras.

De pronto se detuvo ante un nombre: Severnford. Bien, eso era interesante. Podemos imaginar, insistía el libro, a las brujas remando hacia la isla en medio del oscuro río, y realizando actos innombrables ante la pálida roca a la luz de la luna; pero Michael no podía imaginar nada de este tipo, ni lo intentó. Todavía se dice que las brujas visitan la isla, decía el libro antes de que interrumpiera la lectura y siguiera pasando las hojas. Pero unas cuantas páginas más adelante su atención fue retenida de nuevo.

Contempló el nuevo nombre. Luego fue reluctante al índice. Las palabras brotaron de inmediato de las columnas, ansiosas por ser vistas. Se deslizaron en su mente como si las ranuras para alojarlas hubieran estado preparadas desde hacía años. Exham. Whitminster. The Old Horns. Holihaven. Dilham. Severnford. Su padre había detenido la caravana en todos ellos, y sus padres habían salido de noche.

Estaba mirando todavía la lista, aturdido, cuando la puerta se abrió de golpe. Su padre le miró agudamente, luego fue al dormitorio.

—Vamos —le dijo a la madre de Michael, y se sentó pesadamente en la cama, que chirrió. Para la perpleja mente de Michael el cuerpo de su padre pareció desparramarse cuando se sentó, como una jalea dejada caer. Su madre se sentó obediente, su mirada tímidamente baja; parecía pálida y encogida…, por el miedo, supo de inmediato Michael—. Tú vete a la cama —le dijo a Michael, alzando un pie sin ningún esfuerzo para cerrar la puerta de una patada. Casi hasta el amanecer Michael permaneció tendido en la crujiente e inestable oscuridad, pensando.

3.

—Tienen que haber visto ustedes todo tipo de lugares —dijo June.

—Hemos visto unos cuantos —admitió la madre de Michael. Sus ojos se movieron inquietos. Parecía nerviosamente resentida, quizá de que le recordaran algo que deseaba desesperadamente olvidar. Finalmente, como si tras una lucha hallara el coraje necesario, consiguió decir—: Puede que veamos algunos más.

—Oh, no, en absoluto —dijo su marido. Permanecía sentado medio recostado en el canapé, como si su cuerpo fuera un peso que hubiera dejado caer allí. Ahora que había cuatro personas en la caravana parecía ocupar todavía más espacio; su presencia abrumaba todos los huecos entre ellos.

Michael se negó a ser abrumado. Miró a su padre.

—¿Qué te hizo elegir los lugares donde hemos vivido? —preguntó.

—Tenía mis razones.

—¿Qué razones?

—Algún día te las diré. No ahora, hijo. No querrás que discutamos delante de tu amiga, ¿verdad?

En el embarazoso silencio que siguió June dijo:

—Realmente les envidio, poder ir a cualquier parte.

—Te gustaría, ¿verdad? —dijo la madre de Michael.

—Oh, sí. Me encanta ver mundo.

Su madre se volvió del hornillo.

—Deberíais hacerlo. Tenéis la edad exacta para ello. Y no le haría ningún daño a Michael.

Por un momento sus ojos lucieron menos apagados. Michael se alegró: había esperado que ella aprobaría las ansias de viajar de June, esa era una de las razones por las cuales había cedido a las súplicas de June de conocer a sus padres. Luego su padre habló, y su madre se apagó de nuevo.

—Es mejor quedarte allá donde has nacido —le dijo a June—. No hallarás ningún lugar mejor que aquí. Sé de lo que estoy hablando.

—Debería vivir donde vivo yo. Se pegaría un tiro en un abrir y cerrar de ojos.

—Michael se siente como en casa aquí. ¿No es cierto, hijo? Díselo.

—Me gusta este lugar —admitió Michael. Las palabras bloquearon su garganta—. Quiero decir, desde que te conocí —hizo un gesto con la cabeza hacia June.

Su madre picaba verduras: chop, chop, chop… El sonido era duro, atrapado dentro de las paredes metálicas.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó June.

—No, gracias. Todo va bien —dijo la madre de Michael con indiferencia. Después de todo, aún no había aceptado a June.

—Si estás tan ansiosa por ver el mundo —preguntó el padre—, ¿qué te detiene?

—No puedo permitírmelo, todavía no. Trabajo en una boutique. Estoy ahorrando el dinero que me he gastado en ropa. Y además no sé conducir. Necesito ir con alguien que sepa.

—Buena suerte entonces. Pero no veo a Mickey yendo contigo.

¡Bien!, pregúntame a mí, le gritó Michael a ella, pero se contuvo (por pura inseguridad: quizás ella no estuviera pensando en absoluto en él). Pero ella simplemente dijo:

—Cuando viajo siempre recojo cosas de todas partes.

—Yo tengo algunas —dijo él—. He guardado algunas cosas. —Le trajo la caja de cartón y desplegó sus souvenirs—. Puedes quedártelos si quieres —dijo impulsivamente; si aceptaba, se sentiría más seguro sobre ella—. La linterna solo necesita pilas.

Pero ella echó a un lado las caras de plástico y tomó el anillo.

—Me gusta esto —dijo, haciéndolo girar de modo que sus colores se derramaran lentamente uno sobre otro, mezclándose y separándose—. Es como si bailaran —murmuró.

—Entonces es tuyo. Te lo regalo.

Su padre miró el anillo, luego una sonrisa ensanchó su boca.

—Sí, puedes dárselo. Es casi como un anillo de compromiso.

Michael deslizó el anillo en el dedo de June antes de que ella pudiera cambiar de opinión; ella se mostró azarada

—Es precioso —dijo—. ¿Tenemos tiempo para que Mike y yo demos un paseo antes de cenar?

—Podéis estar fuera una hora si queréis —dijo su madre; luego, ansiosamente—: Bajad a la playa. Podéis perderos en el bosque, con la bruma.

La bruma era ambigua; ahora espesándose, ahora aclarándose de nuevo. Dentro de una caravana una radio cantaba villancicos. Un sol de bronce de bordes definidos colgaba cerca del mar. Mar y bruma se habían fundido y parecían estar avanzando sobre la playa. June tomó la mano de Michael mientras subían las resbaladizas dunas.

—Solo quería salir fuera para hablar —explicó ella.

Él también. Deseaba decirle lo que había descubierto. Esta era su principal razón de invitarla: necesitaba su apoyo para enfrentarse a sus padres, se sentiría demasiado alterado enfrentándose a ellos solo…, lo había necesitado antes cuando había intentado interrogar a su padre. Pero ¿qué podía decirle a ella? ¿He descubierto que mis padres son brujos? Sabes, ese libro que me prestaste…

—No, realmente no deseaba hablar —dijo ella—. Era solo que había demasiadas malas vibraciones ahí dentro. Estaré bien, volveremos pronto. Pero tus padres son extraños, ¿no crees? No me había dado cuenta de que tu padre fuera tan pesado…

—Antes era como yo. Ha engordado mucho durante los últimos meses. —Tras una pausa, expresó su peor miedo secreto—: Espero no llegar a ser nunca como él.

—Tendrás que hacer mucho ejercicio. Caminemos hacia allá.

Allá adelante a lo largo de la playa, el gris que se extendía sobre el mar era tierra, no bruma. Caminaron hacia allá. Sus botas levantaban pequeños surtidores de tierra. June resbaló y se cogió de su mano. Él se tensó para decirle lo que había descubierto, pero cada frase que preparaba sonaba más absurda: sus voz resonaba hueca, cerrada en su mente. Se lo diría…, pero no hoy. Se relajó y se sintió enormemente aliviado; gozó de aquella pequeña mano en la suya.

—Me gusta la bruma —dijo June—. Siempre hay sorpresas en ella.

El sol de bronce se estaba hundiendo en el agua al ritmo de sus pasos. El mar se agitaba incansable, de forma ahogada. A su izquierda, sobre las dunas, los árboles era una plana masa de punzante bruma. Ahora estaban casi en la punta. Se había liberado del grisor, y destacaba oscura y nítida. Parecía lo bastante segura como para que ascendieran por el sendero.

Pero cuando alcanzaron la cima pareció que no había valido la pena el esfuerzo. Una mancha parduzca de playa y dunas, un fragmento indistinto de mar salpicado por reflejos de cobre opaco, todo ello rodeado por un blando e inestable marco de bruma. La vista carecía de rasgos definidos, excepto un árbol que crecía al lado de las dunas más lejanas. ¿Era un árbol? Sus ramas parecían demasiado rectas, su tronco demasiado grueso. Bruscamente turbado, Michael se abrió camino más allá de la punta hasta tanto como se atrevió. La bruma retrocedió un poco. No era un árbol. Era un molino de viento.

¡Un molino de viento junto al mar!

—Mis abuelos vivieron ahí —exclamó.

—Oh, ¿de veras?

—No lo entiendes. Vivían cerca de ese molino de viento. Es el mismo, sé que lo es.

Seguía sin estar seguro de si ella captaba su confusión. Los recuerdos se agolparon en él, como si de pronto todo brotara a flote: había estado tendido en el canapé en la decrépita caravana de sus abuelos, y la enorme cabeza había aparecido en la ventana, vaga con el amanecer. También debía de haber sido un sueño.

Siguió a June sendero abajo. Una helada bruma los arrastró, lamiendo la punta. Sus pensamiento derivaron, giraron. ¿Qué significaba aquel descubrimiento? No podía recordar en absoluto a sus abuelos, ni siquiera cuál era su aspecto. Habían sido los padres de su padre…, ¿por qué él nunca los había mencionado? ¿Por qué no había señalado que habían vivido allí? El sol se deslizó a lo largo del borde del mar, hinchado como si estuviera derramando sangre. ¿Habían sido también brujos sus abuelos?

—Entonces, ¿los abuelos de Mike vivieron aquí? —preguntó June.

La madre de Michael se la quedó mirando. La cuchara y la cacerola que sujetaba chocaron como dientes nerviosos, y él estuvo seguro de que iba a gritar y a arrojarlo todo por la ventana, los utensilios, el autocontrol, la máscara tras la que se había estado ocultando para protegerle: ¿durante cuánto tiempo? ¿Durante toda su infancia? Pero se limitó a tartamudear:

—¿Cómo sabes esto?

—Mike me lo dijo. El molino de viento se lo recordó.

—¿Está ya lista la cena? —interrumpió Michael. Quería pensar bien las cosas antes de interrogar a su padre. Pero June abría ya la boca para continuar. La caravana era opresiva, sofocante. ¡Cállate!, le gritó a June. ¡Sal de aquí!

—Entonces, ¿nacieron aquí? —insistió June.

—No, no lo creo. —Su madre se había dado la vuelta y estaba lavando unas verduras. June tomó los platos.

—Entonces, ¿cómo vinieron aquí? —preguntó.

Su madre frunció el ceño y se volvió; dentro de su ceño fruncido estaba escrutando.

—Cuando se jubilaron —sonrió bruscamente.

Su padre asintió y sonrió para sí mismo, adelantando la cabeza y hundiéndose en su papada.

—Uno puede retirarse de la raza humana aquí —dijo June agriamente, y él siseó como un globo pinchado.

Mientras cenaban, el embarazo general aumentó. Michael y June mantuvieron casi toda la conversación; sus padres se limitaron a responder brevemente cuando lo hicieron, y a observar. Su madre miraba intranquila a June; Michael leyó desagrado en sus ojos, o piedad. Se sentía irritadamente resentido, su intranquilidad hacía que le hormigueara la piel. La noche se cerraba al otro lado de las ventanas, con su rostro vacío.

Su padre se reclinó como si su peso hubiera derribado hacia atrás la silla, que crujió fuertemente. Se palmeó su temblequeante estómago.

—Solo almacenando un poco para el invierno —dijo, con un guiño a June.

Sus brazos se posaron alrededor de los hombros de June y de Michael.

—Vosotros dos os lleváis bien, ¿eh?

Pero su esposa se limitó a decir:

—Me voy a la cama. Estoy muy cansada. Quizá nos vemos de nuevo —lo cual sonaba como una hueca cortesía.

—Espero que sí —dijo June.

—Yo sé que sí —dijo el padre de Michael expansivamente.

Michael acompañó a June a la parada del autobús.

—Te veré en el club —le dijo ella con un beso. Los conos de luz amarilla condujeron el autobús lejos de la parada y fueron engullidos. Mientras caminaba de vuelta, retorcidas masas de bruma se hincharon entre los árboles. Muy cerca en la oscuridad, algo se movió húmedamente.

Se detuvo. ¿Qué había sido aquello? Confusos árboles crujieron con un sonido muerto, delgadas volutas de bruma se tendieron hacia él desde las ramas. Había oído un movimiento, en lo más profundo de la oscuridad. Un vago recuerdo lo invadió. Se estremeció en la helada noche pegajosa como para librarse de él. Un húmedo e inquieto movimiento. Tuvo la sensación como si las profundidades del bosque se estuvieran tendiendo hacia su mente con ambiguos jirones grises. Caminó rápidamente hacia la invisible luz. De nuevo oyó el lento movimiento húmedo. Solo el mar, se dijo a sí mismo. Solo el mar.

4.

Cuando salió a cielo abierto, las nubes se abrieron y la luna rodó libre. La enorme forma en el espacio despejado brilló con la luz lunar. La inestable cabeza giró su reptante rostro hacia él.

El sueño lo arrastró hasta Liverpool, hasta la biblioteca central, aunque el espacio y la cabeza se habían desvanecido antes de que pudiera vislumbrarlos con claridad…, si de hecho había deseado hacerlo. Una ráfaga de lluvia, y las brillantes luces de la biblioteca lavaron el sueño y se lo llevaron con ella. Se apresuró a subir los amplios escalones verdes hasta la sección de Religión y Filosofía.

Tomó libros de las estanterías. Brujas de Lancashire. Aparecidos en el Noroeste. Lancashire fantasmal. La banalidad de sus portadas era tranquilizadora; parecía absurdo que sus padres pudieran estar mezclados con aquellas cosas. Sin embargo, no podía echarse a reír. Aunque lo estuvieran, ¿qué podía hacer él? Depositó furiosamente los libros sobre la mesa, despertando ecos.

A medida que leía empezó a sentirse más seguro. Pine Dunes no figuraba en Aparecidos en el Noroeste. Su atención derivó, fascinada por irrelevancias. El fantasma del hombre colgado en la biblioteca de Everton. Los poltergistas del Palace Hotel en Birkdale. Las historias de fantasmas embaucadores en el dialecto de Lancashire. La lluvia y el viento azotaban las ventanas, la luz fluorescente caía de plano sobre las mesas. Más allá de una partición de cristal había gente estudiando, el personal de la biblioteca subía y bajaba las escaleras llevando papeles. Tranquilizado, abrió Brujas de Lancashire. Pine Dunes. Estaba allí; ocupaba tres páginas.

No decían mucho. A lo largo de los siglos se había rumoreado que las brujas se reunían en el bosque de Pine Dunes. ¿Era eso sorprendente? ¿No lo harían así de forma natural, para ocultarse? Además, solo eran rumores; poca gente se había molestado en investigar entre la maleza. Abrió Lancashire fantasmal, esperando irrelevancias. Pero el índice mostraba que Pine Dunes cubría varias páginas.

El autor había entrevistado a un grupo que los demás libros ignoraba: los viajeros. Sus historias eran poco creíbles, advertía, pero fascinantes. Pocos viajeros recorrían la carretera de Pine Dunes después de anochecer; mantenían a sus hijos fuera de los bosques incluso de día. Una gente supersticiosa, señalaba el autor. El libro había sido escrito hacía treinta años, se recordó Michael. Y los viajeros no aducían ninguna razón para su nerviosismo excepto vagas historias de algo desagradable y grande moviéndose más allá de los árboles más distantes. Seguramente la distancia creaba un sólido muro de árboles; ¿cómo podía alguien ver algo más allá?

Uno de esos viajeros, senil y a menudo incoherente, contaba una historia. Hacía mucho tiempo él, o algún otro de sus compañeros —el autor no sabía decirlo—, había vuelto al campamento muy borracho. El autor no creía la historia, pero la incluía porque era vivida e inusual. Tras extraviarse del camino, el hombre se había perdido en el bosque. Ciego de furioso pánico, se había abierto camino hasta un espacio abierto. Pero no era el campamento, como había creído. Había perdido pie en la resbaladiza tierra y había resbalado hasta el interior de un pozo.

¿Era un pozo, o la boca de un túnel? Mientras intentaba agarrarse, magullado pero por otra parte no herido, a algún asidero en el lodo del fondo, había visto una abertura que conducía más profundamente a la oscuridad. La oscuridad había empezado a moverse lenta y enormemente hacia él, con un sonido como el de algo enorme deslizándose bajo el lodo; y la oscuridad se había roto pesadamente, y se había concretado en varias formas de lentos movimientos que relucían apagadamente mientras avanzaban para rodearle. El terror le había hecho dar un salto hacia la boca del pozo, sus manos se habían agarrado a una roca, y había trepado no sabía cómo el resto del camino. Corrió ciegamente. Por la mañana lo encontraron lleno de espinas en medio de la maleza.

¿Qué probaba todo esto?, se argumentó Michael en el autobús de vuelta a Pine Dunes. El hombre estaba borracho. De acuerdo, estaban también las otras historias sobre Pine

Dunes, pero nada era demasiado maligno. ¿Por qué no debían sus padres salir de noche? Quizá fueran cazadores de fantasmas, cazadores de brujas. Tal vez estaban escribiendo un libro sobre sus observaciones. ¿De qué otro modo se escribían los libros? Su mente empezó a desesperarse cuando recordó el enmascarado miedo de su madre.

Sus padres dormían. Su padre estaba tendido boca arriba en la cama, roncando suavemente; su madre apenas podía verse más allá de su estómago. Michael se alegró, porque no hubiera sabido qué decirles. Sacó la bicicleta que se había comprado con el sueldo de su primer mes de trabajo.

Pedaleó hasta las cuatro de la Madrugada. Sus rodillas asomaban a ambos lados, subiendo y bajando. Los setos pasaban lentamente a su lado; sus colores se desvanecían y apagaban en el atardecer. El zumbido de su dinamo era atrapado entre las hojas. Pedaleó colina arriba, de pie sobre los pedales. El paisaje se abrió impreciso debajo de él, con el mar resplandeciendo opaco. Mientras iniciaba el descenso supo cómo podía librarse de aquel peso, o empezar a librarse. Esta noche le contaría a June todo.

Pero ella no vino al club. La gente se apiñaba en su interior; las luces los pintaban de una forma monocroma. Los discos de la discoteca chillaban y golpeaban rítmicamente, las volutas de humo del tabaco brillaban rojas, rosas, púrpuras. Michael se apresuraba de un lado para otro, sirviendo. Vagos rostros húmedos y descoloridos se apiñaban a su alrededor, gritando «¡Mike! ¡Mike!». Algunos rostros surgían obsesivamente a la superficie del bullicio general; el de June, que no estaba allí; el de su madre, con los ojos intentando ocultar el miedo. Se estaba asfixiando. Su frustración fue acumulándose a su alrededor; se sentía hinchado, sobrecargado. Contempló el extravagante humo rosa mientras las voces no dejaban de gritar.

—Tengo que irme a casa —le dijo al barman.

—¿Ya has tenido bastante?

—Mis padres no se encuentran bien. Estoy preocupado.

—Es extraño que no lo dijeras cuando llegaste. Bueno, me las he arreglado solo antes. —Se dio la vuelta—. Me debes una —dijo entre el griterío general.

Las últimas calles iluminadas desaparecieron detrás e Michael. Había luna llena, pero estaba medio cubierta por irregulares campos de nubes; un débil viento le siguió durante kilómetros. Cuando se enfrentara a su padre, ¿qué haría su madre? ¿Se derrumbaría? Si admitía la brujería y decía que ya era hora de que Michael lo supiera, la escena sería más fácil…, si lo hacía. La luna luchaba entre densas nubes, y finalmente fue engullida.

Pedaleaba rápido por la carretera de Pine Dunes. Llega allí, no te retrases en consideraciones. La gravilla rechinaba bajo sus ruedas; su luz amarillenta oscilaba, apuntando a los árboles. Las profundidades del bosque crujían, los distantes troncos de los árboles eran apartados para dejar asomar un enorme rostro inestable. El cansancio le hacía imaginar cosas, por supuesto que no había nada entre los distantes árboles excepto oscuridad. Aceleró hacia la Caravanera; manchas imprecisas de caravanas a oscuras aparecieron y se desvanecieron. Su caravana estaba apagada también.

Quizá sus padres no estuvieran allí. Se dio cuenta furioso de que se sentía aliviado. Pero no, tenían que estar allí, estarían dormidos. Despertaría a su padre, el hombre se traicionaría mientras todavía estaba medio dormido. Despertaría bruscamente a su padre, como un interrogador. Pero la cama de sus padres estaba vacía.

Golpeó la pared, que resonó con un tono hueco. Su padre le había ganado de nuevo. Miró la habitación a su alrededor, furioso. Los enormes trajes de su padre colgaban vacíos, como una fláccida piel; la ropa de su madre estaba oculta en los cajones. La caja metálica de libros de su padre estaba encima del ropero. Michael la miró resentido, luego volvió a mirar. No estaba cerrada.

La bajó y se sentó en la cama de sus padres. Aquello le hizo sentir intranquilo; llevó la caja a la habitación principal. Que su padre entrara y lo encontrara leyendo. Michael esperaba que así fuera. Tiró de la tapa, que se resistió, luego se abrió con un fuerte clang.

Recordaba aquel sonido. Lo había oído cuando era muy joven, y la voz de su madre suplicando: «Déjale que tenga al menos una infancia normal». Al cabo de un momento había oído cerrarse de nuevo la caja. «De acuerdo. Ya lo descubrirá cuando llegue el momento», había oído decir a su padre.

La caja no contenía libros impresos, sino varios libros de notas. Habían sido escritos por numerosas personas; la tinta del más antiguo, cuyo lomo había desaparecido, era amarronada como viejas manchas de sangre. Parte de la escritura del último libro era de su madre. Algunas páginas mostraban toscos mapas: The Oíd Horns, Exham, Whitminster, pero ninguno de Pine Dunes. Reconoció los mapas; pero no pudo comprender ni una palabra del texto.

En su mayoría estaba en inglés, pero igual hubiera podido no estarlo. Consistía en general en citas copiadas de libros, cuya fuente era indicada a veces: Necro, Revelaciones Glaaki, Garimiaz, Vermis, Theobald. Todo aquello le recordaba los panfletos emitidos por algunos cultos chiflados, como la gente que daba todos sus bienes terrenales a un solo hombre, o aquellos que en una ocasión atrajeron a Michael a un destartalado hotel para un perfil de personalidad, que le dijeron que sería divertido. Leyó, desconcertado.

Al cabo de un rato lo dejó correr. Ni siquiera las entradas escritas por su madre tenían sentido. Algunas de las palabras ni siquiera podía pronunciarlas. ¿Kuthullhoo? ¿Kuthoolhew? ¿Y qué se suponía que era tan Grande al respecto, fuera lo que fuese?

Se encogió de hombros con una ligera sonrisa. Ahora ya no se sentía tan preocupado. Si eso era todo en lo que estaban envueltos sus padres, parecía tan estúpido como inofensivo. El hecho de que se lo hubieran ocultado con tanto éxito durante tanto tiempo lo demostraba. Eran tan convincentemente normales que no podía ser nada malo. Después de todo, muchos hombres de negocios pertenecían a sociedades secretas con una jerga que nadie excepto ellos podía comprender. ¡Quizá su padre había sido iniciado en esta sociedad como parte de uno de los trabajos que había hecho en sus vagabundeos!

Una cosa sin embargo seguía turbando a Michael: el miedo de su madre. No podía ver qué había que temer en el confuso lenguaje de los libros de notas. Hizo un último esfuerzo, y dejó que los libros se abrieran por donde quisiesen…, en las páginas que habían sido leídas con mayor frecuencia.

¡Qué pérdida de tiempo! Tensó su mente, pero las páginas se volvieron más confusas todavía; empezó a reír. ¿Qué demonios era «la gestación milenaria»? ¿Tenía algo que ver con el «hijo adoptivo de los Grandes Antiguos»? ¿«El renacimiento hereditario»? ¿«Cada uno de sus renacimientos llega más cerca de la encarnación»? «Cuando la mente se abra a todas las dimensiones se producirá la encarnación. Con la encarnación todas las mentes se volverán una». ¡Ah, eso lo explicaba todo! Michael rio locamente. Pero había más: «la ingestión», «el apareamiento más allá del matrimonio», «la mezcla y la fusión»…

Arrojó furioso el libro a la caja. Los ojos le ardían; apenas podía mantenerlos abiertos, pero estaba perdiendo el tiempo leyendo aquello. La caravana se agitó cuando algo enorme la embistió: el viento. El libro más viejo, el que no tenía lomo, empezó a desintegrarse. Mientras volvía a recomponerlo, un sobre se deslizó de entre sus páginas.

El destinatario estaba escrito con la gran letra de su padre; la última palabra tenía un aspecto como crispado, a Michael: para abrir después de que yo me haya ido. Le dio la vuelta y empezó a abrirlo, pero su mano se detuvo. Ya había sido suficientemente irrazonable con su padre por un día. Al cabo de un momento se guardó el sobre sin abrir en su bolsillo, sintiéndose traidor y avergonzado. Volvió a colocar la caja en su sitio, luego se preparó para dormir. Intentó acoplar en la oscuridad sus miembros a las irregularidades del canapé. En sus balanceos, la caravana parecía como una cuna oxidada.

Durmió. No estuvo seguro de que seguía dormido cuando oyó la suave voz de su madre. Debía de estar despierto, porque pudo sentir su aliento en su rostro.

—No te quedes aquí. —Su voz temblaba—. Tu amiga tenía razón. Vete con ella si es eso lo que quieres. Pero vete de aquí.

La voz de su padre la llamó desde la oscuridad.

—Ya basta. Está dormido. Ven a la cama.

El silencio y la oscuridad se apoderaron de la noche. Pero en la noche, o en el sueño de Michael, había ruidos: la brusca partida de un coche del aparcamiento; unos pasos pesados intentando no alterar la caravana; el cerrar suave de la puerta de sus padres. El sueño parecía más importante.

La voz de su padre lo despertó, gritando desde el dormitorio.

—¡Despierta! ¡El coche no está! ¡Lo han robado!

La luz del día llameó a través de los párpados de Michael. De inmediato estuvo seguro de lo que había ocurrido. Su padre había ocultado el coche para que nadie pudiera irse. Michael permaneció tendido, paralizado, aguardando el grito de pánico de su madre. Su silencio inmovilizó el tiempo. Apretó fuertemente los párpados, llenando sus ojos de rojo.

—Oh —dijo al final su madre, apagadamente—. Oh querido.

Había algo más en su voz que resignación: sonaba letárgica, indiferente. De pronto Michael recordó lo que había leído en el libro de June. Las brujas utilizan drogas. Sus ojos se abrieron mucho. Estuvo seguro de que su padre estaba drogando a su madre.

5.

La policía no necesitó mucho tiempo para encontrar el coche, abandonado y quemado, cerca del molino de viento.

—Los chicos probablemente —dijo uno de los policías—. Estaremos en contacto con ustedes. —El padre de Michael agitó tristemente la cabeza, y se fueron.

—Debí de dejar caer las llaves del coche mientras estábamos fuera. —Michael pensó que su padre ni siquiera se molestaba en sonar convincente. ¿Por qué no se lo decía directamente, por qué no se enfrentaba a él? Porque no estaba seguro; podía haber soñado los sonidos de la noche anterior… Se enfureció ante su propia cobardía, miró a su madre. ¡Si tan solo pudiera estar seguro de su apoyo! Su madre iba sin rumbo fijo de un lado para otro de la caravana, limpiándola decidida, como si estuviera enferma pero esperara compañía.

Cuando su amordazada rabia halló finalmente palabras se debilitó de inmediato.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó, y luego solo pudo tartamudear—: ¿No crees que sería mejor llamar al médico?

Ninguno de sus padres respondió. Su inseguridad creció y alimentó su frustración. Se sentía letárgico, incapaz de actuar, engullido por la presencia de su padre. Seguro que June iría al club esta noche. Tenía que hablar con alguien, oír otra interpretación; quizás ella pudiera demostrar que todo eran imaginaciones.

Se lavó y afeitó. Se sintió agradecido de poder retirarse, aunque solo fuera al minúsculo baño; él y sus padres habían estado codeándose inquietos todo el día…, la caravana le hacía pensar desagradablemente en una lata de conservas llena de culebreantes pescados. Mientras se afeitaba la puerta del baño se abrió de golpe, como solía hacer a menudo. Su padre apareció detrás de él en el espejo, mirándole fijamente.

El vapor cubrió de nuevo el espejo. Debajo del vapor, el rostro de su padre parecía retorcerse como una máscara de plástico en el fuego. Michael alargó la mano para limpiar el espejo, pero su padre y las emociones del hombre estaban ya sobre él. Antes de que Michael pudiera volverse, su padre lo estaba abrazando violentamente, con toda su carne temblando como si estuviera a punto de estallar. Michael se mantuvo rígido, negándose a ser absorbido. ¿Qué estás haciendo? ¡Apártate! Al cabo de un momento su padre se dio la vuelta torpemente y se alejó. La caravana retumbó, se estremeció.

Michael suspiró audiblemente. Dios, se alegraba de que hubiera terminado. Acabó de afeitarse y se apresuró a salir. Ninguno de sus padres le miraron; su padre fingía leer un libro y silbaba átonamente; su madre se volvió vagamente cuando pasó. Pedaleó hasta el club.

—¿Están bien tus padres? —preguntó indiferente el barman.

—No estoy seguro.

—Me alegro que hayas venido. —Quizá fuera un sarcasmo—. Tienes algunas cosas para lavar.

Michael todavía podía sentir el intenso abrazo de su padre; todavía seguía intentando desprenderse de él. Dio la bienvenida a la presión de los cuerpos en la barra, gritando «¡Mike!», aunque June no estaba entre ellos. Agradecía la compañía de la gente ordinaria. Se movía expertamente, sirviendo, mientras la multitud crecía, mientras el humo se condensaba. Todavía podía sentir la hinchada carne apretada cálidamente contra su espalda. No me hará esto de nuevo, pensó furioso. Nunca… Una jarra se cayó de sus manos bajo la espita de la cerveza.

—Oh Dios mío —dijo.

—¿Qué te ocurre hoy? —preguntó el barman.

Cuando su padre le había abrazado, Michael no había pensado en nada excepto en escapar. Ahora al fin se daba cuenta de lo definitivo que había sido el gesto de su padre.

—Mis padres —dijo—. Están…, están peor.

—¿Acaso acaban de enviarte un mensaje? Tienes que irte de nuevo a casa, supongo. Será mejor que vayas a ver al director, o yo… ¡Vigila esa maldita cerveza que estás derramando!

Michael cerró de golpe la espita y se abrió paso entre la multitud. La gente lo saludó con simpatía o se lo quedó mirando. No importaba, su trabajo no importaba. Debía apresurarse a salir, fuera lo que fuese lo que ocurriera. Alguien chocó contra él en la puerta, y lo retuvo cuando intentó echarlo a un lado.

—¿Qué te ocurre? —gritó—. ¡Apártate! —Era June.

—Siento mucho no haber venido ayer por la noche —dijo ella—. Mis padres me arrastraron a cenar con ellos.

—Está bien. Está bien. No te preocupes.

—Estás irritado. Lo siento de veras, quería verte… Supongo que no te vas, ¿verdad?

—Sí, tengo que irme. Mira, mis padres no están bien.

—Voy contigo. Podemos hablar por el camino. Te ayudaré a ocuparte de ellos. —Lo sujetó por el hombro cuando él intentó ir escaleras arriba—. Por favor, Michael. Me sentiré muy mal si simplemente te marchas ahora. Podemos coger el último autobús en cinco minutos si corremos. Será más rápido que tu bicicleta.

¡Dios! ¡Ella era peor que su padre!

—Escucha —rechinó, ya al nivel de la calle—. No se trata de que estén enfermos, no están enfermos —dijo, dejando que las palabras cayeran alocadamente mientras intentaba huir—. He descubierto lo que hacen por la noche. Son brujos.

—¡Oh, no! —Sonó impresionada pero encantada.

—Mi madre está aterrada. Mi padre ha estado drogándola. —Ahora que era capaz de decirlo, su urgencia disminuyó un poco; deseaba liberar todo lo que sabía—. Va a ocurrir algo esta noche —dijo.

—¿Vas a intentar detenerlo? Déjame ir también. Sé de estas cosas. Te mostré mi libro. —Cuando él se mostró dubitativo añadió—: Tendrán que detenerse cuando me vean.

Quizás ella pudiera ocuparse de su madre mientras él se enfrentaba a su padre. Corrieron al autobús, que permanecía parado en la plaza con las luces apagadas, luego recorrieron las carreteras comarcales, en busca de pasajeros que nunca aparecían. La frustración de Michael se retorcía de nuevo dentro de él. Le explicó a June lo que había descubierto.

—Sí, sí —no dejaba de repetir ella, excitada y fascinada. En una ocasión se echó a reír incontroladamente—. ¿No resultaría extraño si viéramos a tu padre danzar desnudo? —Él se la quedó mirando hasta que ella dijo—: Lo siento. —Sus pupilas se expandían y contraían ligeramente, al azar.

Mientras corrían a lo largo de la carretera de Pine Dunes los árboles parecían acercarse a ellos, crujiendo y haciéndoles señas. Supongamos que sus padres no habían abandonado todavía la caravana. ¿Qué podía decirles? De nuevo sentía que su lengua estaba atada por su inseguridad, y probablemente June todavía empeoraría más las cosas. Jadeó aliviado cuando vio que las ventanas de la caravana estaban a oscuras, pero entró para asegurarse.

—Sé dónde han ido —le dijo a June.

La luz de la luna y una nube no rasgada llenaban el cielo con una débil luz lechosa; oscuras exhalaciones humosas derivaban cruzando el resplandor. Oyó la incesante inquietud del mar. Desnudas siluetas negras se apiñaban al lado de la carretera, tenuemente intrincadas contra el cielo. Apresuró a June hacia el sendero.

¿Por qué deberían sus padres ir en aquella dirección? Algo le decía que lo habían hecho…, quizás al laberinto que recordaba, al túnel en la maleza: aquel era un lugar secreto. El sendero penetraba en el bosque, reluciendo débilmente; los árboles ocultaron rápidamente el brillo de la luna.

—¿No es esto fantástico? —dijo June, apresurándose detrás de él.

Los pinos cedieron el paso a otros árboles que se apretaban sobre sus cabezas. Los atisbos del plano y blanquecino cielo, mezclado con nubes más oscuras, se fueron haciendo menores. En el bosque todo era negro o decolorado, y parecía muy frío, aunque la noche era desacostumbradamente cálida. El camino estaba cubierto por telarañas de sombras que se enredaban en los pies de Michael; una recia hierba frenaba su paso. Los arbustos se amasaban a su alrededor, altos, cegando los huecos entre los árboles. Los atisbos del cielo eran cada vez menos y más pequeños.

—¿Que es eso? —dijo June, inquieta.

Por un momento Michael creyó que era el sonido de los pasos de alguien desprendiéndose del blando suelo: sonaba como un fuerte y lento sorber de lodo. Pero no, no era eso. ¿Alguien tosiendo? No sonaba como una tos humana. Más aún, sonaba como si se estuviera esforzando en producir un sonido, un solo sonido; y sentía inexplicablemente que tendría que saber lo que era.

Los arbustos se agitaron, resonaron. El lodoso sonido se desvaneció en alguna parte delante de ellos. No servía de nada contarle a June sus vagos pensamientos.

—Será algún animal —dijo—. Probablemente quedó atrapado en algo.

Pronto alcanzaron el túnel. Él se arrodilló en seguida y empezó a arrastrarse. La ramillas rascaron detrás de sus orejas, un seco y arañante coro. Halló la experiencia menos inquietante ahora, menos opresiva; el túnel parecía más ancho, como si alguien recio se hubiera abierto recientemente paso por él. Pero a sus espaldas June jadeaba pesadamente, y su voz tembló en la oscuridad.

—Algo nos sigue fuera del túnel —dijo tensa y nerviosamente.

Él se arrastró rápidamente hasta el final y se puso en pie.

—No hay nada aquí ahora. Debe de haber sido un animal.

Se sentía extraño: tranquilo, seguro, pero furtiva y elusivamente excitado. Sus ojos se habían habituado a la oscuridad. Los árboles eran más recios y estaban más cerca; estrujaban masas de maleza entre ellos. Unos pocos retazos pálidos de cielo quedaban atrapados entre las ramas sobre sus cabezas. El suelo chapoteaba bajo sus pies, y oyó otro ruido allá delante: similar, pero no el mismo.

June emergió jadeando.

—Pensé que ya había llegado al final —dijo con voz entrecortada—. ¿Adónde vamos ahora? No puedo ver nada.

—Por aquí. —Se encaminó al instante a una baja abertura en la enmarañada maleza. Como había esperado de algún modo, el pasadizo se retorcía varias veces, cerrándose de una forma casi impenetrable, luego ensanchándose de nuevo. Quizás había observado que alguien antes que él había apartado los arbustos.

—No vayas tan aprisa —dijo June en la oscuridad, casi llorando—. Espérame.

La lentitud de June le irritó. Su indefinible excitación parecía afectar su piel, que hormigueaba de nerviosismo como interferencias en la superficie de una burbuja. Pero se sentía extrañamente poderoso, preparado para cualquier cosa. ¡Aguarda hasta que vea a mi padre! Se detuvo impaciente, pateando el musgoso suelo, mientras aguardaba a que June lo alcanzara. Ella sujetó su brazo.

—Está aquí de nuevo —jadeó.

—¿Qué? —¿El sonido? Era solo sus pies, chapoteando en el suelo. Pero había otro sonido, allá delante, en la enmarañada y crujiente oscuridad. Era el gorgotear del barro, quizás una lodosa corriente de agua penetrando incesantemente en la tierra. No: se estaba haciendo más fuerte, más violento, como si el lodo estuviera intentando vencer una obstrucción. El sonido era repetitivo, de nuevo y de nuevo, y se hacía cada vez más claro: una única sílaba. De pronto supo lo que era. En alguna parte allá delante, en el cerrado laberinto oscuro, una densa voz lodosa estaba luchando por pronunciar su nombre.

June había reconocido también el sonido, y estaba tirando de su brazo.

—Volvamos —suplicó—. No me gusta esto. Por favor.

—Dios —se burló él—. Creí que ibas a ayudarme. —Los confusos sonidos se convirtieron en un murmullo y desaparecieron. Las ramillas se agitaron en la opresiva oscuridad, crujiendo huecamente al unísono. De pronto, delante de él, oyó la voz de su padre; luego, tras un largo silencio, la de su madre. Ambas sonaban extrañamente tensas y ahogadas. Como si estuvieran jugando al escondite, cada una había pronunciado su nombre.

—Mira —le dijo a June—, ahora no tengo tiempo de llevarte de vuelta. —Su excitación aumentaba, su nerviosa piel se sentía tan ligera como en un sueño—. ¿No quieres ir en busca de mi madre? —estalló.

Siguió avanzando. Al cabo de un momento oyó a June seguirle tímidamente. El viento empezó a soplar a través del bosque, agitando los arbustos. Las espinas se debatieron sobre sus cabezas, arañando el aire; el suelo engulló sus pies, sonando a sus tensos oídos casi como palabras. En dos ocasiones las paredes del paso intentaron cerrarse, pero alguien las había roto y separado. Ante ellos el paso se ensanchó. Se estaban acercando a un espacio abierto.

Michael empezó a correr. Los arbustos aplaudieron como alegres huesos. Apareció el denso cielo humoso, luchando contra la luz de la luna. El vociferante suelo era resbaladizo; resbaló mientras corría, y casi tropezó con un oscuro montón de algo. Eran las ropas de sus padres. Algunas de ellas, cuando miró impaciente hacia atrás, parecían desgarradas. Oyó a June resbalar y caer contra los arbustos. —¡No lo hagas! —la oyó gritar. Pero ya había alcanzado el espacio.

Estaba rodeado de árboles. La hiedra engrosaba los troncos y había trepado hasta la maraña de sus copas; los arbustos cubrían los apretados huecos entre los árboles. En los intersticios de aquella maraña el oscuro cielo parecía arder sin llama.

Sus ojos hallaron lentamente la escasa luz; las siluetas se agruparon en el claro, más imprecisas que la bruma. Desnudos miembros de madera tantearon en el espacio, crujiendo. La escasa luz los perfilaba como meros esbozos. Ahora podía ver que el claro tenía unos diez metros de ancho y era aproximadamente circular. La semioscuridad se arrastraba en él, como si fuera una charca infestada. Al otro lado, una oscura masa se alzaba entre él y los árboles.

Frunció dolorosamente los ojos, pero la forma persistía en eludirle. ¿Era muy grande la oscuridad, o estaba tendida? Al otro lado del claro el lodo tosió y gorgoteó densamente, o algo lo hizo. La semioscuridad se amasaba en la reluciente forma. De pronto vio que la forma se movía letárgicamente, y estaba viva.

June se había quedado atrás; ahora corrió hacia él, solo para resbalar de nuevo en el borde del claro. Se aferró a su brazo para sostenerse, luego miró más allá de él, temblando.

—¿Qué es eso? —exclamó.

—Cállate —dijo él salvajemente.

Aparte su interrupción, se sentía más tranquilo de lo que nunca se había sentido antes. Sabía que estaba contemplando la fuente de sus sueños. Los sueños regresaron pacíficamente a su mente y aguardaron a ser comprendidos. Por un momento se preguntó si aquello era como el LSD de June. Algo se había añadido a esa mente, algo que parecía estar expandiéndose asombrosamente. Los recuerdos flotaban libres, como si hubieran sido codificados en lo más profundo de él: úteros de piedra y profundidades submarinas; flotar en un medio que no era el espacio, unido de alguna forma a un círculo de piedra sobre una colina, ser atraído más cerca del círculo, hacia unos rostros aterrados que miraban hacia arriba a través de la noche; una mujer embarazada debatiéndose, sujeta en el centro del círculo, gritando mientras él se acercaba flotando y llegaba a ella. Se sintió recompensado con siglos de recuerdos. Recuerdos heredados, o compartidos; ¿pero cuáles?

Aguardó. Todo estaba a punto de aclararse. La enorme masa se movió, brilló. Su voz, incontolablemente fuerte e irregular, luchó dificultosamente por hablar. Los árboles crujieron intensamente, los arbustos se agitaron, el cielo huyó incesantemente. De pronto, tocado por un instinto que no podía definir, Michael se dio cuenta del aspecto que debían de tener él y June desde el otro lado del claro. Tomó el brazo de ella, aunque ella se debatió brevemente, y aguardaron allí de pie: esposo y esposa en la oscuridad.

Tras una larga y confusa convulsión en la semioscuridad, las palabras fueron liberadas con una especie de tos. La voz parecía incapaz de pronunciar más de una frase a la vez; luego se volvía confusa y gorgoteante. A veces era la voz de su padre, y ocasionalmente la de su madre —aguda, temblorosa— parecía ayudar. Pero el efecto era inquietante, porque sonaba como si la lodosa voz estuviera intentando imitar a sus padres. Se mantuvo calmado, confiado de que aquello sería aclarado también a su debido tiempo.

Los Grandes Antiguos todavía vivían, gorgoteó fuertemente la entrecortada voz. Sus sueños podían ser transmitidos. Cuando la raza humana era joven y vivía cerca de los Antiguos, los sueños podían alcanzar el seno materno y convertir al nonato a su imagen. Algo como la voz de su madre pronunció las últimas palabras, temblando temerosamente. June se debatió, pero él aferró con fuerza su brazo.

Aunque las palabras eran veladas y alusivas, comprendía instintivamente lo que estaban diciendo. Sus nuevos recuerdos estaban allí listos para explicarlas. Cuando leyera de nuevo los libros de notas los comprendería conscientemente. Escuchó y miró, fascinado. Estaba maravillado ante el tamaño de la masa que hablaba. ¿Y qué había de extraño en su cabeza? Algo se movía allí, rápido como el girar de los colores en una pompa. El rostro parecía tensarse epilépticamente en la oscuridad, quizá para formar las palabras.

Los Antiguos podían esperar, le dijo la voz o las voces. Las estrellas llegarían en su momento. La gente tocada por los Antiguos antes de su nacimiento no adoptaba su imagen de golpe sino gradualmente, a lo largo de los siglos. En vez de morir, adoptaban la forma que los Antiguos habían colocado en el seno de un antepasado. Cada generación se acercaba más a la imagen perfecta.

La masa relucía como en carne viva, tenía un color rosa pálido y extrañamente inestable en la semioscuridad. Michael contempló inquieto la cabeza. Unas rápidas nubes arrastraron la oscuridad sobre el claro y luego se alejaron. El rostro tenía un aspecto tan enorme, y parecía aumentar de tamaño. ¿No se parecía al rostro de su padre? Pero los ojos estaban muy separados, los rasgos se deslizaban incontrolablemente por toda la cabeza. Todo aquello no era más que caprichos de las sombras. Una lágrima en las nubes reptó hacia la semioscurecida luna. June intentaba desprenderse de Michael.

—Estáte quieta —dijo con voz dura, y aumentó su presa.

Servirían a los Antiguos, gritó densamente la voz, temblando. Para eso habían sido hechos: para estar preparados cuando llegara el momento. Compartían las memorias de los Antiguos, y en el cambio sus cuerpos eran transformados a la materia de los Antiguos. Se unían con la gente ordinaria a la manera humana, y luego a la manera que los Antiguos habían decretado. De esa forma…

June gritó. La lágrima en las nubes había desvelado la luna. Su grito pareció lo suficientemente ronco como para desgarrar su garganta. Él se volvió furioso para hacerla callar; pero ella consiguió liberarse, con los ojos muy abiertos, y huyó por el sendero. La sombra de una nube avanzó hacia el claro. A punto de perseguir a June, se volvió para ver lo que la luna había revelado.

La sombra alcanzó el claro mientras se giraba. Por un momento vio la enorme cabeza, un hinchado bulbo que, aunque blanqueado por la luz de la luna, le recordó una masa extraída del interior de un cuerpo. La frente relucía llena de protuberancias y casi desnuda, excepto unos pocos mechones que caían irregulares sobre ella, mechones de pelo a buen seguro, aunque parecían más bien tiras de carne viva.

Sobre la cabeza, con una apariencia aún más pequeña entre la extensión de carne, vio el rostro de su madre. Estaba abrumadoramente empequeñecido, y aterrado. Los mechones oscilaban sobre él, más aprisa, más aprisa. Su boca se tensaba en silencio, incapaz de pronunciar una palabra.

Antes de que pudiera ver el resto de la figura, un vago y gigantesco saco achaparrado, la sombra inundó el claro. Mientras lo hacía, creyó ver el rostro de su madre ser sorbido al interior de la cabeza, como engullido por un torbellino de carne. ¿Flotaron de nuevo sus rasgos en la superficie, con una disposición distinta? ¿No había otros rasgos, más rollizos, mezclándose entre ellos? No pudo estar seguro de nada en la oscuridad.

June gritó. Había tropezado; la oyó caer, y el golpe de su cabeza contra algo; luego silencio. La figura avanzaba pesadamente hacia él, con toda su masa estremecida. Por un momento estuvo seguro de que su intención era abrazarle. Pero había alcanzado un pozo, casi oculto por la maleza. Se deslizó al interior de la tierra, como una lenta masa de jalea. La maleza volvió a ocupar su sitio con un ruido susurrante.

Permaneció inmóvil mirando a June, que seguía todavía inconsciente. Sabía lo que le diría; que había tenido una mala experiencia con el LSD, que esa era la causa de todo lo que había visto. El LSD le recordó algo. Lentamente, empezó a sonreír.

Fue al pozo y miró abajo. Débiles sonidos indistintos brotaban de la profundidad de la tierra. Sabía que no iba a ver a sus padres durante largo tiempo. Tocó su bolsillo, donde aguardaba el sobre. Contendría la explicación de la desaparición de su padre, que podría mostrar a la gente, a June.

La luz de la luna y las sombras corrían nerviosamente por encima del pozo. Mientras contemplaba la oscura boca se sintió lleno de maravilla pero tranquilo. Ahora tenía que aguardar hasta que fuera el momento de volver allí, de entrar en la tierra y unirse a los otros. Ahora lo recordaba; siempre había sabido, en lo más profundo de su ser, que este era su hogar. Un día él y June regresarían. Contempló con una sonrisa su cuerpo inconsciente. Quizás ella tuviera razón; quizás pudieran tomar el LSD juntos, cuando llegara el momento. Podía ayudarles a convertirse en uno.