Sobre la Losa
Harlan Ellison
Los rayos eran atraídos al lugar. Estación tras estación, de agosto a noviembre, pero sobre todo en Septiembre, los dentados rayos asesinos buscaban el huerto de George Gibree.
Gibree, un campesino con una hectárea y media de ásperos manzanos cuya producción cada vez menor de fruta le conduciría un año más tarde a degollarse con un cuchillo de despellejar conejos y a desangrarse hasta morir en el desván de su granja en Chepachet, cerca de Providence, Rhode Island, ese George Gibree halló la deprimente criatura en el extremo nordeste de su propiedad a finales de Septiembre. En la estación de los rayos asesinos.
Los obscenamente retorcidos árboles —ennegrecidos por la plaga del fuego— habían resistido un ataque tras otro; astillándose un poco más cada año; marchitándose un poco más cada año; muriendo un poco más cada año. Las Mclntosh que producían eran horribles y arrugadas como los bebés de la talidomida. Noche tras noche los rayos, atraídos por el lugar, chasqueaban y crepitaban, hasta que una noche, como cansado del juego cósmico, un rayo monstruosamente bifurcado, siseando con toda la energía, puso al descubierto la tumba de la criatura.
Cuando salió a inspeccionar el huerto a la mañana siguiente, conteniendo las lágrimas hasta que estuvo muy fuera de la vista de Emma y la casa, George Gibree contemplo el cráter y la vio tendida allí de espaldas, con su único ojo verde con las dos pupilas brillando terriblemente a la luz de la mañana, con su antebrazo izquierdo —doblado hacia arriba por el codo— como si quisiera sujetar con los dedos extendidos el aire de la mañana. Era como si la cosa hubiera sido golpeada por la furia del cielo mientras estaba intentando desenterrarse.
Durante solo un momento, mientras contemplaba el interior del pozo, George Gibree tuvo la sensación como si los ganglios que retenían su cerebro se hubieran soltado de pronto. Su cabeza empezó a temblar sobre su cuello…, y arrancó su mirada de aquel imposible titán tendido allá abajo, llenando los diez metros de longitud del pozo.
En el huerto pudo oírse solamente el sonido de los insectos, unos pocos pájaros, y el sollozar de George Gibree.
Los niños que entraban en el huerto a jugar lo vieron, y la noticia se extendió por toda la ciudad, y a través del corresponsal del lugar a una periodista freelance que escribía ocasionalmente artículos de interés humano para el Journal de Providence. La periodista acudió a la granja de Gibree para descubrir que era imposible hablar con George Gibree, que permanecía sentado en una silla de respaldo recto, mirando a través de la ventana sin hablar o ni siquiera reconocer su presencia, tras lo cual convenció a Emma Gibree que le dejara recorrer sola el huerto.
La noticia fue pequeña cuando fue publicada, pero era primeros de octubre y el mundo estaba tranquilo. La noticia recibió una interesada atención.
Cuando llegó un equipo de estudiantes graduados en antropología con su profesor a la cabeza, trozos del enorme ser habían sido desgarrados por los animales del campo y por visitantes curiosos. Enviaron a uno del grupo a la Universidad de Rhode Island en Kingston, aconsejándole que se pusiera inmediatamente en contacto con los representantes legales de la universidad y los prepararan para la posible adquisición de aquel terrible y milagroso descubrimiento. Evidentemente no se trataba de un fraude; no era el «gigante de Cardiff» de P. T. Barnum, sino una criatura jamás vista antes en la Tierra.
Y cuando cayó la noche, el profesor se vio obligado a convencer a los estudiantes más voluntariosos de que se quedaran junto a la cosa. Se trajeron linternas Coleman, chaquetas acolchadas y una miniestufa. Pero por la mañana los tres se habían ido.
Tres días más tarde, solo seis horas antes de que los abogados de la universidad pudieran presentar su oferta a Emma Gibree, un promotor de conciertos de rock de Providence se hizo con todos los derechos y la propiedad del gigante muerto por tres mil dólares. Emma Gibree había sido incapaz de conseguir que su esposo hablara desde la mañana que había estado junto a la tumba y había mirado al ser de un solo ojo; se sentía presa del pánico; veía médicos y hospitales en su futuro.
Frank Kneller, que había traído a todos los grupos importantes de rock de la pasada década a la ciudad, alquiló espacio de exposición en el Centro Cívico de Providence a un precio ridículamente bajo porque solo era la segunda semana de octubre…, y el mundo estaba tranquilo. Luego asignó a su firma de relaciones públicas la tarea de convertir al gigante en una curiosidad nacional. No fue una tarea difícil.
Fue exhibido a través de un medido metraje en las noticias de la tarde de las tres principales cadenas. El gusto de Frank Kneller por el dramatismo fue bien empleado.
El humanoide de diez metros, de piel rosada y con el ojo mirando con malévola fijeza a la lente de la cámara, fue recogido en un amoroso primer plano sobre la losa de mármol que Kneller había hecho tallar por un contratista de monumentos funerarios local.
Acudieron Pilbeam de Yale, y Johanson del Museo de Historia Natural de Cleveland, y los dos Leakey, y Taylor de Riverside vino con Hans Suess de la Universidad de California en La Jolla. Todos dijeron que era genuino. Pero no podían decir de dónde venía la cosa. De todos modos era nativa del planeta: diez metros de altura, ciclópea, tan dura como el cuerno del rinoceronte…, pero humana. Y todos observaron una cosa más.
El pecho, justo encima del lugar donde se hallaba el corazón, estaba horriblemente desgarrado. Como si unos centuriones hubieran clavado sus picas una y otra vez en la carne después de que aquella abominación hubiera sido crucificada. Terribles verdugones, con la piel aún furiosamente carmesí contra el suave rosa del por otra parte intacto cuerpo.
Intacto, es decir, excepto en los lugares donde los curiosos habían usado sus cortauñas y sus navajitas de bolsillo para extirpar algún souvenir.
Y luego Frank Kneller hizo que todos se fueran, sacudiendo maravillados la cabeza, deseosos de llevar a la criatura a sus laboratorios para un estudio privado, pero frustrados por la evidente e intocable propiedad de Kneller. Y cuando se hubo ido el último de ellos, y la visión del Cíclope en su losa hubo aparecido en revistas y periódicos e incluso en pósters, entonces organizó Frank Kneller su exposición en el Centro Cívico.
Allá, a la vista de la Cámara Legislativa del estado de Rhode Island, encima de cuya cúpula se alza la estatua chapada en oro de cuatro metros de alto del Hombre Independiente.
Los curiosos acudieron a miles para hacer cola y pagar sus tres dólares por cabeza por el derecho de desfilar delante del coloso muerto, adornado con pósters de diez metros a tamaño real festoneando las paredes exteriores del Centro Cívico como ¡La Novena Maravilla del Mundo! (Novena, razonó Frank Kneller con un destello de ingenio y un sentido de la historia poco común a promotores y popularizadores, porque King Kong había sido la Octava). Fue un gracioso hommage que no pasó desapercibido por los fans del terror cinematográfico; y el gesto hizo merecer a Kneller una aceptación que de otro modo no hubiera obtenido de los connaisseurs.
Y era casi sinfónicamente correcto el que el titán hubiera sido desenterrado en Providence, en Rhode Island, en aquel estado yanqui tan poco característico de Nueva Inglaterra; ese lugar fundado por Roger Williams para «aquellos angustiados a causa de la conciencia» e identificado históricamente con la independencia del pensamiento y la libertad de religión; aquel lugar donde lo sorprendente y lo extraño se mezclaban con lo mundano: Poe había vivido allí, y Lovecraft; y habían tenido extrañas visiones, terribles sueños que habían quedado registrados, que habían influenciado el rumbo de la literatura; la propiedad moral de la ciudad por el coven moderno conocido como la Mafia; eso, e incontables informes de extraños sucesos, avistamientos, reuniones, creencias, que hacían que el Journal de Providence pareciera un apéndice de los escritos de Charles Fort…, proporcionaba un ambiente muy peculiar.
Las colas nunca parecían acortarse. Las multitudes llegaban en autobuses atiborrados, alquilaban reproductores de casetes con información de fondo narrada por un hombre que era el presentador de una serie de televisión que se ocupaba de lo oculto. Los escolares desfilaban en grupos por delante del ojo verde que miraba fijo; los quinceañeros con lo sentidos embotados por las películas de horror se extasiaban en grupos de cinco a diez; los jóvenes amantes que necesitaban compartir se detenían y se maravillaban; los ciudadanos más maduros cuyas vidas estaban ya más allá de toda maravilla sonreían y señalaban y hacían chasquear la lengua; los escépticos y los cínicos y los desprestigiadores profesionales se quedaban incrédulamente helados y se alejaban desconcertados. Frank Kneller se vio envuelto en todo aquello de una forma que nunca antes había experimentado, ni siquiera con los grupos más artísticamente completos que había contratado. Cada noche se iba a la cama exhausto, pero con la moral elevada. Y despertaba cada mañana con la sensación de que estaba empleando bien su tiempo. Cuando hablaba de esa sensación a su más viejo amigo, su contable, con quien había compartido alojamiento durante sus días universitarios, se veía recompensado con la palabra ennoblecido. Cuando pensaba en la palabra, reconocía que estaba de acuerdo.
Mostrar aquella monstruosidad era importante.
Deseaba con todo su corazón saber la razón. El sonido que resonaba más a menudo a través del verde claro en el bosque de sus pensamientos era ¿por qué?
—Tengo entendido que ha adquirido usted la costumbre de dormir en la rotonda donde se exhibe el gigante. —El presentador de televisión del programa de entrevistas de última hora de la noche se inclinó hacia adelante. La ceniza de su cigarrillo crecía hasta el punto que de un momento a otro iba a caer sobre la perfecta raya de sus pantalones. No se dio cuenta.
Kneller asintió.
—Sí, es cierto.
—¿Por qué?
—Por qué es una pregunta que me he estado haciendo desde que compré al gran hombre y empecé a dejar que la gente lo viera…
—Bueno, seamos honestos al respecto —dijo el entrevistador—. Usted no deja que la gente vea el gigante…, usted les cobra por el privilegio. Después de todo, está mostrando una atracción. No es puramente un acto humanitario.
Kneller frunció los labios y aceptó aquello.
—Sí, eso es cierto. Pero le diré que si no tuviera unos gastos que cubrir, no cobraría nada. Pero necesito cubrirlos, así que cobro lo que me cuesta alquilar el espacio en el Centro Cívico. Solo esto; no más.
El entrevistador le dirigió una mirada taimada.
—Oh, vamos…
—No, de veras, lo digo honestamente —se apresuró a decir Frank—. Han sido once meses, y no puedo decir cuántos cientos de miles de personas han venido a ver al gran hombre; quizás un millón o más; no lo sé. Y todo el mundo que viene se marcha sintiéndose un poco mejor, un poco más importante…
—¿Una experiencia religiosa? —El entrevistador no sonrió.
Frank se encogió de hombros.
—No, lo que estoy diciendo es que la gente se siente ennoblecida en presencia del gran hombre.
—No deja de llamar al gigante «el gran hombre». Es una denominación extraña. ¿Por qué?
—Parece lo correcto, eso es todo.
—Pero todavía no me ha dicho por qué duerme cada día en el lugar donde se exhibe.
Frank Kneller miró directamente a los ojos del entrevistador, que tenía que vivir cada día en Nueva York y así era probable que no comprendiera lo que era la paz mental, y dijo:
—Me gusta la sensación. Siento como si yo me mereciera el trabajo que se empleó en crearme. Y no deseo estar mucho tiempo lejos de él. Así que instalé una cama ahí dentro. Puede que le suene extraño, pero…
Pero si no se hubiera sentido impulsado a centrar su vida alrededor de la figura inmóvil sobre la losa de mármol, entonces Frank Kneller no hubiera estado allí la noche que llegó el destructor.
La luz de la luna inundaba la rotonda a través de la enorme claraboya de la zona central de exposición.
Kneller estaba tendido de espaldas, las manos en la nuca como siempre, con el sueño aún distante pero en paz consigo mismo, en presencia del gran hombre.
El titán estaba tendido sobre su losa de mármol, inclinado hacia la pared del fondo, diez metros de estatura, su rostro envuelto ahora en las sombras. Kneller no necesitaba ninguna luz. Sabía que el único gran ojo estaba abierto, las pupilas gemelas mirando directamente al frente. Se habían convertido en compañeros, el hombre y el gigante. Y, como de costumbre, Frank vio algo que ninguno de los miles que habían pasado por delante del coloso había visto nunca. En la oscuridad de allá arriba cerca del techo, las cicatrices que cubrían el pecho del gigante brillaban débilmente, como ambarino plancton o las minúsculas criaturas que se aferran a las paredes de piedra caliza en las más profundas cavernas de la Tierra. Cuando cayó la noche, Frank se sintió invadido por una tristeza insoportable. Dónde y cuándo hubiera vivido aquel sorprendente ser…, de cualquier forma que hubiera pasado los días y las noches que habían constituido su vida…, había sufrido algo más terrible de lo que ningún ser humano podía concebir. Qué había causado aquel horrible daño a su carne, y cómo se había regenerado incluso de una forma tan imperfecta como aquella, era algo que Kneller no podía llegar a imaginar.
Pero sabía que el dolor había sido interminable, y terrible.
Permaneció tendido allí de espaldas, pensando de nuevo, como hacía cada noche, en la vida que había conocido el gigante, y en qué debía de haber sido para él esta Tierra.
Las preguntas eran demasiado poderosas, demasiado complejas, y más allá de la capacidad de Frank Kneller de plantearlas adecuadamente. El titán desafiaba las leyes de la naturaleza y de la razón.
Y la sombra del destructor cubrió la claraboya de la rotonda, y el sonido de un gran viento se alzó alrededor del Centro Cívico, y Frank Kneller sintió un error que era imposible contener. Algo acudía desde el cielo, y supo sin mirar hacia arriba que acudía en busca del gran hombre sobre la losa.
El viento huracanado chilló hasta más allá del punto de audibilidad, vibró en las raíces de sus dientes. La oscuridad exterior pareció caer hacia la luz que llegaba del cielo, y con el sonido final de enormes alas batiendo contra la noche, el destructor astilló el cristal a prueba de golpes.
Estalactitas afiladas como navajas impactaron contra la cama, el suelo, las paredes; una larga lanza de cristal atravesó la almohada donde se apoyaba la cabeza de Frank unos momentos antes, penetrando en el colchón y no alcanzándole por centímetros allá donde se cubría en la oscuridad.
Algo enorme se estaba moviendo más allá de los pies de la cama.
Los cristales formaban una destellante alfombra por toda la rotonda. La luz de la luna brillaba todavía desde arriba e iluminaba el área de exposición.
Frank Kneller alzó la vista y vio una pesadilla.
La fuerza que había colapsado la claraboya era un pájaro. Un pájaro tan enorme que no podía catalogarse en el mismo género que el petirrojo que había encontrado fuera de la ventana de su dormitorio cuando era un niño, el petirrojo que había volado hacia el cristal cuando la luz del sol lo había convertido en un espejo, el petirrojo que había golpeado contra el cristal y había caído y había permanecido tendido allí hasta que él salió de la casa y lo recogió. Su sangre parecía aguada, y pudo sentir los latidos de su corazón contra su palma. Estaba indefenso y débil y se moría de miedo, podía sentir que se moría de miedo. Y Frank había corrido a su madre, llorando, y le había suplicado que le ayudara a devolver al pequeño animal al cielo. Y su madre había tomado el viejo cuentagotas de un colirio que había usado para echar aceite de hígado de bacalao a la leche de Frank cuando era pequeño, y había intentado que el petirrojo tomara un poco de agua azucarada.
Pero había muerto.
Diminuto, había muerto de miedo.
La cosa en la rotonda era de ese género, pero no era pequeño ni tenía miedo.
Como ningún otro pájaro que hubiera visto nunca, como ningún otro pájaro que hubiera sido visto nunca, como ningún otro pájaro que hubiera existido nunca. Simbad había conocido quizás un pájaro así, pero ningunos otros ojos humanos habían contemplado nunca un destructor así. Era gigantesco. Frank Kneller no podía estimar su tamaño, porque era casi tan alto como el gran hombre, y cuando emitió el horrible y acuoso sonido graznante e hinchó el pecho y agitó las alas en un agitante dosel, las plumas de los extremos rozaron las paredes de la rotonda a cada lado. Las paredes estaban separadas por sus buenos veintidós metros.
El buitre dejó escapar un grito infernal y hundió las cimitarras de sus garras en la petrificada carne del gran hombre, con su maligno pico clavado en su pecho, en la zona llena de cicatrices que había brillado débilmente en la sombra.
Arrancó la carne tan dura como el cuerno de rinoceronte.
Su cabeza se echó hacia atrás y el pico arrancó un trozo de córnea carne. Entonces, mientras Kneller miraba, la carne pareció perder su rigidez, se ablandó, y la sangre chorreó de la carroña en el pico del cuervo asesino. Y el gran hombre gimió.
El ojo parpadeó.
El pájaro golpeó de nuevo, arrojando pedazos de carne por toda la rotonda.
Frank tuvo la sensación de que su cerebro estallaba. No podía soportar ver aquello.
Pero el buitre seguía con su tarea, arrancando la carne de la zona del pecho donde estaba el corazón del gran hombre debajo del tejido cicatricial. Frank Kneller se arrastró fuera de las sombras y se puso en pie, impotente. La criatura era inmensa. Él era el petirrojo: diminuto y lastimoso.
Entonces vio el extintor en su caja en la pared, y agarró la almohada de la cama y corrió hacia allá y golpeó el cristal con la almohada que protegía su mano. Arrancó el extintor de sus fijaciones y corrió hacia el pájaro negro, apretando la manija tan fuertemente que el cable del precinto se partió sin el menor esfuerzo. Apuntó hacia el buitre justo en el momento en que echaba la cabeza hacia atrás para arrancar otro pedazo de carroña, y la virulenta mezcla de halón 1301 brotó en un blanco chorro hacia la cabeza del pájaro. La mezcla de flúor, bromuro, yodo y cloro bañó al buitre, entró en sus ojos, llenó su boca. El buitre lanzó un último y violento grito, liberó sus garras y trazó un arco ascendente en la oscuridad con un espasmódico batir de alas que cruzó el rostro de Frank Kneller y lo envió a un rincón a diez metros de distancia. Golpeó la pared; todo derivó al gris a su alrededor.
Cuando consiguió ponerse de rodillas sintió un agudísimo dolor en el costado y supo de inmediato que tenía rotas varias costillas. En todo lo que pudo pensar fue en el gran hombre.
Se arrastró por el suelo de la rotonda hasta la base de la losa y miró arriba. Allá, en las sombras…
El gran hombre, en medio de un terrible dolor, le devolvió la mirada.
Un gemido escapó de los enormes labios.
¿Qué puedo hacer?, pensó Kneller desesperadamente.
Y las palabras brotaron en su cabeza. Nada. Volverá de nuevo.
Kneller alzó la vista. Allá donde el tejido cicatricial había brillado débilmente el pecho estaba completamente abierto, y el corazón del gran hombre estaba ahí dentro pulsando sangre, parte de él desgarrado.
Ahora sé quién eres, dijo Kneller. Ahora sé tu nombre.
El gran hombre sonrió con una extraña sonrisa tímida. El gran ojo verde hizo que su expresión pareciera de algún modo agradable. Sí, dijo, sí, sabes quién soy.
Tus lágrimas se mezclaron con la tierra para crearnos.
Sí.
Nos diste el fuego.
Sí; y la sabiduría.
Y desde entonces has sufrido por ello.
Sí.
—Tengo que saberlo —dijo Frank Kneller—. Tengo que saber si tú eras lo que nosotros éramos antes de que nos convirtiéramos en lo que somos ahora.
El sonido del gran viento se estaba alzando de nuevo. El destructor estaba en la noche, camino de vuelta. Los productos químicos del hombre no podían alejarle de la tarea que tenía que realizar, no podían mantenerlo lejos mucho tiempo.
Viene de nuevo, dijo el gran hombre en la mente de Kneller. Y yo no volveré.
—¡Dime! ¿Eras tú lo que éramos nosotros…?
La sombra cayó cruzando la rotonda, y la oscuridad descendió sobre ellos mientras el gran hombre decía, en aquel momento final: No, yo soy lo que vosotros hubierais sido…
Y el cuervo carroñero enviado por los dioses cayó sobre él en el momento en que decía una cosa más…
Cuando Frank Kneller recuperó el conocimiento, horas más tarde, allá en el suelo donde el espantoso dolor de sus costillas rotas lo había arrojado, oyó aquellas últimas palabras reverberar en su mente. Y las oyó interminablemente el resto de todos los días de su vida.
No, yo soy lo que vosotros hubierais sido…, si hubierais demostrado ser merecedores de ello.
Y el silencio fue más profundo que la noche a través de la faz del mundo, de polo a polo, más profundo de lo que había sido nunca antes en la vida de las criaturas que se llamaban a sí mismas humanas.
Pero no tan profundo como iba a convertirse muy pronto.