ES ELEGANTE TENER UNAS SEÑAS INGLESAS

D. G. Compton

Paul Cassavetes se sentó en el centro exacto del asiento posterior del taxi. El viaje en automóvil representaba una interrupción de las incesantes presiones de la vida y Paul se alegraba de poder sentarse tranquilamente y relajarse. Aunque el taxi le estaba llevando a un destino que él no hubiese elegido nunca por su propia voluntad, se alegraba simplemente de que le condujeran a través de la superficie de Inglaterra sin que él tuviera que poner nada de su parte. Tenía ochenta y cuatro años y estaba cansado de hacer cosas que tenían relación con otras cosas. Cuando creyera llegado el momento oportuno, le diría a su representante que estaba harto de ir a lugares a los que realmente no deseaba ir, de no ver nada de lo que realmente deseaba ver, de no hacer nunca algo que realmente deseaba hacer. Y, ahora, esta excursión para visitar al viejo Joseph, que era lo último que se le hubiera ocurrido hacer por su propio impulso. Esto le convertía incluso en un criado del viejo Joseph.

Hasta cierto punto, todo esto era verdad. Pero en toda su vida lo único que realmente había deseado hacer era tocar el piano, y ya llevaba setenta años tocándolo.

Se sentó en el centro exacto del asiento, con sus marfileñas manos apoyadas sobre las rodillas. Le había pedido al conductor que fuera despacio, alegando que la velocidad le causaba vértigo. El joven conductor se había encogido de hombros. La velocidad no causa vértigo a nadie: lo que pone enfermo al que viaja es la inseguridad. ¿Y qué derecho tenía el gran Cassavetes a sentirse inseguro? Pero sólo los tontos discuten con los viejos. Y sólo los muy tontos discuten con los clientes. De modo que se mantuvo por debajo de los ciento treinta, mientras el anciano permanecía sentado, ridículamente erguido, en el centro exacto del asiento posterior, con las manos sobre las rodillas y su maletín en el regazo.

Más allá de Salisbury el conductor giró a la izquierda. A través de unos bloques de dormitorios de color rosa llegaron a un pueblecito de casas antiguas que ahora eran viviendas de lujo para hombres que se dedicaban a la publicidad o a los plásticos. Paul vio desfilar las limpias paredes, las ventanas y los pequeños jardines de la parte delantera. Tal como él los recordaba, los pueblos siempre habían sido un poco desaseados.

Más allá del pueblo la carretera se empinaba bruscamente. Paul se inclinó hacia adelante y repiqueteó con los dedos en el cristal de separación.

—No golpee el cristal, señor —dijo cortésmente el conductor—. Hay un botón de llamada a ambos lados del asiento. Manténgalo apretado y podré oírle.

El anciano pareció desconcertado. Había varios botones en cada uno de los brazos del asiento, todos con su correspondiente indicación. Paul apretó equivocadamente el que servía para bajar el cristal de la ventanilla. El conductor le observaba a través del espejo retrovisor, sin decir nada.

Paul dominó su pánico. Encontró el botón correcto, lo apretó y habló. Había utilizado los interfonos de los taxis centenares de veces. Y no hubiera cometido aquel error si el largo viaje no le hubiese trastornado.

—Es al final de la cuesta, a la izquierda —dijo.

—De acuerdo, señor —respondió el conductor.

El camino estaba enarenado. El conductor se adentró por él.

—Está muy cerca —dijo Paul, apretando el botón—. Cuando haya pasado aquellos árboles, verá la casa.

Soltó el botón.

—Y si empiezas a decirme la impresión que te produce el ver la casa, creo que me pondré a gritar —murmuró.

—Entonces, ¿ya había estado usted aquí? —dijo el conductor.

Paul apretó de nuevo el botón.

—Muchas veces —dijo—. La casa es propiedad de un viejo amigo mío.

El automóvil rebasó el último de los árboles.

—Esto es una casa —dijo el conductor—. ¿Sabe qué impresión me produce? ¿Se reirá usted si le digo que me hace sentir orgulloso de ser inglés?

—No me reiré.

—Los norteamericanos pueden tener muchas cosas, pero no tienen nada que pueda compararse con esto.

—Todavía no.

—¿Perdón?

—Mi amigo es un famoso compositor. Cuando se muera, su casa pasará a ser propiedad de un Valle de Cultura. Ya ha recibido dinero a cuenta.

—Llegará día en que no quede nada de la verdadera Gran Bretaña, Mr. Cassavetes.

Paul no contestó. Al fin y al cabo, él no había nacido en el país. Y la casa de Joseph no era un producto típico de la Gran Bretaña, sino más bien una mansión con un sello de exclusividad, de distinción, la mansión que le hace a uno «sentirse» millonario.

—Su amigo debe ser un personaje importante, para vivir en un lugar como éste.

—Se llama Joseph Brown. Es profesor de música de una gran Universidad norteamericana. Y tiene una reputación internacional.

—Si su trabajo está en América, ¿por qué vive aquí?

—Porque le gusta...

Era una cuarta parte de la verdad.

El automóvil se detuvo junto a la escalinata que conducía a la terraza que se extendía delante de la casa. Paul encontró uno de los botones de la portezuela y lo apretó. Ahora que el automóvil estaba parado el circuito funcionaba y la portezuela se abrió con un leve zumbido. Paul se apeó. No se sentía culpable por no haberle revelado al conductor del taxi los verdaderos motivos que tenía Joseph para vivir en Hale Barton. Sus relaciones con el joven habían sido electrónicas, a base de botones y mecanismos. Cogió la tarjeta de viaje y la firmó. En vez de su habitual Satisfactorio escribió: Excelente conductor. Comprensivo y de toda confianza. El joven se lo merecía: se había mostrado respetuoso, conduciendo a la velocidad solicitada y no abusando de un pasajero sumamente vulnerable. Paul le entregó la tarjeta, observando su reacción mientras la leía.

—Estaré al tanto de sus conciertos, Mr. Cassavetes. Es posible que asista a uno de ellos.

Temiendo que esto pudiera parecer una petición de una entrada de favor, bajó rápidamente el cristal de la ventanilla y se alejó. Paul permaneció unos instantes sobre el primero de los peldaños de la escalinata, respirando suavemente y viendo cómo el automóvil desaparecía entre los árboles. Las encinas conservaban aún sus hojas, pero las ramas de los olmos estaban desnudas y descoloridas. Mentalmente, Paul imaginó el olor de ochenta años de fogatas. Dio media vuelta y subió los peldaños con cierta dificultad.

Le abrió la puerta el mayordomo mejicano de Joseph.

—Mr. Brown está en el salón de música, señor. Tal vez el señor quiera lavarse las manos antes de que le acompañe.

—No tiene usted que acompañarme. Conozco perfectamente la casa.

—Ha habido algunas modificaciones, señor. Desorientadoras. El guardarropa está a su izquierda, señor.

La obstinación hubiera sido un abuso indecoroso. Además —a no ser que se tratara de su música—, Paul no discutía nunca con nadie. Fue a lavarse las manos, secándose cuidadosamente los intersticios de los dedos donde la piel se agrietaba fácilmente. Luego regresó al vestíbulo. Los ojos del mayordomo le examinaron de pies a cabeza, comprobando si había algún fallo en su aspecto general.

Echaron a andar al lento paso que el mayordomo consideró apropiado. El salón de música de Joseph, que siempre había estado en el primer piso del Frente Sur, se hallaba ahora más arriba, al parecer, al final de la galería de los retratos. La puerta de la galería estaba barnizada y olía a cera. La puerta situada al fondo estaba abierta; al otro lado de ella reinaba la oscuridad. Cuando la cruzaron, el mayordomo pulsó un interruptor colocado en la pared. Brotó la luz, iluminando una segunda puerta. La pared en la cual se abría la segunda puerta se hallaba a unos pies de distancia de la primera. El mayordomo había dicho la verdad: se habían producido modificaciones.

Se abrió la segunda puerta y apareció Joseph. El mayordomo anunció:

—Mr. Cassavetes, señor. Le estaba usted esperando.

Joseph se adelantó a saludar a Paul, con los brazos extendidos. Era un hombre robusto, y su recobrado vigor hacía opresiva su presencia. En los últimos años —desde que le habían operado— sus modales se habían hecho juveniles y desenvueltos. Aunque era evidente que se trataba de una imitación. Y Joseph no había querido ahorrarle la representación, a pesar de que Paul era cincuenta y cuatro días más joven que él.

—¡Mi querido Paul! Tienes un aspecto estupendo... ¡Cuánto me alegra que hayas venido! Quiero que veas mi nuevo salón. He terminado una nueva sonata... ¡Oh! Y más tarde vendrá alguien a quien deseo que conozcas. Tengo un interés especial en ello.

Su enorme brazo rodeó los hombros de Paul, cálido y protector.

—¿Has tenido un buen viaje? Supongo que has venido por carretera... El ferrocarril no está hecho para nosotros, los viejos.

Decir esto era hacerle un favor a Paul. Pero a Paul no le importó. Hacía más de sesenta años que se conocían el uno al otro. En los primeros tiempos de su amistad, a Paul le había gustado más el hombre que su música. Posteriormente, los factores habían llegado a invertirse. Pero Joseph y él continuaban frecuentándose, porque su antigua amistad era una institución tan pública como privada.

—Me alegra mucho volver a verte, Joseph. Hilda te envía sus mejores recuerdos. Y los gatos esperan que no te hayas olvidado de ellos.

—Hilda... ¿Cómo está? ¿En qué pasáis el tiempo? Con tan pocos conciertos, ahora... ¿En qué pasáis el tiempo?

—Hilda tiene sus plantas. Y sus gatos, desde luego. Leemos mucho. Yo toco el piano. Recibimos visitas...

—Tienes que decirme lo que haces, en realidad... Pero antes quiero enseñarte mi nuevo salón.

Para Joseph sólo eran reales las cosas que podía oír, gustar, palpar y ver. Despidió al mayordomo y acompañó a Paul a través de la puerta de la galería.

—Puedes mirarlo todo —dijo—. Por arriba, por abajo, por los lados... Está construido a prueba de micrófonos.

Paul miró a su alrededor. El salón se apoyaba en seis esbeltas columnas transparentes. Paul sabía lo que era ser espiado. Pasando tanto tiempo en hoteles, oficinas de aviación y salas internacionales de conciertos, había acabado por acostumbrarse a los aparatos de escucha y cuando estaba en aquellos lugares controlaba su lengua, desde luego.

—¿A prueba de micrófonos, Joseph? ¿Quién puede desear espiarte aquí?

—El salón está completamente aislado. Ni siquiera la calefacción o el aire acondicionado proceden del mundo exterior. Y el mayordomo revisa todos los días los espacios existentes alrededor del salón.

—Me ha parecido que el mayordomo tenía una mirada huidiza. ¿Estás seguro de que puedes confiar en él?

Joseph se tomó mi observación muy en serio.

—La mayoría de las veces me encargo yo mismo de la revisión, desde luego. Y el mayordomo es tan digno de confianza como cualquiera en estos tiempos.

Cerró cuidadosamente la puerta detrás de Paul, tocó una silla con el pie para dar a entender que Paul debía sentarse en ella y se dirigió al piano.

—¿Tienes algo que deseas que oiga? —dijo Paul—. ¿Me has pedido que venga para eso?

—Ya te lo he dicho. Una nueva sonata para piano. Tal vez puedas incluirla en tu próximo recital.

Como motivo para pedirle a un anciano que viajara hasta aquí desde Nolfork, resultaba poco convincente. Paul unió sus manos y escuchó. Joseph interpretó su nueva sonata, alternando acordes tan suaves como agua inmóvil con pasajes llameantes. Cuando terminó de tocar permaneció sentado ante el teclado, inclinado sobre él, muy quieto.

—Absolutamente clásico, ¿te has dado cuenta? —dijo, finalmente—. He renunciado a la electrónica. Tiene que gustarte.

—Desde luego que me gusta, Joseph. Lo que he podido oír, al menos. Sigues siendo un pianista tan horrible, que resulta muy difícil juzgar la música que interpretas.

—¿Un pianista horrible, yo? ¿Y qué clase de compositor eres tú, vamos a ver?

No era la primera vez que se gastaban mutuamente aquella broma, lo cual permitía a Paul aplazar su juicio crítico sobre la música que habían interpretado para él. Pero en esta ocasión no quiso hacerlo.

—La sonata me gusta mucho, Joseph —dijo. Se disponía a explicar por qué, pero vaciló—. Noto una dificultad... El primer movimiento, por ejemplo... ¿Es de confianza el teclado? Me ha parecido oír...

—¿Qué es lo que te ha parecido oír?

—No lo sé. Una de las cuerdas, quizá...

Joseph se puso en pie. Rugió su deleite.

—De modo que has oído los chismorrees... Bueno, esta vez son ciertos. De punta a punta.

Paul no había oído ningún chismorreo, de modo que esperó, sonriendo. Joseph volvió a sentarse, apoyando sus codos sobre las teclas. Esperó a que las enmarañadas notas se disolvieran en un leve zumbido.

—Ocurrió en Suecia —dijo—, en un festival que me dedicaron en Estocolmo. Ella interpretaba mi segundo concierto para violoncello. Tocaba maravillosamente. Y me la traje aquí. El mes próximo la presentaré en Londres. Y luego en Nueva York. Se llama Irmgaard Berensen. Tiene veintitrés años.

—Irmgaard... Tal como pronuncias su nombre, Joseph, suena a amanecer. A agua clara en un lago de las montañas.

—No seas tan hipócrita. Sabes perfectamente que no lo apruebas.

—¿Qué significa «aprobar»? Si eres capaz de volver a escribir música como ésa, ¿qué significa «aprobar»?

—De acuerdo. Hablemos de otra cosa, ¿quieres?

Paul contempló el dorso de sus manos.

—Hace unos instantes te he preguntado quién podría querer espiarte, Joseph. No me has contestado.

—El mundo musical ha cambiado, Paul —dijo Joseph—. Ahora, un compositor es como una casa de modas: debe mantener el secreto de sus nuevas creaciones hasta el mismo día de la exhibición.

—Yo he interpretado obras nuevas, Joseph. Sé lo que son las puertas cerradas y las medidas de seguridad. Pero, un hombre de tu posición... y en tu propia casa...

—Mi agente se ocupa de la parte económica. Y me dice que esas cosas tienen mucha importancia —explicó Joseph—. Lo que realmente les interesa es lo que puedo hacer el mes próximo o el próximo año.

—¿Hasta el punto de que tu agente crea que debes ocultarte como un ratón en una caja?

Joseph se encogió de hombros.

—Siempre serás el mismo, Paul. Si algo es una innovación, para ti es inmediatamente malo. Y escoges las peores palabras para manifestarlo. No soy ningún ratón, y esto no es una caja. Está decorado por aquel joven español. Es muy bello.

Paul pensó en el antiguo salón de música. Tenía ventanales. Y el cielo exterior era a menudo gris y maravillosamente feo. Suspiró.

—¿Quién es ese hombre que has dicho que quería conocerme? —inquirió.

—Es un médico joven y muy brillante. El que me adaptó el estimulador radiónico.

Joseph llevaba atado a la muñeca un pequeño trasmisor que emitía una señal a cada latido de su pulso. La señal era recogida y amplificada por un receptor instalado en la membrana exterior de su corazón. La señal estaba destinada a estimular el músculo cardíaco. Cuando los cambios fisiológicos hacían latir el pulso con más rapidez, el corazón era estimulado más rápidamente. El receptor hacía que los latidos del corazón de Joseph fuesen tan vigorosos como lo eran cuando tenía cuarenta años. Mientras sus arterias resistieran, era un hombre nuevo. Sin el estimulador, hubiera muerto hace ya mucho tiempo.

—El Dr. McKay está al corriente de las tendencias más modernas, Paul. Es un hombre muy joven. Cree apasionadamente en el futuro de la electrónica en el campo de la medicina.

—Parece que la actual sea la época de los entusiasmos. No hago más que oír hablar de jóvenes que creen apasionadamente en alguna cosa.

—Tú y yo siempre fuimos entusiastas. ¿Qué tiene eso de malo?

No tenía nada de malo. Paul deseó haberle pedido a su esposa que le acompañara. Hilda hubiese sido capaz de explicar lo que tenía de malo. Contempló de nuevo sus manos, súbitamente aterrorizado.

—Con tal de que no pretenda hacerme objeto de uno de sus experimentos... No me gustaría convertirme en una persona eléctrica.

—Esto es una indirecta, supongo... Sin embargo, yo no me siento eléctrico... —Joseph levantó la mirada hacia el techo, tratando de analizar honradamente lo que sentía—. Me siento vivo. Me siento como me he sentido siempre.

Hizo una pausa. Paul se dio cuenta de lo silencioso que era el salón.

—Ven, quiero que veas todo esto.

Le mostró a Paul las maravillas del salón. Su nuevo sintetizador de armonías. El cuadro de Altmeyer que acusaba los más mínimos cambios de presión y siempre estaba en movimiento. Y el sinfoniógrafo experimental que debía escribir lo que oía pero que nunca había funcionado de acuerdo con lo que se esperaba de él... El salón musical estaba dotado de los últimos adelantos.

Paul sabía ahora que el motivo de la invitación de Joseph no tenía nada que ver con la nueva sonata. Estaba aquí para conocer al Dr. McKay, en relación con el grabado experimental... Algo habían tramado. Conocía los síntomas. Iban a pedirle algo.

En aquel momento se encendió una luz azul encima de la puerta.

—Me están llamando —dijo Joseph—. Espero que sea McKay.

Se dirigió hacia la puerta.

—No puedo tener un timbre, ¿comprendes? Podría sonar cuando estoy grabando.

El Dr. McKay era alto, joven y sincero, Joseph presentó a los dos hombres. Paul inclinó la cabeza, mantuvo sus manos detrás de su espalda y sonrió, sin apenas atreverse a moverse.

—Sírvenos el té aquí —dijo Joseph, dirigiéndose al mayordomo.

El mayordomo se marchó, dejando la puerta abierta. Se oyeron unos sonidos lejanos, y el olfato de Paul se llenó del olor de la cera utilizada para pulimentar el suelo de la galería. De pronto se dio cuenta de que el Dr. McKay le estaba hablando.

—...especialmente sus interpretaciones de Beethoven. Joe me ha dicho que estudió usted con Schnabel.

—Durante tres años, en América.

—Yo tengo varios de sus discos. Creo que fue el mejor intérprete de Beethoven.

—La gente que le recuerda únicamente por sus interpretaciones de Beethoven comete una injusticia con él. —Paul hablaba de un modo maquinal. La anécdota que iba a seguir había sido contada un millar de veces—. También interpretaba a Bach, aunque rara vez en una sala de conciertos. Decía que la gente menospreciaba el intimismo de Bach, que tendía a pensar en él como en un tintero o como en una catedral.

El Dr. McKay sonrió cortésmente. Joseph estalló en una carcajada. Joseph había oído la historia más de cuarenta veces. Lo cual significaba que quería adular a Paul. ¿Con qué intención? No podía tardar en descubrirlo.

El doctor McKay se volvió hacia Joseph.

—¿Se ha hecho revisar recientemente? —le preguntó.

—La semana pasada.

—El estimulador tiene que ser revisado periódicamente —dijo el doctor, dirigiéndose a Paul—, de un modo especial el contacto con la muñeca. Podría producirse una grave infección.

El hecho de que Joseph estuviera vivo representaba ya un triunfo. El doctor McKay era lo bastante sensible como para captar los pensamientos de Paul, e incluso las ideas que se ocultaban detrás de ellos.

—Joe lo ha tomado muy bien —dijo—. Todos nosotros nos damos cuenta de que la mayoría de los mecanismos con los cuales atacamos la dignidad humana son todavía imperfectos. Y esto nos preocupa, créame.

—La enfermedad también es imperfecta, doctor. No necesita usted recordármelo.

—De todos modos, nos preocupa.

Regresó el mayordomo, con el té. Se llenaron las tazas, se removió el azúcar, crujieron las pastas. La conversación se hizo más personal.

—Perdone si le contemplo a usted con una mirada ligeramente profesional —dijo el doctor McKay—. Me dedico de un modo especial al estudio del problema de la senectud.

—No veo que sea ningún problema. Soy viejo, y pronto moriré. No es ningún problema.

—Es usted un hombre juicioso, Mr. Cassavetes. Y también afortunado. Pero hay muchos hombres y mujeres que...

—¿Juicioso? —le interrumpió Joseph—. ¿Juicioso? Antivida, diría yo. El retorno a la naturaleza es una locura. ¿Acaso hay alguien que piense con agrado, o incluso con resignación, en que tiene que morir?

Paul se dio cuenta de que el doctor se encontraba en un apuro. Joseph podía permitirse cualquier salida de tono, pero importaba mucho, al parecer, que el doctor le causara una buena impresión a Paul. McKay vaciló. Miró a Joseph, y luego a Paul. Finalmente habló, pero sin dirigirse a ninguno de ellos:

—La vida tiene una circularidad. Algunas personas se dan cuenta rápidamente. Otras necesitan un poco más de tiempo. Eso es todo.

Sus ojos le pidieron a Paul que comprendiera cómo estaban las cosas. Paul, a quien el doctor inspiraba miedo y ninguna simpatía, decidió atacar. Era preferible llegar cuanto antes al fondo del asunto.

—Joseph me ha dicho que trabaja usted con grabaciones XTP.

—¿Qué más le ha dicho?

—Que las utiliza usted en su trabajo sobre... sobre la senectud.

El doctor McKay soltó su taza y en sus ojos se reflejó la satisfacción que experimentaba al poder hablar de algo que despertaba su entusiasmo. Se inclinó hacia adelante.

—Es algo maravilloso —dijo—. Por fin hemos conseguido una grabación de una muerte apacible. Y sus efectos son realmente asombrosos.

La puerta del salón se había cerrado.

—Hace un mes falleció el Pastor Mannheim —dijo el doctor—. Sabía que se estaba muriendo y, sin embargo, nunca he visto a un hombre más tranquilo. Con su permiso, instalamos la máquina y obtuvimos una grabación perfecta de sus ondas cerebrales. Hasta el preciso instante en que se interrumpieron definitivamente. —McKay estudió sus nudillos—. Como ya le he dicho, los efectos de esa grabación son asombrosos. Después de oírla, nadie puede sentirse asustado, ni furioso, ni desesperado por la idea de la muerte.

—¿Y si esos temores, rabias y desesperaciones estuvieran justificados? —dijo Paul—. ¿Y si fueran necesarios, incluso?

—Mi tarea es la de aliviar los sufrimientos. Soy un médico, no un filósofo.

Joseph estaba repiqueteando con sus uñas en la caja negra atada a su muñeca.

—¡Tanto hablar de la muerte! —exclamó—. Es culpa de Paul. Creo que ejerce una morbosa atracción sobre él.

—Me gustaría saber qué opina usted de las grabaciones XTP en general, Mr. Cassavetes —dijo le doctor McKay.

—Nunca he tenido tratos con ellas.

—Pero, en principio, Mr. Cassavetes. La gente dice a menudo que se limitan a aumentar la cantidad de vida. Pero yo creo que lo que hacen es aumentar su calidad. Imponiendo una grabación de alta frecuencia de las fluctuaciones del cerebro de un hombre al cerebro de otro hombre, es posible hacerle experimentar emociones y sensaciones mucho más intensas que las que podría experimentar normalmente. Esto significa una ganancia en calidad, ¿no es cierto?

—Por lo menos, tiene grandes posibilidades comerciales.

—Mire, Mr. Cassavetes: a una persona sorda puede infundírsele la «sensación» mental del habla. De este modo aprende a hablar en la mitad del tiempo que necesitaría con cualquier otro método. Un hombre que esté buscando a Dios puede encontrar una ayuda compartiendo las experiencias de los grandes místicos de nuestra época.

—Lástima que no tuvieran una de sus máquinas en el Gólgota, doctor McKay.

—Eso es una reacción histérica, Mr. Cassavetes. Nunca lo hubiera esperado de usted.

Paul se puso en pie. Se dirigió hacia el piano y se sentó ante el teclado.

—En realidad, yo mismo me he sometido a una grabación XTP —dijo el doctor McKay—. De un modo estrictamente confidencial, le diré que la grabación la efectuamos mi esposa y yo. No he buscado un sensacionalismo barato. La cinta no incluye ningún dato que permita identificarnos. Y no nos ha reportado ningún beneficio material. No estoy avergonzado, ni cohibido, ni nada por el estilo. De la audición se desprende que mi esposa y yo hemos alcanzado un alto grado de...

—¿Por qué me cuenta eso?

—No quisiera parecerle petulante ni melodramático, pero puedo jurarle que lo hicimos en beneficio de la humanidad. La técnica...

El ciego entusiasmo por la técnica. Paul se inclinó sobre el piano. La verdad era que la hilera de teclas blancas y negras no representaban la música. La melodía tenía que ser producida con el oído interior, no con los dedos. A la música no se llegaba a través de los dedos. Era algo mucho más espiritual.

—¿Paul? —Joseph se había acercado a él—. Paul, quieren que interpretes a Beethoven. Quieren grabar lo que experimentas mientras tocas. Publicar la cinta y el disco juntos. ¿Te das cuenta de lo que representaría para los oyentes?

—Sólo conozco dos clases de oyente: los que tosen y los que no tosen.

—Por primera vez, la gente sabría lo que es la música, en realidad. Lo que oyes: el ideal que siempre has estado persiguiendo.

—¿Tienen derecho a comprar eso con dinero?

—Nadie desea que llegue usted a una decisión inmediatamente —dijo el doctor—. Desde luego, la experiencia musical sería mucho más completa que con cualquiera de los sistemas conocidos hasta la fecha.

—Tú eres el mejor intérprete de Beethoven, Paul. De no ser así no hubieran pensado en ti. Es un honor que te hacen.

—Se equivoca usted, Joe. Mr. Cassavetes no persigue ninguna clase de honores.

Paul se sintió cansado, viejo, incapaz de luchar. La defensa de su intimidad se hacía imposible cuando los otros la interpretaban como un egoísmo muy propio de la senectud...

—Mr. Cassavetes, dígame: ¿cree usted que cometí un error al efectuar mi grabación?

—¿Un error?

Paul trató de reunir las palabras para expresar la repugnancia de su alma. Las palabras apropiadas para decir sí. Luchó, pero no salió nada. Notó que su mente quedaba en blanco, que las teclas del piano adquirían un color rojizo, y le pareció que las columnas de cristal que sostenían el mundo iban agrietándose, agrietándose... Trató de explicárselo a Joseph, de explicárselo a McKay. Pero no le oyeron.

Las teclas del piano eran duras. Tenía apoyadas sobre ellas la sien y parte de una mejilla, y no podía levantarlas. Joseph y McKay estaban hablando. Le cogieron entre los dos y le tendieron sobre el sofá. Paul notó que le levantaban con suma facilidad.

—...orragia cerebral. Benigna, al parecer.

—¡Pobre Paul! ¡Pobre Paul! ¿Cree que habrá afectado a su mente, doctor?

—No es probable. Aunque es un factor que habrá que tener en cuenta.

¿Cómo sabría él si su mente había sido afectada? No saberlo sería algo terrible.

—Parálisis. Vea: ha inmovilizado todo el lado derecho.

—¿Es por eso que babea?

—Es posible que pueda oírnos... ¿Cómo se siente? Mr. Cassavetes, ¿cómo... se... siente?

Hielo. Ruidos. Paul trató de sonreír.

—¿Cree usted... que sobrevivirá?

—Desde luego.

—¿Que volverá... a tocar?

—Probablemente. No olvide las técnicas de reeducación electrónicas. Con la colaboración del paciente, podemos hacer cualquier cosa.

Colaboración del paciente.

—Sería una gran pérdida para el mundo.

—Nosotros le reeducaremos. No tema.

Colaboración del paciente.

—Voy a llamar por teléfono para que envíen una ambulancia.

Con la colaboración del paciente podían hacer cualquier cosa...

Creyeron que Paul estaba temblando. Le taparon con toda clase de mantas. No estaba temblando, estaba riendo. Con una risa que no podía asomar a la superficie de su rostro, pero que él escuchaba con su oído interior.

Colaboración del paciente.

Ahora, Paul sabía que les había derrotado.