I
Nuestras aerocicletas se remontaron sobre un desierto rojo, bajo el suave sol rojo de Down. Dejé que Jilson me precediera. Al fin y al cabo era mi guía, y yo apenas había montado en una aerocicleta. Soy un llanero. He pasado la mayor parte de mi vida en las ciudades de la Tierra, donde cualquier vehículo volador es ilegal a menos que esté completamente automatizado.
Me gustaba volar. No era muy hábil aún, pero allí había suficiente espacio para enmendar los errores, con el desierto tan lejos por debajo.
—Allí —dijo Jilson, señalando algo.
—¿Dónde?
—Allí abajo. Sígame.
Su aerocicleta giró fácilmente a la izquierda y empezó a aminorar la marcha y a descender. Le seguí, manejando los mandos como mejor me pareció y descendiendo detrás de él. Eventualmente localicé lo que Jilson me había señalado.
—¿Aquel pequeño cono?
—Exactamente.
Desde arriba, el desierto parecía completamente desprovisto de vida. Pero no lo estaba, como no lo están los desiertos de los mundos más deshabitados. Invisibles desde lo alto, había plantas espinosas que almacenaban una gran cantidad de agua en el interior de sus tallos. Florecían después de un aguacero, y dejaban sus semillas esperando un año —o diez— por el próximo aguacero. También insectos de cuatro patas, y unos cuadrúpedos de sangre caliente del tamaño de una zorra, que siempre estaban hambrientos.
Había un cono peludo de unos cinco pies, con una cima redonda y calva. Sólo su sombra lo hacía visible mientras descendíamos hacia él. Su pelo era del mismo color que la rojiza arena.
Aterrizamos junto a él y nos apeamos.
Yo había empezado a creer que me tomaban el pelo. Aquello no parecía un animal; parecía un gran cacto. A veces los cactos tienen un pelaje parecido.
—Estamos por detrás de él —dijo Jilson.
El guía era moreno, macizo y taciturno. En Down no existía la clase de animal conocido por el nombre de «guía profesional». Hablé con Jilson para que me llevara al desierto; le pagaba bien, pero no me había ganado su amistad. Creo que estaba tratando de ponerlo en evidencia.
—Vamos a verlo por delante —dijo.
Dimos la vuelta al peludo cono, y me eché a reír.
El Grog mostraba sólo cinco características. Donde tocaba la roca plana, la base del cono tenía un metro veinte de anchura. El pelo, largo y liso, caía sobre la roca como una falda muy larga. Unos cuantos centímetros más arriba, dos pequeñas garras, ampliamente separadas, asomaban a través de la cortina de pelo. Eran del tamaño y la forma de las patas anteriores de un perro danés, pero desnudas y sonrosadas. Un metro más arriba asomaban otras dos garras, provistas de unos curvados e inútiles dedos. Finalmente, encima de estas últimas garras, discurría la línea de una boca sin labios, de casi un metro de longitud, medio oculta por el pelo, curvada muy ligeramente hacia arriba en las comisuras. No había ojos. Él cono parecía un ídolo tallado en la edad de piedra, o una cruel caricatura de un monje feudal.
Jilson esperó pacientemente a que yo dejara de reír.
—Es raro —admitió, de mala gana—. Pero es inteligente. Debajo de esa calva hay un cerebro de mayor tamaño que el de usted y el mío juntos.
—¿Nunca ha tratado de comunicarse con usted?
—Ni conmigo ni con nadie.
—¿Construye herramientas?
—¿Con qué? Mire sus manos... —me contempló con aire divertido—. Esto es lo que usted quería ver, ¿no es cierto?
—Sí. He hecho un largo viaje para nada.
—De todos modos, ahora ya lo ha visto.
Me eché a reír de nuevo. Sin ojos, inmóvil, mi cliente en potencia permanecía sentado como un perro demasiado gordo.
—Vamos —dije—. Podemos regresar.