III

A medianoche Ariel salió del mar, trepó a las rocas y repiqueteó con sus uñas en mi pared de cristal.

Mucho antes yo me había tendido sobre la piel de cordero, delante del hogar, para leer. Me quedé dormido. El concienzudo cronometrador me había preguntado si necesitaba algo, y al no obtener respuesta había interrumpido el Concierto para violoncello de Dvorak que estaba en su segundo tiempo, apagado la lámpara de pie y dejado de añadir troncos al fuego, de modo que ahora, al despertarme, el hogar estaba alfombrado de brasas.

Ariel llamó de nuevo, y yo levanté la cabeza del almohadón. El uniforme verde, el ámbar de sus cabellos... todo color se había fundido bajo la plateada luz del exterior. Me arrastré a través de la alfombra hasta la pared de cristal, pulsé el botón y el cristal se deslizó hacia abajo penetrando en el suelo. La brisa acarició mi rostro mientras caía la barrera.

—¿Qué deseas? —pregunté—. Y, a propósito, ¿qué hora es?

—Tork está en la playa, esperándote.

La noche era cálida pero ventosa. Debajo de rocas unas escamas plateadas se perseguían mutuamente. Había pleamar.

Me froté el rostro con las manos.

—¿El nuevo jefe? ¿Por qué no le has traído aquí? ¿Y para qué quiere verme?

Ariel tocó mi brazo.

—Vamos. Nos esperan todos en la playa.

—¿Todos?

—Tork y los otros.

Cruzamos el patio y nos adentramos por el sendero que bajaba hasta la playa. El mar rugía a la luz de la luna. En la playa había un grupo de gente reunida alrededor de una fogata. Ariel marchaba a mi lado.

Dos de los pescadores del pueblo se acompañaban el uno al otro con sus guitarras, sentados sobre una vieja bañera puesta boca abajo. Su canto, ronco y rítmico, vibraba a través de la arena. Unos dientes de tiburón trepidaban sobre el escote de una vieja que bailaba. Otros estaban sentados sobre un bote volcado, comiendo.

En un extremo de la fogata, sobre una cacerola de dos pies de diámetro, el aceite chirriaba a través de rosadas islas de camarones. Una mujer cargaba la cacerola, otra la vaciaba.

—¡Tío Cal!

—¡Mira, ha venido el tío Cal!

—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunté—. ¿No tendríais que estar acostados?

—Papá Juao dijo que podíamos venir. Él también vendrá, pronto.

Me volví hacia Ariel.

—¿Por qué se han reunido?

—Porque mañana, al amanecer se procederá al tendido del cable.

Alguien venía corriendo por la playa, agitando una botella en cada mano.

—No querían hablarte de la reunión —dijo Ariel—. Pensaban que podía lastimar tu orgullo.

—¿Mi qué?

—Si te enterabas que daban tanta importancia al trabajo en el cual habías fracasado...

—Pero...

—...podías sentirte dolido en tu amor propio. No querían entristecerte. Pero Tork quiere verte. Yo le dije que no te entristecerías. De modo que fui en busca tuya.

—Supongo que tengo que darte las gracias.

—¿Tío Cal?

Pero la voz era más recia y más profunda que la de un niño.

Estaba sentado sobre un tronco, algo apartado del fuego, comiendo una batata. La llama oscilaba sobre sus morenos pómulos, en sus cabellos, húmedos y negros. Se puso en pie, se acercó a mí, con la mano extendida. Extendí la mía y nos saludamos.

—Bien. —Estaba sonriendo—. Ariel me dijo que vendrías. Mañana voy a tender la línea a través del Slash. —Las escamas de su uniforme brillaban debajo de sus brazos. Era muy robusto. Pero no podía mantenerse quieto. Lo supe por el cabrilleo de las escamas. —Yo... —Se interrumpió. Me recordó a un bailarín nervioso y feliz—. Quería hablar contigo acerca del cable —pensé en un águila, pensé en un tiburón—. Y acerca del... accidente. Si no te importa.

—Desde luego que no —dije—. Si algo de lo que pueda contarte te sirve de ayuda...

—¿Te das cuenta, Tork? —dijo Ariel—. Te dije que hablaría contigo de ello.

Pude oír el cambio en el ritmo de la respiración de Tork.

—¿De veras no te importa hablar del accidente?

Sacudí la cabeza y me di cuenta de algo relacionado con aquella voz. Era la voz de un muchacho que podía imitar la de un hombre. Tork no tenía más de diecinueve años.

—Pronto vamos a ir a pescar —me dijo Tork—. ¿Vendrás con nosotros?

—Si no molesto...

Una botella pasó de manos de la mujer de la cacerola a las de uno de los guitarristas, luego a las de Ariel, a las mías, a las de Tork.

Tork bebió, se secó la boca con el dorso de la mano pasó la botella a otro y apoyó una mano en mi hombro.

—Vamos hacia el agua.

Echamos a andar, alejándonos del fuego. Algunos de los pescadores se nos quedaron mirando. Algunos de los anfihombres miraron, y apartaron la mirada.

—¿Te llaman tío Cal todos los niños del pueblo?

—No. Sólo mis ahijados. Su padre y yo somos amigos desde que yo tenía tu edad.

—¡Oh! Creí que era un apodo. Por eso te llamé tío Cal.

Alcanzamos la arena húmeda donde una luz anaranjada corveteaba a nuestros pies. El casco roto de una embarcación oscilaba a la luz de la luna. Tork se sentó en el borde del casco. Yo me senté a su lado. El agua venía a chocar contra nuestras rodillas.

—¿No hay ningún otro lugar para tender el cable? —pregunté—. ¿No hay otro modo de solucionarlo que no sea a través del Slash?

—Iba a preguntarte qué opinabas de todo el asunto. Pero creo que no tendré necesidad de hacerlo. —Tork se encogió de hombros—. A este lado de la bahía, todos los proyectos han crecido enormemente y reclaman más energía. Las nuevas operaciones sobrecargan de un modo abrumador las antiguas líneas. El pasado julio hubo un corte de corriente en Cayena. Todo el pueblo se quedó sin luz durante dos días, y doce anfihombres murieron por exceso de exposición a las frías corrientes de las profundidades Si tendemos los cables más arriba, nos exponemos a perjudicar nuestras propias operaciones de pesca, así como las de los pescadores del litoral.

Asentí.

—Cal, ¿qué te pasó en el Slash?

Ansioso, asustado Tork. Yo estaba recordando ahora, no el accidente, sino la medianoche anterior, paseando por la playa, invadido por oleadas de miedo y de anticipación. Algunos de los indios brasileños todavía envían mensajes haciendo nudos en fibras de palma. En aquel momento podían haber desenrollado mis entrañas, o las de Tork esta noche, para leer nuestros respectivos horóscopos.

La madre de Juao conocía el lenguaje de los nudos, pero él y sus hermanos no se molestaron nunca en aprenderlo, porque querían ser modernos, y, al igual que chiquillos, confundían aún con el modernismo las nuevas ignorancias, careciendo de conocimientos actuales.

—Cuando yo era un niño —dijo Tork—, nos desafiábamos entre chiquillos a recorrer las tablas a lo largo del borde del embarcadero del transbordador. El sol quemaba y las tablas se combaban sobre el agua, y si las embarcaciones estaban dentro y uno caía entre las embarcaciones y el emparrillado de pilotes, podía matarse. —Sacudió la cabeza—. ¡La de tonterías que hacen los chiquillos! Eso era cuando yo tenía ocho o nueve años, antes de convertirme en anfibio.

—¿Dónde ocurría?

Tork alzó la mirada.

—¡Oh! En Manila. Soy filipino.

El mar lamía nuestras rodillas y el casco roto debajo de nosotros.

—¿Qué pasó en el Slash?

—Hay una grieta volcánica cerca de la base del Slash.

—Lo sé.

—Y el mar es tan sensible allá abajo como una mujer de cincuenta años con un nuevo peinado. Tuvimos una avalancha. El cable se rompió. Y las chispas eran tan violentas y brillantes que levantaron gotas de espuma a más de cincuenta pies por encima de la superficie, según me dijeron.

—¿Qué provocó la avalancha?

Me encogí de hombros.

—Pudo haber sido una desdichada coincidencia. Allí se producen continuos desprendimientos de rocas. Pudo haber sido el ruido de las máquinas, a pesar de que las habíamos tapado muy bien. Pudo haber sido algo relacionado con la inductancia de los cables más pequeños para las máquinas. O tal vez alguien tropezó con la piedra que lo sostenía todo.

Una mano se convirtió en un puño y se hundió en la otra.

Alguien llamó:

—¡Cal!

Alcé la mirada. Juao, con las perneras de los pantalones enrolladas hasta la rodilla, los faldones de la camisa al viento, estaba de pie junto a nosotros. El viento levantó los cabellos de la nuca de Tork; y el fuego rugía en la playa.

Tork alzó también la mirada.

—Están preparándose para capturar un gran pez —anunció Juao.

Los hombres estaban empujando ya sus barcas. Tork palmeó mi hombro.

—Vamos, Cal. Pescaremos ahora.

Juao me alcanzó y me dijo:

—Tú vendrás en mi barca, Cal.

El agua golpeaba los costados de las barcas mientras nos encaramábamos a ellas.

Juao empuñó los remos. Alrededor de nosotros los anfihombres verdes penetraron en el mar, se adentraron en él y desaparecieron.

Juao empezó a remar. La luz de la luna resbaló por sus brazos. Sobre la playa, la fogata fue haciéndose más pequeña.

—¿Dónde está Tork? —me preguntó Ariel, una hora más tarde, junto a la fogata.

Los hombres estaban apartando del fuego el enorme pescado que habían capturado poco antes.

—Descabezando un sueño.

—¡Oh! Dijo que quería trocear el pescado...

—Dentro de unas horas le aguardaba una dura tarea. ¿De veras quieres despertarle?

—No, voy a dejarle que duerma.

Pero Tork se acercaba ya a nosotros, apartando de la frente sus chorreantes cabellos; era evidente que acababa de chapuzarse en el mar.

Nos dirigió una sonrisa y se dirigió a la mesa donde los hombres habían colocado el pescado. Le recuerdo allí, de pie, moviendo arriba y abajo el brazo armado con el enorme cuchillo (detalles, sí, esas son las cosas que uno recuerda), deteniéndose para repartir las porciones, para reanudar inmediatamente su tarea.

Aquella noche, con la música y el golpear de los pies sobre la arena, con los cantos deslizándose de un lado a otro por encima de la fogata, con los gritos de júbilo que expresaban el placer infantil de los pescadores, hicimos más ruido que el mar.