PLENISOL

Brian W. Aldiss

Las sombras de los interminables árboles se alargaron al atardecer y luego desaparecieron, mientras el sol era consumido por un gran montón de nubes en el horizonte. Balank, preocupado, tomó su rifle laser del robot y se lo colocó debajo del brazo, aunque ello significara más peso con que cargar cuesta arriba y a pesar de lo cansado que estaba.

El robot nunca se cansaba. Habían estado trepando por aquellas colinas la mayor parte del día, y Balank tenía todos los músculos doloridos de andar agachado bajo las encinas, con la máquina siempre a su lado, adaptándose a su paso.

Durante casi todo el día sus instrumentos le habían indicado que el hombre lobo estaba muy cerca. Balank permanecía alerta, sospechando de cada árbol. Sin embargo, durante la última media hora el rastro se había desvanecido. Cuando alcanzaran la cumbre de la colina descansarían... o al menos descansaría el hombre. El claro en la cumbre estaba cerca ahora. Bajo las botas de Balank la capa de hojas secas iba haciéndose más delgada.

Había pasado demasiado tiempo con su cabeza inclinada hacia la alfombra pardo-dorada; incluso sus retinas estaban cansadas. Se detuvo, respirando profundamente el aire, y miró a su alrededor. Detrás de ellos, el paisaje, a través de una campiña deshabitada, era espléndido, pero Balank apenas le dedicó una ojeada. El indicador infrarojo del robot dejó oír su aviso y la máquina señaló con una delgada varilla hacia un punto situado delante de ellos. Balank vio al hombre casi en el mismo instante que la máquina.

El desconocido estaba de pie, medio oculto detrás del tronco de un árbol, observando con aire de incertidumbre a Balank y al robot. Cuando Balank levantó una mano en un gesto de saludo, el desconocido respondió con cierta vacilación. Cuando Balank mencionó en voz alta su número de identificación, el hombre salió cautelosamente de su escondite, contestando con su propio número. El robot consultó sus archivos, emitió una señal afirmativa y Balank y él avanzaron.

Al llegar a la altura del hombre vieron que tenía una pequeña garita móvil plantada en el suelo detrás de él. El desconocido estrechó la mano de Balank y dijo que se llamaba Cyfal.

Balank era un hombre alto y delgado, con muy poco pelo y la expresión cerrada de su rostro que podía ser considerada como característica de su época. Cyfal, por su parte, era tan delgado como él pero mucho más bajo, de modo que parecía más robusto; una abundante cabellera cubría todo su cráneo y caía ligeramente sobre su cara. Algo en sus modales, o quizás la expresión de sus ojos, hablaba del raro tipo de hombre cuya existencia discurría principalmente fuera de la ciudad.

—Soy el oficial maderero de esta zona —dijo, y señaló su receptor de muñeca al tiempo que añadía—: Me informaron que podría venir usted a esta zona, Balank.

—Entonces, sabrá que ando detrás del hombre lobo.

—¿El hombre lobo? Hay muchos de ellos moviéndose a través de esta región, ahora que las poblaciones humanas están concentradas casi enteramente en las ciudades.

Algo en el tono de la observación sonó a crítica social en los oídos de Balank; miró al robot sin contestar.

—De todos modos, tendrá usted una noche excelente para cazarle —dijo Cyfal.

—¿A qué se refiere?

—Hay luna llena.

Balank no contestó. Sabía mucho mejor que Cyfal, pensó, que cuando había luna llena los hombres lobo alcanzaban el máximo de su fuerza.

El robot estaba reconociendo los alrededores, haciendo girar lentamente una de sus antenas. Balank le siguió. Hombre y máquina se detuvieron juntos en el borde de un pequeño acantilado detrás de la garita móvil. El acantilado era como el rizo de espuma sobre una gigantesca ola encrespada del Pacífico, ya que aquí la gran ola de la Tierra que era esta colina alcanzaba su punto más alto. Más allá, se hundía en unos frescos valles. La ladera descendente estaba cubierta de hayas, del mismo modo que la ladera opuesta lo estaba de encinas.

—Ese es el valle del Pracha. Puede ver el río desde aquí —dijo Cyfal, que se había acercado a ellos.

—¿Ha visto usted a alguien que pudiera ser el hombre lobo? Su verdadero nombre es Gondalug, número de identidad YB5921, de la ciudad de Zagrad.

Cyfal dijo:

—Vi alguien esta mañana que seguía este camino. Eran más de uno, creo. —Algo en su tono hizo que Balank le mirase fijamente—. No hablé con ninguno de ellos, ni ellos conmigo.

—¿Les conoce?

—He hablado con muchos hombres aquí, en los bosques silenciosos, y más tarde he sabido que eran hombres lobo. Nunca me han hecho el menor daño.

Balank dijo:

—Pero, usted les teme...

Aquella medio afirmación, medio pregunta, fundió la reserva de Cyfal.

—Desde luego que les temo. No son humanos... no son verdaderos hombres. Son enemigos de los hombres, ¿no es cierto? Poseen poderes mayores que los nuestros.

—Se les puede matar. No tienen máquinas, como nosotros. No son una grave amenaza.

—¡Habla usted como un hombre de la ciudad! ¿Cuánto hace que anda detrás de ese hombre lobo?

—Ocho días. Le he tenido al alcance de mi laser, pero desapareció. Es un hombre gris, muy peludo, de facciones muy afiladas.

—¿Quiere quedarse a cenar conmigo? Por favor. Necesito alguien con quien hablar.

Para cenar, Cyfal comió parte de un animal salvaje muerto al que había guisado. Balank, desagradablemente impresionado, comió sus propias raciones que transportaba el robot. En este y en otros sentidos, Cyfal era un anacronismo. Hacía millones de años que apenas se gastaba madera en las ciudades, y la principal tarea de los oficiales madereros consistía en fijar unas señales a los árboles viejos que habían caído peligrosamente, a fin de que las máquinas pudieran volar más tarde por encima de ellos y extraerlos como dientes careados de las mandíbulas del bosque. El puesto de oficial maderero era asignado de un modo creciente a las máquinas, a medida que escaseaban los hombres dispuestos a encargarse de aquella solitaria y peligrosa tarea lejos de las ciudades.

A lo largo de siglos de historia conocida, el género humano había creado máquinas que convirtieron sus ciudades en lugares de deleite. Las antiguas junglas de piedra de la breve adolescencia del hombre estaban tan profundamente enterradas en el olvido como las junglas de carbón del período Carbonífero.

El hombre y las máquinas habían descubierto el modo de crear vida. Se producían nuevos alimentos, que no eran carne ni verduras, y la antigua rueda del pasado estaba rota para siempre, ya que ahora el lazo entre el hombre y la tierra estaba cortado: la agricultura, la tarea de Adán, estaba tan muerta como los buques a vapor.

Las actitudes mentales estaban moldeadas por el cambio físico. A medida que las ciudades fueron capaces de mantenerse a sí mismas, la raza humana descubrió que sólo necesitaba ciudades y los recursos de las ciudades. Las comunicaciones entre ciudad y ciudad eran tan buenas que el viaje físico ya no resultaba necesario; una ciudad estaba separada de otra ciudad por extensiones de vegetación que las aislaban mutuamente como un planeta está aislado de otro planeta. Muy pocos de los habitantes de las ciudades pensaban siquiera en el exterior; los que iban físicamente al exterior tenían algún elemento de anormalidad en ellos.

—Los hombres lobo crecen en las ciudades como nosotros —dijo Balank—. Sólo en la adolescencia huyen de ellas para refugiarse en lugares agrestes. Supongo que sabe usted eso.

La luz que brillaba por encima de la cabeza de Cyfal parpadeaba de un modo irritante.

—No hablemos de hombres lobo después de la puesta del sol —dijo Cyfal.

—Las máquinas darán cuenta de ellos a su debido tiempo.

—No esté tan seguro de eso. Tienen más dificultades que un hombre para detectar a un hombre lobo.

—Supongo que se da usted cuenta de que eso es crítica social, Cyfal...

Cyfal se encogió de hombros y con la mayor descortesía conectó su receptor de muñeca. Al cabo de unos instantes, Balank hizo lo mismo. El operador se presentó inmediatamente, y Balank pidió que le conectara con el satélite que emitía las noticias.

Quería saber algo nuevo sobre el proyecto de exploración en curso, pero en los archivos no había ninguna novedad. Le comunicaron que volviera a conectar dentro de una hora. Al mirar a Cyfal, vio que éste contemplaba un programa musical; desde el lugar en que se encontraba, las figuras que danzaban en la diminuta pantalla aparecían completamente distorsionadas. Balank se puso en pie y se dirigió a la puerta de la garita.

El robot estaba fuera, siempre alerta. Una claridad fantasmagórica iluminaba el claro. Balank quedó sorprendido al darse cuenta de la rapidez con que había anochecido.

Súbitamente, tuvo conciencia de sí mismo como de un ente, vivo, con un período limitado de vida, la mayor parte del cual había discurrido ya. La introspección era algo tan desusado en él, que se asustó. Se dijo a sí mismo que había pasado demasiado tiempo persiguiendo al hombre lobo y lejos de la ciudad: la soledad empezaba a ejercer sobre él un efecto morboso.

Mientras estaba allí oyó que se acercaba Cyfal. El hombre dijo:

—Lamento haberme mostrado tan descortés cuando lo cierto es que me alegré sinceramente de verle a usted. Lo que pasa es que no estoy acostumbrado al modo de pensar de la gente de la ciudad. Le ruego que me disculpe... Temo que pueda usted pensar, incluso, que soy un hombre lobo.

—¡Eso es absurdo! Le tomamos a usted una muestra de sangre en cuanto estuvo a la distancia conveniente —explicó.

Sin embargo, se dio cuenta de que Cyfal le tenía intranquilo. Acercándose al robot, cogió su rifle láser y lo deslizó debajo de su brazo.

—Por si acaso —dijo.

—Desde luego. ¿Cree que se encuentra por estos alrededores? Me refiero a Gondalug, el hombre lobo. ¿Tal vez siguiéndole a usted en lugar de que le siga usted a él?

—Como usted ha dicho, hay luna llena. Además, Gondalug no ha comido en varios días. Cuando el gene licantrópico se pone de manifiesto, los hombres lobos no comen alimentos sintéticos.

—¿Es ese el motivo de que ocasionalmente devoren seres humanos? —Cyfal permaneció silencioso unos instantes y luego añadió—: Pero ellos forman parte de la raza humana... es decir, si se les considera como hombres que se convierten en lobos, y no en lobos que se convierten en hombres. Me refiero a que están más emparentados con nosotros que los animales o las máquinas.

—¡Que las máquinas, no! —exclamó Balank, con voz alterada—. ¿Cómo podríamos sobrevivir sin las máquinas?

Ignorando aquello, Cyfal dijo:

—En mi opinión, los humanos se están convirtiendo en máquinas. Por mi parte, preferiría convertirme en un hombre lobo.

En alguna parte entre los árboles resonó un grito de dolor, que se repitió.

—Es una lechuza —dijo Cyfal.

El sonido pareció retrotraerle al presente y rogó a Balank que entrara en la garita y cerrara la puerta. Sacó un poco de vino, que los dos hombres calentaron, salaron y bebieron juntos.

—Mi reloj es el sol —dijo Cyfal, cuando hubieron charlado un poco—. Me acostaré pronto. ¿Duerme usted también?

—Yo no duermo: descanso despierto.

—A mí no me han hecho la operación. ¿Piensa usted marcharse? ¿Piensa dejarme solo aquí, la noche de la luna llena? —inquirió Cyfal agarrando a Balank por la manga y soltándole luego rápidamente.

—Si Gondalug se encuentra por estos alrededores, quiero matarle esta noche. He de regresar a la ciudad. —Pero vio que Cyfal estaba asustado y se compadeció de él—. Aunque en realidad podría tomarme una hora de descanso: no me he tomado ninguna desde hace tres días.

—¿Se la tomará usted aquí?

—Desde luego. Vaya a acostarse. Aunque, está usted armado, ¿no?

—A veces, el estar armado no sirve para nada.

Mientras Cyfal preparaba su camastro, Balank conectó de nuevo su receptor de muñeca. En aquel preciso instante se iniciaba el noticiario. Balank volvió a sumergirse en un remoto y terrible futuro.

Las máquinas habían conseguido avanzar ocho millones de años en su exploración del tiempo, pero una desviación en los quanta del espectro electromagnético había interrumpido su avance. El motivo de esto no había sido descubierto y residía en la cambiante naturaleza del sol, el cual influenciaba fuertemente la estructura del tiempo de su propio diminuto rincón de la galaxia.

Balank sentía curiosidad por saber si las máquinas habían resuelto el problema. Al parecer no era así, ya que la principal noticia del día era que la Plataforma Uno había decidido que las operaciones debían limitarse ahora al espacio de tiempo que había quedado abierto. Plataforma Uno era el nombre de la máquina situada a muchos centenares de siglos adelante en el tiempo, que por primera vez había traspasado la barrera del tiempo y establecido contacto con todas las civilizaciones gobernadas por máquinas posteriores a su propia época.

Era una lástima que únicamente los sentidos electrónicos de las máquinas pudieran avanzar en el tiempo... A Balank le hubiera gustado mucho visitar una de las gigantescas ciudades del remoto futuro.

La compensación era que los exploradores enviaban a su propia época imágenes de aquel mundo. Aquellos paisajes del futuro causaban una profunda impresión a Balank; e incluso mientras seguía el rastro del hombre lobo, una tarea que absorbía casi todas sus facultades, no dejaba de conectar su receptor de muñeca, en busca de todas las imágenes posibles de aquella inaccesible y terrorífica realidad que yacía a mucha distancia en el mismo stratum del tiempo que contenía su propio mundo.

Súbitamente, Balank oyó un ruido en el exterior de la garita y se puso rápidamente en pie. Empuñando el rifle, abrió la puerta y asomó la cabeza, con la mano izquierda apoyada en el marco de la puerta y su receptor de muñeca funcionando aún.

El robot montaba guardia en el exterior, sus sentidos funcionando ininterrumpidamente. Un par de hojas se desprendieron de los árboles; el silencio, aquí, no era nunca absoluto, como podía serlo en las ciudades por la noche; aquí siempre había algo vivo o moribundo. Mientras su mirada trataba de taladrar la oscuridad —aunque el robot, e incluso el hombre lobo, según decían, veían mucho más claramente que él en esta situación—, su visión quedó oscurecida por la representación del futuro que centelleaba débilmente en su muñeca. Dos fases del mismo mundo estaban yuxtapuestas, una de ellas prometiendo un entorno donde serían necesarios otros sentidos para sobrevivir.

Satisfecho, aunque todavía cauteloso, Balank cerró la puerta y volvió a sentarse y a estudiar la transmisión. Cuando ésta terminó, Balank pidió una repetición. Al darse cuenta de lo absorto que estaba, Cyfal conectó el mismo programa desde su camastro.

Encima de los desiertos de hielo de la Tierra brillaba un sol azul, demasiado pequeño para mostrar un disco, y desde aquella astilla de luz llegaban todos los cambios terrestres. Su luz era tan brillante como la luz de la luna llena. Todas las antiguas especies primitivas de flora se habían desvanecido hacía mucho tiempo. Los árboles, que por espacio de tantas épocas habían sido una de las formas soberanas de la Tierra, habían desaparecido. Los animales habían desaparecido. Los pájaros se habían desvanecido de los cielos. En los océanos, muy pocas formas de vida prolongaban su existencia.

Nuevas fuerzas habían heredado esta Tierra futura. Era la época de las mayestáticas auroras, de las noches del cero casi absoluto, de las ventiscas que duraban años.

Pero existían aún las ciudades, con sus luces ardiendo con más brillantez que un sol cada vez más frío; y existían las máquinas.

Las máquinas de aquella era remota eran objetos monstruosos y complicados, lentos y acorazados, muy semejantes a los dinosaurios que habían llenado una hora del amanecer de la Tierra. Vagaban por el yermo paisaje en sus ineludibles correrías. Trepaban al espacio, construyendo allí monstruosos brazos unidos por membranas que se extendían lejos de la órbita de la Tierra para recoger energía y el envolver al pobre sol en una amplia red de fuerza magnética.

En el curso natural de su evolución, el sol había alcanzado su fase blanca y enana. Su fase como estrella amarilla, cuando tenía que mantener vida vertebrada, fue muy breve. Ahora avanzaba hacia el período principal de su vida para convertirse en una estrella roja, enana.

Entonces alcanzaría la madurez y arrojaría sobre su tercer planeta la luz de una perpetua luna llena.

El documental presentando esta imagen del futuro incluía un comentario que consistía principalmente en la descripción de las dificultades técnicas con que se enfrentaban la Plataforma Uno y las otras máquinas en aquella época. Era algo demasiado complicado para que Balank pudiera comprenderlo. Levantó la mirada de su receptor y vio que Cyfal se había quedado dormido en su camastro.

Balank contempló al oficial maderero con aire pensativo. La crítica de las máquinas que se había permitido hacer le preocupaba. Naturalmente, la gente siempre estaba criticando a las máquinas, pero, después de todo, la raza humana dependía de ellas cada vez más, y la mayor parte de las críticas eran superficiales. Cyfal parecía dudar del papel absoluto de las máquinas.

Resultaba sumamente difícil decidir cuánto había de verdad en cualquier cosa. En los hombres lobo, por ejemplo. Eran y habían sido siempre enemigos del hombre, y por eso probablemente las máquinas les daban caza de un modo tan implacable: en beneficio del hombre. Pero, por lo que había aprendido en la escuela de patrullas, aquellos seres iban en aumento. ¿Poseían realmente poderes mágicos? Poderes que no estaban al alcance del hombre, que les permitían sobrevivir y medrar como el hombre no podía hacerlo, ni siquiera apoyado por todas las fuerzas de las ciudades. El Hermano Oscuro: así llamaban al hombre lobo, debido a que era como el aspecto nocturno del hombre. Pero no era un hombre. Aunque nadie podía decir exactamente en que se diferenciaba del hombre, aparte de que podía sobrevivir en condiciones mortales para el hombre.

Con el ceño fruncido, Balank volvió a acercarse a la puerta y se asomó al exterior. La luna estaba trepando por el cielo, proyectando una pálida luz sobre los árboles del claro y sobre el robot. Balank recordó aquel lejano día en que el sol no brillaría ya cálidamente.

El robot estaba conectado para una transmisión, y Balank se preguntó con quién estaría en contacto. Con el Cuartel General, posiblemente, recibiendo órdenes o enviando su informe.

—Me estoy tomando una hora de descanso —dijo Balank—. ¿Alguna novedad?

—Ninguna. Puedes descansar. Yo montaré guardia —dijo el circuito parlante del robot.

Balank volvió a entrar en la garita, se sentó y apoyó la cabeza en sus brazos doblados sobre la mesa. Una hora de descanso le dejaría como nuevo para las próximas setenta y dos horas. Quedó sumido en una semiinconsciencia. Al despertar, una hora más tarde, experimentó la desagradable sensación de que en su cerebro reinaba una especie de confusión.

Antes de que hubiera levantado la cabeza llegó el pensamiento: Nunca vemos ningún ser humano en el remoto futuro.

Se irguió en su asiento. Desde luego, no había sido más que una omisión casual en un breve programa. Los humanos no eran tan importantes como las máquinas, y esto tendría aún más validez en el lejano futuro. Pero ninguno de los documentales había presentado a seres humanos, ni siquiera en las inmensas ciudades. Esto era absurdo: allí habría montones de seres humanos. Las máquinas habían prometido, en la época de la histórica Emancipación, que siempre protegerían a la raza humana.

Bueno, se dijo Balank a sí mismo, estaba diciendo tonterías. Los subversivos comentarios que Cyfal se había permitido hacer habían trastornado sus ideas. Instintivamente, se volvió a mirar al oficial maderero.

Cyfal estaba muerto en su camastro. Su cabeza colgaba fuera de la colchoneta, con la garganta desgarrada. La sangre manaba aún lentamente de la herida, deslizándose hasta el hombro y goteando de allí al suelo.

Obligándose a sí mismo a hacerlo, Balank se inclinó sobre él. Una de las manos de Cyfal aferraba un trozo de piel gris.

¡El hombro lobo les había visitado! Balank se llevó una mano a la garganta, aterrorizado. Era evidente que se había despertado a tiempo para salvar su propia vida, y el hombre lobo había huido.

Permaneció largo rato contemplando con una expresión de piedad y de horror al hombre muerto, antes de tomar el trozo de piel de su mano. Lo examinó con disgusto. Era más suave de lo que había imaginado que podía ser la piel de un lobo. Le dio vuelta en la palma de su mano.

Había una letra impresa en la parte de la piel que no estaba cubierta de pelo.

Era apenas visible, pero Balank la reconoció como una S. No, tenía que ser un arañazo, una mancha, cualquier cosa menos una letra impresa. Esto significaría que la piel era sintética, y que había sido dejada como una evidencia para confundir a Balank...

Corrió hacia la puerta, empuñando el laser mientras salía, y se asomó al exterior. La luna estaba ahora muy alta en el cielo. Vio al robot avanzando a través del claro hacia él.

—¿Dónde has estado? —inquirió.

—Patrullando. He oído algo entre los árboles y me ha parecido ver un gran lobo gris, pero no he podido destruirlo. ¿Por qué estás asustado? Estoy registrando un exceso de adrenalina en tus venas.

—Ven y echa una mirada. Alguien ha asesinado al oficial maderero.

Se hizo a un lado mientras el robot entraba en la garita y extendía un par de varillas sobre el cadáver que yacía en el camastro. Mientras el robot efectuaba aquella operación, Balank se guardó el trozo de piel en un bolsillo.

—Cyfal está muerto. Le han destrozado la garganta. Ha sido obra de un animal de gran tamaño. Balank, si has descansado, debemos reanudar ahora mismo la persecución del hombre lobo Gondelug, número de identidad YB5921. Él ha cometido este crimen.

Salieron al exterior. Balank estaba temblando. Dijo:

—Tendríamos que enterrar a ese pobre hombre.

—Si es necesario, podemos regresar cuando sea de día.

Resultaba imposible discutir con las máquinas. El robot había echado a andar, y Balank se vio obligado a seguirle.

Descendieron la ladera de la colina en dirección al río Pracha. La dificultad del descenso no tardó en borrarlo todo de la mente de Balank. Habían seguido a Gondalug hasta allí, y no parecía probable que el hombre lobo pudiese ir mucho más lejos. Más allá del valle se extendían unas mesetas completamente desprovistas de vegetación, en las cuales no habría modo de ocultarse. Gondalug tenía que encontrarse muy cerca, y no podían tardar en descubrirlo, gracias a sus instrumentos, y destruirlo. Con un poco de suerte, les conduciría a cavernas en las cuales encontrarían y exterminarían a otros hombres y mujeres, y tal vez niños, que eran portadores del mortífero gene licantrópico y se negaban a vivir en las ciudades.

Tardaron dos horas en llegar a la parte inferior del valle. De la ladera de la colina se habían desprendido unas rocas enormes que habían ido a caer sobre el lecho del río, creando un paisaje ideal para ocultarse.

—Tengo que descansar un momento —jadeó Balank.

El robot se detuvo inmediatamente. Permanecieron allí, rodeados por el rumor del pequeño río. De pronto, la máquina preguntó:

—¿Por qué has ocultado el trozo de piel de lobo que encontraste en la mano del oficial maderero?

Balank echó a correr, y dio un salto para buscar refugio detrás de la roca más próxima. Mientras caía en el fango, vio el rayo mortífero que pasaba por encima de su cabeza. Corrió de nuevo, en busca de un refugio más seguro al otro lado del río.

Desde la otra orilla, el robot le gritó:

—¡Balank! ¡Te has vuelto loco!

Sabiéndose casi a salvo, Balank replicó:

—¡Regresa a la ciudad, robot! ¡No podrás alcanzarme!

—¿Por qué has ocultado el trozo de piel que tenía en la mano el oficial maderero?

—¿Cómo puedes saber que la piel estaba allí? La pusiste tú. Tú mataste a Cyfal, porque sabía cosas acerca de las máquinas que yo ignoraba, ¿no es cierto? Querías que yo creyera que le había matado el hombre lobo, ¿verdad? Las máquinas están matando poco a poco a los hombres, ¿no? Los hombres lobo no existen...

—Estás en un error, Balank. Los hombres lobo existen. Han sobrevivido porque el hombre nunca ha creído realmente que existieran. Pero nosotras creemos que existen, y para nosotros representan una amenaza mucho mayor que la raza humana. De modo que renuncia a tu locura y vuelve aquí. Continuaremos buscando a Gondalug.

Balank no contestó. Se agachó y escuchó a la máquina gruñendo en la otra orilla del río.

Agachado sobre una roca por encima de la cabeza de Balank había un hombre vigoroso de cráneo aplastado. Contemplaba la escena que se desarrollaba debajo de él sin que se alterase un solo músculo de su rostro grisáceo y serio.

La máquina tomó una decisión. Al no obtener respuesta del hombre, se acercó al borde de la roca que Balank había saltado al iniciar su huida. Por un instante pensó en la posibilidad de transmitir un mensaje pidiendo ayuda, pero la ciudad más próxima, Zagrad, se encontraba a una distancia considerable. Entonces empezó a buscar el lugar más favorable para cruzar el río.

Desde su escondrijo, Balank no perdía de vista al robot. Se dio cuenta de sus intenciones, y comprendió que si permitía que la máquina pasara al otro lado estaba irremisiblemente perdido. Y comprendió también que las dificultades con que tropezaría el robot para franquear las rocas le ofrecían la posibilidad —tal vez la única— de destruirlo. Cogió una piedra de gran tamaño. Cuando el robot estuviera en precario equilibrio sobre una roca se precipitaría contra él, sin darle tiempo a reaccionar, y le golpearía con la piedra haciéndole caer al río.

La máquina era rápida y lista. Balank sólo podría disponer de una fracción de segundo para actuar. Llenó sus pulmones de aire, empuñó fuertemente la piedra, apretó los dientes, y...

Gondalug contemplaba la escena sin que se alterase un solo músculo de su rostro grisáceo. Como si no le afectara en absoluto. Vio lo que había en la mente del hombre, supo que esperaba la fracción de segundo precisa para entrar en acción...

Su propia raza, la del Hermano Oscuro del hombre, actuaba de un modo distinto. Miraba mucho más adelante, como siempre había hecho, de un modo inimaginable para el Homo sapiens. Para Gondalug, el desenlace de aquella pequeña lucha particular no tenía importancia. Sabía que su raza había ganado ya su batalla contra el género humano. Sabía que aún tenía que entablar su verdadera batalla contra las máquinas.

Pero aquel momento llegaría. Y entonces derrotarían a las máquinas. En los largos días en que el sol brillaría siempre sobre la bendita Tierra como una luna llena... en aquellos días, su raza vería terminada su espera y entraría en su propio reino salvaje.