III
A las once de la mañana siguiente estábamos en el parque zoológico de Down. Detrás de un campo repulsor, algo gruñía en dirección a nosotros: algo semejante a la tentativa de un dios idiota para crear un bulldog peludo. El animal no tenía nariz, y su boca era una ranura sin labios ocultando dos apretadas superficies cortantes en forma de herradura. Su largo pelo era del color de la arena iluminada por una luz rojiza. Las garras delanteras terminaban en cuatro largos dedos, de modo que parecían las patas de un polluelo.
—Recuerdo esas patas.
—Sí —dijo Jilson—. Es un cachorro de Grog. En esta fase se aparean; luego la hembra busca una roca y se instala allí. Cuando ha crecido lo suficiente, empieza a tener hijos. Esa es la teoría, al menos. En cautividad no actúan así.
—¿Y los machos?
—En la jaula contigua.
Los machos, dos de ellos, eran del tamaño de los chihuahuas, con casi el mismo temperamento. Pero tenían los apretados dientes en forma de herradura y el largo pelo rojizo.
—Jilson, si son inteligentes, ¿por qué están enjaulados?
—Si cree que eso es malo, espere a ver el laboratorio. Mire, Garvey, no debe usted olvidarse de que nadie ha demostrado que sean inteligentes. Hasta que alguien lo demuestre, son animales experimentales.
Despedían un extraño y casi agradable olor, lo bastante leve como para que dejara de percibirse al cabo de dos o tres segundos. Contemplé la hembra en estado móvil.
—¿Y qué pasaría entonces? ¿Se avergonzaría súbitamente todo el mundo?
—Lo dudo. ¿Sabe usted por casualidad lo que Lilly y sus socios hacían con los delfines cuando trataban de demostrar que eran inteligentes?
—Pruebas de cerebro y encierro, sí. Pero eso fue hace muchísimo tiempo.
—Lilly trataba de demostrar que los delfines eran inteligentes, pero los trataba como a animales experimentales. ¿Por qué no? Es lógico. Si estaba en lo cierto, le hacía un favor a la especie. Si estaba equivocado, sólo había perdido el tiempo con unos animales. Y eso también proporcionaba a los delfines un poderoso incentivo para demostrar que Lilly tenía razón.
Llegamos al laboratorio poco después de mediodía. Era el Laboratorio de Investigaciones Xenobiológicas, un edificio rectangular situado más allá de los suburbios de la ciudad, rodeado de campos parduzcos iluminados por los haces rectangulares de los rayos ultravioleta proyectados por lámparas instaladas sobre unos altos postes. A lo lejos podíamos ver el río Ho, con racimos de esquiadores acuáticos deslizándose a través de su fangosa superficie, detrás de las embarcaciones de arrastre.
Un tal Dr. Fuller nos acompañó a través del laboratorio. Era un hombre muy alto y muy delgado, albino, de brazos y piernas casi esqueléticos.
—¿Está usted interesado en los Grogs? No se lo reprocho. Son muy difíciles de estudiar, ¿sabe? Su conducta no revela nada. Se limitan a permanecer sentados. Cuando algo se pone a su alcance, comen. Y son vivíparos.
Tenía varios conos pre-sésiles, cuadrúpedos del tamaño de bulldogs, en jaulas. Había otra jaula conteniendo dos de los pequeños machos. No le ladraban, y él los trataba con ternura y con cariño. Tuve la impresión de que era un hombre feliz. Para un albino, Down debía ser una especie de paraíso. Podía andar al aire libre todo el año, el suelo era feraz y no había que tomar píldoras bronceadoras bajo el rojo sol.
—Aprenden con bastante rapidez —dijo el Dr. Fuller—, pero no son inteligentes. Tienen un nivel de cerebración similar al de un perro. Crecen muy aprisa y comen muchísimo. Mire ésta —señaló una hembra muy gorda—. Dentro de unos días empezará a buscar un lugar para anclar.
—¿Qué hará usted entonces? ¿Soltarla?
—La sacaremos del laboratorio. Buscaremos una roca apropiada para ella, y construiremos una jaula a su alrededor. Se quedará en la jaula hasta que cambie de forma, y entonces sacaremos la jaula. Ya lo hemos intentado antes —añadió—, pero no ha dado resultado. Todos mueren. Se niegan a comer, a pesar de que les ofrecemos carne viva.
—¿Cree que esta vivirá?
—Tenemos que continuar intentándolo. Tal vez descubramos dónde reside nuestro fallo.
—¿Ha atacado un Grog alguna vez a un ser humano?
—Que yo sepa, nunca.
Para mí, aquella era una respuesta tan buena como «no». Porque yo estaba tratando de descubrir si eran inteligentes.
Piénsese en la época en que empezó a sospecharse que los cetáceos eran el segundo orden de vida sensible de la Tierra. Se supo, entonces, que los delfines habían ayudado muchas veces a nadadores en dificultades, y que ningún delfín había atacado nunca a un ser humano. Bueno, ¿qué diferencia había entre no haber atacado a humanos, o haberlo hecho únicamente cuando no existía el menor peligro de ser sorprendidos en el acto? Las dos posibilidades eran una prueba de inteligencia.
—Desde luego, es posible que un hombre sea demasiado grande para que un Grog se lo coma. Mire esto —dijo el Dr. Fuller, encendiendo la pantalla de un microscopio. Mostró un corte transversal de una célula nerviosa—. Es del cerebro de uno de ellos. Hemos estado investigando el sistema nervioso de los Grog. Los nervios transmiten los impulsos más lentamente que los humanos.
—En su opinión, ¿son inteligentes los conos?
El Dr. Fuller no lo sabía. Tardó largo rato en decirlo, pero esa fue la conclusión a que llegué. Y el hecho le molestaba. Quería saber. Quizá creía tener derecho a saber.
—Entonces, dígame una cosa: ¿existe alguna razón evolutiva para que hayan desarrollado una inteligencia?
—Esa es una pregunta mucho mejor... —pero el doctor Fuller vaciló antes de contestarla—. Mire, hay un animal terrestre que empieza su vida como una lombriz acuática con una cuerda dorsal. Más tarde se convierte en un animal sésil, y al mismo tiempo pierde la cuerda dorsal.
—¡Asombroso! ¿Qué es una cuerda dorsal?
El Dr. Fuller se echó a reír.
—Algo equivalente a su médula espinal. Una cuerda dorsal es una trenza de conexiones nerviosas que se extiende a lo largo del cuerpo. Las formas más primitivas poseen conexiones sensoriales, pero dispuestas de un modo anárquico. Las formas más avanzadas desarrollan un espinazo alrededor de la cuerda dorsal y se convierten en vertebrados.
—Y ese animal ha perdido su cuerda dorsal.
—Sí. Es un desarrollo retrógrado.
—Pero los Grogs son distintos.
—Es cierto. No desarrollan sus grandes cerebros hasta que se han instalado sobre una roca. Y... no, no puedo imaginar ninguna razón evolutiva. No deberían necesitar un cerebro. No deberían poseer un cerebro. Lo único que hacen es permanecer sentados y esperar a que algún bocado se ponga a su alcance. Acompáñeme, Mr. Garvey. Y usted también, Jilson. Quiero enseñarles el sistema nervioso central de un Grog. Quedarán tan desconcertados como yo.
El cerebro era grande, globular y de un color extraño: casi el gris de la masa encefálica humana, pero con un tinte amarillento. Aunque esto último podía ser debido a la solución en la cual era conservado. La parte posterior del encéfalo era apenas perceptible, y la médula espinal era un lacio cordón blanco, muy delgado, que terminaba en una ramificación múltiple. ¿Qué podía controlar aquel monstruoso cerebro, careciendo prácticamente de una médula espinal para transmitir sus mensajes?
—Supongo que la mayor parte de los nervios del cuerpo no pasan a través de la médula espinal...
—Creo que se equivoca, Mr. Garvey. He intentado, sin éxito, encontrar nervios adicionales.
El Dr. Fuller sonreía ligeramente. Ahora me había dado una pieza del rompecabezas. En adelante podíamos ser dos los que pasáramos las noches en blanco, tratando de resolverlo.
—¿Hay alguna diferencia en el material nervioso del cerebro de la forma móvil?
—No. La forma móvil tiene un cerebro más pequeño y una médula espinal más gruesa. Como ya he señalado, su inteligencia es equivalente a la de un perro, aunque el cerebro es algo mayor que el de los canes, lo cual resulta lógico teniendo en cuenta el nivel más lento de propagación del impulso nervioso.
—De acuerdo. ¿Le serviría de consuelo saber que me ha estropeado usted el día?
—Creo que sí.
El Dr. Fuller me devolvió la sonrisa. Éramos amigos. Le halagaba saber que yo comprendía sus explicaciones. De no ser así, yo no hubiera mostrado un aspecto tan intrigado.
El sol estaba muy bajo en el cielo cuando salimos del laboratorio. Nos detuvimos a examinar la roca que el doctor Fuller había preparado para el Grog hembra. Una gran roca plana, rodeada de arena, y circundada por una valla con un portillo. Un encierro más pequeño adosado a la valla albergaba una colonia de conejos blancos.
—Una última pregunta, doctor. ¿Cómo se las arreglan para comer? No pueden quedarse sentados y esperar a que el alimento penetre en sus bocas...
—No. Tienen una lengua muy larga y muy delgada. Me gustaría que pudiera ver cómo la utilizan. En cautividad, no comen; y tampoco comen cuando un ser humano se encuentra cerca de ellos.
Nos despedimos del doctor y fuimos en busca de nuestras aerocicletas.
—No son más que las tres y diez —dijo Jilson—. ¿Quiere usted echarle otra ojeada al Grog salvaje, antes de marcharse de Down?
—Creo que sí.
—Podemos volar hasta el desierto y regresar antes de que se ponga el sol.
De modo que nos dirigimos hacia el oeste. El río Ho se deslizó por debajo de nosotros, y luego una larga extensión de campos cultivados.