CORANDA
Esa, al menos, era la opinión que imperaba en aquel segmento social de bajo nivel del que ella era reina indiscutida. Aunque había otros, en su mayor parte ancianos, que se sentían agraviados por su belleza, considerando que su misma fama era un insulto al vivir decente. Brershill era la más conservadora —o la más atrasada— de las Ocho Ciudades de la Llanura, la gran estepa de hielo que en otros tiempos los hombres habían llamado el Matto Grosso. Y en realidad Coranda había dado más de un motivo de escándalo. Si era bella, era también vanidosa y fría, fría como las heladas llanuras que rodeaban el mundo; en su vanidad había denegado incluso aquel sacrificio tan caro a la gran Madre Hielo, la primera sangre que sólo pertenecía a la diosa. Coranda había pasado con mucho la época de la pubertad y no había hecho aún la ofrenda a la Madre. En las ventiscas que azotaban la ciudad podía oírse Su queja, helando la sangre con amenazas y promesas. Todos los hombres sabían que sólo vivían por la misericordia de la Madre; que un día, muy pronto ahora, terminaría el mundo, envuelto para siempre en su resplandeciente manto. Coranda, susurraban. Coranda, manteniendo sus vidas en el hueco de su mano. Coranda lo oía y se echaba a reír; sólo tenía veinte años, los cabellos negros, y era alta y esbelta.
Coranda estaba tendida sobre un diván forrado de pieles blancas, jugueteando con una copa de vino, burlándose de los jóvenes de las ciudades que le hacían la corte. A Arand, hijo del comerciante más rico de Brershill, le confió su creencia de que era una Elegida de la Madre y, por lo tanto, se hallaba por encima de la insignificancia del sacrificio. Alisando sus largos cabellos, dijo:
—¿No tiene la Madre justa fama por su belleza, por la perfección de su cutis que compite con la nieve recién caída? ¿Por la negrura de sus ojos, que lo ven todo, y la esbeltez de sus manos, que nos protegen a todos? ¿Y acaso no tengo yo derecho a creerme bella, al menos a vuestros ojos? Aunque —añadió ruborizándose e inclinando modestamente la mirada—, no quiera la Madre Eterna que incurra en el pecado de orgullo...
Arand, medio borracho, se apresuró a proclamar la divinidad de Coranda, diciendo herejías con la facilidad de una larga práctica o de la estupidez, hasta que Coranda le interrumpió bruscamente, indignada al oírle hablar con tanta ligereza de la deidad en su presencia.
—¿No descenderá el furor de la Madre sobre su cabeza y la mía al mismo tiempo? —le preguntó a Maitran de Friesgalt en tono suplicante—. ¿Me protegerás de los relámpagos que semejantes palabras pueden provocar?
Aquella era una argucia digna de Coranda, ya que todo el mundo sabía que los friesgaltianos no podían ver a los habitantes de Brershill. Maitran desenfundó inmediatamente su cuchillo, y sin duda la Madre habría recibido una agradable ofrenda si los partidarios de Brershill no hubieran sujetado y desarmado a los combatientes. Brotó alguna sangre, desde luego, de las narices y bocas golpeadas, mientras Coranda contemplaba la escena con interés.
—Ahora —dijo— creo que debo llamar a los hombres de mi padre para que os castiguen. ¿En tan poca estima me tenéis que venís a mi casa a pelearos? —Corrió hacia el gong situado junto a la puerta de la estancia, y sin duda hubiera llamado a la guardia de no haber prevalecido entretanto la cordura—. Bueno —añadió, en tono de disgusto— al parecer tenéis un exceso de energías. Tendré que buscaros una pequeña ocupación; algo que absorberá vuestra ferocidad y que os hará ganar una adecuada recompensa, desde luego.
En la estancia se estableció un profundo silencio; todos los jóvenes contemplaron a Coranda, intrigados. Todos ellos eran ricos, pues de no ser así no hubiesen cruzado las puertas de aquella casa; de modo que la recompensa sólo podía ser la propia Coranda.
Coranda dio unas palmadas; inmediatamente, un criado uniformado con una librea azul depositó una caja al lado de la joven. Era de madera, la más rara de las sustancias, con incrustaciones de marfil. Coranda la abrió, lánguidamente; en su interior, descansando sobre un acolchado de nylon blanco, había un pequeño arpón. Coranda lo levantó, jugueteando con el mango, pasando los dedos por los bordes de las afiladas aristas.
—¿Quién se pondrá a prueba a sí mismo? —inquirió la joven, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Quién tomará el tributo de la Madre, cuando Coranda de Brershill vaya al matrimonio?
Inmediatamente, una babel de voces. Karl Stromberg y Mard Lipsill, de Abersgalt, gritaron su buena voluntad. Fred Skalter, el ketshilliano, medio salvaje en sus pieles enjoyadas, intentó besar el pie de Coranda. Ésta retrocedió ágilmente, golpeando al mismo tiempo la garganta del osado. Skalter perdió el equilibrio, maldiciendo y derramando vino sobre el suelo de color claro. Estallaron unas carcajadas; Coranda las silenció bruscamente, alzando de nuevo el pequeño arpón, contemplándolo con sus ojos de largas pestañas, pintados de azul.
—Hace mucho tiempo —dijo—, en el extremo meridional de nuestro territorio, un ballenero fue desviado de su ruta por las tormentas. Cuando el furor de la Madre Hielo se apaciguó, y envió de nuevo la luz del sol y las aves, nadie supo adonde les había conducido Su aliento. En aquel lugar había hielo, una gran llanura y montañas: algunas de ellas humeaban, arrojando cenizas y vientos calientes al aire. Era un lugar muy extraño, en realidad, con bárbaros cubiertos de pieles y animales como los que aparecen en los libros de cuentos de los niños. Allí cazaron, derramando sangre y matando hasta que sus bodegas estuvieron llenas, y entonces pusieron proa al norte para regresar a sus hogares. Y entonces, también, se enfrentaron con la más rara de las maravillas.
Coranda hizo una breve pausa. El silencio sólo se veía turbado por el zumbido de los tubos fluorescentes perpetuos. Skalter se sirvió más vino, cuidadosamente, sin apartar los ojos del rostro de la muchacha. Arand y Maitran dejaron de intercambiar miradas furibundas; Stromberg secó pensativamente una gota roja que se escurría de su nariz.
—Poco antes del amanecer —continuó Coranda—, cuando hombres y naves no son más que sombras sin peso ni sustancia, conocieron el Destino enviado por Madre Hielo para castigar sus crímenes. Les rodeaba, silencioso como la nieve, horrible como la propia Muerte. La llanura estaba llena de animales. Corrían de un lado para otro, jugando; rebaños enteros de toros y terneros y vacas. Sus cuerpos eran grises y sinuosos como los de las focas; sus ojos eran bellos y contemplaban pensativamente el barco. Pero sin duda eran espíritus del cortejo de la Madre, enviados para servir del escarmiento y destruir; todos ellos tenían un solo cuerno, largo y helicoidal, que atrapaba y despedía la luz.
Coranda hizo otra pausa, olvidada al parecer de su auditorio. Finalmente, Lipsill rompió el silencio:
—¿Qué pasó con el barco, Coranda?
La joven se encogió de hombros delicadamente, jugueteando aún con el pequeño arpón.
—Regresaron dos hombres, quemados por el aliento de la Madre, los cuales vivieron el tiempo suficiente para contar la historia.
Los jóvenes esperaron.
—Un hombre que me amara —dijo Coranda—, que deseara tenerme en su lecho y saberse digno de mí, iría a aquella tierra de sombras del extremo del mundo. Me traería un presente como recuerdo de su viaje. Una cabeza: la cabeza del unicornio...
Otra pausa; y luego un griterío salvaje.
—¡Yo te traeré tu juguete! —aulló Skalter.
—Y yo...
—Y yo...
Coranda hizo una seña a Skalter. Éste se adelantó, apoyó una rodilla en el suelo e inclinó su rostro hacia el de la joven. Coranda le cogió la mano, la levantó y cerró suavemente los dedos alrededor del filo del arpón. Le miró fijamente con sus grandes ojos, obsequiándole con la más felina de sus sonrisas.
—¿Irás? —inquirió—. Recuerda que no puedes permitirte ninguna debilidad, Frey Skalter. Serán duro como el hielo y tan implacable como él. ¿Irás, por mí?
Skalter asintió, sin hablar; y Coranda apretó lentamente, sin dejar de sonreír. Skalter tensó todos sus músculos y apretó los dientes; la sangre se deslizó a lo largo de su brazo.
—Con esta señal te declaro mi caballero —dijo Coranda.
El día empezaba a arder sobre los campos de hielo. Al este, el sol, levantándose a través de la blanca llanura, proyectaba rayos rojizos y las sombras alargadas de embarcaciones y hombres. Encima, el amanecer luchaba aún con la oscuridad; el rojo arrebol se trocaba en violeta-gris, el gris en luminoso azul. A través del azul discurrían unas nubes solitarias; el cénit brillaba como la piel de un pez turquesa. A lo lejos, grabado en oscuro contra el horizonte, se alzaba el bosque de mástiles del muelle de Brershill, donde las goletas y los barcos mercantes se arracimaban a sotavento de largos malecones construidos con bloques de hielo. En primer término se alineaban los yates: el Chaser de Arand, el esbelto catamarán de Maitran, el gran Ice Ghost de Lipsill. El Snow Princess de Karl Stromberg se mecía suavemente, golpeado en un costado por el viento. Más allá había dos oscuras embarcaciones de Djobhabn; y una fyorsgeppiana, con un espolón de hierro, bautizada con el agresivo nombre de Bloodbringer. Y todavía más allá veíase la Easy Girl de Skalter, salvaje y espléndida, adornada con mechones de pelo, cueros cabelludos y grandes tiras de pellejos. Sus mástiles gemelos estaban amarrados con intrincadas eslingas de cuerda de nylon; sobre sus regalas brillaban cráneos de animales. Incluso sus ostagas aparecían talladas con una serie de escenas que contaban, alegóricamente, la historia del encuentro de Madre Hielo con Padre Firmamento, y el nacimiento y muerte del Hijo, cuyo Nombre no podía ser mencionado. El dolor de la Madre había engendrado los campos de hielo; y su furor no se apaciguaría hasta que Tierra quedara fría y silenciosa para siempre. Tres veces había estado a punto de conseguirlo, y tres veces los Fuegos Gigantes la habían rechazado desde sus cavernas situadas debajo del hielo; pero acabaría por conseguir su propósito. Pronto, todo sería blancura y paz; entonces se levantaría el Hijo, rugiente y glorioso, y juzgaría las almas de los hombres.
El sacerdote avanzó, tocando las embarcaciones y bendiciéndolas, untando el casco de cada una de ellas con un poco de sangre y leche. Era la ceremonia final. Los cazadores la presenciaban impacientes; y a todos les parecía que los ojos de Coranda prometían amor, el cuerpo de Coranda bendiciones.
Terminada la ceremonia, el sacerdote se retiró a su pabellón de nylon adornado con borlas, los porteadores levantaron su carga y emprendieron la marcha a través del hielo. Las embarcaciones, por su parte, fueron viradas por medio de grandes palancas por una multitud de hombres hasta que las afiladas proas apuntaron, interrogadoras, hacia el sur. Un grito; y la nave de Lipsill fue la primera en la que floreció una vela, volando y crujiendo alrededor del mástil.
Si el espectáculo emocionó a Coranda, la joven no dejó que el sentimiento asomara la superficie; permaneció en pie, sonriendo fríamente, hasta que los cascos de las embarcaciones quedaron velados por la bruma del horizonte y los gritos de los cazadores se perdieron entre el viento.
Los yates avanzaron metódicamente a través del día, rumbo al sur bajo el brillante sol, acompañados por sus sombras a lo largo de la blanca extensión de la Llanura. Con el viento de popa, la Easy Girl ganó terreno rápidamente; al atardecer, sus velas eran una mancha brillante sobre el horizonte. La Snow Princess de Stromberg trataba de no perder contacto con Skalter. Detrás seguían las otras embarcaciones, con las velas latinas hinchadas. El frío era muy intenso; los cristales de nieve, transportados por el viento, se clavaban en las mejillas de los cazadores, dolorosamente.
Acamparon juntos, de común acuerdo. Todos, menos Skalter, que les llevaba una ventaja de varias millas. Aquí, lejos del calor eterno de las ciudades, debían racionar sus reservas de combustible, se agruparon alrededor del rojo brasero, cuyo resplandor iluminaba sus rostros. Los gastados cascos de las embarcaciones, ancladas en el hielo, les protegían de los peores embates del viento. Más allá del círculo de luz, un lobo aulló lúgubremente; dentro del campamento había alegría, y canciones y anécdotas pasaban de boca en boca hasta que, uno a uno, los cazadores bebieron un último trago de sus frascos de alcohol, revisaron sus amarras y se acostaron. Al día siguiente, por tácito acuerdo, se levantaron muy temprano, esperando quizás recuperar la ventaja que les llevaba la Easy Girl. Una hora después de haber reemprendido la marcha pasaron junto al campamento de Skalter. La Ice Ghost aplastó los restos del fuego que humeaban aún sobre el hielo, enviando un largo rastro de cenizas al viento.
Se acercaban ahora a la amplia grieta de Fyorsgep, la más meridional de las Ciudades de la Llanura. La capa de hielo estaba cruzada por los rastros de numerosas embarcaciones; recortaron velas prudentemente, gritando cada uno al siguiente a lo largo de la línea. Colgando faroles en la arboleda, utilizando la brújula para continuar avanzando, reacios a renunciar a su ventaja, Stromberg y Lipsill empujaron hacia adelante la Snow Princess y el Ice Ghost, casi tocándose los cascos.
Aquella noche, en el campamento, estuvo a punto de producirse una tragedia. Maitran llegó tarde y de muy mal humor, con una ostaga del catamarán rota, atada con una cuerda de nylon. Arand se permitió una observación humorística, y Maitran se puso en pie de un salto, empuñando su cuchillo. Sostenía el arma con la punta hacia arriba, dando vueltas alrededor de su enemigo, el cual se había puesto también en pie, envolviendo su brazo izquierdo con una piel de oso. Una rápida finta, un salto hacia atrás; y Lipsill, sentado junto al fuego, habló en tono conciliador:
—El premio, friestgaltiano, llegará con la cabeza del unicornio. No gastes tus energías inútilmente.
Maitran murmuró algo entre dientes, sin dignarse mirar a su alrededor.
—Te expones, en cualquier caso, al furor de la Madre Hielo —continuó el abersgaltiano—. Ya que si nuestra Dama habla realmente en nombre de ella, esta caza es un designio de la Madre y ha de redundar en su gloria. Todo lo demás es vanidad, un insulto a su majestad.
Hansan, el fyorsgeppiano de rostro moreno y negras cejas, asintió sombríamente.
—Es cierto —dijo—. El derramamiento de sangre, si es contra la voluntad de la Madre, no aporta ningún honor.
Maitran se volvió a medias al oír aquellas palabras, indeciso; y el brazo de Lipsill osciló hacia atrás y hacia adelante. La punta del arpón, lanzado con increíble fuerza, abrió la mejilla de Maitran; inmediatamente, Stromberg cayó sobre él, sujetándole. Lipsill se volvió hacia Arand, con su propio cuchillo en la mano.
—Vamos, vamos, brershiliano —dijo; ya que Arand estaba dispuesto, sin duda, a lanzarse sobre su caído enemigo—. Un poco de calma, o tendrás que responder ante todos nosotros...
Arand enfundó su daga con mano temblorosa, sin apartar los ojos del manchado rostro del friesgaltiano. Permitieron a Maitran que se levantara; y Lipsill se encaró con él.
—Eso ha sido una mala acción —dijo—. Nuestra lucha es con el viento y con el hielo, no contra nosotros mismos. Toma tu embarcación y mantente apartado de nosotros.
En la mente de Stromberg se levantó la primera sombra de una duda.
A la mañana siguiente avanzaron con rapidez, esperando divisar el yate de Skalter; pero el viento que había soplado toda la noche había borrado su rastro, cubriéndolo de nieve. La capa de hielo era completamente lisa, blanca y resplandeciente, hasta el horizonte.
Se encontraban ahora más allá del límite de la civilización, sobre los grandes Hielos del Sur donde vagan las manadas de ballenas y sus cazadores. Aquí y allá habían lagunas de agua templada, rodeados de vegetación parda y verde; vieron animales, lobos y otros, incluso un rebaño de bisontes blancos de las Llanuras; pero ni rastro de los seres fantásticos que buscaban. El catamarán se adelantó a las otras embarcaciones, desplegando velas hasta que el casco quedó casi oculto debajo de una nube de nylon de color claro. Ante aquella imprudencia, Stromberg musitó una breve plegaria.
La suerte de Maitran duró hasta mediodía; entonces se partió el estay, súbitamente y sin previo aviso. Todos vieron como la embarcación escoraba, deslizándose a lo largo del hielo. Por un instante pareció que iba a enderezarse, sin sufrir más daños; pero los tirantes del casco, sometidos a un exceso de tensión, se rompieron a su vez. La embarcación se partió por la mitad, y Maitran salió disparado hacia arriba, para caer sobre el hielo. Se puso en pie inmediatamente, al parecer ileso, corriendo y agitando los brazos delante de las otras embarcaciones.
En el cerebro de Arand ardía aún la rabia. Sabía, como sabían todos, que en una lucha leal no era enemigo para el friesgaltiano. La noche anterior le habían salvado la vida, pero había perdido su honor. Ahora, la rabia se apoderó de él, guiando sus manos hasta que éstas parecieron adquirir una vida independiente. Hicieron girar el timón, perversamente; el Chaser cambió de rumbo, dirigiéndose hacia el lugar del naufragio. Maitran gritó mientras el yate se desviaba hacia él; en el último momento pareció darse cuenta de que no modificaría su rumbo. Trató de correr, resbaló y cayó sobre el hielo. El Chaser continuó avanzando, para detenerse cincuenta metros más allá, dejando detrás un rastro rojizo: el rastro de la sangre del friesgaltiano.
Se reunieron alrededor del cuerpo caído sobre el hielo. Stromberg y los Diobhabnianos estupefactos, Arand pálido y tembloroso. Maitran estaba muerto; de la herida de su cabeza brotaba la masa encefálica. Hicieron la señal de la Madre Hielo, silenciosamente, y se alejaron, ansiosos por perder de vista el cadáver, dejándolo para las servidoras de la Madre, las aves.
Al atardecer, les alegró divisar el brillo de las velas de Skalter, lejos, hacia el sur. Pero el acampar se había convertido en un problema. Anclaron aparte, para sentarse cada uno ante su propia fogata. Stromberg tuvo la impresión de que toda su vida anterior no contaba ahora para nada; estaban gobernados por la Ley del Hielo, el código que permitía que los hombres mataran o murieran con la misma indiferencia. Recordaba sus años de amistad con Lipsill, una amistad que ahora parecía haber terminado. Después de lo que había visto aquella mañana, no se atrevería a volver a confiar en Mard. Por la noche trató, inútilmente, de evocar la imagen del cálido cuerpo de Coranda; y rezó para que los súcubos no le visitaran. Al quedarse dormido, soñó que veía las cavernas de los Fuegos Gigantes en las profundidades, debajo del hielo. Pero en ellas no había resplandecientes dioses y demonios; solamente máquinas, negras e inmensas, que vibraban y zumbaban de energía. La visión le inquietó; a la incierta claridad del amanecer se hizo un corte en el brazo y dejó que la sangre apaciguara a la Madre. Le pareció que incluso Ella le había vuelto la espalda; la mañana era fría y gris. Bebió para restablecer la circulación en sus extremidades, izó las velas de su embarcación y siguió el rumbo marcado por Lipsill, que les precedía de nuevo a través de la Llanura.
A medida que avanzaban, el paisaje que les rodeaba cambiaba una vez más. Las lagunas de agua templada eran más numerosas; encima de ellas colgaban ahora frecuentes bancos de niebla. A la hora del desayuno, los djobhabnianos se habían mostrado huraños, manteniéndose aparte y murmurando; sus embarcaciones, idénticas, empezaron a desviarse, ensanchando el boquete entre ellas y las demás, hasta que sus cascos fueron unas simples sombras grises sobre el hielo. A primera hora de la tarde se habían perdido de vista.
Las cuatro embarcaciones avanzaron sin pausa a través de un rizado mar de vapor de agua. Stromberg estaba a la derecha de la línea; a su lado se hallaba el fyorsgeppiano; luego venía Lipsill; y finalmente Arand, medio oculto ahora por la niebla. Ninguna de las embarcaciones se desviaba del rumbo, ninguna se quedaba atrás; Karl permanecía pegado al timón, invadido por un extraño fatalismo.
Cuando empezaba a oscurecer, un ancho arroyo de agua corriente apareció delante de ellos. Stromberg modificó el rumbo, avanzando en diagonal. Un movimiento a su izquierda le hizo volverse. El Bloodbringer se había quedado atrás; su oscuro casco no bloqueaba ya su visión. Mard mantenía aún el rumbo; pero el Chaser corría al lado de él, acercándose cada vez más al borde del arroyo. Stromberg acabó por darse cuenta de la intención de Lipsill; aulló, y vio que Arand viraba desesperadamente. Era demasiado tarde; detrás de él, a un largo de distancia, se erguía el espolón de hierro del fyorsgeppiano. Encajonado, el yate trató de girar sobre sí mismo en un último intento de saltar el obstáculo. Pero su suerte estaba echada y fue a estrellarse contra el agua con un terrible impacto. Se hundió casi inmediatamente, partido el casco por el golpe; por un instante, su quilla se irguió, redondeada y clara; luego desapareció. También Arand asomó una vez a la superficie, agitando un brazo desesperado, antes de desaparecer definitivamente.
En el breve crepúsculo establecieron contacto con la Easy Girl. Skalter estaba colgado de la arboladura, pasando una driza. Agitó una mano en dirección a ellos mientras pasaban junto a su embarcación.
Los tres se detuvieron a un centenar de metros de distancia. Soltaron el ancla, se dejaron caer en el hielo y echaron a andar hacia el keltshilliano.
Skalter les acogió alegremente, descendiendo del alto mástil de la embarcación.
—Bien, veo que sois unos bravos marinos. ¿Dónde están nuestros amigos?
—Fraskall y Ulsenn han renunciado —dijo Lipsill brevemente—. Maitran y Arand están muertos. Maitran a manos de Arand, y Arand en una grieta del hielo. —Miró a Stromberg con aire de reto—. Fue la voluntad de la Madre, Karl. Podía haberle salvado, pero decidió dejarle morir.
Stromberg no dijo nada.
—Bueno —dijo Skalter volublemente—, la Madre fue siempre inflexible con sus seguidores. Acatemos su voluntad —hizo la señal de bendición, descuidadamente y luego se pasó una mano por sus revueltos cabellos rubios y se echó a reír—. Esta noche compartiréis mi fuego, abersgaltianos; y tú también, Hansan de Fyorsgep. ¿Quién sabe lo que pasará mañana?
Se agruparon alrededor del fuego, silenciosamente, cada uno entregado a sus propios pensamientos. Skaltes afilaba metódicamente un arpón, haciendo girar el arma, aparentemente absorto en aquella tarea. Finalmente levantó la mirada, y como hablando consigo mismo murmuró:
—Creo que la Madre nos ha dado a conocer su elección, a su manera. Arand y Maitran eran un par de estúpidos, indignos del lecho de la Dama a la cual servimos, en tanto que los djobhabnianos eran unos cobardes. Ahora quedamos cuatro. ¿Cuál de nosotros ganará el codiciado premio?
Stromberg hizo un ruido, medio ahogado por su guante; Skalter le miró fijamente.
—¿Decías algo, abersgaltiano?
—Siente que hayamos asesinado a Arand —gruñó Lipsill—. Después de que Arand había asesinado a Maitran.
El keltshilliano estalló en una carcajada.
—¿Desde cuándo figura la compasión en el esquema de las cosas? —inquirió—. ¿Compasión o reproche? Amigos, estamos atados al Hielo Eterno; al frío que irá en aumento y lo conquistará todo, incluso nuestros huesos. Toda vida está condenada a cesar. Yo os digo, por la sangre de Coranda y toda su secreta dulzura, que esto es un copo de nieve en un viento eterno. Yo soy servidor de la Madre; ella habla a través de mí. No hemos de hablar más de culpabilidad y de blandura; me revuelve el estómago oírlo. —El arpón salió disparado, repentino y salvaje, y quedó clavado en el hielo entre ellos, vibrando—. El hielo es real —gritó Skalter, poniéndose en pie—. Hielo, y sangre. Todo lo demás es ilusorio, juguetes para hombres débiles y estúpidos.
Se alejó, perdiéndose en la oscuridad. Los otros no tardaron en dirigirse a sus embarcaciones; y Stromberg permaneció desvelado e intranquilo hasta que el amanecer envió una claridad rosada sobre la Llanura y las aves gritaron, volando hacia el sur.
En su extremo meridional la Gran Llanura descendía suavemente. Las embarcaciones se deslizaron con rapidez sobre indecibles profundidades de hielo transparente, hinchadas las velas por la brisa que soplaba aún de sotavento. El regreso se haría muy difícil; suponiendo que alguno de ellos regresara. Stromberg notó que aumentaban sus dudas. El lugar de las lagunas de aguas templadas había quedado atrás; delante de ellos, bajo el pálido sol, las sombras crecían contra el cielo. Allí había montañas, con fuego en la cumbre; extrañas quebradas y altiplanicies, confusas y lejanas, brillando como cristal o la despiadada luz blanca. Pero, precedidos por Skalter y acompañados por sus propias sombras continuaban obstinadamente su carrera hacia el sur.
Al pie de la vasta ladera se separaron del fyorsgeppiano. Éste se había adelantado, favorecido por alguna configuración del terreno, hasta que el Bloodbringer se encontró a más de un centenar de metros de distancia del resto de las embarcaciones. Al final de la ladera el terreno dejaba de ser liso, hendido por una serie de espolones de un metro de altura; las ostagas de Hansan, chocando contra el primero de ellos, se desprendieron completamente del casco. Hubo algo trágicamente cómico en el accidente. Las regalas se rajaron, el mástil se soltó para revolverse contra el cielo como un monstruoso arpón; el fyorsgeppiano, sujeto por un correaje, resistió en su puesto mientras a su alrededor la embarcación se partía como si fuera de juguete. Los supervivientes viraron, evitando el peligroso terreno, contemplando a Hansan sentado sobre los restos del Bloodbringer, sacudiendo la cabeza, medio atontado aún. En la embarcación había provisiones; el fyorsgeppiano viviría o moriría, según la voluntad de la Madre.
Aquella noche, por primera vez, la línea del horizonte alrededor de su campamento quedaba interrumpida por valles y colinas. Se encontraban en una región fantástica, peligrosa y bella. Habían visto extraños animales; pero ni la menor huella de bárbaros, ni de los seres que ellos buscaban.
Stromberg habló con Skalter al amanecer, mientras Lipsill estaba atareado con el aparejo de su embarcación. Parecía impulsado por un sentimiento de urgencia; todo, las montañas y el cielo, conspiraba para calentar su sangre.
—Tengo la impresión —dijo, en voz baja— de que debemos regresar.
El keltshilliano continuó calentándose las manos al fuego, dirigiendo breves miradas al cielo, olfateando el viento, sin contestar.
Stromberg tocó uno de los cráneos que colgaban del costado de la Easy Girl, indeciso, sin saber cómo continuar. Finalmente dijo:
—Anoche soñé. Soñé que los Gigantes no eran dioses, sino hombres, y nosotros sus hijos. Que estamos engañados, que la Gran Madre ha muerto. Semejante herejía debe ser una advertencia.
Skalter se echó a reír y escupió sobre las brasas.
—Tú has soñado en amor —dijo—. Humedeciendo tus pieles con cálidos pensamientos de Coranda. Eres tú el que estás engañado, lipsgaltiano. Guárdate tus fantasías.
—Skalter —dijo Karl en tono indeciso—, el precio es elevado, demasiado elevado, por una mujer.
El otro volvió el rostro hacia él por primera vez, contemplándole fijamente con sus pálidos ojos, sin hablar.
—Toda mi vida —continuó Stromberg— me ha parecido que no eras como los otros hombres. Ahora digo que aquí hay muerte. Quizá para todos nosotros. Regresemos, Frey; la recompensa está por debajo de lo que vales.
Skalter se volvió a mirar su embarcación, acariciando el casco con una mano encallecida.
—El precio del nacimiento es la muerte —murmuró—. También esa es una suma importante que hay que pagar.
—¿Qué es lo que te impulsa, Skalter? —preguntó Stromberg—. Si la mujer significa tan poca cosa... ¿Por qué compites, si la vida no tiene objeto?
—Hago lo que tengo que hacer —respondió Skalter secamente. Agarrándose con las dos manos a la borda de la embarcación, flexionó el cuerpo y subió de un salto—. Me impulsa la rabia —añadió, mirando hacia abajo—. Entérate de esto, Karl Stromberg de Abersgalt: Skalter de Keltshill siente el anhelo de la muerte. Al morir, la muerte muere con él. —Golpeó las drizas contra el mástil, haciendo caer una blanca rociada de hielo—. Yo también he soñado —dijo—. Mi sueño era de vida, dulce y generoso. Yo sigo a la Madre; en ella encontraré mi recompensa.
Aquella mañana avistaron su presa.
Al principio. Stromberg no podía creerlo; pero finalmente se vio obligado a aceptar la evidencia de sus ojos. Los unicornios jugaban y danzaban, reflejando en sus costados y en sus cuernos la luz del sol. Podía haber seguido contemplando el espectáculo todo el día; pero el aullido de Skalter le advirtió que debía modificar el rumbo, mientras la Easy Girl, con el timón trabado, volaba hacia el rebaño.
Tal como decía la leyenda, los animales rodearon las embarcaciones, corriendo y saltando, mirando con sus ojos hermosos y tranquilos. A la izquierda de Karl, Lipsill parecía también maravillado. Skalter, por su parte, blandía su largo arpón, flexionando los músculos antes de dispararlo. Su lanzamiento fue bueno: el arpón alcanzó a un gran toro gris, hundiéndose profundamente a través del arrugado pellejo. Inmediatamente todo fue confusión. La bestia herida embistió, rugiendo: la Easy Girl giró sobre sí misma ante la violencia del impacto.
El rebaño, presa de pánico, se había detenido a una prudente distancia. La Snow Princess avanzaba con rapidez. Stromberg vio fugazmente a Skalter sobre el hielo y al animal que le embestía con su único cuerno. Poniendo en juego toda su fuerza, hizo girar el timón y la Snow Princess viró violentamente, para detenerse a cincuenta metros del lugar de la lucha. El Ice Ghost se había parado ya. Karl oyó el grito de Skalter, de triunfo o de dolor. Dejó caer sus anclas, empuñando su propia espada. Luego echó a correr a través del hielo hacia la Easy Girl, oyendo ahora el furioso trompeteo del toro.
La bestia había atrapado al keltshilliano contra el costado de la embarcación. Stromberg vio la enorme cabeza que avanzaba, hundiendo el cuerno a través de la carne; el yate osciló con la violencia de los golpes. Luego, con una última convulsión, el animal dio media vuelta y fue a reunirse con el desaparecido rebaño.
Había mucha sangre sobre el hielo y el claro costado de la embarcación. Skalter estaba sentado en el suelo, jadeando, agarrándose el vientre con las manos. La sangre se deslizaba entre sus dedos, con el brillo del rubí a la luz del sol.
Lipsill llegó junto a él en el mismo instante. Trataron, inútilmente, de apartar las manos de Skalter, el cual resistió a sus esfuerzos, con los ojos cerrados, apretando los dientes.
—Te dije que había soñado —murmuró—. Vi a la Madre. Llegó de noche muy sonriente; sus miembros eran blancos como la nieve y cálidos como el fuego. Fue un presagio; pero yo no supe leerlo... Sangre y hielo —añadió, en tono cada vez más débil—. Son la única realidad. Son las palabras de la Madre. Cuando el mundo oscurezca, vendrá a mí...
El cuerpo de Skalter se estremeció violentamente, por última vez.
—La Madre te lleva con ella, Skalter —susurró Lipsill—. La Madre recompensa a su servidor.
Esperaron; pero no hubo nada más.
—Era un gran príncipe —dijo Lipsill finalmente—. El resto es pequeñez.
Stromberg asintió silenciosamente.
Stromberg y Lipsill reemprendieron la marcha hacia el sur. Avanzaban separados, con el corazón lleno de amargura, contemplando el blanco horizonte. Dos días después volvieron a avistar el rebaño.
Las dos embarcaciones se separaron todavía más; y de nuevo los extraños animales les observaron con sus plácidos ojos. Los arpones volaron, centelleantes; el de Lipsill se clavó en el hielo, el de Stromberg dio en el blanco. Falló el toro al cual iba destinado, para hundirse en el costado plateado de un ternero. El animal aulló, entre convulsiones de dolor. Al igual que la vez anterior, el rebaño se alejó.
A pesar de que su tamaño no llegaba a la mitad del de los adultos, el ternero era casi tan grande como la Snow Princess. Stromberg se aferró fuertemente al timón, dispuesto a no incurrir en el error que había cometido Skalter al saltar al hielo; la bestia herida, entretanto, embestía una y otra vez contra el casco. Cuando la furia del animal pareció remitir un poco, Karl disparó un segundo arpón, más eficaz ahora, puesto que la distancia era mucho menor. Se oyó un débil lamento, casi un humano quejido de dolor, y el ternero se desplomó sobre el hielo, escupiendo masas de sangre y de vegetación a medio masticar.
Preocupado con su propia lucha, Stromberg casi había llegado a olvidarse de Lipsill. Volviendo la mirada hacia el Ice Ghost, vio que el último de sus compañeros había arponeado a un toro enorme. La embestida que el animal propinó al costado de la embarcación de Lipsill fue tan terrible, que el propio Lipsill salió despedido para aterrizar sobre el hielo. Y así fue a cornearle el rabioso toro, esparciendo las entrañas del abersgaliano sobre la impoluta blancura del hielo, ante la aterrorizada mirada de Stromberg.
Cuando el toro dio media vuelta y corrió a reunirse con su rebaño, Karl comprendió que el último de sus compañeros —y rivales— había dejado de existir.
Y comprendió que había ganado.
La ciudad-clave de Brershill yacía gris y silenciosa a aquella hora temprana. Las antorchas, ardiendo a intervalos a lo largo de las relucientes calles, iluminaban Nivel tras Nivel con una claridad oscilante. Stromberg, abrumado por el peso de su carga descendía lentamente las empinadas rúas. Al llegar al Nivel situado encima del hogar de Coranda se detuvo. Después de secar el sudor que empapaba su rostro, se irguió; y su voz se alzó temblorosa, despertando mil ecos entre las paredes casi invisibles. Gritó:
- Maitran...
Un ave graznante remontó el vuelo, surgiendo de las profundidades. La palabra le fue devuelta: Madre Hielo le contestaba con un millar de voces.
- Arand...
De nuevo el coro burlón, confusiones de sonido que ascendían de las profundidades.
- Hansan...
- Skalter...
Nombres de los muertos, y perdidos; una orgullosa bendición, una respuesta al hielo.
Stromberg se inclinó hacia la cosa que había dejado en el suelo. Un esfuerzo final, una caída. La cabeza del unicornio rebotó sobre el Nivel inferior, manchando con una gran estrella de sangre la puerta de la casa de Coranda. Stromberg se irguió, jadeando, medio oyendo desde alguna parte el eco de un grito. Permaneció inmóvil un momento, antes de iniciar la subida.
Dando gracias a la Madre Hielo, que le había devuelto su alma.