7

Barrett vaciló un momento, sin decir nada, sin intentar quitar los papeles de la mano de Latimer. Estaba contento de que Latimer hubiera hecho eso, pero tenía que ser prudente. La propiedad privada era sagrada en la Estación Hawksbill. Inmiscuirse en lo que otro había escrito era una falta ética grave. Por eso Barrett no había ordenado expresamente a Latimer que registrara la litera de Hahn. No podía implicarse en un delito tan flagrante.

Pero, por supuesto, tenía que saber en qué andaba. Sus responsabilidades como líder de la Estación, se dijo, trascendían el código moral. Por eso había pedido a Latimer que vigilara a Hahn. Y por eso había pedido a Rudiger que llevase a Hahn a pescar. Latimer había dado el paso siguiente sin necesidad de que se lo insinuaran.

—Esto de revisar las pertenencias de alguien no me convence mucho, Don —dijo Barrett finalmente.

—Tenemos que saber algo más sobre ese hombre, Jim.

—Sí, pero una sociedad tiene que regirse por su propia moral, aunque se esté defendiendo de posibles enemigos. Ésa era nuestra queja contra los sindicalistas, ¿recuerdas? Ellos no jugaban limpio.

—¿Acaso somos una sociedad? —dijo Latimer.

—Claro que sí. Somos toda la población del mundo. Un microcosmos. Y yo represento al Estado, que ha de tener sus leyes. No sé si quiero mirar esos papeles que tienes ahí, Don.

—Me parece que deberías hacerlo: Cuando caen en manos del Estado pruebas importantes, el Estado tiene la obligación de examinarlas. Me refiero a que aquí no sólo está en juego el bienestar de Hahn. También tienes que velar por el resto de los presos.

—¿Hay algo importante en los papeles de Hahn?

—Vaya si lo hay —intervino Altman—. ¡Es totalmente culpable!

—Recuerda —dijo Barrett con voz tranquila— que nunca te pedí que me trajeras esos documentos. Que hayas curioseado en ellos es un problema tuyo con Hahn, al menos hasta que se demuestre que hay motivos para tomar medidas contra él. ¿Está claro?

Latimer parecía un poco dolido.

—Supongo que sí. Encontré los papeles escondidos en la litera de Hahn después de su partida en el bote de Rudiger. Sé que no tengo que invadir su intimidad, pero me vi obligado a observar qué es lo que está escribiendo. Y mira lo que descubrí. Es un espía.

Ofreció el fajo de papeles doblados a Barrett. Barrett los agarró y les echó una rápida mirada sin leerlos.

—Los estudiaré un poco más tarde —dijo—. ¿Qué es lo que ha escrito Hahn? En pocas palabras.

—Una descripción de la Estación, y un perfil de la mayoría de los hombres que ha conocido —dijo Latimer. Sonrió con frialdad—. Los perfiles son muy detallados y no muy halagadores. La opinión que Hahn tiene de mí es que he perdido la razón y que no quiero reconocerlo. Su opinión sobre ti es un poco más favorable, Jim, pero no mucho.

—Las opiniones de ese hombre no son de mucho valor —dijo Barrett—. Tiene todo el derecho a pensar que somos un montón de viejos chiflados. Quizá lo seamos. Ha hecho un pequeño ejercicio literario a nuestra costa. Nosotros...

—También ha andado merodeando por el Martillo —dijo Altman en tono rotundo.

—¿Qué?

—Vi cómo iba hasta allí por la noche, tarde. Entró en el edificio. Lo seguí sin que se diera cuenta. Se quedó un largo rato mirando el Martillo. Caminando alrededor y estudiándolo. No lo tocó.

—¿Por qué demonios no me lo dijiste enseguida? —preguntó Barrett con brusquedad.

Altman parecía confundido y aterrorizado. Parpadeó cinco o seis veces y retrocedió nerviosamente, alejándose de Barrett, pasándose las manos por el pelo amarillo.

—No estaba seguro de que fuera importante —dijo finalmente—. Quizá era sólo curiosidad. Primero tuve que hablar del tema con Don. Y no pude hacerlo hasta que Hahn se fue de pesca.

La cara de Barrett se llenó de sudor. Se recordó que estaba hablando con un individuo un poco psicótico y contuvo la voz todo lo posible, disimulando la alarma repentina que se había apoderado de él.

—Escucha, Ned. Si alguna vez vuelves a sorprender a Hahn cerca del equipo de transmisión temporal, me lo haces saber enseguida. Vienes a verme inmediatamente, esté despierto o dormido, comiendo o descansando. Sin consultar a Don ni a nadie. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Altman.

—¿Sabías esto? —dijo Barrett dirigiéndose a Latimer. Latimer dijo que sí con la cabeza.

—Ned me lo contó poco antes de venir para aquí. Pero pensé que era más urgente darte los papeles. Me refiero a que Hahn no podría dañar el Martillo mientras está en el bote, y lo que pueda haber hecho anoche, hecho está.

Barrett tuvo que darle la razón. Pero no podía quitarse la angustia. El Martillo, por insatisfactorio que les pareciera, era su único punto de contacto con el mundo que los había expulsado. Dependían de él para los suministros, para el nuevo personal, para las escasas noticias que traían los nuevos de Arriba. Si algún perturbado destrozaba el Martillo, caería sobre ellos el asfixiante silencio del aislamiento total. Incomunicados con todo, viviendo en un mundo sin vegetación, sin materias primas, sin máquinas, volverían al estado salvaje en pocos meses.

Pero ¿qué estaría haciendo Hahn cerca del Martillo?, se preguntó Barrett.

Altman soltó una risita nerviosa.

—¿Sabes lo que pienso? Que Arriba han decidido exterminarnos. Quieren deshacerse de nosotros. Hahn ha sido enviado aquí como voluntario suicida. Nos está estudiando, preparando todo. Después enviarán una bomba de cobalto a través del Martillo y volarán la Estación. Tendríamos que destrozar el Martillo y el Yunque antes de que puedan hacerlo.

—Pero ¿para qué habrían de enviar un voluntario suicida? —preguntó Latimer—. Si su meta era acabar con nosotros, podrían mandar simplemente una bomba, y ahorrarse el agente. A menos que tengan alguna manera de rescatar a su espía...

—En cualquiera de los casos, no tendríamos que arriesgarnos —argumentó Altman—. Empecemos por destrozar el Martillo. Impidamos que nos bombardeen desde Arriba.

—Podría ser una buena idea. ¿Tú qué piensas, Jim?

Barrett pensaba que Altman estaba loco y que Latimer lo seguía a poca distancia.

—Yo no me preocuparía tanto por esa teoría de la bomba, Ned —se limitó a decir—. Arriba no tienen ninguna razón para eliminarnos. Y si la tuvieran, estoy de acuerdo. con lo que dice Don: no nos enviarían un agente, sino una bomba.

—Aun así, quizá deberíamos inutilizar el Martillo por las dudas...

—No —dijo Barrett. En tono enérgico, agregó—: Si hacemos algo al Martillo es como si nos cortáramos la cabeza. Por eso es tan serio —lo que anduvo haciendo Hahn. Y tú deja también de pensar cosas raras sobre el Martillo, Ned. El Martillo nos envía comida y ropa. No bombas.

—Pero...

—Sin embargo...

—Callaos los dos —gruñó Barrett—. Quiero ver estos papeles.

Habría que proteger el Martillo, pensó. Él y Quesada tendrían que idear algún sistema de vigilancia, como habían hecho para las provisiones de fármacos. Pero algo más eficaz.

Se apartó unos pasos de Altman y Latimer y se sentó en un saliente de roca. Abrió el fajo de papeles.

Empezó a leer.

Hahn tenía una caligrafía apretada que le permitía meter un máximo de información en un mínimo de espacio, como si pensara que era un pecado mortal malgastar papel. Estaba bien, porque allí el papel era un bien escaso. Pero era evidente que Hahn había traído esas hojas de Arriba. Eran delgadas y tenían una textura metálica. Cuando se deslizaban unas sobre otras, producían un susurro.

A pesar de que la letra era pequeña, Barrett no tuvo dificultad para descifrarla. La letra de Hahn era clara. También sus opiniones.

Dolorosamente.

Había escrito un análisis detallado de las condiciones en la Estación Hawksbill, y era un trabajo impresionante. En unas cinco mil palabras bien organizadas, Hahn había expuesto todo lo que Barrett sabía que andaba mal. La objetividad de aquel hombre era despiadada. Describía a los hombres como revolucionarios avejentados en quienes el viejo fervor se había vuelto rancio; enumeraba a los evidentemente psicóticos y a los que estaban al borde de serlo, y en otra categoría ponía a los que aún resistían, como Quesada, Norton y Rudiger. A Barrett le interesó ver que Hahn percibía en esos tres una grave tensión, y que podían desmoronarse en cualquier momento. Para él, Quesada, Norton y Rudiger eran casi tan estables como cuando habían caído en el Yunque de la Estación Hawksbill; pero eso quizá se debía al efecto distorsionador de sus propias percepciones borrosas. Para alguien de afuera como Hahn, el panorama era diferente y quizá más preciso.

Barrett se obligó a no saltar hasta la valoración que Hahn hacía de él.

Siguió leyendo con tenacidad la descripción del probable futuro de la población de Hawksbill: nada brillante. Hahn pensaba que el proceso de deterioro era acumulativo e imparable, y que a cualquier hombre que hubiera estado en aquel sitio más de un año o dos lo doblegarían pronto el aislamiento y el desarraigo. Barrett pensaba lo mismo, aunque creía que los más jóvenes resistían algo más. Pero el razonamiento de Hahn era inexorable y su evaluación de las posibilidades parecía convincente. ¿Cómo ha sabido tanto de nosotros en tan poco tiempo?, se preguntó Barrett. ¿Será tan agudo? ¿O será que somos muy transparentes?

En la quinta página, Barrett encontró la descripción que Hahn hacía de él. No le gustó.

«La Estación —había escrito Hahn— está nominalmente bajo la autoridad de Jim Barrett, un revolucionario de la vieja guardia que lleva aquí cerca de veinte años. Barrett es el prisionero de mayor jerarquía en cuanto a antigüedad. Toma las decisiones administrativas y parece servir de fuerza estabilizadora. Algunos de los hombres lo adoran, pero no creo que pudiera ejercer una influencia real en caso de que alguien cuestionara su autoridad o intentara derrocarlo. En la imprecisa anarquía social de la Estación Hawksbill, el gobierno de Barrett se basa casi por completo en el consentimiento de los gobernados, y si le retiraran su apoyo, como en la Estación no hay armas, él no podría imponer su voluntad. De todos modos no me parece probable que eso vaya a ocurrir, puesto que la mayoría dé los hombres de este lugar están desvitalizados y desmoralizados, y no tendrían fuerzas para organizar una insurrección contra Barrett aunque lo necesitaran.

»En general Barrett ha sido una fuerza positiva dentro de la Estación. Aunque algunos otros hombres del lugar tienen calidades de liderazgo, es evidente que sin él todo esto se habría fragmentado en una desastrosa confusión hace mucho tiempo. Sin embargo, Barrett es como una viga fuerte roída desde dentro por las termitas. Parece sólido, pero un buen empujón lo quebraría. Una reciente herida en un pie ha tenido para él un efecto evidentemente nefasto. Los otros hombres dicen que solía tener una gran energía física y que su autoridad provenía en gran medida de su estatura y de su fuerza. Ahora Barrett apenas puede caminar. Pero creo que el problema de Barrett es inherente a la vida de la Estación Hawksbill, y que no tiene mucho que ver con su cojera. Lleva muchos años alejado de los impulsos humanos normales. El ejercicio del poder le ha dado la ilusión de estabilidad y le ha permitido seguir funcionando, pero el suyo es un poder en un vacío, y dentro de él han ocurrido cosas de las que no tiene ninguna conciencia. Necesita terapia urgente. Quizá ya no se pueda hacer nada por él.»

Atónito, Barrett leyó ese pasaje varias veces. Las palabras se le clavaban como agujas.

Roída desde dentro por las termitas...

...un buen empujón...

...dentro de él han ocurrido cosas... terapia urgente...

...no se pueda hacer nada por él...

Las palabras de Hahn enfadaron a Barrett menos de lo que esperaba. Hahn tenía derecho a su propia opinión. A lo mejor hasta tenía razón. Barrett llevaba allí demasiados años viviendo separado de los demás; nadie se atrevía a hablarle sin rodeos. ¿Se habría deteriorado? ¿Acaso los demás lo estarían tratando con demasiada amabilidad?

Finalmente, Barrett dejó de releer lo que Hahn había escrito sobre él y continuó hasta la última página de las notas. El ensayo terminaba con estas palabras: «Por lo tanto, recomiendo el rápido cese de la colonia penal de la Estación Hawksbill y, hasta donde sea posible, la rehabilitación terapéutica de sus presos.»

¿Qué demonios era aquello?

¡Parecía el informe de un inspector para conceder una libertad condicional! Pero no había libertad condicional en la Estación Hawksbill. Aquella disparatada frase final anulaba la viabilidad de todo lo precedente. Que Hahn percibiera con tanta claridad y agudeza lo que pasaba en la Estación no servía para nada. Un hombre que podía escribir «Recomiendo el rápido cese de la colonia penal de la Estación Hawksbill» estaba loco.

Era evidente que Hahn fingía preparar un informe para el gobierno de Arriba. Con prosa enérgica y capaz había diseccionado la Estación y ofrecido un análisis total. Pero un muro de mil millones de años de espesor le impedía presentar ese informe. Así que Hahn estaba delirando, tanto como Altman y Valdosto y los demás. En su mente febril creía que podía enviar mensajes a la gente de Arriba, documentos pomposos en los que trazaba los defectos y los puntos flacos de los demás prisioneros.

Eso planteaba una escalofriante posibilidad. Hahn podía estar chiflado, pero no había estado en la Estación el tiempo suficiente para haberse vuelto loco allí. Tenía que haber traído su locura de Arriba.

¿Qué pasaría si hubieran dejado de usar la Estación Hawksbill como campo de prisioneros políticos, se preguntó Barrett, y estuvieran comenzando a usarla como manicomio?

Era una idea tenebrosa: una cascada de psicópatas cayendo en la Estación. Del Martillo llovería todo tipo de desechos humanos. Hombres que habían ido perdiendo la razón de manera honorable a causa de la tensión nerviosa producida por el largo confinamiento tendrían que hacer sitio a locos comunes.

Barrett se estremeció. Apuntó con los papeles de Hahn hacia Latimer, que estaba sentado a pocos metros de distancia observándolo con atención.

—¿Qué te pareció esto? —preguntó Latimer.

—Creo que cuesta valorarlo con una sola lectura. —Se frotó la cara con la mano, apretando con fuerza—. Pero es probable que el amigo Hahn tenga algún trastorno mental. Esto no me parece obra de un hombre sano.

—¿Crees que es un espía de Arriba?

—No —dijo Barrett—. No lo creo. Pero me parece que él piensa que es un espía de Arriba. Eso es lo que me resulta más alarmante.

—¿Qué vas a hacer con él? —quiso saber Altman.

—Por el momento sólo observarlo y esperar —dijo Barrett con suavidad. Dobló el delgado fajo de papeles y se lo dio a Latimer—. Deja esto exactamente como lo encontraste, Don. Y que Hahn no tenga la menor sospecha de que lo has leído o sacado de allí.

—De acuerdo.

—Y ven a verme en cuanto creas que tengo que enterarme de algo relacionado con él —dijo Barrett—. Puede estar muy enfermo. Quizá necesite toda nuestra ayuda.

La expedición de pesca regresó a la Estación en las primeras horas de la tarde. Barrett vio que el bote de Rudiger estaba rebosante, y a Hahn, desembarcando con brazadas de trilobites arponeados, se lo veía bronceado y contento.

Barrett se acercó a mirar lo que habían pescado. Rudiger estaba de un humor efusivo, y levantó un crustáceo de un rojo vivo que podía haber sido el tatarabuelo de todas las langostas hervidas, pero no tenía pinzas delanteras y donde debería tener la cola le brotaba una púa triple de aspecto maligno. Medía algo más de medio metro de largo y era feo.

—¡Una nueva especie! —dijo Rudiger con orgullo—. No hay nada parecido en ningún museo. Dios mío, cómo me gustaría tener un sitio donde ponerlo para que después lo encontraran. Quizá en la cima de alguna montaña.

—Si se pudiera encontrar, ya lo habrían encontrado —le recordó Barrett—. Algún paleontólogo del siglo XX lo habría desenterrado y exhibido en algún sitio, y tú te habrías enterado de todo. Así que olvídate, Mel.

—He estado pensando en eso —dijo Hahn—. ¿Cómo es posible que nadie de Arriba haya encontrado jamás los restos fósiles de la Estación Hawksbill? ¿No les preocupa que alguno de los primeros cazadores de fósiles los encuentre en los estratos del cámbrico y arme un escándalo? Por ejemplo, alguno de los excavadores de dinosaurios del siglo XIX. Qué sorpresa se llevaría si encontrara chozas y huesos humanos y herramientas en un estrato más antiguo que los dinosaurios.

Barrett movió negativamente la cabeza.

—En primer lugar, ningún paleontólogo, desde el origen de la ciencia hasta la fundación de Hawksbill en el año 2005, desenterró la Estación. De eso hay datos: no sucedió, así que no hay de qué preocuparse. Y si la Estación apareciera después de 2005, todo el mundo sabría qué es y no pasaría nada. No habría ninguna paradoja.

—Además —dijo Rudiger con tristeza—, dentro de otros mil millones de años esta cadena rocosa estará en el fondo del Atlántico, con tres kilómetros de sedimento encima. Es imposible que nos encuentren. O que alguien de Arriba vea alguna vez a este bicho que atrapé hoy. En realidad, me importa un bledo. Yo lo vi. Yo lo disecaré. Ellos se lo pierden.

—Pero lamentas el hecho de que la ciencia no pueda conocer nunca esta especie —dijo Hahn—. La ciencia del siglo XXI.

—Sí, claro. Pero no tengo yo la culpa. La ciencia conoce esta especie. Yo. Yo soy la ciencia. Soy el principal paleontólogo de esta época. ¿Acaso es culpa mía que no pueda publicar los descubrimientos en las revistas profesionales?

Frunció el entrecejo y se marchó llevando al enorme crustáceo rojo.

Hahn y Barrett se miraron y sonrieron, respondiendo con naturalidad al malhumorado arranque de Rudiger. Entonces la sonrisa se borró de la cara de Barrett.

...termitas... un buen empujón... terapia...

—¿Pasa algo? —preguntó Hahn.

—¿Por qué?

—De pronto puso una cara muy triste.

—Sentí una punzada en el pie —dijo Barrett—. Me pasa a veces. Vamos. Te ayudaré a llevar esas cosas. Está noche habrá cóctel fresco de trilobites.

Empezaron a subir por los escalones hacia la propia Estación. De repente se oyó un fuerte grito en lo alto, la voz de Quesada:

—¡Atrapadlo! ¡Va hacia vosotros! ¡Atrapadlo!

Alarmado, Barrett levantó la cabeza y vio a Bruce Valdosto que bajaba apresuradamente por los escalones de la cara del acantilado, desnudo del todo y arrastrando jirones del colchón de gomaespuma donde había estado aprisionado. Quizá unos treinta metros más arriba estaba Quesada, chorreando sangre por la nariz, con cara de aturdido y apaleado.

Valdosto, bajando hacia ellos, tenía un aspecto terrible. Nunca había sido un hombre ágil, a causa de las piernas, pero ahora, después de semanas bajo el efecto de los sedantes, apenas se podía tener de pie. Avanzaba tambaleándose, tropezando y cayendo, levantándose y recorriendo unos metros antes de volver a caer. Le brillaba el cuerpo velludo, cubierto de sudor, y tenía una mirada desorbitada; separaba los labios hacia atrás en una sonrisa rígida. Parecía un animal que acaba de soltarse de la correa y huye al mismo tiempo, de manera desordenada, hacia la libertad y la destrucción.

Barrett y Hahn apenas tuvieron tiempo de dejar en el suelo la carga de trilobites cuando ya tenían a Valdosto encima.

—Ponga su hombro contra el mío —dijo Hahn—, así lo bloquearemos. Barrett dijo que sí con la cabeza, pero no pudo moverse con suficiente rapidez, y Hahn lo agarró del brazo y lo colocó en la posición correcta. Barrett se afirmó en la muleta.

Valdosto chocó contra ellos como una piedra.

Bajaba medio corriendo y medio cayendo por los escalones, y cuando estaba todavía tres metros por encima de ellos se arrojó al aire.

—¡Val! —jadeó Barrett, tratando de detenerlo, pero entonces Valdosto lo golpeó entre el pecho y la cintura.

Barrett absorbió todo el impacto. La muleta se le incrustó en la axila, y giró sobre las rodillas, torciendo la pierna sana y mandando un violento mensaje de dolor a lo largo de todo el cuerpo. Para no dislocarse el hombro, soltó la muleta, y mientras la muleta caía sintió que también él iba hacia el suelo, y la atrapó antes de perder del todo el equilibrio. Al cambiar de posición, quedó un hueco entre él y Hahn. Como una pelota saltarina, Valdosto se metió por esa abertura. Eludió la mano de Hahn que intentaba aferrarlo y se alejó escaleras abajo.

—¡Val, vuelve aquí! —dijo Barrett con voz resonante—. ¡Val!

Pero lo único que podía hacer era gritar. Vio con impotencia cómo Valdosto llegaba al borde del mar y, resbalando y zambulléndose, se lanzaba al agua. Movía los brazos de manera desenfrenada, remando como un loco. Su cabeza oscura asomó un momento; después una ola imponente le cayó encima y lo barrió. Cuando Barrett volvió a verlo, estaba a cincuenta metros de la orilla.

Para entonces Hahn había llegado al bote varado de Rudiger y estaba soltando las amarras. Lo llevó hasta el agua y se puso a remar con desesperación. Pero la marea estaba alta, y la marea era despiadada; las olas zarandeaban el bote como si fuera una ramita. Por cada metro que Hahn se apartaba de la orilla, las aguas lo hacían retroceder medio metro. Mientras tanto, Valdosto se iba alejando cada vez más, golpeando las olas con las manos abiertas, saliendo brevemente a la superficie y desapareciendo después un largo rato.

Barrett, aturdido, se había quedado dolorido y paralizado en el mismo sitio por donde se les había escapado Valdosto. Ahora Quesada estaba a su lado.

—¿Qué pasó? —preguntó Barrett.

—Le estaba poniendo un sedante y se volvió loco. Estaba suelto en el catre y se levantó de golpe y me derribó. Echó a correr. Hacia el mar... Gritaba todo el tiempo que volvía a casa a nado.

—Eso está haciendo —dijo Barrett.

Observaron la lucha. Hahn, exhausto, trataba furiosamente de hacer avanzar un bote demasiado pesado para un solo remero ante olas demasiado encrespadas. Valdosto, usando las últimas energías, había dejado atrás las primeras rompientes y nadaba sin cesar hacia el mar abierto. Pero la plataforma de roca subía en la zona que tenía por delante, y el agua espumosa salpicaba los abultados dientes pedregosos. Con la marea alta se formaban allí remolinos. Valdosto avanzó sin dudar hacia las aguas más revueltas. Las olas lo arrebataron, lo levantaron y lo hundieron de nuevo. Pronto fue sólo una línea contra el horizonte.

Los demás estaban llegando ahora, atraídos por los gritos. Uno a uno se fueron acomodando a lo largo de la orilla o de la escalera de piedra. Altman, Rudiger, Latimer, Schultz, los cuerdos y los enfermos, los soñadores, los viejos, los cansados, se quedaron paralizados mientras Hahn azotaba el mar con los remos y Valdosto saltaba entre las olas. Ahora Hahn estaba volviendo. Se abría paso entre el oleaje, y Rudiger y dos o tres más salieron de aquel estado de trance, agarraron el bote y lo arrastraron a tierra y lo amarraron. Hahn bajó tropezando, pálido de cansancio. Cayó de rodillas y se puso a hacer arcadas sobre las piedras mientras las olas le lamían las botas. Cuando se hubo repuesto, se levantó tambaleándose y caminó hasta donde estaba Barrett.

—Hice todo lo posible —dijo—. El bote no se movía. Pero intenté rescatarlo.

—Está bien —dijo Barrett con suavidad—. Nadie lo podría haber hecho. Las aguas estaban demasiado revueltas.

—Quizá si hubiera intentado nadar...

—No —dijo Doc Quesada—. Valdosto estaba loco. Y era muy fuerte. Te habría hundido si las olas no lo lograban antes.

—¿Dónde está? —preguntó Barrett—. ¿Alguien lo ve?

—Allá, junto a las rocas —dijo Latimer—. ¿No es él?

—Se ha hundido —dijo Rudiger—. Hace tres o cuatro minutos que no sale a la superficie. Es mejor así. Para él, para nosotros, para todo el mundo.

Barrett volvió la espalda al mar. Nadie se acercó a él. Conocían su relación con Valdosto, los treinta años de amistad, el apartamento compartido, las noches desaforadas y los días tormentosos. Algunos de ellos estaban allí aquel día no tan lejano en el que Valdosto había caído sobre el Yunque y Barrett, que no lo veía desde hacía más de una década, había soltado un grito de alegría y de placer. Acababa de cortarse uno de los últimos lazos con el pasado lejano; pero Barrett sabía que Valdosto ya se había ido hacía mucho tiempo.

Estaba oscureciendo. Despacio, Barrett empezó a subir por el acantilado hacia la Estación. Media hora más tarde se le acercó Rudiger.

—El mar está ahora más tranquilo. Las aguas arrastraron el cuerpo de Val hasta la orilla.

—¿Dónde está?

—Dos de los muchachos lo están trayendo para el funeral. Después lo pondremos en el bote y lo llevaremos a enterrar.

—Bien —dijo Barrett.

Había una sola forma de entierro en la Estación Hawksbill, y era el entierro en el mar. Cavar tumbas en la roca viva resultaba casi imposible. Entonces Valdosto sería enterrado dos veces. Devuelto por las olas, habría que sacarlo, ponerle unas pesas y enviarlo a su última morada. Por lo general habrían celebrado el funeral en la orilla, pero ahora, como tácita concesión por el impedimento de Barrett, para no obligarlo a otra extenuante caminata por el acantilado, llevaban a Valdosto hasta arriba. En cierto modo parecía absurdo andar arrastrando aquella carne sin vida de un lado para otro. Habría sido mejor, pensó Barrett, que el mar se hubiera llevado a Val la primera vez.

Pronto aparecieron Hahn y algunos más llevando el cuerpo envuelto en un plástico azul.

Lo colocaron en el suelo delante de la choza de Barrett. Una de las tareas que se había impuesto en ese lugar era la de pronunciar los discursos de despedida; tenía la impresión de que había habido unos cincuenta sólo en el último año. Estaban presentes cerca de treinta hombres. A los demás no les importaban los muertos, o les importaban tanto que no podían asistir.

Barrett hizo un discurso sencillo. Habló brevemente de su amistad con Valdosto, de los días compartidos a finales del siglo anterior, de las actividades revolucionarias de Valdosto. Explicó algunos de los actos heroicos de Valdosto. Barrett se había enterado de la mayoría indirectamente, dado que él mismo había estado prisionero en Hawksbill durante los años de mayor fama de Valdosto. Entre 2006 y 2015, casi sin ayuda de nadie, con bombas y minas y muertes Val había llevado al gobierno a una especie de fatiga de combate.

—Sabían quién era —dijo Barrett—, pero no lo podían encontrar. Lo persiguieron durante años, y un día lo atraparon y lo sometieron a juicio, ya todos sabemos a qué tipo de juicio, y nos lo enviaron a la Estación Hawksbill. Y aquí, durante muchos años, Val fue un líder. Pero no estaba hecho para ser prisionero. No podía adaptarse a un mundo donde no podía pelear contra el gobierno. Por eso se desmoronó. Todos fuimos testigos, y no nos resultó nada fácil. A él tampoco. Que descanse en paz.

Barrett hizo un ademán. Los portadores levantaron el cuerpo y echaron a andar hacia el este. La mayoría de los presentes los siguieron. Barrett no. Se quedó mirando hasta que el cortejo fúnebre empezó a bajar por la escalera que llevaba al mar; después dio media vuelta y entró en la choza. Al cabo de un rato se durmió.