II
Juntamos nuestras cabezas y nuestras cifras. Apenas tuvimos que mirarlas. Desde luego, no eran completamente exactas. Resulta imposible saber exactamente cuantas personas murieron o nacieron el año pasado en el mundo, o incluso hace veinte años, si viene al caso. Las damas de África, de la India y de China no visitan el Registro civil cada vez que tienen un hijo, ni se hacen extender certificados de defunción.
Llevamos las cifras a la oficina de Ike, encendimos algunas luces y alimentamos con las cifras el Cerebro de Hierro, el cual nos dijo lo que ya sabíamos, que es casi para lo único que sirven los Cerebros de Hierro.
El promedio de muertes igualaba al promedio de nacimientos.
En los Estados Unidos lo superaba.
Cada vez que alguien golpeaba a un niño en el trasero para hacerle derramar el primer llanto de su vida, alguien, en alguna parte, daba las últimas boqueadas. Y, fuera cual fuese la causa, no sabía nada acerca del juego limpio ni de las fronteras nacionales. La natalidad era más elevada en Asia. ¿Saben ustedes qué país tiene un promedio más alto de años de vida? ¿El porcentaje más elevado de ancianos? Exacto. Los Estados Unidos de América. Pero, ahora, alguien o algo estaba resolviendo el problema de la Seguridad Social. Dentro de unos años, tal vez de unos meses, yo no tendría que llenar tantos de aquellos formularios del gobierno para pacientes ancianos.
Ike Hill y este su seguro servidor no sabían qué diablos hacer, sinceramente. Nos miramos el uno al otro, miramos la máquina y luego salimos y buscamos un lugar tranquilo para hablar. Por primera vez en quince años me emborraché, cosa que no había hecho desde la fiesta con que celebramos el final de carrera.
¿A quién decírselo? Durante tres años una plaga había estado asolando al mundo, una plaga que pasaba de largo junto a las personas que tenían una vida que vivir, y llamaba a las puertas de aquellas que ya habían vivido una buena porción de años. ¿A quién decírselo? Nadie más sabía que no había ni una sola persona, en ninguna parte del mundo, mayor de setenta y cinco años... tal vez de setenta y cuatro, en aquel momento. Nadie sabía que cada vez que nacía un niño, fallecía un anciano. Y, si las cosas continuaban por el mismo camino, al año siguiente no habría nadie de más de setenta y tres años, o de setenta y dos, según el número de nacimientos que se produjeran y el número de personas incluidas en aquellos grupos de vejez. O tal vez setenta y uno, o setenta. Y al año siguiente... ¿a quién decírselo? ¿Llamar a Washington y decir: «Señor Presidente, soy Thomas Jefferson McCabe, doctor en Medicina, de Atlanta, y nuestro país no tardará en quedarse sin personas sesudas... y, a propósito, tiene usted sesenta y nueve años, ¿no es cierto? ¿Ha hecho ya testamento?»
Ike y yo no sabíamos qué hacer. De modo que bebimos demasiados whiskies, y tuvieron que meternos en un par de taxis y enviarnos a casa, donde nos recibieron unas esposas incomprensivas.
A la mañana siguiente me receté a mí mismo las habituales e ineficaces pócimas, y sostuve cuidadosamente mi cabeza mientras llamaba a A.T. Griff, doctor en Medicina, Jefe del Hospital del Buen Samaritano. Y llamé a Michel Rosen, doctor en Medicina, director de la Facultad de Medicina, y conseguí reunirles en el despacho del doctor Griffin en el Buen Samaritano. Y llevé conmigo al pobre Ike Hill. Y se lo contamos todo. Les afectó mucho más a ellos que nosotros, puedo asegurarlo... El doctor Griffin tenía sesenta y cuatro años, y el doctor Mike confesaba sesenta y siete. Y lo admitieron. Tuvieron que admitirlo. ¡Oh! Pensamos, hicimos cábalas, opinamos, teorizamos y discutimos. Pero obtuvimos la respuesta.
Me sentí aliviado. Ahora lo compartía con alguien. Había traspasado el peso y la responsabilidad del conocimiento a los hombros de dos de los mejores médicos del país. ¡Me había librado de aquella carga!
Bueno, tomé el primer avión con destino a Washington. El médico del doctor Mike dijo que éste no debía viajar —¿creen ustedes que nosotros no tenemos médicos? ¡Doctor, cúrate a ti mismo!—. Y el doctor Griff no podía desplazarse. De modo que Mr. Ike Hill, actuario de seguros, y T. J. McCabe, doctor en Medicina, volaron hacia la gran ciudad con cartas de presentación de aquellos dos Importantes Personajes —el doctor Griff era también presidente de la Sociedad Médica de Georgia y uno de los directores de la AMA—, y documentos y gráficos y análisis e informes y unas cuantas pulgadas de cinta de computadora.
Nos introducimos con sorprendente rapidez. Mis amigos médicos habían hecho un buen trabajo, poniendo en movimiento senadores y otros personajes. Nos atendió el secretario del Presidente; era natural de Georgia. Para el pueblo llano resulta muy difícil obtener una audiencia con el Presidente de, por y para el pueblo.
Lo siento. Tal como van las cosas, me estoy haciendo viejo. El mes próximo cumpliré cuarenta y cinco años.
Naturalmente, tuvimos que tratar con el Director General de Sanidad (era la primera vez en muchos años que tenía algo que hacer), y con algunos individuos de Bethesda, y con un par de guardaespaldas de John H., y con alguien que más tarde descubrimos que era un psiquiatra. ¡Examinándonos a nosotros! ¡A Ike y a mí!
Tuvieron que admitirlo, también. Resulta muy duro admitir una verdad que no nos gusta. Pero resulta más duro cerrar los oídos a ella, y poco inteligente, también; como demostró Galileo, entre otros.
Pueden ustedes imaginar cómo se quedaron. ¿Qué podían hacer? Tenían la prueba. Ahora se encontraban enfrentados con el mismo dilema que me había atormentado a mí durante los últimos días. ¿Qué podían hacer... y cómo? Yo me había sacado las pulgas de encima, desde luego. Había soltado la carga. La había dejado caer suavemente a los pies de los jefes, de las Autoridades tradicionales, y ahora estaba fuera del asunto.
Bueno, es un decir. Porque Ike Hill y yo fuimos puestos al frente del Proyecto Matusalén.
Es curioso lo que sucede con la Mente Gubernamental. Uno les dice que sabe dónde hay un problema, e inmediatamente le tratan a uno con la mayor deferencia... especialmente si pertenece a la Asociación de Magos Norteamericanos y ostenta unas iniciales detrás de su nombre: MD. Los entendidos las traducen como Doctor en Medicina. Pero la mayoría de la gente les asigna automáticamente la equivalencia de Dispensador de Magia.
Volviendo a lo de la mente gubernamental. Se supone que si uno ha sido lo bastante listo para descubrir un problema, no cabe duda de que es la persona más indicada para resolverlo. Se les dice a los Federales que se ha descubierto algo que funciona mal y contestan: «Muy bien. Trabaje usted para encontrar el remedio, no se preocupe por el dinero (tenemos montones y montones), y llévese estos impresos que deberá llenar por triplicado cada tres semanas, informando de sus progresos». Yo tuve, al menos, el suficiente sentido común para obtener una orden del Presidente, y por escrito.
Luego... algo curioso acerca de la mente humana, en contraste con la que acabo de mencionar. Alguien le da a uno un problema, e inmediatamente hace una de estas tres cosas: apretar el botón del pánico más próximo; desfigurarlo; o descubrir que su mente trabaja en diez direcciones hacia la Solución. Esto último es lo que me ocurrió a mí. ¡Oh! Yo no tenía ninguna solución, evidentemente. Pero había pensado en la Primera Etapa: cómo estudiar el problema.
Conseguimos diez voluntarios. Siete hombres y tres mujeres de setenta y cuatro años de edad. Los llevamos al tercer piso del Hospital del Buen Samaritano. Desde luego, había muchas más mujeres que hombres de aquella edad. Pero tuve que decidirme por siete hombres, porque los hombres que entrevistamos no se mostraron tan reticentes como las mujeres a la hora de mencionar el año en que habían nacido. Hice una lista. Me sentí como un monstruo, espantoso y vampírico, mientras anotaba sus nombres, uno debajo de otro, en orden: los que habían nacido antes encima.
Luego llevé cabo todas las pruebas imaginables. Rayos X. Electrocardiogramas. Electroencefalogramas. Tomas de sangre. Metabolismos básicos. Aquellas diez personas estaban encantadas. Alojamiento y manutención gratuitos, multitud de atenciones y cuidados, y pudiendo disfrutarlo todo, ya que no estaban enfermas. Escogí deliberadamente a los que gozaban de una salud excelente (todo lo excelente que permitía su edad, claro está). Supervisé sus dietas como si fueran los primeros decuplillizos (perdón por la palabreja) de la historia y yo estuviera encargado por una productora cinematográfica de mantenerlos en forma. Vivían en condiciones casi abstergentes. Revisiones diarias. Presión sanguínea. Reacciones. Saque-la-lengua-y-diga-ah. Todo eso.
Murieron. Por riguroso orden de nacimiento. Y me sentí espantoso y vampírico al tachar sus nombres, uno a uno, de la lista, con la desagradable satisfacción de que estuvieran demostrando que yo tenía razón. Causa de la muerte: paro cardíaco.
Confieso que volví a pensar en la religión que había dejado de lado en la facultad de medicina. En el apartado: Causa del fallecimiento no escribí paro cardíaco, ni causas naturales, ni nada por el estilo. Puse «PLAGA» en letras mayúsculas. Y era una plaga, La Plaga. La que no podíamos curar, porque no enfermaba a nadie ni presentaba ningún síntoma. Y no habíamos encontrado aún el remedio para la muerte.
Ninguno de aquellos ancianos había presentado ningún síntoma. Se limitaron a morirse, apacible y silenciosamente. Obtuvimos los correspondientes permisos, y efectuamos unas autopsias que dejaron en mantillas a todas las autopsias anteriores. Examinamos aquellos cadáveres con más atención de la que Leonardo había prestado a los suyos. Nada.
Y entonces se me ocurrió una idea descabellada. La respuesta. La única posible.