IV

No pueden ser inteligentes, estaba pensando. No pueden serlo.

—¿Qué?

—Lo siento, Jilson. ¿Hablaba en voz alta?

—Sí. Vio usted aquel cerebro, ¿verdad?

—Desde luego.

—Entonces, ¿cómo puede decir que no son inteligentes?

—No tienen ninguna aplicación para la inteligencia.

—¿La tiene un delfín? ¿O un bandersnatchi?

—Sí. Piense un poco. Un delfín tiene que cazar su alimento. Y tiene que burlar a las hambrientas ballenas asesinas. Cuanto más listos son, más posibilidades tienen de sobrevivir.

»Recuerde que los cetáceos son mamíferos. Desarrollaron sus cerebros en tierra firme. Cuando regresaron al mar, aumentaron de tamaño, y sus cerebros también crecieron. Cuanto mejores fueran sus cerebros, mejor podrían controlar sus músculos y más ágiles serían en el agua.

—¿Y qué me dice de los bandersnatchi?

—Sabe usted perfectamente que la evolución no ha producido a los bandersnatchi.

Un momento de silencio. Luego:

—¿Cómo dice?

—¿De veras no lo sabe?

—Nunca he oído hablar de una forma de vida producida sin evolución. ¿Cómo sucedió?

Se lo dije.

Hace mil quinientos millones de años existió una especie bípeda inteligente. Inteligente... pero no mucho. Sin embargo, poseían una capacidad natural para controlar las mentes de cualquier raza sensible con la que se cruzaran. Hoy les llamamos Babosos. En su época de esplendor, el Imperio Baboso incluía a la mayor parte de la galaxia.

Una de sus razas esclavas había sido la de los tnuctipun, una especie muy avanzada y muy inteligente que practicaba ya la ingeniería biológica cuando fue descubierta por los Babosos. Les concedieron una libertad limitada, después de descubrir la valía de aquellos cerebros librepensantes. A cambio, los tnuctipun les construyeron herramientas biológicas. Plantas ani para sus naves espaciales, bandersnatchi... El bandersnatchi era una animal para carne. Comía cualquier cosa y todo él era comestible, menos su esqueleto.

Pero un día, hace mil quinientos millones de años, los Babosos descubrieron que la mayoría de los presentes tnuctipos eran trampas. La rebelión había estado incubándose desde hacía mucho tiempo, y los Babosos habían subestimado a sus esclavos. Para ganar aquella guerra se vieron obligados a utilizar un arma que exterminó no sólo a los tnuctipun, sino a todas las demás especies sensibles que existían entonces en la galaxia. Luego, al quedarse sin esclavos, los Babosos también habían muerto.

Esparcidos a través del espacio conocido, sobre extraños mundos y entre las estrellas, estaban las reliquias del Imperio Baboso. Algunas eran artefactos, protegidos contra el tiempo por campos estáticos. Otras eran creaciones de los tnuctipun, más o menos modificadas: girasoles esclavistas, plantas burbujas flotando en el espacio... y los bandersnatchi.

Los bandersnatchi habían sido una de las trampas tnuctipas. Habían sido construidos sensibles, de modo que pudieran ser utilizados como espías. Además, los tnuctipun les habían hecho inmunes al poder de los Babosos. Así habían sobrevivido a través de la revolución.

Pero... ¿para qué?

Los bandersnatchi de Jinx pasaban sus vidas en una zona de altas presiones, alimentándose de los pastos que cubrían aún el litoral. Tenían cerebros para pensar, pero nada en que pensar... hasta la llegada del hombre.

—Y no pueden evolucionar —concluí—. De modo que puede usted olvidar a los bandersnatchi. Son la excepción que confirma la regla. Todos los otros seres sensibles disminuidos necesitaron cerebros antes de que sus cerebros se desarrollaran.

—Y todos ellos eran cetáceos, procedentes de los océanos de la Tierra.

—Bueno...

Diablos, Jilson tenía razón. Todos eran cetáceos...

Dejamos las tierras labradas muy atrás. Paulatinamente, las llanuras se convirtieron en un desierto. Yo empezaba a sentirme más cómodo en mi aerocicleta, aquella plataforma con una silla y un gran motor y una bomba de aire y un generador de campo para detener el viento. Sintiéndome más seguro, podía volar a menor altura que antes. Y desde tan cerca, el desierto estaba vivo. Allí, cortando el viento, había un primo salvaje de las palomas volteadoras que había visto en el parque zoológico de la Tierra. Allá, un esbelto tronco con hojas color naranja alrededor de la base, hojas carnosas de bordes tan afilados como un cuchillo, para desalentar a los herbívoros. Más allá otro, y un herbívoro del tamaño de una zorra comiéndose inteligentemente el centro de una hoja. El animal levantó la cabeza, nos vio y desapareció con rapidez. Allí, una vivida mancha escarlata: alguna planta del desierto que había escogido una extraña época para florecer.

El suave sol rojizo hacía que todo pareciera el decorado de un club nocturno que conozco. Estaba decorado como debía ser Marte, como «era» Marte antes de los vuelos espaciales. Un espejismo: arena roja, canales rectos por los cuales discurría un agua improbablemente pura y cristalina, torres de cristal elevándose altas, muy altas, hacia unas enormes lunas. Súbitamente me entraron ganas de echar un trago.

Rebusqué en mis alforjas, con la esperanza de encontrar una botella. Estaba allí, y llena de líquido. La abrí, acerqué el gollete a mis labios... y proferí una exclamación de sorpresa. ¡Martini! Media pinta de Martini, tal vez un poco dulce, pero mucho más frío que el hielo. Bebí unos sorbos.

—Me gustan los habitantes de Down —dije.

—¿De veras? ¿Por qué?

—A ningún llanero se le hubiera ocurrido poner una botella de Martini en una aerocicleta alquilada, a no ser que el cliente la hubiese pedido.

—Harry es un tipo muy simpático. Mire, ahí hay un cono.

Miré hacia abajo, buscando el pelo color de arena contra la arena. El cono estaba en su propia sombra; prácticamente saltó hacia mí. Y, súbitamente, supe lo que me había despertado en la oscura madrugada.

—¿Qué le pasa? —preguntó Jilson; se había dado cuenta de mi sorpresa.

—Nada, nada... Jilson, no sé todo lo que tendría que saber acerca de los animales de Down. ¿Excretan sólidos?

—¿Si excretan...? Bueno, es una forma muy elegante de decirlo. Sí, lo hacen.

Jilson hizo virar su vehículo en dirección al cono.

El Grog estaba firmemente asentado sobre una roca plana que sobresalía ligeramente de la arena. La roca estaba completamente limpia.

—Entonces, los Grogs también lo harán.

—Naturalmente.

Jilson aterrizó.

Posé mi aerocicleta junto a la suya. El Grog estaba delante de nosotros, sonriendo.

—Bien, ¿dónde está la evidencia? ¿Quién limpia los excrementos?

Jilson se rascó la cabeza. Dio una vuelta alrededor de la base del Grog, con una expresión intrigada.

—¡Qué raro! Nunca había pensado en eso. ¿Será muy importante?

—Tal vez. La mayoría de los animales sésiles vive en el agua. Y el agua lo arrastra todo.

—Hay un ser sésil de Gummidgy que no lo hace.

—Yo tengo uno. Pero ese ser-orquídea vive en los árboles. Se pega a una gruesa rama horizontal, con la cola colgando del borde.

—Hum.

Jilson no parecía estar demasiado interesado.

El Grog y yo nos enfrentamos el uno al otro.

Por regla general, los seres sensibles disminuidos parecen afectados de alguna carencia sensorial. Los cetáceos viven debajo del agua; los bandersnatchi viven en zonas de altas presiones, recalentadas. Tal vez es demasiado pronto para sacar conclusiones, pero no cabe duda de que un ser sensible disminuido ha de tener dificultades para experimentar su entorno. Los experimentos suelen requerir herramientas.

Pero el Grog tenía verdaderas dificultades. Ciego, con sus extremidades paralizadas a causa de su casi inútil médula espinal, incapaz incluso de trasladarse de lugar... ¿cuál podía ser su visión del universo?

De pronto me encontré contemplando sus manos.

Manos. Inútiles, desde luego, pero no obstante... manos. Cuatro dedos con diminutas garras, plantados alrededor de la diminuta palma como los dientes de una pala automática.

—No evoluciona en absoluto. ¡Se ha desarrollado!

Jilson levantó la mirada. Estaba utilizando su aerocicleta como la única cosa apropiada para sentarse en muchas millas a la redonda.

—¿De qué esta usted hablando?

—Del Grog. Tiene vestigios de manos. En otra época debió ser una forma más elevada de vida.

—O un animal trepador, como un mono.

—No lo creo así. Creo que tenía un cerebro, y manos, y movilidad. Luego ocurrió algo, y perdió su civilización. Ahora ha perdido su movilidad y sus manos...

—¿Por qué habría dejado de moverse?

—Tal vez hubo una escasez de alimentos. Al no moverse, conservaba energías...

—¿Cree usted que esa es la respuesta?

—Es posible. Está en una trampa. No tiene ojos, ni impulsos sensoriales, ni ningún medio para convertir en actos lo que piensa. Es como un niño ciego, sordo y paralítico.

—Le queda el cerebro.

—Como a nosotros el apéndice. Acabará por perderlo.

—Usted es el que estaba preocupado por los disminuidos. ¿Puede hacer algo por ellos?

—Eutanasia, tal vez. No, ni siquiera eso. Vamos a regresar a Down.

Eché a andar hacia mi aerocicleta, completamente desalentado. Los bandersnatchi habían necesitado hombres que les hablaran de las estrellas. Pero, ¿qué podía decirle uno a un cono peludo?

No, tenía que regresar a Down, y luego a la Tierra. Hay personas a las que ningún médico o psiquiatra puede ayudar, y hay especies igualmente más allá de toda posible ayuda. Los Grogs eran una de ellas.

A unos pies de distancia de la aerocicleta me senté en la arena con las piernas cruzadas. Jilson vino a sentarse a mi lado. Nos encaramos con el Grog, esperando.

Al cabo de unos instantes, Jilson dijo:

—¿Qué estamos esperando?

Me encogí de hombros. No lo sabía. Pero Jilson no se movió, lo mismo que yo. Supe con una prístina certidumbre que estábamos haciendo lo que teníamos que hacer.

Súbitamente, apartamos la vista del Grog para mirar al desierto.

Algo del tamaño de una rata se acercaba a nosotros, dando saltitos sobre la arena. Detrás de aquél, otros dos. Avanzaron a saltitos y se detuvieron delante del Grog, formando un semicírculo.

El Grog se volvió a ellos, no como uno vuelve la cabeza, sino haciendo girar toda su masa. Pareció mirar a las ratas de arena, y las ratas de arena se irguieron sobre sus patas traseras y miraron hacia atrás.

La boca del Grog se abrió. Era una caverna, y la lengua estaba enroscada sobre su sonrosado suelo. La lengua se movió con la rapidez de un relámpago, invisiblemente veloz, flick, flick. Dos de las ratas desaparecieron. La boca —no demasiado pequeña para tragar a un hombre— se cerró, sonriendo amablemente.

La tercera rata continuó allí, erguida sobre sus patas traseras. Ninguna de ellas había tratado de huir. Y podían haberlo hecho fácilmente.

La boca del Grog volvió a abrirse. La última rata de arena dio un salto y aterrizó sobre la enroscada lengua. La boca se cerró por última vez, y el cono volvió a encararse con nosotros.

Yo tenía las respuestas, todas a la vez, intuitivamente, con la misma fuerza de convicción que me mantenía sentado sobre la arena, con las piernas cruzadas.

El Grog era psíquico. O algo por el estilo. Podía controlar mentes, incluso mentes tan insignificantes como las de las ratas de arena.

Esa era la función del gran cerebro del Grog. Su inteligencia era un efecto colateral de su poder. Durante eones, los Grogs habían atraído su alimento hacia ellos.

Después de la infancia, ya no cazaban. Cuando el cerebro se había desarrollado ya no necesitaban moverse. No necesitaban los ojos; ni apenas otras percepciones sensoriales. Utilizaban los sentidos de otros animales.

Dirigían a los carroñeros que limpiaban sus rocas y también sus pellejos, cuando fuera necesario. Su control mental llevaba animales comestibles hasta sus jóvenes hembras pre-sésiles, dirigía sus hábitos procreadores y las guiaba hacia las rocas más apropiadas para anclar.

Y ahora estaba introduciendo información directamente en mi cerebro.

—Pero, ¿por qué a mí? —pregunté.

Lo supe, con aquella «prístina certidumbre» que estaba aprendiendo a reconocer. Los Grogs tenían conciencia de lo que les faltaba. Habían leído las mentes de los demás: primero los guerreros kzinti, luego los mineros y exploradores humanos. Y mi negocio eran los disminuidos. Se habían enterado de lo de las Manos de los Delfines. Habían inducido a Jilson y a otros a saber, sin ninguna prueba, que los Grogs eran seres sensibles, y a expresarlo así cuando apareciera la persona indicada. Y esa persona era yo.

Sin pruebas. Esto era importante. Tenían que saber lo que iban a obtener antes de comprometerse a sí mismos. Los hombres como el Dr. Fuller podían investigar, si así lo deseaban; podría parecer sospechoso que se opusieran a aquellas investigaciones. Pero algo les impedía darse cuenta del parecido con unas manos de aquellas diminutas garras anteriores, de la ausencia de excrementos alrededor de un Grog salvaje.

¿Podía ayudarles yo?

La pregunta se convirtió súbitamente en una obsesión. Sacudí la cabeza para alejarla.

—No lo sé. ¿Por qué habéis esperado tanto tiempo para revelaros a vosotros mismos?

Miedo.

—¿Por qué? ¿Tan terribles somos?

Esperé una respuesta. No llegó ninguna. Mi cerebro dejó de recibir información.

Por lo tanto, me temían incluso a mí. A mí, indefenso ante una lengua relampagueante y una mente de hierro. Me pregunté por qué.

Estaba seguro de que los Grogs se habían desarrollado partiendo de alguna forma bípeda y más elevada de vida. Las diminutas manos, semejantes a palas de carga, eran características. Como lo era aquel imponente control mental...

Traté de ponerme en pie, de echar a correr. Mis piernas no me obedecieron. Traté de bloquear mis pensamientos, de ocultar lo que sospechaba, pero todo fue inútil. Los Grogs podían leer mi mente. Los Grogs sabían.

—Es el poder de los Babosos. Vuestros antepasados fueron los Babosos.

Y aquí estaba yo, sentado, con mi mente abierta e indefensa...

Lentamente, pero con la característica certidumbre, supe que los Grogs no sabían nada de los Babosos. Que, hasta donde alcanzaba su conocimiento, habían estado allí desde siempre.

Que los Grogs no podían ser lo bastante estúpidos como para aceptar un toma y daca. Eran sésiles. No podían moverse. ¿Cómo podían soñar en atacar a una especie que controlaba todo el espacio en una esfera de treinta años-luz de diámetro? Sólo el miedo les había impulsado a ocultar al género humano lo que eran. El miedo al exterminio.

—¿Cómo puedo saber que no estás mintiendo?

Nada. Nada tocó mi mente. Me puse en pie. Jilson me miró, luego se puso en pie y se pasó maquinalmente la mano por los ojos. Miró al Grog, abrió la boca, la cerró, tragó saliva y dijo:

—¡Garvey! ¿Qué ha estado haciendo el Grog con nosotros?

—¿No se lo ha dicho a usted?

En aquel mismo instante tuve la certeza de que no se lo había dicho.

—Ha hecho que me siente, ha realizado una demostración con ratas de arena... Usted también lo ha visto, ¿no es cierto?

—Sí.

—Luego nos ha dejado sentados durante un buen rato. Usted ha hablado con él. Luego, súbitamente, hemos podido levantarnos.

—Exactamente. Pero a mí también me ha hablado.

—Ya le dije que era inteligente...

—Jilson, ¿querrá acompañarme hasta aquí mañana por la mañana?

—Rotundamente no. Pero dejaré anotado el trayecto en el piloto automático de su aerocicleta para que pueda usted volver. Si está seguro de que quiere hacerlo.

—No lo estoy. Pero quiero tener la posibilidad de decidirlo.

El sol era un humeante globo rojo en el oeste, ocultándose detrás de un horizonte negro-azulado.

Yo me había reído del Grog.

¿Y quién no? Delfines, bandersnatchi, Grogs... Uno se ríe de ellos, los disminuidos. Uno se ríe con un delfín; es el mayor de los payasos del espacio conocido. Uno se ríe la primera vez que ve un bandersnatchi; parece algo que Dios se olvidó de terminar. No hay ningún detalle; sólo aquella mole blanca. Pero uno se ríe en parte a causa del nerviosismo, porque aquella masa blanca no le presta más atención a uno que la que un tanque prestaría a un caracol que se arrastrara debajo de sus cadenas. Y uno se ríe también de un Grog. Sin nerviosismo, en este caso. Un Grog es una caricatura.

Como un médico utilizando al revés una sonda para el estómago, el Grog había empujado su información a través de mi garganta. Podía sentir los trozos de fría certidumbre flotando en mi mente como icebergs en agua oscura.

Podía dudar de lo que me había dicho. Podía dudar, por ejemplo, de que todos los Grogs de Down fueran capaces de alcanzar a retorcer las mentes de los humanos de, digamos, Jinx. Podía dudar de su terror, de su indefensión, de que necesitaban mi ayuda. Pero tenía que recordarme continuamente a mí mismo que debía dudar. En caso contrario, la duda desaparecería y los fríos trozos de certeza permanecerían en mi mente.

No resultaba divertido.

Teníamos que exterminarlos. Ahora. Evacuar a todos los hombres de Down, y manipular el sol. O traer un antiguo ariete hidráulico STL y aplastar a todos los vertebrados del planeta.

Pero ellos habían acudido a mí. A mí.

Y estaban mortalmente asustados ante la posibilidad de ser tratados como salvajes y redivivos Babosos. Podían haberle dicho la verdad a medias al Dr. Fuller, y éste hubiera interrumpido sus experimentos; o podía haber sido interrumpido por las mentes de los Grogs. Pero no: preferían pasar hambre y mantener sus secretos.

Sin embargo, habían acudido a mí a la primera oportunidad.

Los Grogs estaban ansiosos. Habían corrido un gran riesgo. Pero necesitaban... algo. Algo que sólo el género humano podía proporcionarles. Yo no estaba seguro de qué, pero sí de una cosa:

Querían hacer un trato. Esto, en sí, no era una garantía de su buena fe; pero si se me ocurría alguna garantía, podía obligarles a plegarse a ella.

Luego sentí de nuevo aquellas prístinas certidumbres, flotando en mi mente. Quise librarme de ellas.

Me levanté y encargué un bocadillo de jamón, tomate y lechuga. Llegó sin mayonesa. Traté de encargar mayonesa, pero el cocinero no había oído hablar nunca de ella.

Había sido una suerte que los Grogs no se revelaran tal como eran a los kzinti, cuando Kzin gobernaba el planeta. Los kzinti los hubiesen eliminado, o, peor todavía, los hubiesen utilizado como aliados contra el espacio humano. ¿Habían utilizado los kzinti a los Grogs como alimento? En caso afirmativo... Pero no; los Grogs no eran unas presas apetecibles para los gatos: no podían correr.

Mis ojos continuaban viendo luz roja, de modo que las estrellas más allá del porche parecían azules y brillantes encima de una llanura negra. Pensé en bajar hasta el puerto y alquilar una habitación en alguna nave varada allí... Tonterías.

No podía encararme con un Grog. No, cuando tenía que hablarme por...

Ah, eso era al menos parte de la respuesta. Llamé por teléfono a la conserjería y dije lo que deseaba.

Lentamente, llegaron otras partes de la respuesta. Había una alfalfa modificada que crecería bajo la luz del sol rojo; la simiente estaba en la sentina de la nave que me había traído aquí. Era parte del programa agrícola de Down. Bien...