LECCIÓN 20

31/7/1958

[Señoras y señores:

En la última clase habíamos visto que la dialéctica, por un lado, apunta a la determinación conceptual de su objeto y que, al igual que la tradición filosófica, pone conceptos universales en un contexto; pero que][289] por otro lado otorga a los conceptos, por su parte, una impronta que tiene una suerte de libertad en oposición al procedimiento tradicional, porque se sabe atada precisamente no a la definición, sino a la cosa y a la vida que prevalece en el concepto mismo. Bien, esta determinación, en la medida en que deba ser una no-definitoria, puede —y creo que también esto ya se los he dicho— únicamente ocurrir a través de la configuración, esto es, a través de la interacción en la que entran los conceptos entre sí. Y precisamente al determinarse en realidad los conceptos uno a través del otro solo en esta interacción, en esto [no solo][290] queda expresada la insuficiencia, la inadecuación de cada uno de los conceptos individuales, sino que los conceptos demuestran ser precisamente relacionales. Es decir que, según esta visión, no hay en general, en un sentido eminente, algo así como una verdad individual parcial. Bien, señoras y señores, entre las exigencias que la dialéctica plantea a la conciencia general, está esta: que en realidad es imposible suponer una verdad aislada, sino que solo hay en general verdad en la constelación que encuentran, poniéndolos en común, los conocimientos particulares muy precisamente determinados. Esta es, frente al pensar extendido, probablemente la más dura exigencia planteada por la dialéctica, y esta es también, exactamente, esa exigencia en que se rebela más fuerte contra la dialéctica la necesidad de seguridad que hoy, en su forma regresiva y atrofiada, posee en general una importancia tan extraordinaria para la posición respecto del conocimiento.

Creo que, sin poder o sin querer quitarles de en medio este escándalo, de todas formas ustedes podrán darse cuenta de que no se trata aquí, para nada, de una pretensión alocada de la filosofía que se reflexiona a sí misma, sino más bien de que la filosofía, en este punto, deja sin efecto una aparente obviedad, una suerte de segunda naturaleza del pensar que, sin embargo, se ha ido convirtiendo en rutina durante un tiempo inconcebiblemente largo. La idea de que, en conceptos individuales, luego en generalizaciones individuales superiores y, pongamos, en campos científicos superiores, uno es partícipe de una verdad que descansa en sí misma y que es fija, no es en realidad otra cosa que la proyección de la división social del trabajo sobre el conocimiento y, finalmente, si ustedes quieren, sobre la metafísica. Es decir que los conocimientos entre los cuales los hombres son necesariamente escindidos en el transcurso de la división de su vida según profesiones y según funciones especiales, y sin los que algo así como el progreso civilizatorio mismo sería completamente impensable, estos son luego hipostasiados en la forma de la verdad parcial que descansa en sí misma. Y entonces esto aparece como si el ámbito particular, junto con los dispositivos conceptuales a los que pertenece, fuese un ente en sí, mientras que la correlación precisamente de los conceptos, de los campos científicos y, finalmente, de los campos de producción social como un todo es convertida allí solo en resultado de la interacción de estos momentos individuales; en cierto modo, lo primario se vuelve algo secundario. Y no es casualidad —y yo no sé si alguna vez se ha señalado este hecho histórico-filosófico con el énfasis que se merecía— que la filosofía en que se reivindicó la pretensión, por primera vez y de un modo enfático, de la verdad parcial, y ante todo del concepto parcial, separado de todos los otros conceptos, preparado aisladamente y limpiamente fabricado y la pretensión de su definición, esto es, la filosofía de Platón, sea precisamente la misma filosofía en donde el concepto de la división social del trabajo aparece por primera vez enfáticamente como una determinación de la filosofía del Estado y en la que, finalmente, el orden de las ideas, el orden de los conceptos mismos aparece en una relación inmediata respecto a esta división del trabajo, tal como lo encuentran en la así llamada psicología platónica —el término ‘psicología’ es muy poco pertinente—, esto es, en la introducción de las facultades superiores del alma como conceptos puros que, por su parte, se diferencian unos de otros según las funciones dentro de una sociedad de la polis divisora del trabajo.[291] Las filosofías más antiguas, ante todo la de la India, pero también las metafísicas presocráticas tempranas, tuvieron, por el contrario, muy exactamente ese momento de la particularidad del concepto individual y del conocimiento individual en la forma de la representación de la interdependencia de todos los entes. Pero esta representación, en donde por supuesto prevalecen representaciones mitológicas de la unidad del destino, luego fue alcanzada por la crítica del iluminismo, y en cierto sentido con razón, esta representación se planteó como algo que el conocimiento científico mismo no podía cumplir, se disolvió entonces y hoy solo pervive míseramente en las metafísicas de salón del pensar —por ejemplo del tipo de Hermann Keyserling—[292] o en ciertas doctrinas, también más o menos pertenecientes al ámbito del diletantismo ilustrado, como la de C.G. Jung, puesto que en general la degeneración de las filosofías en cotilleos de salón forma el correlato, por un lado, de su cientifización y por el otro de su transformación en una actividad que sea acorde a algún sector de determinada especialidad. En verdad, no es que los conceptos, al adoptar en las constelaciones diversos significados, se vuelven vagos, sino que en verdad son vagos en tanto aislados, mientras que solo a través de este contexto encuentran su determinación, esto es, esa determinación según el valor relativo que la última clase traté de poner un poco al alcance de ustedes en la analogía con la lectura de novelas en lengua extranjera y sin un diccionario.

En ese entonces recurrí a una analogía sacada del ámbito del lenguaje, y creo ahora que esto no fue algo del todo casual. Pueden ustedes, o deberían ustedes en este punto reconocer que para la filosofía —o, como preferiría denominarlo, para cada conocimiento que pudiera valer en términos del viejo uso lingüístico de Hegel como conocimiento científico— la exposición [Darstellung], eso que normalmente es llamado lenguaje o, con una detestable expresión ‘estilo’, no es, pongamos, un ingrediente que ciertos escritores filosóficos, más o menos cultivados en estética, añaden entonces, pongamos, para destacarse del filisteísmo reinante, a sus pensamientos, sino que un pensar que sea absolutamente consciente, de hecho, de la consecuencia de las enteras implicaciones de un procedimiento dialéctico, esto es, que se tome en serio la dialéctica, que una filosofía tal tiene necesidad de la exposición en sentido enfático; esto es que, no como en cada ciencia cósica, un contenido fijo pueda ser presentado de una cierta manera, que precisamente por la firmeza del contenido, por su separación de la forma, se deje enunciar entonces con una cierta discrecionalidad y una cierta irresponsabilidad, sino que precisamente el hecho de que el contenido no sea algo fijo, que solo encuentre su determinación a través de la correlación en que entran sus momentos particulares —es decir, a través de ese todo del que he tratado de hacerles una idea—, [tiene necesidad de la exposición en sentido enfático. Esta circunstancia lleva a que el todo] mismo se convierta necesariamente en un medio de la cosa, en una categoría del conocimiento, [lo que queda] expresado en el hecho de que, por un lado, a través de la concisión y la exactitud con que la formulación lingüística va dando cada vez con lo referido singular, el concepto es introducido de un modo tan exacto en el contexto como sea posible, pero que, por el otro lado, a través de la construcción del todo hasta el último punto, hasta la construcción gramatical de las oraciones individuales, el concepto experimenta una determinación tal que, en cierto modo, se realiza a través del medium del lenguaje ese acto de concretización del concepto, de los conceptos a través de su contexto, del que ya les había dicho que es en realidad eso que insufla a los conceptos algo de esa vida que la definición quisiera insuflarles, mientras que en verdad solo se las quita. Esto es, en otras palabras: la filosofía, en la medida en que no tenga que ver con la transmisión de un contenido fijo, sino en la medida en que consista en la reflexión de la cosa sobre sí misma en el concepto, está constitutivamente ligada a la exposición. Por eso no es una manía —esto he tratado de exponerlo con algo más de detalle en el pequeño trabajo sobre el ensayo como forma—, cuando escritores filosóficos que han de ser tomados en serio, se toman por su lado tan en serio el lenguaje, tal como es el caso al menos desde Schopenhauer, quien fue en realidad el primero en hacer su entrada a este estrato de la filosofía; tal como, a la inversa, es en realidad un patrón infalible de la petrificación y la detención del movimiento interno dialéctico de los pensamientos cuando se atrofian en su forma lingüística. Podrán constatar esto, por ejemplo, en Scheler, donde la chapucería irresponsable de columnista de periódico desmiente el pathos ontológico de esta filosofía, como en el del Lukács tardío, donde la absoluta indiferencia lingüística respecto de la formulación corresponde precisamente a esa mera repetición, a ese mero reflejo de un contenido doctrinal convertido en dogmática petrificada, tal como también es adecuada, de hecho, al contenido de su pensar.

Si me permiten decirles aquí una palabra más sobre el problema de la exposición, diría entonces que es solo a través de la exposición que el pensamiento va más allá de eso pre-dado que el concepto ya trae consigo. Yo había intentado mostrarles que los conceptos que utilizo, como tales ya tienen un contenido, que no son una ficha de un juego, sino que en cierto modo yo debo obedecerles. En la medida en que opongo a los conceptos la resistencia de la exposición, en la medida en que los utilizo de tal forma que expresen exactamente eso y solo eso que quiero expresar con ellos, así rompo en cierto modo esa ciega supremacía de eso que ya traen, y así se efectúa esa comunicación entre la mera objetividad no iluminada del significado del concepto y la intención subjetiva, en la que en realidad consiste la vida de estos conceptos. Pero lo peculiar de la representación [Darstellung] lingüística consiste en que esa intervención de la subjetividad, que ocurre siempre allí donde la exposición en sentido enfático se apodera de los conceptos, a su vez no es una contingencia, a su vez no se debe en cierto modo a la arbitrariedad del individuo, a su mero gusto, sino que contiene en sí misma, a su vez, un momento de objetividad, que solo se transmite en general a través de la subjetividad en contra de la objetividad rígida, meramente dada de antemano del concepto, esto es, ese tipo de objetividad que, en principio, reside en que el concepto siempre debe, del modo más exacto posible, acertar con aquello con lo que debe acertar —y esta es una función esencial de la exposición—, pero también más allá de esto, que las exigencias que yo como expositor planteo a mi objeto no son, por su parte, exigencias de mi arbitrariedad subjetiva, sino que resultan de la disciplina del lenguaje mismo; esto es, que en la medida en que me oriente según los postulados del lenguaje, en la medida en que, gracias al lenguaje, intervenga en el concepto, con esto, es cierto, intento imponer mi intención subjetiva, pero que hago esto de una forma tal que, al mismo tiempo, de alguna manera atravesando el sujeto hago valer precisamente esa objetividad que está contenida necesariamente en las demandas de precisión, en las demandas de la lógica del lenguaje. Esta, diría yo, es entonces la función gnoseológica de la exposición —y les pido que lo entiendan en este sentido— de esas definiciones que solo son verdaderas si uno ya tiene la cosa, si uno insiste una y otra vez en que en realidad todas las cuestiones filosóficas en un sentido superior son cuestiones de la formulación. El problema de la formulación es, por así decir, el punto específico, el lugar específico donde se impone dentro del filosofar mismo eso que, acaso, pueda llamarse la dialéctica de sujeto y objeto.

Con esto llegamos a la cuestión de la relación de la dialéctica con las formas lógicas en general, sobre la que quisiera al menos decirles algo. Pues al tratar la definición y el concepto individual ya nos hemos ocupado de una de las formas lógicas fundamentales. Los otros dos géneros fundamentales son, como espero que todos sepan, el juicio y el silogismo. Por juicio se entiende, para ofrecerles aquí, en principio, las determinaciones corrientes —en efecto, a veces hay que usar definiciones solo para después poder reñirse con ellas—, por juicio se entiende en la filosofía[293] un estado de cosas formulado lingüísticamente, ante el cual se puede plantear con sensatez la pregunta de verdadero o falso, mientras que por silogismo se entiende la relación de una o de varias proposiciones o juicios, cuya validez debe consistir en una dependencia unilateral mutua. Yo creo que —y quizá pueda hacia el final de la clase de hoy decirlo una vez más, para algunos de ustedes a quienes, acaso, les haya resultado difícil, haciéndoselo un poco más fácil—, quizá se pueda señalar como el estado de cosas fundamental, como el estado de cosas elemental y simple al que la dialéctica debe relacionarse, el siguiente: que sin juicio —es decir sin las síntesis que se realizan en el lenguaje convencional entre un sujeto, un concepto del sujeto, un concepto del predicado y una cópula, esto es, el ‘es’, donde ‘A es B’ es la forma básica de un juicio—, que por un lado no hay conocimiento en un sentido enfático sin juicio, pero que por el otro lado el juicio mismo o cada juicio es problemático. Y esta contradicción nos ofrece quizá el núcleo temático más drástico de todos para el pensar dialéctico: que cuando uno no hace juicios, esto es, cuando no subsume algún suceso bajo algún concepto, es imposible algo así como el conocimiento; y ante todo que solo salimos de la mera tautología cuando, mediante el juicio, algo que es [se pone] en relación con otro algo que él mismo no es de forma inmediata, es decir, cuando llevamos a cabo un acto de identificación. Solo podemos apropiarnos de objetos, para decirlo con Hegel, solo podemos trasladarlos al ‘reino nativo de la verdad’,[294] en la medida en que los identificamos, esto es, que los identificamos con nosotros, es decir, los hacemos iguales a nosotros, hacemos de lo desconocido algo que nos resulta en un cierto sentido ya conocido. Y acaso una de las más dolorosas experiencias que deba hacer alguien que practica filosofía es la de verse obligado, mientras que, en realidad, todo su pathos, todo su esfuerzo está dedicado a pronunciar precisamente aquello que todavía no sabe, aquello que todavía no está ahí, aquello que todavía no está presente, que una y otra vez se vea obligado a pronunciar eso que quiere pronunciar convirtiéndolo en igual, reduciendo lo nuevo a algo conocido, a algo dado, con lo cual toda teoría adquiere, frente a eso que quiere decir, ese peculiar carácter mortecino, de declinación y de rigidez, haciendo del cierre de cualquier trabajo filosófico, para quien haya debido escribirlo, un asunto tan embarazoso; una experiencia que encontrarán ustedes formulada muy enfáticamente en Nietzsche, si mal no recuerdo, en el último aforismo de Más allá del bien y del mal.[295]

Con esto les he anticipado también el momento negativo presente en el juicio. Y quizá se pueda añadir a esto que ese momento negativo tiene, de hecho, un muy preciso lugar lógico, en este punto: que hasta en este simple acto de subsunción que debo llevar a cabo para que se llegue a algo así como la verdad, a la idea de la verdad en general, hay una no verdad. Nos habíamos puesto de acuerdo en que —si puedo ser por una vez tan arrogante como para suponer esto, después de haberles dado esa definición— en principio un juicio es un estado de cosas al que es aplicable en general la verdad. Pero por otro lado es cierto que en cada juicio hay una no verdad doble, en la medida en que lo tomen como un juicio aislado. Cuando ustedes dicen ‘A es B’, entonces siempre está allí necesariamente presente que, por un lado, A es equiparada con algo a lo que no es completamente igual, sino bajo lo que cae solo por algunos momentos, mientras que por otros momentos se diferencia de esto. Porque si no, el asunto quedaría simplemente en un ‘A es A’, en lugar de ‘A es B’, y esta es una mera proposición analítica, de modo que no sería para nada un juicio en el sentido enfático. Pero por el otro lado, el concepto del predicado bajo el que es puesto el concepto del sujeto no puede ser equiparado en absoluto con la cosa singular, debido a su amplitud incomparablemente mayor respecto de ese singular que uno ha puesto allí debajo. En un sentido estricto, la cosa singular no es igual a su concepto, sino que cae bajo este concepto. En otras palabras: habrán visto aquí la paradoja según la cual precisamente la forma en que surge el concepto de verdad o la idea de verdad, y sin la que no tendría ningún sentido hablar de la verdad —pues nada que no fuera una forma apofántica, esto es, nada que no fuera un juicio o la quintaesencia de un juicio, puede llamarse verdad—,[296] que al mismo tiempo [esta forma], según su propia esencia, adolece de no verdad; y vista bajo este aspecto, la dialéctica no es en realidad otra cosa que el esfuerzo desesperado por curar esta no verdad en la forma de la verdad misma. Es decir, es el intento de llegar a la verdad por medio de la forma de su propia no verdad.[297]

Podrían ustedes dar a esto otro giro, al considerar la teoría del juicio, sobre la que hoy únicamente puedo presentarles este comentario al pasar, desde el punto de vista de sujeto y objeto. Entonces ocurrirá que harán, por un lado, eso que en el lenguaje tradicional de la filosofía se denomina ‘síntesis’, esto es, que relacionarán, reunirán entre sí momentos que antes no habían estado conectados unos a otros de este modo. La síntesis, precisamente este relacionar mutuo de momentos separados que ocurre a través del pensar, es en realidad el costado subjetivo necesario presente en el juicio. Por el otro lado, la pretensión de verdad del juicio mismo está adherida a la indispensable presuposición de que, en el estado de cosas mismo juzgado, hay también algo que efectivamente encaja en sí. De modo que cuando ustedes juzgan ‘dos por dos es cuatro’, entonces este sentido del juicio, que dos por dos es igual a cuatro, existe no sin la síntesis que la conciencia realiza al efectuar esta multiplicación, al multiplicar el concepto ‘dos’ por sí mismo. Pero por otro lado, esta proposición solo es verdadera cuando realmente hay en la cosa algo como que dos por dos es igual a cuatro. Bien, ustedes podrían decirme: «Esto es todo muy lindo, tengo entonces dos momentos, por un lado, que yo reúno algo, y por el otro, que dos cosas ya están en correlación entre sí; entonces estaría por un lado la mera ‘forma’ del juicio y por el otro estaría su ‘materia’, como la llama la fenomenología, esto es, el estado de cosas mismo que está siendo juzgado allí». Pero señoras y señores —y en este punto puedo procurarles otra vez, por así decir, un vistazo a la vida oculta de la dialéctica— la cuestión no es tan linda ni tan sencilla, y esto porque ustedes pueden diferenciar estos dos momentos en el juicio, en el sentido en que dicen: «Si no hay estos dos momentos, entonces no hay juicio, entonces no hay verdad del juicio». Pero al mismo tiempo no pueden ustedes, durante este diferenciar, separarlos uno de otro limpiamente con un escalpelo, no pueden decir: «Esto es en el juicio la mera forma, y esto es en el juicio el mero contenido». Pues sin realizar esta síntesis a través del sujeto, no tendrán ninguna conciencia del estado de cosas juzgado y que sirve allí de base [al juicio].[298] Y por otro lado, si la síntesis no se refiere por su parte a un tal estado de cosas, esto es, si no tiene un sostén en la materia, entonces no puede, como tal, llevarse a efecto. En otras palabras: el costado subjetivo o ‘noético’, como se lo llama en la fenomenología, del juicio [y][299] el costado objetivo o ‘noemático’ del juicio no están enfrentados como forma y contenido, sino que están mediados mutuamente uno a través del otro, de modo que, si ustedes quieren, la dialéctica de sujeto y objeto, esto es, el mutuo producirse del momento subjetivo y del momento objetivo, en realidad se vuelve a hallar en un estado de cosas, al parecer tan lógico-formal, como es el del juicio.

Bien, señoras y señores, permítanme acaso, ya con un pie en los últimos minutos, decirles algo más de principio sobre la relación de la dialéctica con la lógica, que va más allá de lo que les había dicho antes, cuando les sugerí que la dialéctica presupone en todas partes la validez de las formas lógicas, pero que en un cierto modo debe ir más allá de la validez de las formas lógicas. Pueden ustedes decir lo siguiente: «A través de nuestro sistema categorial, a través del entramado de esas categorías que concentramos bajo el nombre de categorías lógicas, hemos echado sobre el mundo entero una suerte de red. Y sin esta red no sabemos del mundo absolutamente nada». Es un absurdo suponer que podría haber una conciencia inmediata de lo verdadero que no presupusiera, al mismo tiempo, esta red, estas formas lógicas en sí misma, y sería algo fácil probar, hasta en los más extremos representantes del intuicionismo, como por ejemplo Henri Bergson,[300] que también allí donde únicamente se trata sobre intuiciones, en realidad, estas intuiciones mismas prosiguen el entero dispositivo lógico. Pero al mismo tiempo, para todo lo mediado lógicamente en general vale lo que ya les había tratado de esclarecer de forma ilustrativa en el análisis del juicio: que frente a la vida de la cosa misma estos dispositivos son insuficientes, esto es, no insuficientes en cualquier sentido trivial en que el pequeñoburgués acostumbra a declamar los domingos que la lógica viola al mundo y que por eso —precisamente el domingo— solo queda el sentimiento, sino en el sentido más preciso y más riguroso y menos sentimental, que justamente esa lógica solo a través de la cual podemos conocer el mundo, al mismo tiempo, según su propio objeto y según su propio sentido, demuestra ser también una lógica siempre falsa, una lógica siempre contradictoria en sí misma. Bien, en la medida en que la dialéctica captura, a su vez, precisamente los estados de cosas de los que hoy les he hablado y de los que les he estado hablando en todas estas lecciones, en la medida en que reflexiona sobre estos estados de cosas, busca elevarse a sí misma a la conciencia, intenta realmente algo así como la cuadratura del círculo, una especie de acrobacia del barón de Münchhausen; que por cierto, quisiera admitirles, es altamente dubitable que pueda funcionar, pero que quizá represente, sin embargo, la única chance que tiene el conocimiento en general. Se trata de la tentativa de escapar de la cárcel de la lógica, del carácter coercitivo de la lógica —en donde se refleja en verdad, en forma similar, el carácter coercitivo de la sociedad, tal como la forma primitiva del juicio [Urteil] es la sentencia de muerte [Todesurteil]—, pero no escapar en un modo pendenciero y arcaizante, creyendo que se puede recurrir a algo prelógico como lo sustancial y verdadero inmediato, que luego se entregaría a lo meramente caótico; sino que la marcha de la lógica debe ser quebrada con sus propios medios, es decir, debe ser quebrada en la medida en que la lógica sea llevada, concretamente entrando hasta todas sus determinaciones, a la autoconciencia de su propia insuficiencia, y debe desmoronarse, por así decir, a partir de su propia fuerza. Y la fuerza que ocasiona este desmoronamiento, esta fuerza negativa del concepto en términos hegelianos, esta fuerza en realidad crítica es idéntica en verdad al concepto de verdad misma. Este es el núcleo de toda dialéctica, en la medida en que la dialéctica pueda ser pensada aún como una filosofía y no, al mismo tiempo, también siempre necesariamente como una relación con la praxis. Esta tentativa entonces, casi la de subsanar la injusticia de la lógica con sus propios medios, o si ustedes quieren, la de ayudar a hacer justicia a la naturaleza a través de los momentos de su propia dominación dañina, en principio una justicia intelectual; este es el tema, diría yo, que ha inspirado en general al pensar dialéctico y sin el que el pensar dialéctico no puede ser comprendido. Y al hacerlo se apropia completamente, en términos de la Lógica de Hegel, por así decir, de la fuerza que se enfrenta a la verdad, esto es, la no verdad. Ese desmoronamiento de la lógica tradicional por los medios lógicos no será provocado por una crítica de estos medios lógicos desde afuera, sino por la comprobación de que, de forma inmanente, esto es, según su propia medida, una y otra vez no son la verdad.[301]

Otras consideraciones similares valen también, si puedo aun indicarlo, para el concepto de silogismo. Creo que una reformulación de la crítica dialéctica al silogismo sería una tarea muy esencial de la nueva lógica dialéctica. Tal como me la figuro, no ha sido llevada a cabo hasta ahora en esa forma. Curiosamente, hay rudimentos de una crítica tal del procedimiento del silogismo en la fenomenología, que por cierto en realidad representa, en muchos más aspectos de lo que pueda resultar evidente sin más, una de las posiciones más avanzadas dentro de la teoría del conocimiento burguesa en general. La fenomenología podría concebirse —y quizá haya tocado este momento en la Metacrítica, pero no lo desarrollé tanto como acaso hubiera sido necesario,[302] y por eso mismo quisiera ahora volver a recordárselo—, en realidad la fenomenología es, en un cierto sentido, también una crítica del procedimiento del silogismo. En primer lugar, quiero caracterizar el tema de esta crítica al procedimiento silogístico tal como aparece en la fenomenología. Esto es, la fenomenología comete el error de creer que también allí donde se trata en verdad de argumentos, es decir, de silogismos, se trataría de intuiciones inmediatas. Me parece que este error ha sido bastante probado, y tengo casi por redundante seguir insistiendo en esto. Sin embargo, el impulso que le sirve de base no es otro que el de mostrar que ante un conocimiento determinado cualquiera, que dé alcance a su cosa, que sea adecuado a su cosa, la relación con los otros conocimientos no es la de algo anterior o algo posterior, es decir, que los conocimientos que sean tales en general no están, en realidad, en una relación de meras inferencias, de consecuencias lógico-formales uno con el otro. Después de lo que les he dicho sobre una crítica de ese algo primero en la filosofía —o también de ese algo último, ambos son correlativos— hay que decir ciertamente también que cualquier jerarquía de proposiciones en términos de sus prioridades, en términos de su legitimación mutua, no es muy forzosa. Y si se detienen a pensar un segundo en que la doctrina del silogismo —si excluyen por un momento la inducción— es, en efecto, algo esencialmente de la lógica formal, esto es, que esta doctrina acaba mostrando cómo diversas proposiciones están contenidas unas en otras, entonces la jerarquía de premisa mayor y premisa menor se vuelve doblemente problemática. Entonces no resulta para nada claro por qué debería corresponder a alguna de las proposiciones, que son pensadas como necesariamente contenidas unas en otras, una primacía absoluta sobre las otras. En la medida en que la fenomenología ha intentado dar descripciones, [en lugar de] consecuencias y argumentos, ha conferido, sin tener una clara conciencia de esto, también expresión al hecho de que el argumentar, frente a la constelación de pensamientos unos con otros, tiene algo organizado y artificial, y que sanar esto se cuenta en realidad entre las tareas de la filosofía misma. Yo diría entonces que una filosofía que cumpla con su idea debe servirse[303] del argumento en un sentido crítico, pero no con la intención puesta sobre el argumento, sino con la intención puesta en la extinción del argumento. Y la sentencia de Georg Simmel, según la cual todo lo que se deja comprobar también se deja refutar, y que solo lo incomprobable es irrefutable, tiene en realidad un significado más riguroso del que, en aquel mismo momento, fue indicado por Simmel en términos de un relativismo psicológico.[304] Si les recuerdo solo por un instante cuán tenuemente aparecen, en lo general, en los escritos filosóficos los argumentos como meros conceptos intermedios en eso que es llamado ‘tesis’, cuán arbitrarios son estos argumentos, cuánto de lo que sirve a la esfera específica de la argumentación, hasta en Kant por ejemplo, se presenta en verdad meramente como puentes arquitectónicos, como disposiciones para una cohesión sistemática, entonces entenderán ustedes sin más qué he querido decir con esto de la extinción del argumento.

Esta es también —y vuelvo así al objeto que me había propuesto en realidad para esta clase— esencialmente una cuestión de la exposición. Y si me permiten hablar esta vez por mí, entonces diría que un determinado tipo de densidad y de concisión por la que yo mismo me esfuerzo, sean cuales fueran los dudosos resultados, en realidad no tiene el sentido de, pongamos, abolir el argumento —esto no se puede hacer, y ustedes podrán mostrarme cientos de argumentos también en mis propias cosas—, pero sí de abolir la diferencia de tesis o de afirmación y argumento, y con esto la forma tradicional de la deducción, por los motivos de principio que he intentado mostrarles. Si en efecto la relación de los pensamientos no es la de una jerarquía sino una constelación, entonces habría que derivar de allí como requisito de método que cada pensamiento esté igual de cerca del centro, que no haya, pongamos, conceptos-puente, que no haya tesis, inferencias que se derivan de allí, sino que en realidad cada proposición esté saturada tanto con la fuerza del argumento, esto es, del pensamiento reflexionante, como también con la fuerza de la precisión de dar con una cosa, y que debería ser el ideal, que ciertamente no puede ser cumplido por el pensar, a través de la forma de esta fuerza expresar que en la filosofía no hay afirmaciones y pruebas, sino solo una verdad que se expone en la construcción de un todo, donde, en cierto modo, cada palabra, cada oración, cada estructura sintáctica está sujeta a la misma responsabilidad que la otra. Cuando les dije que la dialéctica es en cierto sentido la crítica del pensar a su minuciosidad, entonces este sería un ejemplo. Y yo creo que si ustedes piensan en serio dialécticamente, entonces la forma de la exposición de ustedes deberá desprenderse esencialmente de la diferencia tradicional de afirmaciones que luego son demostradas, y hasta qué punto eso ocurra será un buen índice de si ustedes están pensando realmente de un modo dialéctico, si el contenido del pensamiento y la ejecución del pensamiento llegan a esa identificación que le corresponde.

Señoras y señores, soy consciente de que estas lecciones, quizá más que en cualquier otro caso, han quedado como obra inacabada, tal como acaso resulte inevitable precisamente cuando uno trata sobre dialéctica y uno no es idealista. Pues una dialéctica, esto es, un pensar que trate de la constelación, del todo, de la correlación, y al mismo tiempo sepa que no puede cerciorarse de ese todo, porque no tiene nada en absoluto en el bolsillo —[en donde no ocurre como] en Hegel, que al final sujeto y objeto a través de su proceso terminan siendo uno y lo mismo—, una filosofía semejante no puede hacer otra cosa, cuando se expone a sí misma —y menos aún con las insuficiencias que una improvisación libre, oral, trae consigo—, que destacar el carácter fragmentario, que acaso sea en general el único carácter en que hoy es posible el pensar dialéctico; y en este aspecto encuentro al final, en cierto modo, aún una ideología para la insuficiencia de eso que les he dicho. Pero no quisiera dejarlos ir sin darles al menos al final, en la medida en que se los quito —[en la medida en que] quisiera hacerlos abordar la pregunta de si [se puede en general renunciar a] una suposición tal de una identidad, o permítanme decir: [si] sin la suposición de que, finalmente, sujeto y objeto serían uno al otro no del todo disímiles,[305] algo como el conocimiento es posible, o si no, cuando nos prohibimos en completo iluminismo cualquier pensamiento de una posibilidad tal, ¿no nos prohibimos también el conocimiento mismo y de hecho no caemos de vuelta entonces, con el iluminismo, en la tenebrosa mitología? Es este un duro hueso que hoy les doy para roer, pero las vacaciones son largas, y acaso sí consigan liquidar en estas vacaciones este duro hueso. Por lo demás, quisiera agradecerles mucho su atención en unas lecciones que han pasado a menudo por todos los obstáculos posibles, y quisiera desearles de corazón buenas vacaciones, y espero en todo caso volver a ver a muchos de ustedes en el próximo semestre en las lecciones de estética.[306] Muchas gracias.