LECCIÓN 8
19/6/1958
Señoras y señores:
En las últimas dos clases, pero ante todo en la última, traté de mostrarles por qué en la dialéctica no se trata tan solo de diferencias, esto es, de la especificación del objeto singular, que es, a fin de cuentas, una condición inevitable de cualquier conocimiento, sino de por qué la dialéctica se ocupa mayormente de la contradicción, y al mismo tiempo traté de desarrollar para ustedes el principio de contradicción mismo a partir del núcleo de la filosofía hegeliana. Se podría decir que el conocimiento de la diferencia representa una suerte de utopía, o más bien no el conocimiento de la diferencia, sino la diferencia misma. Que lo distinto exista uno junto a otro sin destruirse mutuamente, que un distinto dé lugar a otro para que este se despliegue, y que —se podría agregar— lo distinto se ame, este sería en realidad el sueño de un mundo reconciliado; del mismo modo que, entonces, el signo de un mundo culposo, atrapado en un contexto funesto es que, en este mundo, no sea tolerado eso que es distinto en un sentido agravante. Esta intolerancia ante lo distinto es directamente el signo de cualquier tipo de forma totalitaria, donde la palabra ‘totalitario’ puede utilizarse de varias maneras. Y la dialéctica es la expresión negativa de un estado, en la medida en que, de hecho, es el pensar que se ajusta a una realidad efectiva donde la contradicción, eso que aspira a su propia destrucción a partir de sí mismo, a partir de su propio principio, se ha puesto en verdad en el lugar de la felicidad de la diferencia en general. Y entonces podríamos decir, ciertamente, que de esto se sigue una importante consecuencia, que ni en la filosofía hegeliana ni en la versión materialista de la dialéctica se ha extraído, en todo caso, no en todo punto y no con toda la coherencia: que el pensar dialéctico en general se ajusta a un estado negativo del mundo, y que llama por su propio nombre a este estado negativo. Ya lo he dicho alguna vez muy simplemente: la dialéctica es, en lo esencial, necesariamente crítica, pero se vuelve falsa en el instante en que se pone a sí misma y se afirma como una filosofía positiva o como una Weltanschauung, tal como se le dice, presentándose con la pretensión de ser, sin mediación, una manifestación de la verdad misma. En Hegel la situación es enormemente complicada. En este punto, ustedes podrían objetarme que la filosofía hegeliana, como un todo, sostiene a fin de cuentas la idea absoluta, la identidad absoluta, y que así cae bajo la condena que yo les había señalado contra el giro positivo de la dialéctica en general. Pero quisiera pensar que en realidad la fuerza que mueve la filosofía de Hegel es, en tal medida, precisamente, la fuerza de la negación, esto es, la fuerza crítica en cada momento singular, y que ese famoso momento afirmativo de Hegel —es decir, aquel que acaba en que, como totalidad, sujeto y objeto son lo mismo— quede esencialmente postergado, en fuerza, en violencia, respecto de aquel momento negativo.
La respuesta que les había dado, fundamentalmente, a la pregunta de por qué la dialéctica se ocupa de la contradicción y no de la mera diferencia, fue la siguiente: que precisamente en virtud de esto el pensar es capaz de hacer valer su no-idéntico, eso que no es en sí mismo pensar, sin por esto entregarse a la contingencia de lo que meramente es en cada caso, sino al mismo tiempo manteniendo la fuerza para construir esto no-idéntico, para pensar eso que, por su lado, en realidad no es pensamiento. Eso que habitualmente llamamos lógica no es otra cosa que la doctrina de la identidad absoluta, y su núcleo propiamente dicho es ese, en efecto, ese núcleo de todas las reglas lógicas según el cual los conceptos o los signos introducidos en la lógica son fijados como idénticos a sí mismos. De modo que la lógica no es otra cosa que la doctrina desplegada de las reglas que resultan de la identidad absoluta, tal como precisamente es preservada en la lógica a costa de cualquier contenido, que siempre y continuamente —tal como nos enseñó Hegel— no solo entra en las formas sino en una oposición a las formas, al no ser forma él mismo. De este modo se podría construir el principio de identidad de la lógica, y por consiguiente es completamente consistente que el gran tabú erigido por la lógica sea el principio de no-contradicción, esto es, el precepto —y se trata más bien de un precepto que de un enunciado—, según el cual de dos proposiciones opuestas y contradictorias entre sí, solo una puede ser verdadera, y que en todos los lugares donde ese no sea el caso, las leyes del pensar han sido infringidas. Podemos decir que la prevalencia de la contradicción, tal como impera en la dialéctica, en realidad no es otra cosa que la tentativa de quebrar aquel primado de la lógica, esto es, de la pura no-contradicción, es decir, de señalar que el mundo no es un mero pensamiento, no es solo esa mera operación de pensar, como es presentado por nosotros según las leyes de la lógica, que por ende, en otras palabras, el mundo no es un mundo lógico sino contradictorio. La dialéctica es la crítica a la logicidad, a la asimilación no mediada de la logicidad en nuestro concepto, y precisamente por esto la dialéctica convierte entonces el principio de contradicción mismo que la lógica rechaza, en su medium o su organon, por las razones que en las últimas clases les fui exponiendo. Pero esto significa no solo que el mundo no se funde en nuestros conceptos, sino al mismo tiempo significa también que nuestros conceptos no se funden en eso que es. En otras palabras: ese origen de la dialéctica que desarrollé para ustedes, en un principio, desde el lado del pensar, de la forma, del sujeto, se puede desplegar igualmente —y esto Hegel lo llevó a cabo, en efecto, muy ampliamente— desde el lado objetual. Si quisieran ustedes que les diga, ahora, llanamente, cuál es la experiencia inspiradora del pensar dialéctico y que, en cierta medida, aún hallamos en un nivel por debajo de los momentos lógicos o especulativos de los que nos hemos estado ocupando últimamente, debería entonces indicarles como tal la experiencia, muy simplemente, ese saber sobre el carácter contradictorio, antagónico de la realidad misma. En otras palabras, la experiencia del desgarramiento, tal como estuvo en el centro del romanticismo, a cuyo período pertenece Hegel. Y lo específico de la solución hegeliana es que Hegel no intentó, pongamos, adoptar en este desgarramiento el punto de vista limitado y unilateral del sujeto arrojado meramente sobre sí, pero que tampoco —como sí lo intentó el clasicismo— tendió a apaciguar este carácter contradictorio, tal como lo hizo el Goethe tardío, compensando este desgarramiento a través de una suerte de mero pacto, sino que tomó el toro por las astas, esto es, para decirlo muy simple, hizo cumplir el pensamiento según el cual la reconciliación del mundo, en realidad, no puede prosperar por una igualación que vaya por encima de su contradicción objetiva, sino solo atravesando esta misma contradicción. Este carácter, según el cual el desarrollo, lo impulsador, finalmente también eso que aspira a la reconciliación, es algo que en realidad está presente hasta en el desgarramiento, en lo negativo, en el padecer del mundo, esto es en la misma medida, como experiencia de la realidad efectiva, un tema constitutivo de la dialéctica hegeliana, igual que a la inversa, aquellas cosas de las que nos hemos estado ocupando últimamente —eso de que ningún concepto sea idéntico a su cosa— motivan la dialéctica a partir del mero pensamiento; y se podría decir que lo grandioso de la filosofía hegeliana consiste muy esencialmente en haber logrado que estas dos raíces, en cierta forma, del pensar dialéctico, esto es, por un lado la raíz lógico-especulativa y por el otro la de la experiencia que acabo de demostrarles en el concepto de desgarramiento o de extrañamiento, que estas dos raíces queden reunidas, que finalmente quede evidenciada su unidad íntima dentro de la dialéctica.
Si aplican ustedes ahora, sobre este momento de la experiencia, lo que les había dicho acerca de la rigurosa necesidad de la construcción de la totalidad a partir de la contradicción, obtendrán así una proposición especulativa que, si bien es seguro que no aparece en Hegel de esta forma, quizá pueda acreditar mejor la verdad de esta filosofía de lo que podría acreditarse en aquella otra proposición que dice que el mundo —y con ‘mundo’ me refiero a aquel para el cual rige la experiencia hegeliana en un sentido sustancial, esto es, el mundo social-espiritual, el mundo mediado— es en sí contradictorio, pero al mismo tiempo es un sistema. Entonces, el carácter tan peculiar de la filosofía hegeliana y de la dialéctica en general es que, al mismo tiempo, emprende la tarea de construir una grandiosa unidad, pero que busca esa unidad misma en el momento de la desunión, es decir, en el momento de la contradicción, y este momento tan paradójico reside en la misma medida en la experiencia de la que parte la filosofía hegeliana, en la experiencia de la realidad, tanto como en los temas lógico-especulativos que hemos estado tratando en las últimas clases. Podríamos formularlo así: el mundo es consolidado en una unidad, es convertido en una totalidad socializada, homogénea, hasta en su último individuo, precisamente a través de ese principio que es, al mismo tiempo, aquello por lo cual el mundo se desune. Y justamente en ese punto la versión materialista de la dialéctica está enormemente cerca de la idealista, en la medida en que intenta determinar, según el lado objetivo, aquel principio homogéneo y al mismo tiempo sustentador en sí mismo de la contradicción, y lo desarrolló precisamente como el principio de cambio [Tausch], que en realidad porta en sí tanto el carácter antagonista como el carácter de unidad de un mundo dominado por el intercambio [Tausch].
Vuelvo una vez más a la famosa y corriente objeción contra la dialéctica: que la dialéctica es un chaleco de fuerza, un sistema deductivo, esto es, una tentativa de desplegar la realidad efectiva puramente a partir del concepto. Después de lo que les he dicho quizá sean ustedes capaces de apreciar y examinar esta estructura compleja, que con esto hemos tocado, un poco mejor de lo que habíamos podido antes. Esto es: que la proposición del carácter deductivo o del carácter de sistema de la dialéctica[101] es correcta y es incorrecta, tal como podemos decir que el mundo en que vivimos es un sistema, es decir, que es algo homogéneo en sí mismo y que, sin embargo, es algo infinitamente disonante en sí mismo, algo infinitamente contradictorio en sí mismo. Desde el punto de vista que hoy les he señalado, la dialéctica es, en efecto, la tentativa de desarrollar la lógica no solo del pensamiento en su relación con la objetividad, sino, coincidiendo con esto, la de desarrollar [la lógica] de la objetividad misma, y no como una lógica acuñada meramente por el sujeto, sino una lógica de la cosa misma. Por supuesto que aquí Hegel se valió del dispositivo conceptual idealista, en la medida en que, para él, en última instancia todo está producido a través de la subjetividad; en este sentido, llevaba en sí, por completo, al Fichte más radicalmente idealista, y estaríamos reduciendo a Hegel si quisiéramos quitarle a este Fichte subjetivo contenido en él. Y una vez que toda la realidad es, en este sentido, concebida por Hegel como algo generado por el sujeto, entonces le resultará posible sin más, en cierto modo, prescindir de la impronta contingente dada por la conciencia individualmente singular o limitadamente subjetiva, y puesto que ahora el sujeto está presente en la objetividad misma como su esencia propiamente dicha, buscar entonces la unidad en el objeto mismo en lugar de concebirla meramente como una unidad instituida antes que nada a través de disposiciones subjetivo-conceptuales. Pero esto es relativamente fácil de comprender, y no quisiera ahora insistir demasiado en este punto. Pero permítanme recordarles una vez más que la filosofía hegeliana es al mismo tiempo una filosofía de la experiencia, esto es, que cumple con la famosa proposición de Fichte según la cual la filosofía debe ser unidad del ‘a priori’ y del ‘a posteriori’, y no una mera doctrina de los ‘a priori’, tal como aparecía en Kant.[102] En Fichte mismo esto quedó frenado en la forma de un gran programa, allí buscarán ustedes en vano una implementación[103] semejante de la experiencia, mientras que en Hegel el concepto de experiencia es inmensamente sustancial, aparece también en el primer título original de su obra principal y más genial, la Fenomenología del Espíritu.[104] Y si ustedes estudian la Fenomenología, encontrarán allí que el concepto de experiencia aparece de una forma muy enfática, esto es, como la manera en que la conciencia, al contemplarse, se experimenta a sí misma como una suerte de objeto, y cómo en la progresión de esta experiencia, tal como en la progresión de la experiencia de nuestra vida, tanto el objeto contemplado como el sujeto contemplador se modifican a sí mismos, se alteran a sí mismos. Si toman ustedes esta idea de la experiencia tan seriamente como creo, en efecto, debe ser tomada en Hegel, y después de habernos asegurado la seriedad del momento especulativo en Hegel sin peligro de caer en un malentendido hartmanniano,[105] entonces quizá podríamos decir que la doctrina del carácter objetivo de la realidad como un sistema, pero al mismo tiempo como un sistema en sí discorde, es en Hegel, en la misma medida, el fruto de una experiencia semejante, es decir, que ella misma emana de la mirada sobre la realidad, tanto como ha emanado de la reflexión del concepto sobre sí mismo.
Y creo que aquí llegamos, en efecto, al hecho de que Hegel se dio cuenta por primera vez de algo que, acaso, se pueda enunciar también de forma completamente independiente de las implicaciones específicamente idealistas de su sistema; y puesto que mi interés está en darles un concepto de dialéctica que sea un concepto riguroso pero que, por otro lado, al mismo tiempo no se agote dentro de las tesis idealistas, que hoy se han vuelto problemáticas, creo entonces que quizá no serán del todo inoportunas algunas consideraciones sobre este punto. Creo que la experiencia de la que se trata aquí en Hegel —para formularlo algo más específicamente de lo que he hecho hasta ahora— es esta: que el orden del mundo, del que creemos que es, en lo general, el mero producto de nuestros conceptos, que está acuñado por nosotros en el sentido de una disposición científico-subjetiva, de una multiplicidad más o menos caótica en el sentido kantiano, que este orden conceptual ya está presente en la cosa misma. Ante esto podrían decir ustedes: pero esto no es más que el idealismo más extremo, idealismo subjetivo, ahí dentro está presente la realidad completa misma, es un producto del sujeto, y por consiguiente este sujeto no encuentra tampoco en el objeto nada más que lo que, en cierta forma, ha depositado en el objeto a través de sus constituyentes apriorísticos como condición trascendental del conocimiento. Yo no me refiero a esto. Y creo que es muy importante para que entiendan lo específico de la dialéctica que capten la diferencia de la que me estoy ocupando muy especialmente en este instante. De lo que aquí se trata es de elementos conceptuales dentro de la constitución de la realidad, que pertenecen a otro plano completamente distinto, que son de una dimensión completamente distinta a la de los elementos conceptuales del orden científico que estampamos sobre las cosas. Se trata fundamentalmente —y ese es un momento que también está presente en la dialéctica materialista, pero que allí nunca fue, curiosamente, reflexionado a fondo a nivel teórico—, se trata de que en el acontecer básico, en el acontecer básico de la sociedad, ya hay algo conceptual presente que —si así lo prefieren ustedes— tiene mucho menos que ver con nuestro conocimiento que con el decurso de los procesos sociales mismos. Si me permiten hacer un salto, por un segundo, y colocar como el momento de la unidad en sí antagónica, de la que también se trata en Hegel, ese momento del cambio [Tausch] que fue indicado por la dialéctica materialista como este principio, entonces resultará evidente que en este principio de cambio, que determina ampliamente los procesos sociales objetivos y no es para nada un añadido del sujeto, sino que es realmente algo en la cosa, lo conceptual está presente en la medida en que puedo intercambiar [tauschen] solo allí y solo en tanto que prescindo de los momentos específicos de los objetos a ser cambiados, llevándolos a una forma abstracta, común para ellos —la ‘forma de equivalente’ se la llamó— a través de la cual en cierto modo se vuelven conmensurables unos con otros. Entonces ese principio que, en todo caso, domina la vida de toda sociedad burguesa a la que está orientada en realidad la filosofía hegeliana según su contenido propiamente dicho, está en sí mismo determinado objetivamente por algo conceptual, esto es, precisamente por esa abstracción dentro de las relaciones entre los hombres que, en cierto modo, pasa por alto tanto la participación de los hombres tanto en los bienes como en las necesidades de bienes y deja, de algún modo, restante entre los bienes solo un algo común bajo el que son subsumidos, por lo que se vuelven conmensurables, por lo que se vuelven intercambiables en general, y este es precisamente el momento de ese tiempo abstracto que, por lo demás, fue considerado desde la filosofía kantiana, con mucha profundidad, como el último fundamento de los problemas constituyentes de la lógica o de la metafísica, tal como se los llamó. Verán ustedes que este momento de objetividad de ese algo conceptual en la cosa misma, tal como pueden representárselo en el intercambio [Tausch], esto es, casi el trabajo conceptual del género humano, es algo completamente distinto de aquella representación del concepto tal como la que prevalece en la lógica usual de la ciencia y acaso también en la filosofía kantiana, en donde el concepto, a fin de cuentas, no es más que un principio de orden que imponemos a las cosas. Y creo que la experiencia decisiva de Hegel es en realidad la siguiente: que el mundo mismo que conocemos no es algo caótico, tal como quiere hacernos creer la filosofía idealista, a lo que recién nosotros otorgamos una forma, sino que las formas conceptuales, por su parte, esto es, como sedimento resultante de la historia de los hombres, ya están contenidas a su vez en esta realidad a ser conocida. Sin embargo, esto presupone que la realidad, tal como la entiende la filosofía, sea comprendida ella misma como una realidad determinada esencialmente por el hombre, pero no en el sentido del objeto del conocimiento constituido científicamente en forma abstracta a través del sujeto trascendental, sino de forma práctica en el sentido de que uno entiende el mundo que la filosofía ha de conocer como un mundo mediado esencialmente por el trabajo del hombre. El concepto de espontaneidad, de la generación de la apercepción originaria, que desde la Crítica de la razón pura tiene un papel fundamental en toda la filosofía idealista, en Hegel ya adquiere la siguiente forma: el mundo mismo en que los hombres viven es, en realidad, un mundo del trabajo y no se puede desconocer este momento del trabajo, esto es, que en realidad no hay ninguna naturaleza que no lleve, aunque sea en forma meramente negativa, la huella del trabajo humano. Y si pidieran ustedes ahora una interpretación del concepto hegeliano de mediación en el sentido de la experiencia, concepto del que quisiera hoy exponerles algunas cosas, entonces bien se podría decir que aquello que en Hegel es referido con el término ‘mediación’, eso a lo que se refiere la proposición ‘no hay nada bajo el cielo que no esté mediado’,[106] en realidad ya significa en Hegel que no hay nada humano que en un determinado sentido no esté marcado por el momento del trabajo humano.
Si por un segundo siguen ustedes esta idea de la determinidad objetiva de la realidad, que no es un añadido subjetivo que se pueda dejar de lado, entonces podrán ponerla completamente en correlación con ese reproche que se ha hecho contra Hegel, siempre superficialmente, ese reproche de lo coaccionado, de un sistema deductivo. Creo que no es tarea de un filósofo, cuando desarrolla esa filosofía que le parece filosofía en términos generales, hacer una apología de ella y decir ante esto algo así como: «la dialéctica no es para nada tan mala como la pintan los malvados antidialécticos, sino que también deja espacio para toda la multiplicidad de la experiencia y sabe Dios cuántas otras cosas». Creo haberles mostrado, en la medida en que esto pueda hacerse, que [la dialéctica] deja este espacio. Pero lo que quiero decir es que también aquí hay que cuidarse de minimizar, o tal como Hegel lo expresó en su lengua, de dejar de lado la sal de la dialéctica.[107] Yo me declararía más bien partidario de que, es cierto, la filosofía dialéctica, y esto en sus dos versiones, tiene que ver con el carácter coercitivo del sistema deductivo en un punto esencial, y sin embargo con una restricción: que no violenta esa realidad, ah, tan verde, ah, tan viva, ah, tan espontánea e inmediata, sino que, por el contrario, ella es el medio para expresar en los conceptos, en el medium del concepto, el carácter coercitivo mismo que la realidad ejerce de hecho. Realmente, se podría decir de la dialéctica, siguiendo un viejo adagio francés, «a farsante, farsante y medio», esto es, que la construcción coercitiva que al parecer la dialéctica nos exige, no es de hecho otra construcción que la de la coerción objetiva que ejerce sobre nosotros el mundo encadenado culposamente en sí mismo. Y solo teniendo esto presente es posible entender correctamente lo deplorable de esas quejas sobre el chaleco de fuerza de los conceptos, pues entonces se revelan, en efecto, como un simple «atrapen al ladrón»; esto es, lo que se le reprocha a la dialéctica es que devele el mundo en ese carácter coercitivo, y se preserva así, ideológicamente, precisamente ese carácter. El irracionalismo que se opone a Hegel desemboca en una apología, mientras que precisamente por la denuncia de este carácter coercitivo en la coerción de la construcción conceptual de la realidad se hace justicia a eso que es distinto, a eso que no está ya sujeto a esta coerción, a la diferencia en lugar del mero sistema. Podrían formularlo también del siguiente modo: sin este carácter coercitivo, en efecto, no habría más que mera facticidad. Sin teoría —y la dialéctica en este sentido generalizado es directamente el modelo de eso que se puede llamar teoría— no habría ningún tipo de conocimiento, sino meras constataciones, y al permanecer en estas constataciones no solo quedaríamos detenidos, esto es, no solo se perdería uno de seguir avanzando hacia la verdad, sino que ya estaría uno hablando con no-verdad, pensando con no-verdad, muy sencillamente porque esas constataciones que se comportan o se nos ofrecen como si fueran tan solo inmediatez, como si simplemente estuvieran ahí, ya están todas mediadas, esto es, que en realidad también llevan en sí mismas la totalidad social, y esto solo puede encontrar su expresión, precisamente, a través de la construcción dialéctica, es decir, a través de la teoría en general. Según esto, la sistemática de la dialéctica sería exactamente la del sistema que conforma la realidad, la dinámica del sistema que, en un cierto sentido, se desarrolla como una fatalidad y cuyo carácter fatal puede comprobar en sí mismo cada individuo en cualquier instante. En esto la filosofía dialéctica es infinitamente más realista, infinitamente menos un simple delirio conceptual que esas teorías mucho más inocentes, que hacen como si el mundo no tuviera en sí una forma determinada, desconociendo así aquello que es lo único que cuenta, esto es, la coerción que el mundo ejerce sobre nosotros.
A partir de estos núcleos temáticos, tal como acabo de exponerlos, podrán entender ustedes muy bien por qué una teoría, que en un principio tenía un aspecto conservador, como si quisiera defender el mundo como sistema, al quedar designado al mismo tiempo en ella ese sistema como algo negativo, generó el prerrequisito para esa concepción revolucionaria del socialismo que, luego, se le unió y le siguió. En efecto, podrán ver cómo estos momentos se comunican entre sí, y sería una tarea muy interesante alguna vez tratar de investigar realmente cuánto coinciden de hecho, una con otra, en sus puntos más polémicos, en el repudio de ciertas cosas, como por ejemplo el del individualismo medio y armonizador, estas dos versiones de la dialéctica, la hegeliana y la marxista. Este es un trabajo que no se ha emprendido hasta hoy y sería necesario en gran medida para la autocomprensión de la teoría dialéctica.
Creo haberles mostrado con esto en qué sentido hay que entender el sistema en la dialéctica como un concepto crítico, esto es, en el sentido de que precisamente el momento de unidad, señalado por este sistema y que nada deja afuera, por un lado es determinado como el momento coercitivo al que están sometidos los hombres vivientes y del que deberían liberarse, pero por el otro lado también en el sentido de que este momento de unidad, en tanto dinámico y que se despliega en sí mismo, tiene al mismo tiempo el potencial de avanzar hacia su propia ruina, tal como fue formulado por Hegel mismo, que vio estas cosas con una enorme claridad y sobriedad en ese famoso pasaje de la Filosofía del derecho donde dice que necesariamente y por su propio principio, en la sociedad burguesa, con su riqueza, también crece su pobreza.[108] Quizá pueda aquí añadir, además, que el famoso rol apologético que Hegel exigió del Estado tiene precisamente aquí su lugar, esto es, que con una suerte de salto desesperado por fuera de la dialéctica —se podría decir— estableció al Estado como una suerte de árbitro que debía poner en orden lo que en la dialéctica misma debía fragmentarse en partes por la acumulación de las oposiciones. Pero aun aquí, al decirlo, al declarar esta herejía contra Hegel, que Hegel habría hecho una suerte de violenta construcción para, de esta forma, salvar la positividad de su sistema, debo decirles al mismo tiempo que este punto, que a primera vista parece un sacrificio dell’intelletto y por el que, de hecho, desde siempre toda imbecilidad media se escandaliza muy especialmente, tiene en sí la más profunda de las intelecciones, esto es, que la sociedad burguesa, en la medida en que quiera sustentarse en sus propias condiciones como sociedad burguesa, será empujada al final, en su fase última, a producir a partir de sí formas de tipo permanente o autoritario que en cierta manera, violentamente y ya sin confiarse al juego de fuerzas inmanente, terminan por frenar la dinámica y hacen regresar a la sociedad al estadio de la simple reproducción. Se podría decir entonces, si quisiéramos hablar muy intrépidamente, que la doctrina del Estado en Hegel y del cumplimiento [Erfüllung] del espíritu absoluto en el Estado sería del todo correcta si fuera presentada allí como una teoría negativa, esto es, si acabara por mostrar que, de hecho, la sociedad burguesa en su final, en la medida en que quiera existir como burguesa, debe tener necesariamente la tendencia a desembocar en el fascismo y en el Estado totalitario, y que una sociedad burguesa que permanece ad infinitum inmanente a su propio sistema no puede de ninguna manera ser imaginada. Pero esta grandiosa consecuencia que descansa en la filosofía del Estado de Hegel nunca fue extraída, desde ninguno de los lados, y esto por razones apologéticas.
Hasta aquí lo dicho sobre la justificación de la dialéctica como un contexto deductivo al que, en efecto, estamos sujetos en nuestra vida. Pero por otro lado la dialéctica no es precisamente una coherencia deductiva inmediata, sin quebraduras, esto es, no opera con la identidad pura, no deriva todo sin interrupción a partir de una sola proposición, y precisamente el hecho de que no lo haga es allí la función central de la contradicción, vista desde la cosa; esto es, al desplegar la cosa como una cosa contradictoria en sí misma, al mismo tiempo la despliega como una cosa partida en sí misma, como no idéntica consigo misma, y en este sentido es teoría crítica. De modo que también es parte de la dialéctica el hecho de que el verdadero concepto filosófico deba ser ambas cosas: debe tener el elemento deductivo tanto como el elemento de la experiencia.
Para terminar, permítanme decirles que, al igual que todos los conceptos en Hegel, por supuesto que tampoco el concepto de experiencia se puede tomar primitivamente y sin mediación. Cuando les hablo aquí de experiencia no deben pensar, pongamos, en la experiencia en el sentido de la experiencia sensible, siempre estrechamente limitada, tal como está presente en los filósofos llamados empiristas, sino que siempre que Hegel habla de experiencia quiere decir algo así como la experiencia de la conciencia; esto es, la forma en que un hombre dueño de su pensar y de la continuidad de toda su vida y de la realidad experimenta esta realidad precisamente como una realidad completa, tratando de obedecer a aquello que en un pasaje de la Propedéutica denominó como la ‘libertad frente al objeto’;[109] esto es, que tiene precisamente la soberanía de no imprimir violentamente los momentos propios a esta realidad, sino de abandonarse a esta realidad y en cierta medida de plegarse al objeto, de seguir al objeto.[110] Este tipo de plegamiento, de la pasividad productiva o de la receptividad espontánea es, en realidad, eso que Hegel refiere con el concepto de experiencia como una actitud del pensar, y específicamente de la experiencia de sí misma de la conciencia; pero lo que cae dentro de esta experiencia es la realidad social toda y completa, y quien hace esta experiencia es el hombre completo, explícito, dueño de todas sus capacidades y de ninguna manera meramente un sujeto trascendental, y de ninguna manera tampoco tan solo un sujeto experimental, que se limita a registrar algún tipo de dato y detalle sensible. Así como, en Hegel, está siempre presente en el concepto de espíritu también el concepto de experiencia, de este modo, a la inversa, el concepto de experiencia en Hegel solo tiene un sentido si lo entienden ustedes, esencialmente, como eso que quizá podríamos llamar simplemente como experiencia intelectual, como experiencia espiritual.