LECCIÓN 6

10/6/1958

Señoras y señores:

La última clase nos habíamos dedicado al problema del intelectualismo, tal como se lo llama, o como antes se lo denominaba, el panlogismo de la dialéctica,[68] y hoy creo que podremos extraer algunos resultados de esto, que acaso los seguirán ayudando a hacerse una imagen más definida de la dialéctica y para llevar a cabo una determinada corrección de esa idea de la dialéctica con la que la mayoría de ustedes se acerca a esta filosofía. No quisiera ofender a ninguno de ustedes, pero creo que la mayoría, en la medida en que no sean filósofos de profesión, tal como se les llama de modo tan elegante, tienen automáticamente ante la dialéctica un poco la siguiente reacción: dialéctica, eso es tesis, antítesis y síntesis. No pretendo decir que no haya nada cierto en estos conceptos, tampoco que no sean en nada característicos de la dialéctica, pero para estos conceptos se aplica eso que es puesto en ejecución en la teoría de la dialéctica misma, esto es, que las proposiciones semejantes in abstracto, tales como ‘La verdad consiste en tesis, antítesis y síntesis’, no son verdaderas en tanto que no se hayan efectivamente ejecutado. Diría, además de esto, que no pecamos demasiado contra el espíritu de la dialéctica si decimos que estos conceptos, en el instante en que en cierta forma se solidifican, en que se convierten en una suerte de instrucción para pensar dialécticamente, en realidad se transforman en lo contrario de lo que Hegel mismo quiso decir. En efecto, aquí puedo remitirme a él: esta limitación de la significación de eso que llamamos el esquema de triplicidad, es decir, ese compás de tres de la tesis, la antítesis y la síntesis, tiene lugar en la Fenomenología misma de Hegel en unas palabras con las que es posible hacer muchos otros avances: «Tanto menos se puede, después de que la triplicidad kantiana, todavía apenas reencontrada por el instinto, aún muerta, aún sin comprender conceptualmente, ha sido elevada hasta su significado absoluto para que la verdadera forma quede instaurada a la vez en su verdadero contenido, y después de que haya aflorado el concepto de la ciencia, tener por cosa científica ese uso de esta forma por el que la vemos degradada a esquema sin vida, a un esqueleto propiamente dicho, y la organización científica degradada a ser una tabla».[69] Esto ya se lo había señalado; ahora quisiera añadirle otra formulación y encender una luz de advertencia ante un uso de la dialéctica que es muy dubitable: cuando jugamos azarosamente con este esquema de la triplicidad, caemos en la no verdad. «La argucia de semejante sabiduría —esto es, de la dialéctica como método— se aprende con tanta presteza como fácil es de ejercitarla; una vez conocida su reiteración se hace tan insoportable como la repetición de un juego de prestidigitación del que ya se ha visto el truco».[70] Muy bien, en principio la idea es que también un método que, visto in abstracto, es el método más avanzado del pensar, cuando es empleado mecánicamente, esto es, cuando se subsumen simplemente los hechos al método, sin que la experiencia o la intelección de los hechos mismos interrumpa ese proceso de subsunción, entonces lo que sale de esto es algo falso. Se podría decir paradójicamente que en el instante en que se maneja la dialéctica como una suerte de oficio, como una receta, como un método, que entonces, ya necesariamente, pasa a la no verdad, y esto en el sentido estrictamente dialéctico de que, así, entra en contradicción con su propio concepto. Pues pensar dialécticamente quiere decir pensar de forma interrumpida, pensar de modo tal que el concepto, en sentido enfático, encuentre cada vez su crítica en aquello que comprende y que, viceversa, la mera facticidad sea medida según su propio concepto. En el instante en que nos distanciamos de esto, es decir, en que ya no producimos eso que en otro lugar se ha denominado «el trabajo y el esfuerzo del concepto», que entonces, al creer que somos dueños de ese método, ya lo hemos falseado y malogrado.[71] Por cierto, se trata de un estado de cosas mucho más general, tal como una y otra vez podemos encontrarlo en el arte, por ejemplo, como alguna vez fue tan bien formulado por Kandinsky en su libro De lo espiritual en el arte: que un artista, en el instante en que cree haberse encontrado a sí mismo, que cree poseer su estilo, allí es cuando entonces, en general, ya lo ha perdido.[72] En este punto pueden ustedes verificar algo del clima dialéctico que es muy importante, esto es, concretamente esa oposición a la necesidad de seguridad de la que ya les había hablado.[73] Una de las exigencias de la dialéctica, y acaso no la menor, es precisamente esta: que, cuando pensemos dialécticamente, no lo hagamos como lo haría un maestro de escuela de estilo kantiano: «Ahora tengo el método, y una vez que lo tengo, entonces ya no puede pasarme nada más». Es precisamente [contra] esta idea de un método con el que seguir chapuceando casi automáticamente, ciegamente, en lugar de llevar a cabo en cada momento el esfuerzo del pensamiento mismo, contra esto Hegel se rebeló de la forma más contundente. Pero estas son nociones bastante modestas y sencillas, aunque es muchísimo más difícil conducirse efectivamente según estas nociones en el pensar concreto, que tenerlas en lo general. No hay ningún tipo de garantía de no convertir, aun cuando se piensa en forma dialéctica, precisamente ese pensar dialéctico en la penosa repetición del juego de prestidigitación de la que nos advierte Hegel tan enfáticamente, y es seguro un asunto muy importante que, como ser humano pensante, uno se ejercite también desde un principio en afianzarse contra cualquier tipo de uso mecánico de las propias categorías, en otras palabras: todo el tiempo reflexionar las propias categorías, corroborar si, en efecto, todavía son adecuadas a las cosas que se piensan con ellas.

A este respecto hay algo que es magnífico en Hegel, y que quisiera señalarles hoy: que Hegel no se contenta con esta constatación y con esta polémica contra el uso mecánico, contra la solidificación del pensar dialéctico, sino que, tal como hace una y otra vez con todos los elementos negativos, procura comprender a su vez un fenómeno semejante, es decir, intenta derivar esto mismo —también hasta esta aberración del pensar, este endurecimiento y esta cosificación del pensar— a partir del proceso vivo del pensar mismo. Y esto es algo, en general, sumamente característico de la dialéctica, que tiene como nervio vital disolver lo cosificado, endurecido, solidificado, y no simplemente enfrentándole aquello que se supone vivo e inmediato, sino usando lo endurecido, percibiendo por así decir la vida coagulada, el trabajo coagulado, lo allí sedimentado, sobrepasando así lo endurecido y solidificado y haciéndolo mover, en cierto modo, a partir de su propia fuerza, esto es, a partir de la vida que se ha condensado en las cosas y los conceptos que tenemos, en extrañamiento, frente a nosotros. «Pero no es solo que lo excelente no pueda escapar al destino de ser así privado de vida y de espíritu, y ya desollado, ver su piel envolviendo un saber inerte y su vanidad».[74] Por cierto, aquí pueden sentir ustedes también algo del magnífico lenguaje de Hegel, que está desacreditado en general como un mal estilista frente a Schopenhauer, el supuesto estilista, al parecer porque aquellos que se han puesto con mayor o menor derecho en la posición de árbitros de las capacidades de lenguaje creen poder juzgar el lenguaje de los filósofos según cuánto se comunique, sin mediación alguna, con el sentido común y con el lenguaje hablado, algo que en Hegel no es precisamente el caso. Lo magnífico en este caso reside en un notable tipo de segunda sensibilidad, de segunda inmediatez, en el hecho de que en esta magnífica arquitectura del pensar los conceptos mismos estén tan llenos de vida desde dentro, se muevan tan intensamente, que si bien parecen ser conceptos completamente abstractos acojan en sí mismos, una vez más, el colorido y la plenitud de la vida, y de esta forma tan notable empiecen a brillar. Hasta hoy sigue faltando un verdadero análisis del lenguaje de Hegel. Creo que un estudio filosófico-lingüístico sobre Hegel no solo sería necesario, sino que también podría hacernos entrar en capas enormemente profundas del contenido filosófico de su obra. En una frase como esa tienen ustedes a Hegel entero: donde la imagen de una mera piel, de la que se ha escapado la vida, se aplica sin ninguna mediación sobre algo al parecer tan abstracto como el saber, la conciencia. Ya les había dicho en la última clase que el notable campo de tensión de la filosofía hegeliana, que tiene su movimiento no en tránsitos continuos sino en el enorme impulso con el que el pensamiento salta del polo de la concreción al polo de la abstracción, consiste precisamente en que, de esta manera, se abarca desde lo más próximo y sensible hasta lo más remoto: en lugar de que se produzca una conexión media entre estos dos polos, es más bien que ambos extremos, lo universal y lo particular, se tocan, y esto tiene una profunda relación con el contenido de la filosofía hegeliana, pues es, en efecto, la quintaesencia de la doctrina dialéctica misma: que lo universal es al mismo tiempo lo particular y lo particular es lo universal. Ven entonces hasta qué punto el contenido de esta filosofía se ha trasladado a la audacia de una construcción lingüística semejante. A aquellos que se dedican a la poesía alemana les diré, en referencia a esto, que a partir de estas complejidades lingüísticas quizá se podría echar una nueva luz sobre la poesía de Hölderlin, que hasta ahora acaso no se haya percibido tan bien. «Más bien, además, hay que reconocer en este destino mismo» —es decir, en el destino de que los hombres crean que en esa piel muerta poseerán de alguna manera la cosa misma— «la violencia que él ejerce sobre los ánimos, si es que no sobre los espíritus, así como el proceso de producción y formación de la universalidad y la determinidad de la forma con que él se culmina, y que es lo único que hace posible que esta universalidad se utilice para la superficialidad».[75] En esta frase Hegel dice algo extraordinariamente profundo, esto es, que el pensar debe alcanzar esa forma de objetivación, objetualización si quiere deshacerse de la pura contingencia de la ocurrencia, de la discrecionalidad de la subjetividad; pero que justamente por aceptar ese tipo de universalidad, de determinidad conceptual, produce necesariamente en sí mismo el peligro de ser cosificado, de convertirse en una receta, de ser mal utilizado. En otras palabras: este mal uso del que nos advierte Hegel y que consiste en la utilización superficial del esquema de la triplicidad, este mal uso no es algo externo al pensamiento, sino que se genera en tanto que el pensamiento persigue aquello que debe hacer si quiere elevarse por encima de la mera discrecionalidad del hic et nunc, si quiere convertirse él mismo en una verdad objetiva. En otras palabras: la no verdad, el devenir-no-verdadero en el sentido de la solidificación es, en cierta medida, inseparable del carácter de la objetivación de la verdad misma. No se puede tener una de ellas y no tener la otra; este es, en general, uno de los principios dialécticos fundamentales. Esto quiere decir que no se puede, por un lado, dar al pensamiento su objetividad, su poder, su obligatoriedad sin que precisamente por esto mismo el pensamiento quede constantemente en peligro de autonomizarse, y ser usado frente a la cosa como algo externo a ella, violentándola, duramente, mecánicamente. Aquí tienen ustedes, en esta advertencia sobre la utilización mecánica de la dialéctica, un caso modelo del pensar dialéctico mismo, en el sentido en que aquí pueden reconocer muy claramente qué es aquello que constituye el nervio vital de la dialéctica en general: que la verdad y la no verdad no son extrínsecas una de otra, que verdad y no verdad no se enfrentan simplemente en una antítesis abstracta, sino que es inherente a la verdad misma pasar a convertirse en no verdad, en cierta medida, como su destino, como su maldición, como signo de los nexos de culpa en que se encuentra; y a la inversa, que el camino que la verdad transita en general —porque la verdad es un proceso— es solo aquel que atraviesa la no verdad. De modo que el pensar dialéctico se adueña de un hecho tal como la advertencia sobre su propio mal uso.

En esta advertencia sobre un mal uso del esquema de la triplicidad hay una noción que acaso, en tanto otra noción fundamental dialéctica, no merecería que ustedes la olviden del todo. Y es la siguiente (y que da a este pensamiento un giro solo algo distinto): que no hay ningún pensamiento que al ser aislado —y ser abstracto, en Hegel equivale siempre a aislar, quitar del contexto del todo— no pueda volverse simultáneamente falso. Hegel lo pone de manifiesto en el fragmento que interpreté para ustedes y que se refiere al enunciado sobre el juego de Dios consigo mismo como proceso del mundo, del que Hegel dice que en sí mismo es verdadero pero que, si no se siguiera este proceso mismo, se hundiría en la no verdad, esto es, en la insipidez y lo indiferente.[76] Creo que aquí podemos ir mucho más lejos y decir que, en general, no hay verdad en absoluto, ni siquiera la teoría más verdadera, ni tampoco la teoría dialéctica misma, si es arrancada de su contexto y, ante todo, si entra al servicio de algún tipo de situación de intereses, que no pueda también, inmediatamente, convertirse en no verdad. No hay construcción en el mundo, ni siquiera los mayores constructos de la filosofía, ni siquiera los mayores del arte, que no pudiera ser mal utilizado —al ser mantenido aislado— para apartar a los hombres de las otras cosas, para engañarlos a través de otras cosas, procurándoles satisfacciones falsas y no verdaderas, pseudosatisfacciones. Y si han estado esperando, en este punto, que les dé alguna aplicación práctica de la dialéctica, consistiría en este caso, precisamente, en que el pensamiento dialéctico es aquel que tiene una actitud de enorme desconfianza frente al hecho de ser aislado de algún tipo de forma en que pudiera servir a una mala utilización. Esto es, cuando un conocimiento singular, un conocimiento finito —y también cada conocimiento sobre el todo sigue siendo, ciertamente, como conocimiento un conocimiento singular— pretende hacerse pasar por el todo y es puesto como absoluto, puede de inmediato entrar al servicio de la no verdad, y convertirse en una ideología. Está claro que esto es lo que hoy pueden observar, también de la forma más explícita, en toda la zona del Este, donde la dialéctica ha sido elevada a una suerte de religión de Estado y donde, en determinados casos, quizá, por momentos, muy aplicadamente —no quiero decir que la reciten de forma maquinal, aunque tampoco estoy muy lejos de pensarlo— se intenta hacer entendible a la gente ciertas partes de la teoría dialéctica, si bien la dialéctica hace tiempo que solo está puesta allí para justificar una praxis, como una suerte de religión de Estado, que no hace más que acabar en la perpetuación de la opresión contra la que, en realidad, el impulso de la dialéctica se opone por completo. Sin embargo, quisiera decirles que tampoco se puede sacar la conclusión contraria, según la cual, por esto, porque se ha hecho a partir de la dialéctica este absurdo, la dialéctica sea no verdadera, sino que precisamente esto es lo que tiene en común la dialéctica con todo lo que alguna vez haya habido como verdad en la historia, y sin dudas también con la verdad encarnada en el cristianismo: haber sido mal utilizada para todo tipo de infamia y todo tipo de acto de violencia y todo tipo de tortura. Creo que es una deducción incorrecta si hacemos como si ese galimatías, allá llamado ‘Diamat’, enunciase de hecho algo concluyente sobre la teoría dialéctica misma.

Ahora quisiera volver a la cuestión de la relativa irrelevancia del esquema de la triplicidad. Creo que podrán notar muy fácilmente esta relativa irrelevancia basándose en lo que he dicho hasta ahora, si recuerdan —y esto está en oposición a lo que se lee en Hegel hic et nunc, pero creo que es defendible a partir del espíritu de la filosofía hegeliana— que la dialéctica no es un método en el sentido habitual, es decir, no es un mero procedimiento del espíritu para apoderarse de sus objetos, sino que el movimiento de la dialéctica debe ser siempre, al mismo tiempo, un movimiento de la cosa misma y también del pensar. Pero si este es el caso, es decir, si el movimiento dialéctico es un movimiento de la cosa y puede llevarse a cabo a partir de la cosa, entonces resulta evidente que cualquier tipo de consideración dialéctica puramente metódica, esto es, que se le imponga desde afuera a las cosas, es ya una falta contra la dialéctica. Quizá la mejor forma de poder representárselo es tener en claro en qué consiste en realidad lo absurdo y lo superficial de la apreciación habitual de la dialéctica como un juego de tesis, antítesis y síntesis. Si tomamos la conciencia prefilosófica, cuando escuchamos hablar sobre la dialéctica y sobre la tesis, la antítesis y la síntesis, entonces nos imaginamos: «Muy bien, primero se coloca una proposición, después a esta proposición se le agrega otra, esta es lo contrario a esa proposición, en las dos hay alguna cosa verdadera, y después viene la síntesis, que consiste, en cierta forma, en quedarse con lo mejor de las dos proposiciones opuestas y hacer a partir de ahí eso que se llama síntesis». No quisiera exigirles sin más que tengan esa aversión ante el concepto de síntesis que me ha dominado desde mi más temprana juventud. Y sin embargo, el asunto no es de ninguna manera así como se lo imagina, sino que el movimiento dialéctico consiste, precisamente, no en agregar a una proposición otra opuesta desde afuera, sino que el movimiento dialéctico es aquel en que se descubre el momento contradictorio en la proposición misma que están enunciando, esto es, en que se muestra que la proposición, tan fija y cuajada como se les presenta, es en sí misma un campo de tensión, en sí misma tiene una suerte de vida, y en que la filosofía tiene como tarea, en cierta forma, reconstruir esta vida de la proposición. Precisamente por esto la síntesis no es el acto de extraer lo común de las dos proposiciones. Hegel caracterizó la síntesis como lo contrario de esto, es decir, como otra forma de la negación, como la negación de la negación, es decir, la antítesis, lo contrario que se ha elucubrado a partir de la proposición misma, en tanto frase finita, tampoco es verdadera, y al determinar en ella esta no verdad, el momento de verdad en la proposición que originalmente se había negado vuelve a hacerse distinguible. Pero precisamente en la oposición de este pensar, descripto desde este punto de vista, frente a un pensar puramente de abstracción y de lógica extensional que pone desde afuera opuestos y luego ve en ellos una abstracta unidad de atributos como resultado, allí reside en general la esencia del pensar dialéctico. Vemos hasta qué punto no es tan importante el esquema de la triplicidad, precisamente a partir del hecho de que este esquema es la sustracción puramente subjetiva, es decir, en cierta forma la descripción del comportamiento subjetivo en el que nos acercamos a la cosa, mientras que este comportamiento subjetivo, a su vez, es solo un momento que Hegel luego corrige con aquel otro que llama «el puro mirar atentamente»,[77] el entregarse-a-la-cosa por completo, sin restricciones.

Tengo en claro que estas consideraciones algo formales que acabamos de realizar no les resultarán del todo satisfactorias en esta configuración, y espero de parte de ustedes una objeción que puedo recordar claramente también tuve, cuando entré por primera vez en contacto con la filosofía dialéctica: ¿pero por qué todo debe ser en contradicciones? ¿Realmente hay solo contradicción, no hay también simples diferencias? Y con esto llegamos a la cuestión de la camisa de fuerza de los conceptos, en un sentido de gran connotación. ¿No es un acto arbitrario, no es un violar-la-realidad-desde-el-método si quiero llevar a contradicción todo lo que hay en general? Si prefieren, a una contradicción interna, pero a contradicción al fin, mientras que también hay simplemente la plenitud de las cualidades, una junto a otra, tan diferentes como el verde y el rojo y el azul. ¿Y no es, básicamente, ante la belleza, pongamos, de la escala de colores un momento de nivelación, precisamente, de abstracción, de allanamiento, si quiero llevar todo y a cualquier precio a la forma de la contradicción?[78] Por supuesto que esta objeción se hizo muy a menudo en la historia de la filosofía, y creo que no sería nada bueno querer resolverla con un simple gesto elegante, sino que hay que hacerle frente. Fue formulada por primera vez y con todo el rigor desde el lado de la lógica tradicional, aristotélica, por el aristotélico Trendelenburg,[79] que la convirtió en el fundamento de su crítica a Hegel en la primera mitad del siglo XIX,[80] y finalmente, en un sentido muy distinto, a principios del renacimiento hegeliano, tal como se lo ha llamado, fue recogida en el libro de Benedetto Croce sobre Hegel,[81] que introdujo ese renacimiento de Hegel pero que se acercaba a Hegel un poco con mala conciencia, queriendo de alguna manera armonizar a Hegel con la así llamada «filosofía de la reflexión», así como ya Trendelenburg había buscado hacerlo con el pensar positivista, y por este motivo, esta reivindicación introducida por Croce nunca dejó de ser un asunto algo problemático.

Creo que, antes que nada, para poner todas estas complejidades en la perspectiva correcta, tengo que decirles algo sobre el modo de comportamiento del pensar en general, tal como me parece el adecuado al pensar. Estoy dispuesto a sostener que la tarea del pensar no es de ninguna manera la de reunirlo todo, de alguna forma, bajo un mismo techo. Y precisamente esta necesidad misma fue criticada por la dialéctica, y en la medida en que la dialéctica descubre en este punto —casi podría decirse— la ingenuidad de la filosofía que, así, pretende atrapar la completa plenitud de la experiencia como con una red para cazar mariposas, llega entonces la dialéctica hasta ese lugar donde se podría decir también algo muy atinado contra ella misma. Si efectivamente fuera un mero pensar reductor que quisiera llevar a la fórmula de la contradicción todas las diferencias existentes, entonces la dialéctica sería de verdad algo así como la tentativa de explicar de alguna manera todo a partir de una proposición fundamental, algo contra lo cual en realidad se había opuesto. Creo que el papel jugado por el pensar dialéctico, la importancia que el pensar dialéctico o el pensamiento filosófico tienen en general es más bien la de una suerte de contrafuerza disciplinante frente a la experiencia viva. En realidad, se piensa dialécticamente en términos de una determinada autolimitación, porque si solo se ve diferencia, si uno sólo se apercibe de lo distinto, sin encontrar en lo distinto la unidad, y para encontrar su unidad hay que percibir precisamente el carácter de la contradicción presente en lo meramente diverso; porque entonces, en cierto modo, el pensar dialéctico se licua, porque entonces no tiene la forma de la teoría y porque, así como no se puede absolutizar la teoría, por otro lado tampoco se puede sin teoría tener algo similar al conocimiento. Hay aquí una relación paradójica. La teoría que crea tener el todo en la mano, que crea ser la clave con la que se puede explicar todo ya ha quedado, de hecho, a merced de la mala hybris. Pero si este momento de la teoría, es decir, este momento de la unificación o precisamente de esa objetivación del conocimiento de la que hemos hablado hoy al principio, está completamente ausente del pensar, entonces, básicamente, ya no se llega a ningún tipo de conocimiento sino, en efecto, a la mera constatación de hechos más o menos ordenados uno junto a otro, desorganizados y dispares. Y es la necesidad de luchar contra esto, sin ejercer demasiada violencia al mismo tiempo sobre las cosas, lo que está en la base de la concepción específicamente dialéctica. Pero esto no es del todo satisfactorio, pues ustedes podrían decirme: «Estás presentando la dialéctica solo como una suerte de nutricionista del alma o del concepto, porque es sana, porque para el pensar es en cierta forma ventajoso tener un método como este, tener algo firme en la mano, mientras que en realidad tú no crees del todo en eso ni opinas que haya tampoco el absoluto». Siento que, en efecto, en este punto me encuentro ante la obligación de decirles algo muy crucial sobre el método dialéctico y sobre el concepto de contradicción. Al igual que cualquier otro concepto, el concepto de contradicción no puede ser hipostasiado, es decir, no es el concepto clave para la dialéctica como tampoco ningún otro concepto singular lo es, sino que, de hecho, la dialéctica consiste solo en la relación de los conceptos entre ellos y no pretende exigir a ningún concepto singular una dignidad absoluta.

Pero tienen ustedes derecho a enterarse de por qué, en efecto, el concepto de contradicción juega ese papel central en la dialéctica, y no por razones de nutrición del pensar, sino por qué motivo concreto este es el caso. Quisiera formularlo en principio de este modo: cada juicio finito, en la medida en que por su forma como juicio, esto es, en la medida en que dice ‘A es B’, ya pretende ser una verdad absoluta, ser la verdad pura en términos absolutos, entra entonces en conflicto con su propia finitud, es decir, con el hecho de que ningún juicio finito puede ser, precisamente como finito, toda la verdad en general.[82] Y si el concepto de contradicción juega un papel tan destacado en la dialéctica, y si es este concepto el que más exige al puro mirar atento, a ese ajustarse a la cosa, de lo que se dice en la dialéctica, por otro lado, que es el principio propiamente dicho, entonces este hecho queda fundamentado precisamente en este punto. La categoría de la contradicción, o el origen de la más reciente doctrina de la dialéctica, proviene en verdad de la Crítica de la razón pura, y creo que harían bien, si quieren seguir correctamente la parte de estas lecciones que hoy hemos emprendido pero que no podremos finalizar, en familiarizarse un poco, sea en el original, sea en exposiciones respetables de la bibliografía, con lo que en principio en Kant se denomina ‘dialéctica trascendental’. La idea básica es que en el instante en que aplicamos los conceptos fundamentales de nuestra razón, esto es, nuestras así llamadas categorías, más allá de las posibilidades de nuestra experiencia, más allá de las posibilidades de un cumplimiento [Erfüllung] sensible, en otras palabras, cuando pronunciamos juicios infinitos, caemos en el riesgo de tener que estatuir juicios que se contradigan mutuamente y que, por su parte, sean del mismo grado de evidencia. Como por ejemplo: ‘todo acontecer tiene un comienzo en el tiempo’, o: ‘todo acontecer en el tiempo representa una serie infinita’.[83] O lo análogo para el espacio. O: ‘todo lo que hay en general está sujeto a la causalidad’, o ‘Hay también una contingencia a partir de la libertad, es decir, hay un punto donde la serie causal se corta’;[84] todas estas proposiciones contradictorias entre sí tienen lugar en la medida en que nuestras categorías, que según Kant solo están ahí para que podamos organizar nuestra experiencia, en cierto modo se desbocan, quedan girando en el vacío para sí mismas cuando afirman tener, a partir de sí mismas, lo absoluto, mientras que en realidad son válidas solo en su relación con lo que tienen ante ellas. Así Kant volvió a hacer ingresar el concepto de lo contradictorio en el conocimiento, y con gran énfasis, al decir que nuestra razón se enredará necesariamente en estas contradicciones, esto es, que nosotros, puesto que no podemos hacer otra cosa más que seguir avanzando con nuestro pensar, puesto que en la organización de nuestro pensar está acordado que vayamos más allá de la finitud, que precisamente por eso una y otra vez somos inducidos a formular este tipo de proposiciones y que —así leemos en un pasaje de la Crítica de la razón pura— tampoco el hecho de que podamos comprender estas contradicciones en su origen y que podemos disolverlas nos ayuda en realidad.[85] En un principio podrían ustedes postular esa simple operación, que Hegel dice: «Cuando nos cuentas entonces que esas contradicciones son contradicciones necesarias, de las que nuestro conocimiento no puede prescindir, en las que una y otra vez incurrimos, y si la supuesta resolución de estas contradicciones no nos ayuda para nada, ¿por qué no haces todo el camino hasta el final y aceptas estas contradicciones inevitables?, ¿por qué no haces frente a estas contradicciones de las que dices que son inevitables?, ¿y por qué no intentas entonces, atravesando este momento de las contradicciones, llegar así a la verdad?». Y este reclamo de la filosofía hegeliana se basa, en efecto, en una modificación gnoseológica esencial respecto de la filosofía kantiana: la antigua oposición en Kant entre sensibilidad y entendimiento, el pensar y la experiencia, relativamente ingenua y drástica como estaba planteada en Kant, ya no será seguida por Hegel, porque Hegel dirá: en rigor, ya no sé para nada desde dónde podría llegar a algo como la sensibilidad, no hay en absoluto nada sensible que no esté mediado por el entendimiento, y tampoco a la inversa, y por consiguiente toda esta división rígida entre sensibilidad y entendimiento en la que se funda la doctrina de las antinomias kantianas y que en cierta medida puede resguardarme de caer en las contradicciones, no puede ser mantenida, sino que precisamente por eso, porque no hay ninguna sensibilidad sin entendimiento ni ningún entendimiento sin sensibilidad en general, por eso este movimiento que Kant considera en realidad un simple trabajo erróneo de la conciencia es, en sí, uno de los trabajos prescriptos necesariamente por la esencia misma del espíritu, y precisamente por eso el pensar se mueve esencialmente en contradicciones.