40

A nuestra izquierda se extendía el Mediterráneo en un infinito monótono, plano y azul pálido, un lugar del que ahora me hubiese gustado escapar. A la derecha, bostezaba el desierto: la pista costera por la que avanzábamos era la línea divisoria. Entre la polvorienta carretera y la playa había varias villas, retiros playeros para ricos. La arena blanca y los matorrales llegaban hasta la orilla del mar, el borde del mundo antiguo, con su desolada y cautivadora belleza.

Mustafá zigzagueaba con el jeep de la compañía, sorteando los baches y los escombros. Yo rebotaba en el asiento de al lado, con mi atuendo de monje copto y mis gafas de sol, mientras que Rachel iba en el asiento trasero con el equipo de medida. Formábamos un extraño grupo, pero yo no estaba dispuesto a permitir de ninguna manera que me reconociesen. Mustafá había sido lo bastante diplomático para no hacer preguntas directas, pero yo me daba cuenta de que el estrés había empezado a afectarle. Tomamos carreteras secundarias hacia Ismailia; después atravesamos el canal de Suez y bajamos hacia Port Taufiq, pero, dada la mayor tensión militar, a Mustafá le preocupaba que nos encontrásemos con controles militares de carretera. Y había rumores de choques armados con soldados israelíes en esta frontera y de avistamientos de tropas libias y sudanesas en las demás. No obstante, yo estaba convencido de que avanzaríamos sin problemas. Hasta ese momento, solo habíamos visto a algunos agricultores, un par de camiones cisterna y un autobús turístico.

Llevaba el astrario en mi mochila, oculta bajo el asiento trasero. Faltaban menos de tres días para la fecha de mi muerte y yo era muy consciente de que la visita al campo petrolífero era una apuesta: si no me revelaba más información sobre el astrario, habría perdido un día precioso.

En una curva de la carretera, que rodeaba una duna, apareció un control. Un soldado salió a la polvorienta pista y nos indicó que nos detuviésemos. Cuando nos acercamos, vimos un carro de combate del ejército, parcialmente oculto tras un grupo de palmeras.

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —me preguntó Mustafá, desalentado, mientras nos situábamos al lado de los árboles.

—Tú me llevas a visitar a una familia copta que tiene un hijo que se está muriendo —dije—. Rachel es una misionera americana que trabaja con la iglesia. ¿Entendido, Rachel?

Ella asintió, nerviosa, y yo me volví hacia Mustafá.

—¿Crees que puedes controlar la situación?

Me di cuenta de que tenía las manos aferradas al volante.

—Es la última vez, ¿entiendes, Oliver? —dijo, muy preocupado—. Estoy cansado de jugar a este juego. Hasta ahora no he hecho preguntas, pero mi paciencia tiene un límite.

El soldado estaba ahora casi en la ventanilla. Le toqué la mano a Mustafá, con intención de tranquilizarlo.

—Gracias, amigo.

Después de lanzarme una tensa mirada, Mustafá salió del jeep y comenzó a sonreír y hablar con el soldado, echándole el brazo sobre el hombro, una táctica para apartarlo del vehículo y, con suerte, evitar un registro. Por la expresión severa del rostro del joven soldado, no parecía que se estuviese tragando la historia de Mustafá. Para inquietud mía, llamó a los otros dos soldados que estaban apoyados en el carro de combate observando la escena. Ellos tiraron sus cigarrillos y se acercaron tranquilamente hacia nosotros.

Uno de ellos, un oficial, rodeó lentamente el jeep, mirándonos a Rachel y a mí a través de las ventanillas. Ambos nos quedamos mirando al frente. Él se paró al lado de mi puerta y el corazón me dio un vuelco. Procuré permanecer lo más relajado posible. De repente, abrió mi puerta.

—¡Usted, salga! —pidió en árabe; me alivió comprobar que creyó que yo era de la tierra.

—¿De qué monasterio? —preguntó.

—Deir Al Anba Bishoi —respondí, rezando por que no se percatara de mi acento inglés.

Se acercó, mirándome a la cara. De refilón, vi el brillo de una cadena de oro fino por el cuello de su camisa abierta. ¿Una cruz?

—Trabajo con el padre Mina, en la biblioteca —expliqué, esperando que mi corazonada fuese correcta.

El oficial sonrió levemente; después, se inclinó hacia adelante, para que los otros no pudieran oírle.

—El padre Mina me bautizó —dijo y, girando sobre sus talones, adoptando de nuevo una postura dura, gritó—: ¡Déjalos pasar!

Los otros dos soldados y Mustafá miraron sorprendidos.

—Pero, señor… —comenzó a decir el soldado más joven.

—¡Venga… no tienen ningún interés para nosotros! ¡Deja pasar el jeep!

Un cuarto militar salió de detrás del carro, pero antes de que tuviesen tiempo de ponerse a discutir entre ellos, Mustafá y yo habíamos saltado al jeep y salíamos disparados. Ninguno de nosotros dijo ni pío durante unos cuantos kilómetros. Oí a Rachel espirando lentamente.

Cuando perdimos de vista el carro de combate, Mustafá paró y se volvió hacia mí con cara seria.

—¡Oliver, esto tiene que acabar! Lo siento si tienes problemas, pero, si de verdad te interesa esta nueva posibilidad de explotación, tienes que garantizarme que estarás en condiciones, ¿entiendes?

—Solo unos días más; te lo prometo, Mustafá. Después, todo volverá a la normalidad.

—¿Normalidad? ¿Dónde está la normalidad? ¡Ahí, casi nos detienen, o peor!

Pisó el acelerador y seguimos adelante por la pista del desierto, lanzándose rápidamente a toda velocidad.

—¡El tipo nos dejó seguir! Mustafá, tranquilízate, vas como un loco. ¡Nos vas a matar! —le dije, tratando de sujetar el volante.

Mustafá redujo la velocidad y después me miró. Nunca le había visto tan preocupado.

—No lo entiendes. Ese cuarto hombre no era militar.

—Pero iba de uniforme.

—¡Ahí está el asunto!, ese uniforme es una tapadera. Conozco a los militares que andan por aquí, Oliver; incluso yo he prestado servicio aquí. El cuarto tipo, el joven, te juro que no trabaja para el ejército.

—¿Para quién, entonces?

—La policía secreta, el gobierno, quizá aun más arriba. Sea lo que sea, no me gusta.

—¿Es eso? —preguntó Rachel, asomándose por la ventanilla del jeep.

El montículo surgió a la izquierda de la pista. La zona ya había sido vallada y estaban a la vista las señales de los barrenos en los que el personal sísmico de Mustafá había insertado explosivos para obtener las medidas sísmicas necesarias.

—¡Si pudieses leer la tierra, la oirías cantar! —gritó Mustafá mientras aceleraba el motor del jeep sobre el terreno rocoso.

—¡Díselo, Oliver! Dile que estamos pasando sobre un milagro, ¡que esta tierra nos hará muy ricos a los dos!

Se paró al lado de una roca y yo salté al suelo. Rachel hizo lo propio mientras Mustafá comenzaba a desempaquetar el equipo de medida. Abrí la puerta trasera y saqué una pala y un pico. Me volví hacia Rachel. Para mi sorpresa, parecía incómoda.

—¿Qué ocurre? —pregunté, espantándome las moscas de la cara—. ¿No lo apruebas?

—Pienso en que quizá habría que dejar los recursos naturales donde están —dijo ella—, en la naturaleza, intactos.

—Rachel, de esto no solo sacamos provecho Mustafá y yo o nuestros inversores. El dinero irá al gobierno y acabará redundando en el pueblo. Generará empleo para la gente de aquí.

Ella miró alrededor.

—La gente de aquí son los beduinos, pastores y mercaderes —afirmó y, a continuación, preguntó con un rastro de ironía en su voz—: ¿Crees que les interesará trabajar en un campo petrolífero?

Ignorándola, saqué la mochila de debajo del asiento trasero y, con el pico y la pala bajo un brazo, me alejé a grandes zancadas hacia el otro extremo de la cresta.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—¡No tengo tiempo para la ambivalencia, Rachel!

Rachel subió el montículo detrás de mí, mientras Mustafá, ignorando educadamente nuestra discusión, montaba el equipo de medida. Su figura trabajadora desapareció detrás de mí mientras yo trepaba a la cresta de la elevación.

Rachel, corriendo, me dio alcance.

—¡No hagas algo precipitado solo porque estés asustado, Oliver! ¿No deberías descubrir más cosas antes de tratar de destruirlo?

—No puedo asumir ese riesgo, Rachel… ¡podría matarme!

A lo lejos, vi al mismo pastor beduino con el que había hablado en la ocasión anterior. Reconocí su pañuelo de cabeza con su estampado característico. Estaba sentado, observando su escuálido rebaño de cabras dando vueltas alrededor de unas pocas matas de hierbas largas. Le saludé con la mano, pero, en esta ocasión, no me devolvió el saludo.

Bajé la mochila y la dejé sobre una pequeña área llana, detrás de una roca y descargué el pico sobre el suelo rocoso.

—¿Qué haces? —me preguntó ella.

—Cavar.

—¿Por qué?

Saqué el astrario de la mochila.

—Oliver, no puedes enterrar eso… es una antigüedad de valor incalculable.

—¡Por eso, dejemos que alguien lo encuentre dentro de cien años y le joda su vida!

Echando chispas, Rachel volvió hacia el jeep. Yo miré la tierra rocosa, furioso con su obstinación, furioso conmigo mismo, furioso con el suelo rocoso. Un pequeño escorpión me miró. Armado con su aguijón erecto, era David esperando a vencer a Goliat. No tuve valor para matarlo. Un segundo después, se escabulló, moviéndose lateralmente, bajo una roca. Golpeé el suelo con el pico; la reverberación me recorrió el brazo.

Una hora después, apisonaba la arena sobre el astrario, enterrado ahora dos metros, por lo menos, bajo la superficie. Me invadió una enorme sensación de alivio, de libertad, de autodeterminación. Sintiéndome más optimista de lo que había estado durante muchas semanas, me uní a Mustafá para ayudarle con las medidas. Rachel tomaba fotografías del paisaje. El sol, una gran esfera roja, como un enorme ojo omnipresente, se cernía sobre el horizonte.

—¿Y? —me aventuré a decir.

—Es eterno, ¿no? Elemental —dijo ella, por fin, evitando nuestra discusión anterior.

—El desierto no es eterno. Los cambios son más sutiles, pero están ahí.

—Pero, sin evidencia alguna de actividad humana, casi puedes ver hasta donde se remonta la historia. Una casi podría creer que el tiempo no fuese lineal.

—Quizá no lo sea —repliqué, creyéndolo momentáneamente.

—Oh ver, ¿crees realmente que, enterrando el astrario, puedes destruir su influencia?

—Tengo el presentimiento de que podría ser el responsable de que el campo petrolífero saliese a la luz: la caja celeste que mueve la tierra, el mar y el cielo. Es una apuesta arriesgada y desesperada, pero pensé que quizá esto, el desierto, sea el lugar al que pertenece y que, si está en reposo, cese su poder sobre mí. Esperemos que funcione, porque, si no, estarás escribiendo mi necrológica.

Una brisa recorrió la llanura, presagiando la noche.

—¡Deberíamos volver antes de que anochezca! —gritó Mustafá desde el jeep, al lado del cual había empezado a guardar el equipo. Sacudiéndome el desierto de las manos, acudí a ayudarle.

Era ya de noche cuando los guardas abrieron las grandes puertas de alambre y entramos en el campo de Abu Rudeis. Al lado del mar, los destellos de las plataformas submarinas formaban manchas amarillentas que se alzaban sobre un rutilante espejo negro. Ya me sentía mejor, con más dominio sobre mi propio terreno conocido. Aparqué el jeep fuera de mi caseta y salté al suelo desde el asiento del conductor; la familiaridad del campo me envolvía. Atronaba la música disco que salía de la radio de una caseta cercana y llenaban el aire el olor característico del combustible ardiendo y los olores fecundos que escapaban por el extremo de los contenedores de registro de lodos, los aromas que rubrican el campo petrolífero. Rachel hacía muecas mientras respiraba todo eso. Mirándola, me eché a reír.

—Es duro, pero probablemente te acostumbres a esto. El otro inconveniente es que tendrás que compartir caseta conmigo.

Detrás de nosotros, Mustafá soltó una carcajada.

—¿Cuántos días más te daba el astrario? —preguntó Rachel.

—Dos, después del amanecer de mañana. Pero ya pasó, ¿recuerdas? El astrario está muerto y enterrado —respondí, y sonreí, aunque un rastro de preocupación surcó mi voz.

Rachel estaba tumbada en la cama y yo estaba en el pequeño sofá pegado a la pared.

—Una vez me enamoré de un hombre al que mató una mina tres días después.

—Rachel, no me haces sentir mejor. Abrí una cerveza y tiré al suelo la chapa, junto con el abre-botellas; después, vi con asombro que se deslizaban a través de la habitación y se pegaban firmemente al lado de la silla del rincón. En ese mismo instante, se fue la corriente, sumiéndonos en la oscuridad, y la puerta se abrió hacia adentro, revelando los matorrales del exterior, y más allá el horizonte solo roto por las llamaradas de las plataformas submarinas. Rachel chilló. Yo salté de la cama y corrí hacia la puerta, pensando que podíamos estar sufriendo otro terremoto. En bragas y camiseta, Rachel se encogió de miedo.

—¿Qué ha sido eso?

—Otro terremoto, supongo. Un movimiento de placas tectónicas… ¡Dios!, no estoy seguro.

Un cenicero metálico empezó a deslizarse por el suelo, primero despacio, acelerándose después a medida que se acercaba a la silla.

—¿Qué quieres decir, que no lo sabes? ¡Eres geofísico! ¡Se supone que lo sabes!

Rachel se cubrió con la colcha, aterrorizada.

Encontré una linterna, la encendí y la dejé en equilibrio sobre la mesilla de noche; después, traté de cerrar la puerta. No se movía.

—Se ha atascado.

—¡Ciérrala!

Pero el pomo metálico parecía estar gobernado por una fuerza invisible: cuando trataba de dejar cerrada la puerta, parecía como si ejerciera una fuerza contraria.

Mirando en la penumbra de la habitación, observé que el haz de la linterna había iluminado algo en la silla, algo que antes no estaba allí. Por un minuto, la sombra que estaba detrás pareció la silueta de una mujer: Banafrit. De repente, el miedo me puso la carne de gallina y salté. Reuniendo todo el valor que pude, miré más de cerca.

Para mi estupefacción, era mi polvorienta mochila. La cogí y le sacudí la arena roja. Pesaba y, en el interior, pude oír el tenue sonido del remolino de los imanes que giraban.

Lentamente, saqué el astrario, brillando débilmente en la oscuridad, y lo puse encima de la mesa. Los objetos metálicos que había en la habitación se movieron con él.

—¿Qué hace eso aquí? —dijo Rachel, con el terror en la mirada—. ¿No lo enterraste?

—Lo hice, te lo juro.

Miré el artefacto, mientras mi mente trataba de comprender.

—¿Qué está ocurriendo? —Rachel casi gritó la pregunta.

Las largas sombras de los objetos metálicos en movimiento se balanceaban como fantasmas por las paredes. Era terrorífico y desorientador.

—Tiene algunas propiedades físicas que no comprendo… el magnetismo solo es una de ellas. Parece que está aumentando —dije, procurando parecer racional para tranquilizar a Rachel… y a mí mismo.

—Pero, ¿cómo ha llegado hasta la caseta?

—No tengo ni idea.

Me senté pesadamente, sin quitar ojo del mecanismo, pensando en los detalles de la tarde. El agujero que había cavado era profundo. Nadie había visto el enterramiento, al menos hasta donde yo podía recordar. Mustafá estuvo todo el tiempo al otro lado de la cadena de lomas. ¿Era posible que el pastor beduino me hubiese visto enterrar el astrario, lo hubiese desenterrado y devuelto al campo? Pero, ¿por qué iba a hacerlo?

Desesperado al no dar con una explicación concreta, no me atreví a examinar el terrible pensamiento de que el instrumento pudiera haberse trasladado por su cuenta.

—Muy bien. Ahora soy totalmente creyente.

La voz de Rachel irrumpió en mis pensamientos. La miré y vi en sus ojos auténtico terror. Dejando el astrario sobre la mesa, traté de pensar en algo que pudiera resultar tranquilizador, algo que estuviese atado a una realidad, capaz de desactivar mi miedo.

No había nada.

La puerta se cerró violentamente y la luz de la linterna parpadeó. Después se apagó; la pila se había consumido. Rachel gimió. Siguiendo al tacto el borde de la mesilla, llegué hasta el cajón; busqué una caja de cerillas y una vela que sabía que estaban allí y encendí la vela.

—Isabella sabía cuándo iba a morir —le dije a Rachel—. Esa era la auténtica razón por la que estaba tan desesperada por encontrar el astrario, para poder cambiar la fecha de su muerte. Llámalo «profecía de cumplimiento inevitable», pero ella se ahogó en la fecha exacta predicha por Amos Jafre, una fecha que podría haber cambiado si hubiese encontrado a tiempo el astrario. Quizá yo pudiera haberla salvado, pero no sabía cómo.

No fui capaz de mirar a los ojos de Rachel. Una gran mariposa se lanzó contra la ventana con un ruido apagado. Ambos dimos un salto; después nos entró una risa nerviosa.