33
La habitación que estaba encima de la peluquería tenía una única cama de hierro, un pequeño hornillo de camping sobre el que había una tetera con té de menta y una silla baja de madera. Había una estantería con varios libros, incluyendo un par de textos revolucionarios y una colección de poemas de Constantine Cavafy, y diversos materiales de peluquería esparcidos por la habitación. Esta tenía dos ventanucos; uno daba a la calle del mercado; el otro, a un paisaje de tejados.
Rachel, vestida ahora con un caftán tradicional liso que le había facilitado Abdul, se derrumbó sobre la cama.
—¿Estamos absolutamente seguros de que esos eran hombres de Mosry?
—Vi cómo subía la furgoneta blanca —dije—. Allí es donde probablemente llevaban los explosivos. Me vieron en el balcón y sabían dónde buscar el astrario, dando por supuesto que yo lo llevaba conmigo. Después, detonaron la bomba, cuando estuvieron seguros de que el astrario no estaba en el hotel.
—Oliver, podrían haber sido de cualquier grupo: los sirios, los jordanos o incluso los libios. Nadie quiere ese acuerdo de paz excepto Sadat.
—Rachel, tú misma les oíste mencionar el nombre de Mosry.
Ella asintió.
—Sí, es cierto, los oí —afirmó; después, una idea terrible se manifestó en sus ojos—. Francois Paget, de Le Monde; Eric Tullberg, de Der Spiegel; George del Sorro, del Washington Times… ¡Dios!, todos estaban allí, Oliver.
Me miró; tenía la cara blanca por la conmoción; en su pelo rubio había todavía restos de yeso. Si me hubiese quedado alguna duda con respecto a confiarle toda la historia, ahora mismo se habría despejado. Ella no me traicionaría. Ahora lo sabía con absoluta certeza… Además, con sus técnicas de investigación y su conocimiento de las cuestiones políticas implicadas, podría servirme de ayuda.
Miré dentro de mi mochila que estaba en el suelo. Rachel siguió mi mirada, pero no dijo nada.
—¿No crees que es un poco milagroso? —me aventuré.
—¿El qué, que tu habitación de hotel salga por los aires? Yo diría que he tenido muy mala suerte.
—Me refiero a que hayamos sobrevivido.
—Conociendo a Mosry, la próxima vez no tendremos tanta suerte —respondió, levantándose—. Tengo que encontrar un teléfono para transmitir la historia.
—¿No vas a que te vea un médico?
—Solo son unos pocos cortes. Lo único que necesito es una ducha y un café bien cargado. Dormiré más tarde, si puedo encontrar una habitación de hotel Ubre. Supongo que debo estar agradecida porque Mosry vaya detrás de ti y no de mí —dijo, sonrió con cara sombría y se encaminó al pequeño cuarto de baño, separado de la habitación de Abdul por una cortina raída.
—Escucha —le dije, indeciso—. Necesito un par de favores…
—Si incluye enfrentarme a dos caballeros saudíes enormes, no cuentes conmigo —dijo ella con ironía mientras apartaba la cortina.
—¿Puedes llevarle un mensaje a mi mayordomo y recogerme algunas cosas? ¿Podrías visitar después al cura de St. Catherine y preguntarle si te podría prestar una sotana de monje copto? Si le dices que es para mí, lo entenderá. Por favor, Rachel. Te estaré agradecido toda la vida.
Oí el agua que caía; después, reapareció, someramente limpia.
—¿Toda la vida? ¡Vaya! Es tentador —dijo; después sacó un gran pedazo de yeso de entre mi pelo enmarañado—. Me imagino que, al final, habrá una historia en todo esto. ¿El peluquero es de fiar?
—Completamente, aunque estemos en desacuerdo acerca de los méritos de Rilke y esté deseando afeitarme la barba. ¿Lo harás?
Rachel asintió. Unos minutos después se marchaba con una carta para Ibrihim y algún dinero que le pedí prestado a Abdul.
Una vez que salió, desenvolví el astrario. Las secciones de bronce brillaban débilmente a la luz de la vela y era difícil no quedar embelesado por la misma antigüedad del instrumento. Ahora, no osé tocarlo; lo sentía como si fuese una criatura viviente, revestida de todo el poder de quienes habían creído antes en él: Moisés, Banafrit, Cleopatra, y todos los que habían muerto por él. Una seducción peligrosa, pensé para mí mismo.
Asombrosamente, estaba intacto y los imanes seguían dando vueltas. Me senté allí un momento, hipnotizado por el mecanismo en continuo giro. La aguja mayor seguía apuntando firmemente a mi fecha de nacimiento. No había ocurrido nada más. Era raro, pensé: la fecha de la muerte de Gareth apareció casi inmediatamente. ¿Estaba decidiéndolo todavía? De repente, creí ver un parpadeo de luz detrás de mí y me di la vuelta, casi esperando ver la sombra de Banafrit desplegada por la pared y el techo. No había nada.
La cara reflejada en el trozo de espejo con la pared atrás era casi irreconocible. Por una vez, mi herencia celta me servía de algo. La barba, espesa y negra me cubría la mayor parte de la barbilla y, con el bronceador solar que tenía en Abu Rudeis, solo me delatarían como inglés mis ojos azules. La sotana, la camisa y el bonete negro de sacerdote que el padre Carlotto le había entregado a Rachel me venían perfectamente. Resultaba inquietante que yo, un ferviente ateo, pudiera adoptar el aspecto de un clérigo de un modo tan convincente. Sin embargo, era el disfraz perfecto.
—¡Vaya! Pareces totalmente legal —me dijo Rachel, mirándome, asombrada—. Incluso yo no te hubiese reconocido.
Miré en la bolsa preparada por Ibrihim, saqué unas gafas de sol y me las puse.
—Y ahora ni siquiera sospecharías que soy europeo.
Rachel había tenido que sortear las barreras de policía levantadas alrededor del centro de la ciudad y del Sheraton, pero se las había arreglado para atravesarlas con algunos sobornos más o menos cuantiosos. Cuando llegó a la villa, Ibrihim estaba casi histérico. La noche anterior, mientras visitaba a su madre, habían allanado la villa, rebuscado en el dormitorio y en el estudio y a Tinnin, el alsaciano, lo habían envenenado. Yo estaba aterrorizado, pero también furioso. ¿Cómo se habían atrevido a aterrorizar a Ibrihim y después a destrozar de nuevo la villa? Estaba decidido a proteger el astrario de estos asesinos.
—¿Qué más te dijo Ibrihim sobre el allanamiento? —pregunté.
—Era difícil sacarle mucho… estaba muy nervioso. Me dijo que había echado al vigilante nocturno. Estaba convencido de que al tipo le habían pagado.
—Mejor eso que asesinado. ¿Eran muchos los daños?
—Arrasaron parte del mobiliario, tu ropa y tus libros estaban por todo el dormitorio y habían rajado algunos paneles de la pared. Ibrihim me dijo que deberías desaparecer durante otra semana, por lo menos, y alejarte de cualquiera que te conociese. ¡Prométeme que no arrostrarás riesgos innecesarios!
—Te lo prometo.
Miré a Rachel. Tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida desde que hiciéramos el amor aquella misma mañana, pero ahora, a pesar de los pesares, a pesar de la culpa con respecto a Isabella, a pesar de los cardenales y los arañazos que me habían hecho durante la mañana, el recuerdo de aquella escena de amor resonaba bajo mi piel.
Rachel se marchó poco después. Había reservado una habitación en el hotel Cecil y esperaba enviar un artículo sobre al atentado antes de que Nueva York se despertara. En unas pocas horas, nos habíamos convertido en un equipo y, sin ella, me sentía solitario y francamente asustado. La suerte de la iniciativa de paz de Sadat estaba en juego, junto con otras muchas cosas, mi vida, por ejemplo. Sentía que la responsabilidad amenazaba con apabullarme; el astrario se había cobrado bastantes vidas. No podía llevar a Rachel adonde yo tenía que ir; tenía que terminar la tarea yo solo. Era más seguro así.
Ibrihim había seguido mis instrucciones al pie de la letra; además de las gafas de sol, había empaquetado varios juegos de ropa, algunos libros de referencia de Isabella, un diario de trabajo, dinero, el pasaporte y un cuchillo que ahora me puse a la cintura. También había comida: queso Domiati, de la tierra, y un pedazo de pan. Fuera, se oía a un barrendero que cantaba mientras hacía su trabajo. Tenía que permanecer oculto durante cierto tiempo, hasta que me hiciera una idea del siguiente movimiento de Mosry y no podía llevar conmigo el astrario. Miré alrededor de la pequeña habitación. En la esquina había un maniquí masculino, que parecía de los años cuarenta, con un deslucido tupé negro colocado sobre su brillante enlucido de escayola. Hacia la mitad de su torso vi que había una unión de tamaño de un pelo, como si se pudiera desatornillar en ese punto. Escondería el astrario hasta que descubriera su lugar de descanso final en el que debía quedar el instrumento.
Envuelto en trapos, el astrario entraba perfectamente en el torso hueco.
—Duerme ahí —dije en voz alta mientras giraba cuidadosamente las dos mitades del maniquí.
Me paré frente a la ventana, comiendo y vestido todavía con la sotana de cura. Compradores y trabajadores ansiosos por regresar a sus casas pululaban abajo, en la calle. En ese momento, un grupo de ancianas árabes, con sus compras apiladas en cestos que llevaban sobre los hombros, pasó por delante de la peluquería. Entre ellas, iba una delgada mujer europea de pelo negro hasta la cintura. Mi corazón dio un vuelco al reconocerla: Isabella. Si no era ella, tenía que ser su doble. Ella miró a ciegas hacia la ventana y yo di un paso atrás, quedando fuera de su campo de visión. Cuando volví a mirar, un momento después, pude ver su cara con toda claridad. Estaba convencido de que era ella y, a pesar de mi mente racional, que me decía que no podía ser, cada molécula de mi cuerpo gritaba pidiendo una confirmación. Ella se volvió y empezó a abrirse paso a través del gentío, con aquella forma de andar característica que tan bien conocía yo. Sin pensar en las consecuencias, me puse el bonete de cura y corrí escaleras abajo.
Me abrí paso entre la muchedumbre tras ella, pero cada vez que me acercaba, ella salía como una flecha hacia adelante, alejándome del centro de la ciudad, hacia el antiguo distrito árabe. A veces, pude verla de medio perfil, con la fuerte nariz y el mentón visibles a la tenue luz. El gentío fue reduciéndose, las calles fueron haciéndose más estrechas y eran más antiguas: edificios bajos de adobe y los laberintos de mercados callejeros reemplazaron las construcciones elevadas, las luces de neón y las ocasionales gasolineras. Ella se alejaba corriendo, con su largo pelo cayéndole sobre los hombros. La seguí lo más de cerca que pude, mientras ella se deslizaba de sombra en sombra, quedando siempre, para frustración mía, fuera de mi alcance.
Las puertas de las catacumbas de Kom el-Sugafa, las catacumbas que había mencionado el padre Carlotto, aparecieron frente a nosotros. La llamé, pero la chica se metió por una puerta lateral y desapareció. Sin vacilar, la seguí.
El aire en el fondo del pozo central que conducía a las catacumbas era fresco y húmedo. Las paredes de piedra caliza rezumaban humedad y eran de agradecer las lámparas eléctricas que colgaban en las esquinas. Miré hacia atrás, a los escalones en espiral que había bajado en el pozo, desconcertado por hallarme de repente bajo tierra. Era casi como si hubiese sucumbido a un encantamiento; ¿cómo demonios me había dejado atraer a este lugar dejado de la mano de Dios?
Me di una vuelta, mirando en las sombras, buscando a la mujer que yo creí que era Isabella. No podía ser ella, lo sabía ahora, pero, en todo caso, me parecía imposible que un ser humano hubiese desaparecido tan rápidamente. ¿Era humana o se trataba de alguna proyección loca de mi mente? Quizá la culpa de mi noche con Rachel se combinara con mis nervios destrozados, jugándome malas pasadas. Traté de envolverme en mi racionalidad como si fuese una armadura, rastreando mi mente en busca de datos de las catacumbas que conocía que me ayudasen a desenvolverme en ellas. Sabía que eran de la época de los emperadores romanos Domiciano y Trajano, cuando Alejandría era ya una colonia romana. Los muertos habían sido transportados a sus tumbas a través de este pozo principal, que también facilitaba la ventilación necesaria para los dolientes, que volvían en los días santos para honrar a sus difuntos.
Más adelante había una sala llamada «triclinium», una pequeña sala cuadrada con bancos de piedra y una mesa también de piedra que estaba permanentemente en su sitio, construida especialmente para estas fiestas subterráneas en las que los higos, las uvas y el queso se depositaban sobre la fría mesa de piedra mientras los hijos y la familia se reunían alrededor, bebiendo vino e intercambiando anécdotas acerca del difunto. No pude dejar de pensar que era mejor eso que la secreta lástima en que habíamos convertido la muerte en el siglo XX.
La larga falda de mi sotana estorbaba mis movimientos, por lo que me la quité y la guardé en un nicho. Ya la recogería cuando me marchase. Vestido ahora con unos vaqueros y una camiseta, seguí adelante. Un ruido detrás de mí me hizo dar un salto y me di la vuelta para enfrentarme a la mujer. En cambio, una rata salió disparada hacia atrás; ahora agradecía el pequeño cuchillo de caza que llevaba oculto a la cintura.
¿Dónde estaba ella? Seguí adelante, pisando con cuidado sobre las losas rotas de la entrada de las catacumbas. La puerta estaba enmarcada por dos columnas, con un bajorrelieve a cada lado que mostraba a ambos lados la diosa cobra ptolemaica de dos colas Agatodaimon, la guardiana divina de la Alejandría del siglo II. Una cola estaba enrollada en torno a la varita mágica de Hermes, mientras sobre su cabeza llevaba el escudo de Perseo, que mostraba la cabeza poblada de serpientes de Medusa. La examiné: aquí estaba mi primera pista. La doble de Isabella me había conducido exactamente adonde la Isabella de mis sueños había querido que estuviese, pero, ¿por qué? ¿Era una trampa?
Reprimiendo el miedo, me moví cautelosamente, adentrándome en la cámara, con el corazón latiéndome con fuerza, preguntándome si ella estaba ahora escondida detrás de una de las estatuas fúnebres de piedra, esperando a saltar sobre mí, para atacarme quizá.
Había dos nichos a la entrada a la tumba. En el izquierdo había una estatua de una mujer, mientras que en el nicho opuesto estaba su equivalente masculina, en una postura inquietantemente serena. Me resultaba ominosa esta conservación del tiempo. Ninguna estatua llevaba inscripción alguna, pero parecían ser esposo y esposa: un matrimonio inmortalizado. Sobre la entrada, había una escultura del disco solar de Horus, flanqueado por las alas del halcón real. Por todas partes había una alegoría ambivalente, el reflejo de una cultura en flujo, una aristocracia híbrida que buscara su legitimidad tanto a partir del pasado faraónico como del presente helenístico y mirara hacia adelante, hacia el futuro romano mientras le aterrorizaba ofender a nadie: una cultura atemorizada. Me recordó todas las dictaduras de la región, Majeed y su reino títere. Levanté la cabeza. ¿Me había seguido Mosry? El silencio era de alguna manera ruidoso; mil alas fantasmales parecían batir bajo la quietud. Pensando que la chica pudiera estar escondida detrás de alguno de los relieves, entré en la tumba.
Esculpidos en la pared, había dos relieves de Anubis, el dios de la momificación con cabeza de chacal. En uno, la sonriente cabeza de chacal se apoyaba sobre el cuerpo de un legionario romano, mientras su musculoso torso aparecía escasamente cubierto con una especie de falda de piel, un brazo sostenía una lanza y el otro descansaba sobre un escudo. El realismo de la estatua parecía más siniestro que la estilizada iconografía egipcia. Era una ilustración patética de cómo podía una dictadura asimilar las creencias religiosas locales para reforzar su propio poder. Casi podía oír la respiración del chacal-soldado, un débil gruñido que amenazaba violencia.
Me estremecí; era como si los muertos planearan en el aire fresco, esperando alguna indicación de aprobación del esplendor de su último lugar de residencia. De repente, sentí algo que se deslizaba por la parte superior de mi oreja. Asustado, giré en redondo y descubrí que tenía la cabeza cubierta por la fina malla de una tela de araña, mientras el gran arácnido estaba ahora parado sobre mi mejilla y sus patas peludas me picaban en la piel. Rápidamente, me la quité de encima; después vi que se escabullía en las sombras. De nuevo, me envolvió la opresiva quietud del lugar, junto con la creciente sensación de que me estaban observando. Pero, ¿cómo y quién me observaba? Reprimiendo el pánico, seguí adelante.
En el centro de la cámara sepulcral estaba el sarcófago principal. Contenía el cuerpo de una mujer y estaba adornado con relieves de guirnaldas de flores y cabezas de Medusa. El bajorrelieve que estaba encima mostraba el rito de inhumación del Antiguo Egipto, con el cuerpo embalsamado yaciendo, rígido, sobre la cama funeraria. Un sacerdote de Anubis vigilaba a la mujer muerta y, a su cabecera, reconocí a Osiris, rey del Averno, con su corona atef, sosteniendo el cayado y el látigo tradicionales.
Extendí el brazo y toqué los desgastados rasgos de una de las Medusas, tallada sin duda allí para ahuyentar a los ladrones de tumbas. Parecía incorporar muchas de las características de las mujeres que me atraían: intrepidez, curiosidad, una belleza congelada en un feroz intelectualismo. ¿Pero dónde estaban las otras dos pistas que había señalado Isabella: el toro y el pez?
Oí un correteo. Aguantando la respiración, me pegué a la pared. Repentino silencio. Debe de haber ratas, me dije, tratando de convencerme. Miré alrededor de la cámara, tenuemente iluminada: nada se movía, ni siquiera las bombillas que colgaban ni la sombra de las estatuas.
A mi derecha, había un sarcófago lateral con un bajorrelieve sobre él que representaba a Apis, el toro sagrado, y una diosa que extendía sus alas para protegerlo. Así que ahí estaba el segundo símbolo. Necesitaba ahora la pista final, el pez, el signo secreto de los primeros cristianos.
Justo entonces, el sonido de unas voces que hablaban en un murmullo me llegó de las escaleras que conducían al pozo central. Sentía mi corazón como si fuese un pájaro atrapado, aleteando frenéticamente mientras se golpeaba contra las costillas de mi caja torácica. Di un paso atrás, apartándome de la luz, tocando con las manos el cuchillo escondido que tenía en el bolsillo. Me escondí en un nicho tras una estatua mientras las pisadas se hacían más fuertes… parecía un grupo. Los pasos eran rítmicos, como si fuesen rituales, y me llegó el fuerte aroma del incienso. Iban hacia la cámara sepulcral, hacia mí.
Contuve la respiración. Las pisadas se detuvieron a unos centímetros, seguido del ruido del roce de piedra contra piedra.
Después, me llegó el sonido del grupo descendiendo, pues, poco a poco, el ruido de las pisadas se iba debilitando, como si hubiese desaparecido en algún subterráneo. Yo estaba paralizado, congelado contra la roca húmeda. Reuniendo hasta el último gramo que me quedaba de cordura, espiré sin hacer ruido y después, oculto tras la estatua, eché un vistazo al exterior.
Para mi asombro, vi a un personaje que llevaba una llameante antorcha ceremonial e iba vestido con la túnica plisada de un sacerdote del antiguo Egipto, el último del grupo. Pero lo más sorprendente era la máscara de ibis que llevaba. Sabía que representaba al dios del saber, Tot, con su pico curvado, símbolo de la luna en cuarto creciente.
El personaje descendió por una abertura que había en el suelo de piedra… el ruido de roce que había oído era el producido al apartar la losa que cubría el hueco. La curiosidad venció el miedo, pero, cuando me moví para ver con más claridad, le di una patada a una piedrecilla. La figura de Tot se dio la vuelta al oír el ruido y la cabeza de ave miró a ciegas hacia mí. Retrocedí hasta mi escondite y respiré en silencio, deseando con todas mis fuerzas que Tot siguiera adelante.