36

Usta, el joven compañero de Hermes, respondió a mi llamada a su puerta. Me abrí paso, dándole un pequeño empujón.

La sala de estar estaba vacía; sus cojines de vivos colores estaban esparcidos por el suelo y un narguile todavía estaba encendido. De algún lugar del apartamento llegó la voz de Hermes llamando a gritos a su compañero. Seguí su voz.

El dormitorio estaba dominado por una gran cama baja con mosquitera. A través de su fina red, se veía a Hermes acurrucado de lado, con la cara amarillenta, de perfil sobre la almohada. Su espalda, desnuda, parecía curiosamente femenina. Entré en la habitación, inundada por un empalagoso olor a colonia. De un tocadiscos salía la voz de Edith Piaf, evocando inmediatamente París y, por raro que parezca, el olor de la lluvia.

—¿Quién es? —preguntó Hermes.

Levanté la mosquitera.

—Oliver Warnock.

Sorprendido, se cubrió con una bata de seda, incongruentemente estampada con imágenes del Oso Paddington.

El pelo, veteado de blanco, le llegaba hasta la espalda, y tenía la piel brillante, con algún tipo de crema.

—¿Estás enfermo? —le pregunté.

—Fatigado, mi querido amigo, nada más. Tuve que asistir a una vigilia nocturna por uno de mis colegas y me estoy haciendo demasiado viejo. Si eres tan amable, desvía tu mirada —añadió e hizo ademán de levantarse.

Volví la cabeza diligentemente, aunque me dejó un tanto perplejo la timidez de Hermes.

—Después de la conferencia, fui a las catacumbas de Kom el-Sugafa, siguiendo una pista —empecé, tratando de interpretar su expresión por el rabillo del ojo. Hermes se mostró convincentemente despreocupado.

—Un lugar un poco demasiado contemporáneo para mis gustos arqueológicos.

Levantado y envuelto en su bata, metió los pies en sus babuchas de piel. Se había maquillado con lápiz de ojos y dos manchas de colorete embadurnaban descuidadamente sus blancas mejillas.

—Cualquier cosa posterior al siglo I d. C. es, en realidad, una derivación de épocas más antiguas.

—Contemporáneo o no —dije, ligeramente molesto por su aparente indiferencia—, tropecé con una recreación de la ceremonia de la pesada del corazón, en la que me obligaron a participar… drogado y humillado. Tú no estarías allí, ¿no? —añadí, mirándole directamente a los ojos.

Hermes suspiró profundamente.

—Una propuesta interesante —dijo y me miró—. ¿Qué papel te tocó hacer?

—Osiris.

—El rey del Inframundo; adecuado para ti, como geofísico, creo. Te advertí que la vida iba a estar llena de incidentes. Ven. Me llevó de nuevo al salón, donde ahora esperaban unas tazas humeantes de café turco en una mesa baja.

—Estaban buscando el astrario, ¿no? Supongo que era una táctica para asustarte.

Mientras Hermes revolvía su café, me dediqué a mirar sus uñas pintadas, preguntándome por qué sus ritmos vocales me resultaban tan familiares. ¿Había participado en el rito? Quizá me equivocara al pensar que Hugh Wollington había sido Horus. En ese momento, la manga de la bata de Hermes se deslizó al levantar su taza… no había tatuaje. Además, no tenía sentido sospechar de Hermes. Ya había confiado en él respecto al astrario y, en realidad, respecto a mi vida. Sin embargo, había evitado responder directamente a mi pregunta.

—Dame el instrumento —siguió diciendo—. Sabes que es peligroso. Te seducirá o quienes lo buscan te destruirán.

—Demasiado tarde —reí con amargura—. No solo me ha costado la vida de un amigo y me ha convertido en un fugitivo, sino que he empezado a ver significados en todo, en todas partes, todos relacionados con ese estúpido instrumento. Parece que se ha apoderado de mi vida.

Hermes rió: una seca risa socarrona que terminó en tos.

—Vosotros, los occidentales, creéis que podéis controlar el tiempo meteorológico, que el tiempo puede medirse en unidades matemáticas, que la luz viaja a la misma velocidad en todas partes y que todo lo que veis en estas cuatro dimensiones es palpable y finito. Este juguete faraónico te ha despertado. Cuanto antes lo admitas, mejor, Oliver.

—Prefiero un mundo basado en una comprensión sólida. Échale la culpa a mi formación, si te parece.

—Entonces, vuelve a Inglaterra, a los cielos grises y el ladrillo rojo, a la monotonía atea de la empresa comercial, y deja el astrario a otros —añadió Hermes, que tomó un trago de su café e hizo una mueca de dolor—. ¡Usta! ¡El café no está suficientemente fuerte! —gritó; después se volvió hacia mí—. El astrario te ha dado la fecha de tu muerte, ¿no?

Lo miré, sorprendido. Al ver mi aspecto, sonrió, esperando. Me percaté de que no quería responderle, no solo por mis sospechas, sino también porque, de alguna manera, a cuantas menos personas se lo dijese, menos dominio notaba que tuviese el mecanismo sobre mí. Hermes observaba mi cara con interés.

—Oliver, has oído la historia del mecanismo: el astrario es un arma irresistible para quienes quieran controlar los acontecimientos que se desarrollan a su alrededor. Puede cambiar y ha cambiado el curso de la historia —dijo y suspiró—. Pero has sido imprudente. En tu deseo de hacer que todo sea lógico, has desafiado el poder del mecanismo.

—Quizá —respondí, cortante, sin querer revelar todavía la medida de mi implicación.

—El infierno del científico de Aquiles: nada es real hasta que se demuestre. El empirismo newtoniano deshará el mundo. Oliver, el astrario es real, puedas demostrarlo o no, y te juzgará. Los antiguos egipcios creían que determinadas materias primas contenían la esencia de un alma… lo que podríamos llamar, en tus secos términos científicos, vibraciones electromagnéticas, campos de fuerza. Ellos construyeron objetos sagrados con esas materias y después les dieron vida mediante encantamientos. ¿Cuánto tiempo te ha dado la máquina?

La seriedad realista del tono de Hermes, su creencia absoluta en la autenticidad del astrario, estaba empezando a alarmarme. Había tenido la sensación de que el astrario asumía el control de mi vida, pero parte de mí todavía quería creer que todo esto era una terrible combinación de acontecimientos recientes, profundo dolor y demasiadas noches en vela. Titubeé; después, decidí que no podía hacer ningún daño darle a Hermes algunos detalles más.

—La segunda aguja ha aparecido… pero eso no significa nada y, si quieres tomarlo literalmente, las fechas pueden estar desviadas más de dos mil años —dije y me encogí de hombros, tratando de parecer despreocupado.

—¿Cuánto tiempo? —insistió.

—Ocho días.

—Yo puedo detenerlo, Oliver —dijo, mirándome con urgencia.

—Isabella no pudo detenerlo.

—Cuando ella descubrió el mecanismo era demasiado tarde. Tú lo sabes perfectamente.

—Lo único que sé es que la información con la que me estoy enfrentando es tan extraña y rara que temo estar perdiendo la cabeza.

Me oía a mí mismo de un modo extrañamente formal y me di cuenta de que mi tono enmascaraba un creciente terror… me estaban persiguiendo dos grupos diferentes y ambos estaban dispuestos a llegar hasta donde hiciese falta para hacerse con el astrario, pero ahora yo también parecía ser el objetivo del astrario mismo.

—En el momento en el que tú, el racionalista incondicional, tan inflexible con respecto a los ladrillos y el mortero del mundo conocido, giraste el dial hacia tu propia fecha de nacimiento, revelaste tus dudas ocultas —dijo Hermes, pensativo—. Has jugueteado con la magia de otros y ahora la máquina está comprometida con tu suerte. Yo puedo salvarte. Dámelo.

Su voz había adquirido un ritmo hipnótico: blues, cambiando en semitonos, chocando con delicadeza con suaves tonos violetas. La habitación se había caldeado y bandas de luz solar iluminaban ahora la mesa baja de café de cristal; un moscón zumbaba, ciego, contra la ventana. Arrellanándome en los almohadones, cerré los ojos. El enervante agotamiento de los últimos días flotaba como una masa punzante y luminiscente sobre mi cráneo. ¡Qué fácil sería!: dejar el astrario, volver a Abu Rudeis a buscar a un inversor con el que asociarnos en el nuevo campo, regresar a mi vida normal. La masa luminiscente cambió de un blanco cegador a un rojo profundo y después empezó a sangrar: largas gotas lánguidas que se solidificaban en la imagen del corazón de Isabella y después, en el carmesí de los labios de Rachel. Incorporándome, forcé la apertura de mis párpados.

—Amelia mencionó en su conferencia que Nectanebo desapareció misteriosamente. ¿Qué le ocurrió al final de su reinado? —pregunté.

—Así que, por fin, estás utilizando tu intuición, Oliver —Hermes me hizo a regañadientes una respetuosa inclinación de cabeza.

—¿De verdad?

Hermes sonrió indulgentemente.

—Oficialmente, el gobierno de Nectanebo acabó en 343 a. C., cuando el general persa Oco atacó Pelusio. Según Diodoro, siguieron una serie de masacres y otras atrocidades y, a regañadientes, el faraón abandonó el palacio de granito que había construido en Bebeit el-Hagar, su lugar de nacimiento…

—¿O sea que Nectanebo desapareció?

—Extraoficialmente, huyó, presuntamente al sur de Egipto y, posiblemente, a Etiopía. Es interesante el hecho de que su tumba vacía nunca fuese profanada —casi como si la hubiesen dejado en perfecto estado, esperando su retorno— durante todos esos miles de años.

—Pero, ¿cómo se relaciona esto con el astrario?

—Como arma de previsión, le falló, como te está fallando ahora, porque no fue capaz de controlarla. Estrictamente hablando, y por eso es tan peligroso, el astrario no tiene un auténtico dueño.

—Pero, ¿qué le ocurrió? ¿No predijo el astrario su muerte?

—Ese es el gran misterio. No hay registros de su muerte, y hay quienes dicen que todavía anda entre nosotros.

«Algunos dicen que todavía vive en nuestros días». El comentario de Hugh Wollington resonó en mi memoria. Era una hipótesis absurda, pero resultaba extraño que ambos hombres la hubiesen mencionado, utilizando casi la misma expresión.

—Tú sabes que eso no es posible —repliqué, tratando de mantener cierto control de la conversación—. El astrario no puede hacerte inmortal.

—¿No puede? —replicó Hermes, con una sonrisa.

Yo le miré, permitiendo que se hiciera el silencio; después, me levanté abruptamente, consciente de que ahora estaba infinitamente más asustado por el potencial del astrario de lo que había estado antes.

—Si estás tan convencido de que el aparato carece de poder, no tienes nada de qué preocuparte, entonces, ¿no? —concluyó Hermes casi con petulancia—. Dame el instrumento para guardarlo sano y salvo o, al menos, déjame que sea tu guía. ¿Qué tienes que perder?

Vacilé. ¿Debía confiar en el egiptólogo? Recordaba a Francesca culpando a Amelia, no a Hermes, de las creencias de su marido en las formas antiguas. ¿Era posible que Hermes hubiese cuidado realmente de Isabella? Pero, entonces, la hubiera protegido de niña, apartándola de los juegos de rol de Giovanni, como sin duda habría hecho cualquier persona cuerda. No, no podía permitirme confiar en él, todavía no.

Caminé hacia la puerta principal. Encima de ella estaba colgado un rollo de papiro con un jeroglífico pintado en él. La imagen mostraba la criatura de cuatro patas que había visto dos veces en los dos últimos días. Hermes me siguió la mirada.

—Ese es Set, dios del trueno, el caos y la venganza… fue el gobernante del Antiguo Egipto, después de asesinar a su hermano Osiris y derrocar a su sobrino Horus.

—Lo sé.

—Claro. Los cristianos lo envilecieron en la forma menor de Satanás.

Cerré con llave la puerta de mi escondite, encima de la peluquería y desenvolví de nuevo el astrario. Me senté un momento, mirándolo. ¿Estaba más cerca de dar cumplimiento al gran plan de Isabella? Ella me había dicho que el astrario tenía un destino, ¿pero dónde? Repasé mentalmente los puntos de la conferencia de Amelia: construido para Ramsés III, hurtado por Moisés para dividir el mar Rojo, abandonado después en un templo del Sinaí, llevado por los sentimientos de culpa o por temor a la venganza de Isis. Después, buscado y encontrado de nuevo por Banafrit, y perdiéndolo nuevamente Cleopatra, demasiado aterrorizada, aparentemente, para utilizarlo. ¿Sabía de su capacidad de invertir fortunas y cambiar destinos, no solo para bien, sino también para mal, volviéndose contra el usuario y condenándolo, quizá, a una muerte prematura? ¿Y cómo estaba relacionado el dios Set con el instrumento? ¿Intervenía solo en el indicador de la muerte o estaba conectado con los usos más oscuros del instrumento? El rompecabezas chino se complicaba por días, pero ahora sentía que, al menos, tenía casi todas las piezas… solo era cuestión de juntarlas para encontrar su sentido. Y sabía para quién trabajaba Mosry y por qué iban tras el astrario. Todavía necesitaba saber más acerca de la extraña recreación de las catacumbas y sobre los movimientos de Giovanni veinte años antes. Pero el reto más importante era descubrir lo que Isabella pretendía hacer con el astrario… antes de que se me acabase el tiempo. Me obligué a examinar detenidamente el mecanismo. Mi mirada reacia buscó la pequeña aguja de la muerte… la fecha no había cambiado. El tenue tictac del movimiento de los imanes me sonaba ahora como una inevitable aceleración hacia mi propia muerte. Me invadió un pánico repentino y me apoyé en el escritorio. Mantente racional, tranquilo, me dije, tratando de convencerme a mí mismo.

Cogí el libro de referencias que le había pedido a Ibrihim que me empaquetara con la ropa y busqué «Set»:

Nombres:Set, Seth, Sutech, Seteckh, Seri, Sutekh, Setech… dios de la destrucción, el trueno, la tormenta, la hostilidad, el caos y el mal.

Manifestaciones: a veces, como un cocodrilo; a veces, como una bestia de cuatro patas con un pico curvado, dos orejas levantadas y cola hendida. Llamado señor del cielo del norte en el Libro de los muertos, Set era considerado responsable de secuestrar las almas de los desprevenidos en el inframundo. Hijo de Nut y Geb o de Nut y Ra, hermano de Isis, Osiris y Neftis, Set luchó contra Horus, su sobrino, después de haber asesinado a Osiris… Según un mito, todos los meses, Set ataca y consume la luna, considerada el santuario de Ausar y el lugar de reunión de las almas de los recién muertos… En el Antiguo Testamento, Set era el tercer hermano de Caín y Abel, también aparece en los evangelios apócrifos recuperados en Egipto en 1945, en N a g Hamadi, en los que es Sethian, el dios gnóstico que gobierna sobre la decimotercera esfera del cosmos y lleva a cabo la voluntad de las estrellas sobre la humanidad, con independencia del caos que pueda sembrar…

Me preguntaba por qué apareció la sombra de Set en la pared de las catacumbas durante el rito. ¿Habían intentado asustarme para que creyese que el diablo se había hecho con el alma de Isabella? ¿Y por qué parecían verdaderamente aterrorizados los demás participantes? ¿Set formaba parte de su plan?

No pude dar con una respuesta. En cambio, a mi mente la invadió la inquietante sensación de que el astrario había empezado a controlar no solo a mí, sino también los acontecimientos que se producían a mi alrededor.