38
El camión militar de caja abierta iba lanzado por la carretera del desierto hacia Wadi el-Natrun. Íbamos diez personas acurrucadas en la caja: una familia que, evidentemente, viajaba al monasterio para un bautizo: el padre llevaba fuertemente agarrado entre sus brazos al bebé que no hacía más que llorar; cinco novicios muy serios, que parecían terriblemente solemnes, cuyas barbas a duras penas les cubrían las barbillas, y yo mismo. Compartíamos el espacio con una aterrorizada cabra y cuatro pollos atados, incluido un gallito que, a cada bache de la carretera, emitía un sonoro chillido. Era un viaje agotador de cuatro horas desde Alejandría, con solo una lona para protegernos del sol de la tarde y sin paradas, ni siquiera para beber agua.
Yo no hablaba con nadie para evitar que mi acento y mis ojos azules me traicionasen. Como yo era mayor, los novicios me trataban con respeto e interpretaron que mi silencio se debía a concentración religiosa. Llevaba el astrario en una bolsa de arpillera entre los pies e iba mirando el paisaje, analizando una y otra vez la secuencia de extraños acontecimientos que habían ocurrido desde mi regreso a Alejandría: la cara de Mosry en la conferencia de Amelia, Hugh Wollington y su relación tanto con Mosry como con el príncipe Majeed, su voz en la peluquería, el misterioso nuevo campo petrolífero, el terremoto, la muerte de Johannes, incluso la imagen de las vítreas aguas del mar Rojo elevándose; todos ellos convergían y giraban en torno a mi mente, un collage de imágenes y hechos que se encadenaban en un relato cada vez más complejo. ¿Qué era real y qué no? Esperaba que el padre Mina pudiera darme más información. El padre Carlotto había sido impreciso para no traicionar la confianza de Isabella, pero yo sabía que él debía de tener una idea más precisa y global del asunto, y solo esperaba que el padre Mina tuviese una nueva pieza del rompecabezas. De todos modos, una semana en el monasterio me daría tiempo suficiente para idear mi movimiento siguiente para resolver mi situación y, con suerte, detener el astrario, que avanzaba lentamente hacia la presunta fecha de mi muerte. Finalmente, el traqueteo del camión terminó por dormirme hasta unas horas después. La sensación del frenazo me despertó con un sobresalto.
En el cielo nocturno, apareció el monasterio de San Bishoi: las torres con sus características cúpulas, con las cruces de cuatro brazos sobre ellas, las elevadas murallas y la torre principal, construida originalmente para avisar de los ataques de los vecinos bereberes. Las aves giraban en torno a la torre, atraídas por los insectos que danzaban en los rayos de luz que la iluminaban; parecía como si las retuviese una fuerza invisible.
El camión frenó al lado de la puerta situada en la muralla orientada al norte. Una pareja de monjes abrieron la puerta desde el interior y nosotros bajamos con cautela. Un anciano, vestido con una túnica ligeramente más adornada, salió después de los dos primeros monjes y se me acercó, tendiéndome la mano. Su ancho rostro mostraba una amplia sonrisa: el abad.
—Bienvenido. Por favor, venga conmigo.
Me llevó a una celda monacal con paredes curvas de arenisca, una ventana estrecha y alta, un colchón enrollado en el suelo, una alfombra de oración y una lámpara de queroseno en el suelo, al lado de la cabecera del colchón. En el rincón, había un lavabo y una jarra de agua, con un armarito debajo. Incongruentemente, al lado de la lámpara, había un gran cenicero de hojalata… una concesión a los huéspedes, supuse. En la pared opuesta, había un nicho que acogía un gran crucifijo de madera, con un torturado Cristo cuyos ojos tallados miraban hacia arriba.
El abad encendió la lámpara de queroseno, que comenzó a lucir con un pequeño brillo blanco, proyectando largas sombras sobre el techo abovedado.
—Las oraciones de la mañana son a las cuatro y media; el desayuno, a las siete, en el refectorio. Es una comida humilde: pan, aceitunas, queso, fruta. Entonces se reunirá usted con nosotros —dijo, antes de colocar la lámpara al lado del colchón.
—Muchas gracias. Estoy deseando hablar con el padre Mina, ¿está por aquí?
El abad sonrió enigmáticamente, recelando de mis intenciones.
—Lo verá en el desayuno, por la mañana.
Sentí una oleada de alivio… evidentemente, el padre Carlotto había sido un buen emisario.
—¿Y si necesito enviar un mensaje a alguien? —pregunté, recordando a Mustafá.
—Tenemos mensajeros que van y vienen constantemente. Los beduinos también transportan cartas para nosotros.
—Tengo que ponerme en contacto con una persona que está en Abu Rudeis, en el Sinaí.
—Creo que mañana pasa una caravana que va hacia allá. Mientras tanto, le sugiero que duerma un poco y recupere fuerzas, tanto espiritual como físicamente. El padre Carlotto me dijo que usted estaría con nosotros durante una semana. ¿Es correcto?
—Quizá, aun menos, si puedo encontrar una forma de hacerme invisible —bromeé.
—Una semana, pues —replicó el abad—. Más tiempo podría plantearnos dificultades. Estos son tiempos tensos, monsieur Warnock; incluso aquí, en el desierto, nos llegan las repercusiones de la ambición del presidente Sadat. Que Dios le proteja.
Cuando el abad se retiró, escribí una carta a Mustafá pidiéndole que me visitara en el monasterio lo antes posible. Después, desenvolví cuidadosamente el astrario. Se oía el débil clic de los dientes de bronce de los piñones: el mecanismo seguía funcionando y la aguja de la fecha de la muerte estaba tan fija como al amanecer. Teóricamente, cuando pasara la noche, me quedarían seis días de vida.
Sentí un arrebato de furia. Frustrado, me puse a dar puñetazos una y otra vez contra el duro colchón. El cenicero de hojalata que estaba al lado de la lámpara vibraba en el suelo; después, se deslizo por el cemento y se pegó firmemente al astrario. Me detuve, fascinado y horrorizado a la vez. Quité un imperdible de mi sotana y lo puse cerca. También se deslizó y se pegó al astrario. Después, puse la mano encima del astrario, sin tocarlo, y sentí un tirón en el antiguo anillo de hierro que me había dado Isabella, como si unos dedos invisibles lo alcanzaran y tiraran de él. Eché bruscamente la mano atrás; me resultaba difícil no achacar al astrario una personalidad malévola.
No seas irracional, me dije a mí mismo; esto no es más que la fuerza magnética del mecanismo que se intensifica.
Envolví cuidadosamente el astrario y lo coloqué en el suelo del nicho. Después, sin molestarme en desnudarme, me tendí sobre el duro colchón y me quedé mirando el techo abovedado.
Me puse a darle vueltas a las opciones científicas de medir el cambio de las cualidades magnéticas del instrumento. Reflexioné sobre el concepto, formándome un diagrama mental de todos los elementos del mecanismo que había visto hasta entonces. No era capaz de explicarlo. Mi mente comenzó a considerar la última observación del abad y me pregunté cómo le iría a Rachel con respecto al chivatazo relativo a la cumbre secreta que había mencionado. ¿Otra iniciativa de paz? Esta antigua comunidad en la que ahora me encontraba había intervenido en algunos conflictos e intrigas históricos que se remontaban a varios siglos atrás. Aquí, la paz parecía casi un concepto extraño. Estaba cansado y me dolían los huesos, pero, al mismo tiempo, estaba completamente despierto. Di varias vueltas hasta que, al final, caí en un sueño inquieto.
A la mañana siguiente, me desperté y caí en la cuenta de que me había perdido el desayuno. Me lavé la cara en el lavabo y escondí el astrario en el armario que estaba debajo de este. Aquí, en el monasterio, parecía estar seguro, confinado y contenido, y notaba que la inquietud de la noche anterior había remitido un poco. Después, atravesé rápidamente los frescos pasillos con arcos y salí a la cegadora luz blanca del patio. Tenía delante de mí la iglesia de San Bishoi, una serie impresionante de cúpulas de color arena, con un elevado arco de entrada, a cuya derecha había cuatro arcos más pequeños, cada uno de los cuales tenía una vidriera de suelo a tejado. Rodeé la iglesia encaminándome a la zona del patio principal, al otro lado, pasando al lado de los restos de un molino, un palomar y un pozo. Al otro lado de la iglesia, había un jardín: filas de granados, algunos olivos y diversas verduras. Varios monjes jóvenes se dedicaban a cavar con la azada y plantar. Pregunté a uno de ellos dónde podía tomar algo de desayuno y cogió una granada y me la lanzó, sonriendo de oreja a oreja. Después, con un marcado acento rural, me indicó que fuera al refectorio porque, a veces, daban de desayunar más tarde a los monjes muy ancianos.
En el refectorio, me senté en una mesa baja y larga, bañada en la luz que se filtraba por un conjunto de claraboyas que había en la parte superior de la cúpula. Una joven campesina, de cara ancha y curiosamente pálida puso ante mí un cuenco de arroz. Al otro lado de la mesa, un monje anciano comía muy despacio el contenido de su cuenco; se detuvo, sosteniendo en el aire su pesada cuchara de peltre y me dirigió una dura mirada. Traté de sonreír, preguntándome si sería este el padre Mina. Él lanzó una carcajada, un sonido que estaba entre la indignación y la tos; después, continuó su terriblemente lenta comida. Me metí en la boca una cucharada de arroz. Estaba muy salado y no lo esperaba; escupí toda la cucharada. El monje estalló en carcajadas. Me volví hacia la campesina y le pedí en árabe un poco de miel, pero ella me ignoró, continuando con su tarea de apilar platos.
El monje apartó su cuenco haciendo ruido e inclinó la cabeza hacia la mujer.
—¡No oye… sorda!
Con sus arrugadas manos se palmeó a ambos lados de la cabeza.
—¿Es usted el inglés? —continuó, con un inglés de acento muy marcado.
—Así es.
Se arrellanó y examinó atentamente mi cara; tenía los ojos, carentes de emoción, de color negro de uva pasa, hundidos en arrugas y pliegues. De repente, se me acercó desde el otro lado de la mesa y me pasó la mano por las mejillas y la barba. Me quedé paralizado, asombrado.
—Está bien; usted es un buen hombre.
—¿Lo soy?
—Sí lo es —lo decía con tan absoluta convicción que, para mi sorpresa, me percaté de que me sentía lleno de una irracional gratitud—. Soy el padre Mina —continuó—, y usted creo que es el Sr. Warnock. El padre Carlotto me dijo que usted me ha estado buscando. Venga, soy el bibliotecario, el bibliotecario principal, de nuestra biblioteca. Es una de las más afamadas de nuestra orden. Muchos tesoros. Tiene que verla. O quizá me equivoque… ¿acaso está usted aquí para hacer un voto de silencio? —preguntó sonriéndose, y me di cuenta de que estaba bromeando.
—No, nada de voto de silencio y, en todo caso, todavía podría leer —repliqué con una sonrisa.
—De hecho, leer es volar sobre las murallas. Pero, ¿acaso ha venido aquí para esconderse?
Opté por no responder y, ante eso, el monje me dio unas palmaditas en la mano.
—Usted guarda sus secretos y yo guardo mis libros. Venga, amigo mío.
Atravesamos el patio. El padre Mina era bajito —dudaba que midiese más de metro y medio— y tan rechoncho que parecía un milagro que pudiese andar. Se detuvo al lado del gran pozo circular que estaba en el exterior de la iglesia de San Bishoi.
—Aquí, los bereberes lavaron sus espadas después de matar a los cuarenta y nueve mártires. Arrojaron a los mártires al pozo; posteriormente, fueron enterrados en el monasterio de San Macario. Por eso se le llama «Pozo de los Mártires».
Miré al interior del pozo. Parecía profundo: el agua se veía como un brillo plateado al fondo.
—Aquí siempre tenemos agua fresca. Este es el milagro de Cristo. Pero ahora vamos a la biblioteca; es muy especial.
El padre Mina me tiró del brazo.
—Tengo una carta que tiene que salir para el Sinaí mañana —le dije—. El abad me dijo que una caravana de beduinos pasaría por aquí.
El padre Mina asintió; después, dio un rápido y agudo silbido. Inmediatamente, de las sombras surgió un flacucho niño felah, de unos diez años, que corrió hacia nosotros en un destello de piernas delgadísimas y sonrientes dientes blancos.
—Deme la carta, por favor —ordenó el padre Mina.
Yo le entregué la carta para Mustafá. Él entrecerró los ojos, echando un vistazo a la dirección; después, se la entregó al niño, gritando una orden en árabe. El pequeño desapareció. El sacerdote comprendió mi expresión incrédula.
—No se preocupe. Estará en manos de los beduinos al anochecer y en el Sinaí, mañana a la puesta del sol. Pero ahora tenemos cuestiones más importantes.
—¿El astrario? —le espeté.
—Paciencia, amigo mío. Primero, déjeme enseñarle la biblioteca.
La biblioteca estaba situada en la esquina sudeste del complejo, al lado de un antiguo molino en el que, en otra época, los monjes habían hecho su propia harina. Era una sala estrecha que se extendía a lo largo de la muralla defensiva exterior del monasterio, que había sido construida en el siglo IX y tenía diez metros de alto y dos de ancho. La biblioteca estaba iluminada desde arriba, a través de unas aberturas situadas en el centro de cada cúpula y estaba revestida de adornados pupitres de lectura y de vitrinas acristaladas de suelo a techo, del siglo XVIII, llenas de manuscritos.
El padre Mina me condujo, orgulloso, por la biblioteca, describiéndome la importancia histórica y religiosa de los textos que se conservaban en las vitrinas. Me resultaba difícil concentrarme. Estaba ansioso por ver sus investigaciones, pero tenía la sensación de que el monje me estaba poniendo de alguna manera a prueba, calibrando quizá la profundidad de mi sinceridad, mientras me ilustraba acerca de la importancia de los volúmenes. Por fin, llegamos a un pequeño arcón de roble guardado en un rincón. Con una espectacular floritura, el sacerdote sacó una pequeña llave de un bolsillo de su sotana y abrió el arcón. Sacó de él una libreta de piel, encuadernada a mano, y la puso encima de una mesa. Sus páginas manchadas y amarillentas estaban llenas de una elaborada escritura errática que recorría la página como si estuviese grabada; era francés arcaico.
—Este es uno de los grandes tesoros de la biblioteca —dijo el anciano—. Una libreta de Sonnini de Manoncourt, el naturalista y explorador francés que formó parte de la expedición de Napoleón, en 1799.
Mi corazón se aceleró: Sonnini de Manoncourt… reconocí el nombre. Al instante, me vi transportado a Goa, a la pasión en el rostro de Isabella cuando me hablaba de la carta de Manoncourt que le había enseñado Amos Jafre. Yo mismo había visto una copia de la misma en el British Museum y la recargada caligrafía que había visto en el despacho de Wollington coincidía con la mano que había escrito las páginas de esta libreta. Noté que empezaba a sonreírme. ¿Era posible que la respuesta al destino final del astrario me hubiese estado esperando aquí desde el primer momento? ¿Quizá incluso un modo de detener las capacidades predictivas del instrumento y, al mismo tiempo, de borrar la fecha de mi muerte? Mina me pasó la libreta, pero mis manos temblaban demasiado para sostener las páginas sin transmitirles mi temblor. Frunciendo el ceño, recuperó con mucho tacto la libreta.
El dedo de Mina recorrió la página hacia abajo.
—Aquí puede ver que hay notas y pequeños dibujos. Son de una naos que descubrió.
Señaló una columna de pequeños bosquejos en tinta, cada uno de los cuales mostraba un lado de la naos inscrito en un idioma que no reconocí, algo muy posterior a los jeroglíficos.
—La naos refiere una ocasión en la que la reina Cleopatra recibió como un presente un contador de estrellas, lo que usted ha llamado un astrario.
El padre Mina observaba mi rostro, tratando de ver mi reacción. Yo asentí, urgiéndole a continuar.
—Exactamente —dije.
—Este astrario es el regalo de boda que el sacerdote eunuco Potino le hizo a Cleopatra por su matrimonio con su hermano menor, Ptolomeo XIII. La naos nos cuenta la historia de la caja celeste.
Asentí de nuevo para mostrarle que estaba al corriente de estos hechos. El monje pasó la página con mucho cuidado.
—Sonnini de Manoncourt mencionó esta máquina en carta a Napoleón, diciéndole que la caja celeste podía dar la muerte así como el futuro, algo que, naturalmente, interesaría mucho a un gran conquistador. También teníamos aquí esa carta, pero la robó un visitante de nuestro monasterio en 1943.
—Amos Jafre —musité.
El monje me miró de pronto, reflejando en sus ojos negros la sorpresa, que se transformó en suspicacia.
—¿Conoce a Jafre?
—Mi mujer era arqueóloga. Ella me habló de él —respondí, en voz baja y en tono tranquilizador. De nuevo, tuve la sofocante sensación de que el astrario podía estar controlando mi vida, conectando los puntos, empujándome por una trayectoria que yo no podía ver. ¿Había algo que me hubiese atraído hasta aquí?
El viejo monje me acercó hacia él, hasta el punto de que su aliento acre me llegaba a la mejilla.
—La carta a Napoleón se escribió, pero nunca llegó a entregarse. Sonnini de Manoncourt estuvo aquí en 1778: tenemos documentos que dan fe de su visita. Hablan de una gran excitación, un gran descubrimiento que estaba a punto de hacer. Ciento sesenta y cinco años más tarde, en 1943, antes del final de la guerra, cuando todo era un caos, Amos Jafre vino aquí a investigar la visita de Sonnini. Pero después de que tuviera unos extraños visitantes, se asustó mucho. Robó la carta y huyó. Quizá usted sepa por qué —me dijo, interrogativo, el padre Mina, mirándome a los ojos, directamente y sin pestañear.
Moví la cabeza, preguntándome de repente si esto era una especie de tinglado, una trampa para hacer que revelara el paradero del astrario.
—Encontré la libreta después de que él se fuera, oculta en un anuario botánico. Dediqué cinco años a traducir la libreta después de la huida de Jafre —comentó el padre Mina, siguiendo a continuación, mientras pasaba las páginas con sumo cuidado—. Estaba seguro de que encerraba la razón de la traición de Jafre. Éramos buenos amigos, por lo que, con respecto a mí, fue una doble traición. Esta naos sobre la que escribió Sonnini debe de estar relacionada con la carta a Napoleón. Pero lo más interesante de todo es esto… —dijo, señalando una oración de la última página de la libreta—. Esta palabra significa «cáliz envenenado». Potino, el sacerdote eunuco que entregó el astrario a la reina Cleopatra, también trató de asesinar a Cleopatra para hacerse con el trono, con el hermano de Cleopatra, Ptolomeo XIII, que tenía doce años, como príncipe marioneta. El astrario es un instrumento que lo mismo da la fortuna que quita vidas: un cáliz envenenado —concluyó dramáticamente, como complaciéndose en su propia representación.
Eché un vistazo a la carta: la fecha de mi propia muerte parecía bailar entre los jeroglíficos, riéndose de mí.
—¿Dice algo acerca de cómo destruir el astrario o incluso cuál pueda ser el lugar en el que deba estar?
El monje levantó la vista hacia mí, sorprendido y curioso a la vez.
—Nada, amigo mío. Solo que la caja celeste es un objeto sagrado y pertenece a los dioses, a Isis, para ser exacto. Pero no se asuste, es una leyenda, un mito. Yo, por mi parte, no creo en el poder de esos objetos —concluyó, poniendo con suavidad una mano en mi hombro. Procuré que el gesto me aportara tranquilidad—. No puedo creer que el profeta Moisés lo utilizara para dividir el mar Rojo. El profeta no necesitaba magia. Tenía a Dios de su parte —dijo Mina sin más; después, sonrió beatíficamente.
Aquella noche, me retiré pronto, después de ver cómo desaparecía el sol tras la torre principal, considerando si yo, como centenares de monjes antes que yo, no debería montar guardia en ella, para detectar a posibles atacantes en el desierto.
Ahora, el aire refrescaba y la seca brisa del desierto traía ruidos de la aldea cercana: sonidos de niños que jugaban, la bocina de un coche, una radio distante. Sin embargo, aquí, entre los muros del recinto rectangular, tenía la sensación de que el tiempo estaba en suspenso, en el aire, sobre un mundo contemporáneo mucho más rutinario.
De vuelta en mi celda, dejé el astrario envuelto y escondido. Si los diales seguían moviéndose inevitablemente hacia mi muerte, podía esperar hasta mañana. Desenrollé mi colchón y me derrumbé sobre él a dormir sin soñar.