17

Londres, junio de 1977

La brumosa luz diurna inglesa contrastaba enormemente con la resplandeciente de Egipto. El viaje en coche desde Heathrow me llevó a través de la zona de fábricas a los suburbios exteriores de Londres; después, a Chiswick, con sus grandes casas y jardines Victorianos, el más denso Shepherds Bush, las casas de huéspedes adosadas de Notting Hill y, finalmente, a West Hampstead. El paisaje suburbano me sumió en los olores, vistas y sonidos de Inglaterra.

Bajé del taxi. Se oía un débil sonido de música reggae, que salía de alguna parte, y el canto de los pájaros, y se notaba esa particular humedad que impregna siempre el aire de principios del verano, una lánguida sensualidad que sorprende invariablemente incluso a los mismos londinenses. Miré la casa victoriana con balcones; nuestro apartamento estaba en el piso de arriba. Las cortinas estaban echadas. Al levantar la vista, sentí por un momento como si Isabella las abriese y se asomara, mirando hacia abajo con cara ansiosa, buscándome en la calle, como hacía siempre cuando me esperaba a la vuelta de un viaje. Pero las cortinas seguían echadas y por poco me fallan las piernas al invadirme el dolor.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el taxista, sacando la cabeza por la ventanilla.

Asentí y me volví para sacar la maleta del coche. El taxi arrancó y, mientras llevaba el equipaje a la acera, me di cuenta de que los gemelos de la puerta de al lado estaban mirando desde su jardín delantero, uno hurgándose la nariz con indiferencia, mientras el otro se rascaba una rodilla costrosa. Hijos de una pareja recién divorciada, su madre, trabajadora, raramente estaba en casa, e Isabella los traía con frecuencia a nuestro apartamento para tomar el té y las delicias turcas que Francesca enviaba desde Egipto.

—¡Señor Warnock! —me llamó Stanley, el hermano mayor, asomado ahora a la puerta del jardín, con su rostro prematuramente envejecido, paliducho y preocupado. Me volví a regañadientes: este era el momento que había estado temiendo—. ¿Dónde está Issy? —preguntó, con un temblor en la voz que delataba su ansiedad—. No se habrá marchado y divorciado, ¿no?

—Stanley, acabo de llegar de un largo viaje y…

—Ella le dejó, ¿no? —dijo Alfred, que se había reunido con su hermano a la puerta, mirándome los dos con una desafiante acusación en la mirada, el pelo rubio muy cortado sobre sus estrechas cabecitas y una desconfianza precoz hacia todo lo relacionado con los adultos.

Vacilé. Ambos adoraban a Isabella. Ella les había enseñado incluso algunas palabras de italiano, que repetían solemnemente con un atroz acento del norte de Londres, cautivados por sus expresivos gestos: buongiorno, buonasera, arrivederci. Momentáneamente abrumado, me senté sobre la maleta, incapaz de responder. Oí el crujido de la puerta al quedar abierta.

Un minuto después, sentí unos deditos fríos que se deslizaban entre los míos.

—Señor Warnock, ¿está enfermo?

Stanley estaba de pie frente a mí, con los ojos abiertos como platos con un aire de tragedia que no concordaba con su edad.

Levanté la vista hacia él.

—La he perdido —susurré.

—¿Perdida? ¿Cómo puede perder a una persona? —preguntó Alfred, que, incrédulo, todavía estaba indeciso en la puerta. Pero, al ver el temblor del labio de Stanley, me di cuenta de que el mayor lo había comprendido.

—Vamos, Alfred —dijo y, con los ojos apretados, se llevó a su hermano a su jardín.

Nuestro apartamento estaba en West Hampstead, un suburbio lleno de desposeídos de clase media: divorciados, solteros, solteronas solas en sus estudios y acurrucadas en torno a la tetera eléctrica. Pero era la parte de Londres que más me gustaba; me encantaba su ubicación semi-urbana. El apartamento era pequeño; lo había comprado cuando empecé a trabajar, utilizando el contrato como garantía para conseguir una hipoteca. Había sido una ocasión memorable: era el primer miembro de mi familia propietario de un inmueble y, a los veinticuatro años, tenía la sensación de estar rompiendo un ciclo de pobreza que había durado varias generaciones.

Era un apartamento de un solo dormitorio; en realidad, era una gloriosa transformación de un ático. La cocina era del tamaño de un armario grande con vistas al patio de cemento de la puerta de al lado. El salón, que servía también de comedor, era de dos niveles; unos escalones de madera llevaban al dormitorio, con el espacio suficiente para una cama de matrimonio. El techo era tan bajo que a duras penas podía ponerme de pie. Lo mejor del sitio era la pequeña terraza a la que daba el ventanal del dormitorio. Estaba situado entre dos altas chimeneas victorianas de ladrillo rojo: un santuario oculto a las miradas de las ventanas de los edificios circundantes que ofrecía una vista sin obstáculos del noroeste de Londres. Cuando hacía buen tiempo, sacaba el gran telescopio que guardaba doblado, pegado a la pared del dormitorio y lo colocaba sobre su larguirucho trípode. Más allá del cielo anaranjado de la ciudad, las estrellas eran mi escala metafísica, una forma de escapar de la claustrofobia tanto de Londres como del apartamento.

Trasladé la maleta hasta la entrada y la subí por la escalera. La pintura estaba estropeada y levantada; la alfombra, manchada y usada por mil inquilinos anteriores a nosotros, y un fuerte olor a curry venía del apartamento de la joven pareja india sij que vivía en el primer piso. Me detuve en el rellano.

—¿Oliver?

Mi vecino miró por la puerta parcialmente abierta de su apartamento, con la cadena todavía enganchada.

—Hola, Raj —dije.

Suspirando aliviado, Raj desenganchó la cadena y salió al rellano. Llevaba una camiseta sudada, un turbante blanco y el pantalón de su uniforme de conductor de autobús. Sus ojos estaban cansados y ansiosos.

—¿Acabas de salir del turno de noche? —pregunté, sorprendido por el placer que sentía al ver su rostro familiar.

—Sí señor —dijo, tendiéndome la mano y, con voz cascada por la emoción, añadió—: Oliver, tu hermano nos contó tu terrible pérdida. Mi mujer y yo sentimos una pena inmensa; ya sabes que los dos queríamos mucho a Isabella.

—Muchas gracias.

Pude ver a la mujer de Raj, vestida con un sari, tímidamente situada detrás de él. Al estrechar la mano de Raj, traté de contener el montón de emociones que se agolpaba en el pecho. Incómodo, Raj entró de nuevo discretamente en su apartamento.

—Aisha, ha vuelto.

Su esposa, cuya delgada figura irradiaba una fragilidad vítrea, me ofreció una lata de galletas.

—Debes de estar cansado y hambriento y tu frigorífico estará vacío. Te he hecho unas sarnosas. ¡Anda, pruébalas!

Agradeciendo mucho a ambos sus atenciones, tomé bajo el brazo la lata.

Una vez cerrada la puerta, me quedé parado mirando fijamente el rellano siguiente, mi puerta, desgarradoramente evocadora con su pintura azul y su pomo de latón, atrayéndome a través de los balaustres. Agarrando la lata de galletas como un hombre a punto de ahogarse se aferraría a una boya, subí las escaleras.

El apartamento era una caverna oscura que apestaba a humo de tabaco rancio y a beicon frito. Con todas las cortinas echadas, encerraba la melancolía de la vida de alguien más, un pasado que apenas reconocía ahora. Incluso a esta débil luz, pude ver varios platos sucios en el suelo, una bata tirada sobre la televisión. Una lámpara de lava brillaba en un rincón, con su nebulosa masa de cera espesándose en lento movimiento como un hongo extraño.

Isabella había insistido en que Gareth tuviera un juego de llaves para que pudiera utilizar el apartamento como retiro ocasional del mundo frenético en el que vivía. Era obvio que había estado allí y que no había limpiado nada. Recogí los platos y los llevé a la cocina. Bueno, al menos estaba comiendo, me tranquilicé. Se avecinaba la tarea de abordar el brote más reciente de adición de mi hermano: una perspectiva deprimente.

Cerré el grifo que goteaba y volví al salón. Era una cápsula de tiempo, en la que los objetos que contenía habían estado sumergidos: el polvo y los microscópicos desechos humanos de una vida anterior, una vida suspendida en el aire inmóvil.

Subí los escalones que llevaban al espacio del dormitorio. La bata de Isabella permanecía en un colgador de la pared.

Hundí la cara en la seda y respiré profundamente. El olor de nuestro sexo todavía persistía en sus pliegues, los retorcimientos amorosos de pierna y piel.

Me arrodillé en el suelo y enterré la cabeza en esta tienda del recuerdo, preguntándome si podría seguir adelante. Estaba en caída libre en su ausencia. Si fuese completamente sincero conmigo mismo, creo que podría haber estado esperando alguna especie de signo externo que me diese una razón para continuar, que Isabella me hablara desde el otro lado del muro invisible que separaba a los muertos de los vivos.

Nada alteró el silencio. Después, lentamente, el sonido de una lejana furgoneta de helados que emitía un tintineante Greensleeves y el rugido de un avión que pasaba sobre la casa llamaron mi atención. De repente, me entraron ganas de borrarlo todo: el pesado laberinto de Egipto, el astrario, el incesante suplicio de la pérdida…

Cogí la papelera de acero, abrí la cómoda y empecé a sacar toda la ropa de Isabella: jerséis, blusas, faldas, ropa interior… ahora, ropa de un fantasma, un fantasma que estaba decidido a exorcizar. Metí todo lo que pude en la papelera; después lo llevé a la terraza del tejado. Vacié un frasco de gasolina de encendedor sobre la ropa y acerqué una cerilla al montón.

Me dejé deslizar sobre la pared y me senté, apoyando en ella la espalda. Mientras cada objeto se arrugaba y empezaba a arder, recordaba las ocasiones en las que ella lo había llevado: un vestido indio de algodón elevándose alrededor de sus piernas bronceadas mientras bailaba en un concierto de rock; un traje de chaqueta que llevaba a sus conferencias; un camisón que se ponía, sin ser consciente de la señal que enviaba al hacerlo, cuando quería hacer el amor.

Emocionalmente agotado, me acurruqué y cerré los ojos.

El sonido de unas pisadas me despertó. Silueteada sobre el cielo de la tarde, estaba una joven, cuyo pelo suelto enmarcaba su rostro como una melena.

—¿Oliver? —dijo.

Desorientado, tropecé. Debía de haber estado durmiendo varias horas.

—Perdón. Soy Zoë, la compañera de Gareth —añadió e indicó la ventana abierta por la que debía de haber trepado para llegar a la terraza—. He sido muy atrevida. Entré por las buenas. Gareth tenía las llaves. No sabe que has vuelto ni nada…

—Estás perdonada. ¿Así que eres la persona que llamó a mi oficina de Alejandría?

Zoë dio unos pasos hasta la sombra y, finalmente, pude verla con claridad. Llevaba unas botas de Dr. Martens, medias de red de color rojo oscuro y un traje de fiesta azul, de lúrex, con vuelo desde la cintura; su pelo, teñido con alheña, le caía sobre los hombros y su rostro tenía una belleza prerrafaehta que marcaba un fuerte contraste discordante con su vestido. A pesar de la fuerte sombra de ojos de color rojo oscuro, parecía ridículamente joven.

Me miró de arriba abajo con franqueza; para fastidio mío, me produjo una sensación cautivadora.

—Te pareces a él; mayor, eso sí —dijo ella. Cambié de tema, pasando a terreno más firme.

—¿Está bien Gareth?

—Depende de lo que consideres «bien». Esta noche toca, por lo que pensé que podías venir y verlo por ti mismo. Personalmente, nunca lo había visto tan autodestructivo.

—¿En qué sentido?

Me miró directamente a los ojos; después, decidió ser sincera.

Speed. Bueno, todos nos lo permitimos. Lo que pasa es que Gareth lo pasa tan mal que le asusta dormir. Es como si estuviese realmente aterrorizado, como si cerrar los ojos pudiera matarlo. La mayor parte del tiempo razona, pero después empieza a hablar de gente que viene a robarle el alma.

—Eso no es muy racional.

—¿No? —replicó Zoë con desenfadada ironía.

Acercándose a la papelera que todavía ardía, sacó uno de los sujetadores de Isabella a medio quemar, alambres y puntillas, y lo levantó.

—No creo que todo sea racional.

Esperaba una explicación de la ropa quemada; no se la di. Ella dejó caer el sujetador quemado sobre las brasas.

—Me parece que tenemos algunas cosas en común. Lanzó la observación como si fuese una paradoja —¿Aparte de mi hermano?

—Un interés por la piedra, las rocas… La miré con curiosidad.

—¿No te lo dijo Gareth? —continuó.

—Me temo que no; nunca hemos hablado mucho, tanto por culpa mía como suya —repliqué, preguntándome cuánto le habría contado él de mí.

—Soy escultora; trabajo sobre mármol —añadió, con una seriedad que resultaba atractiva—. Tú eres geólogo, ¿no?

—Geofísico, que es mucho menos romántico —dije sonriendo—. ¿Qué edad tienes?

—¿Impide mi edad la posibilidad de que me tomes en serio?

—¿Como artista o como mujer? —Te lo estoy preguntando.

—Creo —dije, inclinándome hacia adelante para enfatizar mi afirmación— que, por mi edad, podría ser tu padre.

—Pero no eres mi padre, y, si quieres saberlo, murió el año pasado en un accidente de coche, y sospecho que era varios años mayor que tú.

De repente, su aspecto de endurecida indiferencia desapareció. Tuve que reprimir el impulso de abrazarla.

—Lo siento.

Zoë se estremeció.

—Así que, ya ves, tenemos otra cosa en común. Dirigió la mirada a los tejados antes de volverse de nuevo hacia mí.

—Estuve una vez con tu mujer, en la casa okupa. Le dijo a Gareth que rompiera conmigo; creía que yo era demasiado intensa y, probablemente, demasiado joven.

Me eché a reír.

—Eso me suena a Isabella; siempre le estaba dando consejos sobre su vida amorosa.

—Es cierto, tenía razón. Soy demasiado intensa… —dijo, con voz que se iba apagando, y señaló la papelera que ardía—. Es difícil encontrar las palabras…

—Es que no hay ninguna.

Ella asintió con la cabeza, agachándose y apoyándose sobre la pared. Encendió un cigarrillo.

—El mármol está formado por conchas marinas prensadas durante millones de años, ¿no? Por eso tiene esa translucidez… la luz de todos los océanos antiguos.

—Exactamente —respondí, sonriendo—. Y el petróleo está formado por materia orgánica prensada durante millones de años y ese color negro dorado es la melosa luz del dinero que brilla a su través.

—Pero, ¿trabajar solo por dinero no acaba corrompiendo? —persistió Zoë.

—Te diré un secreto. Lo que me excita no es el dinero, sino la búsqueda. Encontrar algo que puedo sentir que está allí.

Asintió.

—Siento eso cuando miro un bloque de mármol. Veo la forma oculta en la roca; después, la libero esculpiendo.

—¡Bingo! Eso hace que sean tres cosas las que tenemos en común —bromeé.

La expresión de Zoë titubeó; después volvió a la seriedad.

—¿Qué crees que nos ocurre cuando morimos, cuando quedamos aplastados durante millones de años?

Miré hacia la lánguida tarde de verano; las carcajadas de los niños que jugaban abajo ascendían con el débil aroma del césped segado.

—Nos hacemos uno con el universo, la naturaleza que se recicla a sí misma. Es sencillo —respondí finalmente.

—Nada es sencillo.

Zoë lanzó su tercer cigarrillo.

—Tengo dieciocho, por si te lo estás preguntando —dijo. Se levantó y añadió—: Ella sigue aquí, lo sabes.

Por un momento, pensé que no había oído bien.

—¿Cómo dices?

—Tu esposa, aún no se ha ido. Sigue aquí; está contigo.

—Mira, casi no te conozco…

—¡Uy! Otra vez estoy siendo demasiado atrevida. Lo siento. A veces hablo demasiado. Tendrás que soportarlo. Ven esta noche a la actuación… por favor. Gareth te respeta mucho. Se pondrá muy contento si estás allí. No te hubiese llamado si no creyera que la situación es grave.

Zoë sonrió, una conmovedora media sonrisa que suavizaba la ferocidad de su maquillaje. Había en ella una desconcertante madurez, a pesar de su juventud, y era difícil pasar por alto su belleza.

—El no sabe que has vuelto ni que yo te llamé —continuó—. ¡Menuda familia orgullosa!… Gareth se moriría antes de pedir ayuda. Siento mucho lo de tu mujer. Tuvo que ser alucinante. A Gareth, la noticia le sentó realmente mal.

—Eran muy amigos.

—La banda toca en The Vue. Llegan dentro de una hora, más o menos, por lo que hay que moverse.

Dudaba. No había pensado en la posibilidad de ver cantar a mi hermano. En realidad, nunca había visto tocar al grupo de Gareth, que había sido terreno de Isabella, y yo, semiinconscientemente, evitaba las actuaciones: a una parte de mí le aterrorizaba que pudiera no tener tanto talento como esperaba. Tenía que creer en su futuro de un modo en que mis padres nunca habían creído en el mío, lo que significaba que yo necesitaba que fuese bueno, realmente bueno.

Lancé la mirada sobre los tejados, la regularidad urbana discordante, tras el perfil de Alejandría. El sol había empezado a esconderse más allá del horizonte.

—Vamos, ven conmigo —dijo Zoë—. Mejor será que quedarse aquí dando vueltas. Pero ni se te ocurra llevar ese estúpido traje.