8
El olor a kushari, un plato típico a base de arroz, lentejas y pasta, que venía de la cocina me despertó. Hambriento, me senté en la cama, pero caí de nuevo, aplastado por una fuerte resaca, sobre las almohadas. Esperé unos momentos; después, di una voz a Ibrihim, que confirmó que ya había pasado el mediodía.
Con cuidado, fui al cuarto de baño. Una serie de huellas de garras de ave estaban claramente marcadas en el polvo de talco que derramé sobre la repisa de la ventana la noche anterior. La ventana estaba entreabierta, aunque estaba seguro de haberla cerrado. ¿Acaso podría haber entrado un ave a través de los postigos abiertos del dormitorio mientras dormía?
El tatuaje del ba del tobillo de Isabella pasó fugazmente por mi mente. Después, recordé los acontecimientos de la noche anterior. La presencia de Isabella había sido muy vívida. ¿Había sido real? Mi terror había sido bastante real. Las advertencias de mi madre sobre las almas atrapadas en el purgatorio por los pecados no confesados volvieron de pronto hasta mí. De niño, aborrecía el miedo que me provocaban estos cuentos; precisamente ellos habían sido la causa de mi decisión de vivir sin las ataduras de la superstición. Pero Isabella había significado una vida «buena». De repente, pensé de nuevo en el extraño encuentro con Demetriu al-Masri, después del entierro de Isabella, en el horror de sus órganos desaparecidos. ¿La habían enterrado incompleta, condenándola de alguna manera?
Locura de pesadillas de católico no practicante, me dije a mí mismo, desnudo en medio del cuarto de baño. Esto no es racional, es pura coincidencia: el sueño, el hecho de que un pájaro entrara por la noche. Esto es el dolor que se entrelaza con una historia fantástica.
Abrí la ducha y entré bajo la lluvia de agua fría, dejando que me golpeara la cara y los hombros, tratando de exorcizar las imágenes de la noche anterior. Pero la mirada de súplica y desconcierto de Isabella se había grabado a fuego en mi memoria.
Salí de la ducha, me puse una toalla en torno a la cintura y fui a la biblioteca.
La pequeña estancia cuadrada estaba forrada de roble oscuro con ribetes de bronce. Las paredes estaban cubiertas de estantes, muchos de ellos llenos de libros de Isabella. El volumen que buscaba estaba en el estante superior, entre obras de Robert Graves y Giovanni Belzoni: The Meaning of Ba.
Abrí el libro por una foto de una efigie de madera del rey Tutankamón en su lecho funerario. Estaba flanqueado por dos aves de madera: una con rostro humano, su ba; la otra mostrando el rostro del dios Sol, Horus, dando a entender que el ba de Tutankamón era el de un faraón, un dios vivo. Pasé a la página siguiente y empecé a leer:
El jeroglífico utilizado para escribir «ba» era una cigüeña jabirú, mientras que, en el arte funerario, se representaba como un ave con cabeza humana y, a veces, con brazos humanos. Cualquiera que fuese su imagen, se consideraba que el ba siempre estaba ligado al cuerpo y solo quedaba libre en la muerte, después de la cual podía volar a cualquier sitio, incluso a la luz del sol.
A menudo se plantaban árboles al lado de las tumbas para dar sombra a las aves-almas antes de que volaran hacia las estrellas, llevándose con ellas todo lo que hubiera hecho el humano fallecido. Los antiguos egipcios facilitaban esa marcha construyendo una falsa puerta o ventana en una pared de la tumba.
Yo recordaba que el tatuaje del ba de Isabella tenía su mismo perfil. Ella me había dicho que se lo había tatuado en el tobillo para asegurarse su camino a la otra vida. Con respecto a esta cuestión, había sido muy seria y en el tatuaje había algo desconcertante: su perfil vulnerable, con la nariz característica y el gran ojo; sus patas de ave y sus grandes garras aparentemente preparadas para volar.
¿Era posible que hubiese experimentado una especie de visita del ba de Isabella, que Demetriu tuviera razón? Consideré por un instante la idea, desechándola de inmediato por ridícula. Pero sembró una sombra de duda. Perseguido por la farsa del cuerpo profanado de Isabella, sabía que tenía que descubrir por qué había ocurrido y cómo.
Unos golpes fuertes y persistentes en la puerta principal me sobresaltaron; se oyeron a continuación los pasos de Ibrihim, corriendo a responder. Me puse en pie de un salto, al recordar la advertencia de Faajir. O quizá fuese la policía, que viniese a registrar la villa con algún pretexto. En vez de eso, oí tronar la voz de Barry mientras subía por la escalera.
—¡Compañero! ¡Recoge tus bártulos! ¡Te llevo fuera!
El restaurante Union era uno de los últimos bastiones del Egipto colonial. Favorito de la sociedad alejandrina antes de la nacionalización, todavía mantenía algo de su antiguo encanto. Los jefes de rango llevaban trajes negros (ahora desgastados por los puños y los cuellos) y pajaritas, mientras que los camareros lucían gorros blancos y chilabas marrones. El papel decorado de colores rosa y marrón había empezado a despegarse y las cortinas de terciopelo estaban manchadas, pero el piano todavía estaba reluciente y la pianista llevaba pendientes con diamantes auténticos. En el cénit de la gloria del Union, el caviar blanco venía en vuelo directo desde Irán, mientras que el foie gras francés y el salmón escocés se conseguían con facilidad. Ahora, la cocina dependía del mercado negro. En un buen día, era posible pedir chuletas de cordero australiano, salsa de menta y cuscús y dejarte arrastrar por una nostalgia que sabías que no era tuya cuando un jefe de rango te indicaba dónde solía sentarse Montgomery y qué mesa era la favorita de Churchill.
Barry era íntimo amigo del maître d’hótel, Fotios Fotaros, que era el centro de todos los cotilleos sociales y no solo conocía a todos los antiguos poderosos de la diáspora europea, sino a sus hijos y nietos. Era el conservador de la historia. Fotios, a cuyos oídos había llegado la noticia del ahogamiento de Isabella, nos colocó en la mesa principal, en un hueco cercano a la pianista que estaba tocando una versión triste de La Mer. El maître le había facilitado también a Barry su habitual botella de whisky Johnny Walker, etiqueta negra.
Al principio, pensé que Barry había venido con alguna noticia excitante acerca del astrario, pero resultó que había quedado en reunirse con una periodista norteamericana, que quería conocer el punto de vista de Barry sobre la reacción local a las iniciativas de paz de Sadat con el presidente Carter, de Estados Unidos. Convencido de que no había que dejar solo durante mucho tiempo a un hombre en pleno duelo, Barry había insistido en que lo acompañara mientras el astrario estaba desalinizándose en su apartamento, un proceso que podía durar varios días.
—¿Crees en los espíritus? —le pregunté. Todavía no era media tarde y ya iba por mi tercer whisky.
—Compañero, creo en todo, excepto en los gnomos con gorros rojos y campanillas. Aunque diga eso, he visto, en realidad, a algunos gnomos con gorros rojos y campanillas… solo que no creía en ellos. Sin embargo, nunca he visto un espíritu sin estar borracho, colocado o en la escalera al cielo. ¿Por qué?
Terminé mi copa. El calor del whisky me llegó al cráneo, descendiendo después hasta el estómago. Necesitaba anestesiarme, aunque solo me hiciera olvidar momentáneamente.
—Por nada. ¿Pero crees que puede haber una razón psicológica por la que alguien pudiera pensar que lo hubieran embrujado?
Barry me miró.
—No sé… ¿culpa, duelo, la sensación de una tarea inacabada? Pero, si esto tiene que ver con Isabella, olvídalo. Es más probable que su ausencia repentina haya dejado una sombra, una presencia que todavía esperas. Yo solía tener muchas de esas en San Francisco, cuando estaba alucinando. Debes tener en cuenta también que el tiempo no es lineal.
Mi corazón se hundió; había sido una locura esperar del australiano una explicación con fundamento empírico.
—Bueno, háblame de esa periodista —le pedí, cansino.
Barry aceptó el cambio de tema de conversación sin comentarios.
—Es la corresponsal de la revista Time en Oriente Medio. Está aquí cubriendo el diálogo entre Carter, Sadat y Begin, con la idea, un pelín absurda, de que Sadat pudiera tomar realmente la iniciativa del proceso de paz. Algún listillo le dijo que yo era el tipo indicado para el chismorreo local.
—Tan terriblemente serio e ingenuo como todos los demonios, probablemente —comenté en tono cínico.
—¿Por qué me voy a preocupar mientras compre?
En ese preciso momento, se produjo una visible reacción que se propagó por todos los hombres que estaban en el restaurante, la clase de reacción que indica la llegada de una mujer atractiva. Barry y yo levantamos la vista. Una glamurosa mujer rubia que llevaba un vestido negro de cóctel estaba de pie, en la puerta, escudriñando las mesas. En un instante, Fotios estaba a su lado. Señaló nuestra mesa y ella comenzó a abrirse camino hacia nosotros. Ambos mirábamos, un poco sorprendidos.
—¡Caray, qué tía! Está buenísima. Guarda el babero, Oliver, tenemos compañía.
Retirando su gran melena de la cara, Barry se enderezó en su silla.
Cuando la periodista se nos acercó lo suficiente, pudimos ver su rostro con claridad. Para absoluto asombro mío, me di cuenta de que la conocía. Era como ver a un fantasma del pasado y no pude reprimir un estremecimiento de emoción al ver un rostro por el que había estado obsesionado mucho tiempo atrás. Llegó hasta nuestra mesa y alargó la mano para estrechar la de Barry. Era evidente que no me había reconocido aún, pero hacía entonces casi veinte años que habíamos sido amantes.
—¿Barry Douglas?
Su rica y profunda voz, tan familiar, suscitó en mí una oleada de recuerdos casi dolorosa. No podía quitarle los ojos de encima. Ella todavía no había mirado en mi dirección.
—Es posible —bromeó Barry.
—Rachel Stern, de la revista Time.
Se estrecharon las manos y Barry se volvió hacia mí.
—Y este es Oliver Warnock, el mejor geofísico del mundo del petróleo. Está pasando un momento condenadamente malo, por lo que espero que no te moleste su presencia. Rachel Stern cruzó su mirada con la mía y pude observar el flujo de reconocimiento que cruzaba sus facciones. Para mi satisfacción, se ruborizó brevemente.
—Pero si nos conocemos… ¿Cómo estás, Oliver?
La expresión de Rachel no indicaba ahora sino una falsa diplomacia. Se notaba que habían pasado los años —una arruga en la comisura de los párpados que cerraban aquellos ojos azul oscuro, cuya inclinación delataba un débil gen mongol de algún lugar de su herencia rusa—, pero, aparte de esto, era como yo la recordaba: la nariz y el mentón fuertes, la boca desproporcionadamente grande, el juego del humor alrededor de los labios, la misma impresión de cabello rubio y enmarañado que sobresalía en triángulo de su cabeza. Sin embargo, una aguda inteligencia y una tangible seguridad en sí misma habían reemplazado el aire de curiosidad que había definido a la joven mujer a la que conociera de estudiante.
—¿Rachel Stern? —pregunté.
—Stern es mi apellido de casada… era mi apellido de casada.
Se sentó a la mesa y llamó al camarero.
—¿Puede traerle a los chicos otra botella?
Tras una rápida mirada a mi expresión aturdida, Barry dijo al camarero:
—Johnny Walker, etiqueta negra, y un plato de aceitunas, por favor.
Se volvió hacia Rachel.
—Confío en que será por gentileza de la revista Time, ¿no?
Rachel sonrió.
—Naturalmente.
Procuré no mirar; todavía no podía creer que fuera ella. Quizá fuese el hecho de que ya estuviese bastante bebido, quizá, el carácter surrealista de la coincidencia, pero tenía la sensación de que otro extraño giro de la suerte acababa de marcar mi vida.
Conocí a Rachel Rosen, como se llamaba entonces, en un cóctel en Londres, a principios de los sesenta. El anfitrión, un mutuo amigo, era un cáustico pero erudito marxista al que conocí a través de la sección del Imperial College del Partido Socialista de la Gran Bretaña. Yo estaba en el segundo curso de mi carrera y Rachel, unos años mayor que yo, estaba terminando su máster en Relaciones Internacionales en la London School of Economics. Comenzamos nuestra relación después de una discusión sobre Stalin y vivimos juntos durante más de un año. Rachel, mi primera mujer mayor y mi primer amor auténtico, me había abierto a toda clase de sofisticaciones culturales y algunos de los amigos que me presentó entonces aún seguían siéndolo. Pero yo era muy joven y muy vehemente y, al final, sospecho que fue esa vehemencia lo que la apartó de mí. La relación acabó cuando ella partió repentinamente a Nueva York, a causa de ciertos problemas familiares… al menos, esa había sido la excusa. Pero yo le estaba eternamente agradecido por una cosa: Rachel fue la única persona de aquella época que creyó realmente en mí, tanto en el plano profesional como en el de una persona capaz de trascender sus orígenes. Y eso, para un muchacho de veintitrés años con un enorme chip de clase trabajadora a sus espaldas, no tenía precio.
Cuando el camarero me puso delante la nueva botella, Rachel se volvió hacia mí, con expresión serena pero abierta.
—¡Cuánto me alegro de verte, Oliver! Me dijo un pajarito que acabaste trabajando en Oriente Medio, pero no esperaba encontrarte en Alejandría.
—Estoy trabajando en el campo petrolífero de Abu Ru-deis. Ahora tenía que estar allí, pero…
Mi voz vaciló; en realidad, no me salían las palabras.
—Oliver ha perdido recientemente a su mujer… una condenada tragedia —dijo Barry sin rodeos.
—¡Oh!, lo siento mucho.
El sentimiento en la voz de Rachel era auténtico. Me volví, temiendo echarme a llorar. El salón se balanceaba ligeramente.
A pesar de saber que estaba bebido, no pude reprimir la urgencia de contarle a Rachel el ahogamiento, como si decírselo a alguien de mi pasado pudiera poner de alguna manera en perspectiva la muerte de Isabella. Antes de que pudiera evitarlo, estaba en pleno relato.
—Isabella es, era arqueóloga marina, puntera en su campo.
Estaba llevando a cabo una serie de inmersiones en el puerto. Estaba obsesionada con un astrario, una ridícula pieza de metal. No pude convencerla de que no hiciera aquella inmersión… —dije, mientras tomaba mi cuarto whisky—. Yo estaba con ella… cuando se ahogó.
Barry tosió y se rompió el hechizo. Rachel alargó la mano y apretó la mía; después la soltó.
—No puedo imaginarme lo terrible que debe de haber sido para ti —dijo—. Y tan lejos de casa.
—¿Casa? Viajo tanto que ya no sé siquiera dónde está.
No podía reprimir la amargura de mi voz. Me serví otro whisky.
Barry me puso una mano en el hombro.
—Compañero, ¿no crees que deberías tomártelo con calma?
—No esta noche… esta noche trato de olvidar quién soy.
—Está bien, pero creo que debes dejar de beber un rato. Se volvió hacia Rachel.
—Henries, el estúpido hijo de puta inglés, me dijo que estabas informando sobre la reacción egipcia a la mediación de paz de Carter. Te lo voy a decir: el presidente Sadat es un valiente cabrón incluso para hablar con los israelíes. ¿Sabes lo impopular que es aquí? La mitad de la gente ha perdido a hijos y hermanos en las dos últimas guerras, y eso por no mencionar a los saudíes y a los sirios: si Sadat firma la paz, estos le cortan el cuello. Hay ahí un montón de locos cabrones que venderían a su madre para sabotear una cosa así y van a tomar toda clase de medidas extremas para asegurarse de que eso no ocurra. ¿Y qué decir del joven coronel Gadafi, allá en Libia? Tenemos a los egipcios manifestándose delante de la embajada de Libia y a los libios irrumpiendo en la embajada egipcia en Libia. Créeme, si fuese tú, tendría mucho cuidado antes de empezar a fisgonear por ahí. Toda la región es una bomba de relojería esperando a estallar.
—Me parece que he encontrado al tipo adecuado. ¿Estarías dispuesto a ayudarme?
—Te diré lo que vamos a hacer: ven el jueves por la noche, cuando el viejo juega su partida de backgammon y te presentaré a los ancianos de la tribu local. Respetan mucho al gurú Barry.
—Así lo haré.
Hicieron entrechocar sus copas en un brindis. Yo miraba, vagamente consciente de que el alcohol había empezado a hacerme sentir agresivo.
—No puedes ser tan ingenua que creas que Carter vaya a lograr nada —dije, inclinándome hacia Rachel, bamboleándome un poco.
—En realidad, creo que, en esta ocasión, los jugadores están comprometidos —replicó ella con cautela—. Eso es la mitad de la batalla.
—Tú y yo sabemos que Sadat y Begin necesitan tener detrás a sus respectivos pueblos. A los israelíes no les gusta Carter.
—Y no les gusta Kissinger. Escucha, Carter ha hablado con Sadat, Hussein y Rabin. La semana próxima estará con el Presidente sirio en Ginebra. Camp David producirá resultados. Sadat quiere la paz. Él es un nacionalista egipcio; no está por el panarabismo. Es un individuo práctico, no un sentimental. Hay razones económicas por las que Egipto buscaría la paz con Israel.
—Claro, todos sabemos hasta qué punto es práctico. La guerra del Yom Kippur… ¿recuerdas aquella pequeña iniciativa de paz? Sadat acudió al rey Faisal para convencerle de que moviera el único músculo que sabía que había en la región frente a Israel y Occidente.
—Cierto. Bueno, quizá ahora quiera recuperar los beneficios. Quizá ahora sea un hombre del petróleo, como tú —bromeó Rachel.
—Sí, acabo de encontrarla. Creo que es mi vocación.
—Y qué enorme derroche de talento. Quizá conozcas la región, pero te equivocas con Sadat. Además, él perdió la guerra del Yom Kippur, una razón más para buscar la paz.
Seguí discutiendo, con la sensación de que yo mismo estuviera observándome desde fuera.
—Egipto solo perdió; esa guerra queda mucho más cerca de lo que crees. La gente recuerda. Solo hace cuatro años; muchos jóvenes fueron masacrados… en ambos bandos.
—Y están cansados de tanta muerte —dijo Rachel, terminando su whisky—. ¿Por qué el petróleo, Oliver? Con tus antecedentes, hubiera pensado que buscarías algo un poco más igualitario, quizá incluso ecológico.
—Intervinieron las fuerzas del mercado. Ocurre en las mejores familias, ¿no, Barry?
—No, tío. Verdaderamente, lo tuyo ha contado con el apoyo de sus credenciales socialistas, por no hablar del credo de Buda.
—Tonterías. Pero, de todos modos, ¡bienvenido sea el optimismo norteamericano! —dije yo, levantando mi vaso—. ¡Que sea por muchos años!
Los otros ignoraron el brindis, y vi en los ojos de Rachel que ella ya se había formado su juicio y que yo no daba la talla. Pero me traía sin cuidado.
—Estás enfadado —dijo ella.
—Soy realista. Llevo trabajando en la región más de diez años. No es suficiente para conseguir que unos políticos se pongan de acuerdo… hay que cambiar los prejuicios y los temores de una nación entera. Es un lío muy complicado que no lo va a resolver un cultivador de cacahuetes charlatán.
No conseguí evitar el sarcasmo.
—Las historias antiguas pueden tener finales nuevos. Me aferró a mi optimismo. Ha sido un reencuentro fenomenal… y, de nuevo, siento mucho lo de tu mujer. Sin duda, pronto nos encontraremos en algún sitio.
Rachel se volvió hacia Barry y le dio una tarjeta.
—Este es mi hotel. Te veo el jueves.
Después, para mi sorpresa, se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla.
—Chao, Oliver.
Su perfume me transformó en el excitable joven que fuera una vez, desesperado por impresionar.
La miré mientras se marchaba, con su porte seguro, tan diferente de la mujer joven, excesivamente impaciente, que conocí.
—Ya has bebido bastante, tío. Te voy a llevar a tu casa. Barry me quitó de la mano el vaso medio lleno.
—Tenemos un pasado —dije.
—Ya lo veo. Para ser un inglesito traicionado, has tenido buen gusto.
—Lo tomaré como un cumplido. No te molestes en llevarme… Tomaré un taxi.
—Escucha, antes de que te vayas… —dijo, acercándome a él y bajando la voz—. La noche pasada me encontré con un viejo amigo, nativo. Ocurre que este tipo era el hijo del jardinero que trabajaba para los Brambilla en los años cincuenta, cuando el abuelo de Isabella dirigía la junta.
—¿Y?
—Hablamos del ahogamiento y él me dijo que había oído que fue Giovanni quien mató a Isabella.
—Eso es ridículo. Giovanni murió hace muchos años.
—No lo entiendes… me dijo que el abuelo echó una maldición a la nieta. La marcó para una muerte temprana. Aparentemente, los nativos lo consideraban un gran brujo.
—¿Giovanni Brambilla?
—Compañero, solo te digo lo que me dijo el tipo. Pero ten en cuenta esto: temblaba de miedo cuando me lo dijo.
—Es un sinsentido supersticioso… El abuelo de Isabella la adoraba. Fue un accidente, Barry; yo estaba allí. Un estúpido y evitable accidente.
—De todos modos, si fuese tú, le haría a la abuela algunas preguntas. En la infancia de Isabella hubo algo raro, incluso para este sitio.
Conjeturé hasta qué punto conocía realmente a Isabella. Más que saberlo, lo imaginé.
—¿Cuánto tiempo lleva la datación por carbono? —pregunté.
—Unos días, si hay suerte.
Mi corazón se hundió. Sentía que le debía a Isabella tener controlado de cerca el astrario.
—Tengo que regresar mañana a Abu Rudeis.
—¿Y si tengo que ponerme en contacto contigo?
—En el campo, tenemos un teléfono por satélite para emergencias. Ibrihim tiene el número. Pero, Barry, quizá sea mejor no hablar mucho del astrario, ¿no? Basta con que te asegures de que está a buen recaudo.
Barry me dio otro de sus abrazos de oso.
—No te preocupes, compañero. Puedes confiar en mí.