31

Ibrihim me esperaba en la parte de atrás de la villa. Muy serio, me entregó una nota del Sr. Fartime, que había recibido una angustiosa llamada de mi padre en Inglaterra y pedía que yo le llamase lo antes posible. Fartime sugirió amablemente que utilizara el teléfono de la compañía para hacer la llamada. Emocionado tanto por su preocupación como por su generosidad, le pedí prestada a Ibrihim su Vespa y, siguiendo un itinerario de calles secundarias, atravesé Alejandría, decidido a despistar a quienes me siguieran. Aparqué en la parte de atrás de las oficinas y utilicé una entrada de proveedores que estaba parcialmente oculta por un par de puestos de venta de antigüedades.

La oficina estaba vacía: era viernes, el día islámico de descanso, y, cuando saqué la llave, agradecí la intimidad.

Me senté en el escritorio del Sr. Fartime, con la sensación de un alumno travieso que hubiese irrumpido en el despacho del director de la escuela, pero me consolé con el pensamiento de que estaba allí con su permiso. Diez minutos después, la operadora tenía al habla a mi padre.

—Oliver, ¿eres tú?

Su voz sonaba vieja y débil, pero la sentía tan cercana que casi podía oler el débil aroma del tabaco de pipa que desprendía su jersey de lana. En mi mente, podía ver sus dedos largos y retorcidos, curvados alrededor del viejo receptor telefónico de baquelita.

—Papá, ¿qué ha pasado? —pregunté, armándome de valor y angustiado por Gareth y por la salud de mi padre.

—Es Gareth. No ha querido llamarte él. Parece que cree que ya tienes bastante con lo que te traes entre manos…

—¿Está bien?

—No se trata de las drogas, sino de que lo que a ti te preocupa…

Mi imaginación dio un salto adelante, pero la voz de mi padre interrumpió mis sombríos pensamientos.

—Asaltaron su casa. No pudo decir nada a la policía por razones obvias —dijo y tosió delicadamente— pero me dijo que los ladrones buscaban algo muy concreto. Parecían algo así como clientes desagradables; al parecer, le dieron una paliza a su compañera cuando los sorprendió…

Horrorizado, me incliné sobre el escritorio. Así que Wollington iba a por mí y, peor aún, yo había arrastrado a mi familia a este desastre.

—Papá, escucha, tengo que colgar para llamar a Gareth inmediatamente. Pero, antes de que yo vaya, quiero que me prometas que no responderás a las llamadas a la puerta de ningún extraño, ¿entiendes?

—No me asustan los extraños, hijo. En mi época, me enfrenté a los mejores de ellos —replicó, impertinente.

—Papá, sé que puedes cuidar de ti mismo, pero esto es diferente. Pueden ir armados. Por favor, solo te pido que no asomes mucho la cabeza durante algún tiempo.

—Oliver, ¿te has metido en algún tipo de problema?

Por primera vez en la conversación, mi padre parecía asustado.

—Saldré de esta. Tienes que confiar en mí.

—Siempre, hijo, ya lo sabes.

Cuando colgué el receptor, tuve que contener las lágrimas. La línea dio señal de llamada durante unos cuantos minutos, pero me parecieron horas. Cuando Gareth respondió, estaba convencido de que Wollington o algún matón contratado por él había llegado antes de mi llamada y que Gareth yacía ahora muerto en algún lugar de la casa.

—Gareth, papá me ha llamado —le dije, tratando de ocultar el pánico que delataba mi voz.

—No le dije que lo hiciese.

—No te preocupes por eso; hazme una descripción de los hombres.

—Eran dos, al menos eso es lo que Zoë cree que vio; a ella la dejaron rápidamente fuera de combate. Oliver, se llevaron mi libreta de notas con los diagramas del astrario y mi solución del cifrado.

Me dio un vuelco el corazón: se confirmaban mis peores temores. Wollington debía de haber sabido de la existencia del uas; claro que lo sabría, conocía a Amelia, a Hermes y a Silvio; después, me siguió a Egipto. Furioso por el allanamiento, la urgencia de proteger a mi hermano pasó a primer plano.

—¿Está bien Zoë?

—Una ligera conmoción; en realidad, a ella todo el asunto le pareció un tanto excitante, pero así es Zoë.

—¿Y tú estás bien?

—Estoy preocupado por ti. ¿Quiénes son estos chalados?

—Mira, cuanto menos sepas, mejor. ¿Puedes quedarte en casa de Zoë durante algún tiempo? No creo que vuelvan y solo irían a por ti, pero me sentiría mejor si desaparecieses durante unas semanas.

—Sí puedo hacerlo. Sabía que Isabella estaba en la pista de algo enorme, ¿no es así, Oliver?

—Gareth, no te pongas en peligro.

Cuando colgué, me invadió una soledad nueva.

De vuelta a la villa, me esperaba un informe de Mustafá sobre los avances del nuevo campo petrolífero; los datos gravimétricos que habíamos recogido de manera no oficial parecían cada vez más estimulantes. Si pudiera asegurarme el respaldo financiero y la licencia, podría acabar siendo un hombre muy rico. Reflexioné sobre si Johannes Du Voor apoyaría el proyecto; después, recordé su advertencia acerca de basarme excesivamente en la intuición y decidí esperar hasta tener datos más concretos antes de hablarle del potencial hallazgo.

Subí y salí a la terraza. Podía ver el lanudo perfil de Tinnin medio asomado fuera de su caseta. La mochila que contenía el astrario seguía enterrada tras él. Como si notara mi mirada, el alsaciano gruñó en su sueño.

Mi mente volvió a la conferencia y a la detallada crónica de Amelia acerca de la trayectoria del astrario en el decurso del tiempo. Me invadió una repentina añoranza de Isabella y me vino a la memoria el recuerdo de nosotros dos, de pie, al lado del Ganges. Habíamos estado observando cómo se lavaban y se sumergían los indios en el río sagrado cuando, de repente, nos percatamos de los apuros en los que se encontraba un bebé cuando lo arrastró una corriente imprevista; la madre gritaba, paralizada por el horror, desde la orilla. En un segundo, Isabella estaba en el agua. Nadando frenéticamente, llegó hasta el niño y lo llevó a la orilla mientras yo me limitaba a mirar asombrado. La intrépida y resuelta Isabella fue capaz de actuar en el momento preciso. Me pregunté qué haría ella ahora en mi lugar. ¿Cuáles serían los siguientes pasos que daría ella? Quisiéralo o no, ahora yo estaba tan enredado en el misterio del astrario como ella lo había estado. ¿Había tratado de decirme algo cuando me visitó en mis sueños? Me angustiaba la afirmación de Amelia acerca de la capacidad del astrario para sembrar el caos o causar buena suerte y me daba perfecta cuenta de hasta dónde se habían ensanchado los límites de mi mente en mi desesperación por resolver el enigma del instrumento. ¿Adónde me llevaban los símbolos que Isabella señaló en mi sueño? El pez, el toro y la Medusa. Sabía que el pez era una imagen cristiana. Entonces recordé que Francesca me había dado el nombre del sacerdote de St. Catherine.

Me detuve con la mano sobre la fría pared de la catedral, pensando en la primera vez que estuve allí, con Isabella. La habíamos visitado solo unos meses antes y recordaba su cara ávida, apasionada, mientras me hablaba de la santa titular: santa Catalina. Como muchos estudiosos, Isabella estaba convencida de que Catalina no era sino una apropiación cristiana de Hipatia de Alejandría, una filósofa pagana crucificada por hacer públicas sus convicciones intelectuales, que era una extraordinaria matemática y cosmóloga. Allí parado en los escalones, era como si Isabella caminara delante de mí, con su pelo negro balanceándose mientras me describía todo esto. Después, recordé sobresaltado que mi segunda visita a la catedral fue con motivo del funeral de Isabella.

Entré y sentí de inmediato el alivio del calor de la tarde. El elevado techo abovedado era un mosaico de luces de colores. Avancé hacia el altar mayor; mis pisadas resonaban en el profundo silencio. Un hombre que barría el suelo de mármol me habló en italiano ofreciéndoseme como guía. Cuando le pregunté por el padre Carlotto, desapareció por una puerta lateral. Aproveché la oportunidad para recorrer la catedral, recordando su aspecto durante el funeral, hasta qué punto me habían parecido irreales los altares, con su madera dorada y sus chillonas vidrieras.

Me detuve ante una ventana que mostraba la figura de Cristo, con la corona de espinas cortándole la frente y sus miembros escuálidos. Se estaba acercando a un anciano al que le ofrecía un manojo de llaves y era este personaje anciano el que me había llamado la atención. Miré al hombre de pelo gris, con su rostro de campesino lleno de benevolencia. Sabía quién era por mi infancia católica: san Pedro, el responsable de las llaves. Pero lo que me fascinó fue el ave que se cernía sobre su hombro izquierdo. Supe inmediatamente qué era: un gavilán. Después recordé a Zoë preguntándome por el ave que revoloteaba en torno a mi hombro izquierdo. Instintivamente, me llevé la mano al espacio adyacente a mi oreja izquierda. Nada. ¿Qué esperaba, fantasmas?

—Nuestro Salvador entregando las llaves a san Pedro. Hermoso, ¿no?

Me di la vuelta y reconocí al hombre bronceado, de baja estatura, de unos treinta y pocos años, del funeral de Isabella.

Si no hubiera llevado una sotana, podría haberlo confundido con un vendedor de seguros.

—¿Cuál es el simbolismo del ave? —pregunté.

—El gavilán era el emblema de san Pedro. Por supuesto, los primeros cristianos lo tomaron de la cultura que los rodeaba y así, los coptos asimilaron algunos símbolos egipcios antiguos; el gavilán también era importante para ellos. ¿Le interesan esas cosas, Sr. Warnock?

—Me recuerda del funeral…

—Con cierta dificultad. Con esa barba, casi le confundo con uno de mis hermanos coptos —dijo y me estrechó la mano; su palma estaba sorprendentemente fría—. ¿En qué puedo ayudarle?

Miré alrededor con cuidado para asegurarme de que no nos oía nadie. Aparentemente, la catedral estaba vacía, pero no estaba dispuesto a correr riesgos.

—Quería preguntarle por el cuerpo de mi esposa.

Scusi? —preguntó en italiano. Parecía nervioso, como si pensara que había oído mal.

—Francesca me dijo que había organizado las cosas de manera que su personal se hiciese cargo del cuerpo al sacarlo de la ambulancia antes de dejarlo en el depósito municipal.

—¿Francesca?

Madame Brambilla, la abuela de mi mujer. Seguro que la conoce. Después de todo, su iglesia ha atendido a la familia durante decenios.

—No, ha habido algún error.

—La misma madame Brambilla me lo dijo.

El padre Carlotto me guió hacia un lugar más reducido, una capilla familiar.

Monsieur Warnock, la familia Brambilla fue excomulgada hace muchos años —murmuró discretamente.

—¿Excomulgada? —pregunté, sin poder ocultar la sorpresa en mi voz.

—En 1946. Lo miré en los registros cuando madame Brambilla me pidió que celebrara el funeral de su esposa en nuestra catedral. Tuve que mantener una difícil conversación con el obispo, pero concluimos que los pecados del padre o, en este caso, el abuelo no tenían nada que ver con la nieta, que Dios tenga en su seno.

—Pero, ¿qué me dice de Paolo Brambilla? Murió en 1956. ¿No está enterrado en esta iglesia?

—Está enterrado, es cierto, pero no en esta iglesia.

Desvié la vista para disimular mi sorpresa. Mi mirada recayó en una vidriera que mostraba a san Sebastián atravesado por una docena de flechas, con la cara retorcida en una mueca trágica.

—¿Por qué fueron excomulgados? —pregunté.

—Esa es una cuestión privada entre la Iglesia y la familia.

Saqué mi cartera.

—Pero yo formo parte de la familia. Y, en nombre de la familia, estaba pensando que deberíamos hacer una donación, digamos de cien dólares. Me he dado cuenta de que están en plena restauración del techo.

El padre Carlotto dudó, frunciendo los labios. Finalmente, con cierta resignación, levantó las manos.

—Cierto, y una donación tan generosa sería muy bienvenida, pero, Sr. Warnock, no puede sobornarme para que le muestre los archivos secretos de la Iglesia.

Cogí un libro de oraciones que habían dejado en un banco y metí dos billetes de cincuenta dólares entre las páginas.

—Por favor, padre, por el bien de mi esposa. Tengo razones para creer que su espíritu no está en paz.

Puse en sus manos el libro de oraciones. Él me miró, como decidiendo si fiarse o no de mí. Finalmente, cogió el libro.

—Sí, estoy convencido de que lo más seguro es que no esté en paz. Su muerte fue una gran tragedia, quizá innecesaria. En cuanto a la excomunión, aparentemente, el abuelo tuvo algunos socios poco afortunados, personas excéntricas que se entregaban a toda clase de extraños ritos paganos. En realidad, supongo que inofensivos, solo unos historiadores fanáticos a quienes se les fue un poco la mano. Este país tiene muchos ecos; pueden entrar sigilosamente en la cabeza y hacer que la imaginación se desboque. Mi predecesor estaba preparado para ignorarlos, pero algunas personas de la comunidad se ofendieron mucho. Y después, cuando llegó Nasser —dijo bajando la voz—, hubo una caza de brujas. Nadie estaba a salvo.

—¿Y el cuerpo de mi esposa?

—No tengo ni idea. Desde luego, nosotros no recogimos el cuerpo. Yo solo llegué a ver el féretro. Puedo mostrarle la anotación en el registro.

—No es necesario. Otra cosa, padre: el pez es un símbolo cristiano, ¿no es así?

El padre Carlotto sonrió, relajándose por fin.

—El pez representa a los discípulos de Jesús, algunos de los cuales, como sabe, eran pescadores. Lo utilizaron como símbolo secreto los primeros cristianos, que mantenían su fe frente a la hostilidad del Imperio Romano, en el siglo I d. C. La tradición se prolongó a través de los siglos… nunca ha sido fácil ser cristiano en esta parte del mundo. Incluso ahora, algunos de los jóvenes coptos, aquí, en Alejandría, llevan tatuajes ocultos para indicar su fe. El símbolo aparece también en murales de las tumbas de Kom el-Sugafa, un lugar que algunas personas de mi comunidad siguen creyendo encantado.

Titubeó; después, tras comprobar que el templo seguía vacío, siguió en un susurro nervioso:

—Hay algo más que debe usted saber… su esposa vino a verme antes de morir.

Me tensé.

—¿Para qué?

—Vino a verme y me pidió que la bautizase para poder confesarse. Estaba aterrorizada. La bauticé en ese mismo momento con agua bendita y después la oí en confesión. Sr. Warnock, creo que se encontró implicada en cosas que estaban más allá de su control. Me habló de la existencia de un objeto, cuya importancia haría temblar los mundos religioso e histórico. Me preguntó si la Iglesia le daría asilo, si fuese necesario. La tranquilicé, diciéndole que sí, pero me temo que fui un poco escéptico. No era la primera egiptóloga a la que oía en confesión que me había hablado de esas cuestiones. Otra joven egiptóloga también, hará unos veinte años…

Mientras escuchaba, recordé de repente la historia de Demetriu al-Masri acerca del otro cadáver que había examinado al que también le faltaban órganos internos. Me estremecí cuando un frío repentino atravesó los muros de piedra de la iglesia. ¿Quién era ella?

—¿Conocía la existencia del astrario? —le pregunté directamente.

Visiblemente asustado, el padre Carlotto se santiguó.

—Por favor, incluso es peligroso nombrarlo en voz alta. Pero sí, había oído el rumor acerca de ese objeto. Hay un monje que conozco, no católico, es copto ortodoxo, que me habló una vez de antiguos documentos sometidos a su custodia, tanto de la época de los faraones como también de la de la invasión de Napoleón, que hablan de la existencia de ese instrumento. El padre Mina está en Deir Al Anba Bishoy, en Wadi El-Na-trun. Si lo desea, puedo hacer algunas averiguaciones discretas en su nombre. Le debo mucho a su esposa. No sé si conoce la historia, pero hay un relato de uno de los primeros obispos, un san Juan, que sostenía que la misma Hipada utilizaba un astro-labio y la brujería para atraer de nuevo a la vida pagana al gobernador romano de Alejandría. Quizá se tratase del mismo instrumento, ¿quién sabe?

—Isabella estaba convencida de que la única culpa de Hipatia fue ser más intelectual que sus homólogos varones —repliqué.

El padre Carlotto sonrió.

—Su esposa era una mujer de voluntad fuerte. Quizá si yo le hubiera sugerido que dejara Egipto… Pero estaba casi histérica; en realidad, no tenía mucho sentido lo que decía. Siento profundamente no haberla tomado más en serio.

—¿Cuándo fue eso?

—Unas dos semanas antes de su muerte —respondió y se acercó más—. Venga a verme dentro de unos días… Veré qué puedo encontrar para usted. Pero escuche, amigo mío, si necesita refugio en cualquier momento, podemos ayudarle. Mis hermanos coptos de Wadi El-Natrun le acogerán a usted durante el tiempo que haga falta. Ya han ayudado a otras personas de este modo y, a pesar de su falta de fe, sigue siendo católico, ¿no? Y con esa barba sería casi invisible.

Examiné con cautela su rostro abierto, preguntándome cuánto sabía realmente acerca de las circunstancias de la muerte de Isabella. Solo vi a una persona abrumada por una confesión y preocupada porque quizá hubiese desempeñado algún papel en una muerte prematura.

Puso una mano en mi hombro.

—Por favor, hay veces en la vida en las que uno debe limitarse a confiar. Recuerde mi oferta.

Y se marchó, con el libro de oraciones en sus manos.

Me quedé al lado del enorme órgano de tubos que estaba bajo una vidriera que representaba las tribulaciones de santa Cecilia. ¿Qué terror había obligado a Isabella a recurrir a la confesión ante un sacerdote? Yo sabía que, a veces, iba a la iglesia, pero nunca supe que fuese a confesar. ¿De qué huía?

El sonido de una voz familiar murmurando en inglés rompió mi ensoñación. Venía de una capilla lateral: era la voz de una mujer preguntando por las velas. Me acerqué y entré en una hornacina con un relieve de mármol que representaba a una santa martirizada en la pared del fondo. A los pies de la santa, había fotografías de niños y pequeñas ofrendas de flores. Había incluso una lata cerrada de Pepsi que se estaba oxidando. La mujer estaba de espaldas a mí, pero la reconocí. Ella se arrodilló y puso un pequeño ramo de gardenias con las otras ofrendas.

—Santa Sabina… ¿no es la santa patrona de los niños? —pregunté.

Sorprendida, Rachel Stern se levantó.

—¿Le conozco?

Me di cuenta de que debía de haberle dado un poco de miedo, con los cortes y cardenales que se iban desvaneciendo lentamente, pero todavía formaban un horrible mosaico en mi cara, mi larga barba y el pelo alborotado.

—Rachel, soy Oliver.

Ella recuperó su compostura.

—¡Oliver! No te reconocí con esa cantidad de pelo en la cara. ¡Qué sorpresa!

—Agradable, espero. Perdona, te he distraído en tu oración.

—Schh, no se lo digas a mi rabino. Las ofrendas son por mi hermana. Lleva años tratando de quedarse embarazada. Dicen que, si haces suficientes genuflexiones, la santa viene en tu ayuda, aunque espero que no sea una concepción inmaculada… ya hay bastantes mártires en la familia.

Se echó la bolsa al hombro y empezó a caminar para salir de la capilla. La seguí.

El sol nos cegó por un momento cuando salíamos de la catedral. Un chico vestido con harapos salió de la sombra de una puerta, extendiendo el muñón que tenía por un brazo. Le puse unas monedas en la otra mano.

Rachel se puso unas enormes gafas de sol; después, evaluó mi chaqueta y mi pantalón de lino arrugados.

—He oído hablar de lo que le ocurrió a tu amigo Barry —dijo ella—. Me sorprendió muchísimo. No me parecía que fuese la clase de persona que se suicida.

—No lo hizo.

Un grupo de chicos de uniforme que salían del patio de la escuela de la catedral pasaron corriendo entre risas. Me gustó no estar solo. Volvía a invadirme la misma soledad que sentí al colgar el teléfono tras hablar con mi familia. Necesitaba compañía.

—Mira, ¿quieres tomar una copa?

—¿Una copa? La última vez que hablamos tuve la fuerte impresión de que ni siquiera te gustaba.

—Estaba borracho y beligerante. Perdóname.

Raquel me estudió, socarrona.

—No, no lo creo. Lo siento, Oliver —me respondió y comenzó a alejarse.

Yo la seguí.

—Por favor, solo necesito hablar con alguien que conozca mi historia, alguien en quien confíe…

Ella se detuvo.

—¿Tienes problemas?

—Por favor, Rachel, no puedes hacerte una idea de lo solo que estoy…

Ella vaciló, buscando algo en mi rostro, quizá una huella del estudiante idealista que ella conocía; después, me cogió del brazo.